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En el extremo opuesto del puente del Prut había una garita y una sólida barrera bloqueando el camino; tanto la una como la otra estaban pintadas a rayas diagonales blancas y verdes, con una fina línea dorada que separaba los dos colores. Más allá había un espacioso cuartel en el que ondeaba la bandera rusa: una águila bicéfala verde oscuro y dorada sobre fondo blanco. Dos carros de granja llenos de coles iban delante del carruaje de Florian y sus ocupantes esperaban imperturbables a que algún centinela se fijara en ellos. Así, pues, cuando Florian se detuvo, la caravana del circo se extendía a sus espaldas por el puente y casi hasta Czernowitz.
Un hombre se agachó y pasó por debajo de la barrera, corrió junto a los carros y se acercó a Florian, respirando fuerte, agitado y con expresión preocupada. Era Willi Lothar.
—Hace una semana que los espero —dijo.
—Hemos sufrido demoras por el camino —explicó Florian, dejando los detalles para más tarde—. ¿Por qué nos detienen aquí?
—La descortesía habitual de todos los pequeños administradores rusos —respondió Willi con acritud—. Todos los soldados e inspectores están comiendo. No hay manera de persuadirlos para que se turnen en la mesa y en el servicio. Le aseguro, Herr gouverneur, que viajando desde aquí a Kíev y viceversa he aprendido mucho sobre la incivilidad e ineptitud rusas. Sin embargo, debo confesar que también ha habido descuidos y errores por mi parte. Sólo puedo disculparme alegando que es mi primera visita a Rusia.
—Muy comprensible, Herr Chefpublizist. No dudo de que todos daremos algún que otro faux pas por el camino.
—Por fin —dijo Willi, nervioso—, conseguí reservar para nosotros un tren especial a costa de mucho dinero, tiempo, papeleo, confusión y frustración. Sin embargo, no descubrí hasta que llegué aquí que la estación ferroviaria más próxima es Khamenets Podolskiy, y allí es donde nos espera el tren.
—¿A qué distancia está?
—A unas sesenta verstas. Perdón… ya he empezado a pensar en medidas rusas. Unos sesenta y cuatro kilómetros.
—Dos días, si nos damos prisa. No es intolerable.
—Sería mejor que calculara cuatro días, Herr Florian. Aún no ha visto el estado de las carreteras rusas.
—Ah, bueno —dijo Florian con filosofía—. Mientras veníamos, nuestro vestuario ha sufrido importantes daños. Esto dará más tiempo a nuestra costumière para trabajar en los nuevos trajes.
—Durante la semana que he esperado aquí —continuó Willi— y, grâce à Dieu, el comandante y la mayoría de oficiales de la guardia e inspectores hablan francés, he hecho lo posible para… ¿cómo decirlo?… mit Butter bestreichen a todos.
—Untarlos con mantequilla.
—Ja. Por lo menos, durante este tiempo he conseguido que abrieran sus cajas fuertes y me dieran Reisepässe para toda la compañía y ya he rellenado nuestros destinos, objeto de la visita…
—¿Pasaportes? ¿Rusia exige pasaportes además de los salvoconductos?
—Ach, ja. Y los necesitaremos también para salir, más un certificado de la policía diciendo que no hay razón para detenernos. He obtenido un número considerable de Reisepässe, ya que ignoraba cuántos llegarían. Cada persona tiene que escribir sus detalles personales, como en los salvoconductos, y entonces nos estampillarán el visado.
—Así que tu mantequilla ha surtido efecto.
—Pero no mucho —contestó Willi, deprimido—. Es posible que aún nos retengan aquí uno o dos días más, quizá incluso más tiempo, mientras tramitan todas las formalidades necesarias. Para no mencionar las innecesarias. He intentado convencer a estos necios de que nuestro recorrido por Rusia será de un gran beneficio cultural y económico para su país, de que no somos los habituales voyageurs forains gitanos, de que incluso hemos fletado un tren entero. Und so weiter, und so weiter. Le he hecho parecer el segundo Mesías. Pero esta gente es aún más hosca, indolente e indiferente que los típicos funcionaros civiles de cualquier otra parte. Por no sé qué razón, aunque el comandante nominal de este puesto fronterizo es un coronel del ejército, el verdadero director y principal autoridad aquí es un funcionario civil de la Tercera Sección, así que ningún otro hombre del puesto se atreve a mostrar la menor amabilidad hacia un extranjero, y aún menos aceptar un soborno o incluso un cigarrillo. Sería instantáneamente enviado a las minas de sal de Siberia.
—¿Qué diablos es la Tercera Sección?
—La policía secreta del zar Alejandro, sólo responsable ante él personalmente. Pronto averiguará, Herr Florian, que en Rusia existe un inocente eufemismo para todas las crueldades. De un convicto que viaja hacia un destierro de por vida a Siberia, por ejemplo, se dice que está sólo «de paso». Sin embargo, el nombre inocente de Tercera Sección oculta una vigilancia constante, y no sólo en las fronteras; sus agentes están por doquier, no sólo al acecho de inmigrantes ilegales, personas indeseables y contrabando, sino también de personas que muestren tendencias y opiniones políticas indeseables e incluso pensamientos reprensibles.
—Dios santo —murmuró Florian—. Y nosotros somos un conjunto de excéntricos declarados. ¿Crees que nos dejarán entrar, Willi?
—Oh, creo que sí, pero a regañadientes. El coronel se impresionó cuando le enseñé el recibo del depósito que pagué por el flete del tren. Podríamos hacer correr la advertencia por toda la compañía de que se comporten con discreción, hagan lo que les ordenen y no se inmuten ante ningún insulto. Cuando Jules y yo nos encontremos no debemos saludarnos con demasiado afecto. El resto de ustedes debe prepararse para numerosos interrogatorios, el registro de todo lo que llevan y una haraganería desdeñosa y general para causar demora y nerviosismo. Además, seguramente, de unos cuantiosos derechos de aduana. Esperaba recortarlos a fuerza de halagos y ungüentos, pero me temo que han sido en vano.
—Hum. Quizá el coronel, o esa éminence grise de la Tercera Sección, es un hermano masón y yo podría…
—Ach, ¡no lo haga, no lo haga, Herr gouverneur! La Hermandad de la Freimaurerei está, como dice el eufemismo ruso, muy «mal vista» aquí. Toda clase de sociedad secreta está prohibida. Tales sociedades abundan, claro, pero se aseguran de permanecer secretas. Si intentara cualquier signo o santo y seña masónico, sería usted quien emprendería el camino de Siberia.
—Por todos los diablos. ¿Algo más que deba saber?
—Bueno… sería mejor que todos echaran al río cualquier clase de libros, revistas o periódicos que tengan en su poder. Podrían causar más demora porque es preciso inspeccionar cada página y cada hoja de papel. Verá, toda la literatura extranjera es considerada automáticamente sediciosa o herética o por lo menos licenciosa.
—¡Esto es absolutamente increí…! —exclamó Florian, pero fue interrumpido por el estentóreo silbato de un soldado de la barrera.
Los guardias habían terminado de comer, salido con lentitud del cuartel, escarbándose los dientes y —después de clavar repetidamente las finas bayonetas de sus rifles en las coles de los carros— dejado pasar a los campesinos. Ahora los soldados hacían imperiosas e impacientes señas para que se acercase la caravana del circo.
—Iré primero —dijo Florian— para presentarme y enseñar los salvoconductos. Mientras tanto, Willi, recorre la hilera y distribuye los pasaportes. Y también tus buenos consejos.
Levantaron un momento la barrera, sólo para que pasara el carruaje. Florian se apeó y echó a andar hacia el cuartel, pero un centinela le detuvo con su rifle, ladró: «Ostavaitye!», le indicó que se quedase donde estaba, le quitó el montón de salvoconductos y entró con ellos en el edificio. Siguió una espera lo bastante larga para que alguien hubiera leído hasta la última palabra del último cuaderno. Por fin el soldado reapareció en el umbral, hizo con el rifle un gesto conminatorio y ladró: «Voiditye!»
En la oficina del cuartel había varios oficiales, todos escarbándose todavía los dientes y eructando. Florian se dirigió al que estaba sentado a una mesa cubierta de salvoconductos. Era también el oficial más condecorado con galones, insignias, medallas y barba ondeante. En el mejor ruso que recordaba, empezó:
—Zdrávstvuitye, Gospodín Poljóvnik, es un honor conocer…
—Qu’est-ce que ça fout? —gruñó el coronel en un francés bastante más fluido que el ruso de Florian, rudo y vulgar y mucho más al grano—. No hay necesidad de frases sociales, gospodín. Tak, usted es el propietario de ese tsirk y director de la canaille que llena mi puente, ¿verdad?
—Oui, mon colonel. Me enorgullece ser propietario y director general del Floreciente Florilegio de Florian. Tenemos intención de hacer un gran recorrido de…
—S’il vous plaît, c’est peu nécessaire. Durante toda la semana pasada no he oído nada más de ese léche-cul de su Lothar que la grandeza de su tsirk y sus aspiraciones de asombrar con él a toda Rusia. Ahora mismo tenga la bondad de verificar, sin retórica, estos datos de su salvoconducto. —El coronel los recitó (nombre, edad, ocupación, etc.) y Florian atestiguó que todos eran correctos. El coronel dijo—: Tak, no leo bien estas bárbaras lenguas extranjeras, pero, por lo que puedo discernir, no hay notas reprobatorias citadas por las autoridades de ninguno de los lugares que han visitado. Muy bien, monsieur Florian, usted es admisible. Deme su pasaporte. —El coronel escribió algo en él y lo estampilló con un sello de latón entintado—. Puede esperar fuera y rellenar mientras tanto los espacios en blanco de su pasaporte. Envíeme al resto de su canaille uno por uno.
—Excusez, mon colonel —dijo Florian con indignación mal disimulada—. Mi canalla, como no deja de llamarlos, es de muchas nacionalidades distintas. No muchos hablan francés y creo que ninguno habla ruso. Puedo ser útil como intérprete.
—Como quiera. —El coronel se encogió de hombros y dijo al centinela de la puerta—: Odín za drugím.
El guardia se asomó a la puerta —ahora todos los carromatos, jaulas, remolques y animales cruzaban la barrera y aparcaban en un campo contiguo al cuartel— e hizo una breve seña al miembro de la compañía más cercano, que resultó ser Jules Rouleau.
Entretanto Florian había apoyado su pasaporte contra la tosca pared de troncos de la habitación y, con su rotulador, pugnaba por rellenar los espacios en blanco con letras cirílicas. Dijo de nuevo al oficial:
—Excusez-moi, mon colonel. Sostoyániye significa «estado», ya lo sé, pero ¿qué escribo en este espacio?
—Su estado, naturalmente. Su estatus —respondió con irritación el coronel—. Sólo hay cinco. Tak, ¿cuál le corresponde? ¿Noble, tendero, comerciante, campesino o clérigo?
—Es que yo… no creo que encaje en ninguna de estas categorías. Supongo que ninguno de nosotros encaja en ellas. Somos artistas, animadores…
—Oj! Entonces ponga comerciante, mestchánye, en todos los pasaportes. Esto bastará. —Se volvió hacia Rouleau, cuadrado ante su mesa, y le indicó que señalara su salvoconducto. El coronel lo cogió y leyó—: Yules Rouleau. Français? Nyet. Amyerikanyets. —Entonces leyó con cierta incredulidad—: Aéronaute?
Florian tradujo:
—Vósdujoplavatol. Monsieur Rouleau es el aeronauta de nuestro circo. —Y repitió de nuevo—. Je vous fais excuse, mon colonel, pero ¿sería tal vez posible que, mientras usted verifica los salvoconductos, sus inspectores —indicó a los numerosos hombres que, dentro y fuera del cuartel, no hacían otra cosa que escarbarse los dientes— aprovecharan el tiempo inspeccionando nuestra caravana, calculando el impuesto, etcétera?
El coronel respondió con negligencia:
—Skoro budit, gospodín. ¿Qué prisa hay? No tiene objeto hacer las declaraciones de aduana y calcular puds[24] y libras hasta que estemos seguros de que todos ustedes son admisibles.
Como skoro budit sólo significaba «pronto ocurrirá» y era tan impreciso y vago como el «mañana» español, Florian tuvo que disimular su irritación, silenciar su ira y rellenar el pasaporte de cada nuevo candidato cuando el coronel había terminado el interrogatorio y traducir cuando era preciso.
—¿A. Chink? —exclamó el coronel cuando uno de los antipodistas llegó ante la mesa, temeroso—. No es una transcripción del nombre que ha firmado en el salvoconducto.
—¿Puede descifrar su nombre, coronel? —preguntó Florian, sorprendido—. Hicimos cuanto pudimos, ya que ninguno de nosotros habla o lee el chino.
—¿Chino? Ignorantes. Su firma está escrita en el alfabeto coreano. —El coronel miró al acróbata, que había empezado a temblar un poco, y preguntó—: Odi so ososse yo?
El antipodista se sobresaltó visiblemente y dijo, tartamudeando:
—H-Hanguk, taeryong. Ch-chip e so Taegu yo. S-sille haessumnida.
—Chossumnida —dijo afablemente el coronel e inició una larga conversación con él durante la cual, por indicación del oficial, el coreano separó del resto de salvoconductos los de sus dos compañeros.
—Este hombre se llama Kim Pogtong —informó el coronel a Florian—. Le ruego que borre ese estúpido «A. Chink» y lo escriba como es debido en su salvoconducto y su pasaporte. Los otros dos son hermanos suyos, Kim Tak-sung y Kim Hak-su.
Florian se apresuró a escribir los nombres lo mejor que pudo, diciendo:
—Me asombra usted, coronel. Yo no sé distinguir a los orientales unos de otros…
—Serví en Vladivostok —explicó el coronel—. Tak, aproveché la ocasión para cruzar Petra Bay y ver algo de Corea mientras podía. Un bello país, pero la gente es muy solitaria. No comprendo cómo estos tres se enfrentaron al mundo exterior. Me gustaría tener tiempo para hablar con ellos.
—Dios mío —murmuró Florian.
Uno tras otro, los artistas y el personal sobrevivieron al interrogatorio —el coronel lo alargó sensiblemente en el caso de las artistas más atractivas— y luego, aliviados de haber pasado la prueba, se reunieron cerca de los remolques. Sólo uno salió del cuartel muy enojado: el casi siempre tranquilo Hannibal Tyree.
—¡Caníbal! —exclamó, ofendido—. ¡Ese viejo estúpido me ha llamado Caníbal Tyree!
—Y a mí Yules —dijo Rouleau con indiferencia—. No sabe leer el inglés. ¿Y qué?
—No es lo mismo. ¡Yules no significa que usted comer personas! Sólo porque soy negro, me llaman caníbal. Ni siquiera mi ansiano bisabuelo lo fue jamás allí en África…
—Calma, Herr Tyree, tranquilícese —dijo Willi Lothar—. Ha sido un insulto involuntario. Verá, en la lengua rusa no existe la hache aspirada; no pueden pronunciarla, así que la sustituyen por una consonante velar, en general la ka. Por eso Hannibal se ha convertido en Caníbal.
—Muchacho, alégrate de que tu nombre no sea Huntley —bromeó Fitzfarris con expresión seria.
Otro candidato, no obstante, fue víctima de algo más molesto que un error de pronunciación. El coronel leyó en su salvoconducto:
—Nom de théâtre: Maurice LeVie. Nom de naissance: Morris Levy. Oj! —Llamó a Florian, que estaba rellenando el pasaporte de Daphne Wheeler—. Ayúdenos, por favor, monsieur le propriétaire. Este hombre no puede pasar. Es israelita.
—¿Y qué importa eso? —inquirió Florian—. Tengo entendido que hay millones de judíos en Rusia.
—No los tenemos por gusto —respondió el coronel—. Simplemente da la casualidad de que constituyen una proporción ofensivamente elevada de la población de Ucrania, y más tarde de Polonia, naciones ambas que la Matushka Rossiya acogió en su seno. Tak, nuestros llamados judíos rusos están todavía concentrados en sus países de origen, Polonia y Ucrania, y desde luego no poseen la libertad de pasearse por las provincias de la Gran Rusia, como haría este judío extranjero.
—Monsieur le colonel —terció Maurice—, soy francés. Nunca me he considerado de otra raza o nacionalidad y nunca he profesado ninguna religión.
—Tak jram ostavlennyi… bsió jram —gruñó el coronel.
Maurice dirigió a Florian una mirada inquisitiva y éste tradujo:
—Un templo abandonado sigue siendo un templo.
—Quítese los pantalones, francés —ordenó el coronel—. Enséñenos su quéquette. —Florian hizo salir del edificio a Daphne. Colérico, humillado y quizá también un poco asustado, Maurice se bajó los pantalones y expuso su desnudez. El coronel gritó, triunfante—: Nu, z gúl’kin húy! Circoncis, évidemment! Y niega ser un judío. Me imagino que también negaría que ustedes los judíos usan la sangre de niños cristianos para hacer el pan pascual.
Maurice dijo con expresión sombría:
—Monsieur le colonel, nunca en mi vida he celebrado la Pascua.
El coronel ladró órdenes a sus ociosos subordinados, que trocaron su ocio por una gran actividad, empujando a Maurice a una habitación contigua y cerrando la puerta. El ruso del coronel había sido muy rápido pero Florian había captado el sentido. Desnudarían a Maurice para ver si tenía en el cuerpo tatuajes u otras marcas cabalísticas hebreas, escritos israelitas revolucionarios o incluso ampollas de veneno en los orificios de su cuerpo, y también vaciarían y registrarían minuciosamente su remolque. El coronel se volvió de nuevo a Florian y dijo con voz amenazadora:
—Tak, suspenderemos por ahora los interrogatorios de su compañía, gospodín. Puede ser muy bien que encontremos algo de naturaleza sediciosa o subversiva entre los efectos de este judío suyo y entonces todos ustedes pueden ser acusados de encubrir a un enemigo del Estado.
—Le aseguro…
—No me asegure nada. La decisión corresponde a mi colega civil, Gospodín Trepov, representante personal de la cancillería del zar. Espere fuera.
—Coronel, monsieur LeVie es un acróbata aéreo —adujo, desesperado, Florian—. Le ruego que no le haga ningún daño.
—Estas cosas no ocurren jamás aquí —dijo el coronel en tono perentorio—, ni siquiera a poseurs como monsieur Levy. Espere fuera.
Cuando Florian se acercó, muy desalentado, al grupo de miembros de la compañía, Edge preguntó:
—¿Y ahora qué pasa?
Florian lo explicó, concluyendo:
—Si no nos consideran culpables a todos y nos permiten seguir, ¿cómo podemos irnos sin Maurice? No es cuestión de abandonarlo a estos brutos. Incluso aunque fuésemos tan duros de corazón, es otro golpe a nuestra ya mermada compañía. ¡Maldita sea! Yo sabía que Maurice es judío, pero ignoraba que esto tuviera importancia aquí. De otro modo, habría falsificado su salvoconducto… —Su voz se extinguió en un tono de abatimiento.
Edge reflexionó un momento y luego dijo:
—Bueno, tenía la intención de reservarle una sorpresa para cuando llegáramos a San Petersburgo, pero se la daré ahora.
Fue a su remolque y volvió con un gran sobre de color marfil. Florian miró con estupefacción las dos coronas —imperial y real— grabadas en oro y las señas escritas con una bella caligrafía:
Ihre kaiserlich Majestát, die Kaiserin und Zarin Maria Alexandrovna
Reichspalast
Sankt Peterstadt
Russland
Entonces, cuidadosa y respetuosamente, abrió el sobre sin sellar, desdobló el papel rígido, hecho a mano, y sus ojos se agrandaron a medida que leía en voz alta: «Gnädige Dame, meine Schwester…» Dirigió una mirada a la firma y los ojos se le salieron de las órbitas:
«Deine Schwester von Gottes Gnaden, Elisabeth Amelie, Kaiserin der Österreich, Königin der Ungarn». Con respetuoso asombro, dijo a Edge: —Y yo te dije que quizá era sólo una baronesa falsa. ¡Dios mío! Entonces leyó toda la carta y volvió corriendo al cuartel.
Entró justo a tiempo de oír un largo gemido en la habitación trasera. El coronel le increpó:
—¡Le he dicho que espere fuera!
Con la misma ira, Florian replicó:
—¿Sabe leer el alemán?
—Nyet. ¡Fuera!
Florian puso la carta sobre la mesa, delante del coronel, de modo que pudiera ver las coronas grabadas, pero manteniendo una mano prudente sobre ella.
—Quizá el representante del zar sabe leer el alemán.
—Hum… ejem… da, creo que sí —contestó el coronel—. Sin embargo, si espera conciliación o concesiones en este asunto, le garantizo que se negará. Por eso está aquí.
De todos modos, el coronel habló con cierta inquietud. Se levantó, fue hacia la puerta de la habitación contigua y la abrió lo suficiente para asomar la cabeza. Florian le oyó decir en ruso:
—Desistid, soldados, hasta nueva orden. Gospodín Trepov, aquí hay algo que creo que debería ver.
Volvió con un hombre gordinflón vestido de paisano, sin ninguna insignia que pudiera identificarle. Su principal distinción estribaba en que era el único ruso sin barba que Florian había visto allí. En cambio llevaba un bigote hirsuto y tenía cejas como orugas negras que parecían pegadas para cubrir y ocultar cualquier expresión de sus ojos. Pero cuando miró la hoja marfileña de papel de barba, gruesa como el pergamino —protegida todavía por la mano de Florian—, sus orugas dieron un salto involuntario hacia arriba.
Trepov leyó la carta hasta el final, al parecer dos o tres veces, bajó de nuevo las orugas, miró encolerizado a Florian y preguntó:
—¿De dónde ha sacado esto?
—El director ecuestre de mi tsirk, Sprechstallmeister Edge, es un buen amigo personal de la emperatriz reina Elisabeth, lo cual resulta evidente, Gospodín Trepov, por el calor con que su majestad imperial le recomienda a su emperatriz zarina María Alexandrovna. También observará que ruega a su hermana en la realeza extender todas las cortesías dispensadas a Gospodín Edge a todos sus compañeros del tsirk.
El hombre de la Cancillería de la Tercera Sección gruñó y luego se llevó aparte al coronel para dialogar en voz baja. Florian aguzó los oídos lo suficiente para oír algunos fragmentos.
—¿Falsificación…?
—Imposible. ¿Estos zafios durája? Además, he visto la caligrafía en documentos oficiales. Es la suya.
—Hungría… no es aliada…
—Aun así… la llama «hermana».
—Tak, supongamos que… desaparecen… ellos y la carta…
—Peligroso… tal vez un duplicado por correo…
—Si informan… quejándose… la zarina…
—Tak, hemos de reparar inmediatamente…
Los dos se acercaron a Florian, frotándose abyecta y untuosamente las manos.
—Si hubiéramos sabido… —dijo el agente Trepov.
—Claro, claro que son todos ustedes bien venidos, muy bien venidos a la Matushka Rossiya —dijo el coronel.
—Incluyendo al israelita —añadió Trepov—. Firmaré al instante el permiso especial que necesitará en los límites de provincia.
—No son precisos más interrogatorios —dijo el coronel—, mándenos simplemente todos los pasaportes restantes, monsieur Florian, y haré que mis propios oficiales rellenen los salvoconductos y estampen los visados.
—Creo, también, Zasulich —sugirió el agente al coronel—, que considerando que estas buenas gentes son en efecto invitados de nuestra tsaritsa, podemos eximirlos de la inspección aduanera y el pago de aranceles. Además, ¡já, já!, ¿tiene usted báscula para pesar los puds de dos elefantes?
—Una buena razón, Gospodín Trepov. Redactaré la declaración aduanera, monsieur Florian, y estamparé en ella «inmunidad diplomática» para evitar que los retenga en cualquier otra frontera cualquier funcionario quisquilloso.
—Quizá también, ya que se está haciendo tarde —dijo Trepov—, usted y su compañía nos honrarían cenando en nuestro comedor de oficiales.
—Incluidas las damas —añadió el coronel Zasulich—. Solemos excluirlas, pero por una vez permitiremos la asistencia de nuestras esposas.
—Y cuando se marchen por la mañana —dijo Trepov— les proporcionaremos un convoy militar. Una compañía de cosacos debe presentarse aquí mañana. Los acompañarán hasta Khamenets Podolskiy para que ni rufianes, bandidos o lobos molesten a su tren.
—Aceptamos, caballeros —respondió Florian— y estamos agradecidos por todos estos favores. También me hace feliz poder informar favorablemente a su majestad imperial sobre la eficiencia y hospitalidad de sus funcionarios en la frontera de Novosielitza.
Los dos funcionarios le dirigieron una sonrisa radiante, se sonrieron el uno al otro y volvieron a frotarse las manos.
Toda la compañía del circo asistió a la cena menos tres de sus miembros. Ioan Petrescu rechazó la invitación porque trabajaba asiduamente para reformar los trajes de pista que aún eran aprovechables y para confeccionar unos nuevos de acuerdo con las medidas y los toscos bocetos dejados por Magpie Maggie Hag. Maurice LeVie se negó a asistir porque debía cuidarse unas magulladuras en torno a los riñones y una muñeca retorcida y Nella Cornella se quedó con él para aplicarle árnica en las zonas afectadas. Maurice aún estaba lívido por el tratamiento recibido y las humillaciones sufridas.
—Juraba que nunca fraternizaría con aquellos merdeux sauvages, ¡nunca!
—Lo comprendo, me hago cargo, estoy de acuerdo contigo —dijo Florian—. Sin embargo, ahora tenemos un permiso especial que te protegerá de molestias o insultos ulteriores.
—Je m’en fous et m’en contrefous! —gritó Maurice—. Quizá, si me invita le roi de cons, el zar de Rusia en persona, quizá me digne aceptar.
El coronel Zasulich les ofreció una cena excelente. Incluso los zakúski del aperitivo habrían alimentado de sobra a toda la compañía: caviar negro, rojo y dorado, esturión frío en gelatina, quesos, encurtidos, pâté, lonchas muy finas de carnes frías… e innumerables botellas de vodka aprisionadas en bloques de hielo. Muchos invitados del circo, las mujeres en especial, descubrieron que una sola copa de aquel vodka —bebida al estilo ruso: de un rápido trago que pasaba por la glotis e iba directamente al estómago y de allí al cerebro— se parecía mucho a golpearse la cabeza con un martillo, así que en lo sucesivo bebieron sólo té, también al estilo ruso, sorbiéndolo a través de un terrón de azúcar sujeto entre los dientes. Otros, sin embargo —Ferdi Spenz, Aleksandr Banat y los tres hermanos Jászi—, apreciaban tanto el vodka que fue necesario llevarlos del brazo o a hombros a sus remolques aun antes de que fueran servidos los siguientes platos de la cena: borscht, ensalada de arenques y remolacha, bistecs de alce a la parrilla y tartare, salchichas ahumadas, morillas, una gran variedad de verduras y condimentos desconocidos, un fuerte vino verde de Crimea, pastel de arándanos, más té y vodka y un licor también de arándanos.
La mayoría de oficiales y sus esposas —o parejas de relación no especificada— hablaban francés. Florian se defendía bastante bien en ruso, los Smodlaka podían hacerse entender en esa lengua y el coronel Zasulich incluso pasó un rato hablando en coreano con los hermanos Kim. Pero los que tenían que permanecer mudos no eran sordos, y los maravilló el repentino cambio de sonidos lingüísticos de una orilla a otra del Prut, del alegre y sincopado húngaro al ruso sonoro, tan húmedo que a veces parecía salpicar.
—¿Qué es todo este «tak-tak-tak» que no dejo de oír? —preguntó Domingo Simms a Willi—. Incluso cuando esta gente habla francés, suelta el «tak» cada tres palabras. Se tiene la impresión de estar en un cuarto lleno de relojes en marcha.
—Es sólo una especie de hipo verbal, querida. Significa «así», pero por lo visto es una costumbre nacional emplearlo con frecuencia y sin necesidad. Hasta ahora lo he oído en todas partes.
Los camareros no decían «tak» ni ninguna otra palabra. No parecían ser de nacionalidad rusa y era evidente que no hablaban la lengua. Tenían un aspecto tan oriental como los Kim y servían la cena sin escuchar ni necesitar instrucciones.
—Son tártaros —explicó a Edge el agente Trepov—. Los importamos de las provincias del Volga, como hacen todos los hoteles y restaurantes rusos, porque son musulmanes devotos y por lo tanto no beben tragos de todas las botellas. Tak, en la Matushka Rossiya somos afortunados de tener una variedad tan amplia de nacionalidades en nuestro vasto país, cada una con sus propios talentos o virtudes peculiares. Nuestros bálticos, por ejemplo, son conocidos por su honradez y meticulosidad, así que constituyen el grueso de nuestros administradores, contables y oficinistas. Los letones están especialmente dotados para la construcción de molinos de viento y de agua. Y así sucesivamente.
La conversación que podía haber entre anfitriones e invitados continuó siendo amable, en su mayor parte trivial y a veces informativa. Jean-François Pemjean comentó a la mujer gorda pero guapa que estaba sentada frente a él:
—¿No es el tiempo excepcionalmente bueno para Rusia, madame, tan avanzado el mes de octubre? ¿Disfrutan acaso del veranillo de San Martín?
—Nosotros lo llamamos el verano femenino —respondió ella con una risita tonta—. Báb’ye léto. Porque aquí se considera más atractiva a la mujer en su madurez. Y sí, el tiempo es muy clemente. Aunque para nosotros, tak, todavía es el principio de octubre. Quizá no sepa usted que Rusia se rige por el calendario juliano, que va doce días a la zaga del gregoriano de Occidente.
En otra mesa, otra mujer hermosa decía a Rouleau:
—Usted habla de siervos, monsieur Yules. Esta palabra proviene en realidad del francés. Aquí se llamaban krepostnoyi. Se llamaban, tak, porque ya no tenemos esos campesinos esclavizados. Nuestro sabio y humano Alejandro, que antes poseía un millón de krepostnoyi, los dejó libres por todo el país. —Y añadió, criticando abiertamente la patria de Rouleau—: Esto fue hace siete años, antes de que su atrasada e ignorante América tuviera que librar una guerra civil para conseguir el mismo bien para sus esclavos.
—No creo que haya representado un gran bien para ellos —contestó Rouleau—. La última vez que vi a unos libertos, vagaban sin rumbo, perdidos porque les faltaba un amo que los dirigiera y cuidara.
—Tak, debo confesar que esto también ocurre aquí en la esclarecida Rusia —dijo la mujer—. Pasará algún tiempo antes de que los mujiks liberados se desprendan de sus antiguas dependencias y su tosca falta de refinamiento. Y en especial, de sus arraigadas supersticiones. —Rió—. ¿Sabe una cosa? Cuando un gobernador provincial o un comandante ordena un censo para contar la población que gobierna, los mujiks huyen a la taigá y algunos incluso se suicidan.
—Par dieu, pourquoi? ¿Qué superstición puede estar vinculada a la elaboración de un censo?
—Los mujiks creen que se hace por instigación del Anticristo, que quiere todos sus nombres para condenarlos. Por lo menos se trata de una patraña inspirada por la religión y quizá sea disculpable por ello. Pero los campesinos también creen en toda clase de cosas heréticas y sobrenaturales y viven en continuo terror. El vampiro, el oborotyen…
En otra mesa, Pavlo Smodlaka intentaba ansiosamente pedir al capitán sentado junto a él información sobre una de estas mismas cosas.
—En húngaro, férfifarkas. Ustedes llamar, creo, oborotyen.
—Tak, ¿ha oído hablar de nuestros oborotyen? —dijo el capitán, adoptando una expresión sombría, aunque sus ojos lanzaban destellos—. Da, tenemos tal cosa. Y lo que usted pueda haber oído está probablemente lejos de la terrible verdad. A veces, las noches de luna llena hay una plaga tal de hombres convertidos en lobos que incluso han de llamarnos a nosotros, el ejército, para darles caza y destruirlos. Tak, para esto tenemos que usar bayonetas de plata maciza.
El capitán continuó añadiendo pormenores, ejercitando más y más su imaginación, y la mandíbula de Pavlo se fue abriendo hasta que las morillas masticadas le resbalaron por el mentón.
El coronel Zasulich dijo a Florian:
—Estoy realmente contento de haber resuelto las dificultades iniciales y de que su circo ya sea libre de entretener a nuestros compatriotas. He dado un paseo por entre los carromatos y salta a la vista que es un tsirk respetable, no un grupo de saltimbanquis ramplones, lo que creo que ustedes llaman un circo de hojalata.
—O de mala muerte, sí —contestó Florian—. Parece muy versado en la terminología circense, coronel.
—El tsirk es una institución prestigiosa en Rusia, Gospodín Florian. Lo vimos por primera vez hace casi un siglo, tak, cuando el Royal Circus de Londres hizo una visita a Piter, San Petersburgo. Le dispensaron una cálida acogida, en parte, sin duda, porque Catalina la Grande tomó inmediatamente como el último de su colección de amantes a su director ecuestre. Después llegaron otros circos extranjeros. Ahora tenemos muchos circos propios, desde inmensos espectáculos estables en hipódromos hasta los sencillos balagani que aparecen en todas las ferias de pueblo. Sin embargo, la terminología no se diferencia mucho de la de Occidente. Tak, nuestros domadores de leones dan las órdenes en alemán, la arena central es la pista italiana. Sólo unas cuantas palabras son diferentes. Lo que ustedes llaman payaso o joey, aquí se llama un rishiy. Lo que ustedes llaman enano, como esa encantadora damita de esta misma mesa, nosotros lo llamamos liliputiense.
Florian sacó el lápiz y un pedazo de papel.
—¿Tendría la amabilidad, coronel, de ayudarme a buscar traducciones comprensibles de los noms de théâtre de algunos artistas nuestros? El Hacedor de Terremotos, Cenicienta…
—Tak —dijo el coronel y se acercaron las sillas para repasar la lista.
Más tarde, los dos dejaron a los otros todavía en la sobremesa y volvieron a la oficina de Zasulich, donde el coronel trató con generosidad a Florian abriendo su caja de caudales y cambiando el considerable montón de coronas y forints húngaros y coronas y gulden austríacos de Florian por rublos y copecs de plata rusos. Florian hizo de memoria complicadas sumas y calculó que el rublo valía unos cincuenta y dos centavos americanos y el copec, que era la centésima parte del rublo, aproximadamente medio centavo y tomó nota de ello en su libreta.
A la mañana siguiente el coronel Zasulich se levantó tan temprano como cualquier miembro del circo y se mostró mucho más activo y despierto que algunos de ellos. Llegó al campamento de los carromatos y anunció a Florian y Edge:
—Ahí viene la compañía de infantería cosaca. Ya se oye la música en la carretera. Les permitiré descansar sólo mientras ustedes enganchan los caballos y forman la caravana. Entonces les ordenaré que den media vuelta y los acompañen, a la vanguardia y retaguardia de la procesión, hasta la estación ferroviaria de Khamenets Podolskiy.
Florian y Edge aguzaron los oídos para escuchar la banda militar, pero no fue eso lo que oyeron. La mitad de la compañía de cosacos estaba simplemente silbando el himno nacional ruso y la otra mitad lo cantaba:
Boshe tsara kraní
Syilni der zharní
Stsar stvouyna
Slavouna slavounam…
—Bueno, quizá no tengan una banda —dijo Edge—, pero es un himno muy estimulante. Y nunca he oído silbar de modo tan melodioso. ¿Qué cantan?
—Hum… más o menos… —contestó Florian—: «Que Dios guarde al zar, a quien juramos ferviente fidelidad. Grabadlo en los troncos de árbol: gloria a la raza eslava».
A medida que la música aumentaba de volumen, más gente del circo salía de remolques y carromatos. Cuando la compañía llegó al recinto del cuartel fronterizo y le ordenaron detenerse y cuadrarse, lo hizo sin dejar de silbar y los espectadores pudieron ver cómo lograban sus fuertes, dulces y armoniosos trinos: cada silbador tenía un agujero perforado entre los dos dientes delanteros. El comandante de la compañía esperó a que sus hombres terminaran el coro final y entonces gritó una orden que era a todas luces: «¡Rompan filas!» Los hombres formaron al instante y con eficiencia trípodes con sus largos rifles, se descolgaron y dejaron caer las mochilas, se quitaron las enormes botas, debajo de las cuales no llevaban calcetines, se desabrocharon las braguetas de los amplios pantalones y —sin hacer caso de los numerosos observadores, que ahora incluían a todas las mujeres del circo— empezaron a orinar sobre los pies descalzos de sus compañeros.
La mayoría de los observadores quedaron un momento aturdidos. Entonces todas las mujeres y muchachas volvieron a entrar en los vehículos con el rostro cubierto de rubor.
—La infantería siempre hace esto después de una larga marcha —explicó el coronel Zasulich, tan imperturbable como los soldados—. Descansa los pies, los endurece y evita la tiña y otros hongos.
Rouleau, reprimiendo una carcajada, dijo en francés al coronel:
—Creía que todos los cosacos pertenecían a la caballería y eran jinetes consumados como los hombres de la llanura húngara y nuestros indios americanos.
—Debe culpar a sus propios tsirks y espectáculos de hipódromos occidentales de propagar ese mito sobre los cosacos, como ustedes los llaman —replicó Zasulich—. En realidad, ni siquiera son un pueblo o una sola tribu ni están necesariamente relacionados de alguna otra manera. La palabra kazhák sólo significa «bandolero» y en tiempos pasados vagaban y saqueaban libremente la estepa. Tak, basándose en el principio de que un cazador furtivo es el mejor guardabosques, el zar Pedro el Grande los juntó a todos y los organizó en batallones de soldados. Y son muy buenos soldados, no cabe duda. Algunos, da, son de la caballería, pero no todos. Esos jinetes salvajes y temerarios de los que usted habla, da, también los tenemos, pero esa clase de jinete se llama con más propiedad djigit.
—Otra cosa que aprendí anoche —dijo Pemjean a Edge—. Si lleva usted un calendario, monsieur le directeur, de nuestras llegadas y salidas programadas, asegúrese de adaptarlo al calendario ruso. Hoy no es, como usted cree, el veintitrés de octubre, sino el once de octubre. —Añadió en voz baja—: Bueno, monsieur Florian ya dijo que éste es un país atrasado, n’est-ce pas?
Aunque los cosacos fueran buenos soldados y cantaran con entusiasmo su ferviente devoción al zar, gruñeron audiblemente cuando el circo estuvo a punto de marcha y les dieron la orden de recorrer con él las mismas monótonas verstas que acababan de atravesar. Sin embargo, obedecieron, se calzaron de nuevo las enormes botas, se echaron a la espalda las mochilas y al hombro los rifles y formaron dos pelotones a la vanguardia y otros dos a la retaguardia de la caravana circense.
—Un último consejo, Gospodín Florian —dijo el agente Trepov cuando se despidieron estrechándose las manos—. Cuando llegue a la estación, le rodearán los nosílshchiki, mozos voluntarios. Ahuyéntelos y encargue el trabajo a sus propios hombres. Esos parásitos de las estaciones no tienen derecho a una paga, de modo que aunque les dé una pequeña propina, será un regalo. De acuerdo con nuestras leyes, el ruso que acepta un regalo de un extranjero comete un delito punible y usted también, por el hecho de dárselo. En cambio, tienen derecho a robar a los extranjeros todo lo que puedan. He pensado que debería saberlo.
Florian suspiró, movió la cabeza con asombro, expresó su gratitud al agente, subió al pescante del carruaje y dio la señal de marcha. Todos los oficiales del puesto fronterizo se habían congregado para ver la salida de la caravana y saludaron militarmente al unísono y al estilo ruso: la mano a la frente y luego hacia arriba. Los cosacos que iban a la vanguardia de la caravana empezaron a marchar inmediatamente —ahora dejando tras ellos un hedor a amoníaco lo bastante fuerte para humedecer los ojos de Florian—, silbando y cantando «… gloria a la raza eslava».