6

Herr gouverneur —dijo Willi—, tras una búsqueda diligente pero discreta, he encontrado a una doctora muy respetable que está dispuesta a encargarse de… nuestro problema médico. No entusiasmada, pero dispuesta. No le he dado mi tarjeta del Florilegio, sino mi tarjeta de visita personal. Cuando le he dicho que he cometido el error de dejar embarazada a una mulata, contagiándole además la gonorrea, ha dicho que no le sorprende saberlo de uno de los locos Wittelsbach de Baviera. Aquí están las señas. También le he dicho que el padre de la muchacha la llevaría a su consultorio.

—Te agradezco tus buenos oficios —respondió Florian—, pero no sé si te agradezco que me hayas asignado el papel de padre de una mulata.

—¿Cómo cree que me he sentido yo en el papel de seductor? —replicó Willi, picado—. ¿Cuántos Wittelsbach cree que deben revolverse en sus nobles criptas ante esta nueva mancha con que he salpicado su nombre?

—Tienes razón en reprochármelo, Willi. Te lo agradezco mucho.

Así Florian llevó a Lunes a la clínica de la doctora Bestushev, que le recibió muy seria y temerosa, pero, al parecer, resignada. Florian intentó entablar una conversación cordial con ella por el camino, pero sólo obtuvo gruñidos como respuesta. También intentó dialogar alegremente con el otro facultativo, pero éste le dirigió una mirada desdeñosa y le dijo que volviera a recoger a su «hija» por la mañana.

Cuando Florian volvió al día siguiente, la tez morena de Lunes había palidecido hasta adquirir un matiz beige y se sentía débil, pero dijo que la intervención no había sido tan dolorosa o molesta como había temido. Esta vez la doctora condescendió en hablarle brevemente en privado:

—Supongo que comprende, gospodín, que su malogrado nieto podría haber sido otro Pushkin. Ese gran poeta tenía algo de sangre negra, ¿sabe?; su bisabuelo era abisinio. Como es natural, su nieto también podría haber sido… Bueno, no cabe duda de que usted y el padre han hecho lo que debían. En cualquier caso, aquí tiene las medicinas para curar a su hija de la enfermedad del polkóvnik. Estos calomelanos —eran de un color mortecino y tenían forma de ataúdes en miniatura— deben tomarse tres veces al día. Esta solución de argirol es para irrigar el interior de sus partes pudendas. Asegúrese de que lo hace sin falta por la mañana y por la noche.

Mientras llevaba a Lunes al Jardín de Táuride, Florian repitió las instrucciones de la doctora y le hizo prometer que las observaría.

—No se preocupe —dijo ella—. Me limpiaré. No quiero trasas de ese hijo de puta.

—Los demás miembros de la compañía creen que has ido a una clínica a curarte la infección intestinal que te ha durado más que a nosotros.

—Muy bien. No es fásil que me jacte de lo ocurrido. Estoy harta de ese señor Demonio y casi harta de todos los demás hombres del mundo. He pensado en volver a ser virgen.

—¿Qué?

—Incluso he pensado en ir a uno de esos lugares… donde sólo hay monjas.

—¿Un convento? No creo que puedan devolverte la virginidad. ¿Sientes una repentina vocación religiosa?

—No, pero me puedo divertir casi tanto en la cama con mujeres como con hombres y no tendría que preocuparme de que introdujeran colgajos o bebés.

—Bueno, no tomes los hábitos todavía. Estamos preparando un par de sorpresas para tu regreso a la compañía. Una es una novedad en tu número. Después de ser aplaudida por el número de Cenicienta en la cuerda floja, bajarás y harás un bis. Brutus y César mantendrán tirante una cuerda con sus trompas y tú andarás sobre ella. O bailarás y darás saltos mortales, lo que quieras.

—Hum… suena bonito. —Entonces se encabritó—: Pero sólo lo haré si Hannibal se cuida de los elefantes, ¿entendido? No quiero que el señor Demonio se acerque a mí o a mi número.

Era el contrito Pemjean quien había tenido la idea y quien se apresuraba a adiestrar a Peggy y Mitzi para ponerla en práctica, pero Florian accedió: Abdullah se encargaría de los elefantes en esta actuación.

—Ha dicho un par de sorpresas.

—Aún no estoy seguro de cuál será la segunda, pero hoy nuestro Chefpublizist, que se presenta de nuevo como el barón Wittelsbach, visita el palacio de Invierno para entregar la carta de presentación del coronel Ramrod a la zarina María Alexandrovna. O en todo caso al primero de sus chambelanes o damas de honor a quien pueda conseguir acceso. Así que todos podemos ser invitados a una audiencia personal o a un té íntimo o a una soirée o a un baile de disfraces, quién sabe. Lo seguro es que pronto trataremos con miembros de la realeza.

—Supongo que esto es mejor que tratar con monjas. Está bien, me daré prisa por estar sana y fuerte para volver a esa cuerda.

En el recinto del circo, Willi ya estaba de vuelta del palacio y contó:

—Como es natural, al ir sin anunciarme y sin invitación, no me han llevado a presencia de su majestad imperial, pero he puesto la carta en manos de una graciosa condesa, Varvara Nikolayevna Jvoshchinskaya, quien, estoy seguro, la entregará a su destinataria. De modo que ahora —extendió las manos— sólo nos queda esperar.

Lunes volvió a la cuerda floja al cabo de sólo dos días, alegando estar perfectamente bien y dando esta impresión. Florian la presentó al público como Gosposhyá Zolushka, la traducción rusa de «Mademoiselle Cinderella», a tiempo para que fuera vista y admirada por Vassily Marchan del Tsirk Cinizelli, quien aquel día realizó su prometida visita al Florilegio. Como al resto del público que atestaba la carpa, le impresionó mucho el número del deshollinador y le divirtió en gran medida el bis en la cuerda sujeta por los elefantes, porque la enana Grillo —en ruso Syverchok— había añadido un toque cómico al nuevo número antes de que fuera presentado.

Mientras Gosposhyá Zolushka saludaba desde la alta plataforma, Abdullah entró en la pista conduciendo a Brutus y César y la enana entró con ellos, esforzándose por andar con el peso de un rollo de cuerda sobre cada hombro. Iba maquillada de payaso y llevaba un abrigo viejo y enorme, reliquia del difunto Alí Babá. Después de dar a Brutus el extremo de una cuerda, Syverchok competía con el elefante tirando del otro extremo, en una parodia del número anterior del Hacedor de Terremotos. Entonces el elefante César alargaba la trompa y cogía un extremo de la otra cuerda. Por un momento parecía que la enana iba a partirse en dos, agarrada a un extremo de cada cuerda mientras los otros extremos eran estirados inexorablemente por los dos elefantes, que se alejaban de ella en direcciones opuestas. El público, que se había reído de los esfuerzos de Syverchok, ahora contenía la respiración ante su inminente desmembramiento. De hecho los elefantes la levantaban en el aire al tirar de las cuerdas, cuyos extremos ella seguía agarrando tercamente. Entonces el público volvió a reír cuando la enana se quitó el abrigo y cayó de pie sobre el serrín, ligera como una pluma, revelando que las dos cuerdas eran en realidad una sola, pasada por dentro de las mangas del gran abrigo, que permanecía colgado de ella.

Para entonces Gosposhyá Zolushka ya había descendido de la plataforma y montado sobre la cabeza de César, y ahora bajó bailando por la trompa del elefante hasta la cuerda tensa, hizo un rápido bis de su número anterior y concluyó tropezando con el abrigo colgado de la cuerda y fingiendo caerse con exagerados movimientos. El público volvió a contener el aliento y a reír de nuevo cuando Abdullah dio una orden y los dos elefantes se acercaron lentamente entre sí y bajaron con suavidad a Zolushka hasta el suelo, donde saludó varias veces, junto con la pequeña Syverchok.

Marchan aplaudió y pisoteó con tanto entusiasmo como los demás espectadores y exclamó dirigiéndose a Florian:

Prevosjódnyi! Le envidio su colección de talentos. Últimamente sólo he añadido a mi tsirk un hombre fuerte que no habla. Supongo que no podría convencerle a usted para que me cediera a algunos de sus artistas.

—Supone bien, Gospodín Marchan. En realidad, también yo estoy siempre al acecho de nuevos artistas. Discúlpeme, pero ahora debo conducir la cabalgata final.

Cuando se dispersó la cabalgata, Florian volvió al lado de Marchan, quien dijo:

—Comprendo muy bien que no desee disminuir su compañía, pero quizá consentiría en hacerlo por razones humanitarias.

—¿Cómo? ¿Acaso le parecen maltratados algunos de ellos?

Nyet, nyet, nyet. Claro que no. Pero dígame, ¿cómo adquirió a esos tres saltimbanquis coreanos?

—Los encontré sin recursos, perdidos, hambrientos y desorientados en Baltimore, un puerto de la costa oriental de los Soyedinénnye Shtáti. ¿Cómo ha sabido que son coreanos?

—Llegué hasta Corea en alguna ocasión cuando atravesé Siberia con mi tsirk. Si estos hombres estaban sin recursos en un puerto de mar, tak, quizá intentaban volver a su país.

—No tengo ni idea. Ninguno de nosotros habla su lengua.

—Yo la hablo a mi manera. ¿Podría formularles la pregunta?

—No faltaría más. —Florian envió a un peón a buscar a los hermanos Kim.

—Mientras tanto —dijo Marchan—, podría mencionar que ambos tenemos un nuevo competidor. Una feria ambulante ha acampado a la orilla del río, bajo el Jinete de Bronce. Sólo tiene una kolesó muy tosca, hecha a mano, y un saláski cubierto de hielo. Y por descontado los tenderetes y puestos de rigor donde se venden baratijas, dulces y bocados calientes.

—Sé qué es una kolesó —dijo Florian—, una de esas ruedas verticales con barquitos oscilantes, pero ¿qué es un saláski?

—Hum… algunos lo llaman «montaña inglesa». Marchan procedió a describirlo y Florian le interrumpió: —Ah, sí. Lo que en el oeste se llama tobogán.

—En cualquier caso, bromeaba al hablar de competencia. Las sencillas atracciones de una feria sólo atraen a los niños.

—Creo —dijo Florian— que iré a invitar a su propietario a que se traslade a nuestro recinto. Podría beneficiar tanto a su negocio como al nuestro. Aparte de que me gustaría volver a tener una avenida frente a mi carpa.

Llegaron los hermanos Kim, un poco aprensivos, como siempre que ocurría algo fuera de lo habitual. Pero sus rostros se iluminaron cuando Marchan los saludó con «Anyong hasimnika?» y ellos respondieron al unísono, muy contentos: «Ne, komapsumnida!» Marchan habló un rato con ellos y luego se volvió hacia Florian:

—Sólo hemos intercambiado unas frases banales. Ahora les preguntaré si desean regresar a Corea. —Y dijo a los hermanos—: Hanguk e tora ka yo. Chip e tora kago sip’o hase yo?

Se quedaron atónitos y gritaron a coro:

Ne! Ne! Ne!

—Por lo visto no quieren ir —dijo Florian—. Dicen que no.

—En coreano, ne significa sí —explicó Marchan—. No es ani. —Y de hecho ahora los Kim saltaban con un evidente arrebato de alegría, repitiendo a gritos: «Ne! Ne!» Marchan les habló de nuevo y después dijo a Florian—: Desean ir a su patria y les he dicho que este verano viajaré en esa dirección. Hace poco decidí llevar a mi tsirk hacia el este en lugar del sur cuando abandonemos Piter. A través de Siberia.

—¿Hasta la lejana Corea? —preguntó Florian, asombrado—. Pero si debe de estar a cinco mil kilómetros de aquí.

—No llegaré hasta Corea, nyet, pero si llevo a estos hombres hasta la frontera de Manchuria, no les resultará difícil hacer el resto del camino.

—Seguramente no habrá ciudades lo bastante grandes entre aquí y Manchuria para que el viaje sea rentable.

—Es cierto, no las hay, pero ya he viajado hasta allí. Quizá usted se pregunte por qué emprendo con mi compañía un viaje tan pesado. Tak, se lo diré. Lo hago en parte por altruismo, porque los míseros siberianos no ven casi nunca un espectáculo semejante, ni siquiera a muchos extranjeros, pero en parte también, y esto se lo digo confidencialmente, porque allí hay muchos nihilistas como yo. Algunos encarcelados, otros desterrados, otros ocultos. Logramos reunirnos y elaboramos planes, complots e intrigas.

—Ya.

—¿Me llevo a sus coreanos y los ayudo a volver a su casa?

—Bueno… —Florian los miró bailar.

Ne! Ne! Ne!

—Como trabajarán para mí durante el camino —añadió Marchan—, es justo que le dé algo a cambio. ¿Le gustaría emplear a mis diez bailarinas acomodadoras? Son chicas de aquí, y jóvenes, de modo que sus padres no les permitirán viajar.

—Bueno… necesitaba algunas bailarinas, pero hasta ahora nuestro sir John no ha conseguido encontrar ninguna.

—Entonces, hecho. Pero no inmediatamente. No me marcharé hasta mediados de mayo, tak. Los peterburgueses no han hecho más que empezar a coger violetas.

—¿Cómo dice?

—¿No se ha fijado en los numerosos carros y carretas cargados con los azules bloques de hielo del Nevá?

—Sí. Son azules, pero no precisamente violetas.

—Sin embargo, así es como los llaman: las violetas de San Petersburgo. La gente corta los bloques para llenar sus depósitos antes de que el deshielo haga intransitable el río. Así los carros de hielo son los heraldos de la primavera, como las violetas auténticas en climas más cálidos.

—Comprendo. Bueno, si no se marcha hasta mayo, los hermanos Kim permanecerán con nosotros el tiempo suficiente para… —Florian se interrumpió. Había estado a punto de decir que los Kim podrían actuar ante la corte imperial, pero decidió que esto podía ofender o insultar a un nihilista acérrimo, así que se limitó a repetir—: El tiempo suficiente.

—Este trato no ha sido una ganga como los anteriores, director —observó Edge cuando Florian le habló del asunto—. Marchan se lleva a los Kim y nosotros nos quedamos con las chicas que él tendría que dejar atrás de todos modos.

—Habría aceptado cualquier proposición. Estos pobres coreanos están ansiosos por volver a su casa. Supongo que cuando lleguen ya habrán dado la vuelta al mundo. Pero considera esto como una lección para ti, coronel Ramrod. —Florian adoptó una expresión de benevolencia, piadosa y complacida, pero sus ojos sonrientes contradecían su solemnidad—. Cuando te llegue la hora de ser propietario de este u otro circo, espero que recuerdes mi pequeño alarde de compasión con la misma claridad con que tal vez recuerdes mis engaños, trucos, embustes y patrañas ocasionales.

—Maldita sea —gruñó Edge—, espero no ser nunca responsable de un circo entero.

—Ah, pero lo serás, muchacho, lo serás. Después de todo, yo no viviré eternamente. —Florian rió, como si esta observación fuese otro de sus embustes—. Bueno, mientras tanto podemos decir a sir John que cancele el anuncio de los periódicos y abandone la búsqueda de bailarinas locales. ¿Dónde está?

—Se ha ido a buscar chicas —dijo Meli, que estaba cerca—. Con Maurice. —Se puso el abrigo de visón sobre el traje de pista, las mallas de lentejuelas plateadas como escamas de serpiente—. Voy a buscarlo. Creo que hoy pensaba intentarlo en aquella escuela para hijas nobles y no me fío de él —sonrió para demostrar que no hablaba en serio— entre tantas muchachas jóvenes y bonitas.

Aunque todavía no eran las seis de la tarde cuando Meli salió del recinto del circo —y aunque los peterburgueses estuvieran recogiendo sus «violetas» heraldos de la primavera—, ya era casi oscuro y los eslovacos encendían las teas de la entrada. Sin embargo, Meli no fue por el camino iluminado, sino que cruzó la extensión nevada que había al norte del circo para salir del parque ante el palacio Potemkin, enfilar la calle Shpalernaya y seguir por ella hasta el Internado Srnolny para Jóvenes de Noble Cuna. Caminaba a tientas por una arcada especialmente oscura junto a un muro del palacio cuando, sin ningún ruido previo, dos manos fuertes la agarraron por la espalda. Meli sólo emitió un débil «Idoú!» de sorpresa, suponiendo que era Fitzfarris que volvía y le gastaba una broma.

Cuando él le dio media vuelta, vio que no era Fitz. Por un momento no reconoció al hombre mal vestido. Se había afeitado el fiero bigote y dejado crecer una poblada barba. Pero reconoció su voz cuando le oyó decir con voz muy suave:

—¿Creías que nunca me volverías a ver, griega? ¿Creías que me escabulliría humildemente y te dejaría libre para tomar otro hombre y olvidar a tu querido Shadid?

¡Tú! ¿Qué quieres?

—Lo que tenía antes. A ti, siempre que quería. Y te quiero ahora. Ha sido una sorpresa tan agradable encontrar, después de todos mis vagabundeos, a mi antiguo espectáculo aquí en San Petersburgo y saber que tú aún estabas en él.

Meli no quería dejarle ver su temor; replicó con firmeza:

—Sí, tengo a otro hombre ahora. Le hablaré de ti y vendrá a matarte. Él no es Spyros.

—Tampoco es Shadid —dijo el Turco Terrible, imitando la voz de ella—. Es ese caballero John medio azul, ¿verdad? Ya ves que he estado vigilando a mis viejos conocidos durante un tiempo. Vigilando y esperando esta oportunidad. Siempre has preferido a los hombres a medio hacer, ¿verdad, griega? Pero yo soy un hombre hecho y derecho. Que venga tu hombre medio azul, si se atreve.

—Tú no eres un hombre; eres un okilí.

Si el turco comprendió la palabra griega para perro, no se sintió insultado.

—Me alegra ver que tu nuevo medio hombre te viste bien. Este bonito abrigo será un almohadón cómodo para los dos sobre este duro pavimento.

Le abrió el abrigo de un tirón y los botones forrados de piel volaron en todas direcciones; entonces se agachó, cogió el cuello de las mallas de lentejuelas y dio otro fuerte tirón y después arrancó la última prenda, la pequeña almohadilla del cache-sexe. Meli gimoteó, no tanto de miedo como por el impacto del glacial aire nocturno sobre su piel desnuda.

Shadid no se tiró inmediatamente sobre ella sino que dedicó un momento a mirarla, con lentitud y lascivia, y luego dijo:

—Ahora has tenido a tantos hombres que tu göbek debe de tener los labios colgantes y fláccidos.

Levantó la mano hacia el alero de la arcada —que no estaba muy alto para él— y rompió un carámbano largo y puntiagudo. Le quebró la punta, quedándose con una vara de hielo tan larga y gruesa como el antebrazo de un hombre. Meli se encogió y tapó instintivamente el rostro con ambos brazos, de modo que no estaba preparada para lo que ocurrió.

Shadid dijo, con un ronroneo en la voz:

—No voy a pegarte. —Y le introdujo hasta el fondo el largo carámbano.

Los eslovacos acababan de encender las teas cuando oyeron el grito. Todos miraron en la dirección de donde había salido pero no vieron nada tras el resplandor de las antorchas. Después de murmurar entre ellos, concluyeron que debía de haber sido uno de los caballos guardados en las cuadras del viejo palacio, tal vez sobresaltado por una rata.

Meli sólo fue capaz de proferir aquel único grito; después se quedó paralizada y muda por el horror. Sólo podía yacer allí quieta, sobre el abrigo extendido, con los ojos desorbitados y la boca abierta, incapaz incluso de luchar o de intentar librarse del empalamiento. Shadid dejó el carámbano donde estaba y dijo en tono suave:

—Te causará el efecto de una ducha de alumbre, ya verás. Cuando te lo saque, tu pobre, gastado y fláccido göbek se encogerá y yo podré gozar de su dulce rigidez.

El turco se equivocaba. Cuando intentó retirar el carámbano, no consiguió moverlo. Se había quedado adherido a las membranas interiores de Meli, igual que una taza de hojalata helada se engancha a unos labios incautos. Shadid tuvo que tirar con fuerza para sacar el carámbano, que salió con un forro de pequeños filamentos rosados. Los eslovacos del recinto, sobresaltados de nuevo por un grito todavía más horrendo, se dijeron que alguien debía de estar marcando a fuego los caballos de la cuadra.

—Se habría dicho que éramos tratantes de blancas —gruñó Fitzfarris cuando él y LeVie volvieron al Florilegio un rato después—. Las monjas nos echaron antes de que Maurice pudiera encontrar a una colegiala que hablase francés.

—Bueno, no importa —dijo Florian—. He hecho un trato para quedarme con las chicas del Cinizelli dentro de poco tiempo. Te lo contaré más tarde. Ahora será mejor que busquéis a Meli, que hace un buen rato se fue a esa Escuela Smolny para reunirse con vosotros.

—No me necesitarás para eso, ami —dijo LeVie—. Y yo ya he pasado bastante frío. Necesito descongelarme.

Así pues, Fitzfarris salió de nuevo, esta vez solo, y un eslovaco le señaló la dirección que había tomado Meli. Fitz siguió sus huellas sobre la nieve y casi tropezó con ella. Yacía a medio camino entre el recinto del circo y el palacio, en el extremo de otras huellas… gotas rojas heladas en la nieve. Horrorizado, profiriendo una maldición, Fitz se inclinó sobre ella y la oyó gemir; por lo menos estaba viva. Puso un brazo bajo sus hombros y otro bajo sus rodillas y la levantó. Meli estaba casi rígida por el frío y sus manos parecían haberse helado agarrando el abrigo sobre su pecho. Pero del dobladillo del abrigo seguían cayendo gotas de sangre, que se congelaba casi antes de tocar la nieve. Caminando pesadamente hacia el circo, Fitz preguntó:

—Meli, ¿puedes hablar? ¿Qué diablos ha ocurrido?

Sus párpados azulados parecieron crujir por el gran esfuerzo que hizo para abrirlos. En sus ojos brilló el pánico y trató de retorcer el cuerpo rígido, casi cayendo de los brazos de Fitz. Pero entonces vio quién era él y sus labios amoratados murmuraron su nombre.

—Sí, te he encontrado. Ahora estás a salvo. Te curaremos muy pronto. Pero ¿qué… quién te ha hecho esto?

Meli aún conservaba cierta presencia de ánimo. Sus labios temblaron y sus dientes castañetearon cuando dijo:

M-m-mu… mujik…

—Hijo de perra —gruñó Fitzfarris.

Cuando entró tambaleándose en la carpa, seguido de un grupo de peones curiosos, jadeó:

—Es Meli. Está herida.

Florian gritó al instante a un eslovaco:

—¡Rápido! ¡Trae cualquier vehículo que tenga enganchado un caballo! —Y chilló a otro—: Trae mantas, abrigos, las pieles de las jaulas, ¡cualquier cosa! —Y dijo a Fitz—: Vamos, sir John. Conozco a un médico que no vive lejos.

Así, al cabo de un cuarto de hora Florian aporreaba la puerta de la doctora Bestushev, la abría e irrumpía en la casa sin esperar a que alguien le franqueara el paso. Cuando Bestushev apareció, no se quejó de aquella entrada tan poco ortodoxa a una hora tan intempestiva, sino que indicó por señas a Fitzfarris que acostara a la mujer en el diván de la antesala. Entonces apartó las prendas que la cubrían, miró el cuerpo azulado y manchado de sangre y observó cáusticamente a Florian:

—¿Otra hija? No cuida usted mucho de ellas, gospodín. Ustedes dos esperen aquí. —Y tras coger en brazos a Meli, se la llevó a otra habitación.

Florian preguntó a Fitz, cuando ambos hubieron recuperado el aliento:

—¿Tienes idea de lo que le ha sucedido?

—No, pero ha tenido que ser una violación. Sólo ha podido decir «mujik». Algún bastardo la ha atacado en la oscuridad. Y los malditos animales tienen todos el mismo aspecto. Nunca encontraremos al culpable.

—Creo que sí —dijo lentamente Florian—. Creo que Meli ha mentido.

¿Qué? Oiga, no permitiré que la calumnie…

—No la calumnio, la alabo. Ha mentido para protegerte. Piénsalo, sir John. ¿Quién la violó antes, y repetidas veces, y fue culpable de la muerte de su marido? Incluso en su lamentable estado actual, Meli ha intentado salvarte de un destino similar.

—¿El turco? —preguntó Fitz, incrédulo—. Pero si nos deshicimos de él en Hungría.

—No le borramos de la faz de la tierra. Ahora pienso que deberíamos haberlo hecho. Esta misma tarde Vassily Marchan ha mencionado que contrató recientemente a un hombre forzudo para su Tsirk Cinizelli. En aquel momento no he hecho caso, pero ahora…

—Maldita sea —dijo Fitz—. Bueno, esperaré a saber qué dice la doctora y luego le pediré prestada una arma a Zack y…

—Cálmate, sir John. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Aparte de otras consideraciones, no pueden coexistir dos Shadid Sarkioglus en San Petersburgo. Pero no te permitiré…

—Que me jodan si voy a esperar una autorización.

—Por muy bárbaro que sea este país —prosiguió Florian—, no aprueba el asesinato. Si el turco no te mata antes de que tú le mates a él, puedes estar seguro de que las autoridades lo harán. ¿Y de qué serviría tu galantería a Meli? Sólo para dejarla otra vez de luto.

—¿Me está aconsejando que agite la bandera blanca? ¿Que corra a la policía? ¿Que gima por la protección de la ley? ¿Que acuse de violación al turco y le vea libre tras algunos latigazos?

—No, sólo un cobarde pediría a la ley que se vengara por él. Además, esto significaría correr el riesgo de revelar que hay dos Shadids, lo cual nos pondría en peligro a todos.

—Usted y su maldito pragmatismo. ¿Qué sugiere, entonces?

—El asesinato es un crimen punible con la pena capital. El duelo no, si se hace fuera de los límites de la ciudad… al sur del canal Obvodnyi. Los duelos merecen desaprobación, pero no se castigan cuando ya son un fait accompli. —Fitz abrió la boca—. Tengo entendido que el parque imperial de Catalina es un lugar preferido para los duelos a pistola al amanecer.

Justo entonces salió la doctora de la habitación contigua y dijo a Florian:

—Su hija se restablecerá, gospodín. —Florian hizo un ruido, pero le interrumpieron—. Ha sufrido sobre todo pérdida de sangre y un shock en su sistema nervioso, pero es una mujer fuerte. No hay congelación y sus heridas internas se cicatrizarán. En nombre de Dios, ¿qué le ha ocurrido?

Florian dijo que sólo sabían que un violador desconocido la había atacado en la oscuridad.

—El agresor debe de haber usado una botella rota en vez de su propio miembro —dijo Bestushev. Miró a Fitzfarris—. ¿Es éste su hombre? Dígale que puede llevársela a su casa, pero que la haga descansar en cama varios días. Y que no se acueste con ella; tardará un poco en ser capaz de mantener relaciones íntimas y es probable que tarde aún más en desearlas. Aquí tiene unas tabletas de hierro y aceite de hígado de bacalao para recuperar la sangre y unos supositorios para aliviar el dolor interno.

Florian repitió la información a Fitzfarris y luego le preguntó a la doctora si había algo más.

—Dígame, gospodín —preguntó con sarcasmo Bestushev—, ¿tiene todavía más hijas con problemas sexuales?

Florian estaba muy sonrojado cuando él y Fitz salieron sosteniendo entre ambos a Meli, aún azulada pero muy restablecida. Mientras volvían al circo en el carruaje, Fitz le reprochó con suavidad:

—¿Por qué has intentado hacerme creer que ha sido un mujik cuando ha vuelto a ser ese bruto de turco?

Ai, Kristos —murmuró ella—. ¿He delirado?

—No. Pero lo he descubierto, esto es lo que importa.

No es lo que importa. ¡Ai, Ziano! Prométeme que no te pelearás con ese turco.

—No lo haré. Seré muy caballeroso y gentil —dijo Fitzfarris entre dientes—. El director me ha convencido.

—Entonces le doy las gracias, Kyvernitis Florian —murmuró Meli, volviéndose hacia él y poniendo sobre su brazo una mano fría y pálida—. No quiero perder a Ziano; es un buen hombre.

A la mañana siguiente Fitzfarris entró en la oficina del furgón rojo para decir a Florian:

—Esta tarde iré al edificio del Cinizelli, entre las dos funciones, para desafiar a ese maldito turco.

Florian asintió.

—¿Cómo está Meli?

—Ha pasado una noche muy inquieta, despertándose a menudo con pequeños gritos. Pero está mejor. Ahora… si recuerdo bien lo que he leído sobre duelos, se supone que he de pegar al bastardo con un guante y retarle a un duelo al amanecer. ¿Se hace así?

—Esta es la forma melodramática, pero basta decir ante testigos que le desafías a un duelo. Entonces has de darle tiempo para buscarse un padrino o padrinos. Luego ellos hablarán con los tuyos y acordarán la hora y el lugar. ¿Tienes padrinos?

—Todavía no, pero me imagino que Zack consentirá en venir. Ya está limpiando y cargando dos de los revólveres que requisamos a aquellos buitres de Virginia. Colts idénticos con idéntica carga, un cartucho cada uno. Supongo que debo dejar elegir al turco.

—Bueno, en realidad… —empezó Florian, pero en aquel momento se abrió la puerta del furgón y entró el Turco Terrible en persona, agachándose para no chocar con el dintel.

Fitz y Florian le miraron con incredulidad. Seguían a Shadid dos hombres mucho más bajos que, aunque no llevaban maquillaje, fueron reconocidos por Florian y Fitzfarris como los dos payasos del Tsirk Cinizelli.

—Florian Efendi, todavía tiene mi salvoconducto —dijo el turco—. Devuélvamelo. Hasta ahora me las he arreglado con uno provisional…

De los dos hombres atónitos del Florilegio, Florian fue el primero en recuperar la voz.

—Reconozco, Sarkioglu, que tienes más cojones que una pista llena de monos. ¿Esperas salir de aquí vivo después de lo de anoche?

—Claro —respondió el turco, confiado. Fitzfarris hizo rechinar audiblemente los dientes y dio un paso hacia adelante, pero Florian alargó el brazo y lo detuvo. Shadid continuó—: ¿Me matarías ante mis colegas payasos? ¿O nos matarías a los tres? Marchan Efendi podría extrañarse de que no volviéramos, ya que sabe que veníamos aquí.

—Muy bien —replicó Florian—, no morirás hoy. —Y añadió, dirigiéndose a Fitz—: Los payasos y yo somos testigos. Desafíale.

Fitzfarris dijo con voz tensa:

—Turco, te desafío formalmente a un duelo. Di a tus padrinos que hablen con el mío. Es el coronel Edge, a quien ya conoces. Sugiero que el duelo tenga lugar en… ¿dónde dijo usted, director?

—En el Ekaterin-Dvor —contestó Florian—, el parque imperial de Catalina, al sur del canal Ovbodnyi.

—Sugiero este lugar —dijo Fitz a Shadid— y la hora, mañana al amanecer.

—Me parece satisfactorio —asintió el turco— y, como es natural, acepto el desafío. Quizá estos dos payasos serán mis padrinos. ¿Quiere pedírselo, Florian Efendi? Hablo poco ruso.

Florian les explicó el asunto con bastante detalle. Los payasos se impresionaron debidamente, pero aceptaron el papel.

—Entonces, a pistola al amanecer en ese parque —dijo Fitzfarris—. El coronel Edge traerá las armas y te dará la…

—Un momento, hombre medio azul. ¿Conoces el código de los duelos? Y a propósito, ¿por qué no eres ya medio azul?

—No es de tu maldita incumbencia. ¿Qué dices del código de los duelos?

—Concede a la parte desafiada la elección de las armas. Y yo elijo otras.

—¡Está bien, maldita sea! —gritó Fitz—. Si no quieres pistolas, ¿qué clase de armas quieres?

—Estas —contestó el Turco Terrible, extendiendo sus dos extremidades superiores y abultando los músculos de modo que se vieron incluso a través del tosco y grueso abrigo de mujik—. Ambos desnudos hasta la cintura. Mis brazos contra tus brazos.

La mitad natural del rostro de Fitz palideció un poco cuando miró a Florian, el cual asintió y dijo:

—Iba a decírtelo cuando ha entrado. Puede escoger cualquier arma, de obuses a palillos.

El turco sonrió, enseñando los dientes.

—Medio hombre, ¿retiras tu desafío?

—¡Diablos, no! —exclamó Fitzfarris—. Podemos empezar ahora mismo, hijo de puta.

Shadid le miró largamente y debió de decidir que Fitz estaba en aquel momento demasiado furioso y podía resultar un adversario temible o por lo menos causarle algún daño antes de ser partido por la mitad. En cualquier caso, el turco creyó aconsejable dar a Fitz tiempo para calmarse, arrepentirse de su temeridad y empezar a preocuparse, así que respondió:

—No, no, ahora no. Observaremos las formalidades. Mañana al amanecer en ese parque. —Se volvió hacia Florian—. Ahora, mi salvoconducto.

—Ven a buscarlo mañana —contestó fríamente Florian—, si puedes.

El turco soltó una risotada y continuó riendo mientras salía, seguido de sus flamantes padrinos. En la oficina reinó un largo silencio. Al final Fitzfarris se pasó la mano por la frente húmeda y dijo:

—Dios mío. Sé disparar una pistola y a veces he dado en el blanco, pero una pelea a puñetazos con ese monstruo…

—Sí —convino Florian—, ha dado un coup de Jarnac.

—¿Qué?

—Un golpe bajo. Se llama así por un antiguo duelo en el que un tal monsieur Jarnac…

—No me importa cómo se llame. En mi caso, suicidio es la palabra apropiada. Tenía razón, director. Lo único que conseguiremos con esto será volver a vestir de luto a Meli.

—Vamos, vamos, sir John. Si acudes al duelo con esta actitud pesimista, ya eres hombre muerto. Recuerda que la institución del duelo tuvo su origen en lo que se llamaba «juicio de Dios», en el que se suponía que los dioses otorgaban la victoria al adversario que tenía la razón de su parte.

—Cuando llegue el amanecer, menuda falta nos harán los dioses, maldita sea. Bueno, por lo menos no he de ir al Cinizelli y puedo pasar todo mi tiempo libre con Meli. Le gustará y no comprenderá hasta mañana que ha sido un largo adiós.

Florian intentó con todas sus fuerzas pensar en algo que pudiera animar a sir John ante su cita con el Turco Terrible, pero sólo se le ocurrió el ejemplo de David y Goliat y esto no servía. David había lanzado una piedra desde cierta distancia; no había tenido que luchar a puñetazos con el terrible filisteo.

Fitzfarris sacó un pañuelo para secarse el sudor frío que le mojaba la frente. La mano le tembló al hacerlo y sin darse cuenta borró un trozo de su máscara cosmética. Miró distraído la mancha de color carne que quedó en el pañuelo y abandonó inmediatamente la oficina sin añadir otra palabra.

Durante la función de aquella tarde, cuando Florian entró en la carpa desfilando orgulloso a la cabeza de su compañía y de los animales en la gran cabalgata inicial, echó una ojeada a las sillas de respaldo y en seguida las miró con atención, preguntándose qué diablos hacía el Turco Terrible sentado allí. ¿Por qué había vuelto?

Aunque el hombre iba envuelto ahora en un voluminoso abrigo de piel, mucho más elegante que las ropas de mujik que llevaba por la mañana —y lucía un sombrero picudo de pescador tan calado que sus facciones estaban ocultas en la sombra—, no podía disimular su corpulencia. ¿Por qué, se preguntó Florian, no se hallaba Shadid en el Cinizelli, que también daba una función a esa hora? ¿Y por qué le acompañaban ahora cinco o seis personas? El turco se inclinaba ya hacia unos, ya hacia otros, hablando con uno o varios de ellos mientras señalaba a diversos artistas de la cabalgata. Sus compañeros eran casi tan robustos como él —de modo que no incluían a sus padrinos, los dos payasos relativamente pequeños— y todos iban envueltos como él en sendos abrigos de pieles. Algunos llevaban sombrero, también calado sobre la frente para ocultar su rostro, y dos usaban velos muy tupidos, indudablemente mujeres.

Florian se preguntó si Vassily Marchan habría concedido la tarde libre a algunos de sus artistas para que pudieran venir con Shadid a comentar el lastimoso estado en que dejaría a sir John al día siguiente. Entonces, ¿por qué señalaban y hablaban tanto? ¿Serían tal vez aquellas personas secuaces que el Turco Terrible había ido reclutando durante su viaje desde Hungría hasta esta ciudad? ¿Planeaba acaso ataques contra otros miembros del Florilegio y los identificaba para que sus secuaces se encargaran de ellos? Pero… ¿y las mujeres?

Florian continuó perplejo, preocupado y haciendo conjeturas durante todo el espectáculo. Intentó varias veces acercarse a las sillas de respaldo para mirar el grupo con más detenimiento, pero cada vez que lo hacía, ellos se tapaban más con sus pieles y bufandas y bajaban la cabeza; era evidente que no querían ser reconocidos y no les importaba demostrarlo. Florian no dijo nada de ello a sus artistas, pero éstos le dirigieron varias miradas de extrañeza porque —algo sin precedentes— una vez o dos saltó a la pista demasiado pronto o tarde para hacer la presentación del número y habló distraídamente y titubeando.

En el intermedio, el misterioso grupo salió con el resto del público y se dirigió como todos al anexo para ver el espectáculo complementario. Mientras caminaron entre la gente y estuvieron de pie en el anexo, permanecieron encorvados para disimular el hecho de que eran más altos que los demás. Florian pensó en poner sobre aviso a sir John, pero decidió que ya tenía bastantes preocupaciones propias. Y en efecto, Fitzfarris también se mostró distraído y vago en su presentación de las escasas atracciones, que ahora sólo consistían en los Hijos de la Noche, el gluxár ponedor de huevos, Kostchei el Inmortal, la momia de la Princesa Egipcia, la enana Syverchok y su pony, Rumpelstilzchen.

El extraño grupo anónimo volvió a la carpa con todos los demás para ver la segunda parte del espectáculo y Florian supuso que, si iban a emprender cualquier tipo de acción, esperarían a que el recinto se vaciara después de la representación. Acertó. Cuando concluyó el espectáculo con la gran cabalgata final y el público empezó a dispersarse, charlando y riendo animadamente, el grupo de los abrigos de piel permaneció en sus asientos.

Cuando ya sólo quedaban ellos en la carpa, se levantaron y avanzaron hacia la pista, al parecer en actitud amenazadora. Florian gritó: «¡Eh, patanes!» y al momento acudieron en su ayuda peones y artistas empuñando estacas, látigos, martillos e incluso palillos de tambor. Junto con Florian ofrecían un frente unido y compacto contra el extraño grupo que se acercaba. Pero a la cabeza iba una persona tapada con un velo —una mujer—, que sonrió al levantarlo. Tenía cara de caballo, pero habló gentilmente, intentando tres lenguas distintas:

—¿Gospodín Florian? ¿Herr Florian? ¿Monsieur Florian? Receloso, contestó en ruso que era Gospodín Florian, y ella continuó en el mismo tono:

—Soy la grafinya Varvara Nikolayeva Jvoshchinskaya. ¿Puedo presentarle a sus majestades imperiales, que están ansiosas de conocerle?

Florian tartamudeó:

—Cómo, condesa… Alteza… —Hizo a sus espaldas urgentes señas con las manos para que todos se apartaran, y sus hombres armados le obedecieron, dispersándose—. Es un gran honor… me sentía perplejo… preguntándome quiénes…

—Disculpe nuestro misterioso comportamiento —respondió ella—. El zar y la zarina prefieren a veces guardar el incógnito en los lugares públicos muy concurridos. —Se volvió hacia el hombre más alto y dijo en alemán—: Majestad, os presento al propietario del establecimiento: Herr gouverneur Florian. Herr Florian: su majestad imperial, emperador, autócrata y zar, Alexander Nikoláyevich Románov, y su consorte, la emperatriz María Alexandrovna.

—Es un honor —repitió Florian con voz ronca, esta vez en alemán.

Hizo una profunda reverencia, reprimiendo el impulso de postrarse ante el hombre alto y la mujer, casi tan alta como él, no en un saludo servil sino por puro alivio de que no se hubiera producido una pelea.

El zar exclamó jovialmente: «Sehr nutzbar macht, das “¡Eh, patán!”», añadiendo que le gustaría disponer de una orden tan expeditiva para reunir a sus tropas cuando las necesitara. La condesa Varvara presentó a los demás miembros del grupo, otra condesa y varios condes y chambelanes.

La zarina, que se distinguía principalmente por su nariz ganchuda, dijo:

—Me encantó recibir esa carta de mi real hermana Elisabeth. Siento grandes deseos de conocer al coronel Edge, de quien escribe en términos tan elogiosos.

Florian se excusó, llamó a un peón y le envió a buscar al coronel Ramrod, que se había ido con los otros hombres armados al no producirse ninguna pelea.

—No le estábamos espiando, Herr Florian —dijo el zar—. Sólo deseábamos ver su espectáculo habitual. Es decir, una función sin adornos motivados por nuestra presencia. Sin embargo, desearíamos que actuaran para toda nuestra corte cuando pueda ser conveniente para su compañía.

—El placer y la orden de vuestra majestad son nuestra conveniencia —respondió Florian, y añadió—: Pero aseguro a vuestra majestad que siempre ofrecemos el mejor espectáculo de que somos capaces, tanto si es para la realeza como para los campesinos. Intentamos trabajar siempre lo mejor que podemos.

De nuevo observó humorísticamente Alejandro que le gustaría poder exigir lo mismo de sus súbditos.

Edge llegó, fue presentado y también hizo una profunda reverencia. Cuando la zarina comprobó que no hablaba con fluidez el ruso ni el alemán, dijo en francés:

—Mi real hermana Elisabeth le tiene en gran estima. —Sus ojos centellearon, como si sospechara por qué—. Mi real marido acaba de invitar a monsieur Florian a organizar una función privada del circo para nosotros, pero ¿puedo formular una invitación aparte, coronel Edge, a usted y monsieur Florian y todos sus artistas para asistir a un petit bal bourgeois en el palacio de Invierno?

Avec plaisir, madame l’impératrice.

—De frac, a las siete de la tarde del domingo veinte de abril. Todos recibirán billets d’invitation, naturalmente.

—Es un honor, majestad. Todos acudiremos. Todos los que hemos actuado hoy ante vos.

Florian deseó que Edge no se hubiera expresado así. A menos que los dioses estuvieran despiertos al amanecer del día siguiente y dispuestos a cumplir con su deber, sir John Fitzfarris no acudiría a ningún baile de palacio.