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—¡Massa Florian! —gimió una voz distante pero clara desde el fondo de la cortina de lluvia. Entonces el dueño de la voz lastimera emergió del húmedo crepúsculo, un hombre bajo y flaco, de piel oscura. Corría descalzo hacia la caravana de carromatos, con el gran turbante ladeado y los chillones ropajes ondeando bajo la lluvia—. ¡Oh Dios, mas Florian!
—¡Maldita sea, Abdullah! —replicó el conductor, más modestamente vestido, del primer vehículo, un carruaje liviano, con techo pero abierto en los costados—. Cada vez que te excitas, olvidas llamarme sahib.
Cuando estuvo cerca del carruaje, el hombre moreno jadeó:
—No estoy exsitao, mas sahib, estoy despavorío.
—Maldición, master sahib no, sólo… —Florian se detuvo, exhaló un fuerte suspiro y movió la cabeza. Tiró de las riendas para frenar al caballo del carruaje. Los cuatro carromatos que le seguían en fila también se detuvieron y todos empezaron a aposentarse, sin ruido pero perceptiblemente, en el fango del camino—. Ahora dímelo con calma, Abdullah. ¿Qué te ha asustado? ¿Y dónde está Brutus?
—Allí.
Señaló con un dedo moreno y tembloroso hacia el puente de madera que ostentaba el letrero: «BEAVER CREEK».
—¡Hannibal Tyree, cobarde holgazán negro! —increpó una bonita rubia que se asomó de repente a la abertura lateral del carruaje—. ¿Has echado a correr, dejando abandonada a la pobre Peggy?
—Deseo —dijo Florian con fervor, apretando los dientes—, deseo por Dios que ahora que volvemos a estar en camino, Madame Solitaire, procuremos todos recuperar a nuestro personaje y recordar qué personaje somos cada uno de nosotros.
—Oh, dejemos eso —exclamó la bella—. Si Hannibal ha perdido a ese animal, será mejor que salgamos del camino y volvamos al anonimato.
—Peggy está muy bien, zeñorita Sarah —aseguró el negro—. Tiene las cuatro patas en el agua de ese río y se ducha con la trompa, más felís que nadie.
—Entonces, ¿qué ocurre, Abdullah? —preguntó Florian.
—He espiao a dos hombres escondíos bajo ese puente, mas Florian. ¡Soldaos! Miré hasia allí y los vi agasapaos y a la espera, soldaos rebeldes. Ahora que la guerra ha terminao, seguramente se han vuelto ladrones. Cuando crusemos ese puente, saltarán y, zas! —Se volvió para decir con reproche a Madame Solitaire—: No soy un negro cobarde, zeñorita Sarah. He corrío para avisarlos a todos.
Otros dos hombres y medio habían llegado de los otros carruajes a tiempo de oír el aviso. El medio, un hombre de poco más de un metro de estatura, dijo en tono desabrido:
—Ese zoquete ha sido sensato por una vez. Sólo aquel aldeano del camino ha dicho que la guerra ha terminado. Quizá no es así. Ya te he dicho muchas veces, Florian, que era muy arriesgado salir tan pronto…
Uno de los dos hombres más altos —aunque éste no lo era mucho, pero sí delgado y esbelto y de aspecto elegante pese a su atuendo de viaje— dijo con voz más serena:
—Oh, no sé. En medio de tanta desolación, tal vez sea mejor morir de un disparo, une fois pour toutes, que perecer lentamente de hambre.
El otro, un hombre fornido sin un cabello en la cabeza pero con un fiero bigote de morsa, preguntó de repente a Florian:
—¿Qué hacer, Baas? ¿Los liquidamos o se los entregamos al gato como comida?
Florian reflexionó, luego se apeó del pescante y dijo:
—Bueno, es posible que acechen una presa. Ahora, sin embargo, apuesto lo que sea a que miran con ojos desorbitados a ese inesperado elefante y juran a Dios y a sí mismos no beber otro trago en su vida. Aunque no correremos ningún riesgo. Abdullah, has dicho que Brutus está en el arroyo. ¿A qué lado del puente?
—Al izquierdo, sahib Florian —contestó el negro, ya repuesto del todo—. Un poco más arriba que los dos granujas.
—Está bien. —Y, dirigiéndose a la mujer del carruaje, Florian añadió—: Querida señorita, ¿quiere alargarme nuestra arma? —Temblorosa, ella le tendió un viejo y anticuado rifle—. Yo me adelantaré, caballeros, y bajaré a la orilla izquierda donde está Brutus. Ustedes, capitán Hotspur y Monsieur Roulette, se acercarán a hurtadillas por el lado derecho del puente. Si esos sujetos se abalanzan sobre mí, ustedes corren bajo el puente y los atacan por sorpresa.
El hombre calvo hizo crujir los nudillos y contestó:
—Sí, Bass.
El hombre esbelto se encogió lánguidamente de hombros. El casi enano protestó:
—¡Eh, Florian! Yo no corto ni pincho, ¿verdad?
—Tim, Tim —dijo Florian en tono conciliador—. Tú serás el más útil de todos. Puedes andar con agilidad hasta el mismo puente sin que te oigan. Y toma, coge el arma de fuego. Si nos ves en peligro, puedes disparar la única bala. Y procura dar en el blanco.
El enano cogió el rifle, que era casi igual de alto que él, y enseñó, malévolo, sus pequeños dientes.
—Pero no ataquéis primero —dijo Florian a todos en general—. Dadme la ocasión de presentarme. Pueden ser vagabundos inofensivos y… ¿quién sabe?, quizá tengan incluso víveres que compartir.
Sin embargo, cuando bajó sorteando la maleza húmeda y olió el tufo acaramelado del humo de la hoguera, murmuró con disgusto:
—No, no tienen nada, maldita sea; no, si se ven obligados a comer sagamita.
Se detuvo detrás de la última pantalla de follaje ribereño, que goteaba lluvia, y, empapado también él, escudriñó a los dos hombres uniformados de gris desde unos metros de distancia. Estaban en la orilla, al lado mismo del elefante, con las botas dentro del agua.
Mientras observaban al animal, uno de ellos alargó la mano para acariciarle la trompa, lo cual pareció gustar a Brutus, que alzó, dobló y enroscó voluptuosamente su largo apéndice. Florian miró río abajo, vio la pequeña hoguera encendida debajo del puente y, más allá, dos caballos comiendo las hojas del arbusto al que estaban atados. Los ojos de Florian se iluminaron y murmuró por lo bajo, esta vez sin ningún disgusto:
—Vaya, vaya, vaya…
Entonces caminó osadamente hacia los hombres y el elefante y saludó con gran jovialidad:
—¡Buenas tardes, caballeros!
Ellos se volvieron sin ningún sobresalto de alarma o culpabilidad, pero uno puso una mano sobre la gran funda negra que le pendía del cinto.
Con un gesto señoril, dijo Florian:
—¡Permítanme presentarles, señores, al Gran Brutus, el mayor animal que respira! —Los hombres inclinaron la cabeza con bastante cortesía, primero hacia él y luego hacia el animal. Florian se dirigió al que llevaba la pistola enfundada y las dos estrellas bordadas en el cuello de la guerrera—: ¿Sabe, coronel, qué significa cuando se acaricia la trompa, como usted acaba de hacer, y el elefante la enrosca en un saludo respetuoso, como ha hecho Brutus ahora mismo?
—No, señor, no lo sé —respondió Edge, lacónico.
—Significa, según una venerable tradición circense, que algún día conseguirá usted poseer un circo propio.
Esto hizo sonreír a Edge. Y la sonrisa hizo que Florian le mirase con perplejidad. El rostro del coronel tenía, en reposo, cierto áspero atractivo, como una benigna escultura en la roca. No obstante, su sonrisa era indeciblemente triste y esto le imprimía una especie de fealdad.
Los dos soldados chapotearon fuera del agua para reunirse con el hombre de la orilla y Yount dijo:
—Conque un circo, ¿eh? Esto lo explica, mister. Creí que me había vuelto loco. Quizá lo estoy. Entre todas las cosas que esperaba ver al final de esta guerra, un circo no ocupa uno de los primeros lugares de la lista.
—El Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian. Tengo la buena suerte de ser Florian en persona, propietario y director de la empresa. —Les tendió la mano. Edge la estrechó y notó que el apretón del propietario del circo era peculiar: incluía una especie de presión extra del índice y el pulgar sobre la palma y los nudillos de la mano que estrechaba. Pensó que esto quizá significaba algo entre la gente del circo o en el país extranjero de donde procedía Florian: hablaba inglés con una precisión demasiado perfecta para que fuera su lengua nativa.
—Es un placer, señor Florian. —La sonrisa que afeaba a Edge había desaparecido y su expresión volvió a ser agradable… aunque su actuación no lo fue. Mientras estrechaba la mano derecha del dueño del circo, abrió con la izquierda libre la funda del arma, sacó la larga pistola y apretó el percutor con el pulgar, produciendo un ominoso triple clic de acero contra acero—. Señor, hágame el favor de permanecer muy quieto, justo donde está.
—Oh, miseria —suspiró Florian cuando Edge le soltó la mano y dio un paso atrás, sin dejar de apuntar con el revólver a los botones de su chaleco—. De un yanqui no me sorprendería mucho esta conducta, señor; pero no sabía que los oficiales del sur pasaran alguna vez de caballeros a truhanes. Esperaba que se portarían como amigos.
—Y lo haremos, señor, si no se mueve ni a la derecha ni a la izquierda. Donde está, es un escudo entre unos amigos suyos y yo. Hay uno en el puente y dos un poco más lejos. Tal vez no los acertara a todos, señor, pero prometo que no fallaría con usted. Obie, ve a buscar la carabina.
—Espere —dijo Florian—. Es culpa mía, señor. Esperábamos que serían amigos, pero no podíamos estar seguros de que no fuesen ladrones preparando una emboscada. Si puedo levantar la voz, llamaré a esos hombres para que se acerquen en paz a conocerlos.
—Puede llamarlos, señor. Le recomiendo que sea persuasivo.
Florian volvió un poco la cabeza y gritó:
—¡Son amigos! Tim, baja con el rifle invertido. Best, kapitein, komt u en ons ontmoeten. Soyez tranquille, Roulette, et venez ici.
Al cabo de un momento oyeron ruido de pasos entre la maleza. Edge aprobó con la cabeza y recitó:
—Jamais beau parler n’écorche la langue —pero no bajó la pistola—. ¿Qué es la otra lengua?
—Holandés —respondió Florian. De una manga deshilachada de su levita sacó un tino pañuelo de hilo para secarse la frente—. De hecho, el capitán habla el muy tosco holandés de El Cabo, pero entiende el correcto. Mejor que el inglés.
—¿Así que usted y sus amigos no son yanquis ni secesionistas? —preguntó Yount con suspicacia.
—Mi querido sargento, cualquier circo es una mezcla de nacionalidades. Yo mismo soy alsaciano…
—Me refería a sus simpatías políticas, mister.
—Y siempre intentamos no preguntar sobre la política, la religión o cualquier otra superstición de los demás. Aquí llegan mis colegas. ¿Puedo presentárselos, señores? —Esperó a que Edge hubiese enfundado de nuevo el revólver—. Por orden de llegada, ya que no de estatura, éste es Tiny Tim Trimm, nuestro enano de fama mundial y payaso provocador de hilaridad, que también es nuestro corneta.
El enano se acercó llevando el gran rifle a rastras e inclinó la cabeza de mal humor, como si lamentase la falta de pretexto para usar el arma.
Yount observó:
—He visto enanos más bajos.
Tim Trimm clavó en él sus ojos incoloros, como los de un pez, cubiertos por la misma clase de brillo duro y escamoso, y rezongó:
—¡Puede besar mi culo sonrosado y enano!
Florian se apresuró a decir:
—Y éste es Monsieur Roulette, acróbata, volatinero y ventrílocuo sin rival.
—Enchanté —dijo el hombre flaco, nada encantado.
—Y éste es el capitán Hotspur, nuestro jinete sin igual, temerario domador de leones, herrador experto, carretero y vaguemaestre responsable de toda nuestra caravana.
—Goeie nag —dijo el hombre calvo, traduciendo en seguida—: Buenas noches, señores.
—Habrán observado, señores —intervino Florian—, que en nuestro circo cada hombre desempeña muchos papeles… como observó una vez otro gran hombre del espectáculo.
—Veo que todos sus nombres son ficticios —dijo Yount con admiración.
—Noms de théâtre —explicó Florian con un ademán que expresó la naturalidad del hecho—. La mayoría de nosotros tenemos noms de baptême poco apropiados para lo que somos en años posteriores de la vida. Por ejemplo, el nombre de pila de Jacob Brady Russum es más largo que él, así que lo hemos cambiado por uno más idóneo, Tim Trimm.
—Mi nombre no ser bueno para un jinete temerario —declaró el capitán, retorciéndose el mostacho—. Ignatz Roozeboom.
—Hélàs —exclamó Monsieur Roulette—, mi nombre es, por desgracia, una versión ligeramente distinta del verdadero. —Enseñó a Edge una mano acostumbrada a la manicura, en el extremo del puño raído—. Jules Fontaine Rouleau, antes de Nueva Orleans y, malheureusement, muy venido a menos desde entonces. Sin duda mi familia de allí desea fervientemente que adopte un alias definitivo. Incluso uno como Ignatz Roozeboom.
Edge dijo a todo el grupo en general:
—Celebramos conocerlos a todos. Yo soy Zachary Edge y él es Obie Yount.
—Bien —dijo Florian—, nosotros, caminantes, nos encontramos con suspicacia y ahora, por suerte, todo ha cambiado. También la lluvia está remitiendo. Sin embargo, estamos todos empapados y la noche se nos echa encima. Brutus parece muy feliz aquí, pero sugiero que el resto de nosotros vaya a resguardarse a la caravana. Y ustedes, coronel Edge, sargento Yount, tal vez deseen cenar algo mejor que sagamita.
Los dos interpelados lo miraron como hubiesen mirado un espejismo. Los hombres del circo también lo observaron, con expresión todavía más incrédula.
—Gracias, pero, a decir verdad —contestó Edge, reacio a ser tomado por un gorrón—, cenamos muy bien la noche pasada. Varios yanquis la compartieron con nosotros.
Por su parte, Yount, queriendo asimismo parecer autosuficiente, agregó:
—Y hace poco hemos comido una cebolla. —Entonces confesó—: Pero la pitanza ha sido mísera durante mucho tiempo.
—Ja! —exclamó Roozeboom, comprensivo, sin dejar de mirar fijamente a Florian.
—Sí, sí —dijo Florian—, nosotros también comemos pollo un día y plumas el siguiente. Pero, muchachos, no diréis que no a unas chuletas de cerdo esta noche, ¿verdad?
—¡Diablos, no, no diremos que no! —exclamó Yount para prevenir cualquier excusa cortés por parte de Edge.
Mientras los dos se fueron a buscar sus caballos y pertrechos, Rouleau preguntó:
—¿Chuletas de cerdo?
Y lo dijo con tanta avidez como si ya las saborease, y Roozeboom continuó mirando con fijeza… y frunciendo el espacio sobre los ojos, donde deberían de estar las cejas.
Florian no les hizo caso y dijo al enano en tono bajo y urgente:
—Adelántate corriendo, Tim. Di a Madame Solitaire que prepare su carromato para invitados y encienda un fuego bajo las chuletas. Sabrá lo que quieres decir.
Tim protestó, encolerizado:
—La última vez que comimos chuletas de cerdo fue el día que abandonamos Wilmington. Desde entonces, el resto de nosotros ha vivido de gachas y melaza. Y, maldita sea, Florian, ¿tú y tu puta de pelo amarillo habéis tenido chuletas todo este tiempo?
—Calla y lárgate. La última vez que te atiborraste, Madame Solitaire y yo guardamos nuestras dos chuletas en previsión de una oportunidad como ésta. ¿No ves qué tienen estos soldados? ¡Dos caballos magníficos! ¡Andando, vil homínido, y haz lo que te digo!
Trimm se fue, pero rezongando todavía, con espíritu rebelde. Los demás esperaron para acompañar a Edge y Yount desde el arroyo al camino. Roozeboom, caminando junto a Edge y su Trueno, observó:
—Buenos caballos los suyos, señores. ¿Les da miedo el elefante?
—La cuestión nunca se ha presentado —dijo Edge con buen humor—. Supongo que un caballo de campaña se acostumbra a las sorpresas.
Al parecer, Florian creyó más oportuno no demostrar interés por los caballos. Cambió de tema.
—¿No es usted un poco joven, Zachary, para ser teniente coronel?
—No, señor. Durante estos últimos meses, los ascensos guardaban relación directa con el desgaste. Johnny Pegram era general de brigada a los veintitrés años y murió hace sólo dos meses. Yo tengo treinta y seis.
—Y está vivo. Bueno, me ha parecido que sabe manejar las armas.
Edge se encogió de hombros.
—Estoy vivo.
—Me ha asombrado un poco ver que dispara con la izquierda.
—Con las dos. Pero soy diestro por naturaleza y prefiero disparar con la derecha.
—Ha desenfundado con la izquierda.
—Porque la funda de caballería está hecha así. ¿Lo ve? Colocada en la cadera derecha, con la pistola apuntando hacia adelante. Esto se debe a que el soldado de caballería usa primero el sable. Y éste se desenfunda con la mano derecha, desde la izquierda del cinto.
—Ah. Se considera a la pistola el segundo recurso.
—Así es. De modo que es preciso desenfundarla y disparar con la mano izquierda, si es necesario. O cambiarla a la derecha, si se tiene tiempo.
—¿Y usted tiene puntería de las dos maneras?
Edge repitió secamente:
—Estoy vivo.
—Permítanme presentarles, señores —dijo Florian cuando hubieron subido el terraplén del arroyo—, a otro valioso miembro de nuestra compañía. Éste es Abdullah, nuestro insustituible malabarista, tambor y cuidador del macho.
—¿Macho? —repitió Yount.
—Abdullah se cuida de Brutus, el primero de nosotros a quien han visto.
—¿El elefante? ¿Un macho? —preguntó Yount—. No soy experto en esta especie, señor Florian, pero diría que incluso su enano tiene más verga que su Brutus. ¿No será un error considerarlo un animal macho?
Florian se echó a reír.
—Brutus es una hembra, claro, y atiende al nombre de Peggy. Casi todos los elefantes de circo son hembras. Más fáciles de gobernar. Sin embargo, toda la gente de circo llama machos a los elefantes. Es otra antigua tradición, como los nombres extravagantes.
—Sí, zeñó —dijo el negro a los recién llegados—. Mi verdadero nombre ser Hannibal Tyree.
Lo saludaron y Edge observó que el nombre verdadero del muchacho parecía muy apropiado para un cuidador de elefantes.
—Otra vez tiene razón —dijo Florian—. Está claro que ha estudiado historia. Pero el chico no tiene el color apropiado para ser un Aníbal y, aún peor, no tenemos ninguna armadura para disfrazarle de cartaginés. En cambio, su color puede pasar por el de un indio y un Abdullah sólo requiere unos trapos multicolores para vestirse. Sabrán, amigos míos, que un circo, como una mujer, vive de artificio y artilugios. Solucionamos las cosas a medida que se presentan.
Ya habían llegado a los carromatos, tristemente aislados en la noche oscura y bastante más hundidos en el barro. El resto de la compañía había logrado encontrar leña para un fuego y todos estaban a su alrededor, envueltos en chales y mantas de caballería, con los ojos ávidos fijos en la sartén que la bonita mujer sostenía sobre las llamas.
Las chuletas de cerdo, que empezaban a chisporrotear en la sartén, fueron también lo primero que miraron Edge y Yount.
—¡Te aplaudo, querida! —exclamó Florian. Has proveído para nuestros invitados.
La mujer le dirigió una mirada de buen humor, pero no así los demás.
Yount preguntó con voz confusa, porque tenía la boca hecha agua:
—¿No van a comer todos?
—El resto de nosotros —respondió Florian con mucha claridad— ya ha cenado. —Un gruñido ahogado fue la respuesta, salido de la garganta o la barriga de alguien. Florian se apresuró a añadir—: Déjenme continuar las presentaciones. La encantadora dama que atiende la cocina es nuestra Madame Solitaire, équestrienne extraordinaire.
Ella les dirigió una sonrisa y se tambaleó un poco cuando Edge sonrió a su vez. La mujer tenía ojos de un azul oscuro y cabellos cortos y rizados del color del oro antiguo. De cerca, su bonito rostro se veía algo menos lozano y Edge supuso que tendría más o menos su misma edad. Cambió la sartén a la mano izquierda para estrechar las manos de los desconocidos; estaba tan encallecida como las de ellos.
—Esa bonita rapaza es la hija de Madame Solitaire, mademoiselle Clover Lee, que está aprendiendo el arte de su madre como aprendiza de amazona.
La chica tenía trece o catorce años y los ojos de su madre, de un azul cobalto, un cutis joven y luminoso y su larga y ondulada melena era una cascada de oro aún más brillante, del color y la suavidad de las fajas de satén de la caballería.
—La dama viuda —continuó Florian— es nuestra perspicaz adivina y omnisciente hechicera. No los engaño, caballeros. Quizá se han burlado de quienes leen en la palma de la mano y demás farsantes por el estilo en otros espectáculos, pero les garantizo que ésta es auténtica. Algunas de sus profecías me han dejado atónito incluso a mí al cumplirse al pie de la letra, y yo soy un cínico consumado. También podría mencionar que el nombre de la dama no es una acuñación circense, sino el suyo propio. Caballeros, tengo el privilegio de presentarles a Magpie Maggie Hag[3].
—Buenas noches… ejem… señora —dijo Edge.
El rostro oscuro de la anciana era un apretado nudo de arrugas, surcos y rugosidades en el fondo de la capucha de una capa muy antigua.
Edge esperaba que su voz, si la tenía, saldría de allí dentro cascada y débil, y se sorprendió al oírla, profunda y resonante como la de un hombre:
—Mucho gusto en conocerlos[4].
Yount, nada sorprendido, respondió cortésmente en la misma lengua:
—Igualmente, señora[5].
—Vaya, Mag —dijo Florian—, hacía mucho tiempo que no te oía hablar en una de tus viejas lenguas. ¿Por qué ahora?
—Porque ellos la hablan —replicó ella con voz grave.
—¡Ja! ¿Lo ven? —exclamó Florian—. Lo sabe todo y lo dice todo. Bueno, ahora ya conocen a toda nuestra compañía. Oh, excluyendo al Salvaje de la Selva, que se esconde allí, en las sombras.
Se inclinaron para mirar. El hombre que los acechaba no era más que un joven patán, de aspecto más bien repelente. Tenía una maraña de cabellos incoloros, largos pero escasos, ojos oblicuos, orejas primitivamente minúsculas y una lengua repugnante y de tales proporciones que no le cabía en la boca.
—No se molesten en decirle hola —indicó Florian sin ambages—. No hará caso y no puede contestar. Le vestimos de salvaje y le llamamos el Hombre de la Selva, pero sólo es un idiota vulgar y corriente.
Edge dijo a las mujeres:
—Me gustaría pedirles perdón, señoras, por acercarnos a ustedes llevando armas. —Señaló la pistola del cinto, y la carabina enfundada y el sable que estaban en la silla—. Sé que son modales inexcusables, pero es que estas armas son casi lo único valioso que nos queda.
La voz de bajo habló otra vez.
—Pronto te servirán más que nunca, muchacho.
—Hum, bien… gracias, señora, señorita…
—Soy Magpie Maggie Hag y así puedes llamarme.
Edge era incapaz de dirigirse a una mujer adulta con un apodo, en especial si era una dama que al parecer le doblaba o triplicaba la edad, así que se inclinó y dio media vuelta para mirar, entre divertido e irónico, lo que Florian había descrito como la «caravana de carromatos».
La caravana constaba de cinco vehículos. La luz del fuego para la cena era suficiente para ver que todos habían conocido días mejores y una multitud de días malos. Sus viejas capas de pintura azul y letreros polícromos estaban descoloridos y pelados,
descubriendo grietas e intersticios tapados con trapos. Ningún carromato tenía dos ruedas en buen estado y pocas se inclinaban en la misma dirección, y muchos de sus radios eran astillas sujetas con tiras de cuero sin curtir. A la cabeza de la hilera estaba el destartalado carruaje de costados abiertos. Los tres siguientes eran furgones altos, pesados, con puertas correderas.
El último, difícil de distinguir en la oscuridad, parecía tener barrotes en los lados, como una celda de cárcel. Había un caballo bastante decente, blanco, entre las varas del carruaje, y otro, un tordo claro, llevaba el primer furgón. El siguiente de la hilera estaba enganchado a un caballo de tiro que había sido algún día tan corpulento como el Relámpago de Yount, pero que ahora sólo era un costillar inmenso con huesudas articulaciones. El furgón siguiente no tenía varas de ninguna clase, sólo una compleja cuna de tirantes de cuero, sogas y voleas unidos entre sí para que pudieran tirar de él dos animales muy pequeños e hirsutos, de aspecto triste.
—¿Asnos? —preguntó Edge.
—No los desdeñe —replicó Florian con displicencia, sin inmutarse—. Estos pequeños animales nos han servido lealmente, tirando de ese furgón de museo. También me han inspirado uno de los pocos poemas que he compuesto en mi vida. Me lo he repetido una y otra vez, a lo largo de fatigosos kilómetros:
Hemos viajado muy lejos
y despacio pasa el tiempo.
Nuestros pies están cansados
y también nuestros traseros.
—«El Floreciente Florilegio de Florian»… —murmuró Yount. Estaba intentando descifrar el adornado y antaño brillante letrero del furgón más próximo—. «Hombres del Sur, Caballos del Sur, Empresa del Sur… ¡Un Espectáculo del Sur para Gente del Sur!»
—A decir verdad —confesó Florian—, copié esta línea del Poderoso Haag. —Edge y Yount asintieron, pero sin comprender—. Era apropiado para Carolina del Norte, de donde procedíamos. En la verdadera tierra de la Biblia, sin embargo, suelo poner:
«Un Espectáculo Limpio para Gente Moral». En general es necesario vencer la intolerancia típica del intelecto provinciano frente a todo lo nuevo o extranjero. Pero, ¡vengan, amigos! Permitan que el capitán Hotspur se ocupe de sus caballos. Mientras se cuece la cena, entremos en este carromato y —dio un codazo a Edge— bebamos un poco de madera y agua, ¿eh?
Entraron subiendo un pequeño peldaño abatible en la parte trasera del furgón y abriendo una puerta estrecha de la pared posterior del vehículo. El interior sólo tenía un angosto pasillo en el centro, porque a ambos lados había repisas, estanterías y muebles verticales desde el suelo hasta el techo, provistos de numerosos goznes, aldabas, ganchos, cerrojos —toda clase de quincalla, bastante oxidada en su totalidad—, de modo que partes del conjunto podían abrirse, cerrarse o servir para varias cosas, y cada abertura de aquella estructura de madera rebosaba de rollos de lona y cuerda gruesa, palos pintados y otros útiles difíciles de identificar. Ya estaba encendida una lámpara de queroseno que colgaba de un gancho clavado en el techo. El ambiente dentro del furgón era denso, pero no ofensivo, y se componía de varios olores predominantes: humo rancio, heno caliente, perfumes y polvos femeninos, olores animales… y varios menores: base de maquillaje, moho y sudor seco.
Florian dijo, mientras se agachaba, buscando algo:
—Baje, ese segmento, Obie. Es una litera donde ambos pueden sentarse. Éste es normalmente el furgón tienda donde viven las mujeres, pero he dicho a Madame Solitaire que lo preparase para invitados y… ah, sí, aquí está.
Se enderezó, sosteniendo una botella medio llena y tres tazas de hojalata. Edge se quitó el cinturón con la pistola enfundada. Yount manipuló torpemente unas aldabillas y bajó con cuidado una litera cubierta con una manta para sí mismo y para Edge,
mientras Florian bajó hábilmente otra litera en el otro lado del pasillo y descorchó la botella y llenó las tazas. Los invitados las tomaron y Florian hizo con la suya el gesto del brindis.
—Bien hallados, caballeros. Por ustedes.
Los invitados murmuraron una respuesta, bebieron, dieron un respingo, se estremecieron y meditaron. Edge preguntó al cabo de un momento:
—¿Hacemos bien en beber el linimento de sus caballos?
—Admito que no es centeno de Overholtz —concedió Florian, un poco ofendido—. La ciudad de Wilmington estaba bastante bien provista de los lujos de la vida, pero no muchos de ellos se filtraron hasta nosotros. Aun así, es una clase de whisky y no todo el mundo en Dixie bebe whisky esta noche, de la clase que sea.
—¡Amén! —exclamó Yount, alargando la taza para que se la llenaran de nuevo.
—¿Fue Wilmington su última parada? —preguntó Edge.
Ahora, aunque no habían intercambiado una sola palabra acerca de ello, tanto Edge como Yount sospechaban la verdadera razón de que los hubiera recibido tan cordialmente: intentaría convencerlos para que se desprendieran de sus caballos. Así,
pues, se recostaron y estudiaron a Florian mientras hablaba. Vieron a un hombre bajo y macizo, algo rechoncho, con levita de color rojo oscuro y pantalones grises que habían sido muy elegantes y ahora estaban manchados, remendados y raídos. Las solapas y los puños de la chaqueta aún mostraban restos de un caro bordado con hilos de oro. Los ojos castaños de Florian brillaban de animación y no parecía tener mucho más de sesenta años, pero los cabellos y la pequeña y bien cuidada barba puntiaguda eran blancos como la nieve y su rubicunda cara estaba surcada y marcada por el paso de los años.
—Wilmington —contestó, sin afecto—. Daba la impresión de que Wilmington iba a ser nuestra parada definitiva. —Vertió más whisky en las tazas—. Hace cinco años, cuando se vio claramente que la guerra estallaría de la noche a la mañana, casi todos los circos de Norteamérica se apresuraron a hacer una última gira antes de que los caminos quedaran cortados. Todos los propietarios y directores nos reunimos en el Atlantic House de Filadelfia para decidir quiénes de nosotros iríamos al norte, al oeste o donde fuera. Yo elegí el sur por una razón particular y aquí estoy desde entonces. Ni siquiera las compañías que volvieron sanas y salvas a sus tierras del norte han pasado unos años fáciles, o así me lo han contado. Dan Rice organizó su espectáculo en un barco y ha trabajado, sin gran provecho, por todo el curso del río Ohio. Spalding y Rogers embarcaron hacia Sudamérica para esperar allí el fin de la guerra. Howes y Cushing marcharon a Inglaterra. Quizá otros quedaron atrapados detrás del frente, igual que nosotros; no lo sé.
Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky. Yount preguntó:
—¿Puedo fumar aquí?
Florian asintió y Yount extrajo el último tabaco que había sacado de aquel yanqui de Connecticut. Él y Edge llenaron y encendieron sus pipas y preguntaron qué razón particular había llevado a Florian al sur.
—Quería adquirir algunos monstruos buenos. Carolina del Norte es el mejor lugar de Norteamérica para encontrarlos.
—¿De verdad? —inquirió Edge. ¿Por qué?
—Diablos, hombre, porque allí arriba, en las grandes montañas Smoky, esos tarheels se han reproducido durante siglos dentro de su propia familia. ¿Por qué cree que los nativos de Carolina del Norte se llaman tarheels[6]?. Porque se quedan en su sitio.
Esos serranos nunca se alejan más de siete kilómetros de sus montañas en todas sus vidas, así que no tienen más remedio que casarse entre sí. Cuando hermanos y primos se han casado entre sí durante generaciones, todo lo que procrean son hombres salvajes, idiotas, monstruos de tres piernas, mujeres barbudas, etcétera. Y están contentos de darlos gratis.
—No me extraña —dijo Yount.
—Así que por esto decidí dirigirme al sur. Y la mitad de mi espectáculo me plantó inmediatamente. Diez o doce artistas y sus numerosos animales. No querían aventurarse hacia el sur en circunstancias tan inseguras. No me sorprendió mucho. En realidad, me asombró y complació muchísimo que Abdullah consintiera en venir, ya que había sido liberado hacía pocos años por un plantador de Delaware. Y no me preocupó mucho la deserción de los otros. Una compañía más pequeña era más fácil de transportar y seguía siendo un espectáculo lo bastante bueno para atraer a los paletos.
—¿Vino con el mismo circo que tiene ahora? —preguntó Edge.
—Sí, sólo que teníamos mejores animales de transporte que los asnos, y tanto carromatos como equipos y disfraces estaban entonces en muy buen estado, brillantes de nuevos. Causamos una impresión inmejorable en los tarheels, mejor que la que nos causaron ellos, lo cual quiere decir que por una vez en la historia andaban muy escasos de monstruos. Lo único que obtuvimos fue a ese mediocre idiota. Y allí estábamos, atravesando las montañas Smoky y tan lejos de la civilización como esos montañeses. Ni siquiera oímos decir que la guerra había comenzado hasta que estaba en su apogeo. Cuando nos enteramos, salimos de estampida de aquellas montañas y nos dirigimos a la costa, con la esperanza de zarpar en algún barco. Llegamos a Wilmington, pero allí se acabó nuestra suerte.
—Debieron conformarse con la que habían tenido —gruñó Yount.
—Oh, lo hicimos, claro. Wilmington era un puerto de mar confederado pero, aun así, se trataba de una pequeña Suiza entre los beligerantes. Ambos bandos parecían haberlo acordado tácitamente. Los buques de guerra de la Unión bloqueaban el puerto, pero sólo a medias, de modo que había un tráfico constante entre los dos bandos. Era el mejor acceso confederado al comercio extranjero. Y servía a la Unión de canal para pasar espías y provocadores, para el intercambio de prisioneros y cosas por el estilo.
—Si podían salir y entrar tantas cosas, ¿por qué no ustedes? —preguntó Edge.
—Para empezar, los violadores de un bloqueo no usan barcos lo bastante grandes para transportar un elefante. Además, podían elegir entre otros cargamentos mucho más lucrativos: algodón, tabaco, oro y joyas, pasajeros ansiosos por pagar cualquier precio, extranjeros que habían sido atrapados allí, ricos plantadores sureños y sus familias que huían del país, jóvenes caballeros sureños que no deseaban vestir el uniforme gris…
Yount expresó su desaprobación con un gruñido y luego dijo:
—Sin embargo, no debía de ser el peor lugar del mundo donde estar atrapado.
—No, no, en absoluto. Muchas de las mercancías que entraban se quedaban en los dedos de Wilmington, por así decirlo. La ciudad vivía regiamente, en comparación con la mayor parte del sur. Aunque nosotros no podíamos permitirnos muchas de las cosas buenas, los especuladores tenían que gastar su botín en alguna parte, y lo gastaban en diversiones. Dando bailes y cenas de gala, yendo al teatro, a las carreras… y al circo, que éramos nosotros.
Los tres hombres guardaron silencio unos momentos, escuchando los ruidos del circo, que se preparaba para la noche. Se oyeron los relinchos apagados de caballos y asnos cuando los soltaron para que pacieran libremente. Hubo unos mugidos más fuertes que sugerían vacas pero que al parecer procedían del Hombre Salvaje. Sonaron pasos, parloteos y el rumor de la voz de la gitana, murmurando conjuros en una lengua ininteligible. Y una vez se oyó la risa clara y joven de una muchacha.
Florian continuó:
—No pudimos incrementar la compañía, ni siquiera mantener nuestro equipo mientras estuvimos en Wilmington; los especuladores no importaban equipos ni artistas de circo. La tela era demasiado cara para permitirnos comprar disfraces nuevos. No obstante, mantuvimos bajo el precio de las entradas para que la gente viniera más de una vez. Y cambiando de vez en cuando las actuaciones y nuestro programa, conseguimos ofrecer diversidad a los espectadores. Cada uno de nosotros cambió muchas veces de nombre… y por eso insisto tanto ahora en que deben recordar a sus personajes originales. Bueno, esto es todo. No prosperamos, Dios lo sabe, pero sobrevivimos.
—¿Y ahora? —preguntó Edge.
—Ahora necesitamos prosperar, maldita sea. Ya estamos hartos de pobreza y miseria y estrecheces. De enseñar a los caballos y al pobre Brutus a vivir de cáscaras de maíz. De dar a comer al pobre Maximus las tripas que podemos encontrar y las patas de los pollos que robamos para nosotros y los perros o gatos perdidos que cogemos en los pasajes.
—¿Quién es Maximus? —preguntó Yount.
—Nuestro gato del circo.
—¿Daban de comer gatos al gato?
—Gato es la palabra circense para cualquier felino… león, tigre, leopardo, etcétera. Maximus es un león. Esto me recuerda… ¿Me disculpan un momento, Zachary y Obie? —Abrió la puerta, sacó la cabeza y gritó—: ¡Capitán Hotspur!
Cuando Roozeboom apareció al pie del pequeño escalón, Florian le habló largo y tendido en holandés, mencionando una o dos veces el nombre de Maximus. Roozeboom contestó: «Ja, Baas» y se marchó.
Florian cerró la puerta y continuó hablando:
—Les daré un ejemplo de las miserias que hemos visto. Estos últimos días, viajando tierra adentro desde Wilmington, hemos ofrecido un espectáculo en las comunidades de todas las encrucijadas por las que hemos pasado. Quiero decir, aquí estamos, en Backwater Junction, Carolina del Norte; podríamos parar y dar una representación. Acudirán a mirar algunas personas de Backwater que quizá tengan una moneda de cobre o un nabo con que pagarnos. —Hizo una pausa y rió entre dientes—. No, les diré la verdad. La gente del circo da una representación siempre que encuentra espectadores. La admiración es nuestro sol. Somos como los pájaros: cantamos, nos acicalamos y pavoneamos siempre, así que cualquier auditorio que pague da un calor adicional a los rayos del sol. —Volvió a reír entre dientes y luego se puso serio—. Pues bien, Carolina del Norte rebosa de negros vagabundos, liberados o huidos, así que les dábamos de comer lo que teníamos a cambio de que nos precedieran hasta la ciudad más próxima y pegasen nuestro anuncio durante la noche.
Edge y Yount le miraron sin comprender.
—Carteles de nuestro circo en paredes y árboles, pegados con pasta de harina y agua. Les dábamos un pequeño cubo para llevarla, además de los carteles. Pues bien, llegábamos a los pueblos y no veíamos ningún anuncio y la gente no sabía nada de nuestra llegada. ¡Ocurría que los negros tiraban los carteles y se comían la pasta! Así de mal estaban las cosas.
—¿Cree que la situación es mejor aquí? —preguntó Yount con una risa áspera—. Señor Florian, durante los últimos ciento cuarenta kilómetros, más o menos, ha estado en la Commonwealth de Virginia. Usted habla de gente, monedas y nabos… ¡Diablos!, nosotros no hemos visto ni a un negro suelto desde hace dos días.
Florian pareció ensombrecerse.
—No teníamos elección, debíamos salir de Wilmington. Los federales invadieron por fin la ciudad y tomaron el mando hace unas cinco o seis semanas y la llamada buena vida se acabó. Era evidente que la guerra tocaría rápidamente a su fin. No queríamos arriesgarnos a quedar anclados en Dixie mientras la Unión mantenga a la Confederación bajo una severa ley marcial. En estos momentos nos dirigimos a Lynchburg.
—A un corto paseo a caballo de sólo un día —dijo Yount.
—Y es una ciudad bastante grande —terció Florian—, lo bastante para que nos proporcione un sustento muy necesitado. Entonces se guiremos yendo hacia el norte. Por el camino quizá reclutemos nuevos números y encontremos equipos nuevos para sustituir a los viejos. Si por lo menos podemos cruzar la línea MasonDixon…
—Cuando salieron de Wilmington y se encaminaron hacia aquí —dijo Edge, mirando a Florian con curiosidad—, se dirigían directamente a la ruta proyectada por el general Lee. En este mismo momento podrían haberse encontrado en medio de una guerra encarnizada. ¿Qué clase de locura los incitó a venir?
—Fue un riesgo, sí, pero calculado, según pensé, y así ha sido. Verá, en Wilmington supimos en seguida que el ejército de ustedes había abandonado Petersburg y corrió el rumor de que sus hombres desertaron por millares a partir de aquel momento. El fin tenía que estar cerca. Comprendí que la marcha de Lee se detendría antes de que nosotros cruzáramos su ruta.
—Ya veo —dijo Edge con expresión sombría—. Bien, nosotros nos dimos cuenta de que el fin era inminente cuando el general Lee no dio ninguna orden contra los desertores. Fue la primera vez que dejó de hacerlo y sabíamos que era algo intencionado y conocíamos sus razones. Abandonamos Petersburg unos veintisiete mil hombres y la mayoría de éstos se evaporaron, sencillamente. En Appomattox pude calcular en más de ocho mil los que se rindieron. Sí, su apreciación fue correcta, señor Florian.
Espero que siga siéndolo.
—Si pudiera alardear de una divisa familiar latina, Zachary, supongo que sería… veamos… «In mala cruce, dissimula!» Un latín tosco, tal vez, pero expresivo: «¡En un aprieto, farolea!»
Un pie golpeó la puerta del furgón y una voz anunció alegremente:
—¡La bandera está izada!
Florian se inclinó para abrir la puerta. Madame Solitaire sonreía en el pequeño escalón, sosteniendo dos humeantes platos de hojalata. Cada uno contenía una chuleta de cerdo frita, muy pequeña, una cucharada de gachas de maíz y varias verduras anónimas. Edge y Yount le dieron las gracias con efusión mientras ella les alargaba la patética cena y un tenedor de hojalata a cada uno. Se quedaron mirando los platos, con la boca hecha agua, titubeando por cortesía.
—¡Vamos, a comer! —animó la bella—. No me esperen; yo ya he cenado. Todos hemos cenado. Florian lo ha dicho, ¿no? —Le dirigió una mirada burlona.
Los dos hombres sacaron sus cuchillos del cinto y los clavaron, intentando ocultar su voracidad. Edge se cortó un trozo diminuto de cerdo, se lo llevó a la boca con el tenedor, lo masticó durante mucho rato, tragó, se detuvo a saborearlo y luego dijo:
—Muy sabroso, Madame Solitaire, y muy oportuno y muy hospitalario de parte de todos ustedes.
—Si ha de hacerme discursos mientras come, llámeme Sarah… es más corto y así podrá comer mucho más de prisa. Mi nombre verdadero es Sarah Coverley.
—Por favor, Madame Solitaire —objetó débilmente Florian—. Estoy tratando de enseñarles las costumbres del circo.
—Oh, cojones —exclamó ella, y los dos hombres arquearon las cejas—. Yo soy el circo, pero no recuerdo todos los nombres que he tenido para mis distintos números. Princesa Shalimar con velos de harén, Pierrette con traje de payaso, Juana de Arco con armadura de cartón, Lady Godiva sin nada… —Las cejas de los hombres casi se juntaron con la raíz de sus cabellos—. ¿Quieren no dejar de comer? Vamos, coman mientras aún está caliente.
—Quizá les extraña el sabor —comentó Florian. Lo siento, muchachos, pero así es el cerdo de Nassau. Durante el largo viaje desde ultramar, tiende a hacerse un poco picante.
—¡No, no, es delicioso! —exclamó Edge, cortándose otro bocado minúsculo. Lo masticó despacio, como si se tratase de un jamón entero, lo tragó y volvió a hablar: Si su nombre es Sarah, señora, supongo que su hija no es Mademoiselle Lo Que Sea.
—No, es Edith Coverley, pero su nombre artístico surgió de una manera natural. Verá, cuando era una criaturita que empezaba a hablar, no sabía pronunciar el nombre de Coverley y lo mejor que le salía era Clover Lee. Y con esto se quedó.
—Es un bonito nombre —dijo Yount—. ¿Y cómo se llama el señor Coverley?
—«El difunto», espero, si está en el infierno, que es su sitio. No he visto a ese hijo de puta desde que le notifiqué que Clover Lee estaba en camino.
Las cejas de Yount volvieron a arquearse y Edge se apresuró a decir:
—Por su nombre, deduzco que no es extranjera.
—Es probable que lo sea para usted, Reb —dijo ella, con expresión traviesa—. Soy de New Jersey. Ahora, a callar y a comer. Vendré a buscar los platos cuando hayan terminado. Florian, sírveles otro trago de tus orines de serpiente para suavizar el sabor de ese cerdo.
Salió y Florian cumplió la orden. Edge bebió y dijo:
—Estoy intentando clasificar las nacionalidades que ha mencionado. Me parece que la mayoría son americanas. La señora y su hija, el caballero de Luisiana, el idiota de Tarheel. Supongo que con imaginación podríamos llamar africano al negro del elefante. Usted ha dicho que es alsaciano, y el domador de leones, holandés de El Cabo. Y el enano… yo diría, por su carácter amable y lenguaje culto, que es un blanco pobre del sur.
—Sí, Tim es un desecho del Mississippi. Pero la mayoría de gente del circo habla con vulgaridad… ya ha oído a Madame Solitaire. Si Tim habla más fuerte y con palabras más sucias, es porque así se cree más alto. Lo cual es, por supuesto, tan imposible como un bizco tratando de parecer digno.
—La anciana viuda no es americana, Zack —señaló Yount y dijo a Florian con cierto orgullo—: Aprendimos mucho español en México.
—Pero la señora no es mexicana —precisó Edge—. Cecea un poco y eso es español europeo.
—Justo —dijo Florian—. Maggie es una gitana nacida en España. —Miró larga y atentamente a Edge—. De modo que sabe español lo bastante bien para reconocer el castellano auténtico. Y abajo en el río me habló en francés.
Edge contestó, quitándole importancia:
—Un proverbio de libro de texto. Me temo que mi francés se ha oxidado. He intentado practicarlo hablándolo de vez en cuando con el general Beauregard. Es de una antigua familia criolla de Nueva Orleans, como su caballero Rouleau.
—¿Y usted?
—Yo no. No soy caballero ni nada de eso. Ni mi familia es antigua ni he nacido en un lugar exótico. Nunca he estado en el extranjero, excepto México y los Territorios. Sólo soy un montañés de Virginia.
—Quería decir, ¿dónde aprendió francés?
—En el «I», cuando era una rata.
Florian pestañeó.
—¿Cómo ha dicho?
—Bueno, usted nos ha hablado toda la tarde de la jerga circense. Quería vengarme. —Sonrió, y Florian volvió a pestañear ante el cambio que se operó en el rostro de Edge—. Rata era lo que se llamaba a los cadetes nuevos en el Instituto Militar de Virginia, el «I». Allí aprendí francés. Uno de los primeros libros que tuve que empollar fue la Vie de Washington.
Florian continuó mirándole fijamente.
—De modo que habla un poco de francés y español. ¿Alguna otra lengua, Zachary?
—Bueno, leo el latín, naturalmente.
—Naturalmente. Es de esperar en un montañés de Virginia.
—Ya sabe a qué me refiero. Teníamos que estudiar latín en el IMV. Nos lo enseñaba el mayor Preston, que era un buen maestro. Diablos, todos nuestros profesores eran magníficos. Es probable que haya oído hablar de uno de ellos… Stonewall Jackson.
Aunque entonces no lo llamábamos Stonewall, sino profesor, y procurábamos hacerlo con respeto. Era piadoso hasta la médula y muy estricto. En cualquier caso, me enseñó bien y he tratado de no olvidar lo que aprendí. No quiero decir que pudiera traducir en este momento un pasaje de Tácito, pero…
—Pero sabe algo de latín, de francés y de español. Es un hombre muy cultivado. Podría viajar fácilmente por toda Europa. ¿Han pensado alguna vez en ir a verla, muchachos?
Edge le miró con fijeza, esbozó su triste sonrisa, denegó con la cabeza y suspiró:
—¿Europa? Señor Florian, es tan probable que vayamos a visitar Europa como que Europa venga a visitarnos a nosotros.
Florian se echó a reír, pero continuó con sinceridad:
—Repito que no me estoy burlando de ustedes; hablo muy en serio. Yo procedo de Europa y es allí donde tuve mis primeras experiencias circenses. Y es mi intención volver en cuanto pueda y llevar a mi circo conmigo. Los Estados Unidos y Confederados serán durante mucho tiempo escenario de sufrimientos y privaciones. Si quiero recuperar mis bienes e incrementarlos, como todos los demás de este espectáculo, Europa es el lugar para conseguirlo. Seguiremos avanzando por este sur empobrecido hasta llegar a las ciudades septentrionales, donde se puede hacer más dinero, el suficiente para embarcar con rumbo a Inglaterra o Francia. ¿Qué me dicen de acompañarnos, muchachos?
Edge observó, divertido e irónico:
—Todo este tiempo he esperado que nos hiciera una oferta por nuestros caballos.
—Bueno, ejem, sí. Me gustaría tenerlos, de verdad que sí. Y al principio de conocerlos sólo tenía ojos para ellos. Sin embargo, ahora me gustaría tenerlos también a ustedes.
Yount dijo, incrédulo:
—¿No está ya demasiado cargado de blancos pobres, y otros colores, que dependen de usted para vivir? ¿Por qué diablos habría de querer a dos más que no pueden ganarse el sustento?
—Porque creo que podrían, Obie. Ganarse el sustento y más. Ya les dije que esperaba añadir números nuevos sobre la marcha.
—¿Números? ¡Diablos, mister, yo no soy actor! Lo único que sé es pelear. La sola idea es un disparate. ¿Yo, a mi edad, fugándome como un colegial para incorporarme a un circo?
—Nadie es actor hasta que empieza a actuar. Y nadie sabe qué cosas extraordinarias es capaz de hacer hasta que intenta algo fuera de lo corriente. Esto es el circo, Obie: estirarse hasta los límites de lo posible, desafiar la rigidez de lo cotidiano, comprender que lo imposible puede ser posible.
—Bueno, tal vez sí —murmuró Yount, abrumado por tanta retórica—, pero no para todo el mundo.
—Cuando conocí a Hannibal Tyree, era limpiabotas en una esquina de Pittsburgh y no pensaba ser otra cosa que un limpiabotas negro durante el resto de su vida. Yo me crucé en su camino. Le vi manejar esos cepillos y sacar brillo con el trapo a un ritmo de baile. ¿El resultado? Hoy es un artista, un malabarista competente, y además un cuidador de elefantes. Mientras exista un circo en este planeta, a Abdullah no le faltará un trabajo remunerado que hace por gusto… y tendrá admiración y cierta celebridad. Quizá no llegue a ser nunca una estrella como Léotard o Blondin o los Hermanos Siameses, pero jamás volverá a ser un negro de baja estofa. Sargento, ¿cuál es el mayor peso que ha levantado en su vida?
—¿Qué? —Yount se sobresaltó ante tan inesperada pregunta y tartamudeó—: ¿Qué… un peso? Dios mío, no lo sé. Supongo que sacar del fango un cajón de municiones.
—¿Sin ayuda?
—Claro. Verá, fue así…
—No importa. Sólo pretendía que se diera cuenta. Se trata de algo que no todos podrían hacer. Ahora bien, dudo de que pudiera levantar del suelo a Brutus, pero no me extrañaría mucho que fuese capaz de levantar a este percherón suyo. Su aspecto es el de un hombre forzudo y como tal le anunciaría. ¿Cómo le suena el Hacedor de Terremotos, el Hombre Más Fuerte de la Tierra? —Yount le miró boquiabierto, sin habla—. En cuanto a usted, Zachary, he pensado en algo digno, al estilo del coronel Deadeye o el coronel…
—No —dijo Edge, con acento categórico—. No malgaste en mí sus poderes de persuasión, señor Florian. Yo ya no soy un coronel. En cuanto pueda echarme a dormir en un lugar lo bastante caliente para quitarme esta guerrera, me arrancaré del cuello los malditos galones para que nadie vuelva a tomarme por lo que no soy.
—No sea tonto —dijo Florian—. Por lo menos se ganó honestamente esas dos estrellas. Diablos, después de esta guerra, todos los soldaditos con paperas que hayan pasado su carrera militar en el Cuerpo de Salitre (aunque sólo hayan conseguido en él una graduación honoraria) insistirán en ser llamados mayor o coronel durante el resto de sus vidas.
—Que lo hagan. Me importa un bledo. No podrán superar mi grado. No hay grados en la vida civil.
—De todos modos, Zachary, yo hablaba de un nombre artístico. En la vida civil cotidiana, fuera de la carpa, puede llamarse como quiera.
—Y a la vida civil cotidiana voy a volver, gracias. No a una vida circense de ejecutar trucos para cualquiera que haya pagado la entrada, haciéndome la ilusión de que esto es la celebridad.
Llamaron de nuevo a la puerta y esta vez Sarah Coverlev entró sin esperar y dijo alegremente:
—¿Ha cenado la tropa? ¿Y qué es esto, nadie se ha emborrachado aún? ¿Qué clase de caballeros sureños…? —Se detuvo y miró a su alrededor: Edge, con expresión obstinada, Yount, incómodo, y Florian, pensativo—. ¿He interrumpido las oraciones o algo así?
Florian denegó con la cabeza y dijo sin dirigirse a nadie en particular:
—Intentaba pensar en una ocupación civil que no consista en hacer trucos para quienquiera que pueda pagarlos. Una ocupación civil que no dependa de la jerarquía.
—Ah, los caballeros juegan a las adivinanzas —dijo Sarah—. ¿Puedo jugar yo también?
—Cállate —ordenó Florian—. Dígame, Zachary, ¿a qué ocupación volverá?
—No lo sé. Quizá tendré que hacerme bandido o filibustero, como los desechos de la mayoría de guerras. Sin embargo, tengo la esperanza de entrar en la facultad del IMV y enseñar tácticas de caballería o algo así. Diablos, después de diecinueve años vistiendo uno u otro uniforme, tendría que saber impartir a las ratas algo digno de aprenderse.
Florian se puso en pie de un salto y dijo en voz alta e incrédula:
—Un hombre en la flor de la edad, un veterano de diecinueve años de acción viril en toda clase de intemperies, ¿desea convertirse en una maestra de escuela? ¿En un vigilante polvoriento, atado al pupitre, sonador de narices de reclutas verdes y pecosos? ¿Por eso despreciaría la oportunidad que le ofrezco yo? Seguir montando a caballo, seguir utilizando sus habilidades, sus armas y su experiencia, gozar de toda clase de emociones y aventuras, ser un hombre entre hombres (y entre mujeres magníficas como la presente Madame Solitaire) y encima ver mundo. ¡Solitaire, di a Zachary que es un insensato!
—Eres un insensato, Zachary —dijo Sarah, reprimiendo una sonrisa.
—Caballeros —continuó Florian—, ofrezco a cada uno treinta dólares mensuales. Y la pitanza, claro. Indicó los platos que los dos hombres habían vaciado. Obie, usted será el Hombre Forzudo del Circo. Zachary, usted será nuestro Tirador de Exhibición. Ya ha oído a Magpie Maggie Hag, que sus armas le servirán, mejor que hasta ahora. Para cada uno de ustedes, treinta dólares y la pitanza. Y perspectivas, caballeros, perspectivas. La perspectiva de alcanzar posiciones de responsabilidad y respetabilidad impecable. La perspectiva de…
—¡De trabajar ante las cabezas coronadas de todos los países del globo! —Sarah intervino como si recitara un discurso que hubiese oído a menudo, y ahora no disimulaba su sonrisa. La perspectiva de conocer y deslumbrar a los condes, duques e incluso príncipes más ricos y apuestos. Qué digo, incluso podrían casarse con un noble europeo tan por encima de su condición, tan superior a sus sueños de New jersey más disparatados…
Desistió, porque todos reían.
Florian aprovechó el momento para sacar de nuevo la botella.
—Vamos, muchachos, otro trago de este veneno.
—Gracias —dijo Edge—, pero sigo rechazando su oferta, señor. En realidad, significaría un descenso considerable para mí. Mi salario actual es de noventa dólares al mes, todo incluido.
—¿Y cuándo le pagaron por última vez?
—Oh, bueno.
—Si tuviera ahora mismo mil de esos dólares confederados, tendría suerte de cambiarlos por una moneda de oro federal de diez dólares.
—¿Está ofreciéndonos treinta dólares al mes en oro? —Exclamó Yount.
—Sí, por Dios que sí. En oro de ley, sea cual sea la moneda del país donde estemos. Comprenderán, naturalmente, que por ahora es sólo una promesa… Creo haberles expuesto con claridad la situación actual; no podernos hacer otra cosa que especular, por así decirlo. Sin embargo, se llevará una contabilidad estricta y las deudas serán pagadas en su totalidad. —Mientras seguía hablando a Yount, Florian dirigió una mirada a Sarah, quien asintió imperceptiblemente con la cabeza—. Ahora, Obie, salgamos los dos a discutir este asunto y a decidir también dónde pueden colocar sus mantas esta noche. Mientras tanto, Zachary, ¿tendrá la bondad de ayudar a Madame Solitaire a recoger los utensilios de la cena?
Salió, con Yount a la zaga, y la puerta se cerró tras ellos antes de que Edge pudiera preguntar por qué la mujer necesitaba ayuda para recoger dos platos pequeños, dos tenedores y tres tazas. Ni siquiera los tocó. En vez de esto, cogió la botella, la sostuvo ante la linterna y luego repartió el escaso contenido entre dos tazas y alargó una a Edge.
—Brindemos —dijo— por su insensatez al no querer deslumbrar a un duque. ¿Es esto lo que usted quiere hacer algún día?
—Claro, ¿por qué no? He deslumbrado a notables menores y no sólo en la arena de un circo. ¿No está deslumbrado, Zachary?
—¿Es como desea que esté?
—Sí —respondió ella y pareció esperar algo. Luego añadió—: Soy extremadamente sensible a los cumplidos. —Cuando Edge reaccionó con un juvenil rubor en el rostro, agregó—: Soy una especie de viuda y sufro con frecuencia el mal de las viudas.
Desarmado ante tal franqueza femenina, sin precedentes en su experiencia con las mujeres, Edge tuvo que preguntar:
—¿Cuál es, madame?
—El coqueteo reprimido. Si produjera ampollas, no podría montar a caballo. Tengo que pensar en mi arte y en mi sustento.
—Mejor no reprimirlo, entonces —aconsejó Edge con osadía.
—Intento no hacerlo. Y ahora mismo las otras mujeres tratan de ayudarme. La vieja Maggie y mi Clover Lee se acuestan juntas esta noche en el furgón de los decorados (el dormitorio de los hombres blancos), del que los han echado a puntapiés para que duerman en el suelo con Hannibal, el Hombre Salvaje y su sargento. A fin de que nosotros estemos solos en este furgón. Estas literas no son exactamente cómodas, pero podemos amontonar la ropa de cama en el suelo.
Edge carraspeó.
—No soy contrario en modo alguno, Madame Soli…
—Muy generoso por tu parte. Se te supone deslumbrado como un duque. Y llámame Sarah o nunca pasaremos de estos malditos cumplidos preliminares.
Edge dijo con paciencia:
—Sarah, sólo intentaba insinuar, con mis excusas, que no recuerdo cuánto tiempo hace que no me he quitado este uniforme. Ella se encogió de hombros.
—Pues déjatelo puesto. ¿Es que sólo actúas según el manual de instrucción?
—Quiero decir, maldita sea, mujer, ¡que necesito un baño! ¿Me prestas un pedazo de jabón? Me escabulliré hasta el río.
—Oh, bueno, si hemos de ser melindrosos como un duque y una duquesa, yo también tendré que bañarme. Iré contigo.
—El agua estará fría. Puedes ser una amazona, pero dudo de que tengas la piel de un soldado de caballería.
—Puedes tocármela toda y juzgar por ti mismo. —Todavía con la taza de whisky en la mano, se dirigió hacia la puerta—. Vamos. Incluso podrás satisfacer tu curiosidad de jinete sobre si la cola de esta yegua hace juego con su melena.
—Espera un momento. Quiero preguntarte… ¿Eres la mujer de Florian?
Ella tiró el poso de la taza.
—Cuando necesita una.
—¿Y también te utiliza cuando necesita convencer a alguien de algo?
—Esto no es muy halagador, Zachary. Para nadie, ni para ti ni para mí.
—Sólo se trata de que no hagas algo por obligación y que luego resulte que no ha servido de nada.
—Oh, tonterías. Ahora eres el sureño galante. Quizá hubo un tiempo en que quería ser deseada. Ahora me basta con que me necesiten.
—No soy muy galante al decirte con franqueza que no te necesito. Quiero decir que no necesito a una mujer hasta el punto de unirme mañana a este espectáculo por gratitud o por remordirnientos de conciencia.
—¿Por qué no nos callamos los dos y dejamos que la naturaleza siga su curso? Nunca se sabe, quizá te enamores y te unas a nosotros para no perderme de vista.
—¿Cuentas realmente con deslumbrarme, Sarah? ¿Crees que tu belleza es tan irresistible? ¿O que estás tan dotada en este aspecto?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—La belleza puede haberse deteriorado con los años, pero el talento sólo puede haber aumentado, ¿no?… No hagas eso.
—¿Qué?
—Sonreír. No lo hagas. Eres mucho más guapo cuando no sonríes.
—Bueno, no sonrío a menudo. No encuentro muchas razones para hacerlo hoy en día. Te agradezco que me hayas dado una… pero, si me lo pides, intentaré no sonreír.
—Muy bien —dijo ella y suspiró—. Yo tampoco lo haré.
Pero más tarde, en la oscuridad, sonrió, y él también.