8
Por la mañana, las mujeres del circo hicieron uso de la bomba y los abrevaderos del terreno para lavar todas las prendas de vestir y disfraces de la compañía, incluyendo cierta cantidad guardada desde hacía mucho tiempo en los baúles del furgón de los accesorios, a fin de que los nuevos artistas, Edge y Yount, dispusieran de ropa para formar su vestuario. Roozeboom tendió una cuerda en zigzag entre el furgón de la carpa y el de los accesorios para que colgasen en ella la colada, que ofreció un espectáculo brillante y multicolor al sol abrileño: leotardos de lentejuelas, faldas diáfanas, mallas de color carne, levitas y fracs de colores chillones, descoloridos calzones, combinaciones y medias y un extenso surtido de ropa interior que incluía los pequeños apósitos llamados cache-sexe.
Después Sarah y Clover Lee se pusieron sus mejores galas domingueras —sombreros pasados de moda y vestidos tan viejos que llevaban crinolinas en lugar de aros, pero las Coverley estaban muy bonitas con ellos— y se fueron a los servicios de Pascua de la gran iglesia de piedra presbiteriana, que se levantaba enfrente del cementerio, a poca distancia del terreno ferial. La mayoría de los hombres se cambiaron los monos por trajes más elegantes y también fueron a la iglesia: Trimm, a la baptista, Roozeboom, a la metodista, Rouleau, a la episcopaliana —que era la que más se parecía a la católica en Lexington— e incluso Hannibal salió en busca de una congregación negra de una determinada secta.
Para entonces, los primeros pastores ya habían llegado al terreno de ferias, llevando en un carromato un púlpito y un atril portátiles e incluso un pequeño órgano de fuelles para colocar en el interior de la gran carpa. Poco después empezaron a llegar los fieles, a caballo, a pie y en una gran variedad de vehículos. Mucho antes de que los predicadores estirasen pajas para determinar quién oficiaría primero, el terreno ferial de Lexington estaba mucho más concurrido de lo que lo había estado el circo en Lynchburg. Aunque la gente profesaba creencias religiosas diferentes, parecían haber acudido no sólo a escuchar a sus propios predicadores, sino a quedarse en los servicios de todos los demás.
Florian mantuvo cerrado el carromato del museo y colocó al elefante y la jaula del león fuera de la vista, al fondo del pabellón, para que el público que no pagaba no pudiera disfrutar de ellos, pero no podía tener el día entero encadenado al Hombre Salvaje. En cualquier caso, el idiota no iba pintado ni llevaba sus pieles raídas, y se limitaron a darle el banjo y ordenarle que no se acercase a la gente. Esto le encantó. Fue a sentarse fuera de la tienda, en la parte posterior, y cada vez que oía los dos primeros compases de un himno tocado por el órgano y, casi simultáneamente, el cántico entonado por el coro o la congregación, empezaba a rasguear —en armonía perfecta de tono y tiempo—, de modo que era una adición a la música, no una distracción.
Mientras los aldeanos y gentes de los alrededores continuaban llegando por la calle Mayor al terreno ferial y a la tienda, Florian, Edge, Yount y Magpie Maggie Hag estaban sentados a la sombra del furgón de la carpa.
—Maggie es nuestra modista y primera costurera —dijo Florian—. Pero antes de hablar del traje con que os vestiremos, hablemos de lo que haréis cada uno de vosotros. Tú primero, Zachary. Veamos, tienes un sable, una carabina y una pistola…
—Yo solo no puedo hacer gran cosa con el sable.
—Puedes blandirlo al incorporarte a caballo al desfile inicial, agitarlo y exhibirlo…
—Muy bien. En cuanto a la carabina, sólo dispara un tiro. O sea que mi actuación tendrá que depender de la pistola.
—Nunca he tenido una arma de seis cartuchos. Te agradecería que me explicaras cómo funciona.
Edge la desenfundó.
—Se carga como ese viejo rifle suyo, sólo que metiendo estas recámaras cortas en el tambor para no tener que llenar todo el cañón de pólvora y taco. Se empieza introduciendo la pólvora por el orificio de cada recámara.
—Como imagino que no recibiste instrucciones de su dueño yanqui, ¿cómo supiste qué cantidad hay que echar?
—Cuando me apoderé de la pistola, calculé la mejor carga disparando sobre nieve.
—¿Sobre nieve? —repitieron a la vez Florian y Magpie Maggie Hag.
—Me coloqué en un banco de nieve y disparé varias veces, usando un poco más de pólvora cada vez. Cuando vi pólvora sin quemar sobre la nieve, comprendí que la estaba sobrecargando y fui disminuyendo la dosis hasta dar con la carga precisa.
—Ingenioso —observó Florian.
—Sin embargo, ahora, para disparos de exhibición dentro de la tienda, creo que deberé usar poca cantidad de pólvora, sólo la suficiente para permitir alcance y puntería, pero no tanta como para que el proyectil vaya demasiado lejos.
—Y puedas matar a una vaca que esté delante del terreno.
—A continuación —prosiguió Edge—, pongo una bala de plomo aquí, en el orificio de la cámara. La bala es justo un pelo más grande que el orificio, de modo que suelto esta baqueta de debajo del cañón, que así baja, ¿lo ve? Es una palanca que empuja el émbolo, el cual coloca la bala dentro de la cámara, igual que un escobillón. Cuando ya se han llenado las seis cámaras de pólvora y balas, se ajusta una cápsula fulminante a cada una de las seis boquillas que rodean la parte posterior del tambor. Entonces se pone el arma en el disparador, se aprieta el gatillo y se dispara. Exactamente igual que su rifle, sólo que aquí cada vez que se amartilla el arma sube la cámara siguiente y se pueden disparar seis tiros antes de volver a cargar. Yo bajo siempre el disparador, después de cargar, para que descanse entre dos boquillas; así evito que se dispare antes de necesitarla.
—Una maquinaria muy bien hecha —observó Florian—, incluso su aspecto es elegante. —Se levantó—. Disculpadme un momento. Hay tanta gente, y sigue viniendo más, que conviene comprobar si los bancos aguantan bien el peso.
Yount fue con él y miraron hacia el interior de la gran carpa por la abertura de la puerta principal. Los bancos estaban llenos a rebosar, ocupados principalmente por personas mayores, mujeres con miriñaque y niñas. Como no se había marcado ningún círculo, los muchachos y niños se sentaban en el suelo, alrededor del púlpito. La congregación acababa de cantar, acompañada por órgano y el banjo, ¿Nos reunimos junto al río? Ahora se acomodaban, salpicados de redondeles de sol, proyectados por los agujeros de la lona, para escuchar al predicador:
—Hermanos y hermanas, éste ha sido un mes de domingos. Hace sólo dos domingos recibimos la horrible noticia de que se había roto el frente oriental del general Lee y que nuestro presidente, Gabinete y Congreso se refugiaban en Richmond y abandonaban nuestra capital al enemigo. Una semana más tarde, el domingo pasado, recibimos la noticia aún más horrible de que el general Lee se rendía con todo su ejército de Virginia del Norte. La noble guerra contra la tiranía del norte tocaba a su fin aquí, en el Viejo Dominio, y nuestra valiente Confederación dejaba de existir.
El auditorio gimió y se oyeron algunos sollozos. El predicador levantó la voz y su tono triste se tornó jubiloso:
—Han sido los domingos más negros de hace muchos años, pero hoy es más alegre, porque en este día, este domingo de Pascua, mientras cantamos Hosanna porque Jesucristo ha resucitado de la tumba, podemos dar las gracias al Señor porque el principal emisario de Satanás en la tierra (conocido cuando estuvo aquí como el Simio Lincoln) ¡ha sido devuelto al pozo de azufre de donde salió! ¡Sí, hermanos y hermanas, el viejo Simio está ahora en el infierno, bombeando truenos a tres centavos cada uno!
La gente coreó con fervor «Amén».
—Obie —dijo Florian—, ¿crees de verdad que estas majaderías van a santificar nuestro pabellón? Me sentiré satisfecho si la divinidad no nos manda un rayo que lo destroce todo.
Volvieron al furgón de la carpa, donde Florian propuso:
—Examinemos las prendas que las señoras han lavado y tendido. A ver si hay algo que nos dé ideas sobre vuestros números.
Magpie Maggie Hag miró el montón de artículos para hombre y sugirió:
—¿Un coleto de gamuza?
—Hum, un coleto de gamuza —repitió Florian—. Zachary, ¿qué te parecería hacer de Guillermo Tell en su triunfo sobre Gessler el Tirano?
—¿Y quién sería el chico de la manzana en la cabeza? ¿El Hombre Salvaje? ¿De quién puede prescindir? Señor Florian, incluso un tiro bien apuntado puede bajar un poco de vez en cuando.
Magpie Maggie Hag volvió a señalar y sugerir:
—¿Y plumas?
—Sí —contestó Florian—, es la capa de plumas que Madame Solitaire no usa desde hace tiempo. Podríamos arrancar algunas plumas y hacer un tocado. No necesitarías nada más, aparte de un simple taparrabos…
—Dios mío. Si va a disfrazarme de piel roja, puedo ahorrarme el plomo y la pólvora y lanzar hachas de guerra.
—¡Ah! ¡Espléndido! ¿Sabrías hacerlo?
—No.
Florian suspiró.
—Bueno, supongo que será mejor volver a la primera idea. ¿Coronel Deadeye? ¿Coronel Ironsides? ¿Coronel Ramrod? ¡Eso es! Me gusta. ¿Quieres ser el coronel Ramrod, Zachary?
—¿De uniforme?
—Bueno, no el que llevas ahora. Lo necesitarás como traje de calle. Pero en Lynchburg adquirimos un buen surtido de prendas de uniforme. Mag, ¿verdad que podrías coser algo deslumbrante, y teñirlo?
—¿Morado, como el de Hotspur? —preguntó Edge—. Casi preferiría el azul yanqui.
—No, muchacho —dijo Magpie Maggie Hag—. Entonces sólo tenía añil y bayas. Ahora puedo teñirlo del color que quieras. ¿Amarillo? ¿Naranja? ¿Negro?
—Negro y amarillo —contestó por él Florian—. Suena muy atractivo. Y al mismo tiempo, Mag, corta uno de esos conjuntos de chaleco y calzones para Obie. Dale forma de una piel de hombre de las cavernas (ya sabes, con un hombro cubierto y el pecho desnudo) y usa los mismos tintes. Amarillo con manchas negras de leopardo.
—¡Cáspita! —exclamó Yount, sonriendo y golpeándose el pecho en una imitación de un hombre de las cavernas—. ¡Aquí está el Hacedor de Terremotos!
—Y ahora, la utilería —dijo Florian—. Algo pesado.
—Ya tengo algo —anunció Yount con orgullo.
Metió la mano en el furgón de la carpa y dio un tirón. Tres inmensas balas de cañón rodaron una tras otra y cayeron al suelo con un ruido sordo.
—Santo cielo —dijo Florian.
—Granadas para las Columbiads yanquis de veinticinco centímetros —explicó Yount—. Desechos del general Hunter, sin duda. Se quemaron sin estallar, o quizá nunca las cargaron. Veinticuatro kilos cada una, lo cual es bastante pesado como juguete, incluso para un hombre forzudo. Y si les hacemos agujeros para la carga y la mecha, la gente no sabrá que están vacías. Parecerán de hierro macizo y mucho más pesadas de lo que son en realidad.
—¿Dónde las has encontrado?
—Allí, en el cementerio. Había una pila de catorce, muy bien amontonadas. He pensado que tres me bastarían para…
—¡Por Dios, Obie! —exclamó Edge—. Son un monumento en la tumba de Stonewell Jackson.
—¿De verdad?
—Está enterrado aquí y es probablemente el lugar más sagrado del condado de Rockbridge.
—¿De verdad? Bueno, si yo fuera Stonewell, no querría tener sobre la barriga un montón de balas de cañón de Hunter el Vándalo.
—No dejes que las vea ningún habitante del lugar hasta el espectáculo de mañana —aconsejó Florian—. Cuando se den cuenta de la procedencia de las balas, nosotros ya estaremos levantando el campamento.
—¿Qué haré con ellas? —preguntó Yount. ¿Malabarismos, como Hannibal? Me caería tan muerto como el general Jackson.
—El capitán Hotspur tendrá alguna idea. Hizo de hombre forzudo en sus tiempos. Y aquí le tenemos.
Roozeboom, Rouleau y Trimm habían vuelto juntos de sus diferentes iglesias. Rouleau echó una mirada de desaprobación a la gran carpa y dijo:
—Merde alors, Florian. ¿Qué hacen tus mimados predicadores? Casi se puede oír a este maldito desde el pueblo.
Todos escucharon. Un ministro de una de las sectas menos moderadas estaba vociferando:
—¡La bestia de la Revelación, esto es lo que era Abraham Lincoln! Aquí lo dice, en la Revelación número trece: «Y se le concedió una boca para pronunciar grandes cosas y blasfemias». ¿Y acaso no blasfemaba Lincoln, hermanos y hermanas? ¿Acaso no pronunció la abominable Proclamación de la Emancipación?
Respuesta:
—¡Continúa, hermano!
—Mirad otra vez el capítulo trece. «Y se le concedió hacer la guerra a los santos». ¿Y acaso no hizo la guerra contra nosotros? ¿Contra todas nuestras santas creencias, tradiciones y virtudes sureñas? Respuesta: gemidos abismales.
—«Y tenía el poder de dar vida a la imagen de la bestia». ¡Esto se refiere, hermanos, a que Lincoln liberó a los salvajes negros de sus amos legítimos!
—Justo —murmuró Magpie Maggie Hag.
—Rooineks —gruñó Ignatz Roozeboom.
—¿Desvarían las Iglesias más ortodoxas igual que estos molineros del Evangelio? —preguntó Edge.
—No lloran exactamente la muerte del señor Lincoln —contestó Rouleau—, pero al menos los episcopalianos lamentan el hecho de que muriera de un disparo.
—Esto me recuerda… —dijo Florian—, Zachary, una vez vi a un tirador que hacía añicos pequeñas bolas de vidrio que su ayudante le iba lanzando al aire.
—Debía de ser un tirador mágico.
—En realidad, no. El público creía que disparaba balas, pero de hecho había cargado su rifle con perdigones. Si podemos encontrar algo idóneo para que un ayudante lo lance al aire, ¿podrías acertarlo con tu carabina?
—Usando perdigones, hasta el Hombre Salvaje lo haría. Pero no los tengo. Los perdigones no son munición de reglamento en la caballería.
—Esto no es problema. Yo tengo algunos.
—Pero ¿no se extrañará el público de que no haga un nuevo agujero en el techo de la tienda cada vez que disparo la carabina?
—El público no cavila cuando le embarga la admiración. Muy bien, éste será el número de la carabina en tu actuación. Clover Lee puede ser tu ayudante. Ahora vienen las señoras Coverley. Y he tenido otra idea al recordar cómo disparaste contra la llama el otro día. Clover Lee, querida, ¿podrías permanecer quieta mientras Zachary dispara contra ti y tú coges la bala entre los dientes?
—¿Qué? —exclamó Edge.
—¿Esa vieja castaña? —preguntó la muchacha, sin inmutarse—. ¿Y si hiciéramos una variación? Que la coja Ignatz con sus bigotes.
—El capitán Hotspur no es una chica bonita. Ningún público temblará de miedo ante la idea de que le agujereen la cabeza.
—Esperen… —protestó Edge.
—Cálmate, Zachary —dijo Sarah—. Ya te enseñaremos el truco. No te dejaremos matar a nadie.
De repente se oyó cantar bajo la gran carpa Guardando las gavillas en tono alto y melodioso. Florian hizo una seña a Trimm y Rouleau.
—Entrad los dos en el pabellón y vigilad cada colecta. Entretanto, capitán Hotspur, ¿quieres dar a Obie, el Hacedor de Terremotos, algunos consejos sobre el arte de ser un forzudo profesional?
Roozeboom y Yount cogieron sendas bala de cañón del general Jackson.
—Por Dios, hombre —comentó Roozeboom—. No te pones por poco, ¿eh?
Se llevaron las balas al límite más alejado del terreno, donde podían ensayar sin ser observados por los fervientes partidarios de Stonewell.
—Obie, ¿sabes qué es… cómo se dice… musclo?
—Sí, claro. Músculos.
Obie enseñó sus bíceps.
—Eso. Pues bien, los musclos del cuerpo son diferentes y debes aprender sus diferentes capacidades si quieres ser hombre forzudo. Algunos musclos son largos, otros cortos, otros anchos. Los musclos largos, como los de tus brazos, son para lanzar, para levantar. Los anchos son para sostener pesos. ¿Sabes qué es el trapecio?
—¿Ese columpio colgado muy arriba, donde los acróbatas…?
—¡No, no, no! El trapecio es un musclo… aquí. —Dio una palmada contra la corpulenta espalda de Yount—. El trapecio es un musclo ancho, el más duro del cuerpo. Debajo está el esplenio. —Dio una palmada contra la nuca de Yount—, que también es ancho y duro. Ahora, empecemos. ¿Has levantado antes objetos pesados? —Roozeboom dobló las rodillas y puso las manos bajo una de las balas de hierro.
Yount asintió.
—Sé que hay que hacer fuerza con las piernas y la espalda. No solo hay que levantarla, pues entonces uno se hace una hernia.
—Ja, correcto. —Roozeboom se enderezó, con la bala en las manos—. Ahora, cuando se tiene a esta altura, se puede lanzar. —Y lanzó al aire la bala de veinticuatro kilos. Entonces esperó a que cayera al suelo—. No se coge con las manos cuando baja de tan arriba o podrías romperte algo. Se coge con el cuello.
—¿Con el cuello? ¿Estás loco?
Roozeboom no contestó. Volvió a levantar la bala, la sostuvo con el cuerpo erguido, la lanzó a una distancia aproximada de un metro, bajó la cabeza afeitada y cogió la bala con la nuca, produciendo un sonoro ruido. Movió un poco el torso para aguantarla allí un momento en equilibrio y luego la dejó rodar hasta el hombro y la cogió en los brazos.
—Caray —dijo Yount, con respeto—. Preferiría reventarme un intestino que romperme el cuello.
—Requiere práctica. Desarrollas una almohadilla de musclo esplenio, que aguanta el golpe, mientras el trapecio sostiene el peso. Te lo enseñaré. Inclina la cabeza.
Yount obedeció. Roozeboom colocó suavemente la bala en el declive entre el occipucio y la nuca de Yount.
—Toca con la mano. La bala tiene que caer sobre la curva que hay entre la nuca y la primera vértebra. No golpees nunca esta última o te harás mucho daño.
—¡Dios mío!
—Requiere práctica —dijo de nuevo Roozeboom, quitándole la bala de la nuca.
—¿Cómo practico, exactamente?
—La primera vez, y muchas más veces, te colocas la bala encima de la cabeza, inclinas ésta, la dejas rodar y la coges con el cuello. Al cabo de un tiempo, tira la bala al aire, sin fuerza, inclina la cabeza y cógela con el cuello. Lánzala un poco más arriba cada vez. Esto puedes hacerlo tú solo, Meneer Hacedor de Terremotos. Pero ahora, enséñame cómo empiezas. Cógela. —Tiró la bala al suelo. Yount dobló un poco las rodillas, una a cada lado de la bala, puso las manos debajo y se enderezó—. No, no, no. Lo haces con demasiada soltura, Obie. Finge que es diez veces más pesada. Haz fuerza. Suda un poco.
—Maldita sea, Ignatz. No puedo sudar por encargo.
—¿Y quién sabe si sudas o no? Lleva un trapo. Sécate la cara y las manos, mueve la cabeza, como dudando, con desesperación. A los patanes les parece real. —Yount, sintiéndose bastante ridículo, simuló secarse gotas de exasperación y terquedad—. Ja, gut. Y tienes una gran barba, que causa buena impresión en un hombre forzudo. Pero te aconsejo que también te afeites la cabeza. El cráneo suda más que todo el cuerpo. Una cabeza húmeda y brillante distingue al verdadero hombre forzudo.
—Esto exige más de lo que me figuraba —dijo Yount.
—Todo lo bueno merece esfuerzo. Incluso parecer feo. Ahora ponte la bala en la nuca y prueba de mantenerla en equilibrio. Klaar? Anda mucho rato así, fortalecerás los musclos. Pero ahora no; veo patanes en el terreno. Ellos no deben ver nunca ensayar.
Algunos miembros de la congregación salían por la puerta principal, o bien huyendo del calor húmedo del interior o porque el órgano y el banjo entonaban Levantaos, levantaos por Jesús y ya empezaban a pasar las cestas. Una vez fuera, las mujeres se desataban las cintas del sombrero y se lo quitaban para abanicarse. Algunos hombres encendían pipas o cigarros. Los niños se dispersaban por todo el terreno ferial.
Una mujer llamó a dos de ellos:
—¡Vernon, Vernelle, portaos bien! No toquéis las cosas ajenas. Apartaos de esa ropa tendida. —Entonces gritó—: ¡Oh, Dios mío!
Corrió de un lado a otro, reunió a un grupo de mujeres y todas se pusieron a hablar en coro. Luego se acercaron a la gente del circo, y la madre de Vernon y Vernelle preguntó a Florian con acento glacial:
—¿Es usted el dueño de este negocio?
—Tengo este honor, madame. —Se quitó el sombrero de copa y sonrió—. El retén principal, como decimos en círculos circenses. ¿Puedo servirla en algo, madame?
Una mujer muy corpulenta dijo con severidad:
—Puede dejar de exhibir su dudosa moral entre personas respetables.
—¿Cómo? —preguntó Florian, perplejo.
—¡Mire hacia allí, señor! —ordenó una mujer de nariz puntiaguda—. ¡A esa cuerda de tender!
—Ah, la colada —dijo Florian, debidamente contrito—. Admito, señoras, que el domingo es día de descanso, pero les ruego que sean tolerantes con las exigencias del viaje por esos caminos. Tenemos que hacer lo necesario cuando podemos. Seguramente es un sacrilegio lo bastante pequeño para que…
—Ya es bastante malo tender la colada en el día del Señor —dijo la madre de Vernon y Vernelle—, ¡pero mire lo que hay colgado al aire libre, donde todos pueden verlo! ¡Algo inexpresable!
Florian pareció aún más perplejo, pero Magpie Maggie Hag preguntó:
—¿Se refiere a la ropa interior?
Las mujeres retrocedieron al oír la palabra, pero la corpulenta se repuso para exclamar:
—¡Sí! ¡Es escandalosa e indecente!
Florian replicó, esta vez sin contrición:
—Señoras, a lo largo de los años he logrado curarme de la mayoría de virtudes deprimentes. No obstante, estoy convencido de que la moralidad debería consistir en algo más que el simple pudor.
La mujer de nariz puntiaguda dijo:
—No nos confundirá hablándonos con palabras sucias. Le ordeno otra vez que mire lo que cuelga de esa cuerda. ¡Prendas inmencionables de hombres y mujeres juntas!
Sarah observó, maliciosa:
—Oh, dudo de que copulen, querida. Están demasiado empapadas. ¿Lo haría usted, en ese estado?
Todas las mujeres se quedaron boquiabiertas y la madre de Vernon y Vernelle dijo:
—Exhibir su inmoralidad ya es bastante indecente delante de su propia hija, pero mis hijos son puros e inocentes. ¡Señoras, vámonos directamente a la policía!
—¡Ja, ja, ja! —gritó de repente Clover Lee—. ¿Qué les hace pensar, viejas chismosas, que los niños son puros e inocentes?
Y con la misma rapidez, a pesar de sus amplias faldas, Clover Lee se inclinó hacia un lado y dio una lenta voltereta durante la cual la falda le colgó sobre el torso, desnudando todas sus piernas hasta que estuvo otra vez derecha. Las mujeres se alejaron graznando: «¡Dios Todopoderoso!», «¡Qué indecencia!», «¡Peor que indecencia! ¿No has visto? ¡No llevaba nada debajo!», y desaparecieron en el santuario del tabernáculo.
—Debería darte vergüenza, Clover Lee —reprendió Sarah, con severidad fingida—. Has herido la sensibilidad de estas buenas y modestas mujeres.
—Pamplinas —replicó Magpie Maggie Hag—, las mujeres buenas y modestas están hechas del mismo modo que todas las demás. Sólo que son más fastidiosas y, como ahora Clover Lee las ha agitado, pueden causarnos problemas.
—Esperemos que no —dijo Florian—. De todos modos, ve a quitar esa cuerda, Mag, o esconde su depravación en alguna parte. —Ella obedeció, justo cuando Tim Trimm y Jules Rouleau salían de la gran carpa—. Ah, aquí vienen los chicos de la cesta. A ver qué hemos recogido hasta ahora.
—Parece mucho —observó Rouleau, alargándole una bolsa de papel—, pero sólo es torche-cul confederado.
—Ya se sabe que nadie va a echar nada valioso en una colecta política —dijo Tim—. Los predicadores no se han molestado siquiera en timarnos cuando nos han dado nuestra parte.
—Parece que hay unos mil dólares —calculó Florian, removiendo los billetes viejos y arrugados—, que valen unos diez. No está mal, cuando sólo ha pasado medio día. Y de algo nos servirán, muchachos. —Entonces levantó la vista, miró más allá de Rouleau y Trimm y exclamó, sorprendido—: ¡Vaya! ¿Qué es eso?
Hannibal Tyree volvía de la iglesia donde había estado, y no volvía solo. Todos creían que el elefante continuaba encadenado detrás de la gran carpa, pero ahora vieron a Peggy siguiendo al negro por la calle Mayor y entrando tras él en el terreno ferial. Su trompa descansaba sobre el hombro de Hannibal, quien la tenía agarrada con ambas manos. Otro hombre, un hombre blanco, llevaba igualmente cautivo a Hannibal, cogiéndole de un brazo. El elefante tenía una expresión culpable y los dos hombres parecían enfadados. Los tres se acercaron al grupo de la compañía circense, y Hannibal explicó:
—Mas’ Florian —pero no habló con acento servil—, me he ido al servisio pensando que ustede’ vigilaban a nuestra propiedad má’ valiosa y, ¿qué ha pasao? Estábamo’ en la iglesia cantando muy felises y entonse la iglesia se ha vasiao y he oído uno’ grito’ de mil demonio’ ante la puerta. Salgo y veo a todo’ lo’ hermano’ y hermana’ corriendo y a Peggy esperándome fuera. Debo decir, mas’ Florian, que podrían haberla matao por el camino y haberse caído en un poso, o…
—Cállate, muchacho —dijo el hombre blanco. Iba vestido de domingo, pero llevaba una estrella de hojalata en la solapa de la chaqueta. Se dirigió a Florian—: Este enorme animal ha retozado por la mitad de patios traseros de Lexington y comido todos los brotes verdes de los huertos y destrozado retretes, y falta una parte del monumento al general Jackson, y yo estoy aquí para informarle de que todos ustedes son responsables de los daños. Soy el ayudante del sheriff de este condado, ¡y mi propio retrete es uno de los que ha convertido en astillas!
Florian pidió mil perdones, y Edge consideró peculiar que comenzara por disculparse ante el negro.
—Lo siento muchísimo, Abdullah; todos tenemos la culpa. No es ninguna excusa el hecho de que tuviéramos muchos otros asuntos en que ocuparnos. Te ruego que nos perdones a todos. Ve a encadenar a Brutus en su sitio y dale una ración de tabaco para calmar sus nervios.
Hasta que Hannibal se hubo llevado al elefante, Florian dejó murmurar al hombre blanco, y entonces se volvió hacia él y dijo:
—Vaya jaleo que ha armado, ¿verdad, ayudante? Bien… —añadió, sacando el pecho—, ¿puede decirme a cuánto ascenderá el valor de los desperfectos?
—No, señor, aún no puedo. Casi toda la ciudad estaba en la iglesia mientras el animal cometía sus desmanes, y la mitad se encuentra en esta tienda suya. No sabré el importe total hasta que todos vuelvan a sus casas y armen un escándalo.
—Por lo menos podemos empezar por pagarle a usted lo de su propio, ejem, cobertizo.
El ayudante del sheriff hizo un ademán para quitar importancia al hecho.
—No importa, no ha sido gran cosa. Lo malo es que Maud estaba dentro en aquel momento. No, lo que quiero decir es que los daños a la propiedad son el menor de sus problemas. Podría acusarlos de imprudencia criminal por dejar suelto a un animal peligroso como éste.
Florian rió a gusto.
—¿Ese viejo paquidermo inofensivo? Mire, un elefante hembra no es más amenazador que una vaca. —Los demás miembros de la compañía habían permanecido impasibles, pero la observación de Florian hizo que Rouleau, Sarah y Clover Lee le mirasen de soslayo—. Ya habrá observado, ayudante, que el animal es vegetariano. Torpe y pesado, sí, pero violento, ni hablar.
—Bueno… —dijo el ayudante del sheriff—, aún queda la cuestión de los destrozos. Después de asolar los huertos, esa bestia (si me perdonan la vulgaridad, señoras), esa bestia vació los intestinos por todas las parcelas.
—¿Qué? ¡Santo cielo! —exclamó Florian y se volvió hacia Edge, Rouleau y Trimm—. ¡Id a buscar palas, muchachos!
El ayudante del sheriff parpadeó.
—¿Es una sustancia peligrosa?
—¿Peligrosa, señor? Los excrementos de elefante son el abono más potente de toda la Creación. Lexington sería una jungla de hortalizas. Los pepinos llegarían a las ventanas, se necesitarían dos manos para levantar las mazorcas de maíz y las sandías bloquearían el tráfico de los caminos. Sin embargo, los recogeremos, ya que son de nuestra propiedad. La cantidad con que seamos multados aquí por los desperfectos la cobraremos cuarenta o cincuenta veces vendiendo este rico fertilizante a cualquier plantío de los alrededores.
—Conque vale mucho, ¿eh? En este caso, espere un momento, señor. Piénselo un poco. Tendrá que enviar a sus hombres a buscar la… la sustancia por toda la ciudad, recogerla con palas y traerla. Entonces será detenido mientras se estiman los daños, y por último, tendrá que pagar. ¿Por qué no llegamos a un acuerdo justo? Deje los excrementos del elefante; yo lo explicaré a la gente y los que no los quieran para sí mismos, pueden venderlos al invernadero de Gilliam. Con esto daremos por zanjado el asunto.
—Bueeno… —dijo Florian—. Es muy noble por su parte ahorrarnos el trabajo, el tiempo y las multas. Creo que saldríamos ganando si vendiéramos el abono, pero —y aquí Florian agarró la mano del hombre y la estrechó— accederé a su proposición. Y aquí tiene, señor, entradas para el espectáculo de mañana. Para usted y para su esposa, si se ha recobrado de su, ejem, turbación… y para sus niños…
El hombre se fue muy contento y Florian se sacó el pañuelo de la manga para secarse la frente. Los otros le miraban con variadas expresiones.
—Te he oído decir mentiras gordas otras veces, Florian —dijo Trimm—, pero que Peggy sea un manso corderito, no se lo creería ni Ananías.
—Si algún patán lo hubiese pinchado con una horca —observó Rouleau— o un niño le hubiese tirado una piedra, ça me donne la chiasse!, sabes muy bien que lo habría aplastado. Entonces sí que habríamos necesitado una pala.
—¡Claro que lo sé! —replicó Florian—. Y estoy muy agradecido de que no haya pasado nada semejante. Pero me niego a inquietarme sin necesidad por simples conjeturas. Ahora, Monsieur Roulette, Tiny Tim, volved a la tienda a controlar las cestas. Coronel Ramrod, busca al Hacedor de Terremotos y presentaos a Maggie para que os pruebe las prendas de vestir. Madame, mademoiselle, quitaos esas galas y empezad a preparar algo de comer. Yo iré a tratar de hacer las paces con Abdullah. Hoy puede ser el sábat de descanso y tranquilidad, ¡ja!, ¡pero mañana hay función!
O bien no había muchos aldeanos a quienes asustara la indecencia, o el ayudante del sheriff había hecho correr la noticia deque el circo era pasablemente decente, porque los habitantes de Lexington y alrededores volvieron al día siguiente al terreno ferial para ver el espectáculo. No era la multitud que había asistido a los servicios religiosos, pero sí la suficiente para llenar los bancos.
—La mayoría ha pagado con papel de la Secesión, claro —confió Florian a Edge—, pero algunos parecen comprender que nosotros, mortales de carne y hueso, necesitamos una remuneración más tangible que el clero espiritual, porque hay bastantes que han pagado en plata y el resto ha traído cosas comestibles o utilizables. Un chico me ha ofrecido incluso un puñado de excrementos de Brutus.
Edge se echó a reír.
—Lo ha rechazado, ¿no?
—Diablos, no. Le he dicho que un simple pellizco valía una entrada y le he devuelto el resto. Una buena mentira siempre es digna de ser mantenida.
Magpie Maggie Hag aún despachaba entradas en el furgón rojo y hoy era Monsieur Roulette quien hablaba a los asistentes en el furgón del museo. En el interior del pabellón, el banjo del Hombre Salvaje se había añadido al popurri musical de la corneta de Tim y el bombo de Abdullah.
—Entre las mercancías que hemos recibido —dijo Florian— figuran más platos baratos, así que Clover Lee puede lanzar al aire uno para ti a fin de que lo hagas añicos con tu carabina. ¿Has pensado ya el resto de tu actuación?
—He ajustado la mira de mi pistola y he pasado la mañana practicando con las cargas más ligeras, haciendo caer picamineros de un árbol del fondo de aquel solar. Supongo que me ha oído.
—Sí. Y he visto a Obie andando bajo el peso de una bala de cañón. Me alegra que los dos hayáis tomado en serio vuestro aprendizaje.
—Bueno, no puedo meter un árbol dentro de la tienda, así que he hecho el bosquejo de un blanco.
Edge lo enseñó: en el dorso de un cartel del circo había dibujado círculos concéntricos con un poco de plomo de bala.
—Si me presta su lápiz, pintaré de negro los círculos y el centro.
—No, no —dijo Florian—. Eres un hombre sincero, Zachary, pero la sinceridad no favorece el espectáculo. No, un blanco de papel no sirve.
—Tengo que disparar a algo.
—Por lo menos hoy, sacrificaremos más platos. Te diré lo que vamos a hacer. Carga la carabina con perdigones para dar a un plato en el aire. Carga la pistola con cinco balas y sólo pólvora en la cámara restante. Clover Lee pondrá cinco platillos al borde del círculo de la pista. Hazlos añicos del modo más espectacular posible; esto convencerá al público de que disparas balas de verdad. Entonces yo hablaré un poco más y tú dispararás la cámara vacía contra Clover Lee. Ella sabrá qué debe hacer entonces.
—Muy bien. Usted es el jefe. O no… el retén principal, como dijo.
—Estás aprendiendo. El nombre viene de esas cuerdas de retén que sostienen la gran carpa. —Señaló las cuerdas que iban de las estacas a los aleros del techo de la tienda—. Por analogía, cada artista y ayudante es también un cable de retén, y el director, el retén principal.
Se les acercaron Roozeboom y Yount, el primero cargado con una caja de madera llena de fruta y el segundo con una de sus balas de cañón. Como Magpie Maggie Hag sólo acababa de empezar a coser los nuevos trajes, Yount se había inventado uno. Iba descalzo, con la cabeza descubierta y vestido con su ropa interior, pero se había ceñido la cintura con una de las pieles del Hombre Salvaje. A cierta distancia, parecía un gigante muy pálido y musculoso, desnudo a no ser por las pieles de pelo largo y su barba. Cuando se hubo acercado, Edge se dio cuenta de que se veía muy desnudo y exclamó:
—Obie, ¿qué has hecho? ¿Te has fijado en tu aspecto?
—Me he afeitado la cabeza —declaró Yount, de buen humor— para que sude. Escuche, señor Florian, Ignatz y yo hemos tenido una idea para lo que él llama la culminación del número. ¿Qué le parece? Apoyará la escalera de Jules en el poste central, trepará por ella y dejará caer una bala de cañón dentro de esta caja. La caja se convertirá en un montón de astillas. Entonces me arrodillaré en su lugar e Ignatz dejará caer la bala sobre mí. ¿Qué le parece?
—¡Admirable, Obie! —Florian se volvió hacia Edge y dijo—: ¿Lo ves? Esto es espectáculo. Muy bien, que se prepare todo el mundo. Pronto daré a los músicos la señal de tocar Espera al carromato, que indicará a Monsieur Roulette el momento de volcar la carga.
—¿Volcar qué?
—De interrumpir la visita gratis. Dejará de hablar del museo y del león y volcará a los mirones (la gente, la carga) dentro de la tienda. En cuanto estén todos sentados, podrá empezar el desfile y el espectáculo. Zachary, ¿no tendrías que cargar tus armas?
—Lo haré en cuanto madame Hag haya vendido entradas a esos rezagados. Debo pedirle que me preste un poco de harina de maíz.
—¿Para qué?
—Ya se lo he dicho, sólo usaré una ligera carga de pólvora en la pistola, así que quiero poner un poco de harina de maíz en el fondo de cada cámara antes de introducir la bala.
—Pero ¿no se esparce una nube de polvo amarillo cuando se dispara?
—No, se quema al salir del cañón detrás de la bala. Y también quema los residuos de pólvora de disparos anteriores, así que ayuda a mantener limpio el cañón. Todos los tiradores de pistola conocen este pequeño truco.
—Vaya, vaya. Cada día se aprende algo.
Unos diez minutos después, un estruendo de corneta y bombo acalló el murmullo expectante de la multitud presente en la gran carpa. Entonces sonó el silbato de Florian.
Esta vez la cabalgata se inició con el coronel Ramrod, en solitario esplendor. Entró en la tienda montando a su tordo Trueno y dio al galope varias vueltas a la pista, con el sable en alto. Aún llevaba sus viejas botas del ejército, pantalones azules y guerrera con botones de latón, pero Magpie Maggie Hag le había encontrado en alguna parte un tricornio adornado con una pluma enorme que le prestaba un aspecto tan arrogante como el de los célebres petimetres Stuart y Custer. Sin embargo, los espectadores no le vieron así, porque le recibieron con un aplauso entusiasta. Para sorpresa y alivio de Edge, esta ovación le hizo sentir menos como un ridículo farsante y más como un verdadero artista, de modo que intentó de buena fe actuar como tal. Mientras galopaba en torno a la pista, blandía el sable con compases de estocada, altibajo, lateral y muñequeo, floreo, quite —por lo menos, todo lo bien que podía sin un adversario a quien atacar—, haciendo centellear la hoja y provocando más aplausos del público. Algunos hombres incluso profirieron un estridente y estremecedor «grito rebelde».
La corneta volvió a sonar fuera y el coronel Ramrod detuvo en seco a Trueno ante la puerta trasera. Entonces puso al caballo al paso y mantuvo el sable en posición de ataque para dirigir la gran cabalgata de artistas, caballos y elefante. Incluso se unió a la canción: «¡Saludos a todos, damas y caballeros! ¡No dejéis que nada os arredre…!»
En el número inicial, Tim Trimm entró lentamente en la arena, envuelto en sus ropas de payaso, y fue reprendido por Florian:
—Tendrías que levantarte más temprano, jovencito. El pájaro madrugador es el que se lleva el gusano, ya sabes.
—¡Ja! Entonces el gusano se levanta aún más temprano. ¿Debo imitarle a él?
Ésta y otras réplicas agudas de Trimm suscitaron las risas esperadas. Pero entonces dijo Florian:
—Te jactas de trabajar tanto todos los días, que seguramente disfrutas mucho de la cama por las noches.
Y Timmy replicó:
—No, señor. En cuanto me acuesto, me quedo dormido. Y en cuanto me despierto, tengo que levantarme. —Miró de reojo y concluyó—: De modo que no disfruto en absoluto de la cama.
El público volvió a reír o una gran parte de él. También se oyeron algunos fuertes gritos de «¡Qué vergüenza!» y «¡Desagradable!» y «¡Vaya lenguaje!»
—Dios, es la pandilla de arpías que vinieron ayer —dijo Madame Solitaire, que miraba entre bastidores.
Florian dio una bofetada a Trimm por esta respuesta, pero en vez de imitar el sonido del cachete, Tim echó a correr, obligando a Florian a seguirle. Tim corría torpemente con sus botas y pantalones voluminosos y al final cayó de bruces al suelo. Se levantó casi en seguida, perdiendo, al correr tanto, las botas como los pantalones, de modo que las piernas cortas y delgadas parecían tijeras bajo el faldón de la camisa. Los espectadores volvieron a reír con ganas, excepto la madre de Vernon y Vernelle y sus compañeras, que silbaron y abuchearon, gritando: «¡Es una vergüenza, una vergüenza!», hasta que los demás dejaron de reír y observaron un silencio incómodo. Una de las mujeres se levantó, se volvió lentamente para recorrer las graderías con una mirada que parecía una daga y declaró en voz alta:
—¡Vecinos, creo que os estáis divirtiendo demasiado para ser buenos cristianos!
El gentío adoptó una expresión sumisa, como si la mujer hubiese dicho la verdad.
Por una vez, el carácter colérico de Tim Trimm resultó útil. Detuvo en seco su carrera tambaleante y señaló con furia a las mujeres que todavía gritaban «¡Es una vergüenza!» contra el hueco de sus manos juntas. Saltó varias veces y chilló con voz estridente:
—¡Este espectáculo no continuará hasta que esos borrachos disfrazados de mujeres sean obligados a comportarse bien!
El público volvió a retorcerse de risa —y también la gente del circo— y otros muchos dedos señalaron a las mujeres. Éstas palidecieron de indignación, luego enrojecieron de azoramiento y por fin intentaron deslizarse como cangrejos hacia el extremo del banco, sin levantarse, pero esto provocó siseos entre el público —«¡Esos borrachos tratan de escabullirse para ir a tomar un trago!»— y entonces las mujeres saltaron literalmente de los bancos y salieron corriendo de la tienda.
Tiny Tim reanudó su número de payaso, obteniendo unas carcajadas y unos aplausos que no estaba acostumbrado a oír. Y cuando al final salió de la pista, fue recibido por sus colegas con unas aclamaciones y palmadas en la espalda igualmente insólitas.
El resto de la primera mitad del programa fue tan bien acogido aquí como lo había sido en Lynchburg. Las buenas gentes de Lexington cayeron con la misma ingenuidad en el engaño del «cumpleaños de la anciana» y celebraron con el mismo entusiasmo su conversión en Madame Solitaire, y se horrorizaron del mismo modo ante el «fiero» mordisco de Maximus en el brazo del capitán Hotspur y el derramamiento de sangre de asno. El intermedio fue un tormento para Edge y Yount, porque Florian los había reservado a ambos para la segunda mitad del programa. Se confiaron mutuamente varias veces su esperanza de que ocurriera algo que prolongara el descanso indefinidamente, y también expresaron varias veces el deseo de que terminara en seguida para poder actuar cuanto antes y acabar de una vez con el éxito o el fracaso de su estreno.
Como siempre, la segunda mitad empezó con la presentación de Clover Lee como pariente próxima de los generales Fitz y Robert E., y la presentación de su caballo Burbujas como un pariente no menos próximo de Viajero. Cuando concluyó el número y Clover Lee aún saludaba bajo los aplausos dedicados a ella y a Burbujas, Florian fue a la puerta trasera de la tienda, donde Yount esperaba, nervioso, vestido con su ropa interior y las pieles, y le dijo:
—Es tu turno, Hacedor de Terremotos. ¿Alguna pregunta antes de que te presente?
—Sí —contestó Yount y, como abrumado por el terror a las candilejas, preguntó sin que viniera a cuento—: ¿Por qué dice siempre a la gente que aplauda a los caballos? No hacen más que correr en círculo, lo mismo que he visto hacer a los caballos de los indios.
—Tienes razón, Obie —dijo Florian, respondiendo a Yount con la misma seriedad de éste—. Nuestras monturas no podrían competir con las razas puras. Pero fíjate en la salida que hace ahora Burbujas. Su paso es tan altivo como si hubiera hecho ballet aéreo. ¿Debería yo negar al animal una parte de la admiración que todos los artistas anhelan y disfrutan?
—Supongo que no. No se lo escatimaría nunca, sólo quería saberlo.
Florian citó en un murmullo:
¿Ha pisado más noblemente Pegaso alado
que Rocinante, cojeando hasta Dios?
Yount preguntó:
—¿Es otro de los poemas que ha compuesto por el camino?
—No, ojalá fuera así. ¿Preparado, Hacedor de Terremotos?
—Sí, dentro de lo que cabe.
Aunque estuvieran nerviosos o aprensivos o simplemente aterrados, tanto el Hacedor de Terremotos como los demás participantes en este número dieron muestras de una gran habilidad. Bajo una fanfarria de corneta, bombo y banjo, Florian lo presentó de forma rimbombante como «el increíble ser humano descubierto por una expedición científica que exploraba la Patagonia, nombre que en lengua argentina significa “País de los Gigantes”…». Y así continuó un rato más.
—Y ahora, vestido como Hércules con las pieles de los fieros leones que ha matado con sus propias manos… ¡el hombre más fuerte del mundo, el Hacedor de Terremotos!
Yount entró a grandes zancadas por la puerta trasera, con un porte casi tan majestuoso como el de Brutus, que le seguía montado por Abdullah, que aporreaba el bombo. El elefante arrastraba por el suelo una malla de cuerdas con las tres balas de cañón, que entrechocaban con estrépito, y el animal procuraba caminar despacio, inclinado hacia adelante, como si la carga fuese demasiado pesada incluso para un behemoth. El ex sargento Obie Yount obedeció todos los consejos que le había dado el capitán Hotspur, empezando por resoplar audiblemente cuando hizo rodar las balas de hierro desde la malla al centro de la pista. Incluso mejoró el efecto cuando se dio cuenta de que, colocándose bajo un rayo de sol filtrado por uno de los agujeros del techo, hacía más visible su cabeza recién afeitada.
Después de secarse varias veces las manos con el trapo y cambiar repetida, mínima y escrupulosamente la posición de las tres balas de cañón en torno a sus pies, realizó grandes esfuerzos —que duraron varios minutos— para levantar una sola bala con las dos manos.
Mientras el público profería una exclamación tras otra, volvió a dejar la bala en el suelo, se secó otra vez —las manos, la calva, la negra barba, incluso las axilas—, volvió a levantar despacio la misma bala, se la puso bajo el brazo, se agachó y con un esfuerzo todavía mayor levantó la segunda bala con la otra mano. Estallaron los aplausos. Giró la mano para colocarse la bala bajo el brazo, sosteniendo así las dos balas entre los codos y la cintura. Esto le dejó las manos libres y, cuando volvió a agacharse, pudo coger a duras penas la tercera bala con las yemas de los dedos. Una vez logró enderezarse del todo, con las dos balas bajo los brazos y la tercera agarrada precariamente por los dedos estirados de ambas manos, el Hacedor de Terremotos ya no tuvo que fingir que estaba sudando.
La apoteosis del número también fue bien. El capitán Hotspur entró al trote y trepó por la corta escalera apoyada en el poste central. El Hacedor de Terremotos, de nuevo con muchos ajustes mínimos, colocó la caja de fruta y después levantó con esfuerzo una bala de cañón y la dejó sobre un peldaño de la escalera. Entonces Hotspur y el Hacedor de Terremotos iniciaron un diálogo de gestos y gruñidos que ocasionaron más ajustes en la posición de la caja de fruta. Por fin, obedeciendo a una señal, Adbullah tocó el bombo, primero con suavidad y después con fuerza, el Hacedor de Terremotos hizo un ademán enérgico y Hotspur empujó la bala para que cayese de la escalera. El impacto convirtió la vieja caja en un montón de astillas. El Hacedor de Terremotos volvió a levantar la bala de cañón para depositarla donde estaba Hotspur, encima de la escalera, y a continuación se colocó de cuatro patas en el lugar donde había estado la caja de fruta. Ahora sudaba con tanta profusión que las gotas de sudor se veían caer de su cara al suelo, que miraba fijamente, con sus saltones ojos.
Después de otro diálogo de gruñidos y otro toque de tambor de Abdullah, aún más prolongado, de pianissimo a fortissimo, con un estruendoso ¡bum! final, Hotspur hizo caer otra vez la bala, en el repentino silencio, de modo que su impacto contra el cuello del Hacedor de Terremotos sonó como una almádena contra el costado de un buey. El Hacedor de Terremotos exhaló un potente gruñido, que tal vez no fue simple comedia, pero su cabeza continuó en su sitio, su cuello permaneció intacto y la bala de cañón siguió donde había caído. Después de un momento muy tenso, se irguió sobre las rodillas, manteniendo la cabeza inclinada, y luego se puso de pie, con la bola de hierro sobre la nuca. Esperó los aplausos, que fueron prodigiosos, y entonces dejó rodar la bala hasta el hombro y por el brazo extendido. En el último instante giró la mano, que quedó con la palma hacia arriba, y la bala se deslizó hasta ella. Le dio una vuelta como si no pesara nada y por último la dejó caer para que el público pudiese oír su convincente golpe sordo contra el suelo. Hubo aplausos más y más prolongados, mientras Hotspur y Trimm hacían rodar las balas hasta la malla para que Brutus se las llevase a rastras.
—¡Lo has hecho como un consumado artista circense! —exclamó Florian, dando una buena palmada al hombro de Yount y corriendo en seguida a la arena para presentar al siguiente artista, el coronel Ramrod.
—Espero hacerlo igual de bien —murmuró Edge, vacilante.
El artista consumado, su sargento hasta hacía muy poco, le dijo:
—Sólo has de actuar como un verdadero coronel, coronel.
—Señor Obie, ha sudado mucho hacia el final —observó Clover Lee, riendo—. Apuesto algo a que ha deseado tener algo de pelo para amortiguar la caída de esa bala de cañón.
—No era por eso, señorita —contestó con sinceridad el Hacedor de Terremotos—, sino porque de repente se me ha ocurrido pensar que me rompería el cuello sin remedio si alguien del público se levantaba y gritaba: «¡Esas balas son las de Stonewell!»
Esta observación divirtió y relajó tanto a Edge, que cuando Florian terminó su larga presentación, saltó a la pista con casi tanta soltura como Clover Lee.
—¡… azote de los pieles rojas, héroe de las guerras fronterizas, oficial de nuestra propia e indomable caballería confederada… el mejor tirador del mundo, coronel Ram-ROD!
Cuando Clover Lee adoptó graciosamente la posición de V, el coronel Ramrod la imitó, levantando en alto la carabina guarnecida de latón y sosteniendo en la otra mano el tricornio con la pluma. Los espectadores aplaudieron por algo más que cortesía o expectación, porque aplaudían a su uniforme gris.
—Como primera exhibición de su virtuosismo en el arte de disparar, damas y caballeros… —dijo Florian, comenzando en seguida otra tanda de superlativos.
Clover Lee bailó hasta el poste central, donde estaban amontonados los escasos útiles de Ramrod, y éste, emulando la minuciosidad del Hacedor de Terremotos, frunció el ceño y fingió examinar su arma, desde la boca hasta la llave de percusión.
—… sólo un disparo, sólo una bala —gritó Florian—, y por lo tanto, sólo una oportunidad de acertar el blanco en movimiento, damas y caballeros. Les daré cinco segundos para que hagan entre ustedes las apuestas que deseen. —Mientras Florian contaba despacio en voz alta, el coronel Ramrod sintió la mirada fija de la multitud, como si él fuera el foco de un batallón de cañones de fusil—. Mam’selle… ¡ya puede lanzar!
La muchacha lanzó el plato de lado, en dirección a la cúspide de la tienda. Ramrod tenía la carabina terciada. Sin apresurarse, se llevó la culata al hombro, amartilló el gran percusor, fingió apuntar como si realmente tuviese en el punto de mira al pequeño y pálido objeto y disparó simplemente en su dirección, seguro de que una parte de los perdigones daría en el blanco. El tiro de la carabina hizo tanto ruido, que el plato pareció desintegrarse en silencio.
Clover Lee saltó alborozada como si hubiese apostado por un buen tiro y ganado. Tim Trimm entró corriendo para coger la carabina descargada, mientras la gran nube de humo azul se disipaba y los espectadores aplaudían al hombre de gris. Entonces el coronel desenfundó la pistola y la examinó con el ceño fruncido: hizo girar el tambor, contó las cápsulas, etc. Florian continuó su retahíla de frases, mientras Clover Lee llevaba los cinco platos restantes al arco de la pista que sólo tenía detrás la puerta trasera de la tienda, y fijó el borde de cada plato en el círculo de tierra de la pista para que se mantuvieran rectos.
—¡Atención, damas y caballeros! —reclamó Florian—. Cinco blancos y el coronel Ramrod sólo tiene seis cartuchos con que acertarlos y romperlos.
Ramrod introdujo de nuevo la pistola en la funda de la cadera derecha, con la culata de nogal hacia adelante, dejando abierta y levantada la lengüeta de cuero. Caminó hasta el borde del círculo más alejado del blanco y separó un poco las manos de las caderas, un poco más abajo del nivel de la cintura, hasta que Florian gritó: «¡Fuego!»
Lo que siguió se produjo con tal rapidez, que el estallido de la pistola pareció poner el signo de exclamación a la orden de Florian, y el primer plato de la hilera se desintegró. El coronel Ramrod se había llevado en un segundo la mano izquierda a la funda, sacado el revólver y amartillado el arma con el pulgar cuando la tuvo delante de la cara. Entonces bajó la mano izquierda, dejando al parecer la pistola levitando en el aire el tiempo justo para que la mano derecha la agarrase, apuntase con ella y apretase el gatillo… todo con tal celeridad que pareció ocurrir de modo simultáneo con la orden de Florian. Mientras el humo azul flotaba a su alrededor y el público aplaudía y Clover Lee hacía cabriolas de placer, el coronel Ramrod imprimió varios giros a la pistola con un solo dedo en el guardamonte, con un estilo impecable, y la guardó en la funda.
Podría haber hecho añicos los cuatro platos restantes con la misma rapidez con que amartillaba el arma, pero el Hacedor de Terremotos le había aconsejado: «Finge que todo es realmente difícil», así que disparó contra el siguiente plato con una rodilla en el suelo, el otro, sosteniendo el revólver con la mano izquierda, y el otro, empuñando el arma en la cadera, como si no apuntara en absoluto. Y entre tiro y tiro, se secaba las palmas contra los pantalones y el dorso de la mano contra la frente y entornaba los ojos, como si la tensión y concentración fueran casi excesivas para la resistencia humana. Cuando hizo añicos el último plato, Clover Lee y el público reaccionaron con tanta alegría como si acabara de matar el último yanqui de Virginia.
—¡Ahora! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Ahora que el coronel Ramrod ha conseguido lo casi imposible, va a intentar lo verdaderamente imposible. Mam’selle Clover Lee, ¿tiene usted la fe suficiente en la maestría de este caballero oficial para poner la propia vida en sus manos?
La muchacha pareció nerviosa y vacilante, pero sólo un momento. En seguida, noble y valiente, asintió con gran convencimiento.
—Muy bien —dijo Florian—, usted decide. Damas y caballeros, ahora tengo que pedirles una quietud y un silencio absolutos, porque lo que el coronel Ramrod va a intentar ahora… ¡es disparar directamente al rostro de esta valiente muchacha de modo que ella pueda detener la bala con los dientes! —Varias personas profirieron una exclamación ahogada—. ¡Por favor! Silencio absoluto. Será mejor que quienes no puedan resistir la contemplación, abandonen el pabellón en este mismo momento. También deben salir los propensos a desmayos o ataques epilépticos. Ningún sonido o movimiento debe distraer al coronel Ramrod.
El coronel Ramrod no pudo por menos de sonreír ante toda esta comedia, y la sonrisa no era su expresión más atrayente. La gente le miró con fijeza, algunos tomando quizá su mueca por una de melancolía frente a la perspectiva de hacerle daño a la chica, otros creyendo quizá que expresaba la auténtica naturaleza maligna que le había inducido a diezmar a los pieles rojas. Clover Lee estaba de pie, de espaldas a la puerta trasera de la tienda, con las manos en las caderas, la cabeza erguida y una expresión en el rostro de despedida a este mundo cruel.
—¿Está preparada, mam’selle? —preguntó Florian. Ella no se movió ni asintió, sólo le miró de reojo—. Entonces, encomiende su alma a Dios, querida. ¿Está usted preparado, coronel? —Ramrod humedeció sus labios, pasó las manos por los pantalones, se ajustó el sombrero y asintió—. Muy bien, no diré nada más ni daré la orden de fuego. Desde este momento, señor, actúa usted por su cuenta. —Y salió de la pista.
El coronel Ramrod separó los pies y adoptó una postura firme, tensa y alerta. Apuntó realmente con mucho cuidado… bajo, para que ninguna partícula de la harina de maíz todavía caliente salpicara de modo inofensivo los leotardos de Clover Lee. Después de la pausa más larga y emocionante de las actuaciones del día, disparó. Clover Lee se inclinó un poco hacia atrás y sus manos se apartaron de las caderas en un ademán inseguro, como para afianzarse, mientras el humo azul borraba brevemente su perfil. Entonces se la vio sonreír, entornando los labios y enseñando sus dientes blancos y brillantes. La multitud exhaló el aliento contenido con un murmullo. Clover Lee se llevó la mano a la boca, se sacó un trozo de plomo de entre los dientes, lo levantó y bailó alrededor de la pista, exhibiéndolo ante el público, que aplaudía de modo atronador. Tras una vuelta entera ante las gradas, miró a un anciano sonriente, de ojos muy abiertos, que aplaudía con fuerza, y le tiró la bala.
—¡Examínela, señor! —gritó Florian, y la multitud empezó a calmarse—. Pásela a los demás, para que todos puedan verla. La bala es una prueba muy clara de su terrible impacto contra los frágiles dientes de esta bonita muchacha.
Mientras el coronel Ramrod caminaba hacia atrás por la pista, saludando repetidamente con su tricornio emplumado, comprendió que Clover Lee no había cogido a hurtadillas una bala de su bolsa de municiones y pertrechos, sino que debía de haberla recogido del suelo, detrás de los platos que hacían de blanco: una bala plausiblemente deformada por el concienzudo manoseo de los asistentes. Era posible que ahora trabajase con tramposos, pero eran tramposos profesionales y conocían su oficio.
—Prometes convertirte en un verdadero artista, Zachary, ami —dijo Monsieur Roulette en la puerta trasera, donde esperaba su turno para actuar—. Esa fea mueca que has hecho justo antes de la apoteosis ha sido magistral. Ambigua. Intrigante.
Edge pensó y dijo:
—No he hecho más que sonreír.
—Incluso yo me preguntaba: ¿teme el riesgo de matar a la chica, o le excita la idea, peut-être? La ambigüedad es un verdadero arte.
—No he hecho más que sonreír —repitió Edge, y su colega se fue, dando saltos mortales hasta la pista, mientras Florian gritaba:
—… El rápido, resbaladizo, flexible, elástico y ágil saltimbanqui…
¡Monsieur Rou-LETTE!
Edge y Yount no tenían nada más que hacer hasta que montasen a Trueno y Rayo en el desfile final, cantando Lorena con los otros. Un poco después, cuando la gente ya se había marchado y los artistas esperaban la cena, Florian fue a felicitar al coronel Ramrod por su primera actuación. Edge estaba algo apartado de los demás, inmerso al parecer en una profunda reflexión, y sólo murmuró un agradecimiento distraído por los elogios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Florian—. ¿Los nervios acumulados ya empiezan a hacer mella en ti?
—No, no, estoy muy bien. No he sufrido ningún efecto. Esto es lo que me preocupa.
—¿Por qué?
Edge respiró hondo.
—Me preguntaba si estoy realmente hecho para esta clase de carrera. He sido un soldado durante casi toda mi vida, enfrentado a las realidades más duras.
—Lo mismo encontrarás aquí. La vida circense no se diferencia mucho de la militar. Siempre estamos en marcha, como un ejército, preocupados por la logística de vivir de la tierra. Como soldados, observamos la disciplina del deber, pero tenemos libertad, incluso licencia, cuando estamos de permiso. La diferencia principal entre el circo y el ejército es una que creo que debería atraerte. No funcionamos de acuerdo con manuales y reglamentos rígidos, de modo que tenemos un amplio margen para la improvisación y la iniciativa. No hay dos días iguales en un circo. Esperamos lo inesperado: sorpresas, obstáculos, inconvenientes, el ocasional golpe de buena suerte. Esto hace que siempre estemos preparados para cualquier eventualidad. Si alguna vez tuvieras que volver al ejército, esta experiencia haría de ti un oficial mejor.
—Admito que la parte logística de un circo es bastante real, pero… ¿y la parte de exhibición? Perdóneme, señor Florian, no quiero parecer banal, pero…
—Nos gusta pensar en el circo como en un arte, y yo no consideraría un arte como algo banal —respondió Florian, sin irritación—. De hecho, nuestro arte es el más antiguo… actuar. Aunque también el más efímero, debo confesarlo. Proyectamos luz en el aire, sí. Pero como la luz en el aire, no dejamos marcas, ni huellas, ni historia. Los poetas dejan pensamientos, los artistas dejan visiones… incluso los guerreros dejan actos. Nosotros sólo entretenemos y no pretendemos hacer nada más importante. Venimos a comunidades aburridas, donde personas del montón llevan vidas corrientes y les traemos un poco de novedad, un toque de exotismo. Por espacio de un día, tal vez, hacemos que esta gente eche una ojeada al oropel y la gasa, al peligro y la temeridad, a la risa y la emoción que quizá nunca han conocido. Y luego, como un sueño o un cuento de hadas, o lo que los escoceses llaman fascinación, nos vamos y caemos en el olvido.
—¿Lo ve? Un soldado puede ser un peón en un juego, pero el juego en sí no es un cuento de hadas.
—Los guerreros dejan actos, ¿verdad? Quieres ser recordado. Nosotros sólo queremos divertir.
—Tampoco me refiero a esto. Diablos, dudo de que el general Stonewell sepa ahora, que está bajo tierra, si le recuerdan o no. Sólo quiero decir que un oficial, incluso el soldado raso más insignificante, trata mientras vive con cosas sólidas y duraderas.
—¿Son verdades eternas? —preguntó Florian en tono sarcástico—. ¿Con verdades inmutables? Permite que te recuerde algo, Zachary. Hace unos años luchabas contra los mexicanos con el uniforme de la Unión. Si ahora que la guerra ha terminado llevaras todavía el mismo uniforme azul, ¿qué supones que haría tu ejército? Luchar al lado de los mexicanos para echar a los franceses de las Américas.
—Está bien, no son verdades eternas —concedió Edge, un poco molesto—, pero en un momento dado, un soldado sabe siempre dónde está. Quién es enemigo, quién es aliado, qué es negro y qué es blanco. Quiero decir que aquí, en el circo, hay momentos en que uno sabe dónde está y otros en que no lo sabe. Sí, sí, tienen realidades, como preocuparse de conseguir lo suficiente para comer y dinero para continuar. Sin embargo, llega un día en que todo cambia y entonces se encuentran ante la más pura irrealidad. Como… Sarah, por ejemplo. Sé que usted está al corriente de lo nuestro.
—No es necesaria ninguna explicación, Zachary, ni ninguna disculpa. Mucho antes de que aparecieras en escena, Madame Solitaire y yo habíamos llegado a un entendimiento y a un cómodo acuerdo. Un hombre de mi edad no busca la posesión exclusiva de un amor, sólo disfrutarlo tranquilamente a intervalos. Un amor otoñal da al hombre el sobrio esplendor y el calor tibio de un crepúsculo de septiembre, sin zarandearlo con las tormentas primaverales del resentimiento o los celos.
—No me disculpaba. Y tampoco me quejaba de compartirla con usted. Lo que quería decir era… bueno, que cuando ella y yo somos Sarah y Zack, se trata de algo real. Pero cuando se convierte en Madame Solitaire, es… no sé… es un cuento de hadas de tul y lentejuelas. —Edge hizo una pausa y continuó—: Quizá esto se acerca más a lo que quiero decir. Esta tarde le he oído recitar aquellos versos sobre Pegaso y Rocinante. He pensado que creía sinceramente en ellos. —Señaló la gran carpa—. Nada de cuanto dice ahí dentro suena sincero.
—Oh, bueno… es teatro —dijo Florian, encogiéndose de hombros.
—No es sólo usted, sino la diferencia entre Sarah Coverley y Madame Solitaire, entre Hannibal y Abdullah, entre Peggy y Brutus. En un momento dado son una cosa y al siguiente, otra. Y ahora me pasará a mí. Zachary Edge y el coronel Ramrod. En cuanto he terminado mi actuación en la pista, Jules Rouleau ha dicho que me admiraba por ser ambiguo, cuando lo único que había hecho era…
—Oh, bueno… Monsieur Roulette… —dijo Florian, volviendo a encogerse de hombros.
—Son todos y todo. Un momento es el negocio, como encontrar comida y pienso, y sentimientos sinceros, como esos versos suyos. Y el siguiente es pura fantasía. De lo real a lo irreal. ¿No debería ser, incluso un circo, una cosa o la otra?
Florian meditó un momento y por fin señaló y dijo:
Mira allí.
Clover Lee se había lavado las prendas recién usadas y las estaba tendiendo. El sol se ponía y sus rayos horizontales de color ámbar proyectaban chispas multicolores y reflejos de luz sobre los leotardos que la muchacha había colgado de la cuerda. Florian añadió:
—Esa prenda está decorada con lentejuelas prendidas, brillantes, cequíes o como quieras llamarlas. Cada una de ellas es una cosa, una entidad; existe, es una escama diminuta de metal brillante. En la arena del circo, ya sea bajo la luz del sol o de las candilejas, refleja un parpadeo de color. Y el público de un circo, como no está muy cerca del artista que las lleva, ve sólo estos fulgores rojos, dorados, verdes y azules. Ahora dime, Zachary, ¿qué es más real, la escama de metal inerte o el reflejo vibrante de color? Decide esto y habrás contestado a tus propias preguntas. Y estarás además en camino de convertirte en un filósofo de bastante mérito. —Florian se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, antes de irse, volvió a preguntar—: ¿Qué es más real? ¿La lentejuela o el destello?