2

Conocieron al primer parisiense antes de llegar a París. En Montereau, donde el Florilegio actuó durante tres días, Rouleau fue abordado en francés por un caballero bajo, delgado, muy bien vestido, con bigote y perilla negra y puntiaguda y unos ojos casi tan negros, intensos y brillantes, uno de ellos con un monóculo cuadrado.

—¿Monsieur Roulette? He oído hablar de sus ascensiones en globo aquí en provincias y he venido de París sólo para conocer y saludar a un colega aeronauta francés. Soy Nadar.

Bon jour, Monsieur Nadar. En realidad no soy francés sino un créole américain y mi verdadero nombre es Jules Rouleau.

Ah, bien Nadar es sólo mi nom-du-métier. Me llamo Félix Tournachon.

—¿Y su profesión es la de aeronauta?

—Oh, hago muchas cosas. Me gano la vida como fotógrafo, pero lo que más me gusta es la aeronáutica. A veces he combinado ambas ocupaciones. Creo que he sido el primero en tomar una fotografía desde el aire. Del Arco de Triunfo, en concreto. No es una empresa fácil, como usted comprenderá, hacer una exposición larga desde una plataforma tan inestable. Debí usar dos docenas de placas antes de lograrlo.

Rouleau no tardó en decidir que si Monsieur Nadar era un parisiense típico, los parisienses debían de ser incapaces de dar una respuesta sencilla a una pregunta sencilla, ya que adornaba cada contestación con mucha más información de la solicitada. No obstante, la locuacidad de Nadar contenía muchos puntos de interés, por lo menos para un colega aeronauta, así que prosiguió:

—Hace unos años construí el mayor aerostato de gas del mundo; lo llamé Le Géant. No llevaba una góndola, sino una verdadera casa de dos pisos hecha de mimbre. En la primera ascensión me acompañaron una docena de personas, incluyendo a la princesa de la Tour d’Auvergne.

Mon Dieu, monsieur! Comparado con usted, soy un vulgar dilettante.

Ah, bien. En la segunda ascensión de Le Géant, cometí dos errores. Llevé conmigo a mi esposa. Y realicé un pésimo aterrizaje. Hélàs, Madame Nadar me hizo abandonar la aerostática y no he subido desde entonces. Una admisión bochornosa para el fundador de la Société d’Encouragement de la Locomotion Aérienne. Los socios somos pocos: yo mismo, Flammarion, los hermanos Godard… y creo que hoy en día no vuela ningún aerostato de gas en toda Francia, así que usted y el suyo serán una vista muy ansiada en nuestros cielos.

—Lamento que no pueda presenciar una ascensión aquí, Monsieur Nadar. No hemos podido procurarnos los productos químicos para nuestro generador. Pero, por supuesto, nos elevaremos en París y le invito con mucho gusto a acompañarme siempre que lo desee.

—Y yo acepto encantado. —Nadar añadió, con cierta petulancia—: Entonces no tenía necesidad de abandonar París, ¿eh? Intento hacerlo con la menor frecuencia posible. Detesto el campo, los viajes en tren y el frío del invierno. Sólo para trasladarme hoy de mi residencia a la Gare de Lyon he tenido que enviar primero a mi ayuda de cámara a buscar una voiture y después a dos o tres mozos corpulentos para que dieran vueltas en ella y la calentaran bien antes de subir yo.

Sin cambiar de expresión, dijo Rouleau:

—No es necesario que soporte tantas molestias para regresar, monsieur. Puede viajar conmigo y con nuestro emisario, el barón de Wittelsbach, en el propio carruaje de éste. Partimos esta misma tarde y creo que el barón es lo bastante rechoncho para calentar el carruaje a su entera satisfacción. Venga y le conocerá.

Willi hablaba con Edge y Florian. Cuando Rouleau presentó a Nadar, no fue preciso explicar a Florian de quién se trataba.

—¡Pues claro! ¡El famoso fotógrafo de los famosos! He visto y admirado gran parte de su obra, maître Nadar. Pero, ¿qué le trae por aquí? ¿Ha dejado los retratos de salón por las escenas bucólicas? ¿Estudios de género de campesinos?

—¡El cielo no lo permita! —gritó Nadar, tan horrorizado que el monóculo cayó hasta el extremo de la cinta—. En una ocasión, sólo en una, descubrí en los mercados de les Halles a una hermosa campesina. Le pedí que posara para mí. Ella se negó. ¿Y sabe por qué? ¡Abrigaba la firme convicción de que la cámara vería a través de su ropa! Non, non, messieurs, prefiero mil veces a la duquesa más decadente o a la cortesana más desvergonzada que a la campesina puritana y pura, de cualquier país, convencida de que la belleza es obscena. Para la mente campesina, la plus belle est la poubelle.

Edge comentó:

—No he visto por estas provincias a muchas jóvenes a quienes pudiera llamar plus belle, así que ¿cómo pueden considerarlas basura los campesinos?

Ah, mon colonel, estos días cualquier campesina medianamente bella se escapa a la ciudad. La mayoría de grandes cortesanas parisienses tienen orígenes oscuros de los que han salido subiendo diversos escalones de dormitorio. La Jeanne aux Violettes lavaba botellas en un lagar; hoy es famosa por haber inspirado el Salambô de Flaubert y es en la actualidad amante del acaudalado monsieur Barouche. Y Blanche d’Antigny era hija de un vulgar labrador y ahora se baña a diario en champaña. Juliette la Marsellaise, que recibe con frecuencia vestida únicamente con sus largas trenzas rubias, empezó la vida como colectora de lana. Por su profesión quizá le interesara saber, coronel, que la renombrada Marguerite Bellanger fue en un principio amazona de circo. Más tarde se hizo famosa en varios cuarteles como Margot la juguetona. Un poco más tarde se difundió ampliamente la observación de que «ocupa una posición muy importante bajo el emperador». Voilâ, ahora tiene una mansión en la rue des Vignes.

—Vaya… —dijo Edge, un poco aturdido por tal abundancia de información no solicitada.

Donc, una de cada dos ignorantes aspira a hacer lo mismo y por esto las coquettes del campo afluyen a París. Visten lo que creen que está de moda, azul Sebastopol o fucsia magenta, y llevan en los cabellos el tire-bouchon popularizado por Eugenia y andan con el «cojeo de Alejandra», imitando a la princesa de Gales. Sin embargo, todas estas modas son ya ridículamente obsoletas en París. Actualmente Eugenia se recoge el cabello en un chignon salpicado de oro y, como es natural, las campesinas no pueden comprarse polvo de oro. Sólo pueden pagar una copita de cassis o de ajenjo ante la cual pasan horas enteras en los cafés públicos del boulevard des ltaliens, esperando ser descubiertas por algún príncipe o pachá o león social. Los bistros las llaman con desdén les grog-chasseuses, las cazadoras de bebidas baratas. Y es un dicho cierto que si el palacio es el cerebro de París y Notre-Dame el corazón y les halles el estómago, no cabe duda de que el boulevard des ltaliens es el clítoris de París. No tiene más que visitar los zincs de ese bulevar, coronel Edge, si busca conquistas fáciles.

—No las busco, en realidad. Y de todos modos, yo también soy un ignorante.

—No importa. Las campesinas sienten una ansiedad tan patética por adquirir los modales sociales y el barniz urbano que se ponen horizontales por cualquier hombre que hable pasablemente bien. Alguien ha descrito un día de la vida de semejantes chicas: s’habiller, babiller, se déshabiller.

Florian interrumpió el babillage del propio Nadar para decir:

—Precisamente ahora el coronel, el barón y yo hablábamos de dónde montaríamos el circo en París. Podría ser que el emperador quisiera opinar al respecto, ya que le llevamos una carta de presentación de su colega imperial, Alejandro de Rusia. Tengo entendido, monsieur, que conoce usted bien a Luis Napoleón.

—Demasiado bien —respondió Nadar con un exagerado aire de ennui—. Supongo que desean saber si es tan degenerado como se dice. Oui, Luis es una ramera. —Nadar bostezó lánguidamente detrás de un guante—. Aunque no una de las grandes rameras.

—Lo que he querido decir, monsieur —insistió Florian—, es que creo que tiene fácil acceso a su majestad imperial. Y tal vez…

—Pues claro que lo tengo. Después de todo, soy el retratista de la corte. He fotografiado a todos los miembros de la familia imperial, para no mencionar a todas las amantes de su majestad. A algunas de ellas, parafraseando al venerable Hugo, visage masqué, con à nu, y a algunas sin máscara. En un estudio que hice de la comtesse de Castiglione, está reclinada sobre sus sábanas de satén negro con una mirada pensativa y nada más. Su majestad se dignó dedicar un grabado de esa fotografía con el mensaje: «Te envío un beso para cada una de tus cuatro mejillas».

Willi Lothar y Jules Roulau miraban a Nadar con asombro y admiración mientras él continuaba su virtuosa exhibición de insouciance. Pero Florian interrumpió de nuevo con cierta exasperación:

—Pensaba, monsieur, que consentiría usted graciosamente en presentar al barón a Luis Napoleón, bajo sus auspicios, por así decirlo. Willi le entregaría nuestro billet d’introduction y con ello inspiraría tal vez a su majestad a asignarnos un terreno mejor del que podríamos conseguir por nuestra cuenta.

—No faltaría más. Lo haré encantado en señal de gratitud por el cómodo transporte y la agradable compañía en mi regreso a la ciudad.

Florian fue en seguida a buscar la carta del zar y Edge mandó a un eslovaco a enganchar la calesa mientras Nadar continuaba hablando a los fascinados Willi y Jules.

—Su majestad puede incluso permitirles maliciosamente montar su circo en la finca de cierta dama que ya le ha desencantado. Antes era tan refinada que no se acostaba con nadie si no era en un lecho de pétalos de rosa y billetes de cien francos. Se jactaba de ser tan sensible que no podía masturbarse con nada más áspero que el extremo de un pincel de marta cibelina. También tenía fama de ser una dama escrupulosa y de elevados principios porque nunca tenía dos amantes al mismo tiempo. Ultimamente, sin embargo, ha necesitado una estimulación cada vez mayor y más vulgar hasta que ahora, según se dice, ha ordenado a su médico que le engrapara anillos de oro permanentes en los labios y en los dos pezones para que sus amantes los manipulen, estiren y retuerzan…

Florian volvió con el pergamino enrollado para Willi y el conductor acudió con la calesa. Nadar siguió chismorreando incansablemente, ahora acerca de otra persona, cuando subió al vehículo con los dos hombres:

—… Toda una vida de sodomía ha aflojado tanto los músculos, posteriores del pobre marqués que ahora padece incontinencia fecal. No se atreve a abandonar sus aposentos ni siquiera para dar un paseo por sus tierras. Entretanto, su pobre marquesa, que en otro tiempo gozó de la distinción de haber sido el primer amor de varias generaciones de colegiales, ahora sólo tiene un único compañero…

—Dios mío —murmuró Edge a Florian—, ¿es el narrador con la inventiva más osada del mundo o es realmente París como él lo describe, Sodoma y Gomorra en una sola ciudad?

La voz de Nadar empezó a extinguirse mientras la calesa se alejaba:

—… Ella lo llama «Eau de Cologne», pero todos saben que es ginebra Holland…

Florian se encogió de hombros.

—Hace más de veinte años que estuve por última vez en París. —Se tiró de la barba con expresión pensativa—. Ya sabes que el libro del Génesis es muy explícito sobre el pecado de Sodoma, pero siempre me he preguntado qué pasaba en Gomorra. Supongo que pronto lo averiguaremos.

Cuatro días después precedía al Florilegio por el Quai de Bercy, en la orilla este del Sena. Sin embargo, incluso después de que hiciera correr la voz por la caravana de carromatos —«Acabamos de cruzar los límites de la ciudad y pasado de Charenton a París»—, ningún miembro de la compañía pudo ver nada parecido a la espléndida metrópoli que todos esperaban. Aquel día no había nieve en el suelo y tampoco nevaba, pero el cielo era plomizo y bajo. El río también tenía un tono gris y en sus márgenes sólo se veía una niebla grisácea: un manto de humo gris y, envueltos en él, astilleros destartalados, fábricas con altas chimeneas, edificios de ladrillo sucio, corrales apestosos, muladares malolientes, fétidos mataderos y grupos de cabañas y cobertizos grises, míseros y sombríos. La gente que se asomaba para mirar en silencio el paso de la caravana era gente gris, gris de cabellos, de tez, de ropa y de zuecos. Incluso los niños de caras tristes y ojos hundidos pero vientres protuberantes estaban tan rebozados en humo de carbón, polvo industrial y otras clases de suciedad que se veían grises como sus mayores.

Florian dijo a Daphne, que estaba a su lado con el abrigo de marta cibelina sobre el traje de pista:

—Esperaremos a formar la cabalgata hasta que hayamos salido de les bas quartiers.

—En Inglaterra los llamamos barrios bajos —contestó ella, mirando con compasión a los niños.

—¿Ah, sí? Quizá el término se deriva de la baja calidad de las mercancías vendidas en las avenidas de los circos… Hola, este puente no estaba aquí en mis días.

Florian tuvo que detener bruscamente a Bola de Nieve en el punto donde el Pont National se unía con el quai para que el tren Petite Ceinture, que parecía de juguete, pudiera pasar traqueteando en su interminable circuito de París, alrededor de lo que fuera en otro tiempo los muros exteriores de la ciudad.

—Verás muchas cosas nuevas en París —dijo Daphne— y comprobarás que muchas cosas viejas han desaparecido. El barón Haussmann ha sido drástico en su renovación de la ciudad y partes de ella siguen tan destrozadas como lo estuvo Viena. Por lo menos ha arrasado todos los barrios bajos del centro de París, aunque esto significara eliminar muchos edificios característicos. Hay nuevos bulevares, plazas, parques y puentes. —Rió—. No obstante, el puente más viejo de París sigue conociéndose como el Pont Neuf.

Los carromatos, remolques y animales del Florilegio estaban ahora en el Quai de la Rapée y el escenario urbano empezó a mejorar ligeramente. Al otro lado del río estaba la inmensa Gare d’Orléans, empenachada por los vapores y humos de muchos trenes que llegaban, salían, esperaban o eran desviados a los apartaderos. En el lado derecho del quai se levantaban edificios residenciales de ladrillo y piedra y sus habitantes salieron o abrieron las ventanas de par en par, incluso en aquel día frío y gris, para ver mejor la procesión del circo. Los ocupantes de los pisos inferiores parecían sanos e iban decentemente vestidos; los que se asomaban a las ventanas superiores tenían peor aspecto. LeVie dijo a Nella que por doquier en París incluso en los barrios más elegantes, las residencias de los pisos bajos eran las más caras, de ahí que albergaran a las familias más prósperas y de clase más alta. Los pisos superiores, que requerían subir escaleras, se alquilaban por un precio tanto más barato cuanto mayor era su altura, de modo que los inquilinos más pobres y socialmente insignificantes vivían siempre en el último piso, y así, aunque quizá ellos no apreciaran el hecho, disfrutaban de la mejor vista y el aire más puro.

Los quais de la orilla del río y las calles que conducían a ellos estaban abarrotados, en especial de transeúntes, y muy pocos parecían «típicamente parisienses» como Monsieur Nadar. Había gitanos vestidos con muchas prendas de colores chillones, árabes de Argelia y bereberes de Marruecos con túnicas anchas, armenios de ojos pequeños y narices corvas, judíos polacos y rusos con barbas y rizos, y chinos bajos y amarillentos. Los vendedores ambulantes maniobraban sus carretillas a través del gentío y anunciaban a gritos sus mercancías: «¡Ostras à la barque! ¡Huevos à la coque! ¡Castañas tout bouillant!» Las floristas chillaban: «Fleurissez vos amours!» Ancianas desaliñadas empujaban humeantes estufas sobre ruedas en las que se freían salchichas, trozos de manzana o patatas.

En el punto donde el quai cruzaba las aguas del Port de Plaisance, que se extendía desde el Sena a la place de la Bastille, muy lejos a la derecha, Florian detuvo la caravana e hizo correr la voz: «¡A partir de aquí desfilamos!» Los músicos sacaron los instrumentos de donde los habían mantenido calientes —especialmente los provistos de boquillas de metal— y el profesor abrió las válvulas de la caldera de su órgano. Los artistas adoptaron distintas posiciones graciosas sobre los carromatos, pero aquí, como habían hecho en otras ocasiones invernales, sólo abrían de vez en cuando sus capas o pieles para dejar que la gente de la calle echara una ojeada a sus exiguos trajes y a su carne desnuda. Ahora el circo avivó el paso bajo el clamor de la música al enfilar el Quai Henri IV, que se arqueaba hacia la derecha, donde el Sena se dividía en torno a sus dos grandes islas.

—La Île Saint-Louis y la Île de la Cité —dijo Domingo—. Hubo un tiempo en que eran toda la ciudad.

—Parece que hayas estado aquí antes —observó Edge, que iba a su lado.

—Gracias a las lecciones de Jules —respondió ella con modestia—. De toda Europa, siempre ha puesto más énfasis en Francia y París. Soy tan feliz de estar aquí por fin que casi no puedo creerlo.

El centro de la ciudad estaba tan nublado y cubierto de humo como los arrabales, pero ahora los recién llegados podían ver al menos su silueta. Domingo continuó señalando a Edge las diversas vistas que reconocía por sus libros de geografía e historia o por las descripciones de Rouleau: el alto campanario y las torres de Notre-Dame en medio del río, en la margen izquierda la cúpula con su aguja todavía más alta del Panthéon y, más lejos, el edificio más alto de París, la cúpula abovedada de los Invalides. Al fondo, en la margen derecha, dominando toda la ciudad y visible incluso desde aquella distancia, se veía la colina cónica de Montmartre, que sin embargo no se distinguía por ninguna otra cosa, ya que sólo tenía unos cuantos edificios pequeños y molinos rústicos.

Cuanto más se adentraba la cabalgata por el quai de nombres continuamente cambiantes —ahora era el Quai de l’Hôtel de Ville—, más denso y tumultuoso se volvía el tráfico. Los urbanos de los cruces tenían que silbar y agitar frenéticamente los brazos para que otros carruajes y carros cedieran el paso a la cabalgata y muchos caballos de los vehículos civiles se encabritaban o detenían a la vista de los elefantes o el olor de los gatos. Algunos policías señalaron con el puño a Florian y gritaron un profano: «Démerde-toi!» o «Foutez le camp!», pero otros dejaron pasar de buen humor a la procesión del circo. Los transeúntes, cuando no esquivaban las coces de los caballos asustados, saludaban alegremente con las manos y lanzaban vítores.

Los conductores de los carromatos circenses dejaban que Florian se preocupara de abrirles paso entre las multitudes y se limitaban a detenerse o continuar cuando lo hacía el carruaje. Los artistas que iban en los pescantes o techos mantenían sus poses artísticas y agitaban las manos, sonreían y lanzaban besos mecánicamente y abrían distraídos sus abrigos o capas para lucir las lentejuelas y la piel, porque al mismo tiempo admiraban París tan extasiados como los parisienses los admiraban a ellos. Ahora se hallaban en el Quai de la Mégisserie, contemplando las tiendas alineadas en su lado derecho, porque en todas aquellas tiendas vendían animales domésticos y las aceras estaban llenas de peceras y acuarios con brillantes peces de colores o jaulas de alambre repletas de canarios y loros, o jaulas más resistentes que contenían gatitos o cachorros de perro que se ponían histéricos a la vista, el olor y la conmoción del paso del circo.

Por doquier ondeaban banderas. A lo largo de los varios puentes del Sena había astas con banderas, al igual que en las ventanas de tenderos y ciudadanos patrióticos, y de las farolas de las calles pendían confalones verticales. La mayoría era la familiar bandera roja, blanca y azul, pero algunas eran de color verde oscuro con figuras doradas demasiado pequeñas para distinguirlas desde lejos. Edge preguntó a Domingo si sabía qué eran y ella contestó que sí.

—Abejas doradas, el símbolo napoleónico. Cuando maître Jules me lo dijo, le pregunté si era la B de Bonaparte y él estuvo a punto de pegarme con el bastón por mi ignorancia. Había olvidado que una bee[29] es une abeille en francés.

A medida que el tráfico callejero se intensificaba, en especial donde afluían torrentes de vehículos y personas que salían de los puentes y desembocaban en los quais, el circo debía detenerse con mayor frecuencia y esperar una interrupción del torrente, que siempre se producía. Ningún policía de tráfico podía soportar durante mucho rato el ruido de la banda o el clamor del órgano, parados en su cruce, sin hacer todo cuanto estuviera en su mano para dar paso al desfile. Cuando la caravana tuvo que detenerse en un atasco de vehículos en el Quai du Louvre, uno de ellos sorteó hábilmente la cola y se sumó a la caravana del circo, insertándose justo detrás del carruaje de Florian. Era la calesa de Willi, y Rouleau se apeó de ella a toda prisa y antes de que los vehículos volviesen a ponerse en marcha, subió a sentarse junto a Florian y Daphne.

—Willi es cada vez más experto en esto de interceptarnos —dijo Florian con admiración—. ¿Adónde debo dirigirme ahora, Monsieur Roulette?

—Deje el quai en la place Concorde, dele la vuelta y suba por los Champs-Elysées.

—Vamos, vamos. Habría hecho esto sin que me lo dijeras. ¿Por dónde, si no, puede desfilar una cabalgata en París? Pero, ¿cuál es nuestro destino?

—El emperador ha sido muy generoso al darnos un espléndido terreno en el Bois de Boulogne, en…

—¿Qué? ¿En el bosque?

—Es posible que fuera un bosque en tu prehistórica juventud, mon vieux, pero ahora, después de lo que los parisienses llaman la «haussmannización» de París, el Bois es todo parques, lagos, estanques, avenidas, pabellones y monumentos. Tan hermoso como el Prater.

—Ah, claro. Debí imaginar algo parecido.

—Acamparemos, creo que de modo muy apropiado, ante el monumento que marca el lugar histórico donde el primer globo libre se elevó por los aires con hombres a bordo hace casi dos siglos. Muy cerca de la avenida por la que pasan todos los elegantes para ir a los hipódromos de Auteuil o Longchamps. Y también muy cerca de un lago donde podremos abrevar a los animales.

—Bien hecho —aprobó Florian—. ¿Y habéis reservado Willi y tú habitaciones de hotel para todos nosotros?

—Ejem, sí… —contestó Rouleau, titubeando—. La última vez que llegamos a una capital imperial, fuiste quien insistió en que Willi reservase las mejores, y esto es lo que ha hecho también aquí. Florian, este hotel hay que verlo para creerlo. Claro que… je, je, espera a ver los precios. Es el nuevo Grand Hôtel du Louvre en el boulevard des Capucines.

—¡Ooh! —exclamó, entusiasmada, Daphne—. Lo estaban construyendo la última vez que vine. ¿Es tan ostentoso como anunciaron que sería?

—Ostentoso, ésa es la palabra. Todo felpa, caoba y reluciente latón. Los sirvientes llevan suelas de corcho para no hacer ruido al andar. No se los llama tirando de una cinta sino pulsando botones que suenan gracias a un aparato eléctrico. Sin embargo, el objet de luxe es el ascensor. Está reservado para los huéspedes, pero viene gente de todas las partes del mundo sólo para admirarlo.

Ascenseur? —repitió Florian—. ¿Un simple montacargas? Al oírte uno diría que se trata de un globo interior.

—Es casi su equivalente. Ningún huésped del Grand Hôtel necesita subir un solo escalón a menos que desee hacer ejercicio. El ascenseur es un pequeño cuarto suspendido por cables de una maquinaria accionada por vapor. Entras en él en la planta baja y te lleva suavemente a cualquiera de los pisos. O te baja desde el más alto. Es fantástico.

—Al parecer Willi ha elegido bien —dijo Florian—. Debemos alojarnos en el hotel mejor y más moderno, siendo, por así decirlo, huéspedes del emperador.

—Esto me recuerda —observó Rouleau, señalando el palacio de las Tullerías ante el que pasaban en aquel momento— que su majestad desea veros, a ti y a Zachary, en cuanto podáis dejar el montaje de la carpa a los subordinados.

—¿Ah, sí? ¿Y os recibió con amabilidad?

Mais oui. Nadar nos consiguió rápidamente una audiencia el mismo día en que llegamos aquí y Luis Napoleón nos saludó con gran cortesía. Pero luego, es curioso, después de leer la carta de Alejandro, la llevó hasta la chimenea y pareció que iba a quemarla. Willi y yo nos preguntamos si le habría enojado algo de su contenido, pero por lo visto no se trataba de esto. La releyó, nos asignó el terreno del Bois y ordenó a sus chambelanes que atendieran a todas nuestra necesidades. Entonces nos dijo que monsieur le propriétaire Florian y monsieur le directeur Edge le atendieran a él, tales fueron sus palabras, en cuanto les fuera posible.

Y dicho esto Rouleau hizo saltar a Daphne entonando de repente con voz alta y alegre la melodía de Offenbach que la banda acababa de empezar:

Nous allons envahir

la cité souveraine,

le séjour de plaisir…

Fue la cabalgata más larga que había hecho jamás el Florilegio, tanto en kilómetros como en tiempo empleado, en parte porque París ocupaba una zona muy extensa y en parte porque el desfile pasó por las arterias más concurridas. Pese a la vastedad de la place de la Concorde y aunque allí el tráfico rodado sólo podía circular en un sentido, en dirección contraria al de las manecillas del reloj, y a pesar de todos los esfuerzos que los aturdidos urbanos podían realizar en favor del circo, el progreso era lentísimo. La caravana tuvo que dar tres cuartos de vuelta en torno a la plaza para torcer hacia la avenue des Champs-Elysées y, como tres cuartas partes de los vehículos de París torcían también hacia allí, la marcha por la avenida tampoco era mucho más rápida.

Los músicos se habían tomado un descanso muy merecido durante el lento circuito de la plaza, pero continuaron tocando con vigor admirable mientras enfilaban la ancha avenida entre las hileras de castaños desnudos. Detrás de los árboles, a veces detrás de intrincadas verjas de hierro forjado, otras detrás de pequeños prados o jardines, se levantaban casi de lado las sólidas pero arquitectónicamente artísticas mansiones de familias reales y nobles y las residencias más pequeñas pero igualmente bellas de aristócratas menos importantes y simples plutócratas.

El frío intenso no impedía que la gente elegante de París diera su paseo vespertino por los Champs-Elysées, algunos a pie por las anchas aceras, bajo los castaños, otros en los carruajes más elegantes que los miembros del circo habían visto nunca juntos en una calle. Pasaban majestuosos birlochos, berlinas y victorias, rápidos faetones, daumonts y cupés, calesas anticuadas y los nuevos landós bajos, con muelles. Un carruaje pequeño, un cabriolé de ruedas altas, no era muy elegante; ostentaba anuncios a ambos lados y en la parte posterior —«LA CAPOTE CONVERTIBLE DE M. L’INVENTEUR DAUZAT!»—, y el conductor, presuntamente M. Dauzat, manejaba a intervalos de varios minutos una pesada manivela para desdoblar o doblar la capota del cabriolé y demostrar así la facilidad con que se convertía en descapotable.

Los paseantes, ya fueran a pie o en carruaje, iban soberbiamente vestidos. Los hombres llevaban sombreros de copa de alas onduladas, abrigos con cuellos de piel y zapatos de brillante charol con polainas para conservar su brillo. Casi todas las mujeres llevaban chignons como la emperatriz Eugenia, o bien uno pequeño bajo un gran sombrero o uno grande con un sombrerito diminuto. Si no iban totalmente envueltas en marta cibelina, visón u otra piel lujosa, sus abrigos y lo que podía verse de sus vestidos eran de los colores y las telas que ostentaban el nombre de expediciones, batallas e incluso enemigos franceses: géneros de Shanghai, Pequín y Cantón, rojo Solferino, aqua Crimea, marrón Bismarck, azul prusiano. Pero los que vestían de modo más notable eran los niños, algunos de los cuales iban en carritos tirados por cabras al lado de sus padres o institutrices. Niños y niñas llevaban boinas y bufandas escocesas, capas escocesas sobre los hombros y kilts debajo —o algunos niños, calzones de tartán— y unos pocos llevaban peludos morrales colgados del cinturón y puñales de juguete bajo la banda elástica de los calcetines.

—Oh, sí —dijo Rouleau cuando Daphne observó que no había visto aquella moda en su anterior visita a París—. Sin duda las niñeras de estos mocosos son escocesas. Todo lo escocés es tan popular aquí como en San Petersburgo.

—Me asombra —terció Florian— que los franceses adopten modas compartidas por cualquier otra nacionalidad. En general suelen ser idiosincrásicos (podría decir excéntricos) en las cosas que aceptan como aficiones. Por ejemplo, el gran poeta francés Lamartine no fue sólo poeta, sino muchas otras cosas: hombre de letras, diplomático, legislador y casi presidente de Francia. ¿Y qué decidieron los franceses admirar más en él? Las bellas proporciones de sus manos y pies. —Florian movió la cabeza, divertido—. No consideraré nada curioso que los espectadores de nuestro circo dediquen sus mayores aplausos a una de las hienas, por ejemplo, o al Violín Endiablado de la banda o incluso a un determinado poste de la carpa.

La cabalgata continuó por la avenida hasta la cima de la colina Chaillot, la place de l’Etoile, la gran estrella abierta cuyas puntas eran las doce avenidas que bajaban la colina y en el centro de la cual se alzaba el Arco de Triunfo. La caravana del circo dejó los Champs-Elysées y torció a la derecha para sumarse al lento torbellino de vehículos que daban la vuelta al arco y toda la compañía miró con la boca abierta aquella estructura alta y enorme. Incluso los que no habían estado nunca en París probablemente habían visto fotografías del monumento y quizá eran conscientes de que se trataba del mayor arco triunfal del mundo, pero —como la mayor parte de fotografías mostraban la bóveda cilíndrica central de frente— los sorprendió ver su profundidad, una tercera parte de su anchura, y que también tenía bóvedas cilíndricas en los lados.

Florian condujo a su procesión alrededor de dos terceras partes del perímetro de la plaza y entonces torció de nuevo a la derecha en dirección a la avenida que era la octava punta de la estrella, la del Bois de Boulogne. No estaba tan llena de tráfico y la caravana pudo avanzar por ella con más rapidez —aunque todavía con música, saludos y sonrisas para todos los transeúntes de las aceras— y a su debido tiempo llegaron a la Porte de la Muette, que en otro tiempo fuera una puerta de las viejas murallas de la ciudad y que ahora era una entrada del Bois. Roulau indicó a Florian el monumento de la histórica ascensión en globo porque era pequeño y fácil de pasar por alto. El circo se detuvo en aquella gran extensión de césped, la banda dejó de tocar, el órgano silbó antes de enmudecer y los conductores empezaron a maniobrar para colocar sus carromatos y remolques en las hileras acostumbradas.

—No se os ocurra siquiera montar la carpa esta noche —dijo Florian—. Sólo descargad un par de carromatos para que la compañía pueda ir en ellos al hotel. Willi, ¿quieres guiarlos hasta allí cuando todos se hayan cambiado de ropa? Y después, cuando todo el mundo esté instalado en el hotel, ¿llevarás a Abdullah y a sus ayudantes a les Halles, Monsieur le Démon Débonnaire? Enséñales donde pueden comprar comida y pienso y tú mismo compra carne para gatos u otras provisiones que puedan necesitar tus animales. Coronel Ramrod, mientras se atiende a todo esto, ¿te cambiarás de traje para ir ahora mismo conmigo a visitar a su majestad Luis Napoleón? Si París no ha cambiado demasiado, conozco una ruta más corta para volver a las Tullerías. Cuanto antes acabemos con este asunto, más pronto podremos relajarnos con los demás.