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En la cumbre de una colina situada en un espacio abierto en torno a la carretera, la caravana del circo encontró al emisario Willi Lothar y a su compañero Jules Rouleau esperando en su calesa. Rouleau extendió un brazo y dijo:

—Sé que algunos de vosotros ya habéis visto esto, pero yo no. Voilà. Os halláis, mes amis, en las alturas del Wienerwald, los mundialmente famosos bosques de Viena.

—Acabo de comentar a Autumn que a mí me parecen más tierra de cultivo y viñedos ondulados —dijo Edge.

—Pero tiene partes incluso más boscosas que la Selva Negra de Baden —observó Jörg Pfeifer.

—Y supongo que esa extensa ciudad que se ve allí lejos es Viena, o Wien —dijo Edge—. Es una ciudad enorme. ¿Entramos en cabalgata, Florian?

—No, esta vez no. Demasiada molestia ahora que el emperador ha iniciado la grandiosa reconstrucción de su capital.

—Los trabajos empezaron hace ya diez años, pero la ciudad está todavía patas arriba —explicó Willi—. Calles levantadas, excavaciones por doquier, edificios nuevos a medio construir, montones de ladrillos, adoquines y vías de tranvía, obreros toscos, toda clase de basura y escombros. Pero todo está dentro del casco antiguo, en el interior de la nueva Ringstrasse, así que nuestra caravana puede describir un círculo en torno a las calles exteriores. Cruzaremos el brazo del río y nos instalaremos en el Prater.

Incluso en las partes simplemente residenciales y mercantiles, no monumentales, de la ciudad por las que pasó la caravana del circo, había muchas cosas que ver y admirar: magníficos palacios y mansiones, arcos triunfales, estatuas, plazas, fuentes. Edge podría haber expresado con una sola palabra su primera impresión de Viena: «culebreo», porque cada trozo de piedra, yeso y terracota estaba adornado con tan tortuosas enroscaduras y filigranas, los frisos, columnas y cariátides de cada edificio tan festoneados de hojas de acanto, cartelas y racimos de uva cincelados y cada estatua desnuda de musculosos dioses o voluptuosas diosas eran tan semejante a un klischnigg en sus contorsiones petrificadas… y la desnudez de los cuerpos no estaba disimulada sino más bien exagerada por un pedazo de tela labrada fortuitamente «barrida» por el viento hacia unos pezones o una entrepierna.

El Prater, al que el circo accedió por el puente Rotunden, era el lugar más agradable donde el Florilegio había levantado jamás la carpa. Se trataba de un parque en una isla de unos doce kilómetros cuadrados, con el Danubio en el lado exterior y un estrecho recodo del río en el interior. Parte de su vasta extensión era todavía bosque natural y praderas salpicadas de flores silvestres; otras partes estaban más domesticadas y tenían parterres bien cuidados, laberintos de setos, sendas para paseantes y jinetes y faroles de gas. Aquí y allí había numerosos edificios muy distantes entre sí: un hipódromo, un enorme estadio deportivo, un campo de atletismo, quioscos y bancos para conciertos al aire libre, inmensos y adornados pabellones para revistas musicales y bailes. También había toda clase de restaurantes, desde pequeños cafés y tabernas ocultos entre el follaje hasta espaciosos restaurantes en jardines, bajo frondosos arcos llenos de flores.

La parte del parque donde se instaló el Florilegio era el Wurstelprater, el lugar de recreo para el verano que casi constituía un pueblo por sí solo con sus tiendas, barracas y puestos —bien construidos, no transitorios como los de los gitanos— que anunciaban atracciones variadas, curiosidades, juegos de azar y la venta de toda clase de baratijas. Había un parque de juegos infantiles, un ruedo para montar poneys, un tiovivo de colores alegres, ruedas verticales de «barcos oscilantes», puestos de tiro al blanco…

—Y cuando oscurece —dijo Willi— veréis luces rojas en los establecimientos que son burdeles. Incluso durante el día pueden verse los Strizzis de los burdeles, los alcahuetes, al acecho, no de clientes, sino esperando encontrar y captar entre las muchachas que pasean por el Wurstelprater talentos nuevos para sus casas.

—Esto está tan bien provisto como cualquier lugar de veraneo —dijo Fitzfarris—. No falta ninguna diversión moderna.

—Es cierto —asintió Florian—, y sin embargo aún subsisten algunas atracciones antiguas. Allí veo una Buttenfrau, por ejemplo.

Era una mujer vieja, encorvada, que andaba arrastrando los pies, casi totalmente envuelta en una capa de lona que se hinchaba en la espalda como si ocultara la joroba más grande del mundo. Aunque se hallaba a cierta distancia, despedía un olor apestoso.

—¿Qué diablos es una Buttenfrau?

—Sobre la espalda lleva un Butte, un barreño de madera. Si uno siente la repentina necesidad de aliviarse, y no está cerca de los retretes públicos del parque o ni siquiera de un oportuno matorral llama a gritos a una Buttenfrau, que por dos kreutzers de cobre pone el barreño en el suelo para que uno se siente, ella lo oculta con la lona de la vista del público y uno hace sus necesidades.

—De modo que el Prater tiene todas las comodidades modernas y por lo menos una antigua que harían bien en imitar otros Jugare, turísticos —dijo Fitz, sonriendo.

Lo primero que hizo Edge al día siguiente fue llamar a un fiacre —había muchos de estos coches de alquiler recorriendo el parque—, y ayudar a Autumn a subir a él y alargar al cochero un papel con las señas del Herr Doktor Von Monakow. Los llevó al otro lado del puente, emprendiendo después un largo trayecto, pues también el fiacre describió un círculo en torno a las obras de reconstrucción del centro de la ciudad.

—Espérame aquí —dijo Edge a Autumn cuando llegaron a la casa—. Le preguntaré si puede recibirnos en seguida. Se supone que habla inglés.

Ante una mesa del vestíbulo había una mujer almidonada y severa que también hablaba inglés.

—Dentro de tres semanas a partir del martes, Herr Edge.

—Ejem, señora, quiero decir gnädige Frau, hemos recorrido muchos kilómetros y esperado muchos meses para consultar a este médico en particular.

—Entonces no puede tratarse de un caso urgente.

—Para mí, señora, ha sido urgente desde el principio.

Joven —replicó ella, con la misma severidad pero no sin simpatía—, hay muchos otros, tan preocupados como usted, esperando una cita. La lista es larga. Además, el Herr Doktor tiene pacientes a quienes atender y operaciones que practicar en la Krankenhaus. Tres semanas a partir del martes, Herr Edge.

Edge se fue con resignación e informó de ello a Autumn, que lo escuchó impasible y luego dijo:

—Entonces lo mejor será que el fiacre nos lleve hasta la Ringstrasse y allí demos un paseo. A pie no será ningún problema transitar por las calles del casco antiguo. Y disponemos de mucho tiempo antes de presentarnos al trabajo.

A veces tuvieron que sortear montones de escombros de viejas estructuras recién demolidas o montones de material para las nuevas estructuras en construcción, pero numerosos vieneses —a pie o a caballo, no en vehículos de ruedas— hacían lo mismo.

—Todos vienen casi cada día a admirar las restauraciones —dijo Autumn—. Esto era antes el muro de las fortificaciones de la ciudad, pero Francisco José decidió convertirlo en un gran bulevar que circunda todo el centro, flanqueado por incomparables ejemplos de arquitectura. Aquellos dos inmensos edificios de allí —señaló— serán los museos más espléndidos del mundo: uno de arte y el otro de historia natural. Y la gente está muy impresionada por este nuevo esplendor. Mira hacia allí. Aquel viejo campesino se quita con reverencia el sombrero antes de cruzar la Ringstrasse.

—Ya lo veo. Pero ¿de qué país será este campesino? Nunca había visto personas tan diferentes en un solo lugar.

—Francisco José gobierna probablemente a más razas, nacionalidades y religiones que la reina Victoria. Austríacos, húngaros, checos, italianos del Trentino, polacos, serbios… no terminaría nunca. Y muchos de ellos se congregan aquí en la capital, aunque sólo sea para vender en el mercado los productos de su tierra natal. Aquel muchacho que vende esas bonitas teteras de plata lleva un fez rojo y zapatillas de punta curvada, así que debe de ser un musulmán de Bosnia. Aquellos dos caballeros ancianos con largas sotanas negras y sombreros negros de ala ancha son rabinos hasídicos. Y aquellos dos con sotanas verde oscuro y mitras son sacerdotes coptos.

—Desde luego es una ciudad cosmopolita —convino Edge—. Abrumadora para un montañés de Virginia.

—Ah, y allí está la nueva Opera —dijo Autumn con aprobación—. El centro de todo el Ring. La última vez que estuve aquí aún no la habían terminado, pero ahora parece que lo está, al menos por fuera.

—Es hermosa, no cabe duda —comentó Edge.

—Francisco José quería que lo fuese, y lo es. Pero el pobre hombre no tiene el menor tacto. La primera vez que vino a contemplar la fachada, murmuró algo sobre que parecía demasiado baja para los edificios circundantes. El arquitecto se marchó inmediatamente y se suicidó. Desde entonces, el emperador no se ha atrevido a hacer ningún comentario polémico sobre nada. Tanto si asiste a un ballet o un concierto, como si inaugura un monumento, haga lo que haga, tiene una observación estereotipada: «Es war schön. Es hat mich ser gefreut». Ha sido hermoso. Me ha gustado mucho.

—Lo que me gustaría ahora es un tentempié —dijo Edge—. Todas las personas con quienes nos cruzamos por la calle comen un pretzel o un helado o un trozo de salchicha. Me han entrado deseos de picar algo.

Y llevó a Autumn al café de un hotel situado detrás mismo de la Opera.

—Vaya, sabes escoger —dijo Autumn—. Esto es el Sacher, probablemente el hotel más famoso de Europa.

Los acompañó a una mesa un camarero muy educado, impecablemente vestido con frac incluso a aquella hora de la mañana, que les preguntó en varias lenguas diferentes qué podía tener el honor de servirles. Autumn dijo:

Zwei Mokka, Herr Ober. Und die Konditorwaren, bitte.

Así pues, cuando les llevó los dos cafés también empujó hacia su mesa el carrito de la pastelería, suntuosamente provisto.

—Ese pastel de chocolate de muchas capas —explicó Autumn— es la inimitable torta Sacher. Tienes que probarla, Zachary. Yo creo que tomaré un trozo del strudel de nueces.

Mit Schlagober? —preguntó el camarero.

Bitte.

Entonces el camarero cubrió su trozo de tarta con una gruesa capa de nata, enroscándola y dándole una forma artística. Edge observó:

—Muchacha, si te comes toda esta nata, no podrás salir andando de aquí.

—Ya me las arreglaré —rió ella, porque se había manchado de nata el velo que ocultaba su rostro— y tú también te acostumbrarás. Otras ciudades tienen banderas que ostentan sus escudos. Si Viena posee una enseña semejante, debe de ser una pluma volante de Schlagober.

Edge miró hacia las otras mesas, donde hombres y mujeres muy bien vestidos saboreaban su refrigerio de media mañana. Y no cabía duda de que había la suficiente nata a la vista para llenar la arena del circo. Comentó:

—Cuando entramos en la ciudad, pensé que la arquitectura y la ornamentación locales parecían… serpenteantes, por así decirlo. Me equivoqué. Es evidente que todo está diseñado para que sea mórbido, rico y cremoso como la Schlagober.

Autumn volvió a reír.

—Para ser un montañés de Virginia, eres muy perceptivo. Otra persona observó una vez que todas las vistas de Viena parecen el trabajo artístico de la tapa de una caja de bombones.

—Este hotel también es un lugar bonito. Pero ¿por qué es tan famoso?

—Oh, querido, sólo estamos en el café. Dentro hay media docena de comedores y salitas privadas donde un joven puede cenar y beber con su Süsse Mädel. Y arriba está el vasto séparée de paredes de mármol donde hombres ricos han invitado a menudo a todo el cuerpo de ballet de la ópera. Hay incluso una filial del restaurante, Sacher del Prater, muy cerca de nuestro circo. A propósito, aún nos queda tiempo para que te enseñe otra cosa antes de volver. El centro, el eje y el orgullo de toda Viena.

Le condujo por la Kártnerstrasse, una ancha avenida reservada para peatones y cerrada al tráfico de vehículos por inmensos parterres de piedra colocados a intervalos y en diferentes ángulos y todos rebosantes de geranios o petunias. A ambos lados bordeaban la avenida las tiendas más exclusivas y caras de Viena que exhibían en sus brillantes escaparates toda clase de prendas lujosas, accesorios, sombreros y joyas. En un punto determinado, Autumn indicó con un gesto una calle transversal y dijo:

—Por aquí encontrarás a Auntie Dorothy.

—¿Qué?

—El Dorotheum. Empezó como una casa de empeño en beneficio de los pobres, como los Montes de Piedad en Italia, pero muy pronto se convirtió en una tienda clandestina de objetos robados, de modo que si nos roban algo mientras estemos aquí, no te molestes en acudir a la policía. Limítate a ir a Tante Dorothée y rescátalo. Siempre me ha llamado la atención la coincidencia de nombres. En Londres esta misma clase de tiendas se llaman todas Dolly Shops.

La Kártnerstrasse los condujo a la gran extensión de la Stephansplatz, en el centro de la cual se levantaba la catedral de San Esteban, muy alta, vertical, de campanario puntiagudo y tejado de polícromos azulejos.

—Uno de estos días, Zachary —dijo Autumn—, subiremos al campanario del Stephansdom, si no nos barre el viento perpetuo que sopla aquí. La vista es sublime. Si te quedas todo el día puedes ver salir el sol sobre la llanura del Danubio y ponerse tras las estribaciones de los Alpes. Pero ahora será mejor que volvamos al Prater. Hay una hilera de fiacres aquí mismo, junto a la catedral.

Cuando llegaron al circo encontraron a Florian hablando con una pareja de jóvenes que lucían mallas de lentejuelas rojas.

—¡Compatriotas tuyos, querida! —exclamó entusiasmado Florian dirigiéndose a Autumn—. Cecil y Daphne Wheeler[18], que, lo creas o no, hacen un número sobre ruedas. Señor y señora Wheeler, permitan que les presente a miss Autumn Auburn, expatriada de su propia Inglaterra, que es nuestra principal équilibriste aérienne, aunque temporalmente en excedencia. Y al coronel Zachary Edge, de sus colonias americanas, que es nuestro eficiente director ecuestre y muchas cosas más.

—¿Cómo está? —dijo Daphne, sonriendo, pero con cierta vacilación cuando Edge sonrió a su vez.

Era una mujer muy bonita, con cabellos de un rubio ceniza, tez sonrosada y modales discretos.

—¿Qué tal? —saludó Cecil, que era guapo, muy rubio, de tez rubicunda y nada discreto—. Wheeler es el nombre verdadero, aunque uno podría preguntarse qué surgió antes, el nombre o la profesión. En la vieja patria, Daf y yo hacíamos un número de velocípedo. Después, en París, vimos por primera vez el nuevo patinaje sin hielo y ahora también lo hacemos. Sólo es un cambio de ruedas y uno debe aspirar a perfeccionarse constantemente, ¿no es cierto?

Florian interrumpió para decir:

—Perdonad, Zachary, Autumn, pero he olvidado por completo preguntar sobre vuestra consulta en la ciudad.

—No ha habido ninguna —respondió Edge—, pero debe de ser un buen médico. Tiene tanto trabajo que no podremos verle hasta dentro de tres semanas.

—Ah, bueno, es una recomendación alentadora, aunque sé que estaréis impacientes.

—En este momento —dijo Edge—, hablando como su director ecuestre de las atrasadas colonias, me gustaría que alguien me explicara qué es un número de velocípedo. Y patinar sin hielo.

—Espectacular. Sensacional —contestó Florian—. Me lo han estado demostrando. ¡Los contrataremos como los Wheeling Wheelers! Pero continúe, Cecil; iba a explicar lo que hacen al coronel.

—Pues, verá, amigo, hace mucho tiempo existió una máquina llamada el caballo dandy que tenía dos ruedas, una delante y otra detrás. Uno se sentaba sobre la barra que había entre ellas y las hacía mover con los pies. Entonces alguien tuvo la idea de poner pedales en la rueda delantera y…

—Ya sé —dijo Edge—. En las colonias lo llamamos agitador de huesos. La rueda grande delante y la pequeña atrás.

—Exacto, amigo. En la vieja Inglaterra lo llamamos penny-farthing o, más correctamente, velocípedo.

—Desde que estamos en Europa he visto a varios hombres montados en eso en los parques. Parece jodidamente incómodo.

—Sí que lo es, pero también se presta a números espectaculares. Yo pedaleo y Daf hace piruetas sobre mis hombros. Y al final monto el maldito artilugio yo solo, a velocidad vertiginosa, me detengo en seco y me zambullo en un tanque de llamas. Lo cual significa un tanque de agua con una capa de petróleo ardiendo.

—Y resulta espeluznante verlo —dijo Florian, como adoptando inconscientemente el modo de hablar de Cecil.

Daphne Wheeler y Autumn se habían apartado un poco y la primera preguntó, vacilante:

—¿Está de baja, miss Auburn? ¿Y va a ver al médico? Perdone la indiscreción pero… ¿no espera un feliz acontecimiento?

—Oh, Dios mío, no —respondió Autumn—. Es sólo una dolencia que me obliga a taparme y permanecer inactiva durante un tiempo.

—Ah, una de nuestras famosas dolencias femeninas, entonces. ¿No es fastidioso ser mujer?

—¿Y usted y el señor Wheeler? ¿Tienen familia?

—No. Ceece no sirve para eso… bueno, le gusta ir de un lado a otro. Por esto se ha dirigido al señor Florian. Hace dos veranos que estamos en el Prater, ejecutando nuestros números de velocípedo como relleno entre los campeonatos de atletismo. Así que Ceece está ansioso por incorporarse a un espectáculo que nos permita viajar de nuevo.

—Bueno, mientras los hombres hablan, venga conmigo, Daphne, y le presentaré a nuestro contingente femenino.

Cecil explicaba ahora a Edge:

—Cuando visitamos el Hippodrome de París presentaban ese espectáculo del Viejo y Alegre Invierno («Feliz Holanda» o «Dulce Suecia» o algo por el estilo), con trineos, trajes de piel y todo. —Cecil rió; su risa parecía un gangueo educado: nuf, nuf, nuf—. Pero no les gustaba inundar y congelar su bonito suelo de parquet, así que todo el cuerpo de patinadores llevaba plimptons en lugar de cuchillas. ¿Conoce los plimptons, amigo? Después de todo, son un invento yanqui.

—Me temo que no, amigo. No soy muy buen yanqui.

—Bueno, pues en vez de poner cuchillas a las botas, se colocan pequeños calzos provistos cada uno de cuatro diminutas ruedas de madera. Uno se desliza, sencillamente, con tanta suavidad como sobre hielo. Y con práctica se pueden efectuar todas las piruetas que se hacen con patines de verdad.

—Pero no sobre el serrín de una pista de circo.

—No, no, amigo. Sobre el techo de nuestro remolque llevamos, además del tanque para el número del agua en llamas, un pavimento plegable de madera que en la pista se abre y forma un círculo. Así podemos dar vueltas, deslizarnos, hacer figuras artísticas y bailar juntos.

—Estoy deseando verlo —dijo Edge con sinceridad.

—Sí —asintió Florian—, pero los Wheeler han de notificarlo a su patrón actual, de modo que tenemos mucho tiempo para decidir dónde ponerlos en el programa. Ahora, Cecil, venga a conocer a sus futuros colegas. Para empezar, aquí están el Hacedor de Terremotos, Miss Eel y el joven Alí Babá.

Yount sólo pudo gruñir y mover la cabeza porque estaba ensayando el número de sostener en lo alto a Agnete y Quincy mientras se contorsionaban. Agnete, de bruces sobre la mano derecha de Yount, asomó la cabeza por entre un revoltijo de sus propios miembros para sonreír y decir: «Bien venido». Quincy, con el trasero sobre la mano izquierda de Yount, tenía las piernas estiradas en el aire, pero las separó lo bastante para sacar la cabeza entre ellas y decir tímidamente: «Hola».

—Muchacho simio —le dijo Cecil—, debes de ser una fuente de gran satisfacción para ti mismo. Pero ten cuidado de no cortártela de un mordisco. —Lo cual dejó a Quincy mirándole con fijeza, perplejo y preocupado.

Cuando Cecil fue presentado a los Smodlaka, habló con amabilidad a Pavlo y Gavrila y acarició a los terriers que Pavlo le enseñó muy orgulloso, pero contempló con franca admiración a los albinos Sava y Velja, a quienes Gavrila estaba bañando en un tina de zinc.

—Diantre, Florian —exclamó—, debería exhibirlos tal como están ahora: totalmente desnudos. Son pura porcelana… biscuit de Sévres. Nunca había visto unos cuerpos humanos blancos como la porcelana en toda su superficie. Los pezones de la niña, incluso el glande del niño…

Stvarno ne —murmuró Gavrila, echándole una mirada recelosa y cubriendo a los dos niños con una toalla.

Después de conocer a Willi y Rouleau, Cecil esperó al menos a estar fuera del alcance de sus oídos para hacer otra torpe observación:

—Una pareja de maricas, ¿no?

Florian dijo fríamente:

—Volvamos y pregúnteselo a ellos.

—Oh, no tengo nada en contra de los maricas, amigo —se apresuró a decir Cecil—. Como artistas, no hay nada que decir. Pero, óigame, ¿es buena política dejar que un mariquita le represente como emisario? Quiero decir, ¿qué clase de impresión…?

—Herr Lothar ha realizado hasta la fecha un trabajo excelente para nosotros. Y Monsieur Roulette es indispensable. Sus vidas privadas no conciernen a nadie.

—De acuerdo, de acuerdo. Son dos hombres adultos, después de todo. O dos adultos, sean lo que sean. ¡Nuf, nuf!

El recinto del circo estaba atestado de gente que esperaba el momento de comprar entradas para la función inaugural y entretanto se apiñaba ante cada barraca, puesto y tenderete de la avenida. Las mozas de bar servían seidls de cerveza, los vendedores de limonada y helados alargaban cucuruchos de papel con sus productos, los braseros de salchichas teñían el aire de color azul y los pocos vieneses que no comían algo compraban fruslerías en las barracas, exactamente la misma clase de comida, bebida y souvenirs baratos que todo el Wurstelprater había estado vendiendo durante todo el verano, pero por lo visto el Florilegio era lo bastante nuevo para prestar otro incentivo al conjunto.

Al fondo de la avenida el órgano de vapor humeaba y tocaba estruendosamente el Vals del delirio de Strauss, lo bastante fuerte para que lo oyera su propio compositor desde dondequiera que estuviese en la ciudad. Sobre la puerta principal de la carpa ondeaban al viento los alegres estandartes. A un lado, el Griego Glotón vomitaba pluma tras pluma de fuego; en el otro, Fitzfarris anunciaba su juego del ratón y hordas enteras se acercaban a codazos para hacer sus apuestas. Edge se dirigía hacia la marquesina cuando Florian y Lothar le interceptaron el camino.

—Para tu información, coronel Ramrod —dijo Florian—, de hoy en ocho días cerraremos el circo al público en la función nocturna. Willi nos ha contratado para una representación privada y vendido todo el pabellón.

—Bien, estupendo —contestó Edge—. ¿Una función especial para los ricachones?

—Ejem, no —dijo Willi—. La estoy gestionando y espero llegar a un acuerdo, pero no, esta función privada será para celebrar una boda entre mendigos.

Estupefacto, dijo Edge:

—Desde que estoy en este espectáculo, hemos reservado la carpa sólo en dos ocasiones. Una para el rey de Italia y otra para una bandada de predicadores en Virginia. ¿No serán los mendigos un descenso de categoría, incluso después de los charlatanes?

—En absoluto —respondió Florian—. Los mendigos vieneses ocupan un lugar considerablemente más alto en la escala social que cualquier explotador rústico del evangelio.

—Verá, Herr Edge —explicó Willi—. Viena es una ciudad tan rica que ni siquiera los lisiados necesitan pedir limosna, pero es una vocación aceptada. En este caso, el padre de la novia tiene su puesto reconocido en el puente de Piedra y su esposa en la Burgtor… que han heredado de sus padres y abuelos. Y su hija se casa con un prometedor joven mendigo que posee su propio lugar cerca del Albertina. La profesión es tan provechosa que estos orgullosos padres desean gastar miles de coronas en la boda. La ceremonia en San Esteban, la fiesta aquí en el circo y después la recepción y cena de gala en la carpa, Sacher servirá la cena, a la cual, dicho sea de paso, estamos todos invitados.

—Bueno, debo admitir que me extraña —dijo Edge—, pero no puedo quejarme. Si alguna vez regreso a Virginia, sugeriré a los predicadores que se dediquen a otra profesión. —Se interrumpió y gritó—: ¡Eh, gusano! —Y agarró por el cuello al enano, que pasaba corriendo, vestido con el traje de baile del espectáculo complementario—. Esto es Viena. ¿Cuándo veremos ese gran número tuyo?

—¡Ach, vamos, Edge! —rezongó el hombre bajito.

Herr Direktor!

El gruñido se volvió lastimero.

—Apiádese de mí, Herr Direktor. Stitches y Bum-bum ya han construido la jaula, pero tengo que reunir los gatos… cogerlos uno por uno.

Florian observó secamente:

—Imagino que los gatos callejeros son más difíciles de coger que las niñas pequeñas.

El Mayor Mínimo frunció el entrecejo, pero sólo contestó:

—Quiero muchos gatos y hasta ahora sólo tengo cuatro y mi remolque ya huele como una cloaca.

Logró desasirse de la mano de Edge y se escabulló.

—Le daremos tiempo —dijo Florian—. Estoy tan impaciente como tú por perderlo de vista, coronel Ramrod, pero detesto perder a un artista antes de tener un sustituto. Me figuro que lo perderemos cuando los Wheeler se unan a la compañía.

—¿Todavía permite que la pequeña Sava haga el número de baile con él?

—Sí. Creo que dijo la verdad cuando confesó que tenía miedo de abusar de ella. Pero he prevenido a Gavrila: nunca ha de dejar a Sava acercarse a él excepto durante el número de baile. Y a Velja tampoco. Los Hijos de la Noche tienen permiso para fraternizar con cualquier persona del mundo menos con el Mayor Mínimo.

Después de la cabalgata final de la función de la tarde, cuando la tienda de Fitz se llenó de la habitual clientela masculina para ver el rapto de la Amazona Virgen por el Dragón Fafnir, Fitzfarris se sorprendió al comprobar que el público, por una vez, no era totalmente masculino. Entre los hombres, una bonita muchacha con crinolette y un sombrerito muy chic miraba con atención y dibujaba rápidamente en un cuaderno de bocetos con un carboncillo. Cuando la actuación terminó y los hombres salieron riendo con disimulo e intercambiando procacidades, como siempre, la muchacha se quedó, se acercó a Fitzfarris, que estaba en el estrado, y se fue haciendo más hermosa a cada paso que daba. Debía de tener unos veinte años y sus cabellos eran negros, sus ojos, violetas, y su figura, exquisita. Entonces Fitz se percató de que la acompañaba otra mujer de su misma edad, pero nada bonita. Tenía largos cabellos crespos, como el musgo negro, y parecía sumamente disgustada de hallarse en semejante lugar.

Bitte, mein Herr —dijo la chica bonita—. ¿Es usted el Herr Direktor de este espectáculo?

—Lo soy, gnädiges Fräulein. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Desearía su autorización para hablar con la… con la Amazona Virgen.

—Démosle un minuto para que meta al dragón en su guarida y entonces la llamaré. ¿Puedo preguntar…?

Ella le enseñó el cuaderno en que, con líneas rápidas, mínimas y expertas, había dibujado a Meli y la pitón en varios de sus abrazos eróticos.

—Me llamo Tina Blau y me gustaría preguntar a la dama si consentiría en posar para una pintura.

—Ah, usted dibuja —aprobó Fitz—. Una afición muy propia de una señorita. ¿Y pinta, además? Acuarelas, diría yo.

¡Diría usted! —le replicó la otra dama—. Qué condescendencia tan típicamente masculina. ¿Por qué no le da una palmadita en la cabeza? Debe saber que Tina Blau no es una damisela de invernadero que ocupa sus horas de ocio pintando delicadas acuarelas. Tina Blau es una pintora profesional y de renombre cada día mayor.

—¿Y usted? ¿Quién es usted? —preguntó Fitz, nada cordial.

—Por favor —intervino Tina Blau—, disculpe a mi amiga. Es Bertha Kinsky, dirigente de la Sociedad para la Paz, los Jóvenes Liberales y la Sociedad contra la Represión de la Mujer.

—¿Y es su mánager, Fräulein Blau? ¿O su guardiana?

—No, no. Una amiga y patrocinadora. A veces los entusiasmos de Bertha son muy vehementes, pero…

—¡Puedo hablar por mí misma! —exclamó la otra—. Toda esta exhibición es una vergonzosa degradación de esa pobre mujer del escenario. Pero, Tina, si deseas pintarla, sólo quiero que este… este explotador sepa que eres capaz de hacerlo. —Y añadió, dirigiéndose a Fitzfarris—: ¡Fraülein Tina Blau es una artista mucho más consumada que un vulgar decorador de bomboneras como el famosísimo Herr Makart!

—Está bien, está bien, lo creo. —Fitz agregó con ironía—: Yo me pinto a mí mismo. —Y sacó un pañuelo con el que se frotó la cara, descubriendo la mitad de color azul. Los ojos violetas de Tina Blau se agrandaron y la temible Kinsky lanzó una exclamación ahogada. Fitz dijo—: Les traeré a la Amazona Virgen.

Meli Vasilakis volvió a la tienda envuelta en una bata y con una expresión poco amistosa. Dadas las dificultades de lenguaje, Tina Blau tardó un poco en expresar su petición de que Meli y la pitón posaran para un retrato.

—Ah, usted quiere un cuadro sucio. Yo haciendo zefyos con la serpiente. ¿Le ha gustado el cuadro sucio real? Hago zefyos con una serpiente real dos o tres veces por semana. Venga cuando quiera, observe, pinte. —Y se marchó con brusquedad.

—No lo entiendo del todo —dijo Tina.

—Francamente, yo tampoco sé qué ha querido decir —confesó Fitz—, pero nos quedaremos en Viena bastantes días, Fräulein. Venga otra vez, venga a menudo, gane su confianza y la conquistará. Cualquiera se dejaría conquistar por usted. En cuanto a mí, nunca había conocido a un pintor de verdad y creo que nunca había oído hablar de una pintora. Me complacería mucho ver algunas de sus obras.

Ella le dirigió una mirada larga y reflexiva y luego le tendió una tarjeta.

—Las señas de mi estudio. Vaya cuando guste, mein Herr.

Fräulein Kinsky casi la estiró por el codo para sacarla de la tienda. La mirada de Fitz, que la seguía, tropezó con la mirada fija de Lunes Simms, que lo observaba desde el umbral con ojos de antracita.

La función de aquella tarde atrajo tanto público —y también la de la noche y las de los días subsiguientes— que Florian convocó una reunión de sus ejecutivos en el furgón de la oficina para anunciar:

—Caballeros, ésta será nuestra estancia más larga. Nos quedaremos todo el otoño, el invierno y quizá hasta bien entrada la primavera. Gran parte del Wurstelprater, las atracciones y demás, cierra durante el invierno, igual que los estadios deportivos y los restaurantes al aire libre del resto del Prater. No obstante, mucha gente de la ciudad continúa viniendo, incluso en los días de más nieve, para ir en trineo o para patinar en el río y los estanques, y confío en que algunos nos visitarán. Aunque tengamos pocos espectadores durante el invierno, creo que prosperaremos más que incurriendo en el gasto y la molestia de viajar, montar y desmontar en comunidades menores. Además, Viena ofrece una gran riqueza de diversiones para nosotros y haremos bien en aprovecharlas. Nos brinda también todos los suministros y equipamientos que podamos desear para mejorar nuestro establecimiento y nuestro programa. Por ejemplo, Carl, puedes adquirir todos los productos químicos necesarios para elevar el Saratoga tan a menudo como deseéis tú y Monsieur Roulette.

Danke —dijo Beck—. ¿Poder también procurarme más instrumentos para la banda? Gustarme añadir instrumentos de madera para templar un poco los metálicos, y también de cuerda para los números más delicados, como el de Fräulein Eel.

—Sí, compra lo que quieras. Sugiero que vayas a la tienda de ladrones de la tía Dorothy, donde encontrarás las mejores gangas.

—Entonces necesitaremos más peones, director —terció Dai Goesle—. Entre el trabajo de la banda, el del globo, el de rutina y las tareas especiales como esa jaula para el enano, Banat y los otros eslovacos van muy apurados. Y recuerde que cuando venga esa gente de las ruedas, con todos sus accesorios…

—Muy cierto, maestro velero. Di a Banat que reclute a más gente. Probablemente ya conoce los lugares de reunión de los eslovacos residentes aquí.

—Hablando del enano —dijo Edge—, me ha dicho que tendrá los gatos suficientes cuando hagamos la función especial para la boda de los mendigos y que le gustaría presentar ese día su parodia del domador de leones.

—No —respondió con firmeza Florian—. Una boda ha de ser una ocasión feliz. Reservaremos el debut del Mayor para una función de tarde en un día laboral, cuando los niños estén en la escuela y el público sea predominantemente adulto.

—¿Quiere proteger de él a los niños? —preguntó Edge, un poco perplejo—. Diablos, estará en una jaula. Sin embargo, lo que usted diga, director.

En aquel momento el Mayor Mínimo estaba dentro de una jaula, en el patio trasero, con una colección de sus gatos. Abner Mullenax los miraba con una mezcla de diversión, asombro y escepticismo. La jaula era una copia perfecta del furgón de Maximus, incluyendo las ruedas en forma de sol, pero hecha a la escala de la estatura del enano. En aquel momento Mínimo se esforzaba en pintar rayas negras y amarillas en un gato para que pareciese un tigre. El gato, por supuesto, agitaba las patas, mordía, arañaba y maullaba con todas sus fuerzas. Mínimo maldecía con voz casi tan alta y recibía más salpicaduras de pintura que el gato.

—Hombrecito —observó Mullenax—, si crees que vas a domesticar a un puñado de viejos gatos callejeros para que hagan un número, estás chiflado. Yo preferiría domar al león más salvaje de la selva.

—Entonces, ¡vete a hacerlo! —chilló Mínimo—. Yo también preferiría eso a tener que pintar a estas malditas bestias una tras otra. Scheisse! He recibido más zarpazos y mordiscos de los que recibiría en cualquier selva. Pero sólo los quiero pintar, no domesticar. ¡En este número seré yo la estrella!