3

El sonido de un disparo muy cercano despertó instantáneamente Edge, que apartó la manta que le cubría. Aún no estaba lo bastante despierto para saber dónde se encontraba, pero había reconocido en el disparo al fuego enemigo. Había sido un disparo de rifle, pero de una arma de calibre más pequeño que el de su propia carabina. En la oscuridad, cogió su revólver, que siempre dejaba al alcance de su mano antes de dormirse. Por instinto, fue hacia la luz más próxima en la penumbra,

un rectángulo plateado que indicaba una puerta cerrada. Se precipitó al exterior, con la pistola por delante, y se encontró a pleno sol de una tibia mañana de abril, donde fue saludado por un tumulto de gritos, risas y por lo menos un escandalizado chillido femenino. Edge se dio cuenta de que estaba en el pequeño escalón del furgón circense donde había dormido y de que iba totalmente desnudo, sin más protección que el revólver que sostenía en la mano.

—¡Coronel Zack! —gritó Obie Yount, atónito—. ¡No lleva uniforme!

—¡Soberbia entrada, Zachary! —aprobó Sarah Coverley, ya vestida y al aire libre.

Jules Rouleau empezó a cantar con voz melosa el estribillo de «¡Oh, despiértame y llámame temprano, llámame temprano, madre querida!».

—¡Eh, coronel! —chilló Tim Trimm—. ¡Péguese por lo menos las estrellas y los galones!

Incluso el elefante lanzó un resoplido burlón con la trompa. Y el chillido escandalizado volvió a sonar, exhalado por una mujer de mediana edad desde un furgón de tabaco con costados de celosía que no había estado allí la noche anterior. Sólo tendría que haber vuelto la cabeza para que su enorme cofia en forma de cubo le tapase cualquier vista inconveniente. En vez de esto, se tapó la cabeza con el delantal en un gesto dramático.

Seguro por lo menos de que nadie era atacado a tiros —aunque esto no aliviaba mucho su tremenda confusión—, Edge, muy sonrojado, retrocedió y cerró la puerta de golpe.

—¡Habráse visto! —gimió la mujer desde debajo del delantal—. ¡Y delante de una buena mujer cristiana y sus inocentes hijos! Oh, ya había oído hablar de semejantes escenas entre las gentes vagabundas, pero nunca pensé ver el día…

—No haga caso, señora Grover —dijo Florian.

—Ya se ha ido, Maud —anunció el hombre de mediana edad que estaba sentado junto a ella en el pescante del furgón, y escupió jugo de tabaco por encima de la rueda—. Puedes destaparte la cabeza.

Florian explicó en tono solemne:

—Un caso que los médicos castrenses llaman corazón de soldado… un trastorno nervioso que se presenta cuando un hombre ha servido mucho tiempo en el frente.

—He oído decir que muchos de nuestros soldados lo padecen —dijo el señor Grover, comprensivo. No debería usted haber autorizado ese disparo sin avisar a este pobre hombre.

—Muy cierto, señor. Ahora, como iba diciendo, ustedes llegarán a Lynchburg esta tarde, antes que nosotros, así que estaremos encantados de recompensarlos a cambio de un favor.

El furgón de tabaco había llegado por el camino desde el este y esperaba que el circo se apartara para dejarlo pasar. Florian ya se había enterado de que los señores Grover y familia eran refugiados que habían huido de Lynchburg por temor a que pronto fuera sitiado. Ahora que la guerra había tocado a su fin, volvían a su casa. Su furgón no llevaba tabaco, sino todos sus enseres domésticos, incluyendo a numerosos niños. Mientras la atención general de los Grover se centraba en el elefante y otros exotismos —y, por un momento, en la contribución de Zachary Edge al espectáculo—, Tiny Tim Trimm y Magpie Maggie Hag se dedicaban a escamotear con rapidez y discreción todos los pequeños objetos que estaban a su alcance en el carromato y que pudieran ocultarse bajo las múltiples y voluminosas enaguas de la gitana.

—Sólo llévense estos carteles y esta pasta —dijo Florian, dándoselos a la mujer—. Péguenlos donde puedan, paredes, árboles, escaparates…

—No será nada indecente, ¿verdad? —preguntó la señora Grover, mirando con desaprobación los rollos de papel que tenía en la falda—. Por el estilo de ese soldado que acabamos de ver… Florian se volvió para toser un momento y luego dijo: —Señora, lea usted misma el cartel.

Ella replicó, mojigata:

—Jamás leo nada que no sea el Libro Sagrado. El reverendo Jonas nos ordena que evitemos todo lo innecesario o malsano.

—¿Evitaría usted la risa, señora? ¿La diversión?

—El reverendo Jonas dice que la risa suele ser innecesaria y que la diversión es sana muy pocas veces, así que nunca leo nada excepto…

—Esto es un anuncio muy respetable de nuestro espectáculo. Quizá me permita usted leérselo.

Florian desenrolló una de las hojas que le quedaban y empezó a leer, con gestos apropiados, modulaciones vocales desde piano a forte, pausas efectistas y énfasis en las mayúsculas y los subrayados.

—«¡EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN! ¡Circo, zoológico, exposición educativa y congreso de animales amaestrados!… ¡Aclamado recientemente en el Niblo’s Garden de la ciudad de Nueva York!… ¡Galardonado con Nuevos Laureles de Éxito en las capitales de Europa y Sudamérica!… ¡Se presentará aquí en el Pabellón!… ¡MAÑANA

—¡Hurra! —gritaron todos los niños Grover.

—«… Bajo los auspicios de una dirección experta cuyo único objetivo ha sido formar una COMPAÑÍA COMPLETA Y MODERNA que comprende a la élite masculina y femenina de la equitación… y la crème de la crème de artistas acróbatas y gimnastas, corifeos y volatineros que desafían la gravedad de la Tierra con sus asombrosas proezas de agilidad…»

—¡Dios mío! —suspiró la señora Grover.

—«… ¡Y también, el ZOOLÓGICO MÁS GIGANTESCO de los tesoros de la zoología jamás presentado ante un público entendido, que incluye al león africano devorador de hombres, “MAXIMUS”, rey de las fieras, amaestrado y dirigido por el temerario capitán Hotspur… y “BRUTUSEL ELEFANTE, el auténtico Behemot de las Sagradas Escrituras, capturado por su actual cuidador, Abdullah el cazador hindú, en las junglas de la remota Asia!…»

—¿Es esto cierto? —preguntó el señor Grover, mirando el elefante con más admiración que hasta ahora.

—«… ¡¡¡Y todas las otras atracciones únicas que componen este CONJUNTO DE MARAVILLAS MUNDIALMENTE FAMOSAS!!!»

Florian levantó la mirada y vio a Edge a su lado, ya vestido y contemplando la escena bajo unas cejas arqueadas por el escepticismo.

—Bueno, ejem, sigue una larga descripción de muchas más cosas, así que no lo leeré todo. Escuchen, sin embargo, esta parte: «Es muy cierto que pocos de los establecimientos de viaje son actualmente apropiados para la visita de señoras y familias. Una excepción laudable la constituye la GRAN EXPOSICIÓN MORAL de Florian, totalmente exenta de vistas, alusiones o sonidos poco delicados y dedicada al mantenimiento de la virtud y la piedad».

—Todo parece muy respetable dijo la señora Grover. No entiendo por qué gentes mundialmente famosas como ustedes quieren actuar en el viejo y mísero Lynchburg —observó el señor Grover, escupiendo otra vez—. ¿Cuánto cuesta?

Florian volvió a leer el cartel:

—«Pese al enorme gasto que supone semejante ESPECTÁCULO DE ESPLENDORES, el precio de la entrada se ha fijado en la módica cifra de veinticinco centavos; niños de menos de doce años y sirvientes, sólo diez centavos…»

—Olvídelo, mister —dijo el señor Grover.

Florian se apresuró a sacar un grueso lápiz de albañil, hizo unos garabatos en un cartel y leyó la enmienda:

—«O veinticinco dólares y diez dólares en papel confederado. También se acepta el pago en especie».

—¿Significa esto hortalizas?

—Cualquier producto o artículo local.

—No hay gran cosa en Lynchburg, excepto un poco de tabaco.

—Bueno, je, je, se lo crea o no, ese Behemot disfruta masticándolo cuando se le ofrece.

—¡Cómo! ¿El animal de las Sagradas Escrituras mastica tabaco?

—Sí, lo aprendió de un profeta del Antiguo Testamento. Pero a ustedes, los Grover, no les costará absolutamente nada ver nuestro espectáculo. Limítense a pegar estos carteles hoy, y cuando se presenten mañana en la gran carpa, les entregaré personalmente, a ustedes y cada uno de sus hermosos hijos, una entrada gratis. Para las mejores localidades.

—¡Hurra! —volvieron a gritar todos los niños Grover.

—No sé si el reverendo Jonas aprobaría que tuviéramos tratos con gente del espectáculo —murmuró la señora Grover—, pero supongo que no podemos defraudar a los niños. Lo haremos, mister.

Mientras tanto, Roozeboom y Yount habían apartado a un lado todos los vehículos del circo. El señor Grover cloqueó a su caballo y el furgón de tabaco cruzó con estruendo el puente sobre el río Beaver.

Edge dijo a Florian:

—Nunca había oído una sarta de mentiras como las que ha largado a esos pobres infelices.

—¿Mentiras? Nada de eso. Sólo algún que otro trivial adorno de la verdad.

—Usted y sus carteles hacen que este conjunto suene como algo soñado por los césares para embellecer Roma. —Edge se volvió a mirar con divertido desdén la caravana ruinosa y sus harapientos ocupantes—. ¿No estará despertando en ellos esperanzas exageradas? Cuando vean lo poco que en realidad tiene para ofrecer, pueden echarle de la ciudad a pedradas.

—No, muchacho —contestó Florian, afable—. Aprenderá que la mayoría de personas ven exactamente lo que esperan ver. Si esto supone un engaño, no es culpa mía. Acháquelo a las deficiencias de la mentalidad humana en general.

—¿Quieren desayunar, señor Florian, señor Zachary?

La rubia hija de Sarah Coverley se les acercó con dos platos de hojalata, cada uno con un estrecho gajo de una sustancia marrón.

—Vaya, gracias, Clover Lee —dijo Florian Esto es una novedad deliciosa… ¡un desayuno! A propósito, ¿qué es?

Ella soltó una risita nerviosa.

—Ya sé que parece una cagarruta de vaca, pero es pastel de boniato. Tiny Tim lo ha robado del furgón de esa gente. No es gran cosa, pero era lo único comestible que había a su alcance. En cualquier caso, Tim sólo lo quería por el molde. Para su número.

—Mi felicitación al jefe de los rateros. —Florian se volvió hacia Edge, que miraba con avidez el plato—. Dele las gracias, Zachary. Pero si le remuerde la conciencia por comer pastel ajeno, se lo puede comer otro.

—No, no —murmuró Edge—. Gracias, Clover Lee.

Con dos dedos, se metió en la boca el minúsculo y blando fragmento marrón.

—Que lo disfrute, señor Zachary —dijo con vivacidad la muchacha, y en seguida, con la misma vivacidad—: ¿Ha disfrutado de mi madre?

A Edge se le atragantó el pastel.

—Claro que sí, querida —respondió Florian—, cualquiera lo haría, no te preocupes. Pero ahora vete. No interrumpas nunca la conversación adulta de tus mayores con ocurrencias pueriles.

Ella se alejó y Edge dijo:

—Lamentaría oír a esa niña hacer comentarios más adultos.

—Sí, bueno, un niño educado en un circo tiene tendencia a la precocidad. Monsieur Roulette, que le imparte lecciones, intenta por todos los medios inculcarle también buenos modales, pero supongo que la mejor educación no desanima la curiosidad natural de una jovencita por cosas como el sexo y…

Con el fin de desviar la conversación de aquel preciso tema, Edge interrumpió:

—Veo que tampoco se desanima el ladrocinio. Ese pastel era probablemente el banquete de bienvenida al hogar para toda esa famiha de Lynchburg.

Florian hizo un gesto de menosprecio.

—Por favor, Zachary. A veces tenemos que saquear para vivir, igual que su caballería. ¿Pretende que sus hombres nunca escamotearon nada a los civiles?

—No recuerdo que robásemos nada a personas a quienes habíamos pedido un favor.

—Ya ha oído a Clover Lee. Tim no ha robado el pastel. Por casualidad iba junto con el molde que necesitaba para su número.

—¿Un molde de pastel para trabajar?

—Será un accesorio, un artilugio, una herramienta. Algo que empleará para realzar su número.

—¿Cómo diablos puede un molde de pastel…?

—No lo sé y no lo preguntaré. Ser demasiado inquisitivo en estos casos se considera una descortesía. Tendré que esperar y ver qué hace Tim con el molde en su espectáculo. Usted también podrá verlo, si quiere, ya que tanto usted como Obie siguen nuestro camino. De hecho, me ha ofrecido amablemente su percherón como caballo de tiro hasta Lynchburg. ¿Nos ofrecerá usted también el suyo, nos acompañará y verá nuestro espectáculo? Serán nuestros invitados, como es natural. ¿Trabajará su corcel con un arnés?

—De mala gana, pero lo hará. En otro tiempo Trueno arrastró cajones, ambulancias… incluso, en una ocasión, un carromato de cadáveres. Está bien, puede engancharlo. Supongo que se lo debo.

—¿A mí o a Madame Solitaire?

Edge le dirigió una mirada glacial y dijo:

—Le debo a usted bebida, comida y hospitalidad en general, señor Florian. Tendría que preguntar a Sarah si considera que le debo algo. O que se lo pregunte su hija, ya que usted y la chiquilla parecen compartir una natural curiosidad juvenil por cosas semejantes.

Florian dio un paso atrás y levantó las manos.

—Ya he sido merecidamente reprendido. Ahora venga, querrá supervisar el enjaezamiento de su caballo por el capitán Hotspur.

Sin embargo, Roozeboom estaba ocupado en otra cosa: despellejar y descuartizar a un animal muerto. Le ayudaba Magpie Maggie Hag, hasta el extremo de sostener una palangana para recoger la sangre.

Yount y Rouleau lo observaban. Yount sujetaba al Hombre Salvaje, que mugía, lloriqueaba y reía, al parecer ansioso por echar una mano.

Edge vio el viejo rifle a un lado y dijo:

—De modo que esto fue lo que me despertó. Han matado a uno de los asnos.

—No los necesitamos —respondió Florian— ahora que tenemos el caballo de Obie para arrastrar el carromato de la carpa. Nosotros conduciremos al otro asno. Y si su Trueno arrastra el furgón de las jaulas, eximiremos unas horas a Brutus de la tarea. El elefante habrá de trabajar cuando lleguemos al campamento. Intentamos no hacer trabajar al elefante durante el camino, a menos que sea absolutamente necesario. Es el animal más valioso de toda la caravana.

—Ese pequeño asno podía no ser valioso, pero aún estaba sano —dijo Edge—. Anoche, sin ir más lejos, nos habló usted de la lealtad de estos animales. Y esta mañana, cuando ya han realizado su trabajo, usted se lo agradece matando a uno de ellos.

Florian pareció contrito y, por una vez, dio la impresión de no estar actuando. De hecho, se encogió ante la airada expresión de Edge y contempló sus zapatos gastados sin decir nada. Fue Jules Rouleau quien habló:

—Zachary, ami, no lo diría usted nunca al verme ahora, pero yo también fui en un tiempo un adalid de la caballerosidad, de noblesse oblige, del beau geste y todo eso. He tenido que aprender la conveniencia y el compromiso desde que me incorporé al circo, especialmente en los últimos años. Venga por aquí y permítame enseñarle algo.

Condujo a Edge hasta el furgón de barrotes como los de una cárcel. Se trataba de una gran jaula sobre ruedas, de uno por tres metros, aproximadamente, compuesta de barrotes de hierro verticales en los costados y la parte trasera, que tenía una puerta de acceso. La parte delantera era un tabique de madera maciza entre el asiento del conductor y la jaula y todo el techo era de madera, con un pequeño alero como protección contra el tiempo. Edge miró hacia el interior y vio algo parecido a una alfombra de piel clara, arrugada y bastante roída por las polillas.

—Éste es Maximus —dijo Rouleau—, rey de los grandes gatos, su majestad Maximus.

—¿Está enfermo?

—Es viejo. Y tiene hambre. Dígame, Zachary. ¿Le ha llenado ese trozo de pastel? ¿O todavía está hambriento?

—Diablos, sí. Estoy hambriento. He tenido hambre durante la mayor parte de los últimos cuatro años.

Aussi moi-même. Sin embargo, usted y yo somos jóvenes, así que es un estado triste, pero no intolerable. Sabemos que no moriremos de inanición. En caso de apuro, pediremos o robaremos. Pero suponga que es muy viejo y débil, que está enjaulado y depende de otros para que le alimenten.

Edge no dijo nada.

Maximus depende de nosotros. Y nosotros dependemos de él, porque vale por tres o cuatro de nosotros como atracción para la canaille. Ningún Rubén que haya comprado una entrada apreciará jamás debidamente cualquier cosa que pueda hacer en la arena otro ser humano, por muy espectacular que sea, y en cambio mirará boquiabierto a este pobre, triste y viejo león africano. Así que dependemos de Maximus y todo lo que él pide a cambio es que le alimentemos cuando podamos.

—¿Qué le habrían dado de comer si el asno hubiera sido imprescindible?

Je ne sais quoi. Pero puedo asegurarle una cosa. Si todo el resto de nosotros hubiese estado sano y bien alimentado y sólo el pequeño asno hubiera tenido hambre, Florian se habría cortado los propios cabellos y barba para darle heno. Tal como están las cosas, los menores deben ser sacrificados por el bien general y Maximus necesita carne desesperadamente. Era innecesario reprender a Florian. Ya se siente bastante mal. Es un buen hombre de circo, y todo buen hombre de circo es sobre todo bondadoso con sus animales. Del mismo modo que un buen carpintero cuida bien sus herramientas. En este caso, Florian ha sido bondadoso de la única manera posible.

—No quería parecer una vieja entrometida —dijo Edge—. Dios sabe que el soldado de caballería no tiene ideas sensibleras sobre los animales, porque Dios sabe que el caballo es probablemente el animal más estúpido que existe. Pero el soldado de caballería aprende a respetar al animal sano y nunca lo maltrata. Esto no es sentimentalismo de vieja y no soy sentimental acerca de ninguna otra cosa en el mundo.

Rouleau le miró de soslayo.

—Oh, el soldado de caballería ha de parecer viril y rudo, naturalmente. Pero no hará creer a Jules Fontaine Rouleau que Zachary Edge no es sentimental acerca de algunas cosas.

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Esto, por lo menos. —Alargó la mano y tocó la manga de Edge—. El uniforme gris. La causa perdida.

—Oh, diablos —murmuró Edge—. Hubo un tiempo en que creía que a los bebés los traía la cigüeña. ¿Me va a recordar eso también?

—Florian dijo que había llevado uniforme durante casi veinte años. El gris existe desde hace sólo unos cuatro.

—Pero Virginia ya existía ciento cincuenta años antes de que existieran los Estados Unidos de América. Muy bien, soy virginiano y, sí, he cambiado de chaqueta.

—Y no lo llama sentimentalismo.

—Llámelo como quiera. Ya me ha pasado. La causa está perdida, tan muerta ahora como el banjo de Sam Sweeney. No pasaré el resto de mi vida llorando por esto.

—No esté tan a la defensiva. No le he acusado de ninguna debilidad poco varonil. Como he dicho, yo también fui una vez una persona sensible y sentimental. El circo no es un lugar cruel, pero sí exigente. Exige mucho de todos nosotros. Me gustaría pensar que todavía poseo sensibilidad. Sin embargo, por el bien de la troupe, he aprendido a dominar los sentimientos. De cualquier clase. —Desvió la mirada—. Ideas románticas, causas perdidas.

¡Maximuus! —vociferó Roozeboom, llegando con un pedazo de carne roja y apestosa, que goteaba sangre.

La alfombra de piel arrugada reaccionó al nombre, o al olor de la carne cruda, levantando un extremo que resultó ser una cabeza inmensa de melena húmeda y ojos lacrimosos. Roozeboom preguntó, tentador:

Was gibt es zum Festessen? ¡Ja, ja! Fest-Esel! —Y sostuvo el pedazo de carne entre dos barrotes de hierro.

—El capitán Hotspur ha hecho un juego de palabras —aclaró Florian, reuniéndose con ellos ante la jaula—. Festessen significa comida de fiesta y Esel significa asno. ¿Se ha fijado que ha hablado al gato en alemán y no en holandés?

—No sé distinguir la diferencia —contestó Edge.

—Es una vieja tradición circense de Europa. Sea cual sea la nacionalidad del domador de gatos, se dirige y da órdenes a sus animales en alemán. Supongo que sobre todo porque la lengua alemana parece estar hecha para dar órdenes. Un domador ruso me señaló una vez que necesitaría por lo menos dos palabras rusas para dar a sus tigres una orden que en alemán podía darse con una sola… y muy de prisa. La fracción de segundo de una sílaba puede significar la vida o la muerte cuando se trabaja con leones o tigres.

Maximus no saltó para atrapar la carne; ni siquiera se levantó. Como incapaz de creer a su domador o a su propio olfato, levantó con lentitud la punta de sus patas delanteras y se arrastró fatigosamente hasta donde podía lamer el bocado ofrecido con su vasta lengua y después tocarlo con sus anchos labios. Sin embargo, aquel primer paladeo pareció revivirlo y animarlo considerablemente. Frunció los labios, enseñando una dentadura amarillenta y roma, pero aún formidable en número, y con un gruñido apagado empezó a morder su comida con hambre y agradecimiento.

—¿Por qué la vieja gitana recogía la sangre? —preguntó Edge—. ¿Le sirve para alguna de sus brujerías?

—No —respondió Florian—. Lo hacía para el capitán Hotspur, que la usa en su número.

—Lo olvidaba… No debería ser un Rubén inquisitivo —dijo Edge—. Lo siento. Le reconvine ahí fuera, señor Florian. Un intruso no debe entrometerse en cosas que no puede conocer a fondo.

—Sólo me preocupaba que se retractara de la oferta de su caballo. Le prometo que no alimentaremos con él a los animales.

—Vamos a engancharlo, y también a los otros, y después partiremos hacia Lynchburg. Quiero ver su espectáculo.

El camino desde el río Beaver era agradable y, ahora, seco. La región era una de las pocas en Virginia donde no se había luchado durante la guerra, así que, exceptuando muchos campos en barbecho por falta de labradores, no se veía destrucción. El camino seguía el curso del ancho río James, marrón y de corriente rápida, bordeado de precoces flores silvestres y sombreado por sauces y sicomoros que estrenaban su follaje de primavera, de un verde brillante. Cuando estuvieron a pocos kilómetros de Lynchburg, el camino de tierra apisonada pasó a ser una carretera de rollizos transversales.

Ahora se veía más gente. En el camino, en los campos, en los porches de las casas, en torno a posadas y tiendas, la población abandonaba sus ocupaciones para mirar fijamente y con un asombro quizá mayor del que habrían demostrado si los carromatos hubiesen llevado al diablo Grant o al vándalo Hunter o a cualquier otro de los conquistadores yanquis. La mayor parte de la gente debía de haber visto con anterioridad circos ambulantes, pero no en los últimos años.

Y, como había observado Yount, un circo no podía ser una de las primeras cosas que esperasen ver llegar de la dirección donde acababa de haber guerra, devastación y desesperación. De hecho, el circo parecía no haber oído hablar nunca de la guerra: los caballos iban al paso, los carromatos avanzaban con lentitud y sus conductores tenían un aspecto perezoso y despreocupado.

Como siempre, el carruaje abierto encabezaba la caravana, tirado por el caballo blanco del espectáculo. Florian llevaba un sombrero de copa de seda, no muy deteriorado, y el resto de su elegante atuendo no revelaba su decrepitud desde cierta distancia. A su lado viajaba un soldado confederado con uniforme de gala gris que tampoco proclamaba su edad a los espectadores ni el hecho de que era el único uniforme de Edge. Las cortinas del carruaje estaban enrolladas, descubriendo su interior, y sus dos bonitas ocupantes, cuyos cabellos rubios brillaban al sol, se asomaban con frecuencia para saludar con la mano a los mirones.

La calva de Ignatz Roozeboom tenía casi el mismo brillo. Conducía el segundo furgón, con el Hombre Salvaje a su lado, envuelto en chales para ocultar su carácter único a los espectadores que no pagaban. Era el furgón de las jaulas, tirado por el hermoso Trueno amarillento de Edge, que no cesaba de resoplar y estornudar a causa del olor a amoníaco de Maximus, tan cerca de él a sus espaldas. Dentro de su jaula, el león estaba en su posición favorita —y única—, o sea, echado.

Los tres carromatos siguientes eran los furgones cerrados, que escondían las maravillas de su interior pero que estaban pintados. Y el sol de abril se detenía en los colores que aún les quedaban y los hacía brillar y provocaba un centelleo de las letras doradas que proclamaban el nombre y la cualidad del Florilegio. Uno era el furgón de los decorados, tirado por el flaco caballo de tiro y conducido por Jules Rouleau, que no era una vista llamativa, vestido como iba con un mono corriente. Le seguía el furgón de la carpa, conducido por Yount porque su gran Relámpago iba entre las varas, y sujeto a él por una rienda, el asno restante. Después venía lo que Florian había llamado el furgón del museo, tirado por el otro caballo del circo, el tordo, y conducido por Tim Trimm. La baja estatura de éste no resultaba muy aparente para los espectadores desde su alto asiento, en especial porque a su lado iba sentada una figura oscura todavía más pequeña: Magpie Maggie Hag, encapuchada, envuelta en su capa, encogida y misteriosa.

Pero si la parte de carromatos de la caravana no era demasiado espectacular, la última parte compensaba de ello, porque la componía el elefante, que avanzaba majestuosamente. Peggy iba cubierta por una gran manta de terciopelo escarlata que, al brillar al sol, disimulaba su tosquedad. Con el magnífico animal, a veces caminando a su lado y otras encaramado en su alto cuello, iba el negro de aspecto muy extranjero, con su túnica y su turbante. Su rostro tenía una expresión severa y resuelta, como si fuera el auténtico Aníbal y esta tierra baja suavemente ondulada de Virginia fuese de hecho un paso escarpado entre los elevados Alpes, y su elefante, sólo uno entre centenares, y el adormilado Lynchburg, una Capua aprensiva y temerosa.

Aunque Florian conducía la caravana a un paso lento, llegaron a las afueras de Lynchburg antes de anochecer y decidió no adentrarse mucho en la ciudad. Los cultivadores de tabaco de hojas oscuras que la habían construido para que fuera el centro de su mercado de subastas la habían asentado de forma muy decorativa sobre un grupo de colinas pequeñas pero empinadas. Esto hacía que sus calles empedradas no resultaran tan bonitas para los carreteros y animales de tiro de los furgones de tabaco que tenían que subir y bajar por ellas. Sin embargo, la ciudad pareció bien a la gente del circo cuando entraron en ella por la Campbell Court House Road porque la familia Grover que les había precedido había cumplido su promesa: los carteles amarillos, impresos en negro, del Florilegio eran visibles en postes, árboles y paredes de los edificios.

—¿Hizo imprimir todos esos carteles en Wilmington? —preguntó Edge.

—No —respondió Florian—, ya tenía una buena provisión de ellos antes de venir al sur. Por esto describen una serie de números y atracciones que ya no tenemos. Sin embargo, lo hacen con tanta grandilocuencia, que no me decido a eliminarlos.

La caravana rodeó Diamond Hill y siguió por los suburbios de la ciudad hasta que llegó a un distrito de vías férreas y almacenes próximo al río. Cuando Florian vio un solar vacío muy espacioso en una calle, entró en él con el carruaje. El resto de la caravana le siguió, de la calle empedrada a las malas hierbas. Entre el fondo del solar y las márgenes del río había varios tinglados ruinosos rodeados de vías cubiertas de herrumbre donde descansaban vagones de carga y de plataforma abandonados hacía tiempo. Durante el año pasado o quizá más, a medida que cambiaban los avatares de la guerra y las líneas del frente, el ferrocarril de South Side había dejado de tener mercancías que transportar o resultaba imposible transportarlas, a través de los bloqueos, a donde podrían haber sido de utilidad y provecho. No obstante, esta vecindad aún olía, débil pero claramente, a humo de locomotora y a calderas de hierro calentadas por el vapor.

Cuando Florian detuvo el carruaje y el caballo empezó a buscar inmediatamente algo comestible entre las malas hierbas, Edge preguntó:

—¿No pedirá la autorización de nadie para instalarse aquí?

—Si este mísero solar tiene propietario, no tardará en aparecer. O las autoridades municipales enviarán a un policía para exigir un alquiler. Pero en estos tiempos, unas cuantas entradas gratis suelen ser suficientes. —Alargó a Edge las riendas del carruaje, diciendo—: Mantenga el carruaje aquí, fuera del paso.

Saltó con agilidad del asiento, guardó debajo de él su sombrero de seda y su levita y empezó a recorrer el solar de un extremo a otro, agachándose de vez en cuando con la cabeza ladeada para examinar las irregularidades del terreno. Luego arrancó un puñado de hierbas para dejar un espacio limpio y gritó:

—¡Chanclo, aquí! —Dio una docena de pasos largos hacia el fondo del solar y gritó—: ¡Patio trasero! —Luego volvió al lado del solar que daba a la calle y gritó—: ¡Puerta principal! —Caminó varios pasos y volvió a gritar—: ¡Furgón rojo!

Los demás miembros de la compañía se habían puesto en movimiento al mismo tiempo que Florian y con la misma determinación. Era una escena de confusión, pero una confusión organizada. Sarah y Clover Lee se apearon del carruaje cargadas con cazos y sartenes.

Roozeboom dio las riendas del furgón de las jaulas al Hombre Salvaje y se apeó, llevando en las manos algo voluminoso. Se hallaba en el sitio justo cuando Florian gritó «¡Chanclo, aquí!», y lo dejó caer en el lugar indicado. Por lo que Edge pudo ver, no era ninguna clase de zapato, sino un trozo de leño, grande y grueso, del que sobresalía un clavo largo hasta la altura de la rodilla. Roozeboom volvió al furgón de las jaulas y lo llevó al lugar donde Florian había gritado «¡Puerta principal!». Mientras tanto, Jules Rouleau llevaba el furgón de los decorados más allá del trozo de leño y lo detuvo a buena distancia de él, donde Florian había gritado «¡Patio trasero!». Hannibal Tyree había despojado a Peggy del inmenso manto rojo y lo doblaba cuidadosamente para guardarlo. Cuando Florian gritó «¡Furgón rojo!», Tim Trimm detuvo allí mismo el furgón del museo.

El Hombre Salvaje se apeó entonces del asiento del carromato de las jaulas y empezó a bajar una especie de cortinas de lona que colgaban del fondo de la jaula hasta el suelo alrededor de todo el vehículo.

Hannibal había sacado de alguna parte una pesada correa de piel y rodeaba con ella el grueso cuello de Peggy. Magpie Maggie Hag se apeó del furgón museo, cuya parte posterior daba a la calle, desde donde era de suponer que se acercarían los clientes del circo. Abrió las dos puertas, descubriendo una especie de taquilla tras la cual podía sentarse el vendedor de entradas.

Hannibal, Trimm, Rouleau y Roozeboom convergieron en el furgón de la carpa, que Yount había detenido a cierta distancia de la calle.

Descorrieron los cerrojos de la puerta y empezaron a sacar todo el equipo apiñado en su interior: rollos de lona, diversos objetos de metal, una gran cantidad de cuerda, numerosas poleas y tres postes largos, gruesos y redondeados, todos pintados de rojo con una estrecha franja azul a media altura, que marcaba el punto de equilibrio por donde debía agarrarse el pesado poste para llevarlo con el máximo de comodidad.

Edge estuvo a punto de unirse a los trabajadores para echarles una mano, pero era un veterano de muchas acampadas y construcciones de reductos y había visto muy a menudo que los torpes esfuerzos de un recluta nuevo no hacían más que dificultar el duro trabajo de los profesionales expertos. Además, cuando Roozeboom vociferó algo parecido a «¡Sacad de en medio los palos!», o Hannibal gritó «¡Ahí va el arco!», Edge no tenía idea de si se trataba de una jerga circense que no podía conocer o de sus acentos nativos que no podía descifrar, así que optó por quedarse donde estaba y contemplarlo todo.

Hannibal arrastró un pesado aro de hierro, del diámetro de una rueda de carromato, y lo puso en el suelo de modo que rodeara el objeto llamado chanclo. Trimm, Rouleau y Roozeboom llevaron cada uno un palo pintado de rojo y los dejaron allí cerca, extremo contra extremo, mientras Hannibal corría de nuevo al furgón de la carpa a buscar dos cilindros de metal abiertos por los extremos. Los hombres los encajaron como mangas en los postes para formar un poste único, o mástil, de unos doce metros de longitud, que tenía el diámetro de una cintura en un extremo y el de un muslo en el otro. En el extremo grueso era visible un agujero que atravesaba el interior del poste.

Ahora Hannibal fue a buscar al elefante mientras los demás aseguraban poleas a ambos extremos del largo poste y pasaban varias vueltas de cuerdas entre ellas. Desenrollaron otra cuerda, que terminaba en un gran garfio de metal y que Hannibal pasó por el collar del elefante.

—¡Adelante, Peggy! —gritó Hannibal, y el elefante empezó a alejarse muy despacio del grupo de hombres mientras éstos aguantaban el extremo grueso del poste.

A medida que los tirones de Peggy levantaban del suelo el extremo más delgado del poste, los hombres alzaban el extremo grueso hasta que el agujero practicado en él coincidió con la punta del pesado clavo del chanclo. El elefante siguió tirando de la cuerda y el poste se elevó, haciendo chirriar todas las cuerdas y poleas, hasta que estuvo en posición vertical, con el extremo inferior hundido firmemente en toda la longitud del clavo. Hannibal gritó:

—¡Alto, Peggy!

Y el elefante se detuvo, tirando para mantener tensa la cuerda y el mástil en posición vertical. Edge pudo ver ahora la función del chanclo. El alto poste podría haberse clavado directamente en el suelo, pero si éste estaba blando —y un chubasco repentino podía ablandarlo—, el poste se habría hundido por falta de la base ancha proporcionada por el chanclo.

Mientras los otros hombres se encargaban del poste, Florian abría a puntapiés los paquetes de lona que, extendidos, formaban enormes triángulos. En otra parte, Yount ayudaba a Sarah a encender una hoguera con varios tallos secos y Clover Lee y Magpie Maggie Hag se movían de un lado a otro, inclinadas, buscando al parecer algo más combustible. El único de la compañía que no estaba a la vista era el Hombre Salvaje. El elefante se mantenía inmóvil, y en el furgón de las jaulas, incluso el león Maximus parecía haber salido ligeramente de su habitual estado comatoso. Edge podía oír su rugido sordo, acompañado de chirridos metálicos, como si el león luchara contra las cadenas de hierro.

Cuando los trabajadores consideraron que el alto poste ya estaba firme y que las cuerdas de las poleas no se habían enredado, iniciaron la siguiente tarea. Trimm y Hannibal se reunieron con Florian y entre los tres pusieron de lado los inmensos triángulos de lona sobre la hierba del solar, de modo que rodeasen el chanclo como tajadas de pastel.

Entonces los hombres llevaron rollos de cuerda delgada y, pasándola por los ojales de metal que había en los bordes de la lona, empezaron a juntar los triángulos como si cubrieran el pastel de malas hierbas con una corteza sin fisuras. Entretanto, Rouleau y Roozeboom hacían incesantes viajes al furgón de la carpa y traían consigo postes más pequeños —pintados de azul, sólo del grueso de un brazo, de unos tres metros de altura, cada uno con una corta escarpia de hierro en un extremo—, que colocaban como si fueran rayos en torno al perímetro de la lona extendida en el suelo.

Cuando todas las partes de lona estuvieron atadas en círculo, quedó un agujero en el centro del mismo tamaño que el aro de hierro que aún yacía en la base del mástil. La lona tenía más ojales en torno a aquel agujero, que los hombres usaron para sujetarla al aro y a continuación fijaron éste a las cuerdas de las poleas del mástil. Los hombres salieron de la lona, andando con cuidado para pisar sólo las partes atadas. Hannibal cogió el extremo de otra cuerda, que pasaba por debajo de la lona, procedente de las poleas de la base del mástil, y la ató también al collar de cuero de Peggy.

Florian y Roozeboom levantaron el borde exterior de la lona, poco a poco, de modo que Rouleau y Trimm pudieran coger los postes azules, insertar sus extremos provistos de sendas escarpias en otros ojales del borde de la lona y luego enderezarlos entre la lona y el suelo. Cuando los hombres hubieron dado toda la vuelta a la lona, ya no parecía la corteza de un pastel, sino que colgaba como un platillo blando y arrugado, con la cara interior en la base del poste central y el borde sostenido a unos tres metros y medio del suelo por el círculo de postes exteriores.

Mientras Florian daba un repaso al resultado, los otros hicieron más viajes al furgón de la carpa para coger estacas de madera sin pintar, de poco más de un metro cada una, con una punta afilada y la otra roma y aboquillada. También cogieron tres pesadas almádenas y entonces hicieron gala de un virtuosismo que Edge nunca hubiera imaginado ver dentro del pabellón.

Trimm sostuvo en vertical una de las estacas, a unos dos metros y medio del poste azul más cercano, y Roozeboom la golpeó con la almádena para hundirla en el suelo. A continuación, él, Rouleau y Hannibal empuñaron a la vez sus almádenas respectivas, y empezaron a descargarlas repetidamente y con tal rapidez, que ofrecían una imagen borrosa, todos golpeando la misma estaca, pero con una sincronización tan perfecta que los golpes sonaban como los disparos de una ametralladora y la estaca se hundía en la tierra como en mantequilla, hasta que sólo sobresalió unos treinta centímetros del suelo. Los hombres dieron la vuelta a la tienda, clavando una estaca tras otra, una para cada poste azul, con un ritmo inalterable y golpes que nunca fallaban ni chocaban con otra almádena. Florian los seguía con más trozos de cuerda, cada uno con una lazada en un extremo. Lanzaba el lazo sobre la escarpia de las estacas de soporte, que asomaba por encima de la lona, sujetaba la cuerda a la escarpia del suelo, la aseguraba con el sencillo pero fiable nudo de vuelta redonda y cote y pasaba al siguiente poste y estaca para hacer lo mismo.

Cuando estuvo terminada esta fase del trabajo, el resultado tenía menos aspecto de platillo que de araña: el cuerpo de lona se había extendido entre los postes laterales, parecidos a patas, cada uno con un hilo de telaraña que llegaba hasta el suelo. Florian volvió a dar un repaso general y luego todos se congregaron en torno al elefante. Hannibal desató del cuello de cuero la cuerda con que Peggy había levantado el poste central y los hombres la cogieron para afirmar dicho poste.

Hannibal volvió a gritar:

—¡Adelante!

Y el animal echó a andar de nuevo lentamente, tirando sólo de la cuerda que estaba debajo de la lona. Las numerosas poleas del poste chirriaron y sus cuerdas resonaron y vibraron, y el aro de hierro ascendió con lentitud por encima del borde levantado de la lona, arrastrando consigo el centro y todo el peso de esta última. Cuando el aro tocó la polea superior del poste, Roozeboom gritó:

Ja, klonkie!

Y Hannibal ordenó al instante, para detener al animal:

—¡Alto, Peggy!

Y ahora la lona había dejado de parecer una araña o un platillo o una corteza de pastel. Era un techo de tienda bien redondo, puntiagudo en el centro, de tono pardo grisáceo y unos veintiún metros de diámetro, cuya punta se levantaba a casi once metros del suelo y cuya superficie inclinada se rizaba y ondeaba suavemente bajo la brisa de la tarde.

C’est bon —dijo Rouleau—. Está bien, ahora a sujetar el aro de soporte.

Fue Tim Trimm quien obedeció, sin duda porque era el que pesaba menos. Se encaramó por uno de los postes laterales hasta el techo de la lona y entonces subió corriendo por la pendiente a lo largo de una de las costuras atadas. Ya en la punta, anudó varias veces las cuerdas en torno al aro de hierro —el «aro de soporte», decidió Edge— y al extremo del poste y las poleas, para asegurarlo todo allí arriba. Entonces se limitó a soltarse, bajó deslizándose por la lona, profiriendo gritos de excitación, y cayó por el borde, donde fue recogido limpiamente por los robustos brazos de Roozeboom.

La conversión de la carpa en una forma reconocible fue saludada por vítores y aplausos. Edge se volvió y vio que unos veinte habitantes de Lynchburg se habían congregado en la calle, delante del solar. La mayoría eran niños, casi todos negros, pero también había algunos hombres de edad avanzada. Florian se apresuró a aprovechar la ocasión de tener un auditorio y los interpeló:

—¡Bien venidos a la gran carpa! ¡Y gracias, caballeros y niños, por vuestra amable recepción! —Habló aparte a Rouleau—: Continúa con las paredes laterales, pero como pronto anochecerá, dejaremos la pista y los asientos para mañana. —Volvió a levantar la voz para dirigirse a los espectadores—: ¡Mañana habrá representación, buena gente! —Mientras decía esto, se dirigió al carruaje abierto, donde se puso la levita y sombrero de copa y cogió uno de los carteles enrollados del circo—. ¡Sí, señores! ¡Anímense, vengan todos! —Debidamente vestido, se acercó al pequeño grupo, hablando en voz alta pero en tono confidencial—. ¡Representación mañana a las dos! Sin embargo, como es evidente que son ustedes buenas personas y las más amantes del circo en esta bella ciudad, corresponderemos a su buena voluntad con un poco de la nuestra. —Los niños miraban con los ojos muy abiertos, los hombres parecían interesados, pero suspicaces—. Mañana, a la hora del espectáculo, habrá seguramente empujones para obtener los mejores asientos, pero como ustedes han sido los primeros en darnos la bienvenida, ¡no sólo les permitiremos reservar ahora mismo sus asientos, sino que se los ofreceremos a mitad de precio!

Los hombres y niños, graves y confusos, se apartaron un poco de él. Florian desenrolló el cartel, sacó un lápiz de un bolsillo y, con gesto ampuloso, escribió algo en la parte inferior.

—¡Contemple esto, amigo! —exclamó, acercando el cartel a la cara del hombre blanco más cercano—. ¿Ve cuál es el precio normal? ¡Pues vea que lo he reducido exactamente a la mitad!

—No sé leer, mister —murmuró el hombre.

—¡Bueno! ¡Como bien dice, señor, es una oferta increíble! En vez del precio habitual de dos monedas para ustedes, caballeros, y sólo diez centavos para vosotros, peques… en vez de esto, he reducido los precios a doce centavos y medio y cinco centavos respectivamente. Sólo tienen que acercarse al carromato de la taquilla —señaló el furgón del museo, donde Magpie Maggie Hag había aparecido por arte de magia tras el mostrador— y nuestra cajera jefe tendrá mucho gusto en venderles entradas a ustedes, caballeros, por sólo una moneda, ¡y a los niños y personas de color por sólo cinco peniques!

Más gravedad y confusión y rumor de pies.

—¡O el equivalente en billetes confederados! —Más rumor de pies—. ¡También se acepta el pago en especie!

Los hombres intercambiaron miradas sombrías y los niños hicieron lo mismo. Edge movió la cabeza, comprensivo, y fue hacia donde se seguía trabajando en la carpa. Hannibal estaba en su interior, junto al poste central, metiendo en calzas los extremos de las cuerdas que habían levantado el poste y el techo. Roozeboom hacía la ronda por fuera, comprobando las cuerdas que iban del techo a las estacas, ya estirando ya aflojando alguna de ellas para que la tensión estuviera repartida por igual y haciendo luego medio nudo extra en cada cuerda y recogiendo con cuidado el extremo suelto para que no hiciera tropezar a nadie. Trimm y Rouleau enrollaban más lona, trozos de tres metros y medio que colgaron de los aleros del techo y clavaron al suelo. Peggy, la elefanta, dispensada del trabajo, arrancaba ociosamente con la trompa puñados de malas hierbas y se las llevaba a la boca, escupiéndolas después casi todas y comiendo algunas sin gran entusiasmo.

—¡Ya han visto al poderoso paquidermo levantar la gran carpa! —arengó de nuevo Florian a los espectadores, ahora con una voz casi insinuante—. ¡Vengan mañana a verlo actuar, a ver a Brutus, el más grande animal que respira, hacer cosas inimaginables, prodigios de fuerza a las órdenes de su auténtico amo hindú!

Cuando los trozos de lona estuvieron colgados y clavados, formaron una pared en torno a la carpa, excepto en dos lugares. En el lado más alejado de la calle se dejó una abertura —para que los artistas entraran y salieran, supuso Edge— y al fondo, en el «patio trasero», se aparcó el furgón del equipaje. En el lado opuesto, en la pared más cercana, estaba la «puerta principal», por la que entraría el público tras haberse detenido a pagar en la taquilla y también ante el carromato de las jaulas para admirar al león.

—¡El rey de los grandes gatos, su majestad Maximus! —gritó Florian—. ¡Pueden oírlo, amigos, exigiendo a rugidos carne humana cruda, la única carne que Maximus condesciende a comer! ¡Vengan mañana a ver al temerario capitán Hotspur entrar en el interior de la jaula para intentar apaciguar a tan sanguinaria fiera!

Edge vio que Yount desenganchaba a Relámpago y al pequeño asno, mientras Hannibal hacía lo mismo detrás de la carpa con el otro caballo de tiro. Entonces Edge bajó del carruaje y fue a desenganchar a Trueno del furgón de las jaulas. Antes se detuvo a mirar hacia la calle cuando oyó gritar a Florian, en tono persuasivo:

—Eso es, señor. Acérquese a la taquilla. Tú también, muchacho. —Levantó la voz para interpelar—: ¡Señora contable, tenga la bondad de dar entradas a nuestros dos primeros espectadores y asegúrese de que son los mejores asientos del circo!

Edge sonrió, un poco sorprendido. El caso era que un anciano canoso y un chico pelirrojo, ambos vestidos con viejos monos y de aspecto tímido pero radiante, entraban en el solar en dirección al carromato.

Los otros hombres y niños los miraban con envidia y varios rebuscaban en sus bolsillos. Edge siguió hasta el furgón de las jaulas para atender a Trueno y tuvo otra sorpresa.

Su majestad Maximus no demostraba más vivacidad de la que Edge viera antes en el animal. Estaba acostado de lado, con los ojos cerrados, y sólo movía las costillas al ritmo de sus suaves ronquidos. El ruido de los grilletes de hierro y los rugidos sanguinarios procedían de debajo de la jaula. Edge se agachó y levantó la lona que hacía las veces de cortina bajo la base del carromato. En el espacio de debajo estaba en cuclillas el Hombre Salvaje, sacudiendo con diligencia un trozo de cadena oxidada y profiriendo sonidos vocales parecidos a los que solía proferir normalmente, pero con la cabeza invisible dentro de un cubo de zinc que amplificaba dichos sonidos y les prestaba un acento más o menos feroz y leonino.

—Es su único talento verdadero —observó Florian, acercándose. Se estaba secando la frente húmeda con el pañuelo, pues su exhortación a los curiosos había sido el trabajo más duro que había hecho en toda la tarde—. Y el pobre idiota lo hace encantado, así que no ponga esta cara de desaprobación.

—Juro… —dijo en voz baja Edge, meneando la cabeza. Dejó caer la lona y se enderezó—. Veo que ha vendido algunas entradas.

—Ay, sólo dos. Los otros mirones eran las habituales pulgas del barrio.

—¿Con qué le han pagado esos dos? —Edge empezó a desguarnecer a Trueno.

—El anciano caballero llevaba un gran fajo de dólares rebeldes y ha dado trece billetes, diciendo que los había ahorrado para su funeral, pero que prefería ir al circo que a un entierro. El chico acababa de llegar del río. Volvía a su casa con esto, pero ha decidido cambiarlo. —Florian levantó un cordel del que pendía un pescado de tamaño mediano—. Ha vuelto al río para ver si podía pescar otro antes de la cena.

—¿Un pescado? ¿Qué va a hacer usted con un pescado?

—¡Comerlo, hombre! ¿Creía que le haría montar un número? —Florian soltó una carcajada—. Le aseguro, sin embargo, que una vez lo hice… con pavos bailadores.

Pavos bailadores —repitió Edge.

—Adquirimos, ejem, una pequeña bandada y nos los llevamos vivos como provisiones, podríamos decir. Pero mientras duraron, los presentamos como pavos bailadores.

—Pavos bailadores.

—Ponga a cualquier pavo sobre una superficie candente y verá.

Edge volvió a menear la cabeza mientras seguía quitando los arneses a Trueno y luego dijo:

—¿De modo que por unos billetes confederados sin valor y un siluro ha dado a esa gente los dos mejores asientos del circo?

—Bueno, son sólo dos. Ahora, venga. La bandera está izada… o lo estaría si tuviéramos una cocina donde izarla. Echaremos este siluro a la sopa de ortigas y tendremos una deliciosa…

—¿Sopa de ortigas?

—La vieja Mag es muy hábil para vivir de la tierra. Ha estado recogiendo los ingredientes mientras montábamos la carpa. Ortigas y ceborrinchas. No es una sopa mala, ya verá. Y aún será mejor con un poco de carne de pescado.

Edge le miró fijamente.

—Su gente no ha comido un solo bocado desde el pastel de boniato de esta mañana. Y fue un solo bocado. Han viajado todo el santo día y ahora han trabajado como negros. ¿Y va a darles ortigas y jugo de pescado?

—Comemos lo que tenemos —respondió Florian—. La carne del asno hay que guardarla para el león.

—Juro —volvió a decir Edge— que no creo haber visto en toda mi vida un grupo tan miserable. He conocido a la milicia mexicana y a los texanos del Gran Arbusto y he oído toda clase de chistes sobre la lastimosa caballería Oneida de los yanquis, ¡pero que me maten si ustedes no superan a todos en la más pura miseria, de un día para otro, incluido el domingo, si Dios no lo remedia!

—Está usted agotado —dijo Florian, bondadoso—. De hambre, sin duda. Ate su caballo allí, con Bola de Nieve y Burbujas, y vamos a cenar.

Cuando se reunieron con los demás alrededor del fuego, Florian fue a dar el pescado a Magpie Maggie Hag. Yount saludó a Edge con entusiasmo.

—¿Has visto cómo han levantado esta tienda monstruo, Zack? ¿Verdad que ha sido un trabajo fantástico?

Edge gruñó.

—Has visto en muchas ocasiones a las reservas hacer maniobras en tiempo de paz igual de bonitas, difíciles e importantes, Obie. ¿Y para qué les servía tanto trabajo?

—Zachary, por tus palabras, no pareces considerarnos mucho —dijo Sarah Coverley, dirigiéndole una sonrisa traviesa—. Con tanto que me he esforzado para causar una buena impresión.

—¡Madre! —exclamó Clover Lee, como escandalizada, pero riendo.

Edge dijo que sólo intentaba conservar un vestigio de sentido común, algo que no parecía abundar mucho a su alrededor.

—Ayer, vuestro señor Florian se describió a sí mismo como un cínico consumado. Nunca he oído a un hombre interpretar tan mal su propio carácter. He tratado de decidir si es el mayor optimista del mundo o el más idiota de los charlatanes.

Sarah replicó con mucha brusquedad:

—Muchos sabelotodos se han negado a creer que Florian llegara a hacer lo que se proponía y él los ha sorprendido una y otra vez. Es cierto que esta noche cenaremos agua sucia —dijo en tono airado mientras repartía tazones de hojalata entre los miembros del grupo—, pero si Florian dice que un día cenaremos caviar y champaña, no te rías ni te burles. La expresión de nuestros rostros se anticipará al caviar y al champaña.

Había los tazones justos para la compañía y dio a Edge y Yount tazones de loza barata. Al verlo, Tim Trimm hizo una mueca y advirtió con mal humor:

—Más vale que tengáis cuidado con esa vajilla, pordioseros. Son accesorios de mi número. ¡Pobres de vosotros si rompéis uno!

—¡Ja! ¡Cuando Tim se enfada, muerde! —exclamó Roozeboom con una estentórea carcajada.

—Hombrecito —dijo Yount—, eres un mocoso mezquino.

Tim le dirigió una mirada furibunda y se acercó al fuego, quizá para provocar la ebullición de la olla. Rouleau dijo a Yount:

—No te dejes engañar por los defectos de su personalidad. En la pista, ante un auditorio, Tim es un joey aceptable.

—Conque sí, ¿eh? ¿Qué es un joey?

—Un payaso, en jerga circense.

—Ah —dijo Yount, exhibiendo con orgullo su erudición—, supongo que el nombre viene del Libro de chistes de Joe Miller. Nuestro capellán tenía un ejemplar para animar un poco sus sermones. Rouleau se echó a reír y contestó:

—Es una buena idea, pero no. Viene de Joe Grimaldi, el primer payaso (o, por lo menos, el primero que se hizo famoso) de Inglaterra, hace unos cincuenta años.

Magpie Maggie Hag estaba desmenuzando el siluro sin piel sobre la olla de hierro, así que la deplorable cena aún no estaba lista del todo, y —como era la primera vez que Edge estaba reunido con toda la compañía y en su proximidad— se dio cuenta súbitamente de que todos olían a suciedad, igual que un grupo de soldados. Por lo menos él se había sumergido en agua fría y afeitado la noche pasada, aunque su uniforme y ropa interior contribuían sin duda al mal olor general.

Sea como fuere, dejó con cuidado el tazón y caminó hacia un espacio de aire más puro. Salió del solar y cruzó la calle adoquinada para mirar de cerca uno de los carteles del Florilegio pegado a un poste de telégrafos.

El papel era papel de periódico corriente, color de ante, densamente cubierto por una mezcla de diferentes tamaños y estilos de letra, desde las audaces y pomposas negras hasta las menudas y elegantes.

Entre la aglomeración de palabras había borrosos grabados en boj.

Algunos mostraban monos y elefantes mal dibujados y animales improbables, como unicornios y sirenas. Otros representaban sucesos improbables: un caballero en calzoncillos rayados luchando desarmado con un fiero montón de leones y tigres y una muchacha delicada manteniéndose en equilibrio con un dedo del pie sobre el lomo de un caballo en fantástica levitación sobre el suelo, con las cuatro patas extendidas. El texto era igualmente improbable y describía a artistas y números que Florian había tenido alguna vez en su Florilegio o tal vez sólo había deseado tener.

«¡MOISELLES PIMIENTA Y PAPRIKA, encantadoras volantes y figurantes, ejecutando la impresionante Oscilación aeronáutica sobre el vertiginoso mástil, proezas inauditas que dejan sin aliento a los hombres más fuertes!»

«¡“ZIP COON” y “JIM CROW”, las dos mulas cómicas que nunca dejan de hacer reír a carcajadas al auditorio con su desternillante humor

«CUADROS ALEGÓRICOS vivos formados por hermosas doncellas que personifican la libertad triunfante sobre la tiranía… ¡La reina de Saba en la corte del rey Salomón…!»

—Se acepta el pago en especie —dijo una voz al lado de Edge, que se volvió. Otro habitante de Lynchburg vestido con mono miraba el cartel en la penumbra del crepúsculo—. Así lo dice aquí, abajo de todo. ¿Cree usted, coronel, que aceptarían un par de sacos de tabaco por dos entradas?

—Me encargaré personalmente de que así sea. —Edge le guió a través de la calle y hasta la hoguera del campamento, donde Florian fue más que feliz de interrumpir su cena de sopa de ortigas para efectuar el cambio.

Edge dejó que Magpie Maggie Hag pusiera una cucharada de sopa en su tazón, sólo una ración mínima, no porque sabía muy mal, sino porque sentía que no debía privar de ella a los hombres que habían trabajado tanto. Después de tragarse la sopa, Edge se quitó la guerrera y, con la punta de su cuchillo, empezó a desprender la trencilla de los puños y las estrellas del cuello. La olla de la gitana quedó pronto vacía, aunque ninguno de los comensales se sentía lleno, ni mucho menos, así que Floran sacó una bolsa de papel y la fue ofreciendo a todos.

—Manzanas secas de postre —dijo Comed algunas y la sopa se encargará de hincharlas dentro de vosotros. Juraréis que acabáis de tomar una cena de nueve platos.

Luego repartió el tabaco recién adquirido, y él y la mayoría de los hombres —y Magpie Maggie Hag— llenaron sus pipas y las encendieron.

Tras la indolente sesión fumadora, todos empezaron a prepararse para ir pronto a la cama. El negro Hannibal, que solía dormir bajo uno de los furgones con el Hombre Salvaje, condujo esta noche solícitamente al idiota al interior de la carpa, llevando jergones y mantas para ambos. Como la noche prometía ser templada, los hombres blancos también decidieron dormir allí dentro y no en un carromato. Edge y Yount extendieron asimismo sus jergones dentro de la carpa, sobre el colchón de malas hierbas. Pronto estuvieron todos dormidos, menos Edge.

Había luna y la lona vieja y gastada no impedía el paso de su luz. Todo el interior de la tienda estaba iluminado con un fantasmal resplandor blanco azulado, más claro en los lugares donde la lona estaba más raída. Nadie se despertó para admirar el efecto, o para deplorarlo, pero Edge yacía con los ojos abiertos. Una vez, en Richmond, había visto hinchar un globo de observación militar, que a partir de un fláccido montón de tela había ido adquiriendo la inmensidad de un olmo, mientras la tela se rizaba y ondeaba al hincharse. Ahora casi podía imaginarse a sí mismo dentro de algo semejante, vasto y vacío, traslúcido a la luz de la luna, murmurando, suspirando y cloqueando bajo la suave brisa nocturna.

Aunque sólo llevaba puesta su larga ropa interior, Edge se levantó y salió para echar otra mirada al exterior de la gran carpa. Ahora parecía de verdad un pabellón, una rotonda fabulosa construida con rayos de luna y gotas de rocío y sólo sujeta al suelo por una malla de hilos finos como la seda. A la media luz azulada no se veía ninguno de los remiendos o costuras de la tienda e incluso su redondez acabada en pico tenía un perfil misterioso mientras temblaba y se hinchaba y encogía suavemente. Edge oyó unos leves ruidos al otro lado de la gran tienda y la rodeó hasta donde estaba aparcado el furgón del equipaje, cerca de la puerta trasera de la carpa, y allí vio una vista aún más bella.

El elefante estaba allí, encadenado a una de las estacas de la tienda por una abrazadera que le rodeaba una pata trasera, pero con la suficiente longitud de cadena para que no impidiera al animal hacer lo que ahora hacía. Y el gran paquidermo, murmurando con suavidad, hablando consigo mismo, hacía cosas muy peculiares. Mientras Edge lo observaba, levantó una pata delantera, la colocó sobre la punta ancha de una estaca, la bajó, puso la otra pata delantera sobre una estaca diferente y luego colocó ambas patas sobre las dos estacas, quedando así levantada la parte anterior de su cuerpo. Entonces se puso de nuevo en posición normal y permaneció así, como si meditara. A continuación dobló las dos patas traseras, manteniendo rectas las delanteras, de modo que su espalda quedó muy inclinada. Luego se enderezó y meditó un poco más.

Edge se preguntó si el animal no habría comido alguna hierba loca durante su búsqueda de alimento por el terreno desconocido. Había excrementos de elefante alrededor, pero no emanaba de ellos un olor ofensivo; olían a jardín fresco, nada desagradable.

Entonces, muy de repente, el elefante dejó deslizar por debajo de él las patas traseras, se sentó sobre su inmensa grupa y levantó las patas delanteras, irguiéndose hasta que alcanzó la altura de los aleros de la tienda. Agitó las patas delanteras, jugando con el aire de la noche, y luego levantó la trompa, la enroscó y sopló suavemente por ella, emitiendo un ruido que habría sido un trompetazo si hubiera soplado con fuerza. Y Edge comprendió qué hacía el elefante. Solo, sin ninguna incitación ni orden, solo completamente a la luz de la luna, el macho Brutus, el mayor animal que respira, estaba ensayando su número de circo del día siguiente.