6
A la mañana siguiente, Clover Lee fue a desayunar en el albergo de Empoli con un pedazo de papel, que alargó a Florian.
—Mi madre tampoco ha dormido en nuestra habitación —anunció con calma—, y esta vez que me cuelguen si voy a buscarla. No he notado hasta hace un momento que también falta parte de nuestro equipaje y efectos personales. Y entonces he encontrado esto bajo su almohada.
Florian desdobló el papel, frunció los labios con expresión de pesar, tiró del mechón de su barba y leyó en voz alta a los demás:
«Lamento todo lo ocurrido. Adiós, querida niña, y buena suerte. Di lo mismo a todos. Tu madre que te quiere».
—¿Debo ir en su busca? —preguntó Clover Lee, nada preocupada.
Florian movió la cabeza.
—Sería inútil. Su faltriquera debe de estar muy llena a estas alturas. Y como esta ciudad es un empalme ferroviario, puede haber ido hacia el norte, sur, este u oeste. No, ha hecho lo que deseaba hacer y nosotros respetaremos su decisión. ¿Y tú, Clover Lee? ¿Te quedarás con nosotros?
—Naturalmente. Ella puede haberme abandonado, pero yo no abandonaré al resto de mi familia.
Así pues, cuando empezó la función aquella tarde, todos los artistas —incluida Peggy— prolongaron su actuación unos minutos para compensar la escasez de números. Durante el intermedio, Fitzfarris —que ahora ya había aprendido de memoria su papel en un italiano inteligible— se extendió más sobre sus exiguos monstruos, alargó su charla de ventrílocuo con la Pequeña Miss Mitten e incluso vendió una buena cantidad de juegos del ratón, mientras que para Magpie Maggie Hag no escasearon palmas de mujeres embarazadas que leer durante el largo intermedio.
Sin embargo, en la función de la noche, cuando Florian vio que la carpa no estaba del todo llena, dijo a Edge y Goesle:
—Desmantelad mañana, pero sin prisas. Yo saldré temprano y me adelantaré para disponer todo lo referente a nuestra instalación en Florencia. Me llevaré a los chicos Simms y Smodlaka para que empiecen a fijar carteles. Después me reuniré con vosotros en la carretera y acamparemos para la noche.
—Florencia está sólo a cuarenta kilómetros de aquí —observó Edge—. Podríamos llegar con facilidad…
—No. Esta vez… —Florian hizo una pausa efectista—, ¡esta vez vamos a desfilar! Entraremos en la ciudad y desfilaremos arriba y abajo de todas sus calles principales antes de levantar la tienda. Ni el gran Orfei ni ningún otro circo europeo observa esta vistosa tradición americana. Pasmará a los florentinos.
Edge descubrió al día siguiente que los cuarenta kilómetros hasta Florencia requerirían más tiempo del calculado porque la carretera tenía continuas curvas cerradas y tramos en zigzag mientras seguía el tortuoso valle del río Arno, a los pies del monte Albano.
—El clima es curioso aquí en Italia —comentó a Autumn—. En las tierras bajas, la neblina se levanta por la mañana y se desvanece a mediodía. Ahora que estamos en una región montañosa, la niebla se levanta por la tarde.
La caravana aún estaba a unos ocho kilómetros de Florencia cuando Edge vio, a través del brumoso crepúsculo, el carruaje de Florian junto a la carretera.
—Aquí es donde pasaremos la noche —anunció Florian—. Hay fácil acceso al río para dar de beber a los animales, y el pueblo que acabáis de atravesar podrá suministrar a Mag todo lo necesario para la cena.
—¿Algún problema con el solar para la tienda? —preguntó Edge.
—¿Y qué ha hecho con los niños? —quiso saber Autumn.
—Ningún problema —respondió Florian—. Tengo permiso para acampar en el parque más nuevo y elegante de la ciudad. Los chicos aún están fijando carteles; hay mucho trabajo. Después de todo, Florencia es por lo menos dos veces mayor que Pisa. He reservado habitaciones en una pensione para que los chicos pasen la noche en ella.
A la mañana siguiente, muy temprano, por primera vez en la experiencia de Edge, la caravana se preparó para «desfilar». Florian cepilló su levita y sombrero de copa mientras repartía órdenes. Envió a Hannibal al río para que frotara a conciencia a Peggy, untara todo su cuerpo con aceite de pata de vaca, le puliera las uñas de las patas y la cubriera con el manto rojo. Peinaron y cepillaron a todos los caballos hasta sacarles brillo y enjaezaron a los caballos de pista con plumas y lentejuelas. Quitaron los lados de madera del furgón de Maximus. Adornaron a los terriers de los Smodlaka con sus gorgueras rizadas. Todos los artistas —incluido Rouleau— vistieron su mejor traje de pista, pero como soplaba un viento fresco por el río, los que llevaban mallas se echaron una capa encima. Beck y sus músicos abrillantaron sus instrumentos y se pusieron el uniforme de la banda, y Banat, su condecorado uniforme de rebelde. Fitzfarris recurrió a los cosméticos para ocultar su único atributo comercial, y él, Goesle y los peones se encargaron de conducir los once carromatos que seguían al carruaje de Florian.
Cuando la caravana llegó a las afueras de Florencia, un barrio de cobertizos y chabolas cuyos ocupantes se asomaron a las puertas con ojos y bocas muy abiertos, Florian se detuvo y gritó:
—¡Ocupad vuestros puestos!
Edge montó uno de los caballos enjaezados, se apartó la capa de los hombros para lucir su refulgente uniforme de coronel Ramrod y adelantó al carruaje para encabezar el desfile. Beck y sus músicos se colocaron sobre la lona encerada de la carreta del globo. Hannibal, con su trombón, trepó al cuello de Peggy. Los otros artistas adoptaron elegantes posturas sobre los techos de diversos carromatos y se quitaron las capas. Barnacle Bill, con las piernas separadas y los brazos en jarra, se colocó encima de la jaula de Maximus. Terry, Terrier y Terriest fueron bajados a la carretera, donde iniciaron al instante sus volteretas y saltos mortales. Lo mismo hicieron los tres chinos.
Beck y su banda empezaron a tocar la obertura de Guillermo Tell, mientras el coronel Ramrod dirigía el desfile a la largo de la Via Pisana, una calle de residencias bastante mejores. A todas las ventanas de las casas se asomaron las cabezas de los habitantes adultos para contemplar este novísimo espectáculo y a todas las puertas salieron niños que brincaban, señalaban y lanzaban vítores y que, al cabo de un rato, formaron dos nutridos grupos, uno que bailaba hacia atrás frente al caballo del coronel Ramrod y otro que brincaba detrás del elefante. Mientras Beck y la banda continuaban su repertorio, Edge vigilaba los faroles y otros objetos que ostentaban los carteles del Florilegio y conducían a la orilla sur del Arno, donde una gran avenida pavimentada discurría paralela a las aguas verdes, rápidas y opacas.
—Al otro lado del río —le gritó Florian— está el parque Cascine, donde levantaremos la carpa. Pero ahora seguiremos por el Lungarno Soderini.
Los Lungarni, según explicó más tarde Florian, servían para dos fines. Eran terraplenes de construcción reciente, revestidos de piedra, cuya finalidad principal era contener los frecuentes desbordamientos del Arno, pero su parte superior pavimentada se había convertido además en un paseo favorito para viandantes, jinetes y carruajes, y en especial para aquellos que en verano iban a admirar las espectaculares puestas de sol reflejadas en el río bajo la sucesión de puentes de elegantes proporciones.
En cualquier caso, la mayoría de puentes tenían proporciones elegantes, aunque Edge se quedó boquiabierto cuando tuvo ante su vista al Ponte Vecchio. El río fluía por debajo, de modo que se trataba sin duda de un puente, pero distinto de todos los que había visto en su vida. Podría haber sido un pueblo suspendido en un espejismo, tan atestado y apiñado estaba en toda su longitud de edificios de dos, tres y cuatro pisos, arcos, tejados de teja, chimeneas en ángulos increíbles, cuerdas de ropa tendida y hombres con cañas de pesca apostados en las ventanas. La mayoría de casas sobresalían lateralmente del puente, en precario equilibrio sobre el agua. Hasta que Edge pasó por el extremo sur del puente —el gentío que paseaba por él se había detenido, lleno de asombro— no pudo verlo con perspectiva y comprender que, aunque el Ponte Vecchio estaba atestado de tiendas y tenderetes con toldo en ambos lados, era realmente un pasaje que iba de una orilla a otra del Arno, sin tejado y abierto al cielo en toda su longitud.
Mientras tanto, el Florilegio tenía que abrirse paso por el lado sur del río. La creciente multitud de niños que lo precedía obligaba a otros vehículos y personas a retirarse hacia las calles laterales para dar paso al desfile. A lo largo de todo el recorrido, mucha gente miraba desde las ventanas y puertas de los edificios muy altos y adornados ante los cuales pasaba ahora la cabalgata. También en la orilla opuesta del río, los transeúntes y jinetes de los Lungarni se detuvieron, llevándose las manos a los ojos para hacerse sombra, señalando y llamándose mutuamente la atención hacia el fenómeno.
Los artistas del Florilegio sonreían incansablemente y agitaban las manos desde los techos de carromatos y furgones. Algunos ciudadanos más próximos al desfile levantaron sus sombreros e inclinaron un poco la cabeza, algunas mujeres hicieron media reverencia, como inseguras sobre si veían una nueva clase de séquito acompañando la visita de una nueva clase de realeza. Unas pocas mujeres se volvieron de espaldas o apretaron las caras de sus niños contra las voluminosas faldas para impedirles ver a las artistas circenses brevemente vestidas. Jules Rouleau, sentado con Paprika encima del furgón vestidor, se rió cuando la oyó murmurar a través de su sonrisa:
—Bien hecho, escóndase, signora Bola de Grasa. Me estoy exhibiendo aquí arriba, helada hasta la médula, con carne de gallina y arriesgándome a coger una pulmonía, sólo para ofender su modestia de matrona.
La banda había repetido dos o tres veces todas las piezas de música que conocía cuando Edge vislumbró un cartel del circo fijado en la balaustrada del próximo puente. Sorteando a los niños que pululaban delante de él, dirigió su caballo hacia el Ponte San Nicoló —un puente ancho, sin edificios— y los músicos se tomaron un descanso mientras el Florilegio cruzaba el río. Volvieron a levantar sus instrumentos y entonaron Guillermo Tell cuando el desfile salió del puente y enfiló directamente el Viale Amendola, donde más curiosos miraban desde las aceras y ventanas y desde los vehículos parados.
Cuando el viale desembocó en una piazza ancha y circular, los carteles guiaron a Edge hacia la izquierda, a una avenida que volvía al oeste, más o menos paralela a la que habían recorrido en la otra orilla del Arno. El desfile tuvo que pasar un par de veces por una calle tan angosta que los curiosos de las ventanas tuvieron que meter la cabeza cuando pasaron los carromatos. Luego, la ruta marcada por los carteles de Florian llevó a la procesión entre dos fragmentos de columnas de piedra, restos de lo que había sido la Porta di Prato de las antiguas murallas de la ciudad. Al fondo estaban los árboles, prados, avenidas de grava y senderos del Pratone delle Cascine.
—Significa Granja Lechera —dijo Florian cuando la caravana se hubo adentrado un poco en el parque y detenido en un óvalo de hierba dentro de otro hipódromo—. Toda esta zona fue una granja lechera hasta que la ciudad creció a su alrededor y se la apropió para convertirla en un parque público.
—Me gustaría conocer al hombre que diseñó esos faroles —dijo Edge, señalándolos.
Todos los innumerables faroles del parque se alzaban sobre una base de hierro fundido que consistía en tres garras clavadas en la tierra.
—Sí —convino Florian, riendo entre dientes—. Si ese hombre encontró alguna vez semejante animal de tres patas, me gustaría preguntarle dónde, a fin de adquirirlo para el espectáculo.
Los artistas bajaron de los techos —para lo cual Rouleau necesitó cierta ayuda—, mientras los tres terriers y los tres chinos se desplomaron en un terraplén de hierba, jadeando y con calambres por haber hecho todo el camino dando volteretas. Los músicos de los instrumentos metálicos se tocaban los labios, magullados por los tumbos del carromato mientras soplaban, y un par de ellos se quejaron incluso de dientes doloridos.
—Bueno, no necesitan labios ni dientes para su trabajo de peones —dijo Florian—. Goesle, Banat, reunid a todos los hombres y empezad a descargar y montar. Abdullah, desnuda al elefante y prepáralo para su tarea. Luego ayuda a los chinos a mantener lejos de aquí a esos golfillos. Yo vuelvo a la ciudad para recoger a nuestros propios niños y reservar habitaciones de hotel para nosotros. Los que no tenéis trabajo quizá queráis cambiaros de traje y pasear por la ciudad mientras haya luz de día.
Varios artistas hicieron esto, incluyendo a Edge y Autumn, que se dirigieron hacia la derecha al abandonar el parque y pasearon entre los ciudadanos por el Lungarno Amerigo Vespucci.
—Sé quién era Vespucci —dijo Edge—; América lleva su nombre. Pero tendrás que explicarme todo lo demás, cariño. Me intriga especialmente aquel puente tan peculiar. —Señaló el tercero, que era el Ponte Vecchio, a más de un kilómetro de distancia, pero bien visible, más alto y abultado que los dos primeros y que resplandecía, rojo y dorado, bajo la luz vespertina.
—Está reservado para las tiendas de orfebrería —respondió Autumn—. Aquel piso más alto que mira río arriba solía ser un pasaje particular para los miembros de la realeza y los nobles que salían del palacio Uffizi, cuando albergaba las oficinas del gobierno. Así podían ir a la residencia real de la otra orilla del río, el palacio Pitti, sin tener que mezclarse con la plebe en el puente y las calles.
Como carecían de prejuicios en este sentido, Autumn y Edge cruzaron el puente, empujados por la multitud y maravillados por las joyas de oro y plata exhibidas en la hilera de escaparates o mostradas y anunciadas en voz alta y personalmente por los artesanos que las habían creado. Luego volvieron a cruzar el puente por el otro lado de escaparates, y mientras Autumn exclamaba y suspiraba a la vista de algunas joyas, Edge deseaba tener mucho dinero para comprárselas todas.
Cuando salieron del puente y entraron en la Piazza della Signoria, Autumn dijo:
—Allí, al fondo de la plaza, está el lugar donde se encendieron dos hogueras famosas.
—¿Hogueras famosas?
—Hace cuatrocientos años, un hombre llamado Savonarola fue abandonado por su novia de la infancia, así que huyó a un monasterio, pero esto no hizo más que aumentar su amargura. Vino a Florencia como misionero y predicó contra la lascivia, la vanidad, el placer, la bebida y todas esas cosas buenas. Convenció a los florentinos de que se condenarían si no se reformaban. Entonces, un día de carnaval hicieron una enorme hoguera aquí en esta piazza y lanzaron a ella todas sus posesiones más mundanas (espejos, perfumes, pelucas, dados, retratos de las cortesanas más hermosas), todo lo que sugería disipación. Florencia debió de ser una ciudad muy triste después de aquella orgía. Unos diez años después, los florentinos ya estaban hartos de Savonarola y sus perpetuas prohibiciones, de modo que hicieron otra hoguera en la piazza y le quemaron a él. Que esto sea una lección para ti, Zachary Edge. No intentes jamás reformar a los florentinos.
—Nunca se me ocurriría reformar a nadie. Un libertino reformado es el más detestable de los hombres.
—Me alegra mucho que estés de acuerdo. Antes de que Sayonarola llegase aquí, el gobernador de Florencia era un hombre conocido por el cordial apodo de Piero el Gotoso. Sólo padecen de gota los amantes de la buena vida, así que me gusta pensar que Florencia ha sido siempre y siempre será un lugar de exuberante sensualidad y hedonismo.
Había una cosa memorable que Edge ya advirtió aquel primer día y continuó advirtiendo en los siguientes y después recordaría siempre como su impresión más duradera de Florencia. Era la luz del sol, que incluso a mediodía daba la sensación de no caer nunca directa y ásperamente sobre la ciudad, sino siempre de soslayo, de forma acariciadora, dando a todas las viejas paredes de piedra desmoronada tanta vida y claridad como el deliberado relievo de las fachadas de los palacios y convirtiendo las calles más estrechas en grietas misteriosas y oscuras de las que uno salía a patios o plazas o jardines de colores tan cálidos que parecían conservados para la eternidad en el ámbar más puro.
Cuando Edge y Autumn volvieron al hipódromo Cascine, justo al anochecer, el montaje estaba casi terminado. A la luz de los cestos de teas, que chisporroteaban y derramaban lenguas de fuego, los peones daban los últimos toques a la carpa, ajustando la tensión de los cables de retén, asegurando alguna estaca y gruñendo con voz ronca cada vez que hacían un movimiento.
—Stitches, ¿por qué gruñen así tus hombres? ¿Es que aún les duelen los dientes? —preguntó Edge.
—No, es por orden mía. Intento entrenarnos a todos (lo he dicho a todo el mundo, incluido el director, y ahora te lo digo a ti) a que siempre que alguno de nosotros sienta la necesidad de decir una palabrota en público, la cambie por un gruñido.
—Está bien, pero ¿por qué?
—Mira hacia allí. —Goesle señaló a dos monjas y una hilera de niños pequeños con uniforme de colegiales, que contemplaban el trabajo—. Habrá más… monjas, niñeras y maestras de escuela que traerán a sus chiquillos para vernos montar y desmantelar. A fin de procurarles una experiencia educativa un poco fuera de lo corriente, ¿comprendes? Puede pasar que Peggy se niegue a hacer algo y alguien suelte, Dios sabe en qué lengua, una frase parecida a «¡Maldito hijo de perra con dos colas!». La maestra la encontraría un poco demasiado educativa para sus niños y mandaría una delegación a sermonearnos sobre la moral y cosas similares.
Florian salió de la carpa, sacudiéndose las manos, y le dijo a Goesle:
—En cuanto tus eslovacos hayan terminado, envíalos a pegar más carteles por toda la ciudad, toda la noche si es necesario. —Y añadió, dirigiéndose a Edge y Autumn—: La mayoría de artistas se han ido ya al hotel, a vestirse para la cena. Si vosotros dos queréis que os lleven el equipaje, colocadlo en mi carruaje y seguidme. Está a pocos pasos de aquí, en la Via Solferino. Hotel Kraft.
—Muy bien —contestó Autumn.
—¿Un hotel regentado por ingleses o alemanes? —preguntó Edge.
—No —respondió Florian—, aunque hay muchos hoteles que son propiedad de extranjeros. Sólo una tercera parte de la población de esta ciudad es florentina. Otra tercera parte está compuesta por expatriados ingleses y aun otra de diversos extranjeros: americanos, rusos, alemanes, franceses. El propietario y el director del Kraft son italianos, pero la clientela es en su mayoría gente del espectáculo, teatro, ópera, circo, pantomima…
En el hotel, cuando Edge y Autumn se hubieron lavado y refrescado en su habitación, encontraron a Florian y Carl Beck en el vestíbulo, y los cuatro se sentaron juntos a una mesa del comedor, entre las que ocupaban sus compañeros, que ya estaban comiendo. Edge miró a su alrededor para ver si podía identificar a otras personas del mundo del espectáculo. Nadie llamaba la atención por su comportamiento o actitud —todos comían tranquilamente y conversaban en voz baja—, pero varios ejercían a todas luces una profesión teatral, pues sus rostros eran correosos y de un color casi anaranjado debido a años de aplicarse maquillaje.
—Ya os dije que esta ciudad es cosmopolita —observó Florian, sacando un periódico doblado del bolsillo de su levita—. Imaginaos que esta tarde he podido comprar a un vendedor de prensa el último número del Era. Después de cenar echaré una ojeada a la sección de solicitudes de empleo para saber si hay en Florencia algún desocupado que pudiera sernos útil.
—¿Puedo mirarlo, director? —preguntó Autumn—. Siempre me gusta ver si hay nombres conocidos.
Florian se lo alargó y Autumn empezó a hojearlo. Carl Beck decía:
—… a la ciudad mañana por la mañana, para buscar el ácido y otros productos químicos que hacerme falta.
—Bueno, no hagas del gas para el globo tu única prioridad —dijo Florian—. Cuando llegue ese artista del trapecio, tendrás que pensar maneras de colgar su aparato de modo que no estorbe al de Autumn. Ojalá estuviera ya aquí, para poderlo incluir en el programa de la función inaugural de mañana.
—Ya está aquí, monsieur Florian —dijo un caballero vestido con elegancia que estaba sentado a la mesa contigua, ante una taza de cappuccino. Se levantó y saludó—. Maurice LeVie, à vos ordres. He llegado esta mañana y los he visto desfilar al estilo americano. Me ha impresionado mucho.
—Estamos encantados de conocerle —contestó Florian, con una sonrisa radiante, poniéndose en pie, al igual que Beck y Edge—. No le he reconocido sin el traje de pista, monsieur. Permítame.
Y le presentó a todos. LeVie estrechó las manos de los hombres y besó la de Auburn. El trapecista era bajo y esbelto y parecía compuesto, no de mercurio, como les había hecho pensar durante su actuación, sino de ángulos agudos: nariz aguda, mentón agudo, punta aguda de sus cabellos brillantes sobre la frente y ojos en extremo agudos e inquietos.
—Acompáñenos —invitó Florian—. ¿Un poco de vino, tal vez?
—Nada de vino, merci —respondió LeVie, deslizando su silla hacia la mesa—. Mi profesión, comprenez, me prohíbe correr el riesgo de la embriaguez o la resaca.
—Claro.
—He tenido ocasión —continuó LeVie— de admirarlos a todos, en especial a sus bellísimas damas, durante el desfile. Aquí en el hotel he aprovechado otra ocasión, de incógnito, de observar más de cerca a su compañía americana confederada.
—Ajá —contestó Florian, señalándole, en broma, con un dedo—. Y si hubiera observado, por ejemplo, que comíamos los petits pois con el cuchillo, o cometíamos otras barbaridades americanas, habría permanecido de incógnito y desaparecido sin decir nada.
LeVie sonrió —formando una V aguda con los labios— y encogió sus hombros angulosos.
—Sólo diré que estoy satisfecho o, más exactamente, que soy feliz de unirme a ustedes. Me presentaré en el circo por la mañana, con mi appareil, para ayudarlos a colgarlo. También, monsieur le chef de musique, deseará usted conocer mis motifs d’accompagnement.
—Ja. Ja doch —dijo Beck, impresionado al parecer por la segura profesionalidad de aquel hombre.
—Me gustaría formularle una pregunta, monsieur Maurice —dijo Florian, casi con timidez—. Comprenda que no tengo el menor deseo de alterar la pureza de su actuación en solitario, pero tenemos en la compañía a una joven, bella y de mucho talento, que se ha visto privada momentáneamente de su número. Su pareja de la pértiga ha quedado incapacitada por un accidente. Pero la joven es también trapecista.
—¿Al viejo estilo o al de Léotard? —preguntó al instante LeVie.
—Sólo al viejo estilo. Ha vivido varios años en Estados Unidos y los americanos están, por desgracia, muy atrasados en este aspecto. Sin embargo, me preguntaba si tal vez…
—¿… yo podría enseñarla a saltar? ¿Entrenarla para un jeu duel?
—Sólo si cree que realzaría su propia actuación. De lo contrario…
—¿Está la joven aquí en este momento? No la llame, por favor; limítese a señalarla.
—Es aquélla —dijo Florian, indicando otra mesa con la cabeza—. Elle des cheveux roux. Cécile Makkai.
—Ah, oui. Une demoiselle charmante. Y ese pelo anaranjado sería un bonito complemento de mis mallas azules. Siempre visto de azul, messieurs.
—Paprika prefiere las mallas anaranjadas, para que hagan juego con su cabello —observó Edge.
—Splendide! Y qué bien le sienta ese nom-de-théâtre.
—Es húngara —dijo Auburn.
—Una raza deliciosa, en especial las hembras. Me gusta su sugerencia, monsieur. Si la Paprika está de acuerdo, la convertiré en mi pareja.
—Estupendo —dijo Florian—. Los presentaré…
—Todas las presentaciones mañana, s’il vous plaît. —Maurice volvió a levantarse—. Ahora, con su permiso… Siempre me acuesto temprano, aunque, ja, ja, sea una actuación en solitario.
Cuando hubo saludado y abandonado el comedor, Florian murmuró:
—Un tipo avispado, ¿verdad?
—También parece entender de mujeres —apuntó Edge.
—Su salvoconducto no indicaba nada censurable.
—Sólo he querido decir que, si le gustan las mujeres, ¿no habría sido justo mencionar las, hum, tendencias de Paprika?
—¿Por qué ponerle sobre aviso? —inquirió Florian—. O muy pronto descubrirá su naturaleza o, ¿quién sabe?, una apuesta pareja masculina puede hacer cambiar de aficiones a Paprika.
—Per piacere, signori, signorina… —dijo una voz nueva, una voz ronca y profunda. Otro hombre bajo y delgado, pero mucho más pálido, les dirigía la palabra—. Son del Florilegio, ¿no? Los he visto hablar con monsieur Maurice. Él y yo trabajamos juntos al mismo tiempo en el Zirkus Ringfedel. He pensado que… si contratan a gente… Me encuentro por casualidad entre dos empleos. Soy Zanni Bonvecino.
—Un payaso, ¿eh? —preguntó Florian, mirándolo de arriba abajo.
—Un payaso triste, director —contestó el bufón, y Edge pensó que tenía la cara melancólica apropiada.
—Un mamarracho, pues —dijo Autumn, mirándolo con atención.
—Sí, signorina. Veo que tiene el Era. Dentro encontrará mi inserzione, solicitando un empleo.
Mientras hablaba, el payaso había cogido de la mesa dos platos vacíos y dos cuchillos. Ahora, con un cuchillo en cada mano, hacía girar un plato sobre cada punta, manteniendo ambos platos horizontales en sus giros. Parecía hacerlo distraídamente, como otro hombre podía hacer girar los pulgares mientras hablaba.
—También hago el número del Arlequín y volteretas —explicó—, cuento chismes graciosos, doy réplicas descaradas y canto canciones divertidas. Incluso hago el espejo de Lupino.
—No hasta que tengamos otro payaso —respondió Florian—. De momento no tenemos ninguno. —Ahora el bufón hacía girar uno de los platos a sus espaldas y pasaba el otro hacia adelante y hacia atrás por entre sus piernas, sin que dejara de dar vueltas serenamente—. ¿Qué clase de chismes cuenta, signor Bonvecino?
—Improviso, o doy esta impresión. Al llegar a una ciudad nueva, voy en seguida al peluquero local. Siempre sabe todas las habladurías de la ciudad y no duda en repetirlas, de modo que mi charla se mofa de los notables y detestables locales. Ridiculizo los escándalos, las pomposidades, los pecadillos, lo que sea, en el lenguaje de la localidad.
—Meraviglioso —dijo Florian.
—Erfinderisch —dijo Beck.
—¿Le han disparado a menudo, amigo? —preguntó Edge.
—Signore —inquirió a su vez Autumn, de repente e inclinándose hacia adelante—. ¿Está quizá emparentado con Giorgio Bonvecino?
—No, signorina.
Hizo detener los platos y los dejó sobre la mesa, junto con los cuchillos.
—¿Está seguro? Era un…
—Completamente seguro, signorina. Yo soy Giorgio Bonvecino. Autumn abrió mucho los ojos y dijo, en tono casi reverente:
—Le oí cantar Sonnambula con la diva Patti en el Covent Garden.
—Sí, tuve este honor y también otros. Por desgracia, perdí la voz cuando una amante montó en cólera; me asestó un puntapié en la garganta. Por suerte, no perdí las lenguas en que había aprendido a cantar. Ya se lo he dicho, ahora canto en broma. Son parodias de Zanni Bonvecino, no tengo que exagerar para que lo sean, parodias de las arias por las que un día Giorgio Bonvecino fue famoso.
—Cielo santo —murmuró Florian.
—Ah, bueno —dijo el payaso—, podría haberme pateado en otra parte, con peores efectos. Este es mi salvoconducto, director. ¿Quiere mirarlo?
—No hay prisa —contestó Florian, metiéndoselo, sin abrir, en un bolsillo—. ¿Se aloja en este hotel?
—No, signor gobernatore. Estoy en una pensión barata.
—Le reservaré una habitación aquí, con el resto de nosotros. Bien venido a la compañía, signor Bonvecino.
Para alegría de todos, las dos funciones del día siguiente fueron llenos, incluso con la carpa de proporciones mucho mayores, y la compañía ofreció el mejor espectáculo que Edge había dirigido o contemplado hasta la fecha. El público florentino figuraba también entre los mejores para los que había actuado el Florilegio. Cuando la compañía hizo la gran entrada y la cabalgata, la multitud participó, ya en la segunda vuelta, en la canción Circo-o è allegro! y su entusiasmo no decayó ni un momento a partir de entonces.
Después de la actuación ecuestre del coronel Ramrod, el nuevo payaso Zanni salió a intercambiar chismes con Florian. Fue todo en italiano, pero Edge reconoció algunas palabras —«Robert Browning», «Daniel Dunglas Home», «médium» y «farsante»—, y estas menciones fueron precisamente las que provocaron más carcajadas, así que Edge dio por sentado que Zanni repetía chismes locales. Mientras el payaso hablaba con Florian, hacía girar sus platos, esta vez sobre largas y elásticas cañas de bambú, por lo que el número resultó aún más mágico que el de la víspera en el comedor.
En la pista, Zanni se veía muy diferente del bufón sin empleo que se había dirigido humildemente a Florian la noche anterior. Llevaba un ceñido traje de Arlequín y un gorro puntiagudo y minúsculo. Unos ligeros toques de pintura habían cambiado por completo su cara —una línea oscura para acentuar los párpados, las cejas convertidas en pequeñas curvas, como signos de interrogación, la boca un poco ensanchada por el carmín—, y se había peinado hacia abajo todo alrededor, al estilo de un paje antiguo. Tras su número de réplicas con Florian, entró repetidas veces en la pista entre las otras actuaciones, para ayudar a Domingo la acróbata y a Alí Babá el contorsionista a entretener al público durante dichos intervalos. Mientras Zanni hacía cabriolas y piruetas, mantenía altos los codos y parecía bailar, ingrávido, sobre la punta de los pies. También parecía encontrar una diversión perversa en sus payasadas: la cara y los graciosos movimientos combinaban la alegría con la travesura, de modo que recordaba a un fauno o un sátiro. Luego se las ingeniaba para tropezar con algo y ofrecer de repente un aspecto avergonzado y torpe, y se doblaba y arrodillaba, con la cabeza entre los brazos, la imagen de la melancolía y la humildad más abyecta.
Cuando el intervalo entre los actos tenía que ser largo, como cuando se llevaba a la pista el furgón de la jaula, Zanni entraba en la pista dando saltos mortales, apretaba el gorrito contra su pecho y anunciaba en voz alta: «Il gran tenore Giorgio Bonvecino canta “M’appari”», o cualquier otra aria. Empezaba a cantarla, sin retorcerse las manos ni gesticular más que cualquier otro tenor en el escenario, pero los espectadores florentinos estaban familiarizados con la ópera y recordaban al gran tenor, aunque no le reconocían. Cuando Zanni cantaba con su voz quebrada, ronca y a menudo cascada, el auditorio lo tomaba por una parodia experta y genuina. Se reía tanto que casi se caían de las gradas y al final le aplaudían y gritaban bravos por la imitación con el mismo entusiasmo con que habrían aplaudido al verdadero Giorgio Bonvecino.
Todos los demás números se desarrollaron igualmente bien. Maximus saltó a través del aro de fuego por primera vez en público, aunque Edge sentía cierta aprensión porque el aliento de Barnacle Bill olía tanto a alcohol que podía con facilidad prenderse fuego a sí mismo cuando encendiese el aro. Maurice LeVie fue nuevamente un relámpago azul en el trapecio y el público salió en el intermedio sonriendo y hablando de él con excitación. Sir John aprovechó su buen estado de ánimo —después de enseñarles su «tatuaje», el museo, los Hijos de la Noche y las Pigmeas Blancas— para venderles decenas de sus bocinas ventrílocuas y enredarlos con su juego del ratón. Fitz obtenía ahora los ratones de una trampa que el hotel Kraft le había permitido poner en la cocina, y había aprendido el suficiente italiano para gritar invitaciones al juego y felicitar a los ganadores.
El portero confederado Banat había instituido un nuevo sistema de vigilar la puerta. El público sólo tenía que enseñarle las entradas cuando entraba en la carpa por primera vez y Banat no las recogía hasta después del intermedio, cuando la gente volvía a entrar en tropel, asegurándose así de que ningún transeúnte, atraído por los gritos de Fitzfarris, entrase a hurtadillas junto con los que habían pagado la entrada.
En la segunda mitad del programa, las chicas Simms hacían ahora la cuerda inclinada. Balanceando la flexible pértiga de equilibrio, Lunes se colocaba despacio, como temerosa, sobre la cuerda, tendida ahora en ángulo desde el poste central hasta una estaca clavada debajo de la primera fila de asientos. Entonces, fingiendo todavía nerviosismo y torpeza, subía con lentitud, paso a paso, mientras Abdullah tocaba un tenso redoble en su tambor, hasta que llegaba al final de la cuerda. Con gran cautela, daba media vuelta y empezaba a bajar, justo cuando Domingo, con otra pértiga, se disponía a subir desde el suelo. El público murmuraba y mascullaba: ¿qué sucedería cuando las dos chicas se encontraran a medio camino? Cuando lo hacían, se producía un rápido centelleo de pies y pértigas —por un momento, durante el cruce, las chicas tocaban la cuerda con un solo pie mientras intercambiaban las pértigas— y al instante siguiente ya se habían pasado de largo y Lunes saltaba al suelo mientras Domingo llegaba al extremo superior.
Entonces Florian gritaba al público: «Allora… il scivolo di salvezza! ¡El descenso por la vida!» (En privado, Autumn y las chicas lo llamaban simplemente la bajada). Domingo se volvía para descender, soltaba una mano de la pértiga de equilibrio y se dejaba caer en picado por la cuerda… al son de una exclamación unánime del público y un ¡bum! del trombón de Abdullah, que simulaba la caída. De algún modo, sin embargo, la mano libre de Domingo se proyectaba y volvía a agarrar la pértiga por debajo de la cuerda y por el otro lado, a fin de convertirla en una barra de apoyo. Agarrada así y colgando bajo la cuerda, se deslizaba hacia abajo a toda velocidad —acompañada por un fuerte glissando de la orquesta— para ser recogida por Edge en el extremo inferior. Él la abrazaba como recompensa y ella le dedicaba una radiante sonrisa de adoración.
El espectáculo final se hacía al son de una música nueva. Autumn había renunciado a la posibilidad de traducir Lorena al italiano conservando el metro; de hecho, había declarado que, aunque la música era emocionante, no merecía la pena traducir la letra. Florian, por lo tanto, decretó que el espectáculo se cerraría en lo sucesivo con el himno nacional del país donde se encontraran. Aquella noche la cabalgata final marchó, mientras todos los artistas agitaban la mano y sonreían, a los acordes de la Marcia Reale.
Todos los días, tarde y noche, los artistas continuaron actuando ante un circo lleno a rebosar. Pese a un régimen tan riguroso, la mayoría iba al campamento todas las mañanas para proseguir su incesante práctica de viejos números, ensayo de números nuevos y enseñanza de aprendices. Clover Lee intentaba ahora todas las posturas y todos los giros y saltos a caballo que habían hecho en el pasado su madre y el capitán Hotspur. Cuando no ensayaba con la banda o practicaba juegos malabares con cualquier objeto que tuviera a su alcance, Hannibal Tyree trabajaba con Obie Yount para enseñar a Brutus a perder frente al Hacedor de Terremotos en el concurso de fuerza con la cuerda. Los Smodlaka habían encargado a Goesle la construcción de un carro romano en miniatura y enseñaban a sus perros a iniciar el número tirando de él, llevando como pasajero a uno de los niños albinos.
Edge se esforzaba por entrenar a los caballos de lunares de Pinzgau para que participasen en su número, mientras enseñaba a Lunes y Trueno pasos de alta escuela cada vez más refinados y precisos, como dobles, travers, renvers, courbettes y caprioles. Rouleau, no pudiendo todavía participar en ninguna actuación, continuaba enseñando a Domingo nuevos números de acrobacia, y a Quincy, contorsiones cada vez más increíbles. Entre estas sesiones, Lunes y Quincy ensayaban nuevas rutinas con los tres chinos, el elefante y el trampolín, y Domingo seguía tercamente con sus lecciones de idiomas. Al parecer había decidido emular a Florian en proezas lingüísticas y no sólo estudiaba francés (y buen inglés) con Rouleau, sino que también empezaba a aprender italiano con Zanni Bonvecino y alemán con Paprika, siempre que ésta no era iniciada por Maurice LeVie en los misterios del trapecio al estilo de Léotard.
Además de considerar un deber del director ecuestre poseer algún conocimiento de todos los números que dirigía, Edge se sentía fascinado por la práctica del trapecio, y por la mañana entraba a menudo en la carpa para ver ensayar a Maurice y Paprika.
—Pero la maldita barra es condenadamente pesada, kedvesem —se quejó Paprika durante una de las primeras lecciones—. Mi propio trapecio no lo era tanto.
—Tu trapecio sólo tenía que aguantarte a ti, mam’selle —contestó Maurice con paciencia—, y tu peso lo mantenía siempre estable. Estas dos barras son pesadas por una razón muy buena. Un trapecio ligero oscilaría y se bambolearía al dejarlo suelto. Si la barra no está siempre perfectamente recta, horizontal y paralela al suelo cuando tú o yo nos lanzamos hacia ella, tú o yo, o ambos, podríamos perderla, caernos y matarnos. De ahí que deba ser pesada.
Edge ya sabía, por haber supervisado el izamiento del columpio, que cada una de las barras —recubiertas de lino fijado con esparadrapo— tenía una placa niquelada de dos kilos y medio en ambos extremos. También sabía, por haber visto hacerlas a Goesle, que tanto ella como Maurice llevaban tensas muñequeras para reforzar las muñecas y «palmas» de gamuza en ambas manos, como las de los fabricantes de velas, con agujeros para los dedos.
—¡No, no, no! —gritó Maurice en una ocasión en que Edge los observaba. Maurice estaba en una plataforma y Paprika en la de enfrente—. No te inclines hacia adelante para anticiparte a la barra cuando se te acerca. Inclínate hacia atrás cuando la agarres y permanece inclinada hacia atrás cuando dejes la plataforma. De este modo pones tu peso sobre la barra desde el principio de la oscilación. No sentirás tanto el tirón de la gravedad, te sentirás menos pesada, en el punto inferior de tu arco.
Los jefes de personal del Florilegio, Goesle y Beck, también estaban en el campamento del Cascine todas las mañanas, y también muy ocupados. Carl Beck había comprado a los comerciantes de productos farmacéuticos de la ciudad los diversos elementos químicos que necesitaba para su Gasentwickler. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo libre haciendo ensayos empíricos para determinar las proporciones adecuadas de dichos ingredientes, y Rouleau sólo podía mirar, impaciente y nervioso, porque Beck insistía:
—Hasta que yo saber qué hacer, no dejarte probar qué poder hacer tú como Luftschiffer.
Beck también había encargado a los eslovacos músicos la construcción de algo para sí mismo cuya naturaleza se negaba a revelar hasta que estuviera terminado. Mientras tanto, Dai Goesle y otros peones juntaban listones y hierro para un objeto solicitado por Fitzfarris pero de cuya utilidad no quería hablar ni siquiera a los constructores. Magpie Maggie Hag, como de costumbre, cosía trajes, ahora para los niños Simms y Smodlaka, que habían crecido demasiado para aprovechar su ropa vieja.
Sólo durante los intervalos de tres horas entre las funciones de tarde y noche, varias veces por semana, se permitían los artistas el lujo de ponerse traje de calle y vagar por la ciudad. Admiraban la arquitectura local, recorrían museos y galerías, miraban o compraban en las tiendas de lujo o en los baratos mercados callejeros, paseaban por los jardines Boboli o iban en vettura a contemplar la vista que Boccaccio, Lorenzo de Médicis, Shelley y otros inmortales habían visto desde la colina de Fiesole.
Mullenax pasaba la mayor parte de su tiempo libre en la primera bettola de trabajadores italianos que encontraba en su camino porque podía contar con que los otros borrachines le invitarían a beber cuando supieran que era el domador de leones Barnacle Bill. Edge, Fitzfarris y Yount pasaban unas horas cada semana en el café Doney, lugar de reunión favorito de los americanos residentes en Florencia. Allí se sentaban ante copas de vino o tazas de espresso y comentaban con los otros expatriados las últimas noticias de los Estados Unidos. Los salteadores de caminos americanos se habían trasladado de las carreteras a la vía férrea; en Ohio, bandidos armados habían detenido un tren y robado a los pasajeros y su equipaje. Todo el sur estaba dominado, atemorizado y saqueado por aventureros yanquis y negros libres.
Sin embargo, la gente del circo en general prefería vagar entre los nativos y los escenarios nativos y encontraron incluso algunos escenarios que las guías turísticas olvidaban mencionar. Un día, Autumn llevó a Edge a la casa venerable donde «se suponía que había vivido» el gran Dante antes de ser desterrado de Florencia. Edge la miró con el debido respeto, pero luego, cuando paseaban por la calle de detrás de la casa, la Via del Proconsolo, se fijó en que todas las tiendas estaban dedicadas a la exhibición y venta de formidables corsés y fajas abdominales de lona e incluso aparatos aún más feos construidos con caucho, cuero y corcho —bragueros, cinturones para herniados, suspensorios— y sugirió en broma que las autoridades municipales podrían haber situado la supuesta residencia de Dante en un barrio de miras más elevadas.
Maurice y Paprika no dejaban nunca de discutir los detalles del arte del trapecio, ni siquiera cuando salían con otros artistas. Un día en que paseaban con Edge, Autumn y Florian y empezó a caer una lluvia fina, a Maurice se le ocurrió decir:
—Mam’selle Paprika, nunca nos encaramaremos en un día de lluvia torrencial. Si el agua se filtrara por la lona —añadió, mirando a Edge—, nuestro director ecuestre no nos permitiría arriesgarnos, y a mam’selle Auburn tampoco, porque las barras, las plataformas y la cuerda estarían probablemente resbaladizas.
El grupo escapó de la lluvia entrando en la Galeria degli Uffizi, donde la pintura de la Primavera de Botticelli inspiró a Maurice a decir:
—El buen tiempo puede ser tan peligroso para nosotros como el más lluvioso o frío. En un día templado puede hacer incluso mucho calor allí arriba, tan cerca de la cúspide. He conocido a trapecistas que se han desmayado y caído durante sus ejercicios, y a otros cuyo sudor ha atravesado los mitones de gamuza, haciendo resbalar sus manos y provocando su caída.
Más tarde, en el comedor del hotel Kraft, Maurice recordó otra advertencia:
—No comas nunca antes de una función, mam’selle Paprika. Es conveniente ser lo más ligero posible en el aire. Pero más importante: si hubiera un accidente, una lesión, podría ser necesaria una rápida intervención quirúrgica. Si un día me ocurriera a mí, espero que me dormirían antes de abrirme. Y ningún médico puede administrar la clemencia del éter o el cloroformo a menos que el paciente tenga el estómago vacío.
A pesar de la experta tutela de LeVie, Paprika nunca fue tan hábil como él en la parte «voladora» del número del trapecio, pero no era preciso que lo fuese. Como pronto se puso de manifiesto, su número se reducía solamente a la presentación de Florian —«L’ardumentosa acrobata a-e-ro-batica, signorina Paprika!»—, a subir con ligereza por la escalera de cuerda hasta la plataforma, soltar la barra del trapecio, darle impulso y —a los acordes de la alegre canción húngara Sólo hay una chica—, mientras el trapecio continuaba oscilando, adoptar todas las poses, dar saltos mortales y colgarse de las rodillas y de los pies e incluso hacer un farol sobre la barra. Concluía su actuación en solitario saltando de nuevo a la plataforma y levantando los brazos en forma de V para recibir los aplausos. En aquel momento, un borracho harapiento y sucio entraba tambaleándose en la pista, procedente de las graderías.
Dirigía palabrotas a Florian y Edge y luchaba con los peones que entraban corriendo en la pista. El borracho siempre se desasía, corría para trepar por la escala de cuerda —fingiendo varias veces que resbalaba y se caía—, llegaba a la plataforma, soltaba el trapecio de Paprika y se lanzaba al aire con él. Mientras oscilaba de un lado a otro, a veces colgado sólo de una mano y otras agarrado con manos y pies, como si tuviera miedo, Paprika le miraba con expresión horrorizada y la banda tocaba una versión cacofónica de la obertura del Holandés errante de Wagner. Pero entonces el borracho empezaba a quitarse y tirar sus harapos, uno tras otro.
En el instante en que Pete Jenkins aparecía con sus lentejuelas de color azul eléctrico y la gente se reía de su propia credulidad y la banda cambiaba suavemente al Bal de Vienne, Paprika se lanzaba al aire con su trapecio. Maurice ejecutaba acrobacias sobre una barra, mientras Paprika le imitaba sobre la otra. Luego se retiraba a su plataforma y Maurice realizaba sus volteretas y giros en el trapecio oscilante. En el punto culminante del número, tanto Maurice como Paprika pendían de las barras, oscilando cada vez más de prisa y a mayor altura, hasta que ambos soltaban su barra respectiva (fuertes golpes de trombón), se cruzaban en el aire a toda velocidad, en un doble salto mortal, cogían las barras opuestas y se subían ágilmente para sentarse en ellas, agitando las manos y sonriendo, bajo un frenesí de vítores, aplausos, silbidos y bravos.
Al principio de una función de tarde, los artistas de la cabalgata se sorprendieron al oír su música de Greensleeves tocada con más animación, alegría y estrépito que nunca. Todos miraban hacia el estrado cada vez que desfilaban por delante, pero sólo pudieron discernir que había un eslovaco uniformado más entre los músicos. Nadie podía ver, por encima de la barandilla del estrado, el instrumento que tocaba, y el director de orquesta Beck se limitaba a sonreírles, satisfecho. Lo que había añadido a la banda, fuera lo que fuese, continuó interviniendo en toda la música durante las actuaciones subsiguientes, con campanillas, matraqueos, sonidos metálicos, ruidos estridentes y murmullos extraños y fantasmagóricos. Hasta que el gentío salió para el intermedio, Florian y Edge no pudieron subir a investigar a las graderías contiguas al estrado.
—Ser un juguete bávaro —anunció con orgullo Beck mientras lo miraban—. Llamarse teufel geige, «violín endiablado». Yo enseñar a hacerlo a mis eslovacos.
El «violín endiablado» era sólo un palo recto, de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo inferior iba sujeto un muelle en espiral que descansaba sobre el pavimento del estrado. A lo largo del palo colgaban cencerros y campanillas de diferentes tamaños, una pandereta, varios cubos de madera hueca y un címbalo de latón.
—Ni siquiera necesitar un músico de verdad. Cualquiera poder tocarlo —explicó Beck—. Con un simple palillo, deber tocar esta o aquella pieza del teufel geige. El muelle del extremo proporcionar la resonancia y reverberación extra. Para obtener un mayor crescendo y fortissimo, el músico sólo deber golpear todo el palo. El aparato saltar sobre el muelle y todas las piezas hacer bing-bong, tin-tin, toc-toc, bum, crac…
—Sois ingeniosos los bávaros —murmuró Florian—. Me alegro de que algunos florentinos hayan tenido oportunidad de disfrutarlo.
—¿Algunos? —repitió Beck—. ¿Es que irnos de Florencia?
—Ya es hora. Hemos estado aquí más de tres semanas y estos últimos días no ha habido llenos de paja y hoy he visto incluso asientos vacíos. Además, empieza a hacer mucho frío. Imitaremos al Orfei y bajaremos al sur.
—En tal caso, nosotros marchar con un gesto magnífico —dijo Beck—. Encargar carteles, por favor, director, que anunciar la ascensión de un Luftballon para el último día, entre la función de la tarde y la nocturna. No olvidar añadir, si el tiempo lo permite.
—¿Crees que ya estás preparado, Carl? ¿Y Monsieur Roulette? Muy bien. Haré imprimir los carteles esta noche y los fijaremos mañana. Pasado mañana será nuestro último día en Florencia.
El día de la ascensión, como lo llamó con irreverencia el ansioso Rouleau, amaneció claro y sin una nube. Muy temprano, Beck y cinco de sus eslovacos descargaron el Saratoga de la carreta y desdoblaron cuidadosamente el globo de seda y sus mallas y cuerdas sobre el césped del óvalo interior del hipódromo. Mientras cuatro de los hombres iban a buscar el Gasentwickler, los otros colgaban bolsas de arena en torno al borde exterior de la góndola de mimbre. Pese a la hora temprana y los deseos de Beck de realizar sin observadores esta primera inflación, por si se producía un incidente o un fallo, se había congregado un nutrido grupo de florentinos, incluyendo a varias monjas con largas colas de colegiales. Por ello los peones gruñían en vez de blasfemar mientras trabajaban.
—Sólo poder hacer estas ascensiones en ciudades importantes —advirtió Beck a Rouleau, que estaba de pie, apoyado en su bastón, junto a la barquilla rodeada de bolsas—. Y quizá sólo una vez o dos el día de la inauguración y el de la despedida, como una atracción especial. Hasta que yo experimentar, no darme cuenta de la gran cantidad de productos químicos requerida para cada ascensión. Tan grande y tan pesada que no poder llevar con nosotros y tener que comprarla en cada plaza. Observe.
El Gasentwickler consistía en dos enormes cajas revestidas de metal, provistas cada una de cuatro ruedas y conectadas entre sí por una manguera de quince centímetros. Bum-bum desatornilló y levantó una especie de tapa de hierro con goznes que había en la parte superior de una de las dos cajas y dijo a Rouleau que mirase dentro.
—Este tanque ser el generador. Revestido de plomo para resistir la corrosión del ácido. Usted también ver unas repisas escalonadas, que servir para una mejor distribución de estas limaduras de hierro.
Se acercaron los cinco eslovacos, todos inclinados bajo el peso de un saco. Uno a uno lo levantaron sobre la boca de la caja y vertieron su contenido en el tanque, agitando la abertura del saco para que las limaduras se repartiesen mejor por las repisas interiores. Los hombres hicieron varios viajes y vaciaron —Rouleau perdió la cuenta— unos quince o veinte sacos de limaduras. Después volvieron con cubos de agua y llenaron la caja hasta unos sesenta centímetros del borde. Beck cerró y atornilló la tapa, mientras los hombres se alejaban de nuevo y regresaban con inmensas bombonas de cristal llenas de algo parecido al agua.
—Aceite de vitriolo o ácido sulfúrico —explicó Bum-bum—. Esto requerir muchos experimentos para determinar la cantidad y procedimiento correcto de añadirlo.
Los hombres vertieron lentamente por un embudo de cobre situado en un extremo del tanque del generador cinco bombonas del ácido. Después hubo una larga espera, cronometrada por Beck con el reloj que le había prestado Florian. Por fin hizo una señal con la cabeza y los peones vertieron con lentitud tres bombonas más. Otra larga espera, otra señal, y los hombres vertieron otras dos bombonas.
—El Wasserstof, o hidrógeno, ya generarse —dijo Beck—. La lenta adición del aceite de vitriolo impedir una generación demasiado rápida, que poder dañar las paredes del tanque. Ahora el gas pasar por esta gruesa goma a la otra caja. Usted tocar.
Rouleau tocó con una mano la manguera que comunicaba las dos máquinas y la retiró al instante; el caucho casi quemaba.
—Esta ser la razón de emplear el segundo aparato, que enfriar y purificar. Ahí dentro circular el gas caliente en torno a una parrilla de tubos llenos de agua fría. Luego pasar a una segunda cámara, llena de agua de cal, donde burbujear y perder todas las impurezas y gases inútiles. Ahora yo hacer una conexión, usted observar, de esta manguera de salida con el apéndice del globo. Y en medio haber una bomba para acelerar el paso del hidrógeno puro del Gasentwickler al Luftballon.
Hizo una seña y un eslovaco se acercó para poner el aparato en funcionamiento, accionando con vigor el mango de la bomba.
A estas alturas, toda la compañía del Florilegio se había reunido para mirar, con tanta avidez como el público. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que alguien pudiera ver lo que ocurría en el interior del Saratoga y fue preciso creer a ciegas que realmente pasaba algo dentro del Gasentwickler. Sin embargo, de repente la seda blanca y granate se movió con suavidad. Una arruga se alisó. Más allá se desarrugó un pequeño pliegue. Al cabo de unos veinte minutos —durante los cuales los peones se turnaron junto a la bomba— resultó evidente que la capa superior de seda del globo se había levantado del suelo unos centímetros. Una hora después, la seda había formado una cúpula, todavía amorfa y al nivel del suelo, pero más alta que la cabeza de un hombre. Dos horas más tarde, el Saratoga estaba hinchado del todo y se erguía, sobre su góndola, alto, ancho y altivo, contenido dentro de su malla y frenado por las cuerdas de amarre… y todos los curiosos, gente del circo y gente de la ciudad, monjas y niños, charlaban entre sí, dominados por la excitación.
Beck desconectó la manguera del apéndice del globo y entonces ordenó a sus hombres que vaciaran las dos cajas del generador con muchos cubos de agua antes de llevarse las máquinas al patio trasero del circo, fuera de la vista. Edge advirtió que Rouleau, el aeronauta, estaba rodeado por Fitzfarris y Domingo y Lunes Simms. Fitz hablaba y señalaba, hacia el globo, hacia las chicas y hacia sí mismo y Rouleau, que le escuchaba con aparente interés. Al pasar por el lado del grupo, Edge pudo oír las frases finales de aquel coloquio.
—… lo haréis, ¿verdad, chicas? —preguntó Fitzfarris.
—Mais oui —contestó Domingo—. Il commence à faire une grande aventure.
—Bien —dijo Rouleau—. En tal caso, lo haremos.
A la hora anunciada para la ascensión, justo antes del crepúsculo, no sólo el parque Cascine, sino la orilla opuesta del Arno y los balcones, ventanas y tejados de ambas orillas del río estaban atestados de curiosos. Los que se hallaban más cerca del furgón rojo del Florilegio agitaban billetes de lira y pedían a gritos entradas para el espectáculo de despedida. Edge observó a Florian que la ciudad parecía sentir un interés renovado por el circo y que tal vez sería provechoso quedarse un poco más.
—No —respondió Florian—. Siempre es mejor marcharse cuando aún se es una novedad interesante, que hacerlo cuando uno ya se ha convertido en una rutina conocida. Además, Florencia esperaría ahora una ascensión diaria del globo y esto no es práctico.
En aquel momento sonó una tumultuosa fanfarria dentro de la tienda. Beck y la banda hicieron su aparición, incluyendo al tambor Hannibal y al músico del «violín endiablado», todos marchando a los exuberantes acordes de Camptown Races. Detrás de la banda desfilaba Jules Rouleau, sin bastón, disimulando lo más posible su cojera. Sobre sus mallas amarillas y verdes llevaba la capa negra ribeteada de amarillo del coronel Ramrod, cuya cola sostenían Autumn y Paprika, que también vestían sus trajes de pista. Al llegar a la góndola del Saratoga, Rouleau se despojó de la capa con movimientos ampulosos para ocultar el hecho de que las dos muchachas le ayudaban discretamente a subir a la barquilla.
La música enmudeció para que Florian, con un cartel enrollado que hacía las veces de megáfono, pudiera dirigir una arenga a la multitud sobre los peligros del viaje aéreo, el valor y la habilidad de Monsieur Roulette, su intención de realizar este ascenso solamente para agradecer a la ciudad de Florencia su generosa hospitalidad, etc. Mientras todas las miradas convergían en Florian y en el Saratoga, Edge miró por casualidad hacia la marquesina de la carpa. Fitzfarris, con el maquillaje que cubría su mejilla azulada, dirigía a una pareja de eslovacos en la elevación de un objeto cuya construcción había encargado a Goesle. Se trataba de una gran caja de madera, parecida a una simple banasta de mudanzas, pintada de negro y adornada con estrellas doradas, medias lunas y otros signos cabalísticos. Cuando los hombres la hubieron izado unos metros desde debajo de la marquesina, Edge pudo ver que tenía un estrecho y somero canalón de hojalata en torno a los cuatro bordes exteriores de la caja.
Florian terminó la presentación, la banda tocó un tema de Le Phénix, de Corefte, varios peones desataron las amarras y la gran multitud exhaló un «¡Oo-oooh!» que debió de oírse hasta Fiesole. Sin embargo, el globo se elevó lentamente, como había hecho en Baltimore, porque los eslovacos tiraban despacio el cable para que Rouleau, cuando estuviera a unos cien metros de altura, pudiese provocar de nuevo las exclamaciones de la muchedumbre al salir de la góndola como un demente y hacer acrobacias en la escala de cuerda colgada de un lado, pero —en atención a la fragilidad de su pierna— no prolongó dicha exhibición. Cuando volvió a saltar dentro de la barquilla, los peones —no él, esta vez— soltaron el cable y Rouleau lo atrapó, lo enrolló y el Saratoga se elevó libremente.
Todavía bastante despacio, o al menos así se lo pareció a la multitud, el globo continuó elevándose en dirección norte. Los espectadores apenas podían ver a Rouleau, que ahora estaba ocupado en el borde de la góndola —vaciando uno de los sacos de arena—, y el globo subió todavía más, hasta que tropezó con una brisa procedente del punto opuesto de la brújula, sobrevoló de nuevo el parque Cascine y se dirigió luego hacia el sur, cruzando el Arno. Al parecer, Rouleau estaba decidido a poner a prueba su control sobre el globo, porque lo hacía subir, bajar y volver a subir, ya tirando arena, ya abriendo la válvula de charnela, para flotar en diversas direcciones y a distintos niveles del aire. Bum-bum Beck dirigía la banda sin mirarla para no perder de vista el globo, y movía la cabeza con admiración ante las maniobras de Rouleau.
Por último, con la cautela lenta y deliberada de un capitán al atracar su inmenso buque, Rouleau hizo descender el Saratoga hacia un lado, donde se encontraba la carpa. No era de esperar que hiciera un aterrizaje preciso a la primera tentativa, pero se acercó y descendió lo bastante para echar el cable, y los eslovacos corrieron a cogerlo para guiar al globo hacia el punto exacto donde debía aterrizar. La multitud vitoreó y aplaudió mientras el Saratoga descendía con lentitud. Entonces la banda tocó otra fanfarria para llamar la atención del público y Fitzfarris gritó por el megáfono de papel:
—Ebbene, signore e signori! …Attentil… Un pezzo dell’arte magica!… Osservate!
El público desvió la mirada del globo hacia el nivel del suelo y vio a Fitzfarris chupar lánguidamente un gran cigarro y luego señalar con él su plataforma negra y dorada. Allí estaba Lunes Simms, en una graciosa postura, con una sonrisa orgullosa y vestida con sus mallas de color carne, que daban la impresión de reducirse a varios triángulos de lentejuelas estratégicamente colocados.
—Osservate! —continuó Fitz—. La fanciulla che sparisce!
—La chica que desaparece —dijo Florian, por si alguien necesitaba la traducción—. ¿Qué se propondrá ahora sir John?
Sin dejar de mirar el globo, que los peones bajaban a mano, Fitzfarris continuó gritando en su defectuoso italiano para acaparar la atención del público:
—Osservate vigilantemente, signore e signori!… In un istante, la fanciulla… sparirà! —La góndola del Saratoga estaba a pocos centímetros del suelo cuando Fitzfarris gritó con voz más fuerte—: Signorina… sparisca! —y agitó el cigarro hacia ella.
Se produjo un ruido breve pero intenso —¡paf!— y una fuerte llamarada sucedida por una nube de humo blanco que subió por los cuatro lados de la plataforma, ocultando por unos momentos a la muchacha, y las primeras filas de la muchedumbre retrocedieron ante la pequeña explosión. El humo ascendió hasta más arriba de la plataforma y se desvaneció en el cielo… y Lunes Simms ya no estaba en su lugar. El público soltó un murmullo de asombro e incredulidad, pero Fitz no le dio tiempo de comentar el fenómeno. Ya gritaba: «Ecco!», señalando la góndola que se posaba en el suelo: «Ecco! La fanciulla magica!», y el gentío miró, parpadeó y exclamó, porque allí, en la barquilla, recién bajada del cielo, de pie junto a monsieur Rouleau, en una graciosa postura, estaba la misma muchacha que acababa de desaparecer de la plataforma.
—Sir John siempre encuentra una forma nueva de utilizar a las mellizas —dijo Florian con admiración.
—Sólo me sorprende —observó Edge, mientras el público estallaba en otra tanda de aplausos— que no haya pensado un modo de sacar dinero del truco.
Pero en cierta manera lo había hecho, porque la gente que se encontraba más cerca pidió a gritos aún más fuertes que antes entradas para un espectáculo que exhibía gratis tan grandes maravillas como la que acababan de presenciar. Cuando Goesle y sus hombres retiraron una parte del cordón que los impedía entrar, hubo una estampida hacia la taquilla del furgón rojo, donde esperaba Magpie Maggie Hag. Fitzfarris se abrió paso entre la multitud y se acercó a Florian y Edge con una sonrisa triunfante.
—He encontrado un poco de aquello que los magos llaman polvo de lacapodo —explicó— y he pensado que podía aprovecharlo para algo.
—Licopodio —corrigió Florian.
—Comoquiera que se llame, ¿qué es? —preguntó Edge.
—Una especie de hongo —contestó Florian—. Seco y reducido a polvo, se usa en los fuegos artificiales… o para efectos como el que hemos visto hace un momento.
—Lo he prendido con mi cigarro —dijo Fitz— mientras tocaba un muelle que ha abierto un escotillón bajo los pies de Lunes. Pero no abusaré de este truco porque ahora no puedo enseñar a las Pigmeas Blancas Africanas sin revelarlo.
—No importa —respondió Florian—. Tendrás más tiempo en el intermedio para tu juego del ratón y creo que harás un negocio redondo. Hay más gente de la que cabe en la carpa.
Incluso las personas que no encontraron entradas en la taquilla, aunque muy desengañadas al ver entrar en la carpa a las más favorecidas por la suerte, se quedaron en el parque para ver a Monsieur Roulette tirar del cabo de desgarre del Saratoga, deshinchar el globo y, con ayuda de los eslovacos, doblar cuidadosamente toda la seda, la malla, el aro y la barquilla y guardarlo todo en la carreta. Después se quedaron para participar en el juego del ratón durante el intermedio, e incluso permanecieron allí después del espectáculo —junto con el público— para contemplar con nostalgia cómo los peones y el elefante desmontaban toda la carpa, mientras los artistas iban solos o de dos en dos al furgón vestidor del patio trasero y salían de él en traje de calle para cenar en el hotel Kraft y dormir por última vez en Florencia.