5
La pista de la carpa era de nuevo un círculo de serrín liso e impecable cuando el Florilegio se preparaba para empezar su primera función en Pisa. Magpie Maggie Hag, en una especie de movimiento continuo, vendía entradas en la taquilla del furgón rojo, cobraba lire y centesimi y devolvía el cambio —o la mayor parte de él—, y la gente que entraba apenas echaba una ojeada al museo o al león en sus prisas por ocupar los mejores asientos. La carpa no tardó en llenarse, desde las primeras filas hasta las últimas gradas. Cuando Banat dejó caer la lona de la marquesina para cerrar la puerta principal, informó a Florian, con un marcial saludo que él consideraba confederado:
—He recogido casi mil entradas.
—¡Viva! —exclamó Pimienta al oírlo—. Pronto seremos ricos como Cresos.
Florian soltó una carcajada.
—Entonces, irlandesa, no hagamos esperar a la buena gente de Pisa. Vete al patio trasero, que va a empezar el desfile.
Dirigía ahora la gran entrada y cabalgata el elefante Brutus, por lo que Abdullah, sentado sobre sus lomos, podía añadir su trombón desde el mismo principio a la música de la orquesta. Excepto el elefante, los caballos y los terriers saltarines, todos los participantes del desfile cantaron la letra de Autumn para la alegre versión de Greensleeves compuesta por Beck:
Circo-o è allegro!
Circo-o è squisito!
Circo ha cuore d’oro,
E benvenuto a-al Circo!
Como había dicho Autumn, todo el público conocía la melodía. Cuando la cabalgata daba la tercera vuelta al perímetro de la pista, la multitud también había aprendido la letra y la cantaba con un estruendo que casi dominaba los máximos esfuerzos de los músicos.
Florian y Edge habían reorganizado el programa, de modo que ahora los caballos en libertad ya participaban en el desfile con sus plumas, lentejuelas y mantas de borlas, y el coronel Ramrod podía hacerlos volver a la pista mientras el resto de la cabalgata salía por la puerta trasera. La banda entonó suavemente Trueno y rayo y, obedientes al látigo, los caballos iniciaron su rutina. Edge estaba muy contento de que en aquella primera función con la instalación nueva, Autumn no subiría allí arriba hasta el final del espectáculo. No cabía duda de que estaría muy nervioso mientras la contemplase, pero al menos no lo estaría tanto antes de ejecutar su número de los caballos en libertad o su posterior tiro al blanco y aún más posterior volteo como Buckskin Billy.
Cuando el elefante entró de nuevo, tras la salida de los caballos, caminando majestuosamente. Abdullah entonó con solemnidad en su trombón la Batalla de los hunos. La banda tocó una música más rápida —una mezcla de oberturas de Von Suppé—, mientras Brutus ejecutaba varios números en solitario. La competencia de fuerza con voluntarios había sido eliminada. En su lugar, Lunes, Quincy y los tres chinos entraron en la pista dando saltos mortales, llamaron a Brutus al trampolín y, mientras el elefante se columpiaba tranquilamente, hicieron sus poses y pirámides y saltaron sobre sus lomos. Cuando Brutus salió, llevando a cuestas a Abdullah y los Simms, los chinos se quedaron en la pista para su actuación de antipodistas con el incongruente acompañamiento de frenéticas danzas rusas de Glinka. Después, Pimienta y Paprika ejecutaron su número de la pértiga, acompañadas por una rapsodia húngara de Liszt.
La banda enmudeció mientras Florian reclamaba con halagos la bajada de las graderías de la bisnonna Filomena Fioretto y la presentó con el floreo habitual. Sarah ya había aprendido de memoria la frase de agradecimiento en italiano cuando regalaban a la anciana el pastelito y la vela, y también su asombrosa petición de un paseo a caballo en su cumpleaños. La pronunció, al ritmo suave de Porque es una chica excelente, con una voz quebrada y trémula que sirvió para ocultar las deficiencias de su pronunciación.
Cuando el caballo empezó a trotar con la anciana, el número resultó más espectacular que nunca —muchas espectadoras llegaron a desmayarse—, y los atronadores aplausos, exclamaciones de alivio y carcajadas fueron aún mayores cuando Filomena se puso en pie sobre la grupa del caballo y se quitó todas las prendas negras de abuela para aparecer como Madame Solitaire. Por primera vez en mucho tiempo, Jules Rouleau, sentado sobre la tina cerca de la puerta trasera, cantó de nuevo: «Cuando, sentado en el circo, la contemplé dar vueltas…» Cuando Sarah hubo recibido sus aplausos, fue, secándose con una toalla, a felicitar a Rouleau por haber vuelto al circo después de su largo confinamiento. La banda empezó a tocar El tilburí irlandés y Pimienta subió a las alturas para colgarse de la cabellera. Sarah todavía hablaba con Rouleau cuando alguien la hizo girar de repente y la besó en la boca.
—Pompás! ¡Magnífico! —gritó Paprika, abrazándola con fuerza.
—No es… no es la primera vez que ves el número —dijo Sarah, sin aliento.
—Ah, pero tu voz, tus frases italianas de hoy. ¡Casi he creído que todo era real! Eres öszintén müvészi. ¿Se dice en inglés que eres una maestra en tu arte?
—Bueno, ejem… murmuro Sarah, pero Paprika empezó a besarla otra vez, larga y apasionadamente, mientras Rouleau las miraba arqueando una ceja.
También las observaban desde arriba, como vio Sarah cuando por fin se desasió del abrazo. Paprika siguió su mirada y sonrió burlonamente hacia arriba. Pimienta, quieta y rígida en el aire, tenía clavados en ella sus verdes ojos glaciales, con aquel rictus sonriente en el rostro, forzado por la tirantez del cabello. Beck añadía desesperados trinos y floreos a El tilburí irlandés, a la espera de que ella iniciara su actuación. Pimienta no lo hizo hasta que Paprika y Sarah desaparecieron por la puerta trasera. Entonces se entregó con tal frenesí a sus giros, volteos y oscilaciones, que Beck tuvo que poner a El tilburí irlandés a un galope tendido.
Tarde, aquella noche, en el comedor del Contessa Matilde, la mayoría de artistas del circo hablaron con alegría, en sus mesas respectivas, sobre el éxito de sus actuaciones y la mayor comodidad con que podían trabajar en la despejada pista nueva, acompañados por música apropiada y ante el entendido público de Pisa. Pero Pimienta y Paprika se hallaban en mesas diferentes y Sarah en otra, hablando muy poco y comiendo todavía menos.
Tampoco Edge tenía mucho apetito, aunque estaba al lado de Autumn, quien se sentía contenta y excitada por los triunfos del día como cualquiera de los otros artistas. Su número de la cuerda floja había recibido una gran ovación, con el público puesto en pie, tanto en la función de tarde como en la de la noche, y ahora intentaba convencer a Edge de que su volteo a caballo era, de hecho, mucho más peligroso que su propio número.
—Tengo que desviar la mirada, Zachary, cuando te deslizas de la silla de un caballo al galope, pasas por debajo de su vientre, entre las rápidas patas, y subes a la silla por el otro lado.
Esto no tranquilizó mucho a Edge. Auburn se veía muy diminuta, frágil y vulnerable allí arriba, bajo el techo de la carpa, realizando proezas que le quitaban el aliento, incluso cuando las hacía a sólo dos metros y medio del suelo. Su única esperanza era dominar con el tiempo esa ansiedad que le secaba la boca y le humedecía las palmas cada vez que la veía a tan gran altura.
Mucho más tarde aquella misma noche, Jules Rouleau estaba a punto de quedarse dormido cuando la puerta de su dormitorio se abrió con suavidad y alguien entró en la habitación casi a oscuras.
—Qu’est-ce que c’est? —murmuró—. No puede ser otro masaje a esta hora.
—No soy Maggie, soy yo, Sarah, Necesito tu ayuda, Jules.
—Qu’est-ce que c’est? —preguntó él de nuevo, pero ahora despierto del todo y sobresaltado.
A la luz difusa que se proyectaba en la habitación desde el patio de la cocina, donde las fregonas aún continuaban su trabajo, Rouleau pudo ver que Sarah se estaba desnudando. Oyó que le decía, con voz temblorosa:
—Ya… ya has visto cómo me ha besado Paprika. No el beso rápido habitual, sino un beso de… de amante.
—Chérie —dijo él, incorporándose en la cama y con voz también un poco trémula, mientras ella continuaba desnudándose. No has podido engañarte en cuanto a la naturaleza de esas dos flagrantes marimachos.
—No, pero Paprika me corteja últimamente. Y cuando me ha besado hoy… casi, no, sin casi, me ha gustado. Me ha excitado.
—Esto puede ocurrir —dijo Rouleau con toda la sangre fria de que fue capaz—. Pero ¿por qué acudes a mí? ¿Por qué te estás quitando la…?
—Jules, necesito a un hombre. Sólo para probarme que no soy un marimacho, Te lo ruego, Jules… Ya desnuda, se deslizó bajo las sábanas, a su lado.
Rouleau se apartó, diciendo, casi con pánico:
—Chérie, me pones en un aprieto. Sabes desde hace tiempo que soy, a mi modo, igual que Pimienta y Paprika al suyo.
—Por lo menos, tienes… un cuerpo masculino. ¡Por favor, Jules!
—Para mí sería… repugnante, no tú, ya me comprendes, querida Sarah… sino el acto en sí. Hay otros hombres en el espectáculo, varones masculinos, que gozarían complaciéndote…
—He perdido a Zachary y Florian está absorto en sus cosas y cualquier otro hombre se jactaría, alardearía y se iría de la lengua. Tú eres un viejo amigo. Hazlo una sola vez, por amistad.
—Sencillamente, no puedo, Sarah. Sabes que por ti haría cualquier cosa que estuviera en mi poder. Pero esto no lo está.
Ella pensó un momento y luego sugirió con timidez:
—¿No podrías fingir… fingir que soy un muchacho? —Le dio la espalda y se acercó mucho a él. Rouleau gimió ligeramente, bajó la cabeza de la almohada para adaptar su cuerpo al de ella y la rodeó con sus brazos… pero sólo la cintura, con mucho cuidado de no tocar nada palpablemente femenino—. Ahora —añadió Sarah en voz baja—, intenta imaginar que soy… el que tú prefieras. —Alargó la mano hacia atrás para tocarle, pero él se apartó.
—No hagas eso, por favor. Es demasiado evidente que se trata de una mano femenina. No hables siquiera. Intentaré…
Exceptuando un crujido de la cama, en la habitación no se oyó nada durante largo rato. Sarah, con pequeños movimientos de las nalgas, intentó excitar a Rouleau para que su miembro dejara de estar fláccido, pero sólo notó que empezaba a sudar.
Por fin él rompió el silencio:
—Es inútil, Sarah. Lo siento, lo siento mucho, pero…
—Tal vez, si hiciera esto… —dijo ella, deslizándose hacia abajo. Su voz sonó ahogada bajo la sábana cuando añadió—: Los muchachos lo hacen, ¿verdad?
Rouleau volvió a gemir débilmente, pero dejó que lo intentara. Y ella lo intentó, con pasión, energía, pericia y paciencia, pero en vano.
—Je suis désolé, Sarah. Es inútil.
Al cabo de un momento, todavía bajo la sábana, murmuró ella, en tono humilde:
—¿Podrías… podrías hacérmelo a mí?
—¡No! —exclamó él, apartándose con violencia—. Esto no puedo ni intentarlo. Lo siento, Sarah, pero estoy seguro de que vomitaría. Te sentirías más rejetée que nunca.
Como un animal herido, ella salió de entre las sábanas y apoyó la cabeza en la otra almohada.
—¿Me abrazas un rato, entonces? Nada más. Sólo abrázame hasta que nos quedemos dormidos.
Él lo hizo, aunque todavía nervioso, sin tocar ningún lugar femenino. La habitación ya estaba completamente a oscuras, pues las pinches habían terminado de fregar y apagado todas las luces, pero Sarah no dormía. Aún tenía los ojos abiertos cuando la oscuridad se aclaró un poco hacia el amanecer y empezó de nuevo el ruido de ollas y sartenes con el regreso de las cocineras para preparar el desayuno. Los brazos de Rouleau seguían rodeándola, así que ella, por consideración, no se movió hasta que él estuvo despierto, lo cual sucedió a hora muy avanzada de la mañana.
Por eso Clover Lee, mientras llenaba su plato ante el bien provisto aparador del comedor, preguntó ingenuamente a Florian:
—Mi madre no ha dormido esta noche en nuestra habitación. ¿Ha estado con usted?
—Ejem… no —respondió Florian—. Esta noche, no.
La pregunta le había cogido desprevenido, de lo contrario, la habría eludido, pues Pimienta y Paprika se hallaban a su lado ante el aparador.
Pimienta se encaró con Paprika, con el rostro contraído, pero Paprika dijo:
—Sabes dónde estaba yo. En nuestra habitación y en nuestra cama. ¿Recuerdas? Nos besamos e hicimos las paces. Cinco o seis veces y de modo muy agradable, por cierto.
Con diplomacia, Florian y Clover Lee se dirigieron a una mesa alejada.
Pimienta dijo con voz firme:
—Y tú sabes muy bien, maldita sea, lo profundamente que duermo después. ¡Podrías haber ido a cualquier parte, coqueta!
—No hagas una escena ridícula, kedvesem. Yo no merodeo en plena…
—¡No, claro, tú merodeas en torno a ella a plena luz del día! Pero preguntémoselo a ella misma. Aquí está esa ramera.
Sarah entraba en el comedor, despeinada y con los ojos enrojecidos. Pimienta le salió al encuentro y preguntó:
—¿Dónde has dormido, ya que no donde debías?
—¡No es un maldito asunto tuyo! —replicó Sarah, sorteándola.
Pimienta silbó, apretó los dientes, se volvió y lanzó su plato, nadie supo si a Sarah o a Paprika, porque no dio en el blanco. Un inocente viajante milanés, que sólo tomaba un desayuno continental de panino con mantequilla, marmellata y café, se encontró con la falda llena de salchichas calientes y huevos revueltos. Se levantó de un salto, gritando: Fregna! Sono fottuto!, pero Pimienta ya había salido del comedor a grandes zancadas.
No se la volvió a ver —y Paprika buscó por todas partes— hasta que la banda afinaba los instrumentos para la función de la tarde. Entonces Pimienta y Yount llegaron paseando al Campo Sportivo, cogidos del brazo, entre la multitud que se movía en todas direcciones. Yount tenía la cara y la calva cubiertas de rubor y la barba un poco hirsuta. Pimienta ya no estaba furiosa, sino serena, y el corpiño de su vestido de calle verde llevaba los botones ramal abrochados.
—¡Pim! —gritó Paprika, como en un sollozo—. ¡Date prisa! Tenemos otro lleno. Apenas tienes tiempo de cambiarte para la cabalgata.
—Calma, calma —dijo Pimienta, en tono casual—. Ya me estoy acostumbrando a vestirme y desnudarme en un santiamén. ¿Verdad, cariñín? —Miró con adoración a Yount.
Este enrojeció aún más y contestó:
—Bueno, supongo que la puntualidad es digna de elogio en una mujer.
—Pues, sí, yo siempre me he corrido de prisa. Y a menudo —dijo Pimienta, mientras Paprika la miraba, horrorizada—. Obie, macushla, ¿quieres entrar antes que yo en el vestidor?
—No es necesario, señorita Pimienta. Sólo he de quitarme esta ropa. Llevo debajo la piel de leopardo del Hacedor de Terremotos…
—Ah, sí, lo olvidaba. —Y Pimienta rió con lascivia—. Muy bien. Adiós, amor mío, hasta la próxima vez.
Yount se fue dando trompicones, casi como borracho, y Pimienta subió con agilidad los peldaños del furgón vestidor. Paprika la siguió.
—Sólo lo has dicho para burlarte y atormentarme, ¿verdad, Pim? Todo han sido színlelés… mentiras… ¿verdad?
Pimienta murmuró, pero hablando consigo misma:
—Vaya, fíjate en esto. ¿Habré venido mal abrochada desde el hotel? —Empezó a desabrocharse.
—¡Pim! Dime que nada es verdad… sobre ti y ese buey estúpido. Por fin, Pimienta la miró a la cara.
—No, te contaré en cambio una vieja historia transmitida por los hojalateros. Un tipo va a ver a Biddy Early y pide a la bruja un talismán que obligue a su bonita esposa a guardarle fidelidad. Biddy le contesta que ya lo tiene. El tipo pregunta: «¿Qué es?» «Es un anillo mágico, muchacho». El tipo pregunta: «¿Dónde está?» La vieja Biddy dice: «Entre las piernas de tu mujer. Mientras mantengas el dedo en ese anillo, no te pondrá nunca cuernos».
—Oh, Pimienta, querida mía, yo no he sido infiel. Sólo he coqueteado, y nunca con un hombre, nunca desde que te conozco.
—¿Te digo entonces —replicó Pimienta, quitándose la última prenda con sensual lentitud— lo que te has perdido?
—¡Pim, no lo has hecho! —Silencio—. ¿Lo has hecho?
Silencio, mientras Pimienta se ponía sinuosamente los ceñidos leotardos de color carne.
—Sólo le has provocado —dijo con esperanza Paprika—. Quizá le has dejado acariciar el terciopelo…
Silencio, con una sonrisa ausente y evocadora.
—Te lo ruego, Pim —se desesperó Paprika—, ¡no digas que le has dejado enhebrar la aguja!
—Una y otra vez. No en vano le llaman el Hacedor de Terremotos.
Ahora Paprika se echó a llorar.
—Juraste que nunca…
—Vamos, no te pongas histérica. No ha sido tan terrible como la primera y única vez que un hombre me violó. Ya te conté que mi tío Pete Robie me subió la bata de colegiala hasta la cabeza y me ensartó como a un pollo, por el agujero equivocado, además, tan bruto era. Pero ahora creo que con mi querido Obie podría incluso preferir la manera normal de hacerlo. —Y salió del furgón, dejando a Paprika hecha un mar de lágrimas.
Por esta causa Paprika, avergonzada de mostrar su rostro hinchado, su maquillaje corrido y su aspecto deplorable en general, faltó a la gran entrada y en consecuencia recibió una severa reprimenda por parte de Florian y otra más tarde por ejecutar su número de la pértiga con la rigidez de un autómata.
Cuando el público de la tarde se dispersó a la hora del crepúsculo, la mayoría de artistas y ayudantes se dedicaron al cuidado de su equipo, utilería y animales, y Autumn dijo a Edge:
—¿Quieres venir conmigo, Zachary? Herr Beck está revisando mi aparejo para un ensayo y me gustaría enseñarte algo.
Entró con ella en la carpa. En el estrado de la banda, Dai Goesle colocaba unos faroles que había comprado aquella mañana en una tienda de Lungarno. Ninguno de los músicos los necesitaba, ya que ninguno, excepto Bum-bum Beck, sabía leer música, con o sin luz. Sin embargo, Magpie Maggie Hag había creado para el director de orquesta un uniforme que le daba aspecto de mariscal de campo y que Beck deseaba que fuera bien visible. Él ya lo era en aquel momento, pero vestido de faena. Con ayuda de dos eslovacos había desconectado del poste central, marcado con el guión, el extremo más lejano de la cuerda de Autumn, a fin de bajarla hasta formar un ángulo con la pista, y ahora sujetaban dicho extremo a una gruesa estaca.
—Haré ensayar a Domingo y Lunes el ascenso inclinado —explicó Autumn—, pues deben estar listas para su debut cuando lleguemos a Florencia. Pero lo que quería enseñarte… Bueno, cada vez que miro hacia abajo cuando estoy arriba en la cuerda, te veo observarme, muy pálido y tenso. Creía que tal vez, si subes conmigo a la plataforma —señaló la escalera de cuerda—, disminuirán un poco tus aprensiones.
—Muy bien. Es posible.
—Pues, adelante. Yo te seguiré.
Como el último de los patanes, Edge empezó a subir la escala de cuerda como si fuese una escalera normal de madera. Pero en cuanto puso las dos manos y los dos pies en los peldaños, la escala se inclinó de repente hacia afuera, de modo que él quedó colgando casi en posición horizontal. Se encontró inmovilizado, incapaz de proseguir, como si subiera por el lado interior de una escalera corriente.
Autumn se rió con tolerancia y dijo:
—No, así no. Hay un truco. Baja y te lo enseñaré. —Él obedeció, avergonzado, y miró cómo lo hacía ella—. En realidad, se sube por el lado. ¿Lo ves? Con la cuerda contra el cuerpo y las manos y los pies en los peldaños, pero uno en cada lado. —Trepó con la rapidez y agilidad de un mono, aunque no se parecía en absoluto a un mono en ningún otro aspecto—. Ahora pruébalo —gritó desde la plataforma.
Edge subió, aunque despacio y torpemente, con la impresión de que su peso se había doblado de improviso. Estaba tan atento en colocar las manos y los pies de forma alterna en los peldaños, que no miró hacia abajo hasta que estuvo junto a Autumn en la minúscula plataforma, y casi sintió vértigo. Con las manos agarradas al poste central que tenía detrás, exclamó:
—¡Por Dios, mujer! ¡Es como mirar desde el puente Natural! Parece mucho más alto desde aquí que desde abajo y ya era bastante terrible desde la pista.
—Vaya, y yo pensaba que esto eliminaría tus preocupaciones.
—Y mira hacia allí —dijo él, impresionado. Has de cruzar el vacío entre aquí y el otro poste, donde está la marca blanca. ¡Parece ancho como el Mississippi!
—No tengo que hacerlo. Lo hago porque estoy dotada para ello. Porque es lo que hago mejor.
—Esto es Uso —replicó Edge, un poco más relajado—. Puedo enumerarte una serie de cosas que haces…
—¡Zachary!
—Es verdad. Está bien, me has traído aquí arriba y he mirado y aún no puedo prometer que me acostumbraré algún día a que trabajes a esta altura. Sólo me preocupa porque te amo, pero, como dices, es tu trabajo y tu arte.
—Y mi placer. Aquí arriba, en especial cuando el público y la banda enmudecen y se quedan en suspenso, no pienso en el peligro o la altura o la necesidad de precisión y cautela. Mi cuerpo sigue trabajando, mientras yo sólo escucho. Aquí arriba todo es un dulce murmullo. Escucha tú también, Zachary. ¿Lo oyes? La lona sobre nuestras cabezas cruje suavemente, los alambres murmuran, incluso el poste central vibra como si cantara…
—Autumn, te quiero demasiado para dejar que mi preocupación te preocupe. Demasiado para hacer cualquier cosa que pueda suponer un obstáculo o un impedimento para ti. De modo que nunca lo haré. Ninguna condición, ninguna prohibición, ninguna intromisión.
—Eres un amante considerado. Quizá es por esto que yo también te quiero.
—En este momento soy un amante un poco mareado. ¿Bajo del mismo modo que he subido?
—Igual. Con los pies y las manos a ambos lados de la cuerda.
Cuando hubieron bajado y Autumn se fue a cambiar de ropa para ensayar, Edge permaneció en la carpa, y en cuanto se quedo solo con los eslovacos, subió y bajó la escalera de cuerda varias veces Decidió que nunca lo haría con la agilidad de un mono, pero al menos ahora no la subía y bajaba como un viejo temeroso y débil.
Fuera, en el patio delantero, Paprika encontró a Sarah paseando cerca del lugar donde Florian hablaba con un elegante desconocido.
—Sarah, kedvesem —dijo Paprika—, Pimienta y yo hemos llegado a una separación definitiva. Ya ocupo otra habitación en el hotel. Quizá pueda persuadirte ahora…
—¡Calla! —dijo Sarah, irritada—. Florian tiene un visitante distinguido. Estoy tratando de oír lo que dicen.
El desconocido decía:
—… mi hermano mayor es, por supuesto, il direttore, pero yo soy el que habla inglés. Y hemos dado por sentado, al ver sus affisi, «Circo Americano Confederado», que ustedes eran americanos.
—Su visita me honra, signore. Durante mi primera estancia en Europa, nunca tuve la suerte de encontrarme con su circo ni con nadie de su familia. Podemos hablar en italiano, si lo prefiere.
—No, no, sta bene. Necesito practicar el inglés. Me ha gustado su espectáculo, signor Florian. Pequeño pero bien organizado y pieno di energia, ¿cómo se dice?, ¿lleno de brío?
—Aquí viene nuestro director ecuestre, signore —dijo Florian cuando Edge se unió a ellos—. Y también nuestro tiratore y jinete de volteo, como ya ha visto. ¿Puedo presentarlos? Signor Orfei, coronel Edge. —Los dos hombres se inclinaron y estrecharon las manos. Florian continuó—: La visita de un miembro de la famosa familia Orfei es suficiente cumplido. Si además nos elogia, el cumplido es mucho mayor.
—A uno le gusta pesare —dijo el visitante—, ¿sopesar, dicen ustedes?, a la competencia.
—Ahora nos halaga —contestó Florian—. No podernos hacer la competencia al Circo Orfei. Su circo debe de ser el más antiguo de los que subsisten en Europa.
—Creemos que sí. Hace más de ciento treinta años que un Orfei, era un monsignore de la Santa Iglesia, ¿se lo imagina?, se enamoró de una gitana, renunció a sus votos, colgó los hábitos y se fugó con ella. Por los caminos, él tocaba la flauta y ella bailaba por unas pocas monedas. Hasta que se les unieron otros vagabundos. Pero durante muchas décadas, signor Florian, el Circo Orfei fue una caravana de gitanos, mucho menor que la suya.
—Una historia aleccionadora, signore —dijo Florian—. Y se lo advierto, espero emular el crecimiento y éxito del Orfei.
—Le deseo buona fortuna. Algunos propietarios de circo temen y luchan contra la competencia. Personalmente, creo que cuantos más y mejores circos haya, tantos mas deseará ver la gente para admirar, disfrutar y comparar. Le aseguro que no he venido aquí para disuadirle de competir. Ahora nosotros trabajamos en Lucca, a diecinueve kilómetros de aquí, de modo que he venido a hacer una visita de cortesía a un colega.
—¿Le gustar echar una ojeada al circo? Al coronel y a mí nos complacerá acompañarle.
—Grazie, pero ya he dado una vuelta, sconosciuto. Así se ve todo mejor. Y, como es natural, he observado inmediatamente algo extraño. No tienen teloni del giro.
Florian tradujo para Edge:
—Una valla alta en torno al recinto. —Y dijo a Orfei—: Conozco la costumbre europea de vallar el terreno del circo para tapar la vista a los curiosos. En realidad esto sería más útil en América, donde los nativos son incurablemente fisgones. Aquí en Europa, la gente es más educada y no escudriña en la intimidad de un patio trasero. Si algún día encuentro conveniente una valla, la haré construir. Pero hay muchas más cosas que tienen prioridad.
—Senz’altro. Si capisce. —Orfei apoyó las manos en el puño de marfil de su bastón de ébano—. Ya que estoy aquí, signori, ¿puedo hacer una pregunta? Su funámbula, la signorina Autumn, ha hecho una solicitud para incorporarse al Circo Orfei. Yo nunca los privaría de su mejor número. Sin embargo, si la signorina todavía desea…
Edge se puso rígido, pero Florian habló primero.
—Creo que no, signore. El hecho es que ella y el coronel Edge aquí presente son… ejem… una pareja como la de su antepasado apóstata y su amante gitana.
—Pero no es de mi propiedad —dijo Edge—. Puede usted hablar con ella, y en privado.
—¡No! ¡Nunca! Coronello, soy italiano. Le exhorto a que recuerde a Romeo e Giulietta, Dante e Beatrice, monsignore Orfei e la zingara. ¿Interferir en un asunto amoroso? ¡Nunca podría volver a ir con la cabeza alta en Italia!
—Muy agradecido —murmuró Edge.
—En realidad, signori, nuestro programa ya está un poco sobrecargado. Mi hermano mayor es a veces demasiado entusiasta contratando y demasiado sentimental para despedir a nadie. Pero el contrato de uno de nuestros mejores trapecistas expirará pronto, y creo que debería cambiar de circo.
—A mí me complacería muchísimo tener un número de trapecio —dijo Florian—, pero carecemos de la utilería necesaria.
—Maurice LeVie (un francés, pero que también habla italiano e inglés) posee su propia utilería. Niquelada. Muy bonita. Y también su propio caballo y furgón para el transporte.
Florian silbó, admirado.
—¿Podría yo pagarlo?
—Cobra ciento cincuenta liras semanales.
Florian silbó de nuevo, con menos admiración.
—Treinta dólares. Es el doble de lo que pago a mi director ecuestre.
—No se preocupe por esto —dijo Edge—. Un buen número de trapecio vale esto y más para nosotros. Y no me quejaré de que cobre un sueldo mayor que el mío. He estado una vez en la cúspide de la tienda y jamás haría cabriolas allí arriba por cualquier cantidad de dinero.
—Tal vez, signori —dijo Orfei, ustedes y otros miembros de su compañía honrarán nuestro espectáculo con su visita en Lucca. Maurice cierra la primera mitad de nuestro programa, antes del intervallo. Pueden verle trabajar, juzgar su mérito y volver aquí, todo en un solo día.
—Muy buena idea —respondió Florian—. Dispondremos de una jornada de descanso aquí, al término de nuestra estancia, para hacer algunas compras. Gracias por la invitación, signor Orfei. El coronel y yo, y nuestro director del espectáculo complementario, le veremos en Lucca.
La estancia del Florilegio en Pisa duró sólo diez días, pero no fue en absoluto lo que Florian hubiese llamado en Estados Unidos un lleno diario o una bianca en Italia, sino una serie de funciones en un circo atestado, a menudo sin cabida para todo el público. Por lo visto acudieron todos los residentes de Pisa y todos los turistas y viajeros de paso en la ciudad, pero con el considerable aumento de capacidad de la carpa diez días bastaron para acogerlos a todos. Durante este período, el circo no sufrió accidentes ni luchas internas, aunque todos advirtieron que Sarah evitaba la compañía de Paprika y que ésta y Pimienta se evitaban mutuamente, salvo cuando era necesario estar juntas en las representaciones.
Cuando en la función nocturna del décimo día en Pisa sólo se vendieron dos terceras partes de las localidades —en su mayoría, según el portero Banat, a personas que ya habían acudido una vez—, Florian dio la orden de desmantelar la carpa aquella misma noche.
A primera hora de la mañana siguiente, toda la lona estaba extendida sobre el óvalo de hierba, ahora marrón, pisoteado y salpicado de serrín. Stitches, descalzo y agachado, iba trazando sobre la lona rayas de tiza para guiar a los pintores eslovacos, también descalzos, que esperaban con cubos de los colores elegidos: verde y blanco.
—Sólo uso la pintura más fluida posible —anunció Goesle a los que miraban— para conservar la flexibilidad de la lona y no disminuir el bonito resplandor que se filtra por la noche cuando está iluminada por dentro. Además, esta pintura ya se habrá secado mañana.
Edge enganchó a Bola de Nieve al carruaje y él, Florian y Fitzfarris partieron a un trote ligero por la Strada Lucca entre la niebla matutina. Flanqueaban la carretera dos hileras de inmensos castaños, sin hojas, por lo que sus ramas entrelazadas parecían los arcos ojivales y aristas de una especie de iglesia. Por añadidura, la corteza de los castaños se pelaba y rizaba como una multitud de volutas. Edge podía hacerse la ilusión de que viajaba por la biblioteca de un monasterio medieval. Más allá de los árboles se veía la tierra todavía llana, pero ya no eran sólo campos de rastrojos y colza. Había huertos de olivos retorcidos y atormentados, y viñedos igualmente nudosos y contorsionados.
—Si alguien me pidiera ahora mismo una somera descripción de Italia —dijo Fitzfarris—, diría que es una tierra llena de nudos.
—Oh, verás una gran variedad de paisajes antes de que abandonemos Italia —dijo Florian—, campos de algodón de Alabama, canteras de piedra de Vermont, minas de hierro de Minnesota, arrozales de Louisiana, bosques maderables de Virginia, Adirondacks nevados…
Llegaron al campamento del Circo Orfei —en un Campo Sportivo casi idéntico al de Pisa, situado entre dos bastiones salientes de las altas, gruesas y antiguas murallas de la ciudad— justo antes de que comenzara la función de la tarde, así que Florian enfiló a toda prisa, junto con Edge y Fitz, la avenida central del circo: una hilera de barracas coronadas por estandartes de lona que anunciaban con descarada exageración y licencia artística las atracciones que se encontraban en el interior: la Dama Obesissima, Ircole il Potente, Ragazzo Pinguino…
—La Dama Muy Gorda, Hércules, el Muchacho Pingüino —tradujo Florian pasar—. Debe de ser uno de esos chicos con aletas en vez de brazos.
La carpa del Orfei no era mayor que la actual del Florilegio, pero estaba toda ella pintada con estrellas multicolores y ondeaban banderas y estandartes marcados con el nombre de «Orfei» no sólo en sus dos postes centrales, sino también en las puntas de todos los postes laterales. Y había gran número de otras tiendas alrededor de la grande. Las dos más prominentes tenían banderas: una, llena de grabados de animales en torno a la palabra Serraglio, y la otra con una danzarina envuelta en velos y las palabras Ballo del Tabarin.
—Zoológico y Music Hall —explicó Florian—. Este último es sin duda un espectáculo de chicas desnudas para hombres solos.
Las tiendas, de menor tamaño sólo tenían letreros pequeños, todos iguales: È vietato l’ingreso.
—Prohibida la entrada —tradujo Florian. Los vestidores de la compañía, la tienda de la cocina, la herrería y cosas similares. Y, mirad, hasta hay retretes para el público.
Señaló dos cabinas colocadas en un lado del campamento, marcadas Uomini y Donne. En el patio trasero del circo, al fondo de todas las tiendas donde estaba prohibido entrar, se hallaban aparcadas numerosas caravanas de chapa similares a la de Autumn, con pequeñas chimeneas de hojalata despidiendo humo.
—Es impresionante —murmuró Edge.
—No os dejéis desanimar, muchachos —dijo Florian—. El nuestro será tanto o más grande algún día.
En la puerta principal, un altivo Arlequín tomó sus entradas y una orgullosa Colombina alargó a cada uno de ellos un programa de varías páginas, muy bien impreso. Fitzfarris lo examinó con interés profesional, advirtiendo que llevaba anuncios de numerosos mercaderes y servicios de Lucca. Como en su propia carpa, Florian, Fitz y Edge entraron en ésta por debajo del estrado de la banda, que estaba formada por un número de músicos tres veces mayor que la dirigida por Beck —todos uniformados, lujosamente (y con irreverencia), como la Guardia Suiza del papa— y que tocaba un popurrí de marchas de ópera para la cabalgata inicial.
—Mirad eso —dijo Fitzfarris, maravillado, cuando encontraron sus sillas de lona numeradas—. La puerta trasera tiene cortinas de terciopelo y un arco de proscenio ornamental.
La gran entrada y el desfile que efectuaron a partir de este arco fueron aún más esplendorosos. Los encabezó el director ecuestre, vestido de un modo nada chillón, con un impecable traje de montar: sombrero de copa brillante, frac «rosa», pantalones bien cortados y relucientes botas altas. Además de la multitud de artistas que se pavoneaban en el desfile —con capas cubiertas de lentejuelas y abundantes plumas de avestruz—, había cuatro elefantes, dos camellos, veinte o más caballos de pista enjaezados, un león, un tigre y un leopardo, cada uno en una jaula diferente.
Había también carromatos ornamentales, profusamente tallados y dorados, que tenían panoramas pintados y sus accesorios correspondientes y representaban acontecimientos como Colón descubriendo el Nuevo Mundo, Marco Polo descubriendo China y otros diversos hechos históricos italianos que se remontaban a César descubriendo Britannia. A juzgar por los cuadros, Colón, Polo y César habían sido saludados en cada tierra nueva por mujeres nativas diáfanamente cubiertas por gasas y velos muy finos. Edge se levantó para ver mejor estos carromatos mientras pasaban por la curva del fondo de la pista. Sus costados interiores consistían sólo en listones, tela metálica y contrafuertes de sesenta centímetros por un metro veinte. Edge volvió a sentarse y comentó este detalle.
—Es lo corriente —dijo Florian—. Todos los desfiles circenses se mueven en sentido contrario al de las manecillas del reloj, por la parte exterior de la pista. ¿Por qué derrochar trabajo y dinero para adornar el lado izquierdo de los carromatos?
La cola de la procesión aún salía por el proscenio de la puerta trasera cuando los primeros artistas ya entraban en ella; un número muy rápido de saltimbanquis.
—I Saltimanchi Turchi! —gritó el director ecuestre antes de que la orquesta tocara, aún con más fuerza, la obertura de Il Turco in Italia de Rossini.
El signor Orfei había elogiado el «bien organizado» espectáculo del Florilegio, pero éste lo era mucho más. Tenía que serlo, debido a sus proporciones. Mientras un artista saludaba bajo aplausos ensordecedores, otro artista o grupo de artistas ya estaba entrando en acción. Edge observaba con envidia y mucha atención, tomando notas mentales, la fluidez y suavidad con que el director ecuestre se hacía cargo de la gran cantidad de artistas y animales, con sus accesorios y utilería, y de los peones (todos ellos hábiles y discretos, vestidos con monos negros), que acarreaban, enrollaban y llevaban los diversos equipos dentro y fuera de la pista.
No hubo una sola actuación imperfecta en toda la primera mitad del programa, ni una sola que resultase lenta. Incluso los cuatro elefantes entraron a un solemne trote, sin la compañía de ningún domador, y ejecutaron con agilidad sus números de fuerza y equilibrio sin ninguna orden audible, salvo el restallido ocasional del látigo del director ecuestre. Como por propia iniciativa, cerraron la actuación con la espectacular «montura larga»: el primer elefante levantó las patas traseras y los de atrás levantaron y apoyaron las patas delanteras sobre las grupas del elefante que los precedía, todos enroscando las trompas y barritando triunfalmente.
Mientras tanto, los peones eslovacos soltaron las cuerdas para hacer bajar desde la cúpide de la carpa los brillantes columpios niquelados del «signor Maurice, il intrepido acrobata a-e-ro-batico francese!» y un hombre bajo y moreno entró en la pista. Iba envuelto en una capa escarlata que hacía ondear con gran donaire y magnificencia. Era esbelto hasta la exageración y sus mallas estaban cubiertas por lentejuelas de color azul eléctrico. Trepó, centelleante, por la escalera de cuerda con tanta agilidad como Autumn.
—Tiene dos trapecios —dijo Edge a Florian—. ¿Cómo puede usarlos a la vez?
—¿Cuándo viste por última vez un número de trapecio, Zachary?
—Que me cuelguen si lo recuerdo. Bastante antes de la guerra.
—Ah, entonces te espera una gran emoción. Monsieur Léotard, de Francia, ha revolucionado el arte, y casi todos los trapecistas del mundo siguen su ejemplo.
La actuación de Maurice LeVie fue, en efecto, algo nuevo para Edge, y también para Fitzfarris. Hasta entonces sólo habían visto a los trapecistas ejecutar los giros y saltos mortales posibles en la barra horizontal de cualquier gimnasio: sólo que con la barra suspendida a gran altura. Maurice también empezó haciendo estas cosas, pero luego —mientras la banda tocaba el Bal de Vienne de Strauss— se colgó del trapecio por las rodillas y lo hizo oscilar cada vez más de prisa y más alto hasta que, de repente, lo apartó con los pies y se lanzó al vacío —todos los espectadores exhalaron un grito ahogado— para coger el otro trapecio con las manos. El impacto dio impulso al trapecio y entonces Maurice, deslumbrante de lentejuelas, fulguró literalmente de un lado a otro, como un relámpago azul, entre las dos barras oscilantes, agarrándose a veces con las manos, a veces con las rodillas dobladas y a veces sólo con los dedos de los pies. Y en el espacio vacío entre los dos columpios daba atrevidos giros, vueltas y tumbos, como si fuera totalmente ingrávido. Por último, Maurice se puso de pie sobre una de las barras, que seguía oscilando peligrosamente, alzó los brazos en forma de V, y continuó balanceándose, sin más apoyo que la fuerza centrífuga, mientras el público enloquecía de entusiasmo.
—¡Debemos de contratarlo, Florian! —exclamó Fitzfarris.
—Lo haremos, si él acepta. Salgamos antes que el gentío.
En el patio delantero, Fitzfarris fue a inspeccionar las atracciones de la avenida central, mientras Florian y Edge se dirigían al furgón rojo, donde encontraron al mismo hermano Orfei que ya conocían. Los invitó a entrar, les puso sillas ante su mesa, les dio un cigarro a cada uno y una copa de buen vino de Barolo, y preguntó:
—¿Y bien? ¿Desea hablar con monsieur LeVie, signor Florian?
—Creo que es innecesario. Su trabajo habla por sí mismo. Y en este momento debe de estar fatigado; no quiero perturbar su descanso. ¿Podría ver su salvoconducto?
—Certo —respondió Orfei, abriendo un cajón que contenía un montón de estos documentos; los revolvió, sacó uno y lo alargó a Florian—. Todo son alabanzas y recomendaciones. No hay nada que lo desacredite. Excepto eso, claro —y señaló algo en una de las páginas del cuadernillo.
Eso, claro —repitió Florian, pero no pareció dedicar mucha atención a ello y pasó con rapidez las otras páginas y devolvió el cuaderno a Orfei—. ¿Le ha mencionado nuestro interés en adquirir sus habilidades?
—Lo he hecho, signore, y ha dado muestras de un gran entusiasmo. Sería un reto y un gran placer, ha dicho textualmente, usar su trapecio para ayudar aun espectáculo nuevo y pequeño a alcanzar la grandeza. Y no ha hablado con egoísmo ni condescendencia. Maurice es realmente un gentiluomo, ¿cómo lo dirían ustedes?, un chico estupendo.
—Trato hecho, entonces —decidió Florian. Espero que nuestro Florilegio esté en Florencia dentro de seis o siete días y que nuestra estancia allí dure tres semanas como mínimo. A menos que Maurice cambie de opinión en este intervalo, confiaremos en que se incorporará a nosotros cuando lo considere más conveniente.
—Maurice no le defraudará, signore. Estará allí.
—¿Y el Circo Orfei? ¿Adónde se dirigen?
—Primero a Siena y luego viajaremos hacia el sur para pasar el invierno. Quizá bajemos hasta Egipto.
—Después de Siena, Roma, supongo.
—Dio guardi, ¡no! Por lo menos, nosotros no volveremos allí hasta que Roma se unifique con el resto del reino de Italia. La provincia de Roma es la única que continúa siendo un Estado papal. Quizá por venganza, las autoridades se han vuelto opresoras y hostiles. Puritanas, si se puede aplicar esta palabra a la Santa Iglesia. Los carabinieri romanos casi nos encarcelaron, a mí y a mis hermanos, por vestir a nuestra orquesta con el uniforme de la Guardia Suiza. Créame, le harían cubrir a todas sus mujeres con batas informes y censurarían cada chanza y cada número cómico. No, no, le aconsejo, amigo Florian, que se mantenga apartado de la Ciudad Santa y sus alrededores.
—Gracias, así lo haremos. Aunque es una lástima. Pocos miembros de nuestra compañía la han visitado.
—Oh, visítenla, no faltaría más. Nadie debería perderse Roma, y los simples visitantes no son molestados. Además, puedo asegurarle que la población romana no es tan mojigata como sus gobernantes. Si acampan en Forano, justo al norte de la frontera del Estado, y si en Roma oyen hablar de su espectáculo, eppur si muove, la gente recorrerá con gusto los cincuenta kilómetros de ferrocarril para contemplarlo.
—Gracias otra vez, signor Orfei —dijo Florian, levantándose—. Ha sido muy servicial, generoso y hospitalario. Espero poder corresponder algún día…
—Sólo continúe ofreciendo un buen espectáculo, signore. Mantenga la buena reputación del circo como institución. Si todos lo hacemos, nos ayudaremos mutuamente.
Cuando Florian y Edge salieron del furgón de la oficina, la muchedumbre ya había vuelto a la carpa para la segunda parte del espectáculo y en la avenida no quedaba ningún ocioso, excepto Fitzfarris, que dijo, en tono despectivo:
—Los monstruos son todos bastante corrientes. Y esa revista de chicas desnudas es muy inocua. Nosotros tenemos mujeres mucho más bellas y yo podría montar una revista bastante más picante, si usted me lo permite, director, y si puedo convencer a las damas para que lo hagan.
—Si ellas no tienen nada que objetar, yo tampoco —respondió Florian—, pero tendremos que esperar a poseer una tienda anexa, a fin de que todo resulte privado y discreto.
Los tres guardaron silencio en el viaje de regreso a Pisa, absorto cada uno de ellos en las cosas que más había envidiado y admirado del Circo Orfei y reflexionando sobre los medios y maneras de: adaptarlas a su propio trabajo, intereses y responsabilidades en el Florilegio. Ya era oscuro cuando llegaron, así que, como no podían inspeccionar hasta que amaneciera la lona pintada por Goesle, Florian fue directamente al hotel. Los otros miembros de la compañía, la mayor parte de los cuales habían pasado el día libre comprando y visitando la ciudad, estaban cenando para variar, en vez de tomar un refrigerio a medianoche. Los recién llegados se repartieron por las mesas y enseñaron los programas del Orfei —Florian los llamó «Biblias»— para que todos los admirasen, enumerando las maravillas que habían visto y declarando su intención de hacer que el Florilegio fuera, dentro de poco, «¡mayor y mejor que el Circo Orfei!».
A la mañana siguiente abandonaron el hotel y fueron con su equipaje al campamento, donde se emocionaron sinceramente al ver la gran extensión de lona sobre el suelo. Ya no se veía una lona vieja y corriente, sino algo recién salido de una tienda de juguetes: anchas franjas verdes y blancas de la cúspide hasta el suelo, que convergían como puntos sobre los extremos semicirculares de la carpa, y una cartela sobre la marquesina de entrada en la que el artista chino había pintado, de color naranja, ribeteado de negro, con floreos y adornos, «EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE FLORIAN». Todos hicieron a Goesle comentarios elogiosos y locuaces, todos menos Magpie Maggie Hag, que lo miró y dijo:
—Rojo.
—¿Rojo? —repitió Dai Goesle—. ¿Es que tienes daltonismo, madame Hag? Aquí hay verde y blanco y un poco de negro y anaranjado.
—Veo demasiado bien —insistió ella—. Aquí hay rojo. —Tras lo cual dio media vuelta y se introdujo en uno de los furgones.
Goesle meneó la cabeza, se volvió hacia Banat y dijo:
—Ordena a los hombres que la doblen y la guarden y se preparen para salir inmediatamente.
—Si Maggie ha presagiado algo —murmuró Edge a Florian—, ¿no deberíamos cerciorarnos de que no hay nadie dormido en la lona?
—Silencio —fue la respuesta de Florian.
La compañía realizó con rapidez el embalaje y demás preparativos para la marcha. No obstante, cuando la caravana llegó a la Strada MareFirenze, el carruaje de Florian marcó un ritmo más moderado. Florencia estaba a unos noventa y cinco kilómetros, un viaje de tres días sin apresurarse. Había otras ciudades por el camino, pero Florian consideraba que no merecía la pena acampar en ellas.
—Pernoctaremos en Pontedera —dijo a Rouleau, que viajaba con él—. En un hotel, o albergo, si lo hay. En caso contrario, acamparemos en las afueras, como solíamos hacer. La etapa de mañana nos llevará a Empoli, que es el empalme de dos importantes líneas ferroviarias, así que allí nos detendremos y levantaremos la carpa. La población local la llenará durante dos o tres días y quizá los viajeros de los trenes se apearán también para vernos.
La caravana del circo llegó a Pontedera al atardecer; la ciudad alardeaba de dos decentes posadas que, juntas, tenían la comida suficiente para alimentar a toda la compañía y las habitaciones necesarias para alojar a todos los que no dormían en los carromatos o en la cuadra. Magpie Maggie Hag fue una de las que se quedaron en el carromato y no salió de su retiro ni para cenar. Autumn y Edge, por su parte, después de cenar en una de las posadas, prefirieron dormir en su casita sobre ruedas, la primera vez que la ocupaban juntos.
—Compacto, cómodo y bonito —observó Edge, contemplando el interior, casi todo pintado de un alegre tono amarillo.
—Era casi demasiado compacto —dijo Autumn—, incluso para mí sola, cuando tenía que meter aquí todos mi trebejos. Me alegro de que Florian me haya permitido guardarlos en un carromato.
En un rincón había una pequeña estufa de queroseno, para calentar o cocinar, con una chimenea de hojalata que atravesaba el techo cilíndrico. Había alacenas y armarios para víveres, vestidos y ropa blanca, el baúl de Autumn y su equipaje de mano, así como el petate de Edge, sus armas y municiones. La única cama, junto a la pared izquierda del furgón, tenía goznes bajo su parte central, de modo que una vez doblada la mitad inferior hacia la pared, se convertía en una mesa a la que podían acercarse dos sillas. Cuando esta mesa se abría de nuevo, dejaba al descubierto una cama con jergón y manta lo bastante grande para dos personas. En ambas paredes y en la puerta de entrada había ventanas con cortinas de cretona amarilla, que se abrían hacia afuera. Estas ventanas tenían maceteros, ahora sin plantas, con ganchos que permitían colgarlos dentro cuando el furgón estaba en marcha, y fuera, cuando estaba parado. En la pared había otras dos cosas: un espejo ovalado, de reflejo bastante difuso, en un marco de estuco desportillado, y en la pared opuesta una fotografía mucho mejor enmarcada de la funámbula francesa Madame Saqui, con un autógrafo en inglés de caligrafía redonda e infantil: «A mademoiselle Auburn: cuando veas esto, acuérdate de mí».
Edge había llevado del albergo una botella de vino de Capri «para brindar en tan gozosa ocasión». Auburn sacó dos tazones de una alacena y brindaron, felices, sentados a la mesa. Cuando terminaron el vino, abrieron la mesa para convertirla en cama y celebraron la ocasión de forma aún más embriagadora. Todavía estaban abrazados cuando, al amanecer del día siguiente, un grito espantoso los despertó.
Edge saltó a una ventana, la abrió y sacó la cabeza. No lejos de allí estaba el furgón vestidor, con la puerta abierta, y Pimienta Mayo salió de él corriendo y profiriendo gritos desgarradores. En seguida salió también Clover Lee, que bajó los peldaños de aquel furgón lenta y rígidamente, como si fuera sonámbula.
—¡Clover Lee! —llamó Edge, con ansiedad—. ¿Qué ocurre?
Autumn estaba ahora a su lado ante la ventana. Rostros aturdidos, negros, amarillos y eslovacos, se asomaban a las puertas y ventanas de otros carromatos.
Clover Lee continuó andando como en trance hasta que estuvo lo bastante cerca para decir a Edge, con una voz sin emoción ni inflexiones:
—Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación esta noche. Como ninguno de los que han ido a desayunar sabía dónde estaba, he venido a mirar en los carromatos. Pimienta ha querido acompañarme…
—¿Y qué?
—La hemos encontrado aquí dentro. —Señaló vagamente hacia el carromato.
—¿Le pasa algo malo? ¿Está enferma? ¿Se ha herido?
Clover Lee negó con la cabeza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Buscó un lenguaje menos explícito y por fin logró decir:
—La hemos encontrado… avec Paprika… les deux toutes nues… dorment… en posture de soixante-neuf…
Edge entendió las palabras, pero no el significado. Cuando Autumn vio su expresión de desconcierto, murmuró algo a su oído. Edge enrojeció un poco, pero recobró el aplomo y dijo a Clover Lee:
—Te ahorrarías sorpresas y sustos, muchacha, si no estuvieras siempre curioseando y metiéndote en los asuntos privados de tu madre.
—¡No siga llamándola mi madre! —exclamó Clover Lee, en un repentino arrebato de ira—. ¡No quiero ser hija de un podrido marimacho! —Y echó a correr en dirección al albergo.
Así, cuando la caravana del circo volvió a la carretera, llevaba a cuatro mujeres —Sarah, Pimienta, Clover Lee y Paprika— en carromatos separados, que evitaban las miradas ajenas. El resto de la compañía viajaba en un silencio incómodo, reacio a hablar a sus compañeros de furgón porque podía parecer que chismorreaban o hacían bromas subidas de tono sobre el incidente de la mañana. Cuando llegaron a Empoli y Florian visitó el municipio y luego condujo la caravana al solar que le habían asignado detrás de la estación y los peones empezaron a levantar la tienda, todos continuaban limitándose a las observaciones, preguntas y respuestas indispensables. Ni siquiera se oyeron muchas exclamaciones de asombro y entusiasmo al ver levantada la carpa, mucho más bella e impresionante con su nueva capa de pintura que cuando estaba extendida en el suelo.
La reticencia de la compañía se prolongó hasta la hora de la función de tarde del día siguiente, cuando la carpa se llenó a rebosar de los ciudadanos, en su mayoría obreros del ferrocarril y sus familias. Entonces todos se obligaron a sonreír para la cabalgata, y todas las actuaciones subsiguientes se hicieron con la desenvoltura acostumbrada, incluyendo el número de pértiga de Pimienta y Paprika. Pero después, mientras Sarah hacía su número de Pete Jenkins, Pimienta fue a buscar a Obie Yount y con él a su lado se encaró con Paprika.
—Quiero que el Hacedor de Terremotos te diga una cosa —dijo Pimienta con acento severo—. Obie, ¿nos hemos acostado juntos tú y yo alguna vez?
Yount abrió mucho los ojos y pareció que se había tragado la lengua.
—¿Nos hemos revolcado alguna vez juntos? ¿Hemos hecho algo más que pasear, hablar y quizá darnos la mano una vez o dos? Yount tragó saliva varias veces antes de contestar:
—Pues, no. Nunca, señorita Pimienta.
—¿Es verdad esto, Obie? —inquirió Paprika, muy triste.
—Dios es testigo, señorita Paprika. Después de lo que usted nos dijo un día, le prometo que nunca me atrevería a… bueno… a cazar furtivamente en un coto privado.
Paprika rompió a llorar.
—¡Oh, Pimienta! ¿Por qué fingías que…?
—Porque esperaba que los celos te harían volver. Pero no ha funcionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Ahora hablaremos con tu nueva golosina!
Cuando Sarah terminó de saludar para agradecer los aplausos, encontró a Pimienta y Paprika esperándola cerca de la puerta trasera.
—Se lo he dicho a Pap y ahora te lo digo a ti, ramera —dijo Pimienta, casi con un gruñido—. Mi nuevo número os eclipsará a las dos. Os pondrá en la calle. ¡Miradlo bien y veréis lo que es bueno! —Y salió bailando a la pista, donde Florian presentaba ya a «l’audace signorina Pim!».
Primero ejecutó su conocido número, colgada de la cabellera, con los ojos oblicuos y la sonrisa forzada, al compás del El tilburí irlandés. Pero cuando le hubieron aplaudido por ello, levantó una mano hacia el público, como diciendo: «Esperad un poco y veréis la continuación». Abdullah inició un tamborileo rumoroso y lento en su trombón, mientras los peones bajaban a Pimienta casi hasta el suelo, donde Quincy la estaba esperando. Pimienta agarró con ambas manos el extremo suelto de la cuerda que sujetaba a Quincy por la cintura y los eslovacos empezaron a subirla.
—¡No, Pim! —gritó Paprika desde los bastidores, audible a pesar del ruido del trombón—. ¡El peso es excesivo!
Sin embargo, no sucedió ningún percance mientras Pimienta y su pequeño peso negro eran izados hasta cerca de la botavara. No sucedió nada hasta que Quincy empezó a doblarse y contorsionarse. La tensión producida ensanchó aún más la sonrisa forzada de Pimienta, una sonrisa que aún seguía en su rostro cuando, en un instante, Pimienta hizo oscilar la cuerda de Quincy y lo lanzó contra el poste central —al que él se aferró, asombrado y aturdido— y todo el cuero cabelludo de Pimienta se desprendió de su cabeza y ella cayó verticalmente a la pista con un golpe sordo y una explosión de serrín a su alrededor, y todos los espectadores gritaron al ver algo todavía más espantoso que su caída: la brillante cabellera colgada de la botavara y goteando sangre.
El trombón de Abdullah enmudeció cuando Beck hizo tocar inmediatamente a la banda la Marcha nupcial y Edge y Florian corrieron a la pista. Mientras Florian instaba por señas al público a que se calmara y guardara silencio, Edge cogió en sus brazos el cuerpo desmadejado y, del modo más discreto posible, se lo llevó por la puerta trasera. A sus espaldas, la música se suavizó lo bastante para que Florian pudiese gritar:
—¡Todo es parte del número, signore e signori! Niente paura, la señorita volverá dentro de un momento, siano persuasi, amici!
Edge y su carga —con la cabeza colgando, calva y ensangrentada, y la misma sonrisa, pero con ojos ya no oblicuos, sino fijos y saltones— fueron interceptados en el patio trasero por Paprika y Sarah, ambas llorando y retorciéndose las manos.
—¡Oh, Pim, amor mío! —sollozó Paprika—. Jamás fue mi intención…
—¡Cállate! —interrumpió Edge—. No puede oírte. ¡Y no la mires!
Desde la carpa llegaba la música de La flauta mágica de Mozart, lo cual significaba que Lunes y Trueno empezaban los pasos precisos de alta escuela. Florian irrumpió por la puerta trasera, gritando:
—¡Zachary! ¿Es muy grave?
—No puede serlo más. Tiene rotas la columna y la nuca y es probable que otras muchas cosas.
Paprika profirió un gemido más fuerte. Florian se volvió hacia ella y le gritó sin miramientos:
—¡Ve al furgón vestidor y quítate las mallas, de prisa! ¡Zachary, quítaselos también a Pimienta!
—¡No te atreverás! —sollozó Paprika, agarrando a Edge por el brazo—. Déjala en paz. Y déjala conmigo.
—¡No, señorita! —dijo con severidad Florian, mientras Edge, indeciso, seguía con el cuerpo en los brazos—. Tú volverás a la pista, Paprika, para saludar en vez de Pimienta. La plebe no notará la diferencia.
—¿Qué? —exclamó ella—. Vérszopó!¡Eres un demonio, un vampiro!
—No, señorita —dijo él de nuevo—. Es lo menos que puedes hacer, y lo máximo que puedes hacer, y lo último que podrás hacer por ella en tu vida. ¡Desnúdate, he dicho!
Edge llevó a Pimienta al furgón vestidor y la depositó suavemente en el suelo. Sarah y Paprika, todavía llorando, pero en silencio, entraron después de él. Sarah ayudó a Paprika a quitarse las mallas anaranjadas, mientras Edge despojaba torpemente a Pimienta de sus lentejuelas verdes. Ninguna de las chicas llevaba nada debajo, salvo las pequeñas almohadillas del cache-sexe. Edge advirtió, abstraído, que Pimienta era muy hermosa… mientras procuraba no mirar su terrible semblante. Paprika era hermosa por doquier, y no pudo evitar advertirlo, porque cuando se quitó el cache-sexe quedó totalmente desnuda.
—Pimienta lo habría querido así —sollozó, viendo las miradas que le dirigían Edge y Sarah, y añadió, intentando sonreír—: ¡Abriré la sonrisa vertical ante esos palurdos, os juro que lo haré! —y empezó a ponerse las mallas verdes.
Edge les sacudió el serrín y Sarah hizo lo que pudo para arreglar el maquillaje emborronado de Paprika.
Florian estaba junto al furgón, nervioso. En cuanto salió Paprika, la acompañó a toda prisa a la puerta trasera de la carpa. Cuando hubieron desaparecido tras la tira de lona, Sarah y Edge oyeron los aplausos en honor del número de alta escuela de Lunes, y en seguida después, aplausos todavía más fuertes cuando Florian presentó a la artista resucitada —«Ancora una volta, l’audace signorina Pim!»—, milagrosamente sana y salva.
—Dios mío, qué espantoso —murmuró Sarah, entre sollozos—. El espectáculo debe continuar. —Se volvió a mirar el cuerpo desnudo de Pimienta y luego otra vez a Edge—. Y todo ha sido por mi culpa, Zachary. Por mi culpa. Todo por mi culpa.
—Domínate, Sarah —dijo Edge, con voz ronca—. Me quedaría a consolarte, pero ya me toca salir.
Ella lloraba con desconsuelo cuando Edge se fue corriendo a la carpa. Florian empezaba la presentación de «il infallibile tiratore scelto, colonello Calcatoio» y todo parecía haber vuelto a la normalidad allí dentro… salvo que bajo las graderías, fuera de la vista del público, Rouleau abrazaba tiernamente a Paprika mientras ella lloraba contra su hombro. También bajo las graderías, Domingo intentaba consolar al tembloroso Quincy, que suspiraba «oh» una y otra vez. Su otra hermana estaba cerca, pero sólo miraba con ojos soñadores hacia la botavara y se frotaba los muslos uno contra otro. Edge siguió su mirada, pero no había nada que ver allí arriba; los peones se habían apresurado a eliminar los últimos restos de Pimienta.
El coronel Ramrod consiguió terminar su actuación sin fallar ningún blanco y sin que hubiera otra víctima. Después hubo el intermedio, y como Magpie Maggie Hag no entraba para leer las palmas de las manos, Edge y Florian fueron en su busca. Salieron por la puerta trasera, pasando junto a los eslovacos, que empujaban hacia la pista la jaula de Maximus, y encontraron a la vieja gitana en el furgón vestidor. Había amortajado a Pimienta: limpiado su cuerpo de sangre, cerrado sus ojos y borrado de algún modo la fea sonrisa de sus labios, por lo que la muchacha muerta ofrecía un aspecto agradable y sereno. Había vestido a Pimienta con uno de sus trajes de calle e incluso arreglado su cabellera, peinándola de forma natural.
—Buen trabajo, Mag —elogió Florian—. Ahora deja que Zachary y yo la pongamos en otro furgón, para que los artistas puedan cambiarse aquí. Pediré a Stitches que le haga una mortaja y la enterraremos después de la función nocturna.
Edge levantó el cuerpo y Florian alargó las manos para aguantar la cabeza, pero el rigor mortis ya había empezado a hacer su efecto y la cabeza no se movía de un lado a otro.
—¿Cree que debemos dar una función esta noche? —preguntó Edge mientras llevaba el cuerpo a uno de los furgones de la tienda—. No sé si todos serán capaces de terminar ésta.
—Sí, todos lo harán —respondió Florian—, igual que tras la muerte del capitán Hotspur.
—Ignatz no murió ante su vista. Ni de un modo tan horrible. Y era un hombre de mediana edad, no una mujer joven y bella.
—Podríamos haber perdido a alguien todavía más joven, aunque no bello. Si Pimienta hubiera caído encima de Alí Babá, probablemente aún estaría viva, pero él seguro que no. Le salvó al enviarle contra el poste central justo cuando se caía.
—Sí. Me pregunto si fue un movimiento convulsivo o un acto de heroísmo deliberado. En cualquier caso, esto no consolará a nadie de su muerte.
—Los artistas de circo tienen, sin embargo, una flexibilidad considerable. Admito que la pareja de Pimienta puede sentirse durante cierto tiempo demasiado tensa para trabajar, pero, de todos modos, Paprika tampoco podría actuar ahora, sin su ayudante, así que esta noche trasladaré el número ecuestre de Clover Lee a la primera mitad del programa… si a ti, el director ecuestre, te parece bien.
—Usted es el director. Y yo puedo ser tan flexible como cualquiera.
—Bien. Veamos… Pondré a Clover Lee justo después de los antipodistas chinos, para que preceda al número de Pete Jenkins de su madre. Y quizá adelantaré al Hacedor de Terremotos, a fin de que llene el hueco dejado por el número de la cabellera. —Se alejó, murmurando para sus adentros—: Tengo que acordarme de romper su salvoconducto… cancelar su habitación del albergo…
Cuando enterraron a Rosalie Brigid Mayo bajo la pista aquella noche, el ex reverendo Dai Goesle celebró las exequias. Esta vez no dio al funeral ningún matiz náutico, ni siquiera metodista disidente. En alguna parte de Empoli se había procurado un misal católico romano y empleó esa versión de la Orden para el Entierro de los Muertos. Incluso pronunció el latín con la suficiente corrección para satisfacer a los otros católicos presentes —Paprika, Rouleau, los cuatro Smodlaka y la mayoría de eslovacos—, que se santiguaron todos a la vez en los momentos apropiados. Cuando cada miembro de la compañía tiró un puñado de tierra sobre la mortaja de Pimienta y le llegó el turno a Florian, éste volvió a murmurar el epitafio romano, «Saltavit. Placuit. Mortua est». La ceremonia sólo se distinguió por una circunstancia que pasó por alto a muy pocos. Sarah, Paprika y Clover Lee se hallaban a la misma distancia en torno a la tumba, es decir, tan alejadas entre sí como era posible. Sarah lloraba en silencio, pero no así las otras dos, que mantenían la mirada de sus ojos secos y glaciales fija en Sarah, sin bajarla ni para rezar con la cabeza inclinada, observándola con repugnancia y acusación.