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Edge volvió al remolque del que había prohibido salir a Autumn cuando los despertó lo que había sonado como el toque del Juicio Final. Ahora Autumn iba en bata y había encendido el pequeño hornillo de queroseno para hacer el desayuno.

—He visto el órgano de vapor desde la ventana —dijo— y me gustaría mucho verlo más de cerca.

—Fuera hace un frío glacial, querida. El viento sopla directo del río helado.

—Y hace una semana desde que me dejaste salir para ver el espectáculo. Zachary, cariño, no puedo explicarte lo horriblemente aburrida que me resulta esta cautividad. Me siento como Rapunzel en su prisión de la torre. Incluso leer se ha vuelto muy difícil. Enfocar la página, quiero decir. Ahora sólo puedo hacerlo cerrando un ojo y esto se hace muy pesado.

Edge se mordió el labio, pero respondió tan alegremente como pudo:

—Haremos una cosa, Rapunzel. El primer día de sol, aunque haga frío, te daré otro permiso. Goesle ya ha colocado en su lugar las nuevas sillas con respaldo, así que reservaremos una para ti. Esperaremos a que hayan entrado todos los patanes y calentado un poco la tienda y te sentaremos justo antes de la cabalgata inicial. Para entonces el órgano ya formará parte del espectáculo, de modo que podrás verlo de cerca. ¿Te parece bien?

—Estupendo —contestó ella, feliz—. Rapunzel da las gracias a su bondadoso raptor.

Se volvió para sonreírle y su ojo turbio y más bajo le hizo un guiño alegre y espantoso que estremeció más a Edge que el viento gélido del Inn.

Ahora Goesle y sus ayudantes dedicaban todo su tiempo libre a construir el armazón encargado por Florian para cubrir la maquinaria desnuda del órgano de vapor. Realizaron un trabajo tan elaborado de volutas ornamentales con la sierra de marquetería que el órgano —con un asiento de cuero para el organista— acabó escondido dentro de algo que podía pasar por una glorieta llena de flores. Después, tras pintar el carro y la glorieta de blanco y azul para que hiciera juego con el resto de la caravana, doraron los trozos de filigrana más adornados. Mientras trabajaban y el órgano era inaccesible para él, Carl Beck pasaba el rato en el Kaiserbad, aliviando la rigidez de sus miembros con un baño de horas en agua salina y caliente. Pero esto le daba rigidez en el cuello, porque debía sostener al mismo tiempo sobre la cabeza una gran masa de fango sulfuroso supuestamente bueno para el crecimiento del cabello.

Entre una cosa y otra, Beck no tuvo tiempo de encender de nuevo su órgano de vapor e incorporarlo al espectáculo hasta la función de tarde del último día del Florilegio en Rosenheim. El día era frío, pero soleado, de modo que Edge ayudó a Autumn a envolverse en muchas prendas calientes y un velo, y luego la hizo esperar en el remolque hasta el último minuto antes de la cabalgata. Rosenheim había continuado llenando el circo y este día de despedida atrajo a un nutrido público. La carpa estaba, pues, atestada y bastante caliente cuando Edge acompañó a Autumn a su silla de estrella cerca de la pista. La banda empezó a tocar la obertura del Schuhplattler —de nuevo sin director, porque Beck insistió en ser el organista en el debut del órgano de vapor— y las chicas de las barracas iniciaron su movido baile.

Unos minutos después, todas las bailarinas dieron un salto involuntario y excesivamente alto —la multitud de las graderías también— y el ruido de la banda se extinguió por completo bajo el repentino estruendo, mezcla de alarido, ululato y chillido, que sonó fuera de la tienda. Tras el estrepitoso impacto, en el ruido pudo reconocerse la canción de taberna Wein, Weib und Gesang, pero no por eso se hizo menos ensordecedor. Un caballo entró pausadamente por la puerta trasera, tirando de la alta y reluciente carreta nueva de la que emanaba tanto el ruido como el olor cálido y húmedo de una inmensa lavandería de vapor. El caballo de Beck había estado por lo menos un tiempo cerca del clamor para acostumbrarse a él y las asustadizas cebras no participaban en esta cabalgata, pero los otros caballos, los dos elefantes y el camello entraron inclinados hacia atrás como si los obligaran a subir por una escarpada ladera y los animales enjaulados estaban pegados a los barrotes. No sólo los conductores y cuidadores de los animales, sino también todos los demás miembros del desfile —excepto el invisible Beck y el sonriente Florian— parecían casi igualmente aturdidos y afectados por la tempestad de ruido.

Sin embargo —por ser tanto la gente como la fauna del circo infinitamente adaptables a las circunstancias— al tercer circuito de la carpa todos daban la impresión de haber decidido considerar el estruendo como un aplauso más largo de lo normal, y como consecuencia de ello estaban tranquilos. Los artistas agitaban las manos, saludaban y lanzaban besos a la multitud —que aplaudía, aunque no se oyera—, los animales caminaban orgullosos, levantando mucho las patas, y las bestias enjauladas se relajaron para disfrutar del paseo. Cuando Beck dejó por fin languidecer en un diminuendo Vino, mujeres y canciones, su conductor eslovaco apartó a un lado la carreta del órgano para que el resto del espectáculo le precediera en la salida de la tienda. Cuando la fiera música del órgano se extinguió, la banda recogió la melodía, sonando liliputiense en comparación, y el Kapellmeister pudo apearse de su adornada glorieta y saludar en agradecimiento a la ovación, ahora audible.

—Por desgracia, el aplauso no ha sido unánime —dijo Florian a Autumn cuando él y Edge se sentaron con ella durante el intermedio—. Tendremos que omitir el órgano de la función de esta noche y me alegro de que nos vayamos mañana. Una delegación esperaba ante la puerta trasera la salida de la cabalgata (airados propietarios de balneario, sus médicos y masajistas) para decirme que un asombroso número de alarmados pacientes suyos habían saltado de los baños de fango y trepado a las ramas de árbol más próximas cuando Bum-bum ha tocado el primer acorde.

Autumn se echó a reír y Florian la imitó.

—Divertido, sí, pero no para Carl. Ha preguntado con gran desánimo cómo podrá entrenar al organista de repuesto antes de llegar a Munich. Le he dicho que pueden ensayar en la carretera, siempre que sea un tramo deshabitado, pero si alguna vaca sale disparada, tendrá que aplacar a sus dueños.

Después del intermedio salió Barnacle Bill, no más ebrio que de costumbre, para dirigir los números de Maximus, el trompetista Kewwy-dee y los elefantes que formaban un puente. Cuando terminaron, Domingo, Zanni y Alí Babá divirtieron al público mientras se desalojaba la pista. Luego la banda tocó una polca para presentar el número canino de los Smodlaka, y el matrimonio rubio, los terriers y los niños albinos entraron saltando y dando volteretas. Pero cuando Pavlo adoptó la actitud de director, no dio ninguna orden, sino que enrojeció mucho, señaló a parte del público con un dedo acusador y gritó:

—¡Otra vez estar aquí el espía!

Dejando atónitos a su familia y al director ecuestre, saltó el bordillo de la pista y se lanzó contra las sillas de respaldo más cercanas, volcando algunas mientras se abría paso a codazos por entre los asombrados espectadores, vociferando:

—¡Ya te veo, prljav husmeador! ¡Un traje de mujer y un velo no engañar a Pavlo!

Edge, furioso, hacía restallar el látigo y tocaba el silbato, pero Pavlo no se detuvo hasta que llegó a la silla de Autumn, a quien arrancó el sombrero y el velo con un rugido. Entonces retrocedió, palideció, dejó caer el sombrero, gimió: «Svetog Vlaha…!» y se persignó con mano trémula. Los espectadores que miraban fijamente al loco, desviaron ahora la vista hacia Autumn. Se oyeron murmullos de «Himmel» y «Schrecklich» y «Mein Gott» y más gente se santiguó. Los que estaban más lejos, pensando que la interrupción formaba parte del número, se levantaron y alargaron el cuello para ver qué ocurría.

Ahora Edge ya se encontraba al lado de Autumn y la ayudaba a levantarse, diciendo entre dientes a Pavlo:

—Vuelve a la pista, hijo de perra, y sigue con el espectáculo.

Pavlo retrocedió, sin habla, meneando la cabeza con incredulidad, y se tambaleó hasta la pista, donde su familia le miraba con temor y extrañeza. Mientras Edge conducía a Autumn entre las graderías en dirección a la puerta trasera, la banda reanudó su música y se oyó a Gavrila dar a los perros, en vez de Pavlo, la primera orden: «¡Gospodjica T erriest… igram!»

Autumn, impresionada y perpleja, no dejaba de decir: «¿Qué pasa… qué pasa…?», mientras Edge la sostenía y llevaba lo más de prisa posible a través del desordenado patio trasero, ante las miradas inquisitivas de los peones ociosos. Ya en su propio remolque, la ayudó a quitarse las prendas de abrigo y la acostó tiernamente en la cama.

—¿Qué…? —continuó diciendo ella—. ¿Qué ha sido todo esto…?

—Tranquilízate, pequeña. Ya te dije que ese hombre ha enloquecido de celos profesionales. Y me encargaré de que lo lamente. Pero ahora tengo que actuar yo, hacer mi número de tiro. Después diré a Florian que me sustituya como director y me saltaré el número de volteo. ¿Estarás bien hasta que vuelva?

—Sí… sí —dijo ella, distraída—, no descuides tus obligaciones. Pero… ¿qué ha sido todo esto…?

Cuando Edge entró en la pista unos minutos después como coronel Ramrod, notó por primera vez desde que usaba armas que sus manos temblaban y, por primera vez desde sus días de recluta, tuvo que concentrarse mucho para apuntar bien. No obstante, pensando que cada blanco era Pavlo Smodlaka, terminó su actuación sin ningún incidente. Después de que él y sus ayudantes, Domingo y Lunes, hubieran saludado, pidió a las chicas que se cuidaran de la carabina y la pistola. Luego dio a Florian el silbato y el látigo, le dijo que Buckskin Billy no actuaría en esta función y abandonó la carpa, yendo primero a aporrear la puerta del remolque de los Smodlaka.

Unos minutos después, cuando Edge entró en su propio remolque, Autumn seguía en la cama, ahora con la cara apretada contra la almohada, pero había puesto una cazuela de agua sobre el hornillo. Como Edge tenía los nudillos pelados y ensangrentados, se lavó las manos antes de tocarla. Entonces se detuvo, miró la cazuela y se quedó helado. Las cortinas de la ventana estaban descorridas y en el interior del remolque había mucha luz, de modo que Edge podía ver su reflejo en el agua con toda claridad.

—Me has traído libros y toda clase de distracciones —dijo tristemente Autumn, con la voz ahogada por la almohada—, y me extrañaba que no me trajeras otro espejo. Se me ha ocurrido mirarme en el agua, a plena luz.

Edge se tragó el nudo que tenía en la garganta, se lavó y secó las manos y fue a sentarse junto a la cama. Ella hundió más la cara en la almohada y dijo otra cosa.

—Vuelve la cabeza, Autumn. No te oigo.

Autumn cambió un poco de posición.

—Puedes escucharme, pero no me mires más. Te lo ruego. Dios mío, ¿qué me está ocurriendo, Zachary? No sabía, no me has dejado saber lo espantoso que es. ¿Cómo podías soportar… estar cerca…?

—Autumn, nadie sabe de qué se trata. Ni el doctor Köhn, ni Maggie, nadie. Pero no hables como si tuviera que tolerarte. Maldita sea, mujer, yo te amo.

—No puedes. Yo no puedo. Acostada aquí… desde que me he visto… he pensado que estoy en el sitio justo. Un circo. Puede que ya no sea una artista, pero sólo tengo que cruzar el solar hasta el espectáculo complementario y…

—Te he dicho que no hables así.

Le acarició la mejilla, el «lado bueno» de la cara que había vuelto hacia él.

—¡Pero soy grotesca! ¡Una gárgola! —De repente olvidó sus propios males y exclamó—: ¿Qué te has hecho en las manos?

—He dado una jodida paliza a Pavlo Smodlaka.

—Oh, esto es infantil. Tú mismo has dicho que está desequilibrado. No ha revelado deliberadamente…

—Lo sé, pero merecía un vapuleo, aunque sólo fuera por interrumpir el espectáculo. En cualquier caso, tenía que pegar a alguien, a alguien atrozmente maligno, y no puedo alcanzar a Dios. Tú estás preocupada y asustada, pero yo estoy preocupado y furioso.

—Nada de lo cual nos servirá. Pero ¿qué se puede hacer? —El pétalo de su ojo visible se llenó de lágrimas.

—Tiene que haber algo y lo encontraremos. Acosaremos a todos los médicos de Europa si es necesario. Tengo el nombre de uno que vive en Munich y le visitaremos en cuanto lleguemos allí.

La mantuvo abrazada hasta que el ojo se cerró y se quedó dormida.

Munich estaba sólo a dos días de viaje de Rosenheim y ahora el Florilegio abandonó por fin el río Inn y tomó una carretera que se dirigía al noroeste. Beck y su acordeonista iban en la carreta del órgano de vapor, conducida por otro eslovaco que la dejó retrasar no sólo detrás de los carromatos y animales del circo, sino también de los vehículos en que viajaba la gente de las barracas. Incluso así, toda la caravana podía oír los ululatos del Dampforgel mientras Beck ensayaba con el organista que lo tocaría a partir de entonces. Ninguno de los caballos de tiro y ninguno de los animales del ganado que pacían en los campos contiguos a la carretera salió de estampida, pero los caballos, vacas y ovejas —y gente de las granjas— miraron con extrañeza el órgano mientras pasaba lentamente, despidiendo vapor y humo. Y cuando la compañía se congregaba en torno a sus hogueras, Fitzfarris juraba que había visto animales salvajes —alces, jabalíes, lobos y Auerhahns— acercarse a observarlos desde el lindero del bosque.

Florian comunicó a la compañía:

—Se me ocurrió contar a nuestro nuevo organista que en Estados Unidos llaman siempre profesores a quienes tocan este instrumento, de modo que ahora insiste en ser llamado así, y Banat está disgustado porque suena más prestigioso que su propio título de jefe de personal. No obstante, como la tradición americana admite el título honorífico, acordaos todos de dar al eslovaco el nombre de profesor si alguna vez tenéis ocasión de hablar con él.

—De todos modos, pronto será demasiado sordo para oírlo —dijo alguien.

—¿Dónde nos encontraremos con Jules y Willi para que nos guíen al campamento? —preguntó otro a Florian.

—No acordarnos nada, pero no dudo de que nos encontrarán. Ellos no son sordos.

Cuando, hacia las doce del día siguiente, el perfil lleno de torres de la ciudad apareció delante de ellos, Florian detuvo la caravana.

—Mirad, ahí esta Munich, München, que significa Monjes porque la llamaron así en honor de aquellos excelentes frailes que perfeccionaron el arte de elaborar la mejor cerveza del mundo. Ahora preparémonos para desfilar como es debido.

Hizo adelantar al segundo puesto la carreta del globo, detrás de su carruaje, y todos los miembros de la banda subieron a ella para que su música pudiera oírse —aunque brevemente— antes de que llegara el órgano, que iba a la cola de la procesión. Bajaron los paneles laterales de los furgones de las jaulas y cubrieron a los elefantes y al camello con sus mantos de flecos y borlas. Magpie Maggie Hag había hecho incluso gruesos y peludos madroños azules para las puntas de los colmillos de Mitzi. Los artistas adoptaron posturas atractivas en los techos de los carromatos y remolques, pero no se quitaron las capas hasta que llegaron al pie de los grandes edificios que bordeaban las calles de la ciudad.

Florian tocó el silbato, Beck dio la señal y la banda empezó la marcha militar Auf der Heide y, mucho más atrás, el órgano de vapor hizo lo propio. La Rosenheimerstrasse condujo al circo a un distrito urbano lleno de edificios industriales, casi todos inmensos bloques destinados a la fabricación de cerveza. El aire era denso por el olor de lúpulo y cebada en fermentación, y la reverberación de la música entre las altas paredes de ladrillo parecía aumentar su densidad. Los trabajadores se apiñaron en ventanas y puertas para mirar —no podían evitar oír— y agitar delantales, paletas y cazos. La cabalgata cruzó después el puente Ludwig sobre el río Isar y entró en el centro de la ciudad. Ahora desfilaban por una ancha avenida llamada Thal, que tenía vías de tranvía que los conductores del circo debían sortear cuidadosamente. Varios conductores de tranvía, al oír acercarse el circo, tuvieron que llevar a toda prisa a sus caballos hacia bocacalles y dirigir sus vagones «portatostadas» a calles transversales desde las cuales agitaban los puños a la cabalgata por alterar su recorrido.

Pero más gente llenaba las aceras para contemplar la procesión agitando las manos, lanzando vítores y aplaudiendo. Jules Rouleau y Willi Lothar también debían de saber que el circo había llegado a la ciudad porque salieron a su encuentro ante la gran Torre del Isar y los dos saltaron de entre el gentío al carruaje de Florian.

—Willi nos ha conseguido un terreno en el Englischer Garten —gritó Rouleau a Florian—. Sólo él podía hacerlo.

Florian indicó su asentimiento con un ademán, pero no se dirigió inmediatamente al parque, sino que siguió la Thal bajo la gran arcada que atravesaba el viejo ayuntamiento —y cuando el órgano retumbó por aquel túnel, retumbó de verdad— y que condujo a la cabalgata a la Marienplatz, la vasta plaza central de Munich, llena de columnas conmemorativas y estatuas, y rodeada de edificios cuyas fachadas eran todo balcones, gabletes, frescos murales y nichos en los que había más estatuas.

De allí la caravana subió algunas calles y bajó otras, unas anchas, otras estrechas, todas impecablemente limpias y ninguna sin la profusa decoración de torres, fuentes y estatuas, además de los edificios ya decorativos de por sí que las flanqueaban. Todas las calles rebosaban de muniqueses que agitaban alegremente las manos. La cabalgata rodeó los grandes teatros y museos, y los muros del palacio y su parque antes de salir a los espacios abiertos del Englischer Garten, doscientas cuarenta hectáreas de inmaculados prados, magníficos y vetustos árboles, parterres de flores —ahora vacíos y salpicados de nieve— y cascadas orladas de carámbanos. En un día de invierno no había en el parque suficientes paseantes para formar una multitud, de modo que los artistas se apresuraron a envolverse de nuevo en sus capas. Beck mandó a la banda que dejase de tocar para dar un respiro a sus labios y dientes doloridos y también al organista para que descansara sus magullados puños.

Cuando todos los miembros de la compañía se hubieron apeado de los techos y los peones hubieron aparcado ordenadamente los carromatos y remolques, Rouleau dijo a Florian:

—Willí y yo aún no hemos fijado ningún cartel, no sabiendo con exactitud cuándo llegaríais.

—Pues ya podéis empezar. El personal estará ocupado con el montaje, así que contratad a algunos Kinder vagabundos para que lo hagan. ¿Habéis encargado habitaciones de hotel?

—Ya están reservadas —contestó Willi—. Espero que el hotel Vier Jahreszeiten le resulte satisfactorio.

—Oh, del todo —dijo Florian—. Según creo recordar, el Cuatro Estaciones es de lujo con varias estrellas. Puede que aumente peligrosamente nuestro gusto por el champaña, cuando sólo tenemos bolsillo para cervezas.

Willi hizo una mueca de patricio desdén.

—No se debe rebajar nunca el gusto al nivel del propio bolsillo. A una persona sin paladar para el champaña no suelen ofrecérselo.

—Entonces ve y ordena que preparen las habitaciones. Mientras tanto yo deleitaré a la compañía con una comida digna de paladares refinados en la Torre China de este mismo parque.

Cuando Florian hizo extensiva esta invitación a todos los miembros del circo y la mayoría se apresuraron a cambiarse la ropa por trajes de calle, Edge dio las gracias, pero añadió que él y Autumn no irían.

—Comeremos un bocadillo en el remolque y tampoco necesitaremos una habitación en el hotel. En cuanto hayamos comido, quiero llevarla a este médico —sacó el pedazo de papel—, Renatc Krauss, de la Prinzregentstrasse. ¿Cómo lo encontraré?

—Es una mujer no un hombre. Una doctora, algo muy poco corriente. En cualquier caso, la Prinzregent es la calle por la que entramos en este parque. No te costará nada encontrarla.

La Torre China del parque era exteriormente la copia fiel de una inmensa pagoda, pero el interior del restaurante brindó a la compañía una comida muy bávara y además suntuosa: sopa de albondiguillas de hígado, pescado Waller a la parrilla, Sauerbraten, patatas al perejil, zanahorias en salsa de naranja, cerveza Spatenbrau, vino dulce y, como postre, un chalet de chocolate maravillosamente moldeado, con tejado de mazapán cubierto de nata. Después de aquella, comida, la compañía casi necesitó ayuda para subir a los carromatos que los devolverían al circo.

Allí esperaba Aleksandr Banat para decir a Florian: «Tener visita» y alargarle una tarjeta impresa en varios colores.

—«S. Schmied —leyó Florian en voz alta—. Chefpublizist. Zirkus Ringfedel». ¡Ja! Extraño nombre para un representante. Acompáñalo a mi remolque.

—No ser hombre, sino mujer —aclaró Banat.

—Vaya, vaya, dos rarezas en un solo día —murmuró Florian y, cuando la saludó, dijo en alemán: No había conocido nunca a una representante femenina, gnädige Frau. ¿O es Fräulein?

—Schmied es suficiente —replicó ella, molesta. Florian la estudió y decidió que S. Schmied debía de haber sido una mujer hermosa antes de que la edad mediana y el engreimiento cobraran su tributo. La mujer continuó, en tono un poco menos agresivo: He venido a felicitarle, Florian, por la bonita mentira que nos sirvió.

Bitte? No he comunicado nada a su organización, ni verdad ni mentira.

—Oh, basta ya, Florian. Por astuta instigación suya, el Rirrgfedel está comprometido a actuar durante los próximos dos meses en una serie de pueblos encantadores, pero insignificantes. Los pasaríamos de largo, pero admiramos tanto su astucia al enviarnos hacia el interior para que usted pueda prosperar aquí en Muních que seremos buenos perdedores y no sólo cumpliremos honorablemente estos compromisos sino que los Herren Fedel desean recompensar de buen humor a su colega por la elegancia de su gesto.

—Ahora calle usted, Schmied. Acabo de llegar de mi Mittagessen, en el que he comido con exceso, y otra ración de postre podría resultar vomitiva. Hablemos con franqueza. Para dar el ejemplo, empezaré yo. Admito sin ambages que esperaba que mi telegrama fuese interceptado y deseaba ardientemente que alguien se lo tragara y se atragantase. No me disculpo. La venganza es lo que hace mover el mundo.

—Muy bien. Se ha tomado su venganza. Ahora los Herren Fedel desean reconocerlo, tenderle amistosamente la mano e incluso ofrecerle un obsequio para evitar futuras peleas entre…

—Le advierto, Schmied, que puedo vomitar la comida en su falda. Sé muy bien lo buenos perdedores y honorables que son los Fedel. Fue su impetuosidad, Chefpublizist Schmied, la que los comprometió a actuar en esa región remota y ahora los Fedel están ligados a ese compromiso. Porque también tuvo usted que acordar con los Ferrocarriles Nacionales Bávaros el horario para la libre circulación de su tren, las desviaciones necesarias, etcétera, nicht wahr?, y ahora los Ferrocarriles Nacionales Bávaros no verán con buenos ojos otro cambio de planes. Por lo que sé de los Fedel, estarán furibundos por este costoso error suyo y probablemente la habrán amenazado con despedirla. Por eso ahora está usted aquí para ofrecerme un regalo. ¿Qué es, dígame? ¿Una hoja entre mis costillas?

Le dirigió una mirada que podía ser exactamente esto, pero fue capaz de decir, sin demasiada mordacidad:

—Le ofrecemos el contrato de una de nuestras estrellas. Le llamamos Wimper.

—¿Pestaña? —preguntó Florian en inglés y volvió en seguida al alemán—. Un hombre bajito, supongo. ¿Qué clase de enano?

—No es un noué contrahecho sino un enano genuino, perfectamente proporcionado, pero en miniatura. Tiene unos cuarenta años y sólo mide cien centímetros.

—Hum. La estatura de un niño de cinco o seis años. Nada fenomenal para un enano, Schmied.

—Pero su Florilegio no tiene ninguno, como nosotros sabemos, naturalmente. Un niño de cinco años con bigote y fumando eine Zigarette es mejor que nada, ¿no le parece?

—¿Y ustedes me lo cederían así, sin más?

—Sí. Para reconciliarnos.

—Monsergas. El tal Wimper es un estorbo del que se quieren librar. ¿Cuál es su defecto particular? ¿Roba? ¿Se oculta en el vestidor de las mujeres?

—No. —Suspiró y se encogió de hombros—. Sólo el defecto habitual de los de su clase. Es un pequeño bastardo irritable.

—Hum. Quizá podríamos usar a otro mocoso. El que tenemos está muy virtuoso y comedido últimamente. Descríbamelo.

—Finge ser un Volksdeutscher y en su salvoconducto figura el nombre de Samuel Reindorf. En realidad es polaco y se llama Hujek o algo parecido. Esto debería describirle bastante bien. Pero en la pista o en la tarima del anexo hace un número de baile, se pavonea como un ser humano de verdad, invita a una mujer gorda del público a formar pa reja con él, und so weiter, y el contraste con la realidad es cómico. Aunque con nosotros viaja en tren, posee su propio remolque y caballo.

—Muy bien. Tal vez lo acepte, Schmied… y también una tregua entre nuestros establecimientos… si ustedes incluyen una acción gratis.

Lieber Himmel! ¿Qué más? El Ringfedel no tiene una provisión ilimitada de gente superflua.

—Vamos. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo.

—Regatea mucho, Florian, para alguien que recibe regalos. Sin embargo… bueno… está el Turco Terrible…

—Un hombre forzudo, sin duda. Ya tengo uno.

—No puedo ofrecerle nada más. Mis jefes no saltaran de júbilo por este acuerdo. Podría mencionar que el Turco Terrible también tiene su propio remolque, caballo, trajes, atrezo…

—Entonces deme un poco de tiempo para pensarlo, consultar con mi director ecuestre, etcétera.

—Ya me lo hará saber, pues. Estoy en la pensión Finkh.

—Los Fedel no la miman cuando hace trabajos de representación, ¿verdad? ¿Se quedará uno o dos días más? Le comunicaré mi decisión en cuanto la haya tomado.

—Y usted tendrá a Wimper y al Turco Terrible en cuanto los necesite —replicó Schmied con la primera sonrisa que quiso permitirse.

Con una sonrisa muy similar, Paprika decía, soñadora:

—Después de una comida opípara como ésta, siempre tengo ganas de hacer el amor. ¿A ti no te pasa lo mismo, pequeña kedvesem?

—Oh, sí, a veces —admitió Domingo, pero se apresuro, a añadir—: Aunque no con el estómago lleno.

Las dos habían ido a desplomarse sobre sus literas después del banquete en la Torre China; Clover Lee y Lunes habían sido reclamadas por Magpie Maggie Hag para probarse trajes y ahora Paprika y Domingo yacían casi inertes en sus lados opuestos del remolque, mirando soñolientas la curva del techo.

—Entonces, ¿cuándo lo deseas? —preguntó Paprika. ¿Cuando te invitan los tipos de las sillas?

—No. Hasta ahora ninguno de ellos me ha impresionado mucho. —Domingo vaciló y miró de soslayo a Paprika—. Supongo que es extraño, pero sólo me siento… excitada… de esta manera… cuando bajo de un paseo en globo.

—No hay nada de extraño en ello, angyal. Es muy corriente que la experiencia de una gran aventura o un alto riesgo cause excitación.

—¿Ah, sí? —dijo Domingo, fingiendo falta de interés.

Tras un minuto de silencio, Paprika preguntó:

—¿Elevará Jules el Saratoga aquí en Munich?

—Espera hacerlo, si el tiempo lo permite.

—Y esta vez te toca a ti volar, ¿no?

Después de otro silencio prolongado Domingo contesto:

—Sí.

—Ya puede vestirse, Fräulein Auburn —dijo la doctora Krauss cuando hubo terminado el largo y exhaustivo examen—. Luego reúnase con su amigo en mi despacho para que yo pueda hablar con ambos a la vez.

—Si… si es una mala noticia preferiría que él no la supiera.

—Y yo prefiero que obedezca mis órdenes —replicó la doctora Krauss.

Cuando la doctora se sentó detrás de la mesa y ellos dos al otro lado, echó una mirada a sus notas y dijo a Autumn:

—De acuerdo con mis conocimientos de historia británica, ustedes los ingleses tienen sangre sajona.

—¿Es ésta mi enfermedad? —preguntó Autumn con una pálida sonrisa.

—Si es parcialmente sajona, espero que tenga la virtud teutónica de la gelassenheit… ecuanimidad y compostura, incluso en la adversidad.

—Los ingleses lo llamamos flema —dijo Autumn, pero su sonrisa se hizo vacilante.

—Dejemos sus virtudes —cortó Edge, impaciente— y oigamos la parte adversa.

La doctora le miró y asintió con la cabeza, pero siguió hablando a Autumn:

—Es por esta noticia que desearía verla gelassen. Debo decirle que se está muriendo.

Tanto Autumn como Edge se estremecieron visiblemente y Edge dijo, horrorizado:

—Maldita sea, señora, usted sí que está gelassen.

Autumn le pidió con un gesto que se calmara y habló:

Frau Doktor, ¿quién de nosotros no se está muriendo?

—Algunos antes que otros. Podría haber endulzado las palabras, Fräulein, pero habría sido una crueldad. Ahora que sabe lo peor, el resto de lo que debo decir le parecerá trivial, mientras que si hubiese empezado suavemente para llegar poco a poco a tan tremendo pronóstico, usted habría sufrido con cada palabra.

—Entonces dígame ahora, por favor, todas las palabras.

—El término médico tisis fibroide no le dirá mucho. Dentro de sus huesos se están formando y multiplicando unos tubérculos que los agrandan de modo antinatural, actualmente en los huesos del cráneo, y, triste es decirlo, esta forma de tisis no responde a ningún tratamiento conocido.

—Ha dicho «actualmente», doctora. ¿Se extenderá a otras partes de mi cuerpo? Ya tengo un aspecto repelente. ¿Me volveré todavía más fea?

La doctora bajó la vista y carraspeó.

—Lo considerará una broma de mal gusto si le digo que esta enfermedad sólo se cura con la muerte. Y me considerará insensible si empleo la palabra «afortunada», pero lo haré. Si la enfermedad hubiese atacado primero en otra parte, es casi seguro que habría invadido una estructura ósea tras otra, convirtiendo su vida en un tormento de dolor e impotencia. Sin embargo, y en comparación, afortunadamente, ha atacado el cráneo. Su crecimiento continuará, pero no por mucho tiempo porque no sólo desfigura su rostro y cabeza sino que también crece por dentro. Antes de que pueda verse mucha más deformación, el hueso habrá comprimido una arteria vital o los lóbulos vitales de su cerebro. Morirá, Y se ahorrará mucho dolor. ¿Me atrevo a emplear la palabra «agradecida»?

—Por Dios Todopoderoso —murmuró Edge, desplomándose en la silla.

Pero Autumn continuó erguida y el rostro deformado permaneció tranquilo.

—Sí, por lo menos agradeceré esta merced. Gracias, Frau Doktor. ¿Puede calcular cuándo? ¿Y llegará a ser intolerable el dolor de cabeza?

—No creo que empeore tanto que no pueda ser aliviado con el Compuesto de Dresser. Le daré una cantidad que dure… lo suficiente. Pero no puedo predecir con exactitud el tiempo sin tenerla bajo observación para estudiar la rapidez con que se multiplican los tubérculos. Y una sajona robusta no desearía pasar sus últimos meses, o semanas, lo que sea, languideciendo en una clínica. Váyase y disfrute cuanto pueda del mundo durante el tiempo que le queda. Y vaya, como decimos nosotros, mit Kopf hoch, con la cabeza alta, o como dicen ustedes los ingleses, con el labio superior rígido.

Mientras Edge, aturdido, acompañaba a Autumn a la puerta y a la calle, ella murmuró:

—Me pregunto por qué decimos esto.

—¿Eh? —masculló Edge desde el fondo de su aturdimiento.

Autumn se bajó el velo del sombrero para ocultar su rostro, ya con las primeras lágrimas, dijo:

—Es el labio inferior el que tiembla.