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—Espero que sea una coincidencia de buen agüero —dijo Florian, refiriéndose al pequeño pero potente remolcador de ruedas laterales que tiraba río abajo de su retahíla de barcazas—. Su nombre, Kitartó, significa aproximadamente lo mismo que el de nuestro buque anterior, el Pflichttreu: leal y constante.

—Confiemos en que no signifique tantas desgracias por el camino dijo Edge.

Él y los otros jefes del circo viajaban con Florian en la primera barcaza de la hilera. Los demás miembros de la compañía estaban distribuidos por grupos en las barcazas siguientes, con sus remolques personales o los carromatos o animales de los que eran responsables. Como no podían ir de visita a las otras barcazas, unidas por cables, ni había una cocina comunal, Florian había invertido mucho dinero en cestas de picnic suministradas para el viaje por el Sacher del Prater.

Así pues, los viajeros estuvieron bien provistos de vino y comida durante los dos días y una noche que duró la travesía, no hubo ninguna desgracia y navegar por el río fue un cambio muy agradable en comparación con el viaje por carretera. Por un lado, el tráfico era en el Danubio mucho más variado que el terrestre: barcos de vela, botes de remo, barcos correo y de pasajeros con ruedas laterales y de popa, botes de pesca, casas flotantes, barcazas y cargueros con toda clase de mercancías, desde troncos y carbón hasta hortalizas e incluso flores. Además, el paisaje cambiaba más rápidamente en el río que en una carretera. Durante unas horas, a la salida de Viena, el río fluyó velozmente entre márgenes llenas de juncos flanqueadas por bosques. Pero después se ensanchó y la corriente se hizo más lenta y a ambas orillas aparecieron campos cultivados donde todos los trabajadores parecían ser mujeres —corpulentas, bajas, macizas, con pañuelos y delantales— que empuñaban hoces, palas, azadas y mayales. Las granjas eran tan chatas como las mujeres, meras chozas de barro, a veces encaladas. Como todas las casas tenían techo de bálago y detrás un almiar ancho como la casa y tres o cuatro veces más alto, desde el río las granjas daban la impresión de tener tejados de paja desproporcionadamente grandes.

Después, en la margen izquierda, las casas fueron reemplazadas por viñedos, salpicados de cobertizos, tinas y montañas de toneles. Estos, a su vez, cedieron el paso a forjas y talleres diseminados que se multiplicaron, agrandaron y apiñaron hasta que llegaron a los suburbios industriales de una ciudad. Entonces apareció la ciudad en sí, muy grande, de piedra medieval y edificios entramados con tejados de pizarra y pronunciada pendiente, muchos campanarios y torres, innumerables chimeneas coronadas por nidos de cigüeñas. A espaldas y muy por encima de la ciudad asomaba en un altozano un espléndido castillo en ruinas.

—La ciudad de Pózsony —dijo Florian.

—Llamada Pressburg en alemán —añadió Willi.

—Bratislava —dijo con firmeza Banat—, capital de mi provincia natal, Eslovaquia. En un tiempo capital de toda Hungría.

—En cualquier caso —observó Florian—, estamos cruzando la frontera de una monarquía dual. Detrás de nosotros, el Osterreich, Austria propiamente dicha. A nuestra izquierda, la provincia austríaca de Eslovaquia. A nuestra derecha, Hungría, o Magyarország. Se escribe M-A-G, pero se pronuncia M-A-D. Madyar. En Hungría descubriréis otras curiosidades lingüísticas. Por ejemplo, ahora nuestro director de orquesta se llama Beck Carl. O, si lo prefieres, Beck Bum-bum.

—¿Y yo soy Fitzfarris John Caballero? —preguntó éste—. Diantre, ¿qué clase de país es el que no sabe pronunciar su propio nombre e invierte todos los demás?

—No tendrás muchos problemas —dijo Willi—. Aquí la segunda lengua es el alemán. Salvo los campesinos, todos lo hablan. Si has podido viajar por Baviera y Austria, lo harás con la misma facilidad por Hungría.

—Y hay tantas bellezas como curiosidades —les aseguró Florian—. Pero ¿qué ocurre, Zachary? ¿No te atraen nuestras nuevas aventuras? Pareces un poco abatido.

—No es eso. Sólo pensaba que ahora estoy más al este de lo que Autumn llegó en su vida. Y aquí su nombre habría sido Auburn Autumn. Igual de melodioso que al revés.

Tres o cuatro barcazas más atrás, Lunes Simms estaba sentada en los peldaños del remolque que compartía con Fitz, contemplando con tristeza e indiferencia el paisaje eslovaco. Cerca de ella se encontraba Jean-François Pemjean, que también se mostraba menos elocuente desde la noche de la función de Schönbrunn. Tal vez con ánimo de alegrar el ambiente, se decidió a preguntar a Lunes por qué parecía no disfrutar del viaje.

Sin mirarle siquiera, ella murmuró en tono desabrido:

—No le importa a nadie.

Eh bien, si no le importa a nadie no me inmiscuyo en asuntos ajenos, así que dímelo.

Lunes parpadeó y se volvió a mirarle, intentando comprender la lógica de aquella observación, si es que tenía alguna. Al final replicó:

—Lo que me atormenta es que estoy perdiendo a mi hombre.

—Ah. ¿Se trata de le bleu sir John?

Ella miró a lo lejos y asintió, acongojada:

—Ha encontrado una lagarta blanca en Viena. Y anoche, nuestra última noche allí, la pasó con ella. Y ahora ni siquiera vamos en la misma barcaza.

—Todavía no conozco muy bien la… organización de la compañía. ¿Estáis casados?

—No, maldita sea. Tampoco se ha decidido nunca a casarse.

Alors, lo que debes hacer es evidente. En revanche, búscate un hombre blanco.

—Pensaba que ya lo tenía —murmuró ella.

—Es medio azul. Me extraña que una jolie fille como tú se haya sentido atraída hacia él. Además, es bastante mayor que tú… o que yo.

Lunes se volvió de nuevo, muy despacio, y miró a Pemjean con expresión calculadora.

—En realidad… —dijo— no me atraía.

Comment?

—No me atraía. Me obligó a acostarme con él.

Comment?

—Verá, señor Demonio, cuando llegué al espectáculo yo era sólo una Pigmea Blanca en su anexo. Quería aprender equitación de alta escuela… y ser Mam’selle Cinderella en el alambre. Pero él no me permitía abandonar el anexo a menos que… bueno…

Scandaleux! —exclamó Pemjean—. Tenía a sir John por un caballero. Vaya sistema bestial y poco sutil de seducir. —Alargó una mano y le acarició el cabello—. Pauvre Cendrillon.

—De modo que ahora… ahora que he sido deshonrada y no valgo para ningún otro hombre…

—¡Mademoiselle! —volvió a exclamar él—. ¡No diga esas ñoneces prehistóricas a un francés! Yo, Pemjean, no la considero deshonrada. Sólo despierta a los placeres y posibilidades de la vida.

—Bueno, aun así, no soy como John Fitz. Yo no puedo saltar de una posibilidad a otra…

Mais oui, claro que puedes. Sólo necesitas un poco de imaginación, un poco de osadía, cierta cualidad francesa que yo puedo enseñarte con gran facilidad.

Ella le miró ahora con franca especulación, murmurando.

—Además, usted es mucho más guapo que él.

—Y quizá menos inconstante. —Añadió, más para sí mismo que para ella—: Nunca he tenido une amourette avec une mulâtresse.

El remolcador Kitartó conducía ahora la larga hilera de barcazas en un baile lento a través de los canales que serpenteaban entre los numerosos islotes del río, y bien pudo ser el perceptible balanceo lo que impulsó a Lunes a refregarse de nuevo los muslos entre sí. Pemjean lo advirtió, pero no hizo ninguna referencia a ello. En cambio, como pasando a otro tema completamente distinto, señaló hacia los campos ya oscurecidos de Eslovaquia y dijo:

—El sol está bajo, pronto anochecerá. Hélàs, temo irme a la cama, Porque debo compartir el dormitorio con el Hanswurst, que huele como un wurst[21], y el Kesperle, que huele todavía peor. ¿Qué te parece este juego de palabras usando dos lenguas? Mademoiselle Cendrillon, estoy tratando de hacerte sonreír.

Y ella sonrió. Incluso rió. Entonces se puso de pie en los peldaños y abrió la puerta del remolque.

—Bueno, señor Demonio, por lo menos esta noche hay un lugar vacío en esta casa rodante.

Durante toda la noche la hilera de barcazas bailó un vals en torno a las islas del río, de modo que todas las personas acostadas en las literas vieron su sueño u otra actividad acentuados por el suave balanceo. Cuando se levantaron a la mañana siguiente, las islas habían quedado atrás y el Danubio volvía a fluir sin impedimentos, llevándolos directamente hacia el este entre las ciudades gemelas de Komárom en la margen derecha y húngara del río y de Komárno en la izquierda y eslovaca, ambas consistiendo principalmente en inmensos astilleros, humeantes y ruidosos. Después no hubo nada más que ver en la orilla izquierda que los ondulados campos de cultivo salpicados de campesinas con pañuelos en la cabeza. A la derecha, en cambio, se sucedían los pueblos pequeños pero pintados con colores alegres y de pronto apareció la ciudad de Esztergom, dominada por la catedral.

Allí anunció Florian:

—Hemos dejado atrás a Eslovaquia. Ahora es Hungría en ambos lados del río.

Como para dar relieve a este hecho, la tierra de ambas orillas formó ahora colinas altas, cubiertas por densos bosques. Y el río, como para mostrar lo mejor posible el pintoresco paisaje, culebreó —sur, este, norte y otra vez este—, luego describió una decidida curva hacia el sur y continuó en dicha dirección, pasando por delante de más pueblos pintorescos encaramados en las alturas y dos ciudades de cierto tamaño en la cumbre de sendas colinas: Visegrad, llena de castillos, y Szentendre, llena de iglesias. Pero al sur de Szentendre la verde vegetación empezó a interrumpirse y alternarse de nuevo con talleres y fundiciones a orillas del río y luego con grandes edificios industriales, y el aire perfumado se impregnó del olor a levadura de las fábricas de cerveza y el hedor mohoso de las tenerías.

—Ah, los signos de la civilización —dijo Florian—. Pero reconozcamos que los húngaros sitúan por lo menos sus fábricas muy lejos de la ciudad y a favor del viento.

—¿Ya hemos llegado, pues? —preguntó Goesle—. ¿A Budapest?

—En cierto sentido, sí. En realidad son tres ciudades. Ahora pasamos por Obuda (Viejo Buda), a nuestra derecha. Pronto veremos Buda, también a la derecha, donde tendremos que desembarcar brevemente para las formalidades de inmigración. Pero Buda es tan montañoso que nos resultaría difícil encontrar un terreno llano donde levantar la carpa, así que el Kitartó nos remolcará hacia el otro lado del río, a la ciudad de Pest, asentada en la llanura, y allí desembarcaremos y desfilaremos hasta nuestro recinto.

El Danubio se dividió de repente en torno a una isla tan puntiaguda como la proa de un barco y que, como si navegara corriente arriba, dejaba una estela blanca. El remolcador se dirigió hacia la derecha y pasó de largo la isla, de una longitud mucho mayor que la de cualquier buque jamás construido. La mayor parte eran bosques, pero aquí y allí sobresalía de entre los árboles una delgada grúa y también eran visibles grandes edificios en construcción, rodeados de andamios.

—La isla de Margit —dijo Willi—. Santa Margit está enterrada en ella. Esta ha sido la principal distinción de la isla hasta hace dos años, cuando las máquinas taladradoras descubrieron manantiales de agua mineral caliente. Ahora habrá grandes hoteles que ofrecerán baños para curar todas las enfermedades humanas. Como si ya no hubiera bastantes balnearios aquí.

—¿Ah, sí? —preguntó Carl Beck, interesado.

El extremo puntiagudo de la isla de Margit se quedó atrás, revelando la gran ciudad de Pest en la orilla opuesta. Ahora las empinadas calles y carreteras de Buda se veían en la margen derecha. El remolcador puso la proa hacia esa orilla, aminoró la marcha y se deslizó hacia un malecón de piedra enormemente largo, arrastrando tras de sí con habilidad todas las barcazas. La tripulación del remolcador saltó a tierra para sujetar todas las barcazas a los bolardos del muelle. Entonces desembarcó toda la gente del circo —Pemjean ayudando con galantería a Lunes— para estirar las piernas y esperar instrucciones.

El muelle era el lado ribereño de la todavía más inmensa plaza enlosada de Bomba, con una iglesia y sus anexos en un extremo y los edificios gubernamentales en el otro. El lado que daba al interior estaba totalmente ocupado por una posada enorme, larga, de tres pisos, sus dependencias, establos y graneros. El edificio principal tenía el tejado ondulado, con tejas que sobresalían de las ventanas de gablete, y una gran cruz de madera pintada de blanco pendía como un letrero sobre su puerta central.

—La venerable y famosa posada de la Cruz Blanca —explicó Florian—. Terminal de la línea de diligencias de Viena, así como el destino de los viajeros por vía fluvial. Debo informar de nuestra llegada a los empleados de aduanas e inmigración.

Cruzó la plaza y entró en la posada cargado con un montón considerable de salvoconductos. Todos los demás miembros del circo se quedaron paseando por la plaza, contemplando las vistas que se podían dominar desde el nivel del río. En la orilla opuesta, Pest parecía ser sólo hileras y más hileras de edificios urbanos corrientes, excepto cuando algún campanario o cúpula rompía la monotonía. En cambio, en aquel lado de Buda del Danubio, encima de ellos y un poco hacia el sur, se elevaba una colina inmensa, con escalones de piedra y bastiones que zigzagueaban desde el pie de las murallas hasta un gran castillo en la cumbre. Desde algún lugar de la base de aquella colina se arqueaba sobre el río hasta Pest un elegante puente de suspensión. Más allá del puente, en aquel lado del río, se levantaba otra alta colina, coronada por un ancho fuerte amurallado.

—La altura más cercana es la colina del Castillo —dijo Willi Lothar— y el puente, el celebrado puente de Cadenas, una obra maestra de la ingeniería. Observaréis que está suspendido de cadenas, no de cables. Y al fondo está la colina de San Gellért, con la ciudadela en la cumbre.

—Por lo que puedo ver desde aquí —dijo Yount—, ese puente termina contra la colina del Castillo.

—No termina —corrigió Willi—. Su calzada entra en un túnel en este lado y al salir se encarama hasta la cima y el castillo. Los nativos bromean acerca de él. Os dirán que atesoran hasta tal punto su puente de Cadenas que cuando llueve lo meten dentro del túnel para que no se oxide.

Florian salió de la posada y, con aspecto desanimado, cruzó la plaza para reunirse con la compañía.

—Ay —exclamó—. A diferencia de la despreocupada nueva nación de Italia, Hungría parece ansiosa de reafirmar su recién adquirida porción de soberanía y lo hace con un alarde de exagerada oficiosidad. Para empezar, tenéis que ir por separado a enseñar vuestro salvoconducto, contestar sus preguntas, irradiar buen carácter, etcétera. Y para colmo, estos funcionarios se obstinan en hablar sólo húngaro, así que deberé hacer de intérprete.

Los artistas y el equipo desfilaron por la habitación contigua al vestíbulo de la posada que hacía las veces de oficina de inmigración. El interrogatorio no era en realidad muy riguroso ni exhaustivo, sino una verificación rutinaria de los detalles que constaban en los salvoconductos: nombre, edad, ocupación y datos similares. Lo que de momento llamó más la atención de los viajeros y los cogió más desprevenidos fue que los llamaran primero por el apellido. Uno de los hombres, sin embargo, tuvo que pasar por otra complicación.

—¿Geezle Dai? —ladró el funcionario uniformado.

—Dios mío —gruñó Stitches—. Dai Gwell. Quiero decir, discúlpeme, señor, Goesle Dai.

Ejha, Gwell. Goesle úr, vallás metodista disidente. Mi az?

Florian se acercó y dijo:

—Ah… jelent metodista.

És disidente? Elszakadás?

Florian fingió sostener una rápida conferencia con Goesle y luego dijo a los funcionarios, en húngaro:

—Disidente significa que Goesle Dai se aparta del ruin metodismo protestante para volver a los brazos misericordiosos de la Madre Iglesia.

Éljen! —exclamaron entusiasmados todos los hombres de uniforme, levantándose para zarandear la mano de Dai, dirigirle sonrisas radiantes y desearle «isten hozott!». Y apenas dieron una ojeada a los salvoconductos de los viajeros restantes, a quienes dejaron pasar agitando cordialmente las manos.

Florian consultó su viejo reloj de hojalata y dijo:

—Ya que estamos aquí en la posada y se acerca la hora de cenar, cenemos. Abdullah, corre al Kitartó y pregunta al capitán, puedes hacerlo por señas, si él y sus hombres aceptarían cenar con nosotros antes de llevarnos a la otra orilla del río.

La tripulación del remolcador acudió con celeridad y apetito. En el vasto comedor de vigas bajas, Willi y Florian, que podían hablar con ellos, se sentaron en su compañía a una de las largas mesas de caballete. El resto de miembros del circo se sentaron alrededor de otras mesas y probaron por primera vez la cocina húngara. No había carta; las camareras, atractivamente rellenitas, se limitaron a servir el menú del día. Y la posada de la Cruz Blanca estaba acostumbrada a resucitar a viajeros cansados, por lo que la cena fue opípara y copiosa. Empezó con sopa de borracho, un caldo pensado para contrarrestar la larga dependencia del viajero de su petaca de bolsillo.

Quincy Simms tomó un sorbo de la sustancia verde pálido, hizo una mueca y dijo:

—Qué asco. Sopa de pescado.

—Debes de estar loco, Quince —le dijo su hermana Domingo—. Está hecha con col agria. Has comido col agria bastantes veces como para reconocerla. Y es buena.

Quincy pareció perplejo, pero murmuró:

—A mí me sabe a pescado. —Y apartó el plato.

A continuación les sirvieron carne de ladrón, pedazos de cordero, cebollas, setas, tomates y pimientos verdes alternados en una brocheta y asados sobre una parrilla, acompañados con albondiguillas y patatas guisadas en salsa de páprika. Con la cena les dieron tazas de café negro y botellas de vinos variados, desde el amarillo Tokaji al tinto Sangre de Toro. El postre fue orejas de fraile, tartas semicirculares rellenas de mermelada de ciruela. Y después más café y más botellas: aguardientes de albaricoque, manzana y pera.

Cuando la compañía salió tambaleándose de la posada para volver a las barcazas, LeVie observó a Florian:

—Espero, monsieur le gouverneur, que ahora no vamos a desfilar. Creo que no podría ni levantar el brazo en señal de saludo.

—No temas —respondió Florian—. Desembarcaremos los carromatos y furgones, atenderemos a los animales y dormiremos a pierna suelta para desfilar por la mañana.

En aquellos momentos la oscuridad era completa, así que la tripulación del remolcador colgó linternas de fondeo en su propia embarcación y en todas las barcazas y la sirena de vapor del remolcador sonó repetidamente mientras los remolcaba en diagonal a través del ancho río, sin chocar con ninguno de los otros barcos que subían o bajaban por el Danubio. El curso en diagonal llevó a la flotilla del circo bajo el puente de Cadenas, que se había convertido en una cadena mágicamente suspendida de faroles de gas blancos, teñidos de color melocotón. El largo puente se alzaba tanto sobre el agua y estaba tan bien construido que la gente del circo no podía oír mientras lo miraba el ruido de los carros tirados por caballos, carruajes y carromatos que lo cruzaban continuamente.

Sin embargo, no todos los miembros de la compañía admiraban la vista. Ahora Fitzfarris hacía la travesía en la misma barcaza que Lunes, la cual se sentó con él en los escalones de su remolque y le habló con mucha seriedad y muchos gestos dramáticos. Luego llamó a Pemjean y éste habló a su vez muy seriamente y con muchas gesticulaciones galas. Fitzfarris los escuchó, un poco aturdido pero quizá también un poco divertido e incluso aliviado. Sólo frunció el entrecejo una vez, cuando Pemjean concluyó sus persuasivos argumentos diciendo:

—Creo que estarás de acuerdo, ami, en que no tienes ningún derecho sobre la muchacha… después de usar la contrainte para moldearla a tu antojo.

—¿Qué significa exactamente contrainte? —preguntó con frialdad Fitz—. Espera, no me lo digas. Déjame adivinar. ¿Chantaje?

—Ejem… oui. Coacción. Negarle la oportunidad de avanzar en su carrera si no accedía a…

Fitzfarris se echó a reír, pero sin alegría.

—Sí, esto habría sido muy poco caballeroso por mi parte, ¿verdad? Algo casi digno de Zanni, ¿verdad, Lunes?

Pero Lunes estaba de repente absorta en el estudio de las constelaciones del cielo nocturno y al parecer no le oyó.

Il n’importe pas —dijo Pemjean, un poco vacilante—. Démoslo por zanjado, por olvidado. Espero que los tres sigamos siendo buenos amigos y…

—Oh, yo no lo olvidaría del todo si estuviera en tu lugar, amigo. Pero te deseo que la disfrutes.

Así, antes de llegar a la orilla opuesta, Fitzfarris y Pemjean iban y venían entre sus dos remolques, trasladando sus efectos personales.

En una barcaza más hacia la cola de la hilera, Spyros Vasilakis orinaba por encima de la borda, que era baja. No lo habría hecho tan públicamente de no haber bebido tanta cantidad del excelente Tokaji. Y lo hacía con muchos gemidos, retorciéndose y apoyándose en el palo de la linterna de fondeo, que casi arrancaba de la bocabarra en sus intensos dolores.

—¡Ah, estás ahí, Spyros! —gritó Pavlo Smodlaka, surgiendo súbitamente de la oscuridad con una sonrisa compasiva—. Te duele al orinar, ¿eh? —Spyros asintió, turbado—. ¿Sabes qué significa esto? Has cogido la gonorrea, el nasmork, el resfriado de cabeza parisiense.

—¿Eh? —gruñó Spyros.

—Creo que en tu lengua se llama khonorrein.

¿Eh? —gritó Spyros, galvanizado.

—¿Has estado haciendo el yébla con una de las mujeres de monsieur le Démon?

—¿Eh? —repitió, aterrado, Spyros.

Pavlo le habló cordial y amistosamente del libro secreto de Pemjean, que trataba de «cierta enfermedad». Luego se extendió sobre la suciedad de los franceses y se compadeció de Spyros por haber contraído la vergonzosa enfermedad del demonio. Pero Spyros interrumpió su charla con una mueca y un esfuerzo, y corrió, mientras aún se abrochaba los pantalones, en busca de su esposa.

Sin embargo, justo entonces el remolcador y su hilera de barcazas se deslizaba junto a otro largo malecón de piedra de Pest y en seguida reinó un gran bullicio y conmoción. Los tripulantes amarraron todas las barcazas y luego ayudaron voluntariamente a los peones del circo a desembarcar los carromatos y remolques, así como los caballos, el camello y los elefantes. Tardaron dos horas en llevar a cabo el desembarco y recorrer el trayecto entre el malecón y el Corso, la gran plaza que lo circundaba. Aparcaron allí los vehículos, ataron a los animales que no iban enjaulados y les dieron a todos de comer y beber. Entonces la mayoría de artistas y peones cayeron agradecidos sobre sus camas o camastros y Fitzfarris arrancó un gruñido de sorpresa a Notkin y Spenz cuando entró en su remolque y, sin dar explicaciones, se desplomó sobre la litera que hasta entonces había sido de Pemjean.

La lámpara ardió hasta muy tarde en un solo remolque, el de los Vasilakis, y los ocupantes de los remolques contiguos tardaron un rato en conciliar el sueño por culpa del ruido que se armó en su interior, debido principalmente a los gritos rabiosos de Spyros, aunque también a los sollozos de Meli y a los violentos golpes que le propinaba su marido. Spyros blandía uno de sus sables, pero tenía la consideración de usar sólo su parte roma entre torrentes de imprecaciones griegas y sólo en lugares que no se viesen cuando ella luciera el traje de pista.

Al final ella le detuvo, suplicando:

—Si confieso mi culpa, ¿dejarás de golpearme? Entonces te lo confesaré todo. Sí, soy culpable de lo que me acusas, pero…

—¡Mala puta! ¡Cuando vuelva usaré el filo del sable! No puede dolerte más de lo que me duele mi pobre peos. ¡Pero primero lo mataré a él!

—¡No, no! ¡No es monsieur Pemjean!

Si Spyros la oyó, no hizo el menor caso y salió como un rayo a la oscuridad de la noche. Tardó uno o dos minutos en encontrar el remolque que buscaba, derribó la puerta, buscó a tientas la litera de Pemjean, la tocó con la punta de su sable y vociferó:

—¡Levántate, francés! ¡Traigo la muerte!

—¡Oh! ¡Dios mío! —gritó Fitzfarris, retirándose a gatas hacia el fondo de la litera.

También se oyó un rumor en el otro lado del remolque y uno de los payasos encendió una cerilla.

—¿Sir John? —exclamó Spyros, estupefacto—. ¿Eras tú quien me engañaba?

—¿Qué? ¡Estúpido hijo de perra! ¡Que alguien encienda una lámpara!

Notkin lo hizo, mientras Spyros persistía:

Sir John, ¿eres tú quien se acuesta con mi esposa a mis espaldas?

—¿Estás sonámbulo, griego estúpido? ¿Y con un sable? Mira, me has hecho sangre en el trasero. Payasos, quitadle el arma uno de vosotros.

Ninguno de los payasos se movió, sino que continuaron mirando, aterrados. Fitz abandonó la litera con precaución —la pieza posterior de sus largos calzones estaba mojada y roja— y dijo, tratando de ser razonable:

—Spyros, despierta. Has tenido una pesadilla. Éste soy yo, tu amigo el caballero John.

—Sí… tu amigo —murmuró Spyros—. Tú no tocar a Meli. Perdóname, sir John. Voy a buscar a Pemjean para matarlo.

Dio media vuelta y Fitzfarris saltó, le arrebató el sable de la mano y lo sujetó.

—Aún estás soñando. Despierta y dime… ¿qué es todo esto de Meli? No la habrás matado, ¿verdad?

—Todavía no. Después. Primero Pemjean.

—¿Sospechas que Meli y Pemjean han… estado juntos? —Spyros asintió y empezó a llorar—. Pues yo puedo asegurarte que no es así. Pemjean ha estado demasiado ocupado haciendo la corte a otra. Lo puedo demostrar. Él y yo hemos llegado a un acuerdo entre caballeros esta misma noche. Se ha trasladado al remolque de Lunes, mi antigua compañera.

—¿Es esto cierto, sir John? —preguntó Spyros, aspirando con fuerza por la nariz.

—Es cierto. Si Meli te ha engañado, cosa que dudo, será mejor que le hagas identificar al culpable, en vez de ir de un lado a otro pinchando a oscuras a personas inocentes. Mira, te acompañaré y hablaremos con ella. Espera a que me ponga los pantalones.

Meli estaba en el umbral iluminado de su remolque, despeinada, aturdida, retorciéndose las manos y escudriñando el Corso, y saltó de alegría al ver que se acercaban.

—Oh, sir John, le has cogido —gimió—. ¿Ha asesinado a alguien mi pobre Spyros? Por Dios, dime que no.

—No, señora, sólo ha armado un escándalo —contestó Fitzfarris—. Entremos todos para que los demás no nos oigan y puedan dormir.

—He intentado decirle que no ha sido monsieur Pemjean —gimió ella mientras Fitz empujaba hacia dentro al ahora compungido y penitente Spyros y cerraba la puerta.

—Creo que ya le he convencido de esto —dijo Fitz, tirando el sable a un rincón—. Y sé, Meli, que tú jamás…

—Ha sido el Turco Terrible —murmuró ella con un sollozo.

—¡Meli! —exclamó Fitz, estupefacto.

—¡Mujer! —gritó su marido, otra vez furioso—. ¿Has hecho eso con un enemigo declarado?

—¡Oh, Spyros, Spyros… para que no fuese un enemigo!

—¿Qué diablos queréis decir con esto de enemigo? —preguntó Fitzfarris—. ¿Estáis los dos dormidos y soñando o soy yo el que sueña?

Meli lo explicó todo. Tardó bastante y Spyros la interrumpía a intervalos, pero Fitz le hacía callar. Meli concluyó:

—Creía que era mejor para todos… para los dos, marido. —Y los tres guardaron silencio unos instantes.

Entonces Fitzfarris carraspeó y dijo:

—Debéis comprender, Meli, Spyros… que si el resto de nosotros hubiera sospechado que Shadid era una amenaza para vosotros nos habríamos deshecho de él a toda prisa. Diablos, yo no sabía siquiera que los griegos y los turcos habían estado en guerra. Nada de esto tendría que haber sucedido o continuado durante tanto tiempo. —Volvió a carraspear—. Pero lo hecho, hecho está. En cuanto tenga ocasión mañana, hablaré con Florian. Shadid no te molestará más, Meli, te lo garantizo. Y, Spyros, espero que perdones de corazón a Meli y hasta le agradezcas lo que ha hecho por ti.

Fitz se levantó, tratando de ofrecer el aspecto de un fiel y noble amigo de la familia, pero el efecto se estropeó cuando la silla también se levantó, pegada a su trasero. Cuando se despegó al cabo de un instante, vieron el asiento manchado de sangre.

Idoú! —gritó Meli—. ¡Estás herido! Déjame curarte.

Así que Fitz tuvo que esperar, bajarse los pantalones, la pieza posterior de los calzoncillos y dejarse curar y vendar antes de volver a su remolque. Notkin y Spenz le esperaban con la lámpara encendida e hicieron ruidos inquisitivos al verle entrar, pero él no los miró siquiera y cayó dormido sobre su desordenada litera.

Los primeros miembros del circo en levantarse al día siguiente fueron Willi Lothar, Dai Goesle, Aleksandr Banat y los peones y dueños de las barracas para que Willi pudiese conducirlos, junto con todos los vehículos que no participaban en la cabalgata, al terreno que había alquilado en el parque municipal de Pest, a unos tres kilómetros del Corso. Cuando se levantaron los demás componentes de la compañía, desayunaron con la comida y el vino que aún quedaban en sus cestos de viaje y Florian esperó a formar la cabalgata hasta que las calles estuvieron llenas de gente. Cuando la cabalgata abandonó el Corso, recorrió varias calles estrechas del barrio ribereño antes de llegar a la ancha avenida Sugár, donde la multitud cada vez más densa podía verla y apreciarla debidamente. Como siempre, Florian encabezaba el desfile, seguido por el furgón de la banda, que tocaba con brío, mientras el órgano de vapor formaba la retaguardia de la caravana, tocando todavía con más fuerza. Pero esta vez la cabalgata tenía un miembro nuevo que no desfilaba con orden.

Era el Turco Terrible montado en el velocípedo y paseándose por doquier. Recorría la caravana de arriba abajo, haciendo muecas y payasadas, y tan pronto estaba a la cabeza como a la cola de la procesión, introduciéndose a veces por entre los vehículos y sorteando a los tres chinos en plenas volteretas y a los elefantes y el camello en su pausado avance. Hacía veloces incursiones entre los espectadores, que huían con chillidos de fingido terror. A veces pedaleaba hacia atrás o elevándose sobre la rueda trasera y otras sin sujetar el manillar, con los brazos cruzados. Entraba y salía de los umbrales de las tiendas y cuando había un edificio con escalones, los saltaba arriba y abajo con el velocípedo.

—¡Ha sido un enorme éxito! —exclamó Florian cuando la cabalgata se dispersó por el recinto del circo y toda la población que la había seguido convergió en el furgón rojo a fin de adquirir entradas para la primera función—. De ahora en adelante Shadid ha de ser un aditamento regular de la cabalgata.

—Me gustaría hablarle de él, director —dijo Fitzfarris.

—Más tarde, por favor, sir John. Con esta gente ya llenamos la carpa. Retengámosla. Las barracas ya están a punto para el negocio. Di a tu pirófago que empiece a vomitar fuego en la línea de banderas y tú inicia tu arenga. Esto hará que los patanes gasten dinero hasta la hora de la función.

—Usted es el director, director —dijo Fitz, yendo en busca del pirófago.

Las tres tiendas ya estaban levantadas, las banderas ondeaban y la mayoría de eslovacos trabajaban en las graderías dentro de la carpa. Los dueños de las barracas encendían los braseros y sacaban los cuñetes de cerveza, las jarras de limonada y las baratijas que ponían a la venta. El órgano se había detenido a la entrada de la avenida y seguía tocando en espera de que el estrado de la carpa estuviera listo para que Beck y sus hombres lo ocupasen y empezaran a tocar una música más armoniosa. Los conductores de los otros carromatos de la caravana maniobraban en torno a la carpa para aparcar en sus lugares acostumbrados del patio trasero. Todos los artistas se habían dispersado para descargar sus atrezos, los animales y demás efectos de su lugar de almacenamiento durante el viaje por el río. Fitzfarris supuso que Spyros estaría desempaquetando sus botellas de nafta y aceite de oliva y otros utensilios, de modo que deambuló entre la confusión del patio trasero, buscándole.

Pero Spyros había ido directamente al remolque del turco, frente al cual se hallaba Shadid, secándose con una toalla el sudor causado por su largo y activo paseo en velocípedo. Spyros se colocó ante él:

—¡Hola, turco!

Shadid se sorprendió un poco por la brusquedad de la interpelación, pero sólo replicó con desprecio:

—Hola, gusano.

—Creo que tienes gonorrea.

—Es probable —respondió el turco, impertérrito—. La tengo a menudo. ¿Y qué? —Entonces soltó una sonora carcajada—. ¡Ajá! ¿Ella también? ¿Y te la ha contagiado? Qué horror. Y supongo que a un hombre tan menudo como tú le duele hasta hacerle llorar.

—Sí, lloro —dijo Spyros, desenfundando la daga del cinturón.

Shadid miró la brillante hoja que le apuntaba. Probablemente podría haber arrancado de cuajo el brazo de Spyros y luego atravesado a éste con sus propios daga, mano y brazo, pero se limitó a decir con desdén:

—No me la clavarás.

La hoja tembló cuando Spyros se puso en tensión para atacar. Pero entonces, ridículamente, hipó. Avergonzado, dejó caer ambos brazos.

—Tienes razón, turco. No soy como tú. —Dio media vuelta y se alejó, oyendo la risa de Shadid a sus espaldas.

—¡Spyros! ¿Dónde estabas? —preguntó ansiosamente Meli cuando él volvió a su remolque—. Sir John te ha buscado por todas partes.

—He ido de nuevo a matar al turco —dijo él con tristeza—, pero sólo he temblado ante él. Sólo al verle empiezo a sudar y a hipar de miedo. No he podido matarle.

—Claro que no. Eres un hombre bueno, marido mío. Un hombre bueno no se venga, sino que perdona a sus enemigos.

—No quería vengarme, esposa Meli, sino vengarte a ti.

—Perdóname a mí también, Spyros. Esto me basta. En realidad no te he sido infiel y no lo seré jamás.

—Lo sé, lo sé. Eres mejor como mujer que yo como hombre.

—Sé sólo mi amante marido. No pido nada más. Y sir John ha prometido que nunca más tendremos que temer o escondernos. Idoú… ¡Sir John! Quiere que vayas en seguida a la marquesina para empezar el número del fuego.

—Sí, ya voy. —Spyros recogió sus utensilios—. Cuando vuelva, Meli, empezaremos de nuevo. Y olvidaremos el pasado.

Hipó otra vez y luego la besó, tímido como un novio. Ella le devolvió el beso.

—Vete ahora y da un buen espectáculo.

—¿Dónde estabas, Spyros? —preguntó Fitzfarris—. Aun a través de un megáfono, mi alemán no es una atracción muy buena. Sube aquí y pon en erupción algunos volcanes.

—Mejores que los que has visto nunca, sir John —dijo Spyros con alegría.

Saltó al estrado, sacó sus botellas y encendió las pequeñas astillas de pino mientras Fitz gritaba hacia la avenida:

Meine Herren und Damen! Hersehen der gefrässig Grieche!

Muy pocas personas se volvieron a mirar cuando Spyros tomó su primer sorbo de nafta, echó la cabeza hacia atrás, frunció los labios y levantó la astilla encendida. Pero Fitzfarris sí que le miraba y vio una erupción diferente de cuantas hiciera hasta entonces el Griego Glotón. Justo antes de que Spyros soplara el aliento de nafta hacia la llama de la astilla, pareció que tragaba y sus mejillas hinchadas se deshincharon durante un momento. Entonces no sólo salió de su boca una pequeña llama y un sonido ahogado y no sólo se le hincharon las mejillas, sino que se hinchó todo el resto de su cuerpo. Lo que el globo Saratoga necesitaba horas para hacer, Spyros lo hizo en una fracción de segundo, como si le hubieran conectado a la bomba del generador para hincharlo en un instante. Su pecho y vientre se dilataron tan de repente y de modo tan poco natural que las mallas negras se abrieron por las costuras. Todo su rostro se agrandó, la boca se abrió, las ventanas de la nariz se ensancharon y los ojos se salieron de las órbitas. Después de un exiguo eructo de llama, empezó a salir humo de su boca, nariz y ojos. Entonces cayó al suelo, pero continuó despidiendo humo durante mucho rato.

Una vez más Fitzfarris visitó el remolque de los Vasilakis. Meli estaba sentada en los peldaños, cosiendo algo, y le saludó alegremente:

—¿Dónde ha dejado a mi marido, sir John?

—No volverá más a casa, Meli —respondió Fitz en voz baja, y le contó lo ocurrido—. Florian lo ha llamado un contracandela. Spyros debe de haber tragado o inspirado la nafta de algún modo.

Meli, mirando fijamente el suelo, murmuró:

—Dijo que ver al turco le producía hipo…

—Bueno, ya sospechaba que la pelea con Shadid tenía algo que ver con esto, y así se lo he dicho al director. Le he contado toda la historia. Y el turco se ha marchado. Florian le ha pagado en un abrir y cerrar de ojos —Fitz hizo chasquear los dedos— y, cuando he venido hacia aquí, Shadid ya se iba, maldiciendo como un condenado. No volverás a verle, Meli. Ahora… si quieres ver a Spyros por última vez… Maggie Hag lo ha… ejem… arreglado y está de cuerpo presente en el furgón rojo hasta que se puedan tomar las medidas oportunas. Maggie vendrá aquí contigo a hacerte compañía mientras…

—No —dijo Meli con firmeza—. Ya has perdido gran parte del espectáculo, sir John. Has sido bueno con nosotros y yo tampoco te fallaré. Spyros no lo querría. Seré Medusa en el intermedio, como de costumbre, y después de la función haré la Virgen y el Dragón.

—Eres muy valiente, pero no es necesario. Estoy seguro de que Clover Lee consentiría en volver a ser Betsabé y…

—Soy una mujer griega —dijo Meli, con la cabeza alta—. Siempre, desde Troya, las mujeres griegas saben que la mejor manera de llorar la muerte es seguir con la vida.