5

—El veinte de agosto es San Istvan —dijo Florian a sus subordinados principales en una reunión que convocó en el furgón rojo— o San Esteban, si lo preferís. En cualquier caso, es la fiesta mayor del verano en Hungría y tendremos la afluencia de público más impresionante desde que estamos aquí. Pediré vuestro voto y, a menos que haya gritos de rebelión, aquel día quiero ofrecer tres funciones, una por la mañana además de las habituales de tarde y noche.

—Creo que nadie objetar —dijo Carl Beck—. Nosotros ser gente de circo. Preferir trabajar, oír aplausos que sentarnos sobre nuestros Arsche. Y los eslovacos trabajar todo el día, de todos modos.

—Muy bien. Haced planes para efectuar tres funciones ese día. Estoy seguro de que a partir de esa fecha continuaríamos haciendo el buen negocio que hemos hecho hasta ahora, por lo menos hasta la llegada del invierno, pero mi deseo es ponernos de nuevo en marcha después del día de San Istva. Hay otro lugar especialmente bello en Hungría, el lago Balaton, o el Platten See, como lo llamaría Francisco José. Creo que nadie debería perdérselo y los centros turísticos que rodean el lago nos proporcionarán la misma clientela que tendríamos aquí.

Ano, pojd’me na Balaton Jezero! —exclamó con entusiasmo Banat, que al parecer ya había estado allí antes.

—Luego, después de un mes en el lago —prosiguió Florian—, cuando las hojas empiezan a caer, viajaremos hacia el este. Tendremos que cruzar unos seiscientos cincuenta kilómetros de puszta (el mar de hierba llano, monótono, vacío), donde ni siquiera hay un pueblo lo bastante grande como para merecer una parada. Quiero llegar a la frontera rusa antes de las primeras nieves. No me atrae cometer el mismo error de Napoleón y enfrentarme por el camino con el invierno ruso.

—No sé, director —observó Dai Goesle con escepticismo—. Rusia es un país enorme y lo cruzaremos a paso de tortuga. El invierno nos sorprenderá en alguna parte.

—Pero no por el camino y a la intemperie. Aunque muy a pesar mío, he decidido tras largas deliberaciones emular al despreciable Zirkus Ringfedel. Desde la frontera rusa viajaremos por tren, sólo deteniéndonos a actuar en Kíev y Moscú antes de llegar al destino que he deseado y ambicionado durante mucho tiempo: la magnífica y deslumbrante capital de San Petersburgo, donde confío en gozar de una estancia larga, feliz y próspera.

—Cuando todos partáis hacia el lago Balaton —dijo Willi Lothar—, yo viajaré a Rusia, reservaré un tren y alquilaré el primer campamento en Kíev. —Se dirigió a Florian—: Jules no me acompañará. Sé que querrá elevarse con el globo en el lago. Es un lugar espléndido para una bella ascensión.

—Espera —terció Edge—. Eché una mirada a las praderas húngaras, ¿dices que se llaman puszta?, cuando fui a visitar a la condesa. Es un lugar monótono de verdad. ¿Por qué hemos de tomarnos la molestia de recorrer casi quinientos kilómetros de hierba? Hungría también tiene trenes. ¿Por qué no alquilar un tren aquí y seguir en él hasta la frontera y después por toda Rusia?

—Porque esto sería una molestia todavía mayor —respondió Florian—. Los ferrocarriles de Europa occidental tienen lo que se llama el ancho estándar, los raíles mucho más separados, por lo que los trenes están construidos de otra manera. Tendríamos que embalar, cargar y almacenar víveres y equipo y en la frontera desembalarlo y descargarlo todo y volver a embalarlo y cargarlo en un tren ruso. Sería mucho más pesado, y probablemente requeriría más tiempo, que viajar por carretera. No, nos dirigiremos hacia Czernowitz, en la frontera húngara, cruzaremos el río Prut y nuestro tren nos estará esperando en la margen rusa del río, en Novosielitza.

Edge se encogió de hombros.

—Usted lo sabe mejor que nosotros, director.

—Y a propósito, dejaremos atrás a todos los tenderetes y barracas y su población. Pueden seguir haciendo un buen negocio en el lago Balaton, hay también lugares para el turismo de invierno, y Dios sabe que no ganarían ni un céntimo en la puszta. Además, las autoridades rusas de inmigración son notoriamente suspicaces e inflexibles; es probable que ni siquiera permitiesen la entrada a tal enjambre de gitanos. Y lo más importante, alquilar el tren ya me costará bastante caro. No me interesa alquilar dos o tres coches extra para transportar a nuestros seguidores.

—Maldita sea —profirió Fitzfarris—. Supongo que, como dice Zack, usted lo sabe mejor que nosotros, director, pero lamentaré mucho abandonar a mis bonitas muchachas del Schuhplattler.

—Muy bien, caballeros, ya podéis iniciar los planes y preparativos. Maestro velero, antes de dejar Pest, compra todos los efectos, piezas de repuesto, lona extra y arneses, todo lo que pudiéramos necesitar en el futuro. Son cosas difíciles de encontrar en un país tan primitivo como Rusia y tampoco las encontraremos en el lago Balaton. Director de orquesta, tú haz lo mismo (partituras, válvulas de trompeta, parche de tambores, lo que sea), y en particular una abundante provisión de los productos químicos necesarios para el generador del Saratoga. Jefe de personal, estudia con Abdullah y su ayudante eslovaco sobre las cantidades de pienso y carne para los gatos que necesitaremos para alimentar a los animales a través de la puszta. Una vez estemos en Rusia, por lo menos estas cosas podremos reponerlas. —Florian se levantó—. Entretanto, compraré otro carromato y una pareja de caballos. Nos harán falta, y no sólo para llevar el cargamento extra. Recientemente hemos adquirido un buena cantidad de nuevas pertenencias: los furgones vestidores, el címbalo, la bola y la rampa de Tücsök. Bueno, ¿algo más que discutir, caballeros? Entonces declaro levantada esta sesión.

El día de San Istvan el circo presentó por primera vez tres funciones y cada una de ellas no sólo registró un lleno sino que mucha gente se quedó sin entrar. Ni siquiera hacia el final de la función nocturna se mostraron los artistas menos vivaces y sonrientes y ninguno de ellos tuvo un solo fallo en sus actuaciones. Incluso los animales parecían imbuidos del mismo espíritu y no se detuvieron ni vacilaron en ningún momento a causa del trabajo extra. En la gran cabalgata final de la función nocturna, los miembros de la compañía saludaron cariñosamente al público con la mano, sonriendo más que nunca, orgullosos y satisfechos de haber participado en el día de mayor asistencia y más provechoso que el Florilegio había conocido. Sin embargo, cuando el último espectador se hubo ido, tanto artistas como peones y músicos se dejaron vencer por la fatiga y algunos no se despojaron siquiera de sus trajes de pista antes de caer, agotados, sobre sus literas y catres.

El circo suspendió toda actividad al día siguiente para que la compañía entera —incluidos los eslovacos, después de atender a los animales— pudiera relajarse o descansar a su antojo. Varios aprovecharon esta última ocasión para visitar sus lugares preferidos de la ciudad. Clover Lee, Gavrila y Agnete fueron a curiosear a los grandes Almacenes Párizsi. Carl Beck acudió a un balneario para tornar un último baño curativo y luego compró un par de grandes cajas de la loción capilar Bánfi y el tónico Béres. Abner Mullenax cruzó el río para comprar en Buda una caja de la pésima ginebra búlgara, además de ingerir una gran cantidad. Edge, Pemjean, Yount y LeVie fueron a pasar la tarde en el café New York. Magpie Maggie Hag y Bernhard Notkin se dirigieron juntos adonde se congregaban más personas mayores, las mesas de cemento facilitadas oportunamente por el parque municipal, a jugar una partida de ajedrez. Florian pasó la mayor parte del día en su oficina, sumando alegremente las ganancias de la víspera y poniendo al día sus libros.

El día siguiente se dedicó a desmontar, limpiar el recinto y cargar el circo en los carromatos. Después de la carga todos los vehículos, incluyendo el nuevo, abultaban casi visiblemente con todas las provisiones extras, el pienso y las piezas de equipamiento compradas por Dai, Carl y Hannibal. Algunas cosas pequeñas tuvieron incluso que guardarse en los remolques de los artistas. Entonces Florian ordenó a cierto número de eslovacos que se adelantaran en el carromato más ligero con un enorme montón de carteles del Florilegio para rodear todo el lago Balaton y fijar carteles en todos los pueblos y aldeas de sus orillas.

El resto de la caravana circense abandonó Pest a primera hora de la mañana siguiente, cruzó por última vez el puente de Cadenas, subió la colina de San Gellért, pasó de largo la sombría Ciudadela y tomó una carretera que se dirigía al sudoeste. Su destino en el lago Balaton estaba a noventa y seis kilómetros y dos largas jornadas de distancia, así que aquella noche acamparon junto al camino, cerca del único edificio que habían visto en varios kilómetros: una csárda de tamaño modesto con un letrero: Szep Juhászne.

—«La Bella Pastora» —dijo Florian—. Con un nombre tan bonito, no puede ser una posada muy mala. Cenaremos allí antes de acostarnos.

El posadero estuvo encantado de verlos; sin duda no había tenido que albergar nunca en su establecimiento a una clientela tan numerosa. Ni siquiera había bastantes mesas para todos: tuvieron que cenar por turnos. Cuando se sentó el primer contingente, el posadero les sirvió inmediatamente, por propia iniciativa, inmensas jarras de peltre de cerveza negra fresca y tortas asadas, calientes de la chimenea, para mordisquear. Los comensales no eligieron ni pidieron la comida; les sirvieron sencillamente tazones gigantescos del plato corriente en todas las posadas húngaras.

Bográcgulyás —explicó Florian—. Puchero. Lo que tú llamarías pot-au-feu, Maurice, o tú, Maggie, olla podrida[23]. Simplemente una gran caldera de hierro que cuece perpetuamente a fuego lento en el hogar y a la que se añade continuamente la carne o las hortalizas que se tienen a mano.

Fueran cuales fuesen sus ingredientes, todos aseguraron que era deliciosa y tonificante.

El feliz posadero revoloteó en torno a ellos durante la cena, encantado de poder hablar por lo menos con dos de ellos: Florian y Katalin.

—El fogados o posadero —tradujo esta última— dice que esta csárda ha estado aquí durante siglos y hace mucho tiempo fue el escondite preferido del gran salteador de caminos Sobri Jóska, el Robin Hood húngaro que siempre despojaba a los ricos para compartirlo todo con los pobres.

—No, ¿de verdad? —se asombró Yount—. ¿Y se ocultaba aquí donde estamos cenando?

—Lo dudo —dijo Grillo—. Todos los fogados de Hungría te dirán que un día fueron anfitriones del bandido Sobri, o de la bella Ilonka, la novia secreta del rey Mátyás, o de Pál Kinizsi, el Sansón de Hungría. En una guerra contra los turcos, Pál mató a uno de ellos y luego usó su cuerpo como una maza para matar a cien más.

—Bueno, estas historias son una propaganda excelente —observó Fitzfarris—, como las fanfarronadas de Florian. Creo que los posaderos son listos.

—Oh, nosotros los húngaros somos muy listos —dijo Grillo, sonriendo—. La historia que más me gusta es la del granjero de la puszta que debía veinte coronas al judío local y no podía pagárselas. Como el tío Isaac no dejaba de acuciarle, el granjero se ofreció a vender su vaca y darle el producto de la venta. La vaca valía más de veinte coronas, así que el judío aceptó en seguida. Fueron juntos al mercado y el granjero se llevó además un pollo. Se acercó un hombre y preguntó: «¿Cuánto por el pollo?» El granjero contestó: «Veinte coronas». El hombre exclamó: «¡Dios mío! ¡Podría comprar la vaca por este dinero!» El granjero le dijo: «Haremos una cosa. Deme veinte coronas por el pollo y le venderé la vaca por sólo dos kreuzers de cobre». Hicieron el trato, el granjero se embolsó las veinte coronas y pagó al judío con las dos monedas que le habían dado por la vaca. Lo convenido.

Riendo, se levantaron de la mesa para hacer sitio al segundo grupo que esperaba para cenar.

Al día siguiente, cuando la caravana estaba a unos diecisiete kilómetros del lago Balaton, los viajeros se percataron de que la carretera estaba rodeada de praderas de una hierba silvestre extraña y lacia que se retorcía como algas marinas a la suave corriente de aire levantada por el paso de los carromatos. Pero cuando se acercaron más al lago empezaron a notar una auténtica brisa. Ahora pasaban entre viñedos donde, en lugar de los espantapájaros comunes a la mayoría de países, había largas cintas de vivos colores ondeando al viento. Luego vieron almiares que en un principio habían tenido forma de cono, como las tiendas indias, y a los que los embates del viento habían dado formas más graciosas, como bailarinas inmovilizadas con las faldas en remolino.

—Siempre sopla el viento en torno al lago Balaton —dijo Florian a Daphne, que iba con él en el carruaje—. Me inclino a creer que la propia configuración del lago debe de tener algo que ver con ello. El lago Balaton es una curiosidad en varios aspectos. Es el de mayor tamaño en toda la Europa central y no sólo tiene una forma extraña, ochenta kilómetros de longitud por una anchura media de nueve kilómetros, sino que el propio lecho es peculiar. En el extremo sur del Balaton, el fondo desciende tan gradualmente que se puede vadear casi un kilómetro antes de que el agua te llegue a la barbilla. Pero continúa descendiendo, como una rampa de ochenta kilómetros, hasta alcanzar en el extremo norte una profundidad de unos doce metros. Ignoro por qué las características únicas del Balaton tienen que crear viento, pero siempre sopla y el agua está siempre agitada. Cuando hay una verdadera tormenta, que por lo general viene del sur, actúa como una escobilla. Barre el agua superficial del extremo sur del lago e intenta amontonarla sobre el agua profunda del norte. Entonces en el Balaton se ven olas y rompientes tan impresionantes como los de cualquier océano.

—Parece temible —dijo Daphne.

—Bueno, aquí ha habido pescadores y barqueros durante generaciones y han desarrollado una misteriosa facultad para prever cualquier tormenta inminente. Entonces disparan cohetes que pueden verse en toda la periferia del lago. Los barqueros y turistas salen del agua y todos corren a buscar cobijo.

La compañía llegó por fin a un punto alto de la carretera desde el que se podía ver el lago. Su color era de un particular turquesa lechoso, salpicado de pequeños rizos de espuma; lo rodeaban juncos de un verde brillante y lo sobrevolaban por doquier bandadas de golondrinas azulgrises y gaviotas de cabeza negra y en sus orillas se inclinaban sobre el agua los omnipresentes álamos, que incluso ahora, a finales de verano, seguían despojándose de su pelusa blanca como la nieve, y de vez en cuando se oía un chapoteo en el agua producido por un pez al saltar en persecución de esta pelusa. Por el lago navegaban algunos veleros de recreo, pero la mayoría de embarcaciones eran esquifes de pesca y los grandes botes de remo que servían de transbordadores. En torno al lago se veían apiñadas comunidades que oscilaban entre aldeas y ciudades pequeñas, pero había también largos trechos de orilla deshabitada.

Las dos ciudades mayores, más populares y pobladas, Siófok y Földvár, se hallaban en la orilla sudoriental hacia la que se dirigía la caravana del circo y sólo mediaban doce kilómetros entre ambos centros turísticos, así que Florian ya había dicho a los peones que acamparan a medio camino entre los dos. Empezaba a oscurecer, pero los viajeros podían ver los carteles del Florilegio clavados en algunos árboles. Y cuando llegaron al lugar designado para levantar la carpa, los peones que se les habían adelantado para fijar carteles ya los estaban esperando. Los eslovacos, por iniciativa propia, habían encendido dos fuegos para cocinar, llenado ollas con el agua fresca del lago e incluso comprado a los pescadores locales un cesto de fogas, el lucio del lago Balaton. Así, pues, Magpie Maggie Hag, con ayuda de Gavrila, Meli y Agnete —y usando también la estufa del antiguo furgón vestidor, donde aún viajaba y dormía—, se dispuso a preparar la primera comida al aire libre que la compañía había saboreado en muchos meses.

A primera hora de la mañana siguiente, el maestro velero Goesle, el jefe de personal Banat y los elefantes empezaron a montar la carpa. Como allí la orilla del lago era toda de guijarros, tuvieron que trasladarse a unos cien metros tierra adentro para encontrar un terreno capaz de aguantar las estacas de la tienda. Y Florian les dijo que doblaran el número de estacas y cables en el lado sur de cada tienda, como medida de seguridad contra el constante viento. Incluso a tan temprana hora del día, una gran cantidad de turistas de Siófok y Földvár, que habían visto los anuncios de la inminente llegada del Florilegio, acudieron a admirar el montaje y comprar entradas para la primera función de la tarde. Las entradas se agotaron mucho antes de que la obertura del órgano de vapor resonara por todo el lago. Y tal como había esperado Florian, todas las funciones subsiguientes tuvieron la misma afluencia de público que las de Pest. Los espectadores no sólo llegaron de los dos cercanos pueblos turísticos, sino que muchos hicieron viajes de dos días desde los confines más lejanos del Balaton y la campiña circundante.

Jules Rouleau había esperado realizar numerosas ascensiones sobre aquel hermoso lago azul y los verdes bosques que lo rodeaban, contra los cuales el Saratoga rojo y blanco haría un notable contraste, pero el viento incesante obligaba a Carl Beck a decir con firmeza: «Nein! Nein!» Sin embargo, el viento tendía a amainar y a convertirse en una ligera brisa hacia el atardecer, así que por fin Rouleau convenció a Bum-bum de que le permitiera intentarlo a dicha hora. Enviaron a los eslovacos a fijar carteles por todo el Balaton proclamando el acontecimiento y aquel día los espectadores llenaron a rebosar el recinto del circo.

Cuando el globo estuvo hinchado, osciló con torpeza, como angustiado, aflojando, tensando y tirando alternativamente de las amarras, por lo que Florian acortó su habitual discurso grandilocuente sobre el valor de Monsieur Roulette y los peligros de desafiar a los cielos. Rouleau subió apresurado a la góndola —y solo; no quiso correr el riesgo de llevarse a una de las chicas Simms— y los peones aflojaron inmediatamente los cables. El Saratoga se elevó como un cohete, pero inclinado, volando más hacia el norte que hacia arriba y casi rozando las copas de los árboles. No obstante, cuando ganó altura sobre el lago, Rouleau notó que la brisa amainaba —por lo visto los eternos vientos del Balaton sólo soplaban cerca de la superficie— y un poco más arriba encontró una brisa que soplaba hacia el sur. De este modo logró, siguiendo su costumbre de dejar subir y bajar el globo, hacer cabriolas por el cielo en varias direcciones.

Después, para descender, condujo al Saratoga hacia el extremo sur del lago y abrió la válvula de charnela a fin de soltar el gas suficiente para que el globo cayera hasta donde soplaba la brisa. Cruzó el lago a toda velocidad, abriendo y cerrando hábilmente la válvula para bajar en una larga inclinación. Ahora ya dominaba el descenso y tocó tierra justo delante de la avenida del circo —una parte considerable de los espectadores tuvo que dispersarse corriendo—, pero aunque tiró del cabo de desgarre para vaciar el globo en aquel mismo instante, la góndola aterrizó con un fuerte golpe y dio varios saltos hasta que cayó de lado junto con el globo ya vacío. Rouleau salió indemne, pero tuvo que bajar de un modo poco digno de la barquilla ladeada y sortear los cabos enmarañados antes de poder enderezarse, levantar triunfalmente los brazos y recibir los vítores de la multitud.

No lo intentó más; aquélla fue su única ascensión en el lago Balaton. Sin embargo, la gente de los pueblos y ciudades de muchos kilómetros a la redonda hablaron admirados del acontecimiento durante meses enteros, rebosando entusiasmo porque había tenido lugar durante su vida, ya que semejante prodigio no se había visto nunca en la comarca y probablemente no se volvería a ver. A partir del día de la ascensión, Rouleau encontró imposible tomar una cerveza, comer o comprar siquiera un pretzel en Siófok o Földvár; los otros clientes siempre reconocían a Monsieur Roulette, le elogiaban, le daban palmadas en la espalda e insistían en pagar lo que comía o bebía.

En una función de tarde, cuando Edge entraba en la carpa montando a Trueno al son de Greensleeves en la cabalgata inicial, el corazón le dio un pequeño vuelco. En las sillas de primera fila había dos damas con velo que parecían conocidas. Cuando se subieron el velo y lo sujetaron atrás, resultaron ser en efecto la «condesa Amelie Hohenembs» y la baronesa Marie Festetics. En el intermedio, cuando el resto del público se trasladó a la avenida, ellas permanecieron sentadas como de costumbre y Edge se apresuró a saludarlas.

Hizo una reverencia extravagante y dijo:

—Bien venida, majestad imperial.

Elisabeth, emperatriz de Austria y reina de Hungría, respondió con fingida consternación:

O jaj! Has descubierto mi modesta mascarada. ¿Cómo?

—Creo que empecé a sospechar cuando usasteis la frase habitual del emperador para decir que os habíais divertido.

—Ah, muy bien. Sólo quiero observar, Edge úr, que no te mentí en absoluto. Amelie es mi segundo nombre y soy la condesa Hohenembs. Y duquesa de Salzburgo y Auschwitz y margravina de Moravia y muchas otras cosas. Podría haberte dicho algo tan bajo como voivodina de Servia y también habría sido cierto. Pero, te lo ruego, en recuerdo de los viejos tiempos, sigue llamándome Amelie. Me gusta tu tierno modo de decirlo… casi tan tierno como cuando dices Autumn.

—¿Qué hacéis por aquí?

—Estoy invitada en el palacio Festetics. Me quedaré hasta el primer signo del invierno y entonces me escabulliré a mi soleado, tibio y florido Achilleion.

La baronesa Marie explicó:

—Me apresuro a decirle, Edge úr, que el palacio Festetics no es mío. Yo no tengo ninguno. Pertenece a un primo, el conde Festetics. Está en Keszthely, en la punta sur del lago, a sesenta kilómetros de aquí. Incluso en un coche de cuatro caballos, y a trote ligero, hemos tardado todo un día en llegar, así que anoche pernoctamos en un hotel de Siófok y volveremos a hacerlo antes de regresar mañana a Keszthely.

Elisabeth Amelie dijo:

—Me gustaría invitarte, Zachary, a pasar con nosotros unos días de vacaciones…

—Bueno, me sentiría un holgazán si me tomase dos vacaciones en un año, pero, maldita sea, no pienso rehusar. No dependo de nadie y Florian es un tipo decente. Si a vos os parece bien, preferiría varias visitas cortas a una larga. Podría hacer el viaje a caballo en un día, estar con vos al día siguiente y regresar el tercero. De este modo sólo perdería seis funciones. Pero en consideración a la compañía y al público, sólo podría hacerlo a intervalos de dos semanas. Y no sé cuántas veces. Depende del tiempo que permanezcamos aquí.

—Lo siento, Zachary. Iba a decir que me gustaría invitarte, pero el conde Andrássy es otro de los invitados.

—Oh —murmuró Edge, y su rostro se ensombreció. Pensó unos instantes y luego dijo—: ¿Podría hacer una descarada sugerencia? Pero antes decidme: ¿monta a caballo el conde Andrássy?

—Pues claro. ¿Qué caballero no lo hace?

—Pero supongo que no sabe trucos circenses, como vos.

—No. Excepto doma, carrera de obstáculos, caza con jauría…

—Tal vez le gustaría aprender algunos floreos. Acabáis de ver a nuestra équestrienne. No la mulata que hace la alta escuela, sino la rubia, hoy lleva unos leotardos escarlatas, que ha saltado por encima de las banderas y por los aros.

Vaya, Zachary. Las ligas y guirnaldas. Olvidas que conozco un poco el lenguaje del circo.

—Bueno, pues es Clover Lee Coverley y anhela conocer a personas de la nobleza. Si nos invitarais a ella y a mí, ella podría convencer a vuestro conde para que le dejara darle lecciones de equitación circense y mientras tanto vos y yo podríamos hacer… otras cosas. Clover Lee sólo tiene unos diecisiete años, pero es precozmente madura para su edad y…

—A Gyula le atrae mucho la juventud —dijo Elisabeth Amelie, pensativa—. Aunque yo sea catorce años más joven que él, una joven catorce años más joven que yo le haría arder como tus candilejas. —Rió traviesamente—. Sí, eres de verdad muy descarado, Zachary. Muy bien, los dos estáis invitados con la mayor cordialidad. —Pero añadió, severa—: Cuidado, no deseo que tu Clover Lee me sustituya de modo permanente en el afecto de Gyula.

—¿Afecto? Esto me hace parecer un alcahuete. Sólo quiero que le mantenga distraído montando mientras ella se deleita codeándose con la nobleza. De todos modos, no creo que un conde casado con una condesa y enamorado de una emperatriz pueda divertirse mucho tiempo en compañía de una amazona de circo.

—No olvides decírselo a ella. Y por ti, querido Zachary, cambiaré mi programa diario. Como sólo dispondremos de un día y medio cada vez, renunciaré a mis ejercicios y estudios matutinos para que podamos compartir las mañanas además de las tardes y noches.

—Gracias, Amelie, majestad.

—El conde Festetics, el conde Andrássy y yo estaremos encantados de veros, a ti y Clover Lee, tan pronto y tan a menudo como podáis venir.

Edge volvió sumamente exaltado a su trabajo como coronel Ramrod, pero sintiéndose al mismo tiempo un holgazán y un desertor. Cuando se reunió con Florian entre bastidores durante una actuación, no abordó el tema. Incluso después de la cabalgata final, mientras veían al público abandonar la carpa, vacilaba en hablar. Pero entonces ocurrió algo maravillosamente fortuito. Tres espectadores se rezagaron, hablaron brevemente entre sí y luego se acercaron a Florian y se dirigieron a él en húngaro.

Los tres eran hombres y se parecían mucho: de una fealdad tosca, altos, fornidos, bronceados por el sol, con cabellos negros rizados y enormes bigotes negros. También iban idénticamente vestidos: un chaleco de cuero sobre una camisa roja, pantalones de cuero muy raídos y tan amplios que ondeaban como faldas, pesadas botas de piel y un sombrero negro que parecía un budín de ciruelas colocado sobre una gran sopera. Y lo más curioso: los tres llevaban un látigo korbács enrollado alrededor del hombro.

Después de conversar con ellos unos minutos, Florian se volvió hacia Edge:

—Son los hermanos Jászi. Arpád, Zoltán y Gusztáv. Son csikosok, pastores, jinetes de la puszta. Perdieron hace poco su empleo al quebrar el rancho de su jefe, así que cogieron el tren en busca de diversiones civilizadas y cultas en Budapest y aquí en Balaton antes de regresar a la puszta para encontrar otro trabajo. Ahora desearían que les prestásemos tres caballos para hacernos una demostración del estilo de equitación csikos. Me gustaría verlo.

—Y a mí también —dijo Edge.

Silbó a un eslovaco y le mandó que ensillara y les trajera los tres caballos requisados hacía tanto tiempo a los salteadores de caminos de Virginia.

Cuando llegaron los caballos, los hermanos Jászi ni siquiera apoyaron los pies en los estribos sino que saltaron del serrín a las sillas Y pusieron al instante a los caballos a un galope furioso. Entonces hicieron cosas asombrosas. Ejecutaron todos los números de Buckskin Billy, como deslizarse por debajo de los caballos y subir por los flancos hasta las sillas a galope tendido. Pero también se dieron la vuelta en las sillas y montaron de espaldas, dirigiendo a los caballos retorciéndoles las colas. Después, agarrados a las colas, se bajaron de las grupas y galoparon a pie detrás de los caballos, yendo a la misma velocidad que ellos. Entonces se izaron por las colas, saltaron a las grupas y luego a las sillas y cabalgaron de pie sobre ellas y a continuación, increíblemente, cabeza abajo… mientras los caballos seguían a galope tendido.

Después se sentaron en las sillas y desenrollaron sus korbácsek. Primero los emplearon como látigos; pasando a velocidad vertiginosa por delante de la primera fila de asientos, el primer Jászi blandió el látigo y volcó la silla más cercana, el que le seguía volcó la segunda y el último la tercera, mientras el primero ya volcaba la cuarta y así sucesivamente hasta derribar toda la hilera de asientos. Uno de los hermanos, al pasar como un rayo por delante de Edge, le quitó el cigarrillo de los labios con tanta habilidad que Edge sólo notó el silbido del aire.

Luego usaron los korbácsek como lazos. Un hermano lo lanzó contra otro, no para pincharle o herirle sino para enroscarlo alrededor de su cintura y jugar a derribarle. Otro blandió el korbács hacia arriba en el instante justo para enroscar su punta en torno a un cable de un poste central. Dejó que el tirón le derribase de la silla y, agarrado al puño del korbács, se balanceó de un lado a otro en el aire.

Al cabo de un momento la punta del látigo se soltó del cable y se desenrolló, haciendo caer al hombre… pero en aquel preciso momento su caballo, que galopaba en torno a la pista, se encontraba debajo de él y el jinete se sentó limpiamente en la silla.

—Dios santo —dijo Edge—. Estos muchachos hacen que mi volteo parezca un juego con un caballo de balancín.

—Bueno, están buscando empleo —observó Florian— y nosotros buscamos artistas del sexo masculino. —Titubeó y continuó después de un carraspeo—: Además, Zachary, estoy pensando hace mucho tiempo que das demasiado de ti mismo al Florilegio: como director ecuestre, adiestrador de caballos, tirador, jinete de volteo y pacificador general cuando hay un problema. Me preocupa la idea de que nos estamos aprovechando demasiado de tu buen carácter. Estoy bastante seguro de que no tienes celos profesionales, pero te lo preguntaré. ¿Te sentirías rebajado o desairado si contratase a los hermanos Jászi para reemplazarte en el volteo?

—En absoluto —contestó alegremente Edge, y lo repitió con entusiasmo—: ¡En absoluto! —Los hermanos ya habían desmontado y se acercaban a ellos. Edge exclamó—: ¡Bien venidos, muchachos, bien venidos! —Y zarandeó las manos de Zoltán, Arpád y Gusztáv con una sonrisa tan radiante que resultaba casi tan feo como ellos.

Florian quedó un poco perplejo ante este ardor de Edge, pero dijo:

—Los llevaré a la oficina para hablar de las condiciones y llamaré a Maggie Hag para hablar de los trajes.

—Antes de que se vaya, director… —dijo Edge—. Ahora que tiene una sustitución tan espectacular para uno de mis números como mínimo, desearía pedirle un favor… —Le habló de la invitación de la «condesa Hohenembs», que en esta ocasión incluía a Clover Lee, y su idea de tomarse sólo tres días libres cada vez y no demasiado a menudo, tal vez cada dos o tres semanas. Le habría gustado asombrar realmente a Florian revelando la verdadera identidad de Amelie, pero decidió que no tenía derecho a hacerlo.

—Le quedará el número de caballos en libertad, que puede dirigir usted solo, y el número de alta escuela de Lunes y ahora estos prodigiosos hermanos Jászi. Tres buenas actuaciones ecuestres, así que no es probable que el público eche de menos a un jinete solitario que monta a pelo. Ni a un tirador solo. En cualquier caso, sólo faltaremos en seis funciones cada vez que vayamos al palacio.

—Bueno, no puedo negarte el trato con personajes tan encumbrados —contestó Florian que, aun sin motivo, se sentía culpable por haberle arrebatado el número de volteo de Buckskin Billy—. Sólo intenta no casar a Clover Lee con uno de tus amigos nobles. Me disgustaría perderla para siempre.

Edge fue al encuentro de Clover Lee y le habló de la invitación y las limitaciones de sus visitas y su esperanza de que mantuviera distraído con la equitación al conde Gyula Andrássy mientras él gozaba de la compañía de la condesa Amelie. Y hasta el final no se le ocurrió preguntarle si le gustaría ir.

Clover Lee, cuyos ojos de color azul cobalto eran cada vez más grandes al escucharle, lanzó un grito clamoroso como el órgano y exclamó:

—¡Diablos, claro que me gustaría ir! ¡Vayamos mañana!

—No. Me llevaré a Trueno, lo cual significa que deberé dar a otro caballo un curso acelerado de pasos nuevos para que Lunes pueda seguir con su alta escuela. Entretanto sugiero que vayas a Siófok y te compres un vestido de noche… las personas distinguidas nos emperifollamos mucho para la cena. Déjame decirte además que serán unos viajes muy pesados. Trueno es un veterano de la caballería y los hará sin esfuerzo, pero no así tu Bola de Nieve o Burbujas. Te recomendaría que pruebes los ocho caballos moteados y escojas al más rápido y resistente.

—Muy bien. ¡Oh, Zack, apenas puedo esperar!

—Sí, ya te veo poniendo condesa antes de tu nombre. Pero el tal Andrássy tiene cuarenta y cinco años y una esposa e hijos. No sé qué otros invitados habrá; tal vez figure entre ellos algún noble soltero de edad más similar a la tuya. No me importa que coquetees lo que quieras, pero cuando la condesa y yo no estemos presentes debes pegarte al conde Andrássy y mantenerlo ocupado. ¿Está claro?

—Sí, coronel —respondió ella, sonriendo, radiante, y saludándole militarmente.

Entonces se alejó a toda prisa, rebosante de orgullo y felicidad, para hablar a todas las mujeres del circo de su inminente incursión en el mundo de los poderosos y de sus perspectivas casi indudablemente favorables en él. Las mujeres le prodigaron felicitaciones y buenos deseos y le aseguraron que hechizaría a todos los príncipes encantadores en aquel ambiente de cuento de hadas. Varias fingieron, entre afectuosas y divertidas, tener mucha envidia de ella. Sólo una, Domingo Simms, se mostró reticente.

Y no dijo nada cuando más tarde ella y Edge se encontraron por casualidad en la avenida y él le dedicó un saludo cordial. Domingo agitó los cabellos con petulancia y, con la cabeza alta, continuó andando. Edge dio media vuelta, la alcanzó y la interpeló:

—¡Eh, mariposa! ¿Por qué te muestras tan fría?

Ella le dirigió una mirada furibunda y silbó:

—De modo que tu condesa tiene marido, ¿verdad? ¿Y qué importa? Esto no le impide seguir coqueteando contigo cada vez que te tiene cerca. Y tampoco te impide a ti correr tras ella como un sabueso tras una perra en celo.

—¿Qué es esto? ¿Por qué diablos te preocupa lo que yo hago? No creo que una niña deba juzgar la conducta de un hombre adulto. Es la primera vez que te veo dar pruebas de mal genio, Domingo, y por motivos que no te atañen en absoluto.

—El motivo es que te estás enamorando también de ésta.

Realmente desconcertado, Edge replicó:

—Aunque me enamorase de Maggie Hag, o de Grillo, la enana, o de Willi Lothar, ¿por qué habría de importarte? De todos modos lo único que hago es ir a pasar unas cortas vacaciones al campo incluso me llevo a una dama de compañía.

Ahora ella escupió como un gato.

—¡Te llevas a Clover Lee para embaucar al marido mientras tú y la condesa retozáis en secreto!

—Bueno, maldita sea, niña, aunque así fuera, la idea salió de ti.

—Sí —dijo ella tristemente—. ¡Al infierno conmigo y mis ideas!

Prorrumpió en llanto y huyó corriendo, mientras Edge movía la cabeza, confuso.