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Willi y Jules, luciendo sus luminosos abrigos de zorro rojo, esperaban en la estación Nicolás. Mientras el tren circense era conducido hacia su apartadero, Willi dijo:

Herr gouverneur, esta vez he conseguido un buen terreno. —Extendió un plano de la ciudad—. Está en el Jardín de Táuride, un parque público detrás del antiguo palacio Potemkin. A poca distancia de aquí.

Florian estudió el plano.

—Buen trabajo, Chefpublizist. Pero no iremos directamente allí. Ya es más de mediodía, por lo que daré instrucciones a Stitches y Banat para que sus hombres descarguen primero a los animales, furgones de jaulas, el órgano de vapor y demás vehículos necesarios para el desfile y dejen para el final los remolques y carromatos no decorativos y nos sigan cuando estén listos. Es imprescindible hacer nuestra entrada en San Petersburgo con un desfile.

Par Dieu, Florian —dijo Rouleau—; saca la nariz fuera de esta estación. La temperatura aquí es de nueve grados bajo cero.

—¿Y qué? Kíev y Moscú no debían de ser mucho más calientes.

—Pero aquí el frío se nota más —explicó Willi— a causa de la humedad ambiental. Pedro el Grande construyó esta ciudad sobre pilotes en tierra pantanosa desecada. Incluso los cortesanos del zar Alejandro la toleran a regañadientes y sólo porque el propio zar reside aquí.

—Ah, pero nosotros no somos cortesanos melindrosos —replicó Florian—. Somos gente de circo. Si quieres viajar conmigo, Herr Lothar, y tú con el coronel Ramrod, Monsieur Roulette, podréis instruirnos sobre lo que habéis aprendido acerca de la ciudad y sus costumbres.

—Muy bien —contestó Willi—. El bulevar principal de Piter, el Nevskiy Prospekt, pasa justo por delante de la estación. Sugiero que lo sigamos hasta el centro comercial y luego torzamos hacia la Mórskaya, la avenida por la que pasea la mejor sociedad todas las tardes de invierno de dos a cuatro. En cuanto a los peones y carromatos restantes, pueden ir directamente de aquí al recinto cuando estén dispuestos.

—Diré a Kostchei que vaya con ellos y los dirija —decidió Florian—. De todos modos no nos interesa exhibirlo en la cabalgata.

Incluso los artistas que iban en el techo de los carromatos, sin la compañía de Willi o Jules para explicarles lo que veían, pudieron formarse algunas impresiones de Piter, la mayoría favorables, mientras agitaban la mano y sonreían a la gente que se paraba en las aceras o detenía sus vehículos o salía de los edificios para verlos pasar. Exceptuando algún callejón o pasaje con la nieve amontonada, no había en la ciudad ni una sola calle de menos de quince metros de anchura, y todas estaban muy bien empedradas, formando dibujos decorativos. El Nevskiy y otros bulevares medían sus buenos treinta metros de anchura y no estaban empedrados sino pavimentados con bloques hexagonales de madera, también formando dibujos. Tanto entonces como después, los miembros de la compañía podían decir siempre con los ojos cerrados cuándo su vehículo salía de una simple calle para entrar en un bulevar sólo por la diferencia de sonido: el ruido metálico de las llantas de las ruedas sobre adoquines y el rumor más suave y apagado sobre el pavimento de madera.

El maravillosamente ancho Nevskiy Prospekt estaba flanqueado por palacios, mansiones, ministerios imperiales y embajadas extranjeras de muchos pisos: edificios de limpio mármol blanco o piedra de color natural o estuco pintado —en colores muy vivos—, y algunas fachadas estaban incluso recubiertas de terracota similar a la cerámica. Muchos de estos magníficos edificios se hallaban democráticamente al lado de edificios públicos corrientes —el ayuntamiento, iglesias pequeñas y grandes, la biblioteca pública— e incluso edificios comerciales de ladrillos con tiendas al nivel de la calle: boticas, papelerías, tiendas del Monopolio Estatal, restaurantes. Las más exclusivas ostentaban letreros que proclamaban sus mercancías o servicios en ruso y en francés: «KONDITERSKAYA/CONFISEUR», «TORGOVETSPLAT’EM/TAILLEUR POUR DAMES».

Sin embargo, estropeaban las fachadas de todos los edificios, incluso los palacios, grandes cañerías, anchas como barriles, que bajaban hasta el suelo serpenteando desde los canales del tejado, pasando por cornisas y antepechos. Eran una fealdad necesaria para encañar la nieve que se fundía en los tejados durante el invierno y las abundantes lluvias que Piter soportaba en todas las estaciones.

Los miembros de la cabalgata vieron ahora, en el lado izquierdo del bulevar, un edificio muy singular, pintado de blanco, que sólo tenía dos plantas pero que se prolongaba a lo largo de toda la manzana. A nivel de la calle había una hilera de tiendas, y también en el piso superior, que tenía una galería abierta en toda su longitud. Tanto el nivel superior como el inferior rebosaba de gente, en su mayoría mujeres, que iban y venían de una tienda a otra.

—A los peterburgueses les gusta creer que viven en la ciudad más soignée y más parecida a Europa occidental de toda Rusia —dijo Willi a Florian—, pero aquí mismo se puede ver la herencia oriental del país. Aquel edificio es el Gostini Dvor, que ocupa toda una inmensa manzana. Tras su gran fachada y patios interiores alberga unas doscientas tiendas y en todas ellas se venden mercancías baratas para las masas. Es el equivalente exacto de un suk o bazar oriental. —Al cabo de un momento añadió—: En cuanto a las clases altas, no sólo encargan sus vestidos a Worth de París, sino que los envían a París para que los laven.

Edge observó a Rouleau:

—He notado que cada carro y carruaje tiene una red colgada delante del guardabarros. ¿Acaso sirve para evitar que los caballos ensucien estas hermosas calles con sus excrementos?

—No. Es para impedir que la nieve lanzada por las herraduras de los caballos vaya a parar a la falda o el rostro de sus conductores —prosiguió Rouleau—. Aquí todos son muy conscientes del invierno, incluso los propios caballos. Observa a aquel que espera a su conductor junto a la acera. Por propia iniciativa, el caballo mueve un poco el carruaje hacia adelante y hacia atrás para evitar que las ruedas se adhieran al hielo de la calle.

En su camino por el Nevskiy, la cabalgata cruzó puentes sobre tres canales donde las aguas no podían helarse debido al tráfico constante de barcazas de mercancías y barcos ómnibus cargados de pasajeros. Todos los puentes tenían decorativas barandillas de hierro forjado, y una de ellas era especialmente bella porque tenía en ambos extremos estatuas en bronce de hombres casi desnudos que conducían caballos encabritados, y su escultura era tan detallada que, como observó el experto en animales Pemjean, las mantas de cordero de las sillas parecían realmente vellocino.

Por el centro del bulevar y por los puentes discurrían dos pares de rieles por los que, a intervalos y en una u otra dirección, pasaba un tranvía de dos pisos tirado por caballos y provisto de una escalera exterior que subía formando una curva a los asientos de arriba, desocupados ahora en el frío del mes de enero.

—Se llama Ferrocarril Semental —dijo Willi a Florian—. Lleva pasajeros entre la estación Nicolás y el Almirantazgo, a orillas del río.

Todos los pasajeros pudieron ver brillar la alta y fina aguja dorada del Almirantazgo, pero la cabalgata se desvió del bulevar antes de llegar a ella para enfilar la Mórskaya Ulitsa, empedrada y más estrecha, atestada de transeúntes, todos ellos muy abrigados, pero por lo menos uno de cada diez llevaba el abrigo con charreteras, alamares y cinturón de un uniforme. La mayoría eran uniformes militares, y los oficiales iban tocados además con bicornios, chacós emplumados o una especie de turbante de piel. Algunos —oficiales de caballería que en aquel momento iban a pie— llevaban sables en largas vainas de piel de tiburón que hacían ruido al arrastrarse por el pavimento. Muchos de los hombres vestidos con uniformes menos decorativos, soldados rasos a todas luces, llevaban cartucheras en cruz sobre el pecho.

La cabalgata llegó entonces a un barrio donde había muchos edificios más antiguos que los del Nevskiy Prospekt. Estaban construidos con madera, pero habían sido meticulosamente pintados para simular ladrillo. Sin embargo, Willi dijo a Florian que condujese el desfile hacia la derecha y de nuevo se encontraron entre arquitectura elegante. Llegaron a una vasta plaza con un pequeño parque en el centro y en medio de este parque, una estatua ecuestre del zar Nicolás I sobre un gran pedestal. Al fondo se levantaba la iglesia más grande y magnífica de todo San Petersburgo, la catedral de San Isaac, coronada por una enorme y alta cúpula recubierta de oro que brillaba con reflejos casi cegadores contra el cielo azul celeste.

Al parecer acababa de concluir una ceremonia porque salía del interior una multitud de personas bien vestidas, todas las cuales se detuvieron en la escalinata para contemplar el desfile y saludarlo con la mano. Varios sacerdotes se asomaron a la galería superior, ataviados con vestiduras negras y sombreros negros, altos y cilíndricos. Miraron, pero sin saludar, y uno de ellos se apoyó en la balaustrada y, cerrándose con un dedo una ventana de la nariz tras otra, se sonó copiosamente sobre la cabalgata, haciendo caso omiso de los feligreses que tenía debajo.

Una veintena de andrajosos vendedores callejeros había esperado la salida de los fieles. Algunos llevaban cubos o jarras de cristal sobre la cabeza o, suspendidos de yugos de madera puestos sobre sus hombros, parrillas de metal y cubos de carbones que podían colocar en cualquier sitio donde desearan cocinar. Todos anunciaban a gritos sus mercancías: «Kvas!», «Pirogui!», «Chai!», «Bliní!». Pero también ellos enmudecieron y se pararon a mirar el paso del Florilegio.

—Supongo que esta gente ya ha visto circos antes —dijo Edge—, pero quizá no han visto nunca un elefante en estas latitudes.

Mais oui —contestó Rouleau—. Me han dicho que hace más de un siglo un potentado indio regaló toda una manada a la zarina Elisabeth. Fue necesario apuntalar muchos puentes del canal para hacerlos entrar en la ciudad y a partir de entonces se reservó esta ruta para sus paseos. Cuando murieron a su debido tiempo, habían apisonado tan bien el camino de tierra que la pavimentaron y ahora es el Grecheskiy Prospekt, aunque mucha gente lo llama todavía paseo de los Elefantes. Es probable que nuestros eslovacos lo estén recorriendo ahora porque es la ruta de la estación al parque donde levantaremos la carpa. Además, existe todavía la botica del Grecheskiy que tenía la autorización imperial para vender los medicamentos para esos antiguos elefantes.

Ahora la cabalgata pasaba por delante del Jinete de Bronce, el monumento más famoso y querido de la ciudad —una roca maciza e inclinada sobre la que Pedro el Grande, de tamaño tres veces mayor que el natural, montaba un caballo de aspecto aún más noble que él—, y enfrente había la ancha avenida que discurría a lo largo del Gran Nevá. El río estaba helado y negro y era azotado por un viento tan fuerte que los miembros de la cabalgata se envolvieron más en sus pieles y otras prendas de abrigo. Sin embargo, había centenares de peterburgueses, jóvenes y viejos, patinando y deslizándose en trineo por el río y todos vestían ropas relativamente ligeras. Un poco más abajo cruzaba el río un elegante puente de hierro forjado, y la otra orilla del Nevá estaba tan llena como ésta de magníficos edificios y estatuas. Bajo el puente estaban amarrados a los muelles diversos vapores de ruedas laterales y de popa; de hecho, estaban aprisionados por el hielo. Mientras la cabalgata avanzaba río arriba por la avenida, la compañía circense pudo ver en la distancia un tranvía de vapor que despedía humo negro al cruzar el hielo en dirección a la margen opuesta.

—Santo cielo —dijo Florian—, ¿han llegado a poner traviesas y raíles allí? Y el tranvía va atestado de pasajeros. ¿Qué grosor debe tener el hielo?

—Bueno, mire hacia allí, Herr gouverneur —respondió Willi—. Ese artefacto continúa en su lugar desde que los sacerdotes celebraron la bendición de las aguas una semana después de la Epifanía.

Era un altar elaboradamente tallado y coronado por una cruz, erigido a la orilla del río. Estaba construido y esculpido enteramente con bloques de hielo cortado del Nevá, y los bloques de la base eran cubos que medían un metro y medio en cada dimensión.

—Eso fue sólo hace una semana —prosiguió Willi—, así que Jules y yo presenciamos la ceremonia. Después de bendecir el río, uno de los sacerdotes bautizó niños en el agua helada, sumergiéndolos por un agujero cortado en el hielo. Tuvo la desgracia de que un niño se le escurriera de las manos y, como es natural, desapareció inmediatamente.

—Santo cielo —repitió Florian—, supongo que esto detuvo la ceremonia.

Ach, no, en absoluto. Era sólo el hijo de unos campesinos y el sacerdote se limitó a gritar: «Drugói! ¡El siguiente!» Y los padres del niño desaparecido no se afligieron, sino que permanecieron extasiados, seguros de que el niño, al morir en circunstancias tan propicias, iría derecho a los brazos de los ángeles. Luego, después de la ceremonia, todos los presentes se apiñaron en torno al agujero con el fin de llenar jarras del agua ahora sagrada para beberla o bañarse en ella.

La cabalgata continuó hacia el nordeste junto al Gran Nevá y más bien al trote, propulsada por el gélido viento y huyendo al mismo tiempo de él. Exceptuando a los patinadores y ocupantes de trineos, no había aquí mucha gente a la intemperie para detenerse a mirar y escuchar la música de la banda y del órgano. Pero pronto la cabalgata pasó por delante de las dos alas que daban al río del enorme edificio del Almirantazgo y atravesó su enorme patio, y allí todas las ventanas del edificio estaban llenas de figuras uniformadas. A continuación el desfile pasó por el desembarcadero del tranvía de vapor y se encontró directamente bajo el inmenso palacio de Invierno del zar. Sus tres plantas y fachada al parecer interminable eran de un rojo amarronado con cornisas recubiertas de oro, sostenidas por hilera tras hilera de columnas blancas con capiteles dorados. En realidad, su altura era mucho mayor que la de tres pisos porque en el tejado había numerosas cúpulas muy ornamentadas y en sus bordes se levantaban innumerables estatuas gigantescas. Sus ventanas también estaban abarrotadas de espectadores (supuestamente) reales y nobles, con sus cortesanos y sirvientes, de modo que los miembros de la compañía agitaron las manos y les sonrieron con especial calor y vivacidad.

Entonces la cabalgata cruzó un canal que desembocaba en el Nevá y allí todo el resto de la avenida estaba bordeado de palacios en el lado más alejado del río. El siguiente era uno llamado Hermitage, construido por Catalina la Grande para albergar su famosa colección de pinturas, esculturas y antigüedades extranjeras y al que podía retirarse —cruzando el puente elevado sobre el canal desde sus apartamentos del palacio de Invierno— para gozar en privado de esos tesoros. A pesar del nombre, el Hermitage no era un refugio modesto, sino que tenía dos plantas, la mitad de la fachada del palacio de Invierno, y su exterior estaba igualmente embellecido. Seguía una serie de palacios casi tan suntuosos de los grandes duques y grandes duquesas, separados por patios que seguramente serían jardines en verano.

Desde el punto de la avenida en que se hallaban ahora los miembros del circo pudieron ver que el Nevá se bifurcaba en la margen opuesta. La cabalgata avanzó río arriba por la ininterrumpida orilla sur del Gran Nevá, pero en la otra orilla un brazo —el Pequeño Nevá— fluía hacia el noroeste y, un poco más lejos, otro brazo se dirigía hacia el norte. Así, la tierra que veían al otro lado del río era de hecho una serie de islas, grandes en su mayoría, situadas entre los numerosos brazos del delta del Nevá que se extendía hacia el oeste hasta el golfo de Finlandia.

La estructura más prominente que vieron en dicha dirección los miembros del circo, entre los dos brazos visibles del río, fue la fortaleza de San Pedro y San Pablo, rodeada de una alta muralla de granito, con los pesados cañones dispuestos en sus aspilleras para bombardear a cualquier enemigo que viniera por agua (o hielo) desde cualquier parte del Nevá. Dentro de la muralla sólo podían verse algunas cúpulas doradas y una aguja de oro muy alta y delgada, como la del Almirantazgo. Esta aguja, según informó después a los otros Willi Lothar, pertenecía a la catedral de Pedro y Pablo, que era lo único vagamente «santo» del interior de la fortaleza, ya que se trataba del panteón de todos los zares, desde Pedro el Grande hasta Nicolás I, padre del actual zar Alejandro II. Todos los demás edificios contenidos dentro de aquella formidable muralla eran, según dijo Willi, «seglares, por decirlo así», pues se trataba del Arsenal Municipal, la Casa Imperial de la Moneda y la Prisión Estatal.

La cabalgata pasó después por delante del gran parque llamado Jardines de Verano, ahora sólo bancos de nieve y árboles desnudos y una multitud de casitas de madera, construidas cada una en torno a las numerosas estatuas del parque para protegerlas durante el invierno. Luego el desfile dejó la orilla del río para tomar una calle que conducía directamente al palacio Potemkin, deshabitado desde la muerte del príncipe unos ochenta años atrás y usado ahora como cuadra de un reducido número de caballos —unos cien— de la familia imperial. Al lado estaba el Jardín de Táuride, llamado así, según contó Rouleau a Edge, en recuerdo de una batalla ganada por el príncipe Potemkin en un lugar de Crimea llamado Tauris. Este parque también estaba cubierto de nieve, de modo que todos los peones, que ya habían descargado los carromatos en los que habían venido, se dedicaban a limpiar de nieve todo lo que sería el recinto del circo y la avenida de entrada desde la calle. Estaban a punto de terminar este trabajo cuando la cabalgata llegó con el resto de los carromatos, y antes de que Florian se hubiera apeado de su carruaje, Goesle se acercó para preguntar:

—¿Montamos en seguida la carpa, antes de que oscurezca?

—No, Dai, habría oscurecido mucho antes de concluir la tarea. Aquí los días son muy cortos en invierno. Además, todos tienen frío y están cansados. Mientras tus muchachos descargan los carromatos restantes, iré a reservar habitaciones para todos nosotros en un hotel. Deja sólo a un guardián, como de costumbre. —Se dirigió a Willi—: ¿Tienes alguna recomendación que hacerme con respecto a los hoteles?

—Bueno, no estaba seguro de la clase de hotel que desea ocupar aquí, así que, por razones de economía, Jules y yo nos hemos registrado en el hotel de France, en la Mórskaya. Hemos pasado por delante hace poco rato.

—¿Era aquel del horrible letrero solicitando clientela? —preguntó Florian, incrédulo—. Vamos inmediatamente a sacaros de allí a ambos.

(El letrero decía, en ruso y francés: «¡BAÑO DISPONIBLE EN CUALQUIER MOMENTO! ¡PRECIOS MUY RAZONABLES! ¡CARRUAJES ACCESIBLES!»)

—Me sorprendes, barón. —Florian no usaba casi nunca el título de Willi—. El Chefpublizist del Floreciente Florilegio de Florian ahorrando peniques y alojándose en un hotel de sexta categoría. Espero que no hayas mencionado esas señas a ninguno de los funcionarios con quienes has gestionado la cuestión del recinto y otros permisos necesarios.

Nein, nein, Herr gouverneur —aseguró Willi, compungido—. Y créame, el hotel de France está lejos de ser el peor de Piter. Pero Jules y yo hemos pensado que… como ha gastado tanto dinero en fletar trenes y cosas así…

—Agradezco la intención. Y después de nuestra decepcionante estancia en Moscú, lo cierto es que no podré pagar una desmesurada cuenta de hotel a menos que llenemos el circo a partir del primer día. No obstante, considero una buena inversión el dinero gastado tan pródigamente en llegar hasta aquí. Después de París, San Petersburgo ha sido mi meta desde que desembarcamos en Europa. Y aún me queda el dinero suficiente para dar propinas generosas al personal de cualquier hotel, y esto siempre impresiona a los directores. Recuerda, Willi, que los hombres son casi siempre juzgados por los demás de acuerdo con su propia estimación de sí mismos y de su valor. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Y recuerda otra cosa. Venimos a este lugar armados con una presentación personal a la zarina. No podemos alojarnos en un hotel que no sea el mejor.

Willi se encogió de hombros.

—Debe de ser el más antiguo y venerable, el Evropéiskaya (hotel Europa), en la esquina de Mijailóvskaya y el Nevskiy Prospekt.

—Unas señas excelentes. Será el Europa, entonces.

—Es muy caro. La habitación más barata con baño cuesta siete rublos y medio por día. La cena, tres rublos por persona, table d’hôtel.

—¡Tonterías! Cenaremos à la carte. Y ocuparemos las habitaciones más caras. Exceptuando a los eslovacos, claro. Ahora di a Monsieur Roulette que venga con nosotros para recuperar su equipaje.

Una vez hecho esto, los tres continuaron hasta el hotel Evropéiskaya, y Florian detuvo a Bola de Nieve y su carruaje justo en medio de la calle Mijailóvskaya, frente a la marquesina de vidrios de colores del hotel, cerrando el paso y haciendo caso omiso de los numerosos vehículos que tuvieron que pararse detrás de él. Tiró las riendas y una extravagante moneda de cinco rublos al dvornik del hotel, que estaba junto al bordillo —quizá esperando cinco copecs— y le dijo en ruso:

—Mantén mi carruaje dispuesto para una partida inminente, buen hombre.

El privátnik del hotel, regiamente uniformado, cruzó el umbral, sin duda para protestar contra el bloqueo del tráfico, pero Florian le alargó una moneda de diez rublos. El hombre puso los ojos en blanco y corrió a abrir de par en par las puertas de doble batiente, inclinarse ante Florian y sus acompañantes y guiarlos personalmente hasta el mostrador de recepción.

Su gran entrada no pasó inadvertida al primer conserje, que asintió obsequioso cuando Florian especificó —no pidió— un número determinado de suites y habitaciones con baño y casi otras tantas sin baño. Cuando Florian habló en ruso, el primer conserje le contestó en ruso. Cuando Rouleau preguntó algo en francés o Lothar en alemán o cualquiera de ellos habló en inglés, el primer conserje cambió a dichas lenguas y las habló con fluidez. Sin embargo, su obsequiosidad disminuyó un poco y sus cejas se enarcaron cuando Florian le hubo dado el montón de pasaportes y leyó algunos datos de su contenido.

Cuando Florian se marchó, fue al jardín de Táuride, recogió a su compañía y volvió con ellos —un gentío que casi llenó el amplio vestíbulo—, el primer conserje pareció reacio a seguir mostrándose obsequioso. Aunque la mayor parte de la compañía llevaba elegantes abrigos de piel, no dejaba de ser un conjunto abigarrado, y los clientes sentados en el vestíbulo miraron con fijeza e incluso se levantaron para ver mejor a la enana Grillo, a los tres coreanos descalzos, a los hermanos Jászi, con aspecto de bandidos, y al hombre inexplicablemente encorvado que llevaba el sombrero sobre la cara.

Pero Florian había vuelto preparado —y había preparado a Edge— para una recepción fría. Pidió al primer conserje, cuyo rostro era ahora impenetrable, las llaves de las habitaciones, añadiendo en seguida:

—El director de mi compañía tiene aquí una carta escrita en una lengua que no sabe leer y se niega a confiar su traducción a alguno de nosotros. ¿Quizá usted, gospodín commissionnaire, le haría el favor de escribir su contenido en inglés?

Edge ya había puesto sobre el mostrador el sobre con las dos coronas grabadas y el primer conserje abrió mucho los ojos como había hecho antes el portero. Leyó el mensaje y luego —con mano trémula— escribió en un papel del Evropéiskaya la traducción inglesa. Edge dijo: «Spasíbo, gospodín» y se la guardó. A partir de entonces el primer conserje no sólo fue obsequioso, sino servil y se encargó de que también lo fuera el resto del personal.

Cuando toda la compañía se hubo refrescado y cambiado de ropa, fue a reunirse en el comedor del hotel, una vasta sala de columnas, espejos, murales y tiestos de palmas bajo un techo abovedado hecho enteramente de vidrios polícromos, con una especie de iluminación que le prestaba un magnífico resplandor. Florian deslizó en la mano del maître d’hôtel una gran moneda y pidió los mejores asientos para todos, sin ninguna necesidad, ya que entre todos ocuparían prácticamente todas las mesas del espacioso comedor. El maître d’hôtel se inclinó y se fue con el jefe de camareros a trasladar a otros comensales —que protestaron, aunque en vano— y sus mesas con la cena a medio comer a otra sala menos suntuosa contigua al vestíbulo. Cuando Florian y su compañía se hubieron sentado, pidieron à la carte y sin tacañería y Florian llamó al sommelier, que acudió con la cadena y la llave colgada del cuello y presentó su lista. Florian encargó el vino más caro sin tener la menor idea de cómo era ni de si resultaría apropiado para acompañar los diferentes platos.

Durante los zakuskis —aquí, como en otras partes, una comida por sí mismos— Florian dijo a Edge, que estaba sentado a su lado:

—Willi me ha informado de que hay otro circo en la ciudad, estable, en un local cerrado, como los de Moscú. Creo que antes que nada tú y yo tendríamos que visitar este Tsirk Cinizelli, como se llama, aunque ahora es propiedad de un ruso apellidado Marchan. Supongo que no será un competidor temible; Willi dice que Marchan es sólo un advenedizo que antes poseía un café. Sin embargo, el primer Orfei era un clérigo y Barnum fracasó en numerosos negocios prosaicos antes de hacer fortuna con el gran Museo Americano. De todos modos, tendríamos que ver cómo es el Cinizelli. Y será un acto de cortesía profesional presentarnos a Gospodín Marchan.

Al día siguiente, cuando la carpa ya estaba montada, los artistas volvían a desentumecer sus miembros en sus aparatos o en la pista y los peones habían salido a fijar carteles por toda la ciudad, anunciando la inauguración del Florilegio para la mañana siguiente, Florian y Edge —y también Fitzfarris— fueron a ver la función de tarde del Tsirk Cinizelli. Su grande y sólido edificio estaba situado junto al canal Fontanka, a sólo cuatro manzanas del Jardín de Táuride. Las entradas eran bastante caras, pero Willi ya había advertido de ello a Florian, quien fijó un precio similar para las suyas. En la taquilla del Cinizelli compró un palco de cuatro asientos por diez rublos y cuarenta copecs. Cuando alargó las entradas a la vieja y desaliñada portera que las recogía, le dio también una nota y solicitó ver al Gospodín Marchan antes de que terminara el espectáculo.

Dentro, como Florian pudo calcular profesionalmente con sólo una ojeada, el circo tenía quinientas cómodas sillas en los palcos y platea y podía acomodar a mil doscientas personas más en las gradas y galerías. Al ser una instalación permanente, el circo tenía varios refinamientos que ningún establecimiento ambulante podía imitar: un excelente sistema de iluminación, verdaderas candilejas de gas oxhídrico y focos superiores así como a nivel de pista. Las acomodadoras que conducían a los espectadores a sus asientos y les daban los programas muy bien impresos del circo eran todas rubias, muy bonitas y vestían provocativas faldas cortas de tul sobre leotardos de lentejuelas. Una vez iniciada la función, resultó que también bailaban —como las muchachas del Schuhplattler de Fitz— el prólogo del espectáculo. Florian observó que sir John podía reclutar otro grupo de muchachas, quizá incluso formado por rubias iguales como aquéllas.

—Encontrar a las chicas no sería ningún problema, y tampoco sería difícil asegurarse de que fueran todas rubias —dijo Fitzfarris. Indicó a la que les había acompañado al palco—. Creo que cuando se ve a una mujer rubia con vello negro e hirsuto en las piernas, tiene uno razón al sospechar que no siempre ha sido rubia.

—Siempre había creído que todos los rusos eran altos, rubios y de ojos azules, pero ya he visto todas las clases de tez y color, especialmente aquí en San Petersburgo —dijo Edge.

—De hecho —explicó Florian—, Rusia es un cúmulo de muchas nacionalidades, incluso de muchas razas. Y como es natural, al ser la capital y la mayor ciudad del país, Piter tiende a atraerlas a todas: tártaros, mongoles, bashkires, etcétera. Entre los propios rusos hay tres variedades bien definidas: los de la Gran Rusia tienen el cabello rubio, la tez clara y los ojos azules y son los de naturaleza más expansiva. Los de la llamada Pequeña Rusia son esbeltos y morenos. Y los de la Rusia Blanca son los mississippianos de este país: pobres, ignorantes, indolentes, desaseados, probablemente víctimas de lombrices intestinales, como en la mayor parte del Mississippi. En cualquier caso, son despreciados por todos los demás rusos. Es fácil identificarlos porque también padecen una enfermedad endémica del cuero cabelludo que aquí se llama plika polonika.

—Ah, entonces he visto a muchos de ellos —dijo Fitz—. Cabellos ralos, de aspecto escrofuloso y sucio incluso después de lavarse.

En aquel momento las luces de gas de su palco y todos los demás de la sala —controladas al parecer por una válvula central— se amortiguaron lentamente, mientras las luces de la pista se intensificaban y las acomodadoras saltaban a la pista para bailar al son de la música de una banda muy numerosa que tocaba en una plataforma sobre la puerta de entrada. Los tres miembros del Florilegio convinieron en que el Cinizelli era un circo bastante competente y entretenido, pero también convinieron en que el suyo era mejor.

En este circo predominaban los animales sobre los artistas humanos, siendo los más numerosos los osos y cerdos amaestrados, que ejecutaban números asombrosos. («Monsieur le Démon Débonnaire tiene que ver esto —observó Florian—; quizá le dará algunas ideas»). Los artistas humanos eran casi todos acróbatas o payasos. No había número de trapecio y, curiosamente para una ciudad tan llena de estatuas de caballos, ni siquiera un número de volteo, sino sólo algunas équestriennes mediocres que saltaban y hacían piruetas sobre la grupa del animal. Los payasos no hicieron nada que Edge o Fitzfarris encontrasen gracioso —desde luego nada tan estupendo como el espejo Lupino—, sólo hablaban y se pegaban como respuesta a las réplicas, y su diálogo era de carácter tan local que, cuando Florian lo tradujo a los otros, tuvo que admitir que él mismo no comprendía bien la gracia.

En el intermedio sólo una pequeña parte del público salió al exterior para respirar aire puro. (En el interior se había formado una espesa niebla de humo porque todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, fumaban cigarrillo tras cigarrillo durante la función). Los que se quedaron dentro fueron asediados por vendedores que grita ban desde la pista o pasaban por las filas vendiendo partituras de la música que había tocado la banda, cartes-de-visite de los diversos artistas, jarras de limonada fría y té caliente y bandejas de pirogui y blinís tibios. El trío del Florilegio permaneció en su palco y poco después se sumó a ellos un caballero encorvado, de barba hirsuta de aspecto algo grasiento —ruso blanco, pensaron al mismo tiempo Edge y Fitzfarris— que se presentó en ruso como Vassily Marchan y les dio la bienvenida a Rusia, a San Petersburgo y a su circo.

—Bueno, como intrusos en su propio territorio —dijo Florian—, hemos considerado una simple cortesía darnos a conocer.

—Oh, no me importa la intrusión —contestó Marchan—. Mi establecimiento ha llegado a ser una institución aquí, tak, como un retrete público, y la mayoría de mi clientela es habitual. Los amantes del circo (y, por suerte, en Piter son la mayoría) van a ver todos los circos y con la mayor frecuencia posible. Tak, ni ustedes ni yo nos quejaremos de que repartan su lealtad entre nosotros. Después de todo, este edificio sólo tiene un aforo de mil setecientos asientos, y la población de la ciudad es de unos ochocientos mil.

—¿Tantos? No lo sabía —dijo Florian—. Entonces Piter tiene casi la mitad de habitantes que Moscú o Kíev.

—Excepto tal vez desde la primavera al otoño —contestó Marchan—. Una décima parte de la población de Piter, y de los clientes de mi circo, son campesinos que abandonan la ciudad para plantar en primavera, cultivar en verano y cosechar en otoño. En parte por esta razón, tak, sólo trabajo aquí durante el invierno. En cuanto empieza a hacer calor, llevo a mi circo de viaje. A los lugares turísticos de Crimea, a Ucrania…

Como Marchan sólo hablaba ruso, Florian se disculpaba de vez en cuando para volverse a traducir las partes de la conversación que creía podían interesar a Edge y Fitzfarris, que se mostraron en efecto muy interesados por un largo diálogo entre los dos propietarios de circo.

—¿Han visto la fortaleza de Pedro y Pablo? —preguntó Marchan.

—Sólo desde lejos —respondió Florian.

—Vayan a verla. Se permite la entrada a los visitantes porque gran parte de ella es un museo del pasado de Piter. Pero también alberga a la Prisión Estatal, y la mayoría de los prisioneros no son delincuentes, asesinos o ladrones, sino simplemente infortunados miembros de los grupos de Tierra y Libertad y Libertad del Pueblo, o sea agitadores y partidarios de la revolución.

Florian, extrañado de que el hombre hubiese introducido este tema, preguntó:

—¿Existe, pues, mucha insatisfacción con el gobierno del zar Alejandro?

—Con el gobierno imperial en general —contestó Marchan—. Alejandro no es mejor ni peor, tak, que cualquier otro zar anterior a él. Pero sí, hay mucha agitación entre las masas y de vez en cuando uno de ellos es lo bastante valiente para levantarse y gritar e incluso descargar un golpe. Las clases altas llaman despectivamente a estos revolucionarios nihilistas (que no creen en nada), lo que supongo equivale a los anarquistas de Occidente. Hace poco vi a uno de ellos, una mujer que repartía folletos supuestamente sediciosos en una esquina y que fue sorprendida por la gorodovói, la policía uniformada. Le ataron las manos a la espalda, untaron de alquitrán sus largos cabellos, les prendieron fuego y la dejaron correr, y corrió, tak, esperando que el viento extinguiese el fuego, pero como es natural, no fue así.

—Dios mío —murmuró Florian—. Un acto bárbaro.

Nyet. Tuvo suerte. Lo habría pasado mucho peor de haber caído en manos de la Tercera Sección.

—Sin duda. Pero ¿por qué me cuenta estas cosas, Gospodín Marchan?

—Para explicarle por qué soy propietario de circo. Yo también pertenezco a lo que los parásitos y aduladores del zar llaman nihilista, y sólo en el circo puede uno expresar tales sentimientos sin ser arrestado y encerrado por ello. Verá. Justo al otro lado de la plaza, frente a este edificio, está el teatro de ballet Maryinskiy. Con mucha prudencia, siempre inaugura la temporada con la servil ópera de Glinka Una vida por el zar. Tak, el Maryinskiy y todos los demás teatros, incluso los cabarets baratos, deben someter sus programas a la aprobación de los censores del zar. Sólo el circo está exento. Se nos considera simples payasos, insignificantes, inconsecuentes. Podemos decir lo que queremos y el público puede reír… sin preocupar a los censores. Pero quizá los espectadores se marchan recordando lo que decimos. Escuche… —Indicó la pista—. Esos dos payasos declaman algo que he escrito yo mismo.

Durante la conversación se habían amortiguado las luces e intensificado las de la pista; mediaba ya la segunda parte del programa. Dos payasos, un cariblanco y el tonto, que era muy feo e iba maquillado para aumentar su fealdad, intercambiaban agudezas.

Cariblanco: «Qué extraño. Te pareces extraordinariamente a su majestad imperial el zar Alejandro. ¡Ajá! ¿Estuvo tu madre alguna vez en San Petersburgo?»

Tonto: «No, gospodín. ¡Pero mi padre si

(Explosión de risas desde los asientos).

Tak, esto son sólo bromas acerca del zar —confesó Marchan—, pero también intento introducir en la charla de los payasos algunos comentarios más mordaces. Escuche.

Tonto: «Gospodín Cariblanco, ¿querría interceder por mí en la corte del zar? De lo contrario sólo podré depender de Dios Nuestro Señor».

Cariblanco: «Oj, estás apañado. No conozco a otro personaje con menos influencia en la corte del zar Alejandro».

(Más risas entre el público, aunque algunas sonaban un poco nerviosas).

—Puede parecerle una tontería, Gospodín Florian —prosiguió Marchan—, pero si estas palabras fueran pronunciadas en un lugar público que no fuese un circo, las personas responsables de ellas y todos sus colegas, tak, serían interrogados por la Tercera Sección. Y un interrogatorio significa tortura para la Tercera Sección. Usted se preguntará por qué me arriesgo a semejante locura. Se lo diré. Mi padre era un mujik (un mujik ruso blanco, lo más bajo de todo) y un krepostnoy, lo que ustedes llaman un siervo, un esclavo. Recuerdo haberle oído repetir, y también a todos los otros krepostnoys, cuando yo era sólo un niño, el lamento habitual de todos los siervos de este país: «¡Oj, qué tristes estamos! ¡Oj, cuánto mejor sería no haber nacido!» Lamentarse era lo único que se atrevían a hacer. Yo por lo menos he alcanzado una posición desde la cual puedo hablar un poco más alto, y en público, y en protesta. Tak, sólo un poco, pero algo es algo.

Se levantó para irse. Florian le imitó, le estrechó la mano y la apretó con calor, diciendo:

—Soy un extranjero, Gospodín Marchan, y no estoy calificado ni tengo derecho a juzgar la política de su país, pero sé reconocer a un hombre valiente y me descubro ante usted. Venga a nuestro espectáculo y permita que le distraigamos. Bajo nuestra carpa no hay clases altas ni bajas, opresores ni oprimidos. Sólo alegría y excitación, compartida por todos. Venga a vernos.

Marchan contestó que iría sin falta, estrechó las manos de Edge y Fitzfarris y se marchó. Cuando Florian hubo traducido todas sus palabras, Edge comentó con seriedad:

—Entonces, si presento esta carta a la zarina, supongo que todos nos convertiremos en parásitos y aduladores del tiránico zar Alejandro.

—Podemos ser juzgados con dureza o bondad —dijo Florian—, pero a nosotros no nos incumbe juzgar a nadie. No tenemos la obligación ni el derecho de tomar partido por alguien aquí. Somos un circo y nuestra única misión es entretener, tanto a los afortunados como a los malditos.

Fitzfarris sonrió y dijo:

Tak.