15
Los desórdenes de la ciudad fueron remitiendo hasta que, el 28 de marzo, la Garde Nationale y otros communards formaron con tranquilidad y en silencio. De hecho, aquel día permanecieron en posición de firmes, en hileras disciplinadas —desde la place du Châtelet hasta la place de l’Hôtel de Ville y a lo largo de todos los paseos, calles y avenidas que se encontraban entre ambas plazas—, mientras por doquier tocaban bandas de instrumentos de viento y ondeaban banderas rojas. El pueblo llano de París se sumó al gentío, saliendo muchos de ellos a la calle por primera vez en diez días. El foco de toda aquella atención era un estrado erigido para prolongar el portal del Hôtel de Ville. En él, con aspecto tan solemne como sus trajes de estameña negra, estaban alineados los alcaldes de todos los arrondissements de París, que habían sido hasta entonces las únicas autoridades legales que quedaban en la ciudad. Frente a ellos había otra hilera de hombres, también vestidos de oscuro, exceptuando las bandas rojas en diagonal sobre sus pechos: los dirigentes communards que los alcaldes habían ayudado a elegir para constituir el nuevo gobierno de la ciudad.
Uno de ellos, Henri d’Assy, se adelantó un paso para anunciar a la multitud apiñada en la plaza:
—Camarades! Citoyens! ¡El Comité Central ha sido disuelto y, alegrémonos, se ha proclamado la Commune!
Los camaradas y ciudadanos, la mayoría de los cuales habían vivido últimamente ocultos de los salvajes secuaces de aquellos mismos hombres, aplaudieron y vitorearon con voces ententóreas: «Vive la Commune!» y continuaron expresando a gritos su aprobación a medida que un orador tras otro se adelantaba para pontificar.
—¡Hoy, ciudadanos, el séptimo día del mes Germinal del año setenta y nueve desde la proclamación de la Primera República, hoy París abre el libro de la historia en una página en blanco e inscribe en ella su radiante nombre!
—Vive la Commune!
—¡Hemos sufrido durante demasiado tiempo, ciudadanos, bajo las leyes arcaicas del resto de Francia! ¡A partir de hoy París será una ciudad aparte, liberada de la mezquina intromisión de legisladores rústicos y provincianos!
—Vive la Commune!
—Incroyable —murmuró Florian, uno de los pocos miembros del circo que habían acudido a curiosear—. Los alemanes de Chelles deben de estar atónitos y muertos de risa ante este espectáculo. Los parisienses aclaman al tercer gobierno que han tenido en menos de ocho meses.
—Creo —dijo LeVie— que los parisienses aclamarían a cualquier gobierno que aún no sea objeto de subversión por una parte de ellos mismos. En cuanto cualquier facción empiece a denunciar y socavar a éste, los vítores enmudecerán y comenzará el abucheo general.
—Quizá éste no permita el inicio de ningún abucheo —observó Pemjean—. La prensa está reprimida, las escuelas religiosas y militares cerradas, centenares de disidentes han sido arrestados. Nobles, magistrados, generales, clérigos, incluso el arzobispo de París. Y la prisión de Mazas se llama con mucha propiedad la antesala del patíbulo.
—Además —añadió Florian, echando una ojeada a un aviso fijado a la pared que tenían a sus espaldas—, veo que quieren revisar todos los pasaportes interiores para verificar su autenticidad. ¡Maldita sea! Los nuevos burócratas harán todo lo posible para encontrar fallos en todos los documentos expedidos por sus antecesores.
Mientras los miembros del circo se abrían camino entre la muchedumbre para volver al Bois de Boulogne, vieron camareros de café colocando mesas en las aceras e incluso a hombres fijando carteles de teatro que anunciaban programas inminentes.
—¿Lo veis? —dijo LeVie—. Mientras las masas parisienses puedan sacarse mutuamente el dinero sin impedimentos, o sacárselo a cualquiera, incluso a sus enemigos, no les importa gran cosa quién pueda ocupar el trono o el Hôtel de Ville.
—Entonces supongo que podríamos adoptar la misma actitud y abrir de nuevo nuestras puertas —dijo Florian—. Pero antes veremos qué puede significar este asunto de los pasaportes interiores.
Esperó unos días, hasta que se extinguió en toda la ciudad la mezcla de conmoción, celebración e incertidumbre. Entonces, dejando a todos los artistas dedicados a sus ensayos y prácticas, impacientes por volver al trabajo, Florian se fue en su carruaje a la prefectura central, cargado con el montón de pasaportes de la compañía. Sin embargo, regresó muy pronto, con aire de exasperación. Edge estaba en el furgón rojo, cargando su revólver después de haber hecho prácticas de tiro, cuando Florian entró y se puso a rebuscar en el cofre de la oficina, gruñendo:
—Tal como me temía, maldita sea. Hasta ahora sólo hemos tenido que encargarnos del papeleo. Ahora se trata de papeleo rojo.
—¿Han encontrado algún defecto en nuestros documentos?
—Zachary, sabes que encontrar defectos es el primer deber de cualquier funcionario público y su principal goce en la vida. Añade a esto la aversión de los franceses por los extranjeros y la desconfianza de los communards en todo el mundo y tendrás la burocracia elevada al cubo. Cuando he entregado nuestros pasaportes, Rigault ha tachado la palabra «Imperio» en todos ellos y garabateado «République» en su lugar… y añadido una «e» a «français». La típica mezquindad del oficinista, pero pensaba que la cosa se terminaría aquí. Pues no, entonces Rigault se ha quedado los pasaportes y exigido que le lleve también nuestros salvoconductos.
—¿Rigault?
—Recordarás que cuando las turbas empezaron a saquear la propiedad privada, nos preguntamos por qué la policía no intervenía en absoluto. Pues bien, ahora sé por qué. El tal Raoul Rigault fue nombrado préfet de Police por el gobierno de Trochu, pero en el fondo no dejó de ser un communard. Ahora se autodenomina procureur de la Commune y parece decidido a ser el más quisquilloso de la banda. Es él quien ha ordenado todos esos arrestos políticos, así que haremos bien en desconfiar de él. La mayoría de nosotros somos extranjeros (una es una princesa rusa, otro un barón bávaro), y de nuestros pocos franceses auténticos, uno es judío. —Florian encontró por fin los salvoconductos—. Se los llevaré a Rigault. Deja que los artistas sigan ensayando, coronel Ramrod, y supervísalo todo por mí, pero no nos arriesgaremos a anunciar nuestra reapertura ni a hacer el menor maldito movimiento sin la aprobación del procureur.
Edge enfundó la pistola en su cinturón, salió del furgón después de Florian y se dirigió despacio hacia la carpa, en la que sonaba una música de bombos y platillos. Beck estaba ensayando la Marcha Radetzky, que había elegido para acompañar el duelo a sable de los Jászy y sus adversarios eslovacos. Estos nueve hombres se hallaban también en la pista, a caballo, azotándose mutuamente con los látigos porque tal era el primer ensayo con los uniformes nuevos que Ioan les había confeccionado. Cuando terminaron y Beck despidió a la banda, Edge volvió a salir despacio de la tienda para ver a Lunes, que practicaba con Trueno en el patio posterior. Lunes hizo una seña a Edge para indicarle que ya estaba lista para desmontar, de modo que Edge fue a quitarle las correas y el tirante de la silla y la sentó en la silla de ruedas. Mientras Lunes, con el corsé en la falda, se impelía a sí misma hacia la tienda vestidor, Edge cogió las riendas de Trueno para dárselas a uno de los músicos eslovacos que salía en aquel momento de la carpa, pero se detuvo cuando fue interpelado en francés —«Holà! Garçon!»— por un desconocido que acababa de entrar en el recinto del circo con un nutrido grupo.
Edge esperó cortésmente, aunque era obvio que le habían confundido con un mozo de cuadra. Todos los hombres, unos doce, llevaban pistolas enfundadas o rifles de diversas clases y diversos grados de antigüedad colgados del hombro, pero ninguno iba uniformado. El que había gritado habló de nuevo para preguntar dónde se encontraba el dueño del establecimiento. Edge respondió en francés que monsieur Florian había ido a la ciudad por negocios y preguntó si él, que era el director, podía hacer algo por ellos.
—Si eres tan amable, citoyen —contestó el portavoz—. Pertenecemos al Comité de Seguridad Pública. Nos han informado de que en tu compañía hay una dama de la nobleza, la comtesse de Lareinty. —Y añadió, con una mirada lasciva, como de hombre a hombre—: También nos han informado de que es una mujer de gran belleza. Une blonde dorée. —Entonces cambió de mirada y dijo con seriedad—: Debe acompañarnos.
—¿Debe, monsieur?
—Para interrogarla, citoyen.
—¿Con qué propósito, monsieur?
—Dirígete a mí con corrección como citoyen. Y no cuestiones las acciones o los motivos del Comité de Seguridad Pública de la Commune. Haz venir a la condesa y hazlo al instante.
El trompeta de la banda circense había cruzado el patio, mirando de hito en hito a los intrusos armados, para coger las riendas de Trueno, pero Edge no las soltó y dijo con frialdad al francés:
—No creo que haya una condesa aquí. Lo que es más, tampoco creo que haya un Comité de Seguridad Pública. Enséñeme alguna clase de comprobante o identificación.
—Pignouf! No necesitamos enseñarte nada. ¡Tú sólo has de obedecer! ¡Tráenos a la condesa!
A Edge no le importaba realmente que fuese o no un comité auténtico porque recordaba lo que había contado Nadar sobre el espantoso tratamiento recibido por otra mujer de la nobleza a manos de los communards, y aquéllos habían sido communards auténticos, así que sólo quería ganar tiempo mientras consideraba, nervioso, las posibilidades: doce hombres bien armados contra él, su revólver y el eslovaco, cuya única arma era la trompeta. Todos los demás miembros de la compañía parecían haber elegido aquel momento para ausentarse o estar ocupados en alguna parte, o tal vez habían visto un coloquio al parecer amistoso y se había ido cada uno por su lado.
—¡Trae a la condesa! —ordenó de nuevo el hombre—. O te arrestaremos a ti.
—Que me cuelguen si me dejo —replicó Edge y, sin desviar la vista del grupo, dijo en inglés al eslovaco—: Toca «a caballo».
El trompeta obedeció y los intrusos se sobresaltaron y clavaron la vista en él. Sin embargo, el ruido fue breve y no produjo otro efecto discernible que el de atraer a las puertas de remolques y carromatos a algunos miembros de la compañía, que en seguida volvieron a desaparecer. Edge deseó con todas sus fuerzas que Clover Lee de Lareinty —y todas las «mujeres de gran belleza»— permanecieran ocultas.
El portavoz del comité volvió la cabeza hacia el trompeta y dijo a Edge en tono amenazador:
—Tu fais péterade, citoyen? ¿Intentas ridiculizarnos soplando pedos? ¿Y te atreves a poner trabas en el cumplimiento de su deber a un funcionario de la Commune? Muy bien, tú también vendrás con nosotros. Pero antes, ve a buscar a la condesa.
—No iré ni vendré hasta que me enseñe alguna prueba de quién diablos son ustedes.
—Entonces, estás arrestado. La encontraré yo mismo.
El hombre hizo una seña y todos sus secuaces desenfundaron las pistolas o descolgaron los rifles para apuntarlos y el eslovaco se colocó detrás de Edge. Ahora, sin embargo, el portavoz titubeó y miró, vacilante, a su alrededor. Había visto a algún miembro de la compañía circense, pero no podía saber cuántos eran en total ni si estaban armados y preparados para ahuyentar a los intrusos. Pero no titubeó mucho rato, porque entonces apareció en una esquina de la carpa una de las mujeres de gran belleza del circo. Era Domingo, que volvía al recinto después de comprar los periódicos de la tarde, y su aspecto era el de una gran dama, ataviada con un bonito traje de calle y un sombrero. Antes de que Edge pudiera avisarla, el jefe del comité profirió un grito y cuatro o cinco de sus hombres se abalanzaron sobre la muchacha para agarrarla.
El jefe, apuntando ahora a Edge con la pistola, se apartó un poco de él, sonriendo ferozmente:
—Hemos venido en busca de una mujer noble. Voilà, ya la tenemos. Todo cuanto pueda ocurrirle ahora, sea quien sea, será culpa tuya… y, de la comtesse de Lareinty, que se esconde con tanta cobardía. Esta la reemplazará, así que no necesitamos arrestarte, citoyen. Sólo quédate donde estás y no te muevas hasta que nos hayamos ido.
Al ser asida, Domingo había dejado caer los periódicos, que se dispersaron con rapidez por el patio. Pero no había gritado ni luchaba ahora contra sus atacantes; se limitó a mirar a Edge, como a la espera de instrucciones. Todo el resto del comité —excepto el jefe, que aún sonreía, manteniendo a raya a Edge— retrocedió cautelosamente para apiñarse en torno a la muchacha y formar un cordón de armas cuyos cañones sobresalían del grupo. Edge permaneció inmóvil un momento, sopesando las alternativas, y al final se encogió de hombros y dijo al eslovaco:
—Toca «al ataque».
Por lo visto el comité había decidido que el eslovaco era un payaso inofensivo, así que nadie le disparó cuando sonó el toque de corneta. Y aún no se había terminado cuando estalló un ruido todavía mayor —gritos de hombres y fragor de herraduras— y nueve caballos y jinetes irrumpieron en el patio desde la puerta trasera de la carpa. Formaban un racimo tan compacto que hicieron ondear parte de las paredes de lona a ambos lados de la puerta y oscilar los postes, cables y estacas. En el mismo instante, Edge saltó a la silla de Trueno con el revólver en la mano.
Todos los hombres del comité dieron media vuelta para mirar hacia la carpa y se inmovilizaron unos momentos, quizá no tan estupefactos por el súbito ataque como por la impresión que daba de estar compuesto de soldados de caballería franceses y alemanes. Entonces los hombres salieron corriendo cada uno por su lado y Domingo se echó al suelo porque sabía lo que ignoraban sus raptores: que un caballo al galope, incluso un caballo desbocado, procura no pisar a un ser humano tendido y al parecer indefenso que se encuentre en su camino. En cambio, los hombres en movimiento eran caza no vedada y los Jászi podrían haberse limitado a perseguirlos, derribarlos y pisotearlos. Sin embargo, el jefe se volvió hacia Edge y, antes de que pudiera apuntarle con su pistola, Edge le disparó al pecho. Al ver esto, los hermanos Jászi ya no se contuvieron y sus compañeros eslovacos siguieron su ejemplo, levantando los sables mientras cargaban contra los hombres. Las puntas de los sables eran romas, pero el ímpetu de la carga hizo que incluso aquellas puntas obtusas atravesaran los cuerpos de cinco o seis de los hombres, esparciendo sangre y coágulos ensangrentados.
El ruido era considerable: los Jászi proferían salvajes gritos de guerra húngaros; los franceses que habían resultado heridos, aunque no mortalmente, chillaban o gemían de dolor; los franceses todavía indemnes, llenos de pánico y olvidando que aún iban armados, gimoteaban mientras intentaban huir. Y más hombres del circo se sumaban a la refriega, gritando: «¡Eh, patán!» Por encima de todo esto, Edge consiguió vociferar:
—¡No dejéis que se escape ninguno!
Así, los jinetes del circo que aún empuñaban sables, los usaron, y los que iban a pie se sirvieron de estacas o porras. Entretanto Edge dirigió a Trueno hacia donde yacía Domingo boca abajo, en medio del tumulto. Se inclinó desde la silla, ella alargó la mano y él la sentó detrás. Cuando hubieron recorrido la corta distancia hasta la carpa, la batalla había terminado y la docena de intrusos yacían quietos o retorciéndose de dolor en el suelo.
Mientras Domingo se deslizaba del caballo, Edge le dijo:
—Entra y no te asomes a mirar. —Sin esperar a ver si obedecía, volvió con Trueno a la escena de la lucha. Obie Yount, con una estaca en la mano, se encontraba junto a un hombre caído. Edge dijo—: Sargento, tú y yo acabaremos el trabajo. El resto de vosotros… dispersaos. No habéis luchado contra nadie. No habéis visto nada. No sabéis nada de lo ocurrido aquí. Aseguraos de que todas las mujeres estén bajo techo y de que no se muevan hasta nuevo aviso.
El trompeta eslovaco, que aún estaba en el campo, acabó concienzudamente su trabajo tocando a retreta antes de desaparecer con los demás. Yount, el único que quedaba, sin hacer caso de los quejidos lastimeros de los franceses todavía conscientes, saludó con la estaca como si fuera un rifle y preguntó:
—¿Alguna orden, señor?
Edge desmontó con un suspiro hondo y asintió.
—El coup de grâce, sargento. Detesto hacerlo, pero no podemos dejarlos vivos para que hablen. Si quieres excusarte, dilo.
—Oh, diablos, Zack —contestó Yount—, piensa que son indios. —Y desnucó limpiamente con la estaca al hombre que tenía a sus pies.
Cuando ambos hubieron terminado su macabra tarea, Yount se ofreció voluntario para reunir a los veteranos de más confianza de la compañía y enterrar a los muertos entre los arbustos de una zona muy lejana del Bois. Edge fue a su remolque a lavar las manchas de sangre y pólvora de sus manos y camisa. Mientras lo hacía, llamaron a la puerta. Abrió y Domingo entró en el remolque; también ella tenía manchas de sangre, barro y hierba en el vestido.
—He venido a darte las gracias. Todavía ignoro qué ha ocurrido, pero sé que me has salvado la vida. O de lo que las novelas llaman un destino peor que la muerte.
—No, de ser confundida con una noble por los communards.
Ella consideró la respuesta y se estremeció ligeramente.
—Es probable que fuera peor que la muerte, ¿verdad? Bueno… estoy segura de que en este caso habrías salvado a cualquiera, pero gracias de todos modos.
—Sólo desearía no haber tenido que hacerlo. Esos hombres podían merecer la muerte, pero no me ha procurado ningún placer. Y Dios sabe qué repercusiones tendrá.
—Ha sido culpa mía por aparecer ante ellos. Si no hubiese vuelto del…
—No, no. Buscaban pelea y, de un modo u otro, la han encontrado. No ha sido culpa tuya, Domingo. No te atormentes por ello.
—En realidad no se trata de esto: sólo pensaba en lo mal que debes de sentirte. No querías mandar ninguna otra carga de caballería porque temías… porque pensabas que podía acabar mal. Y esto es lo que has hecho ahora: mandar una carga de caballería.
—Yo… pues sí, creo que era por algo parecido… —murmuró Edge, un poco sorprendido y aturdido por la idea—. Ni siquiera he dudado, y me extraña. —Miró larga y pensativamente a Domingo—. Quizá… quizá porque estabas en peligro. —Y su rostro se arrugó en una sonrisa que hacía dar un respingo o retroceder a todo el mundo… menos a Domingo, que ahora también le sonrió—. Tú no puedes saberlo, pero hace mucho tiempo que Autumn me dejó una carta. En ella decía que si alguna vez me unía a alguien de esta compañía…
—Lo sé. Mi hermana me enseñó la carta.
—¿La leíste? ¿Y nunca me lo has mencionado?
—Vamos, Zachary. ¿Qué podría haberte dicho? ¿Qué podía decir que no hubiera dicho ya en el puente de los Besos en San Petersburgo?
Hubo un largo silencio. Fue Edge quien lo interrumpió:
—Ojalá hubiese aquí un puente como aquél.
Domingo respondió con voz suave:
—Siempre lo ha habido. En todas partes. No tienes que verlo, sólo cruzarlo.
Edge reflexionó y al final dijo:
—Sí. Ya es hora. Si por fin he cruzado el Tom’s Brook, también puedo hacer esto. ¿Podrías, Domingo? Quiero decir… no ahora, que los dos estamos manchados de sangre, pero en otro momento… ¿podríamos cruzar ese puente juntos?
Ella sonrió otra vez, una sonrisa radiante, y se puso de puntillas para besarle.
—Como tú mismo has dicho, querido y viejo tardón, ya empieza a ser hora.
Fueron interrumpidos por otra llamada a la puerta del remolque. Era Gusztáv, que dijo en su rudimentario inglés:
—Edge úr, Florian úr venir. Preguntar dónde coño estar todo el mundo. Nosotros no decir. Mejor decir usted.
—Sí —respondió Edge, nervioso—. Gracias por no darle en seguida la mala noticia. —Se volvió hacia Domingo—. Mientras hablo con él, deshazte de este vestido. Quémalo. Ya te compraré otro. —Le dio un fuerte abrazo y salió con Gusztáv.
Pero no se le ocurrió ningún modo mejor de dar la noticia a Florian que sugiriéndole:
—Quizá ha llegado el momento de largarnos de París, director. Me temo que he puesto fin a su bienvenida. —Y relató los sucesos de la tarde, concluyendo—: Si Lunes Simms se está convirtiendo en una gitana como Maggie Hag, quizá sea ésta la desgracia que ha pronosticado.
—Oh, Dios mío —murmuró Florian.
—Aún no sé si eran realmente cabecillas communards o sólo un puñado de rufianes. No había insignias ni documentos de aspecto oficial en ninguno de los cuerpos. Me inclino por la teoría de que eran delincuentes comunes. Si venían a capturar, matar o mutilar a alguien de la nobleza, podían haber reclamado a la princesa Olga o a Willi von Wittelsbach, pero no querían una mujer grande como una montaña o un hombre gordo y afeminado, sino una muchacha bonita con quien jugar y esto no me parece un auténtico asunto de gobierno.
—Auténtico o falso, da lo mismo —respondió Florian—. Cuando el gobierno entero se compone de la hez de la sociedad encaramada a la cumbre, no hay mucho que escoger entre los legisladores y los que están fuera de la ley.
—Lo que me extraña es que supieran que Clover Lee es la comtesse de Lareinty. Nunca ha alardeado de este hecho.
—Oh, no es imposible que Nadar se fuera de la lengua en los círculos menos apropiados. O cualquier miembro de nuestra compañía puede haberse jactado de ello en una tabernucha. O el odioso de Verlaine pudo enterarse mientras acechaba a la pequeña Sava. Ahora ocupa un alto cargo en los consejos de los communards. Y, por supuesto, Gaspard de Lareinty participaba en los consejos del emperador, así que cualquier miembro de su familia puede ser objeto de la venganza communarde. Si es que esos hombres actuaban oficialmente. En caso contrario, bueno, como tú has sospechado, era una excusa plausible para raptar a una muchacha hermosa por razones aún más nefandas.
—Fueran quienes fuesen, eran doce hombres y quizá ahora mismo los están enterrando. Lo lamento, director. Tal vez, si usted hubiera estado aquí los habría sabido ahuyentar con su jerga masónica o algo parecido. Pero yo he tenido que decidirlo solo y con prisas.
—Has hecho muy bien, muchacho. Muy bien. Y espero que siempre decidas lo mejor… cuando yo no esté.
—No hable de este modo. Ya tengo bastantes preocupaciones, gracias.
—Vamos, vamos, Zachary. ¿No sientes respeto por la historia y la tradición del circo?
—Pues… claro. ¿Pero qué tiene esto que ver con…?
—¿Es que no recuerdas la primera vez que nos vimos en el cauce de aquel arroyo de Virginia? Ahora parece muy lejano, pero sin duda lo recuerdas. —Florian sonrió y añadió con cierta tristeza—: Fue también la primera vez que viste al elefante Brutus, que te saludó con la trompa en alto y yo te conté el significado.
Edge pensó en ello y contestó al fin:
—Sí, lo recuerdo. Es cierto que se antoja muy remoto, ¿verdad? Me dijo que significaba que algún día… —Se interrumpió, meneó la cabeza y añadió, casi enfadado—: Maldita sea, director, si quiere ser morboso, ¿qué le parece esto? La docena de intrusos muertos… Alguien los encontrará a faltar. Sus compinches, cuando no el Comité de Seguridad Pública. Y ese alguien sabrá adónde fueron antes de desaparecer, porque no vinieron aquí por un impulso momentáneo, y es probable que venga a preguntarnos qué ha sido de ellos.
—Quizá no inmediatamente. —Florian exhaló un profundo suspiro—. Esperémoslo, porque no podemos desenterrar las estacas y marcharnos, como tú recomiendas. El procureur Rigault tiene nuestros pasaportes y nuestros salvaconductos. Nadie está autorizado a abandonar París. Por lo visto París está otra vez en guerra.
—¿Otra vez? Querrá decir todavía. ¿Acaso los alemanes han vuelto a sitiarnos?
—No, no. La guerra con los alemanes ha concluido. ¿No has visto los periódicos de la tarde?
—Se han perdido durante la refriega.
—La noticia acaba de llegar. O Verlaine acaba de autorizar su publicación. La última fortaleza francesa cayó hace dos o tres semanas (Bitche, en Lorena) y Francia está indiscutiblemente vencida. Los detalles de la rendición formal y definitiva se están redactando en estos momentos.
—¿El poderoso Reich alemán en tratos con esta minúscula y advenediza Commune? —preguntó Edge incrédulo.
—Claro que no. Con el gobierno republicano, del que Adolphe Thiers es ahora presidente.
—¿Qué gobierno republicano? Fue expulsado de aquí.
—Pero no de Francia. Se ha instalado en Burdeos y Thiers se comunica con los alemanes por mensajero y por telégrafo.
Con voz muy suave, como si hablara con un niño, Edge preguntó:
—¿Y ahora París está otra vez en guerra? ¿Con quién, director?
—Con Francia, maldita sea —replicó Florian, no sin cierta irritación—. Y no me mires así. Es verdad. Antes de que se desbandaran las tropas francesas del frente, Thiers ordenó a gran parte de ellas que fueran a Versalles para preparar la reconquista de París. Ahora deben de estar ya en posición y listas para atacar la ciudad.
—Por todos los cielos. Francia contra sí misma.
—Hasta ahora, Verlaine ha obligado a su mansa prensa a ocultar la noticia, pero yo acabo de conocerla por el propio Rigault, porque tal es la razón de que prohíban viajar. De todos modos, será del dominio público en cuanto comience el tiroteo, que puede ser de un momento a otro. La Commune está cerrando frenéticamente todas las puertas de París mientras intenta organizar una resistencia con idéntico frenesí. De ahí que estemos encerrados aquí, junto con todos los demás infortunados citoyens.
—Creo que no quiero oír más la palabra citoyen.
—Bueno, personas, entonces. Y esperemos que todas estas personas estarán lo bastante preocupadas por el nuevo giro de los acontecimientos para no fijarse en la misteriosa desaparición de doce hombres. ¡Ah! La bandera está izada. Las damas tienen lista la comida. Vamos, coronel Ramrod, actuemos como si no hubiese ocurrido nada desagradable.
Mientras la compañía cenaba aquella noche en la cocina —el 2 de abril, sólo cinco días después de la proclamación de la Commune—, oyeron de nuevo el estruendo de los cañones, y no muy lejano. Los fuertes de Vanves, Mont Valérien e Issy, al oeste y sudoeste de la ciudad, estaban siendo bombardeados, y esa vez por artillería francesa. Los alemanes, todavía concentrados al otro lado de París, debieron de divertirse al ver su propio asedio sustituido por el de un hermano contra otro, pero los propios parisienses no tardaron en comprobar la ausencia de toda relación fraternal. Adolphe Thiers, furioso por haber sido obligado a huir, ardía en deseos de venganza, y no sólo contra los communards que le habían suplantado, sino contra toda la ciudad. Así, sus fuerzas «versallesas» se componían íntegramente de franceses de las provincias, que nunca habían sentido cariño por París y no vacilarían en conquistarlo.
No se contentaron con bloquear la ciudad y esperar que se rindiera, como habían hecho los alemanes, ni limitaron cortésmente sus bombardeos a las horas nocturnas. Día y noche, mientras su artillería pesada mantenía a los fuertes acosados e inquietos, las fuerzas republicanas realizaron continuos ataques de caballería, infantería y artillería ligera hasta los mismos límites de la ciudad, desde Gentilly a Saint-Cloud. Casi todos los días caían granadas en el Bois de Boulogne, convirtiendo en astillas arbustos y árboles jóvenes, o provocando surtidores de agua en los estanques, o estallando en un bonito ramillete de pétalos de flores. Ninguna de las granadas cayó tan al este del Bois como para afectar al recinto del Florilegio, y ningún miembro de la compañía se quejó de que los cañonazos impedían la reapertura del espectáculo… porque también evitaban la presencia de otras personas en el Bois, incluyendo a alguien que pudiera sentir curiosidad sobre el paradero de aquel «comité» perdido.
Sin embargo, otros comités prosiguieron su trabajo a pesar de la guerra. Algunos reanudaron el pillaje de casas anteriormente ocupadas por la nobleza, los ricos y los «opresores del pueblo»… y empezaron por la ex residencia de Adolphe Thiers en la rue de Saint-George. Otros arrestaron a más personas para «interrogarlas», lo cual significaba la cárcel o algo peor. Algunos eran detenidos por lo que llamaban traición, como en el caso del general Bergeret, porque había fracasado en el último intento desesperado de romper el asedio alemán de París en Buzenval, aunque ello hubiese ocurrido durante una guerra que ya había terminado. Otros, como el magistrado Bonjean, fueron encarcelados sólo porque habían ejercido bajo el régimen imperial o el republicano o ambos. Y otros —casi todos los clérigos de la ciudad— fueron arrestados porque la Iglesia era una abominación para la Commune. El anciano curé de la Madeleine fue recluido en la prisión Mazas, donde ya languidecía el arzobispo Darboy; los sacerdotes menores sólo eran puestos bajo arresto domiciliario. A las monjas enfermeras de la ciudad se les permitió seguir trabajando —los hospitales no habrían podido funcionar sin ellas—, pero tenían que llevar bandas rojas sobre sus hábitos. Un comité de la Commune inició la tarea de demoler lo que consideraba el símbolo más egregio del gobierno tiránico: la alta columna de la place Vendóme, en la que estaban representadas las conquistas de Napoleón el Grande y que remataba una estatua suya. Aquellos communards debieron de ser los más trabajadores de todos, porque habían emprendido el laborioso trabajo de aserrar una columna de granito placado de bronce que tenía cuatro metros de grosor.
La mayoría de tiendas, comerciantes y vendedores de París habían tenido oportunidad de proveerse ampliamente de mercancías entre el desbloqueo de los caminos por parte del enemigo alemán y su bloqueo subsiguiente por parte de sus compatriotas franceses. No hubo, por lo tanto, una carestía inmediata entre el pueblo —salvo, como siempre, entre los más pobres— y el tiempo continuó siendo de una clemencia extraordinaria. Algunas instituciones burguesas de la ciudad intentaron dar una impresión de normalidad e incluso de la tradicional gâité parisienne; de hecho, el Gaîté Théâtre abrió con un vodevil, pero pronto volvió a cerrar sus puertas cuando resultó que todos sus espectadores eran communards convencidos de que la égalité y fraternité les concedía la liberté de no pagar la entrada. Otros miembros de la burguesía se cansaron sencillamente y abandonaron la ciudad por la puerta de Saint-Denis, donde no atacaban tropas versallesas ni acampaban tropas alemanas. Pese a la prohibición de viajar, podía hacerse deslizando cinco francos en la mano de cualquier centinela de la Garde Nationale que interceptara el paso… siempre que el prófugo viajase a pie y no tuviera caballo, vehículo, equipaje u otra cosa que los guardias pudieran confiscar.
Por baja que fuese la opinión de Florian, Edge y otros sobre los communards, nadie podía negar el fervor con que luchaban por su causa. No sólo su Garde Nationale y sus reclutas de las filas del ejército regular, sino también civiles de todas las edades corrieron a la defensa de París.
Algunas de sus tácticas podían parecer innecesarias, como el levantamiento de barricadas en casi cada calle, sólo porque sus antepasados lo habían hecho —y otras eran de una estupidez manifiesta, como cavar zanjas en la avenue de l’Impératrice con la esperanza de que la caballería enemiga cayera en ellas si se le ocurría invadir la ciudad—, pero no cabía duda sobre la sincera determinación de los defensores. Las barricadas interiores eran vigiladas por ancianos, adolescentes y mujeres, y muchas de éstas, emulando a la Mademoiselle Liberté de la reverenciada pintura de Delacroix, llevaban gorros frigios y se rompían los corpiños para dejar un pecho al descubierto. Como casi todas las mujeres eran hembras vulgares y robustas, sus ubres colgantes y correosas servían para animar, no para excitar a sus compañeros de armas.
Las tropas uniformadas de los bastiones exteriores de París lograron repeler todas las primeras salidas de los versalleses de Thiers y, cuando éstos retrocedían, los perseguían incluso más allá de los límites urbanos. Esto era valiente pero temerario, porque en cada una de estas ocasiones algunos communards se aveturaban demasiado lejos y eran rodeados y capturados. Y sus capturadores, en vez de internarlos en Versalles como prisioneros de guerra, solían entregarlos con indiferencia a los ciudadanos de Versalles, y como aquellas gentes habían estado tachando a los parisienses de «stupides» y «obstinés» desde el período del asedio alemán, ahora se cebaban en todos los prisioneros que caían en sus manos, partiéndoles el cráneo, arrancándoles las orejas, linchándolos a puntapiés y demostrando de cualquier otro modo su desprecio. Cuando estas atrocidades se conocieron en París, el procureur Rigault anunció que por cada communard muerto en Versalles ejecutaría a tres rehenes de la prisión Mazas.
—Juro —dijo Yount cuando Domingo leyó la noticia en Le Cri du Peuple— que jamás he visto ningún tumulto (en México, en tierra yanqui, incluso en los territorios indios) cuyos participantes fueran todos tan bastardos y crueles.
—Oh, no todos son crueles, Obie —contestó ella con ironía—. Aquí hay un reportaje sobre una tal mademoiselle Papevoine, que ha sido declarada heroína de la Commune porque en la misma barricada donde presta servicio ha socorrido a los intrépidos defensores de París satisfaciendo sexualmente nada menos que a dieciocho de ellos en el transcurso de una guardia.
—¡Señorita Domingo! —exclamó Yount, escandalizado—. ¡No debería leer esos periodicuchos!
No obstante, según Monsieur Nadar, el único ciudadano que visitaba el Bois en aquellos días, había por lo menos un héroe auténtico en las capas superiores de la Commune. Una noche de mayo, él, Florian, Edge y Fitzfarris jugaban al piquet en la cocina, a la luz de la lámpara, escuchando el retumbar cada vez más cercano de los cañones del oeste, cuando Nadar dijo:
—Es de esperar que los communards del gobierno se aprovechen de su condición de parvenus para ajustar viejas cuentas, o saciar sus instintos sanguinarios, o llenarse los bolsillos. Sin embargo, el único hombre que podría saquear todos los bancos y cajas fuertes de París, el ministro de Finanzas Tourde, permanece fiel a los preceptos de un comunismo ideal. Sigue viviendo en su piso alquilado de un mísero pasaje y su mujer continúa lavando la ropa como ha hecho durante toda su vida.
—Menudo idiota —observó Fitzfarris, que repartía las cartas y hacía trampas a mansalva—. Cuando hay ciruelas en el árbol, yo digo: ¡a que cogerlas! Me estoy atrofiando por falta de oportunidades, maldita sea.
—Sí, carpe diem y caveat emptor —dijo Florian, con una carcajada—. ¿Te acuerdas, sir John? Aquella vez que fingimos ser médicos en busca de especímenes de estudio y conseguimos aquel monstruo del manicomio.
—No —contestó Fitz.
—¿No? ¿No lo recuerdas?
—No, no lo hicimos. Recuerdo que en una ocasión habló de algo parecido.
—¿De verdad? Podría haber jurado… —Florian barajó sus cartas, distraído—. Bueno, debió de ser en otro tiempo, con otro estafador…
—Eh bien —dijo Nadar—. Si el ministro Tourde piensa meter la mano en la hucha, más vale que se dé prisa. Carpe diem, como usted dice, mon vieux. No quedan muchos días. Los communards están haciendo gala de un valor y una determinación fanáticos, pero lo único que la ciudad no acaparó durante el interregno fueron las municiones. Se están acabando muy de prisa. La Commune caerá dentro de poco.
—No será demasiado pronto para mí —murmuró Edge, pero no se extendió más porque no habían dicho nada a Nadar sobre la refriega con el supuesto Comité de Seguridad Pública.
Al día siguiente, cuando Domingo llevó los periódicos al recinto del circo, fue al encuentro de Florian antes de leerlos a cualquier grupo interesado y anunció solemnemente:
—Quería darle el pésame, señor Florian. La gran noticia de hoy es la rendición de Francia a los alemanes. Todo está acordado y Jules Favre ha ido a Frankfurt para firmar el tratado con el canciller Bismarck.
—¿Y por qué darme el pésame especialmente a mí, Miss Butterfly?
—Francia pagará a Alemania una indemnización increíble, pero lo peor es que le hace entrega de su Alsacia. Y de un pedazo de Lorena, además. Lo siento mucho, señor.
—Bueno… gracias por decirlo, querida, pero tal vez a Alsacia no le importará tanto. No supone mucho honor, hoy en día, poseer la nacionalidad francesa. Sin duda la prensa communard debe de hacer mucho ruido sobre esta concesión a fin de azuzar una vez más el sentimiento público contra el gobierno republicano. Sin embargo, no es una sorpresa para mí. —Se atusó lentamente la perilla y añadió, dirigiéndose más a sí mismo que a ella—: Lo que sí me sorprende es haber llegado a una edad en que tan pocas cosas puedan sorprenderme.
Y en realidad, cuando Domingo le dejó, Florian parecía muy viejo y encorvado. Por primera vez desde que le conocía, aparentaba todos sus años.