14

La guerra terminó, no de improviso y de un modo decisivo, sino con un chisporroteo intermitente, como los últimos estallidos esporádicos de una hilera de petardos.

Aún se libraban batallas por toda Francia —en Saint-Quentin, en Picardía, en Belfort, en Alsacia— cuando, el 18 de enero, Guillermo anunció al mundo que consideraba a Francia prácticamente vencida y a sus propios ejércitos victoriosos y a su propio pueblo prominente en Europa. Aquel día, a una edad en que la mayoría de monarcas piensan en traspasar el gobierno a un sucesor y retirarse de las cargas del estado, Guillermo, a sus setenta y tres años, se proclamó no sólo rey de Prusia sino emperador del nuevo Imperio alemán y lo hizo en presencia de su hijo, el príncipe heredero Federico, su canciller Bismarck, el general Graf Von Moltke y numerosos dignatarios, incluyendo al devoto general Philip Sheridan. Cuando la noticia llegó a París al día siguiente por una paloma del Globo Correo, Florian observó con resignación:

—Bueno, ahora ya no hablaremos de prusianos, hessianos, bávaros y otras distinciones. En lo sucesivo, todos serán alemanes. Y ahí va de nuevo mi pobre, ambulante Alsacia al otro lado de la frontera. Vivir para ver.

El resto de París no tomó la noticia con tanta resignación. Ya era bastante malo que Guillermo hubiese anunciado su ascensión a emperador sobre el sagrado suelo de Francia, pero aún era más humillante y mortificante para todos los franceses el hecho de que tal ceremonia tuviese lugar en su centro histórico, en el orgulloso château de Versalles e incluso —quelle horreur!— en su venerado salón de los Espejos.

Ahora no sólo fueron los communards eternamente descontentos sino todos los ciudadanos de París los que exigieron a su gobierno alguna acción, cualquier acción. Así, aquel mismo día, el resto de regulares de París, bajo el mando del general Bergeret, realizó otro espasmo desesperado e intentó de nuevo abrir una brecha en las líneas de asedio alemanas. Esta vez marcharon hacia el oeste, atravesando el Bois de Boulogne —donde los contempló con solemnidad la compañía del Florilegio— y el Sena en dirección al suburbio de Buzenval, como si tuvieran intención de atacar al propio Versalles y enfrentarse con el detestable Guillermo en persona.

Sin embargo, las carreteras de la otra orilla del Sena, intransitadas durante todos aquellos meses, estaban heladas y resbaladizas. Además hacían pendiente y hubo que subir por ellas. Incluso los caballos perdían pie y era imposible mover los cañones y sus armones. En realidad los únicos soldados que avanzaban eran los de infantería, sin apoyo de la artillería ni de una caballería efectiva. En un frenético esfuerzo para procurarles algo parecido a la artillería, los ingenieros del ejército corrieron también a primera línea para lanzar —a mano— cartuchos con mecha y cápsula del nuevo explosivo de demolición llamado dinamita. Pero la dinamita estaba tan helada como la tierra y no estallaba. La batalla se convirtió en una carnicería. Quizá setecientos defensores alemanes de la línea de asedio cayeron muertos o heridos, y con toda seguridad, cuatro mil franceses. Los supervivientes volvieron a cruzar los puentes del Sena, atravesaron el Bois, pasaron frente al recinto del circo y entraron de nuevo en la ciudad para no realizar ningún otro intento.

Aquel último esfuerzo abortado dio a los communards otra excusa para denunciar al gobierno por incompetente y para conducir de nuevo a las turbas al Hôtel de Ville. Allí otra refriega con la guardia dejó en el suelo a varios manifestantes cuando el resto se dispersó, agitando los puños, con sus rifles y sus banderas rojas. El gobierno, acosado por el asedio desde fuera y por los disturbios desde dentro, se confesó finalmente incapaz de sostener, o ser sostenido por la capital de la República de Francia. El 23 de enero, el ministro de Asuntos Exteriores Jules Favre y sus principales ayudantes, con una escolta militar que llevaba una bandera blanca, viajó de París a Versalles para pedir al alto mando de los ejércitos conjuntos del Reich alemán la concesión de un armisticio durante el cual podrían discutirse las condiciones de la rendición de la ciudad.

La triste noticia de aquella inminente capitulación llegó por globo a la delegación del gobierno en Tours y de allí al resto de Francia. No obstante, el resto de Francia no había sido nunca invitada siquiera a reconocer la autoridad de aquel gobierno autodesignado. Además, no era ningún secreto que la mayoría de franceses de provincias sentían indiferencia —cuando no complacencia— al enterarse de cualquier catástrofe que afligiera a los presumidos parisienses, así que la noticia de París no indujo a los soldados franceses que aún luchaban en las provincias contra los alemanes a tirar las armas con desesperación o en un acto de solidaridad. Mientras tanto, la noticia tuvo que viajar hasta Suiza para llegar al general Charles Bourbaki y su considerable porción del antiguo Ejército del Loire. No había hecho nada con aquel ejército excepto ser perseguido por los alemanes por todo el sudeste de Francia, hasta que ahora lo había conducido a un refugio seguro. Antes que sufrir la humillación adicional de la rendición —y como, en cualquier caso, en Suiza no había enemigo alguno al cual rendirse—, eligió un fin más honorable para un oficial y caballero francés.

—«… Y lo hizo de un modo inepto, como todo lo que ha hecho durante esta guerra» —leyó Domingo en Le Moniteur y levantó la vista para decir a sus atentos colegas—: Son palabras del periódico, no mías. Continúa: «Según el despacho traído por una paloma, el general se disparó en la cabeza. Aquellos de nosotros que sospechamos desde hace tiempo que la cabeza de Bourbaki es su órgano menos vital, no se sorprenderán al saber que el general se las arregló para herirse sólo superficialmente y ya se encuentra fuera de peligro». —Domingo volvió a alzar la mirada para observar a Florian—: Usted siempre ha dicho, director, que los franceses sólo respetan a sus dirigentes y soldados mientras ganan.

—Ay, me temo que han tenido pocos dirigentes dignos de respeto durante esta guerra. Y entre los soldados, los que merecen respeto están casi todos muertos, pobres muchachos…

El 28 de enero se declaró el armisticio, pero sin indicar si sería breve o prolongado, de modo que todos los hombres, mujeres y niños de París que podían viajar —en carruaje, coche de alquiler, carromato, a caballo o a pie— abandonaron la ciudad para dirigirse al campo, sin mirar apenas hacia los puestos de guardia alemanes de las carreteras ahora desbloqueadas.

—El pueblo no realiza una fuga masiva —dijo Florian, observando a las hordas que atravesaban el Bois en dirección oeste—. No llevan sus pertenencias.

—Hagan lo que hagan —dijo Edge—, ¿qué opina usted que debemos hacer nosotros? ¿Desmontar y salir de aquí mientras aún podamos?

—Me parece que no. Para empezar, no tenemos idea de adónde nos conviene ir. El lugar más próximo donde no hay guerra es Holanda, pero todavía se libran batallas entre aquí y allí. Además, no podemos dejar en el hospital a Mademoiselle Cendrillon. Por otra parte, según el último informe llegado por medio de una paloma, Miss Eel está en un sanatorio de Montreux y Monsieur Roulette con el Saratoga en Tours. Si emprendemos la marcha, no podremos comunicarles nuestro paradero con vistas a una eventual reunión. No, lo mejor será quedarnos aquí hasta que esta guerra haya terminado completamente.

Estaba claro que los parisienses habían decidido hacer lo mismo, porque todos los que habían dejado la ciudad volvieron antes de caer la noche cargados con jamones del país, leche, mantequilla, largas barras de pan auténtico, haces de leña, cubos de carbón y todas las cosas que les habían faltado durante tanto tiempo. El pueblo realizó la misma clase de incursión en los días subsiguientes y lo mismo hicieron Hannibal Tyree, Jean-François Pemjean y los eslovacos del zoológico, llevándose todos los carromatos vacíos y volviendo con carne para los felinos y serpientes, pescado y miel para los osos, cereales y heno para los otros animales, más toda clase de alimentos frescos y bocados exquisitos para los seres humanos de la compañía. Hannibal y Pemjean se quejaron de que los campesinos se habían vuelto tan avariciosos y abusivos como cualquier vendedor de París, pero al menos aceptaban francos en pago de los precios astronómicos exigidos. Así, mientras duró el armisticio, todos los habitantes de París estuvieron de nuevo bien alimentados y vestidos y calientes en sus casas, o mejor dicho, todos los que tenían dinero para ello. Y esto hizo bajar en picado el precio de la carne de caballo, perro, albur y otras raciones semejantes, por lo que la gente pobre de París pudo por fin ahuyentar al fantasma del hambre.

Durante aquel tiempo también volvieron a abrir sus puertas muchos restaurantes y cafés concierto, mientras el Florilegio continuaba trabajando como antes, pero ahora ante públicos más nutridos. Varios artistas hacían papeles dobles e incluso triples para compensar las ausencias. Clover Lee lucía ahora el traje de española de Lunes y hacía la equitación de alta escuela además de su propio número de volteos a caballo. Domingo reanudó la ascensión inclinada, con el viejo Jörg Pfeifer como pareja, a fin de sustituir el número de la cuerda floja de su hermana. En el espectáculo secundario, Fitzfarris disfrutaba hablando largo y tendido a los patanes sobre el embarazo de la princesa Brunilda y —en voz baja y chismosa— los invitaba a especular sobre el aspecto que tendría el bebé de una giganta y el horrible Kostchei. Olga y Timoféi soportaban aquel bochorno con estoicismo circense, pero entonces Fitz propuso una audacia mayor:

—Eh, princesa, Inmortal, ¿qué os parece esto? Haremos que vuestro niño gane dinero aun antes de nacer. Venderemos billetes a los patanes, como si fuese una lotería, apostando al día de su nacimiento, o mejor aún, a su peso, y el ganador se llevará un gran premio. Diablos, quizá podamos idear incluso alguna manera de que adivinen el aspecto del crío…

Sir John —dijo Kostchei en voz baja y terrible—, di una palabra más y adivina qué aspecto tendrás cuando haya acabado contigo.

Fitz se alejó, cabizbajo, y mientras pintaba la cruz de Lorena en unos huevos cuya puesta atribuiría al coq de bruyère, se lamentó de que la gente no apreciara sus esfuerzos por conseguir lo mejor para ellos.

Probablemente el ministro de Asuntos Exteriores Favre se sentía igual que Fitzfarris. El armisticio se prolongó durante casi un mes y Jules Favre debió de pensar que era el hombre más universalmente despreciado. Siempre que iba a Versalles, sus intentos de negociar condiciones clementes eran recibidos por los alemanes con abierto desdén, porque tanto el Kaiser Guillermo como el canciller Bismarck eran muy conscientes de la impopularidad de su gobierno, de los desórdenes de París y de la perpetua discrepancia entre las numerosas facciones republicanas. Contestaban rígidamente a cada una de sus proposiciones: «Su gobierno es una reyerta de callejón. ¿Cómo podemos esperar que respeten algún acuerdo?» Y cuando Favre regresaba a París, veía en casi cada esquina a un communard subido a una caja del mercado o al pedestal de una estatua, arengando a una atenta muchedumbre:

—¡Vosotros, camaradas ciudadanos, derrocasteis al ruin emperador! Pero habéis sido traicionados por una República todavía más ruin…

—¡Vosotros, camaradas ciudadanos, sois entregados ahora por Favre a las garras de nuestros enemigos seculares, los ruines boches…!

—¡Vosotros, camaradas ciudadanos, sois humillados ante nuestros enemigos todavía más antiguos, los ingleses aún más ruines!

Esto último garantizaba la reacción airada de todos los camaradas oyentes. Era cierto que los ingleses habían estado ostensiblemente al lado de Francia en aquella guerra y también cierto que los ingleses habían enviado incluso ayuda cuando y adonde era posible. Pero también era cierto que un cargamento inglés de botas de invierno para los soldados franceses tenía las suelas de papel. ¿Y no era también cierto que la reina Victoria era prima carnal del emperador Guillermo? La muchedumbre profería gritos de ira, rebeldía y furor. «À bas la République!» e incluso —ominosamente—, con cada vez mayor frecuencia: «Vive la Commune!»

A mediados de febrero Lunes Simms dejó su lecho de tracción y fue transferida a una silla de ruedas e instruida sobre su manejo por los enfermeros del hospital. Dijo a los colegas que iban a visitarla:

—No sabéis lo maravilloso que es no estar mirando al techo todo el día. Creo que he contado todas las grietas de ese yeso. Pero empujar esta silla tampoco es coser y cantar. Antes toda mi fuerza estaba en las piernas… en el alambre, montando a caballo. Ahora mis brazos parecerán los de Obie el Hacedor de Terremotos.

Sin embargo, descubrió que quizá no sería así; Pemjean estaba dispuesto y ansioso por llevarla arriba y abajo del hospital. Cuando la dieron de alta, Pemjean, Florian y Edge fueron a buscarla con una silla de ruedas de mimbre recién comprada exclusivamente para ella. (Como las sillas de ruedas no eran un artículo que hubiese alcanzado un precio exorbitante, Florian pudo comprar en una tienda la mejor que había). A partir de entonces, en el hotel y en la calle —y más adelante, cuando hubo recuperado las fuerzas, en el recinto del circo—, Pemjean fue el compañero constante de Lunes, hasta que un día Clover Lee le llevó aparte y le dijo con severidad:

—Escucha, Monsieur Démon, vas a convertir a esa chica en una inválida profesional. Perezosa, petulante y exigente.

Madame la comtesse —replicó con altivez Pemjean—, estás hablando de la mujer que amo.

—Bueno, creo que también amas a tu viejo Maximus. Ahora está casi rígido por el reuma, pero si le prohibieras dar sus saltos, por triste que sea verlos, se moriría de pena. Jules Rouleau pasó una temporada en una silla de ruedas, pero nadie se habría atrevido a tratarle como a un bebé en su cochecito. Muy pronto se movió con tanta celeridad sobre ruedas como cuando caminaba. Atiende bien a las otras necesidades de Lunes, pero hay una cosa que necesita y tú no se la das: la confianza en sí misma.

Aunque con cierto temor, Pemjean siguió el consejo de Clover Lee y se fue ausentando cada vez más del lado de Lunes. Durante un tiempo, ella tendió a quedarse quieta donde le habían puesto la silla para poder así refunfuñar y quejarse de que nadie le hacía caso, pero todos fingieron no oírla. Al cabo de pocos días, la necesidad y el aburrimiento la incitaron a impulsarse a sí misma y no pasó mucho tiempo antes de que lo hiciera con agilidad, rapidez y aparente placer. Sólo Pemjean sabía con qué frecuencia lloraba por las noches, lamentándose:

—Sólo soy yo en un extremo y un leño en el otro.

Durante este tiempo el ministro de Asuntos Exteriores Favre había seguido intentando tercamente negociar con los alemanes, pero al final tuvo que aceptar sus condiciones. El 26 de febrero, él y el primer ministro Adolphe Thiers fueron juntos a Versalles a firmar con el canciller Bismarck los «preliminares de la paz». Trochu se quedó en París para enviar por toda la ciudad a los restos de sus leales tropas regulares a desarmar a todas las unidades de la Guardia Nacional. Consideraba sumamente aconsejable hacerlo antes de que la ciudadanía conociera las decepcionantes condiciones del acuerdo que se firmaba.

La mayoría de moblots y sédentaires entregaron prontamente sus rifles y piezas de artillería, muy contentos de abandonar los deberes de la milicia, pero una minoría demasiado numerosa se negó rotundamente a entregar su armamento. Eran los hombres que habían trabajado para forjar las armas en las fábricas de las estaciones de ferrocarril y ahora las consideraban su propiedad personal. La mayor parte de estos hombres eran los guardias de Montmartre, Bellville y otros distritos de la clase trabajadora y llevaban con sus uniformes una camisa, una faja o un pañuelo rojo. Los regulares de Trochu no sólo eran superados en número por «los Rojos», sino también por su férrea solidaridad, así que las tropas enviadas a recoger las armas tuvieron que regresar al Hôtel de Ville para informar de que habían desarmado a todos los milicianos excepto a los más agresivos y peligrosos, los communards.

Trochu no hizo ningún otro intento en este sentido porque a estas alturas las condiciones de los preliminares de paz eran conocidas por toda la ciudad y la ciudad estaba otra vez en ebullición. Lo que Favre y Thiers habían aceptado era nada menos que la abyecta rendición de París, con el único atenuante de que los alemanes no la ocuparían a perpetuidad. Treinta mil soldados enemigos entrarían en la ciudad el día primero de marzo y acamparían en ella hasta que la rendición fuese ratificada formalmente por toda la Asamblea Nacional; entonces se marcharían. Sin duda algunos parisienses se alegraron de la pequeña merced de evitar a su ciudad la indignidad de una ocupación prolongada, pero la mayoría —que incluía, por supuesto, a los siempre turbulentos communards— se enfureció por esta nueva «traición» de los dirigentes republicanos. Para empezar, se dijeron acaloradamente, este convenio equivalía a la confesión de que toda Francia estaba derrotada. Sin embargo, aún había ejércitos franceses en el campo de batalla, algunos combatiendo, y algunas ciudades aún se mantenían firmes contra el asedio alemán y este gobierno no elegido no tenía derecho a hablar por estos ejércitos y estas ciudades.

—Bueno, es lo que yo dije —observó Florian a sus jefes—. Los alemanes harán una marcha triunfal simbólica y se irán a su casa. A menos, Dios no lo quiera, que a los communards intransigentes se les ocurra la idea de disparar contra ellos. Lo que más me preocupa es la posibilidad de que estalle una guerra civil aquí, en cuanto no haya una presencia alemana para calmar los ardores revolucionarios. No obstante, demostremos nuestro respeto por la pobre París derrotada. No haremos más funciones después del último día de febrero, víspera de la entrada de los vencedores. Cerraremos y nos quedaremos callados hasta ver qué rumbo toman los acontecimientos.

Propiamente, el primero de marzo tendría que haber sido un día oscuro como lo era en los corazones de casi todos los parisienses, pero cuando los alemanes entraron a grandes zancadas llevaron consigo una primavera al parecer traidora que barrió súbitamente el frío invierno e hizo gala de un tiempo soleado y templado en exceso para la estación. El sol hizo brillar los cañones de acero Krupp y centellear como lentejuelas las puntas de las bayonetas y de los yelmos, mientras la brisa cálida hacía ondear voluptuosamente las inmensas banderas y estandartes. Von Moltke iba a la cabeza de las tropas de caballería, compañías de infantería y baterías de artillería, y cada una de las unidades tenía su propia banda de instrumentos metálicos, que tocaba alternativamente la Marcha militar de Schubert y —para que las tropas que iban al paso de la oca pudiesen cantar sus halli-hallo!Die Wacht am Rhein. Los oficiales lucían alegres sombreros emplumados y pechos llenos de medallas, todos los uniformes estaban limpios y bien planchados, todos los caballos iban impecablemente engalanados y con los flancos cepillados a cuadros. A pesar de toda su jactancia y ostentación, los conquistadores tuvieron por lo menos el buen gusto de no llevar consigo al general Sheridan.

Aunque el desfile entró en París por el Bois, justo al norte del recinto del Florilegio, ningún miembro de la compañía fue a verlo. Y cuando enfiló la avenue de l’Impératrice, ése bulevar estaba también casi vacío de espectadores. Al llegar a la place de l’Etoile, Von Moltke sólo concedió a cuatro regimientos prusianos el honor de desfilar por debajo del Arc de Triomphe; todos los restantes —bávaros, sajones, hessianos y otros aliados— tuvieron que contentarse con dar la vuelta al monumento. Entonces el desfile siguió por la avenida de los Campos Elíseos, asimismo vacía de parisienses, y se detuvo en la place de la Concorde, donde se dispersó. La mayoría de unidades alemanas permaneció allí para montar las tiendas y algunos de los soldados, cuando hubieron roto filas, bailaron una danza de la victoria en torno a la estatua de Estrasburgo. Otras unidades fueron a acampar a los jardines de las Tullerías, el Carrousel y el Palais Royal, pero todas se quedaron en la orilla izquierda y todas tendieron escrupulosamente cordones para separar su «París ocupado» del «París libre».

La razón de que en las calles de la ciudad no hubiera apenas espectadores era que todos los parisienses se habían quedado patrióticamente en sus casas… excepto aquellos que tenían algo para vender, y éstos eran numerosos. En cuanto los soldados alemanes terminaron su desfile y estuvieron libres para negociar, todos los propietarios de cafés de las zonas ocupadas les abrieron las puertas, todos los chulos y prostitutas de los veinte arrondissements y ochenta quartiers se abalanzaron sobre ellos y los vendedores los asaltaron con toda clase de mercancías, desde pretzels a réplicas en yeso del Arco de Triunfo… y relojes. El rumor había corrido por la ciudad: «Ningún alemán puede resistirse a un reloj», por lo que afluyeron relojeros, prestamistas, ladrones y cabezas de familia pobres para ofrecer relojes de repisa, relojes en estuches, relojes de porcelana, relojes esmaltados e incluso relojes de cucú de la Selva Negra. Y quienquiera que hubiese iniciado el rumor estaba en lo cierto; los alemanes los compraron y pagaron muy bien por ellos, incluso los relojes de cucú.

Ya fuera porque la Asamblea de la República estaba más ansiosa por deshacerse de los alemanes o porque quería acabar con esta descarada demostración de parisienses apiñados a su alrededor, la cuestión fue que los legisladores ratificaron el acuerdo preliminar de paz en un tiempo récord, al día siguiente mismo. Y un día después, los alemanes empaquetaron sus pertenencias, sus relojes y otras adquisiciones, se echaron las armas al hombro, formaron para el desfile y abandonaron París. Tal vez fue una desgracia para la República francesa que el precoz buen tiempo no se fuera con ellos. Si el mes de marzo hubiera vuelto a ser frío e inclemente como solía, los sucesos ulteriores podrían haberse evitado. Sin embargo, en cuanto los alemanes hubieron rebasado los límites de la ciudad, los milicianos de fajas rojas convergieron en el centro urbano desde sus lejanos distritos para castigar a los ciudadanos que habían tenido tratos con el enemigo. Al no encontrar resistencia ni intromisión por parte de la policía o del ejército, los communards usaron las culatas de sus fusiles para destrozar el mobiliario, las botellas y la cristalería de unos cuantos cafés y estaminets que habían servido a los alemanes y después golpearon casi hasta matarlas a una serie de prostitutas, pero se abstuvieron incluso de reprender a los proxenetas de las mujeres porque era bien sabido que los proxenetas llevaban cuchillos y navajas.

Con los ánimos ya enardecidos, con una continuada clemencia del tiempo y sin —por extraño que pudiera parecer— ninguna intervención oficial en forma de acción de la policía, los communards ampliaron el alcance de su campaña de castigo. De los que habían colaborado con los alemanes pasaron a todos los demás enemigos o adversarios políticos que habían tenido o creído tener en su vida y a todas las personas o instituciones de quienes habían soñado vengarse, colectiva o individualmente. Mientras los enemigos más recientes, los alemanes, abandonaban con eficiencia Versalles y deshacían las líneas de asedio —para trasladarse en masa a una posición al este de la ciudad—, París disfrutaba de menos paz y tranquilidad que en los peores días del bombardeo. Durante las dos semanas siguientes, las turbas de los communards rodearon el Hôtel de Ville, el Ministerio de Asuntos Extranjeros y otros edificios del gobierno, lanzando por igual contra los edificios y los atemorizados guardias toda clase de proyectiles, desde adoquines a excrementos de caballo, que no provocaron una respuesta con armas de fuego. Otras multitudes recorrían las calles, entrando por la fuerza y saqueando todas las mansiones abandonadas por sus dueños sin la vigilancia suficiente, vaciando las tiendas que habían proveído a los miembros de la élite, e incluso tiendas de familias pobres, si los propietarios eran judíos o extranjeros o franceses contrarios a la causa de los communards o que debían dinero a algún miembro de la plebe.

A pesar de la incitante belleza de la primavera temprana, casi todos los habitantes, excepto el populacho enardecido, permanecían encerrados en sus casas. El Florilegio, como casi todos los lugares de reunión, permaneció cerrado al público y toda la compañía se quedó en las proximidades del hotel, salvo los eslovacos y los hermanos Jászi, que patrullaban el recinto del circo, y Edge, Yount o Fitzfarris, que se turnaban de nuevo como «cabos de guardia». Como la chusma no los había atacado nunca, Edge encontraba la tarea tan aburrida como cualquier servicio de guarnición del ejército, así que empezó a animarla enseñando a todos los hombres a montar a caballo o a hacer la instrucción normal de la caballería e incluso enseñó al trompetista de la banda varios toques de corneta de la caballería americana.

Monsieur Nadar apareció una noche en el Grand Hôtel du Louvre, vestido por una vez sin ningún esplendor, sin lucir siquiera su monóculo cuadrado, y dijo a Florian en un tono mucho menos casual del acostumbrado:

—He esperado a venir cuando estuviera oscuro porque las calles no son tan peligrosas por la noche. E incluso arriesgando mi integridad personal, he decidido venir a aconsejarle que saque a su compañía de este establecimiento.

—¿Por qué? ¿Está en la lista de saqueos?

—No lo sé, pero su residencia aquí los señala como personas opulentas, algo muy peligroso hoy en día. Míreme a , disfrazado con ropas de campesino. Le recomiendo encarecidamente que lleve a su gente a la seguridad del circo. E incluso allí no llamen la atención por su indumentaria o exhibición de recursos. Se oye una vez más la consigna de «Liberté, Egalité y Fraternité», de modo que todos aquellos que den muestras de riqueza, lujo, autoridad, prestigio o privilegio (incluso de una inteligencia superior a la del asno medio) pueden ser, digamos, reducidos a la égalité con las masas. Tenga también cuidado con las mujeres. Los rufianes, convencidos de su igualdad con la dama de más alta alcurnia, fraternizarán rudamente y se tomarán cualquier clase de libertad con ella.

—Vamos, vamos, monsieur. Hemos entretenido a esta gente. No pueden sentir hostilidad hacia nosotros.

—¿Que no pueden? Precisamente porque los han entretenido, han demostrado no enfrentarse a la vida con una actitud agria y solemne.

—Así lo espero. ¿Qué hay de malo en ello?

—Los revolucionarios más furiosos, mon vieux, son siempre los reaccionarios más fanáticos. No se trata de un epigrama. Es la clase baja la que se rebela y yo le pregunto: ¿cuáles son, además de la ignorancia y la creencia de que la ignorancia es una virtud, las características propias de la clase baja? La mojigatería intolerante, la piedad fanática y la certeza de que todo el mundo debería tener su moralidad miope.

—Bueno, es una manera de lograr la igualdad para todos, maldita sea. Negar la libertad a todo el mundo.

—Exactamente. Sus artistas no tienen la falta de alegría aceptable y por ello están en peligro. Sáquelos de aquí y póngalos a salvo en un lugar aislado.

A ningún miembro de la compañía le importó trasladarse al recinto del circo y vivir de nuevo en sus remolques en una primavera tan templada, con el Bois rebosante de flores y follaje. A Florian le importó menos que a nadie porque el coste de las habitaciones del hotel era la mayor carga de la tesorería del Florilegio. La compañía llevó consigo muchas provisiones para no tener que aventurarse a cenar en la ciudad. Los habitantes permanentes del circo, los peones, que durante tanto tiempo habían guisado sus propias comidas, se alegraron de la presencia del resto de la compañía porque Ioan Delattre, Meli Vasilakis y Daphne Wheeler acordaron alegremente convertir en cocina las tiendas vestidor que ahora apenas se usaban y guisar para todos. Goesle hizo incluso una asta para un gallardete con driza, a fin de que las cocineras pudieran izarlo a las horas de comer, incitando al grito tradicional: «¡Bandera izada!»

—Igual que en los viejos tiempos —observó Florian a varios artistas, aunque no del todo feliz—. Hemos descrito todo el círculo, no cabe duda.

Mientras varios peones del circo abandonaban el Bois a intervalos, llevándose carromatos para cargarlos de alimentos frescos, la única artista que salía del parque todos los días era Domingo Simms. Cada mañana iba paseando hasta el quiosco o vendedor de periódicos más cercano para mantener informada a la compañía de los sucesos de la ciudad y del resto de Francia.

Sus informes y la lectura de los periódicos indicaban que los miembros del gobierno seguían sin hacer caso de los communards y sus seguidores, esperando al parecer que se tratara de una chusma vulgar que desahogaba su mal humor en actos esporádicos de vandalismo y que pronto se cansaría de este deporte. Pero un día, para su alarma y pesar, el gobierno se enteró de que las acciones vandálicas eran dirigidas y coordinadas por un «Comité Central» communard y que la milicia amotinada se dignificaba ahora a sí misma con el nombre de «Garle Nationale». Reconociendo al fin que la constante turbulencia no eran disturbios inconexos sino una revolución organizada, el Hôtel de Ville realizó un último intento de sofocarla.

El 17 de marzo las tropas regulares del gobierno, mandadas nada menos que por cuatro generales del ejército, marcharon hacia el principal fuerte de la Garde Nationale, la Butte Montmartre, para exigir la rendición de las piezas de artillería que ahora la salpicaban de arriba abajo. Y de nuevo los hombres de faja roja se negaron —riendo, según algunos observadores—, ante lo cual los generales reunieron a las tropas y les ordenaron apuntar y hacer fuego contra «los malditos rebeldes rojos». Las tropas no rehusaron exactamente disparar contra sus compatriotas franceses; aproximadamente la mitad de ellos dieron media vuelta y apuntaron a sus oficiales. Se declararon con calma desertores ahora al servicio de la «causa del pueblo» y llegaron a arrestar —«por la autoridad de la Commune»— a dos generales y otros soldados de menor graduación que fueron demasiado lentos en huir de la escena.

Al día siguiente, un tribunal improvisado juzgó con alborozo a los infortunados generales Lecomte y Clément-Thomas por «crímenes contra el pueblo», los declaró sumariamente culpables y los condenó a ser fusilados. La ejecución fue presenciada por la mayoría de habitantes de Montmartre y de los distritos circundantes de la clase trabajadora, todos lanzando vítores entusiastas. Mientras ocurría esto, los miembros del gobierno —desmoralizados al ver que ya no tenían suficientes soldados leales para protegerse a sí mismos, y menos aún para mantener a la tambaleante República— decidían de repente no seguir siendo miembros del gobierno, por lo menos en París, y abandonaban precipitadamente todas las oficinas gubernamentales. Adolphe Thiers fue el primero en salir de la ciudad, al galope, en un carruaje escoltado por una tropa de coraceros, y no se detuvo hasta que estuvo a salvo en el château de Versalles, recién evacuado por el alto mando alemán.

Siguieron diez días de anarquía, probablemente un período confuso incluso para los residentes del centro urbano y todavía más para la compañía del circo residente en el Bois, porque los periódicos empezaron a ser distribuidos con poca frecuencia y algunos dejaron de serlo y todos sus artículos sobre los acontecimientos eran fragmentarios e incoherentes. También lo eran los rumores y chismes que Domingo conseguía recoger. Sin embargo, el significado general era que los communards se estaban apoderando de la ciudad y, mientras lo hacían, mataban a primera vista o hacían prisioneros a todos los personajes nobles, políticos, militares y burgueses que considerasen enemigos suyos. El motivo de la publicación cada vez más intermitente de los periódicos era que la mayoría de ellos cerraban sus puertas, ya fuera voluntariamente o por exigencia de las turbas, porque no habían apoyado a la causa communarde. Pronto los únicos periódicos que Domingo podía encontrar en los quioscos tenían nombres como Le Journal de la Commune y Le Cri du Peuple y contenían más «Hourra pour nous!» que noticias.

La fuente de información más fidedigna del Florilegio era Monsieur Nadar, que visitaba de vez en cuando el recinto del circo. Pero sus comunicados eran en ocasiones de tal naturaleza que sólo los confiaba a Florian y Edge.

—Es tal como les dije, mes amis. La chusma confunde la nobleza con la inmoralidad y viceversa, y no anda del todo equivocada. Sin embargo, están empleando medidas brutales para erradicarlas a las dos. ¿Han oído lo que hicieron a la marquise de Persan?

—No.

—Era una de las damas «del pequeño Eldorado de Saint-Germain». Esas mujeres, aunque la mayoría están casadas, han preferido siempre la compañía de su propio sexo. Alors, las turbas sorprendieron a la marquesa dando un imprudente paseo. Antes de encarcelarla con sus otros rehenes de alcurnia, la exhibieron por las calles completamente desnuda y grotescamente mutilada. Le hicieron lo que sus abuelos hicieron a la princesa Fulana de Tal ochenta años atrás, durante el Terror. Al estilo de los pieles rojas coleccionistas de cueros cabelludos, cortaron y arrancaron la, ejem, chevelure pubienne de la marquesa y se la pegaron a la cara como si fuese una perilla.

—Por Dios, no nos cuente nada más —dijo Florian.

Eh bien, lo que aún resulta más repugnante es que la canaille tiene sus propios pervertidos y no sólo los deja tranquilos sino que los eleva a posiciones de responsabilidad. ¿Se ha fijado en la rápida desaparición de los periódicos? Es obra del recién nombrado censeur de la Presse de la Commune y adivinen de quién se trata. Es un antiguo conocido de su compañía, el poeta nauseado Paul Verlaine.

Edge repitió, todavía con más énfasis:

—Por Dios, no nos cuente nada más.

Mientras tanto, los otros miembros de la compañía disfrutaban de su alejamiento de la tormenta y seguían con sus ocupaciones, encantados del tiempo primaveral. Dai Goesle e Ioan Delattre confeccionaron el corsé solicitado por Lunes y lo hicieron con tanto arte que, pese a tener muchas correas para sujetarla a la silla y un tirante rígido para mantenerle recta la espalda, pasaba inadvertido para los espectadores que no eran jinetes profesionales. El tirante de la espalda, por ejemplo, se ocultaba bajo una corta capa que Ioan añadió al disfraz de cordobesa de Lunes.

Jean-François Pemjean se mordió con ansiedad los nudillos la primera vez que Edge sostuvo a Lunes en la silla de Trueno, pero no por mucho rato, porque ella tardó poco en dominar al caballo. Después admitió que había sentido un momento de vértigo, pero en seguida fue «como Si nunca hubiese dejado de montarlo». Edge consideraba probable que Trueno también tuviera que adaptarse a la sensación de llevar encima una carga medio inanimada, pero Lunes y el caballo sólo necesitaron ensayar unos días para que Trueno aprendiese a mantenerla en equilibrio sobre la silla y también a ejecutar todos sus pasos lentos y sus cabriolas de alta escuela sólo obedeciendo a órdenes manuales y vocales.

—Yo diría que ya estáis los dos listos para actuar cuando reanudemos las funciones —anunció Edge una soleada mañana, levantándola de Trueno y sentándola en la silla de ruedas—. Pero ve tú misma a preguntar al director si está de acuerdo.

Edge permaneció cortésmente a cierta distancia mientras sostenían un largo coloquio. Cuando por fin Lunes, sonriente, se alejó empujando la silla, Edge fue al encuentro de Florian, que parecía vacilante y tenía el ceño fruncido.

—Espero que le haya dicho que sí. La niña puede no ser nunca una inteligencia preclara, pero ahora parece mucho más despierta que antes. Incluso da la impresión de ser otra persona después del accidente —dijo Edge.

—Otra persona, sí —contestó Florian, distraído—. Sin embargo, me preocupa. Maggie dice que es perfectamente capaz de volver al trabajo, pero también barrunta que le sucederá algo malo.

—Bueno, si… ¿qué? ¿Maggie? ¿Maggie Hag?

—Dice que ignora por qué lo sabe. Y como es seguro que no tiene la menor noción de política local, me temo que adivina alguna clase de calamidad circense. Dice que sólo siente venir una desgracia.

—Supongo que debemos hacerle caso, director —dijo secamente Edge—, ya que se ha tomado la molestia de volver del más allá para avisarlo.

—¿Eh? —dijo Florian, confuso.

—Director —contestó Edge, mirándole con preocupación—, Magpie Maggie Hag murió y fue enterrada hace dos años y medio.

—¿Maggie? ¿He dicho Maggie Hag? Vaya, vaya. Je, je, je… —Florian hizo una pausa para concentrarse—. Quería decir Lunes. Lunes Simms. Quería decir que Lunes ha empezado a comportarse como la vieja Mag. A ser como Maggie, ¿sabes? Me refiero a presentir cosas.

—¿Ah, sí?

—Sí. Claro que, como tú dices, en el aspecto físico parece casi mejorada por el accidente y, como es natural, le he dado permiso para volver a actuar, pero entonces me ha advertido que esté alerta porque se acerca algo malo. Esto me ha hecho temer que el accidente le haya trastocado el cerebro. O quizá lo ha dotado de alguna cualidad, una extrasensibilidad, como compensación de su invalidez. Supongo que tendremos que esperar a ver qué pasa.

—Sí —asintió Edge, mirándole con atención.

—Otra cosa para hacerme sentir que hemos dado la vuelta al círculo —observó Florian con un largo suspiro— y que volvemos a los días de antaño. Que Dios nos ayude, quizá pronto oiré de nuevo a alguien rugir por el viejo Maximus… —Y Florian se alejó, moviendo con desaliento su plateada cabeza.