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Pasaron el resto de aquel día bajando por los valles de montaña que servían de cuenca al río Inn, joven y turbulento aquí y de un pálido verde jade gracias a todo el oxígeno que había absorbido de las nieves de la cordillera. Existían notables diferencias entre este lado transalpino del paso y el cisalpino que habían dejado atrás. Allí habían ascendido entre robles, hayas y fresnos. En este lado, los árboles eran en su mayoría de hoja perenne: pinos y abetos. En el lado sur las flores silvestres habían sido adelfas y verbenas; es este lado norte eran gencianas y saxífragas.
Había varios pueblos muy pequeños desparramados por los valles altos del Inn, demasiado pequeños para ofrecer alojamiento a forasteros. Cuando la caravana se detuvo para pasar la noche en las afueras de una aldea llamada Pfunds, Florian dijo:
—Maggie me ha dicho que estos últimos días hemos gastado casi todas nuestras provisiones. Iré a llamar a las puertas para preguntar si puedo comprar pan, leche y queso a alguna buena Hausfrau. Ven, Banat. Me ayudarás a llevar las compras.
Los dos volvieron muy cargados. Magpie Maggie Hag había encendido una hoguera y los eslovacos otra, y todos, artistas y peones, se colocaron a su alrededor para comer pan y queso. De pronto, todos se enderezaron, sobresaltados, al oír un ruido muy fuerte y extraño —una mezcla de cascabeleo, grito y alarido— desde la negrura de los pinos del otro lado de la carretera.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Yount.
El extraordinario ruido sonó de nuevo. El elefante, inquieto, movió las patas, Maximus rugió y los terriers ladraron en el remolque de los Smodlaka.
—Juraría que es un gnomo —dijo Domingo, con un escalofrío.
—¿Un qué? —preguntó Fitzfarris.
—Un gnomo. Una especie de enano. Monsieur Jules me prestó un libro sobre los Alpes donde dice que los Alpes están llenos de gnomos.
Como contestando al nombre, el horrible sonido se dejó oír otra vez.
—Bueno, sea lo que sea —dijo Mullenax—, no creo que pueda dormir oyéndolo chillar de este modo. Zack, ¿tienes la carabina cargada con perdigones? Préstamela.
—¿Quieres perseguirlo? ¿Tuerto? ¿En la oscuridad?
—Soy el domador de fieras, ¿no? Y en la oscuridad dos ojos no ven mucho más que uno.
Edge fue a buscar la carabina encogiéndose de hombros y Mullenax se adentró sin ruido en el bosque.
—Creo que Abner también va cargado —observó Fitzfarris—. Si dispara esa arma en la dirección equivocada, nos puede rociar de perdigones.
Pero el ser, fuera lo que fuese, volvió a emitir su ronco alarido y un disparo lo siguió. Unos minutos después, el ser gritó de nuevo, pero enmudeció de repente tras una especie de gemido. Todas las personas que rodeaban las hogueras se dirigieron miradas inquisitivas. Después de un largo silencio, Mullenax entró en la zona iluminada llevando un bulto negro e informe.
—No he tenido que matarlo, sólo lo he hecho caer de la rama con la culata. Aún está vivo, así que lo he atado con mi cinturón. Nunca había visto un bicho igual y que me cuelguen si voy a dejarlo suelto para que me ataque con furia cuando se despierte. —Lo dejó caer al suelo y todos acudieron a mirar—. Grande como un pavo, pero ningún pavo ha gritado jamás como él ni tenido una expresión tan fiera.
El ave era de color negro y bronce con reflejos azules y púrpuras, y el cuerpo se parecía al de un pavo americano y tenía incluso la misma cola en forma de abanico, pero la cabeza, el pico y las garras eran los de una ave de rapiña. Cuando empezó a despertarse, abrió unos fieros ojos de halcón bajo las «cejas» de plumas rojas, hizo castañetear el pico amarillo, muy curvo, y volvió a emitir aquel craqueteo, haciendo retroceder a todo el mundo.
—Nada sobrenatural ni amenazador —explicó Florian—. Se trata de una especie de urogallo que en todas las lenguas europeas recibe el nombre de gallo del bosque o gallo de las montañas. En Italia es el gallo alpestre y aquí se llama Auerhahn.
—En Escocia es el capercaillie —dijo Autumn—, gallo montés en gaélico.
—¿Es bueno para comer? —preguntó Yount.
—Ya lo creo —contestó Florian—. Por lo menos en esta estación, cuando ha estado comiendo bayas y cosas por el estilo. En invierno se alimenta de agujas de pino, y entonces sabe a terebinto.
—¡Ni hablar! —exclamó Mullenax—. Nadie se comerá a un pájaro que me he molestado en capturar vivo. ¡Es para exhibir!
—Nunca podrás domesticarlo y entrenarlo —observó Fitzfarris—, pero podríamos ponerlo entre las aves disecadas de mi museo.
—Sí —asintió Florian—. Aquí no es exótico como un colibrí o un oposum, pero la mayoría de habitantes de la ciudad sólo habrán visto el Auerhahn muerto y disecado. Esto es lo que haremos: lo pondremos vivo en el museo.
Mientras la caravana del circo continuaba bajando por el valle del Inn, el paisaje de ambos lados subía hacia el cielo y consistía en densos bosques de pinos negros de los que salían de vez en cuando jirones de niebla gris, como fantasmas que se asomaran a observar la procesión. Aquí y allí los pinos cedían el paso a bosques de abetos, ondeantes como un mar que fuera a lamer las laderas de las montañas. Entre todos aquellos árboles siempre verdes, algún que otro árbol caduco —un tilo o un castaño— se encendía como una explosión verde pálido.
Más o menos cada dos kilómetros habían talado el bosque para pastos y para edificar una casa. Las casas eran de sólido diseño alpino: la parte delantera para los seres humanos y la trasera para establo del ganado en invierno, a fin de que el calor de sus cuerpos ayudase a mantener calientes las habitaciones de las personas. Los tejados eran resistentes, con aleros y un balcón que rodeaba la casa bajo las ventanas del segundo piso; tanto el balcón como los antepechos de las ventanas rebosaban de geranios rojos. Sobre la puerta de entrada había clavada una tabla larga y ancha con cornamentas de ciervo o alce, y junto a cada casa había una hilera de colmenas de abejas. Los pastos de detrás de las casas eran tan abruptos que parecía imposible que cualquier animal pudiera pacer en ellos. No obstante, había numerosas manadas y tan hermosas como ganado de feria: caballos de brillante color marrón, con crines y colas rubias y vacas de un delicado tono pardo plateado. Y en estos cálidos días de verano, no sólo los potros y terneros, sino también los caballos adultos y las vacas lecheras saltaban y retozaban por el campo. También había ovejas, pero no se movían con tanta seguridad en los pastos inclinados, y los miembros del circo rieron al ver perder el equilibrio a una de ellas y rodar colina abajo como un barril.
Como el tiempo seguía siendo espléndido, la compañía acampaba todas las noches al borde del camino, pero paraba con frecuencia ante una Schenke o Gasthaus para comer o cenar. Algunas de estas posadas eran modestas y servían la comida de los campesinos, que parecía consistir únicamente en el Sterz, un pan de harina de trigo cubierto con tiras de chicharrones. Y en una de estas tabernas, un par de los recién llegados cometió el error de pedir una bebida campesina llamada Rhum y descubrieron que no era siquiera un pariente lejano del ron, sino un desagradable destilado de patatas mezcladas con azúcar moreno, casi demasiado malo para Mullenax. Sin embargo, había otras posadas para viajeros más ricos, donde las viandas eran soberbias: liebre cocida en jarra, jabalí asado, pescado fresco del Inn, albóndigas inmensas, cerveza fuerte y un licor perfumado con genciana.
Por la noche, en torno a las hogueras, los viajeros más experimentados explicaban a los novatos cosas sobre Austria.
—Los Habsburgo, que han gobernado este país durante mucho tiempo —dijo Florian—, deben de ser la familia reinante más antigua de toda la historia. Yo diría que han ocupado un trono u otro, como duques, condes, reyes, emperadores, durante más tiempo que cualquier dinastía egipcia. Su árbol genealógico se remonta a un tal conde Guntram el Rico, alrededor del año novecientos, que dio nombre a la estirpe por su Habichtsburg: castillo del Halcón. En su tiempo, los Habsburgo han gobernado desde pequeños ducados hasta todo el Sacro Imperio Romano. Ahora mismo, hay un Habsburgo que intenta gobernar a un México bastante ingobernable.
—Eso no durará mucho —opinó Edge—. Maximiliano sólo consiguió introducirse allí porque los Estados Unidos estaban distraídos con su guerra.
—Y, naturalmente, sólo fue porque Francisco José se lo ordenó —dijo Florian—. Después de todo, ¿qué puede hacer un emperador con su hermano menor? Tratar de encontrarle un trabajo de segunda clase en el extranjero. Maximiliano ya había cometido muchos errores gobernando Venecia. Ese hombre es un papanatas.
—Una vez figuré entre los cantantes llamados a la corte de Maximiliano cuando estaba en Venecia —terció Zanni Bonvecino—. Su esposa es Carlota de Coburgo, una mujer muy desequilibrada. Es la perpetua y maniática ama de casa y siempre está quitando el polvo del mobiliario, como una camarera demente.
—Y Francisco José estar casado con Elisabeth —dijo Carl Beck—, que ser de nuestros Wittelsbach de Baviera y hacer mucho tiempo que los Wittelsbach ser famosos por su locura.
—Bueno, Francisco José tuvo una razón condenadamente buena para casarse con Elisabeth —observó Florian—. Dicen que es la mujer coronada más hermosa desde Nefertiti.
—No obstante —replicó Paprika—, Elisabeth es una Wittelsbach y, como mínimo, una persona excéntrica. Está obsesionada con su belleza y su salud. Siempre hace ejercicio, se baña en extraños aceites y come extrañas sustancias. Además, detesta la formalidad de la corte y las obligaciones reales y desprecia a su marido. Tengo entendido que ahora viaja tan a menudo como puede y, cuando vuelve a sus dominios, pasa la mayor parte del tiempo en Budapest, dejando Viena y a sus propios hijos al cuidado de Francisco José y de la madre de éste, la inflexible Sofía.
—Pero digamos en su favor —terció Autumn— que la emperatriz Elisabeth adora el circo y que ella misma es una consumada amazona. Incluso ha hecho equitación de alta escuela y dicen que aprovecha todas las ocasiones para satisfacer su pasión por el circo. Va por ahí de incógnito como aquel sultán… ¿quién era, Florian? El que siempre se paseaba disfrazado entre sus súbditos.
—Un califa persa. HarunalRaschid.
—Sí, lo he oído decir —asintió Paprika—, y también que ahora habla el húngaro a la perfección, además de todas sus otras lenguas. —Paprika hizo una pausa para soltar una risita—. ¿Sabéis una cosa? Dicen que tiene un apodo cariñoso para su marido. Le llama «Megaliotis», y no a espaldas suyas, sino a la cara. Y al pobre idiota le gusta porque en griego clásico significa «Majestad». Sin embargo, en húngaro la palabra puede traducirse como «Punto muerto».
—Bueno, pues nosotros no podemos quedarnos en un punto muerto —dijo Florian—. Vámonos a la cama, que mañana hemos de madrugar.
Él madrugó más que nadie, porque aquella tarde el Florilegio llegaría a la primera ciudad austríaca de alguna importancia, Landeck, y Florian debía apresurarse para gestionar la cuestión del emplazamiento. Así pues, Edge y Autumn condujeron a la caravana, sin posibilidad de perderse porque sólo había una carretera que siguiese el Inn por el valle. Edge sabía que durante su curso el Inn se convertía en uno de los ríos principales de Austria, pero de momento sólo era lo que en Virginia se llamaba un arroyo. Ahora, sin embargo, la carretera empezó a cruzarse de vez en cuando con otras que atravesaban el Inn por altos puentes curvados, cada uno de ellos provisto de paredes y techo de madera como cualquier chalet de montaña. Luego otro arroyo se unió de repente al Inn, convirtiéndolo en un río más respetable, y en la confluencia de ambos se alzaba Landeck, y Florian esperaba junto a la carretera.
—Acamparemos en la Eislaufplatz, que en invierno es la pista de patinaje. Mientras os esperaba he corregido estos carteles en lengua italiana. Di a todos los hombres que no conducen que empiecen a fijarlos mientras el resto nos dirijamos a la plaza.
Landeck era una ciudad de una limpieza excepcional, especialmente en comparación con algunas ciudades de Italia. No se veía un solo trozo de papel, ni un solo patio o casa que no fuera pulcro, ni una persona desaseada. Lo más notable, tanto allí como en los pueblos que habían atravesado, era que no había mendigos en ninguna parte. Sin embargo, Autumn dijo a Edge que Austria no carecía totalmente de ellos y que todos habían emigrado a Viena, donde el botín era mayor.
Landeck parecía haber crecido bastante al azar en torno a su centro —un castillo inmenso, de torres cuadradas—; los edificios habían partido de allí para desparramarse después por el valle y las laderas circundantes. La caravana del circo tuvo que seguir una ruta lenta y tortuosa por las calles estrechas hasta el otro extremo de la ciudad. Por esta razón los peones que fijaban carteles podían muy bien ir avanzando junto a la caravana mientras hacían su trabajo. En la parte superior de los carteles Florian había añadido, en grandes letras negras: «NICHT DENKEN AN KUMMER!» Cuando la caravana se detuvo ante la eventual pista de hielo y todos se hubieron apeado, Edge preguntó por el significado de aquella frase.
—Quiere decir «¡Olvidad vuestras preocupaciones!» —contestó Florian—. Venid al circo en vez de afligiros. Si estamos el tiempo suficiente en tierras germanas, haré imprimir carteles nuevos. Pero la palabra «circo» está bien clara.
—¿Tiene esta ciudad algún motivo en particular para estar afligida?
—Toda Austria lo tiene. Me he enterado de las últimas noticias sobre la guerra. Las tropas de Austria en el sur han infligido una buena derrota a los italianos, tal como se esperaba, pero sus ejércitos de Bohemia se retiran sin cesar ante los prusianos, con grandes pérdidas. Y esto no se esperaba. Es sabido que los soldados austríacos están mejor entrenados y son más disciplinados que los prusianos y tuvieron experiencia de combate contra los franceses hace siete años, mientras que los prusianos no han librado una guerra durante los últimos cincuenta. Me han dicho, no obstante, que los prusianos poseen unas armas nuevas terribles: rifles de repetición y retrocarga frente a las viejas piezas de avancarga austríacas, y cañones hechos de acero de Essen en vez de hierro fundido, por lo que pueden disparar con más rapidez y precisión. Tengo entendido que el valor y la experiencia no valen mucho frente a una potencia de fuego superior.
—Puedo garantizarle que así es —contestó secamente Edge.
Sin embargo, la población de Landeck, por muy preocupada que estuviera por motivos patrióticos, se congregó para ver al elefante y a los eslovacos levantar la carpa y la tienda pequeña, y un buen número de ciudadanos se acercó a la taquilla de Magpie Maggie Hag para comprar entradas para el día siguiente. Fitzfarris también estaba en el furgón rojo, pero en la parte trasera —la del museo— y desde allí llamó a Florian.
—Espero que el maldito pavo de Abner sea digno de exhibición —dijo Fitz, airado—. Es la primera vez que bajo los paneles laterales desde que metimos aquí dentro al pajarraco. ¡Y mire lo que ha hecho con el resto del museo!
El resto del museo había dejado de existir, exceptuando un montón de pieles y pellejos, bolas de relleno, plumas desperdigadas y tres ojos de cristal, reliquias del ternero de dos cabezas. El pico puntiagudo y las garras del Auerhahn habían destrozado todos los objetos del museo: aves, animales, incluso la serpiente de leche. El culpable extendió el abanico de su cola y los miró con desafío.
—Diantre —exclamó Florian—, tendría que haberlo sabido. Cuando oímos aquel alarido en plena noche y en pleno verano, debí comprender que no era una llamada de celo, sino un desafío a cualquier ave que invadiera su territorio.
—Y ahora se ha quedado solo en este territorio. Menos mal que los chinos ya no viven aquí. Tendría que hacer comer a Abner este condenado pajarraco, crudo, con plumas y garras.
—Bueno, metimos al Auerhahn en la jaula sin nada de comida. Quizá estaba hambriento.
—Pues que se coma a Abner. Cualquier animal capaz de engullir un ternero disecado con tres ojos, disfrutaría comiendo a un zoquete tuerto conservado en alcohol.
—Calma, sir John. Has de admitir que el museo era bastante improvisado. Mandaré a un eslovaco para que limpie el furgón y luego pensaré una historia truculenta sobre el Pájaro Asesino de los Altos Riscos. Más adelante quizá encontremos sobre la marcha algunas piezas de museo más reales que éstas. Vaya… ¿qué sucede?
Un caballero uniformado, con aspecto de funcionario, entró en el recinto a grandes zancadas, echó una ojeada desdeñosa a las tiendas, se dirigió hacia Florian y le habló en alemán con tono altanero. Los dos conversaron durante un minuto y luego el desconocido entró en la carpa.
—¿Quién es? —preguntó Fitzfarris.
Florian hizo una mueca.
—Una manifestación de la eficiencia teutónica que ya esperaba y temía. Ostentará un título parecido al de Herr Inspektor de Detalles Diminutos del Departamento de Obstrucción del Ministerio de Injerencia Pública. Nos fastidiará otro como él en cada ciudad lo bastante grande para mantener un servicio civil típicamente parásito. Yo me encargaré de él.
Entró en la carpa, donde Stitches Goesle supervisaba a los peones en la colocación de las graderías. El inspector de Landeck tocaba con expresión crítica un pliegue de la lona de la pared lateral. Cuando vio a Florian, hizo chasquear los dedos y ordenó: «Benehmenbüchern!» Florian volvió a salir, fue a su remolque y regresó con todos los salvoconductos. El inspector los hojeó uno por uno, leyendo cuidadosamente todas las entradas en todas las lenguas, o fingiendo que lo hacía. Por lo menos reconoció una de las palabras, porque alzó la mirada y preguntó:
—Kanevasmeister?
Florian le dijo que el maestro velero era el encargado de la carpa. Señaló a Goesle y el inspector pidió que le llamara. Cuando Dai se hubo acercado a ellos, el hombre dijo:
—¿Herr Goosely?
—Se pronuncia Gwell —gruñó Dai, y preguntó a Florian—: ¿Quién es este papanatas?
—Inspector municipal —respondió Florian y escuchó el largo discurso del funcionario. Entonces tradujo a Goesle—: El inspector dice que nuestra lona es altamente inflamable y que no hay cubos de arena o de agua para usar en caso de incendio.
—Espere un momento, director —protestó Goesle, indignado—. ¿Por qué me dice estas cosas? Las conoce tan bien como yo.
—Claro, pero debemos simular que discutimos el asunto.
—¿Qué hay que discutir? No sé de nada que evite un incendio en la lona. Si quiere que compre cubos, lo haré, siempre que me dé tiempo y oportunidad.
—Si se le antoja, este idiota puede prohibirnos hacer el espectáculo. Como es natural, no ha venido hasta que he pagado a la ciudad el alquiler del terreno y hemos levantado la carpa, de modo que perderíamos tiempo, esfuerzo y dinero si recibiéramos orden de desmontarlo todo. Así actúan estos funcionarios mezquinos. Ahora dame una respuesta, Dai, para que pueda traducírsela.
—¿Qué respuesta, director? Por mí puede decirle que se marche de aquí antes de que le golpee con un mazo.
—Gracias, Dai.
Florian se volvió hacia el funcionario y pronunció una larga parrafada en alemán, gesticulando. El inspector se rascó la barbilla, con expresión suspicaz.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó Goesle.
—Que el carromato que lleva los cubos contra incendios aún no ha llegado porque se le rompió una rueda por el camino. Pero los cubos estarán aquí, y llenos, antes de que abramos mañana.
—No parece creerle.
—Lo hará.
Florian se sacó de los bolsillos un fajo de entradas con varios billetes de gulden austríacos doblados entre ellas. Lo entregó al inspector mientras le dedicaba una serie de almibarados cumplidos en alemán. El funcionario cogió las entradas y el dinero, pero mirándolos con expresión todavía más suspicaz.
—Creo que ahora le acusará de soborno —dijo Goesle.
Justo entonces entró Autumn en la carpa, vestida de calle.
—Dai, una de las hebillas de mi aparato me pareció suelta la última vez que… Oh, perdón. No había visto que estás ocupado.
El inspector la repasó con la mirada, parpadeó y la miró con más fijeza. Entonces se quitó el sombrero, se inclinó mucho ante ella y empezó a salir de la carpa andando hacia atrás mientras se inclinaba también hacia Florian y Goesle y decía rápida y obsequiosamente:
—Gut gemacht! Alles in bester Ordnung sein. Verzeihen Sie, meine Herren! Küss die Hand, gniidige Dame… —Y salió.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, aturdido, Goesle.
—Por fin le hemos convencido de que verá aquí los cubos mañana —respondió Florian.
—Pero no los verá, director.
—Los verá aunque tenga que cerrar los dos ojos. Claro que la llegada en el momento oportuno de una mujer hermosa ha ayudado a convencerle. Señorita Auburn, debe haberte confundido con su emperatriz disfrazada. Recuérdame que te reclame a mi lado cada vez que tenga que tratar con funcionarios.
—Aquí hay otra cosa que debo recordarte —dijo ella, alargando un pedazo de papel—. Una letra nueva para la cabalgata inicial. Bum-bum y yo la hemos escrito juntos. Y todavía a los acordes de Greensleeves.
—Vaya, había olvidado por completo que la necesitábamos —dijo Florian.
Leyó y tarareó las palabras:
Zirku-us ist Vergnügen!
Zirkus vor Freude hüpfen!
Zirkus hat Herz rein golden! Und alles zu Zirkus willkommen!
—Podemos reunirnos esta noche para ensayarla —propuso Autumn—. Carl también tiene que enseñar a la banda una nueva marcha para la cabalgata final.
—Sí, es cierto. El himno nacional austríaco. Bueno, muchas gracias a los dos por esta letra, querida. Realmente notable. Rimar palabras alemanas y darles forma métrica, aunque sea aproximadamente, debió de ser un esfuerzo incluso para el genio del propio Wagner.
Cuando llegó la primera función del día siguiente, Zanni ya había hecho su investigación acostumbrada sobre la localidad, así que cuando él y Florian mantuvieron su charla cómica al principio del espectáculo, la mayoría de chistes de Zanni eran tópicos. Hizo desternillarse de risa al público cuando bromeó sobre «die Sechsundsechzig Starken», los sesenta y seis comerciantes locales que componían la junta de promoción cívica de Landeck. Zanni exprimió el tema, porque Starken podía significar «hombres de grandes negocios» o «gordos hombres de negocios».
Zanni introdujo además un nuevo elemento en el número, un payaso adjunto en la pequeña persona de Quincy-Alí Babá Simms. Y Alí Babá consiguió las primeras carcajadas de su vida sólo entrando en la pista, porque Zanni le había maquillado como al Tambo o Bones de una representación teatral de negros americanos. Le ennegreció aún más la cara con corcho quemado, salvo la boca, pintada como una raja de sandía. Llevaba un traje oscuro y guantes blancos. El efecto era el de un pequeño negro personificando con exageración a un muchacho blanco que a su vez personificaba con exageración a un negro, y el público lo encontró gracioso en cuanto lo vio.
Durante el diálogo cómico, Alí Babá tenía poco papel. Sólo cuando Florian, simulando furia por las réplicas e insultos de Zanni, intentaba perseguir al payaso, Alí Babá se colgaba de la levita de Florian o se agachaba para ajustarse el zapato a fin de que Florian tropezase con él. El verdadero debut de Alí Babá como payaso se produjo al final del número, cuando Florian se enfadó con él y le persiguió alrededor de la pista. Entonces Zanni sacó una chistera de alguna parte y se la puso en la cabeza, pero del revés. Alí Babá, huyendo de Florian, dio un gran salto por encima de Zanni —haciendo una voltereta en el aire, de modo que por un instante él y Zanni estuvieron cabeza contra cabeza— y aterrizó un poco más allá, de pie, con la chistera bien colocada sobre su propia cabeza.
Como él y Zanni habían ensayado y perfeccionado este número en estricto secreto, incluso los artistas estallaron en un aplauso sorprendido, junto con el público. Y éste armó un estrépito que Alí Babá y los otros americanos no habían oído nunca hasta ahora. Aplaudiendo con las manos de la forma corriente, aumentaron el ruido pateando con fuerza sobre las gradas de madera… y, al cabo de un momento, patearon al unísono, produciendo un ruido ensordecedor que no disminuyó hasta que Florian, Zanni y Alí Babá —en especial este último, con una sonrisa que casi dividía su cabeza en dos— hubieron salido a saludar repetidas veces.
Los habitantes de Landeck aplaudieron con manos y pies después de cada actuación, pero lo hicieron aún con más fuerza tras un número en particular. Los miembros de la compañía no adivinaron nunca la razón, pero cada función en Landeck atrajo un lleno de amantes casi fanáticos de los perros. Los terriers de los Smodlaka obtuvieron aplausos tan ensordecedores y tantos gritos de «noch einmal!» en la primera función, que Pavlo, Gravrila y los niños tuvieron que repetir varios números y salir a saludar muchas veces. En la función de aquella noche, bajo la luz de calcio, con el foco de Goesle siguiendo las piruetas de los perros, la actuación obtuvo el mismo éxito y los Smodlaka se vieron obligados a obedecer reiteradamente los gritos de «¡bis!»
Cuando sucedió lo mismo en cada función subsiguiente, Gavrila empezó a sentirse casi confusa ante las incesantes llamadas a la pista. Por su gusto habría saludado y desaparecido después de varios bises, pero Pavlo siempre le dirigía una mirada furibunda que la obligaba, así como a los perros y los niños, a seguir actuando hasta que los pálidos Velja y Sava parecían transparentes de tanto sudar. Y en la última función del Florilegio en Landeck, la actuación de los Smodlaka se prolongó hasta que incluso los terriers estaban medio muertos y el coronel Ramrod tuvo que tocar su silbato y hacer restallar su látigo repetidas veces antes de que Pavlo permitiera retirar a su familia y sus animales, y entonces él se quedó a saludar y sonreír hasta que el director ecuestre casi tuvo que llevárselo a rastras.
—¡Maldita sea! —le gritó Edge—. Tengo que meter cinco números más antes de la cabalgata final y luego tenemos que desmontar y tú acaparas la pista durante media hora.
—¡Pues acorte los otros prljav números! —replicó Pavlo—. No el mío, que es el que más gusta a esta buena gente.
Edge tuvo una inspiración que consideró inteligente.
—¿Se te ha ocurrido pensar —dijo— que todos esos hurras pueden haber sido dirigidos por un amaestrador de perros rival que te hace quedar el tiempo suficiente para poderse aprender todos tus trucos y señales para su propio número?
Pavlo dio un respingo, jadeó: «Svetog Vlaha!» y quedó tan pálido como sus hijos. Se agachó, agarró a Terry, Terrier y Terriest como si estuvieran en peligro de un secuestro inminente y corrió con ellos hacia su remolque.
Otro incidente inesperado se produjo aquella noche, pero no causó más problemas que una aceleración del pulso de Edge. Autumn se acercaba al final de su actuación y se estaba levantando muy despacio de una despatarrada sobre la cuerda. Todas las miradas convergían en la pequeña hada vestida de amarillo, seguida por el brillante foco de Goesle. El silencio en la carpa era tal que podía oírse el silbido de las llamas de gas. De repente, sin ninguna razón visible, a Autumn se le cayó la pequeña sombrilla amarilla, que aleteó fuera de la luz de las candilejas, por lo que dio la impresión de desaparecer, pero Edge no la miraba, sino que tenía la ansiosa vista fija en Autumn, seguro de que su respiración y su pulso se habían detenido durante la fracción de segundo en que ella había perdido el equilibrio al caerle la sombrilla. Autumn se tambaleó un poco —probablemente nadie del público lo notó siquiera— y luego continuó juntando los pies hasta que volvió a estar derecha sobre la cuerda y se deslizó por ella hasta la plataforma, donde saludó y recibió los aplausos.
—Sencillamente, me resbaló de la mano, Zachary —dijo cuando hubo bajado—. Quizá aún no estoy acostumbrada a la luz de calcio. Me da un ligero dolor de cabeza…
Edge sólo dijo que se alegraba de que no hubiera sido nada serio, absteniéndose severamente de decir algo crítico o parecido a un consejo. Pero se dio cuenta de que la confianza de Autumn en sí misma ya no era totalmente inquebrantable. Sus ojos de pétalos tenían una mirada nueva. No era de miedo, preocupación o aprensión, sino de simple perplejidad. Autumn Auburn había cometido un error que no había hecho en su vida y se preguntaba por qué.
No obstante, ya había vuelto a animarse al final del espectáculo, cuando la banda tocaba Gott erhalte Unseren Kaiser y la compañía daba la última vuelta a la carpa. Desfilando al lado de Edge, que conducía a sus caballos, le dijo:
—Escucha esa melodía. En Stepney…
¿Stepney?
—Shhh. En mi época cockney solíamos cantarla, pero con palabras obscenas.
Y empezó a cantar el solemne himno de Haydn sólo para los oídos de Edge, con la letra de «Era pobre, pero honrada», y los dos se echaron a reír.
Al día siguiente la caravana del circo continuó bajando despacio por el valle del Inn. No había pueblos lo bastante grandes para merecer una representación y la próxima ciudad de cierto tamaño sería Innsbruck, pero Florian no tenía prisa en llegar. Explicó:
—Haremos el viaje con calma hasta Innsbruck, una gran ciudad que nos permitirá una larga estancia. Luego viajaremos despacio hacia nuestro próximo destino. Cuando se nos eche encima el invierno quiero estar en las tierras bajas del Danubio, y nos quedaremos en esa región más clemente hasta la primavera.
A la compañía no le importaba viajar sin prisas porque el valle, que no dejaba de ensancharse, era cada vez más hermoso. Cada plaza de pueblo y patio de granja rebosaban de flores y los campos estaban llenos de flores silvestres.
—Los austríacos llamarlo Blumenmeer, «Mar de flores» —dijo Beck—. Especialmente en primavera, cuando todos los huertos estar en flor: cerezos, melocotoneros, albaricoqueros, almendros. Ahora sólo florecer los Pappeln.
Se refería a los álamos, que eran los árboles más abundantes en la comarca. En esta estación dejaban caer tal cantidad de pelusa blanca, que cubría la carretera con una gruesa capa. Las herraduras de los caballos apenas se oían, pero levantaban nubes de este níveo plumón y la caravana dejaba una estela blanca, como humo, que desde cierta distancia podía confundirse con el vapor de un tren.
Un atardecer, cuando la compañía había acampado junto a la carretera y visitado una granja cercana para comprar productos frescos, encontraron entre las provisiones un cesto de huevos de gansa. Sin que nadie lo notara, Fitzfarris hurtó uno de estos huevos y se lo llevó a alguna parte. La noche siguiente, en el próximo campamento, cuando Magpie Maggie Hag se disponía a freír huevos, Fitzfarris se hallaba cerca por casualidad y de improviso exclamó, en tono de sorpresa:
—¡Dios mío, Mag! Mira el huevo que acabas de coger.
Ella así lo hizo, gritó: «Devlesa!» y lo dejó caer, pero Fitz lo recogió al vuelo.
Otros se acercaron y Fitzfarris les enseñó el huevo —«¡Mirad esto!»—, y todos prorrumpieron en exclamaciones o murmullos. Cuando Florian se unió a ellos, preguntó en tono ligero:
—¿Has descubierto la gansa de los huevos de oro, sir John?
—Casi, maldita sea —dijo Mullenax—. Mírelo, director.
Florian le dio varias vueltas en la mano. Se trataba de un huevo corriente de gansa, pero la cáscara no era del todo lisa. Tenía una figura grabada: una cruz cristiana bien reconocible, en relieve sobre la superficie.
Yount, excitado, preguntó:
—¿Cómo podríamos encontrar la gansa que ha puesto este huevo? Si es una costumbre suya, ¡tendríamos algo realmente curioso que vender!
—No creo que sir John necesite a la gansa —dijo Florian, con los ojos brillantes. Y añadió, dirigiéndose a Fitzfarris—: Piensas que sería una buena idea para el Auerhahn, ¿verdad?
—Vaya. Ya ha visto antes este truco.
—Casi siempre en las comunidades más atrasadas, donde los palurdos creen a pies juntillas en supersticiones y milagros. ¿Cómo lo has hecho, sir John?
—He dibujado la cruz con cera, sumergido el huevo unos minutos en el ácido del generador de Bum-bum y luego rascado la cera. Director, presentó muy bien a ese gallo en Landeck, sonó como si fuera el rocho de Simbad, pero los patanes no parecieron muy impresionados, así que pensé: ¿y si pusiéramos un nido de ramitas en esta jaula, presentásemos al bicho como un ponedor de huevos milagrosos y vendiéramos los huevos marcados con la cruz…?
—Bueno, merece la pena probarlo. Este es un país católico. Pero me temo que encontrarás a nuestro siguiente público, los habitantes de Innsbruck, muy civilizado y blasé.
—Cualquier persona religiosa se traga con facilidad las farsas de este tipo —dijo confiadamente Fitz—. Pero si las cruces no se venden, me inventaré una farsa patriótica. Pondré en los huevos el escudo austríaco.
Sin embargo, cuando el circo llegó a Innsbruck comprobó que la población no se sentía muy patriótica y no creía en los milagros.
—Las noticias de la guerra se propagan despacio por el valle —dijo Florian cuando se encontró con la caravana en las afueras de la ciudad—. Mientras aún estábamos en Landeck, los austríacos sufrieron una derrota tan abrumadora en Bohemia, en un lugar llamado Kóniggrátz, que se han retirado hacia el sur, hasta los alrededores de Viena, y Francisco José ha pedido un armisticio a Prusia. Austria ha perdido la guerra.
—¿Qué significará esto para nosotros? —preguntó Edge.
—Ahora mismo, probablemente escasa afluencia de público y poco entusiasmo. He alquilado un terreno en el Hofgarten, pero no creo que en estos momentos solemnes sea de buen gusto fijar esos carteles de «¡Olvidad vuestras preocupaciones!».
Condujo la caravana por la avenida que bordeaba el río, a través del recinto de la universidad, rodeando la apiñada zona de la ciudad vieja, sobre la cual brillaba el tejado dorado del Schloss Fürstenburg, y por el parque público que se extendía detrás del teatro Estatal. Mientras los peones descargaban los carromatos y preparaban el montaje, Florian continuó hablando a Edge:
—En cuanto al futuro inmediato, la derrota de Austria significará probablemente una depresión económica, incluso para nosotros. Me han dicho que Francisco José ya ha consentido en ceder Venecia. Se trata de una pérdida grande y costosa y es seguro que el canciller Bismarck de Prusia exigirá más concesiones.
—De modo que Austria será un mal negocio para nosotros —observó Edge.
—Al menos durante un tiempo, pero no mucho. Los austríacos tienen la facultad de superar pronto las adversidades o tornarse indiferentes a ellas. Pero yo miro más lejos y preveo futuras conmociones políticas.
—¿Que nos afectarán?
—Que afectarán a toda Europa, me temo. Durante mucho tiempo Bismarck ha intentado unificar todos los estados germanos independientes en un Deutsche Reich unido e invencible. Hasta ahora, otros dos imperios, el francés y el austríaco, han mantenido un justo equilibrio entre ellos y podría decirse que Luis Napoleón y Francisco José han dirigido el destino del resto del continente. Ahora Austria ha perdido mucho poder y prestigio. Luis Napoleón no llorará por eso, pero tampoco sonreirá al ver a una nación germánica unificada y poderosa. Tarde o temprano, Francia deberá actuar para frenar las ambiciones de Bismarck.
—Lo cual significará otra guerra —dijo Edge—. ¿Dónde, a su juicio?
—Ah, ojalá pudiera prever esto con claridad, Zachary, a fin de poder evitar el lugar y la ocasión. Tendremos que ir haciendo nuestros planes sobre la marcha.
—Per piacere, gobernatore… direttore… —interrumpió con cortesía Zanni Bonvecino, acercándose a ellos—. Los he oído mencionar planes y me pregunto si podrían ser lo bastante elásticos para incluir a nuevos artistas.
—Por desgracia, signore —contestó Florian—, hablábamos de planes que se han combado, como lo expresó una vez un poeta. Quiso decir tutti rotoli.
—Ohimè. En tal caso perdone mi presunción. Pero ¿podría al menos presentarle a unos viejos amigos? Nos han visto entrar en la ciudad.
—No faltaría más. Siempre me complace conocer a colegas del mundo del espectáculo, aunque no pueda… bueno…
—Le presento a Kyrios y Kyria Vasilakis, que quiere decir señor y señora Vasilakis. —Era una pareja morena y bien parecida, de unos treinta años—. Spyros y Meli… griegos de nacimiento.
—Kalispéra —saludó Florian. Los Vasilakis sonrieron, mostrando brillantes dientes marfileños, y empezaron a hablar a la vez—. ¡No, no, se lo ruego! —exclamó Florian, riendo y gesticulando como para defenderse—. Kalispéra es una de las ocho palabras griegas que conozco y las otras siete son indecentes.
—Parakaló —dijo el griego, encogiéndose de hombros—. Hablar poco inglés y también otros, francés, taliano.
—Y ahora —continuó Zanni— le presento a un austríaco de nacimiento, Herr Jörg Pfeiffer. Todos nosotros trabajamos juntos durante un tiempo en el Circo Corty-Althoff. Amigos míos, permitid que os presente al director Florian y al director ecuestre Edge del Florilegio. —Todos se estrecharon las manos y Zanni prosiguió—: Jörg, Spyros y Meli fueron contratados para actuar durante la feria anual de industria y artesanía aquí en Innsbruck. Pero esta feria acaba de ser clausurada, prematura y súbitamente, a causa de las malas noticias de la guerra. Así que están libres.
—Ah… sí… —dijo Florian, confuso—. Y, díganme, ¿qué hacen todos ustedes?
—Yo soy un cariblanco —contestó Pfeifer con orgullo. Era un hombre bajo, ancho y canoso de unos sesenta años—. En la pista me llamo Fünfünf.
—Él y yo —explicó Zanni— solíamos hacer juntos el espejo Lupino.
—¡No! ¿Es cierto eso? —exclamó Florian, con el rostro más animado.
—Y yo —dijo Spyros— comer fuego y tragar espadas. Esposa Meli encantar serpientes.
Zanni se apresuró a traducir:
—Es pirófago y tragasables y ella es encantadora de serpientes. Tienen su propio equipo y serpientes, y su remolque. Jörg también posee un furgón y un espléndido vestuario del cariblanco tradicional.
—Bueno… —vaciló Florian—. Como todos deben saber, las noticias del frente también son adversas para nosotros. No creo que nos clausuren como a la feria de la industria, pero…
—Por mi parte —interrumpió Pfeifer— aceptaría cualquier salario, aunque estuviera muy por debajo de los quinientos francos semanales que suelo cobrar.
Florian calculó y murmuró a Edge:
—Cien dólares americanos. Estoy seguro de que vale usted hasta el último céntimo de dicha cantidad, mein Herr, así que no le humillaré ni me humillaré a mí mismo pronunciando la oferta que debería hacerle.
—Dígamela. Soy un comediante. Lo peor que puedo hacer es reírme.
—Ciento cincuenta francos, Herr Fünfünf.
—Aceptado. —Se volvió hacia Zanni—. Intentaremos hacer el espejo en la primera función. Vamos a ver hasta qué punto nos hemos oxidado.
—Un momento —le dijo Zanni y preguntó a Florian—. ¿Qué me dice de Spyros y Meli, director?
—No podemos condenarlos a actuar en las esquinas de Innsbruck, ¿verdad? Pero tengo que hablar de su sueldo con el director del espectáculo complementario. ¿Quiere llevárselos, signor Bonvecino, y presentarlos a sir John?
Cuando los cuatro se hubieron ido hacia el patio trasero, Edge dijo:
—En cuanto nos enfrentamos de nuevo a tiempos difíciles, usted ha de jugar a ser dadivoso. ¿Piensa pagar a un payaso lo mismo que paga a Maurice LeVie?
—No un simple payaso, sino un cariblanco. Habría sido un estúpido de dejarle marchar. El cariblanco es el elemento tradicional más antiguo del circo europeo. Pero habría sido cruel contratarle y desechar a los otros dos. De todos modos, he conseguido a Fünfünf a un precio tan de ganga, que podemos permitirnos a los griegos para el intermedio.
—¿Qué clase de nombre es Fünfünf? Suena como un estornudo de gato.
—Es una palabra sin sentido. Traducida literalmente del alemán, significaría algo así como «cinco por cinco», que es aproximadamente la forma que tendrá en la pista: cinco pies de altura por cinco de anchura. Verás lo que quiero de… oh, por todos los santos, ahí viene otro inspector municipal a inspeccionar, encontrar defectos y exigir que le engrase la palma. Ve a buscar a Autumn, Zachary.
—No puedo. Está indispuesta. Ella no lo admitiría nunca, pero me he dado cuenta de que no tiene la vivacidad de costumbre. La he hecho acostar hasta que Maggie Hag pueda darle un vistazo.
—Lo lamento. Y aún lamento más tener que tratar yo solo con este latoso. Pero espero que la indisposición de tu dama sea sólo trivial y pasajera.
Florian fue al encuentro del inspector, le saludó y le acompañó mientras inspeccionaba la tienda que estaban levantando, miraba otras cosas y escribía en una libreta de notas. Florian mantenía una amable charla en alemán, pero el inspector sólo contestaba con gruñidos, hasta que Florian tuvo la inspiración de decir: «Este circo es una empresa seria». El inspector le miró con atención y preguntó si «además era sólida».
—Está construida a plomo —replicó Florian.
—Entonces el constructor debe de ser meticuloso —dijo el inspector, cerrando la libreta. Cuando ambos hubieron intercambiado signos discretos, formuló otra pregunta—: ¿Y si se acaban las piedras para el constructor?
—Entonces hay que darle más y también dinero para la próxima obra.
Hubo una discreta transacción de otra clase y el inspector se despidió.
Edge estaba sentado en los peldaños abatibles de la parte trasera del remolque cuando Magpie Maggie Hag salió por la puerta. Se levantó para dejarla bajar y preguntó:
—¿Y bien?
Ella le hizo señas para que la siguiera a cierta distancia del remolque.
—Tiene mucho dolor de cabeza, dice tu romeri. También siente a ratos una debilidad en las manos que va pasando de una a otra. Pero yo sé que no es debilidad, sino entumecimiento. Cuando no miraba, la he pinchado con un alfiler y no ha notado nada.
—¿Cuál es la causa, Mag?
—Podrían ser muchas cosas. Algunas poco importantes, otras mucho. Pero, dime, ¿no has advertido ninguna diferencia en ella?
—Pues, sí… Está apática, deprimida, desde la noche en que se le cayó la sombrilla durante la función de Landeck.
—¿No has notado nada más? ¿Anterior a eso?
—¿Qué quieres decir? ¿Has notado tú algo? ¿Cuándo?
—Hace muchos días. En el palacio italiano, cuando oyó pararse el reloj.
—Oh, vamos, Mag. Fue algo peculiar, de acuerdo, pero no lo uses para empezar una de tus historias para los patanes. Si Autumn está enferma, quiero conocer la enfermedad y no escuchar un cuento gitano.
—Pero es que oyó pararse aquel reloj. La cabeza de una persona puede hacer cosas muy extrañas. Y cuando las hace, hay que preguntarse por qué.
—¡Maldita sea, Mag! ¿Insinúas que está mal de la cabeza?
—¿No has notado ninguna diferencia en la cara… en cómo mira?
—Bueno… sí. Sus ojos han perdido un poco de brillo, pero ¿no es esto natural si se encuentra débil?
—La próxima vez que la mires a los ojos, fíjate bien. De momento, déjala descansar. No permitas que actúe mañana. Le he frotado las manos con un ungüento de pimienta picante. Ahora voy a hacerle una poción para darle fuerza. Ya veremos.
Edge se quedó pensando un minuto y luego se enderezó y entró en el remolque. Autumn yacía en la cama, recostada sobre la almohada, con un lápiz y papel en la mano, y escuchaba la música tintineante de Greensleeves que tocaba la cajita que Edge le había regalado en Perugia.
—En vez de estar sin hacer nada —dijo—, me he puesto a componer el texto francés para la cabalgata… para cuando hayamos llegado a París. Alguien tendrá que traducirla al húngaro y al ruso por si vamos a…
—Deja de preocuparte por el circo —contestó Edge— y concéntrate en recuperar el ánimo, querida.
Acercó una de las dos sillas y se sentó a su lado.
—Oh, Zachary, ya sabes que las mujeres nos ponemos tristes y melancólicas de vez en cuando. Si dejáramos el trabajo cada vez que…
—No me arriesgaré a que sufras un desmayo femenino a doce metros del suelo. Mañana no actuarás. No hasta que Maggie te haya devuelto las fuerzas con una de sus pócimas.
—¡Pero mi número cierra el espectáculo! Florian se arrancará la barba.
—No, no lo hará. Domingo y Lunes pueden hacer la subida inclinada y esto convencerá a los patanes de que han visto bailar sobre la cuerda floja. Y ahora Florian acaba de contratar a un payaso nuevo que considera algo especial, de modo que tendremos un programa completo; el público no se sentirá defraudado.
—¿Así que no me echarán de menos? —preguntó ella, fingiendo desengaño—. Esta perspectiva es peor que sufrir una caída.
—Yo te echaré de menos. Y al diablo con todos los demás; sólo importamos tú y yo. Quiero que te repongas y si es necesario te ataré a la cama.
Ella continuó protestando, pero Edge no la escuchaba. Tal como le había aconsejado Magpie Maggie Hag, estaba mirando con mucha atención a Autumn. Y había en efecto algo diferente en ella —en su rostro—, algo de lo cual no se había percatado hasta aquel momento. Era como si… pero no, era imposible, se dijo. Una cara no podía hacer aquello. Los rasgos más bellos podían enfermar, envejecer, arrugarse, volverse ordinarios, incluso tener cicatrices, pero el cambio que ahora le parecía ver era una imposibilidad física en una cara. «Maldita sea —pensó—, esa vieja gitana me ha nublado la vista».
—Sigue acostada —dijo— y saborea la ociosidad. Entraré a verte y en cuanto tenga ocasión de ir al centro te compraré libros. Cuando Maggie te traiga sus brebajes de hechicera, sé buena chica y trágatelos, ¿quieres?
Una vez fuera, Edge encontró a Florian conferenciando con un grupo de hombres y mujeres de diversas edades, ellos con lederhosen de color verde musgo y ellas con dirndls multicolores. Al final de la conferencia, varias personas dieron dinero a Florian antes de irse. Florian hizo una seña a Edge para que se acercara y le dijo, muy contento:
—Sir John estará en la gloria. No sólo tiene dos atracciones nuevas para su espectáculo (el tragasables y la encantadora de serpientes), sino que tendrá además por primera vez una avenida llena de barracas. Esta gente ha venido a pedir lo que llamamos falsos privilegios: permiso para instalarse en nuestro patio delantero. Y algunos quieren incluso acompañarnos después por esos caminos. Toda clase de baratijas y comestibles.
—¿Baratijas? ¿Comestibles?
—Puestos de souvenirs, puestos de cacharros, puestos de pasteles. Como las barracas que viste en la feria de Italia. Toda esa gente vendía comestibles, bebidas, artesanía, baratijas, cualquier cosa, aquí, en la feria de la industria de Innsbruck, y todos han tenido que cerrar al clausurarse la feria. Ahora están deseando pegarse a nosotros. No significan mucho dinero, claro; sólo he pedido a cada uno una cuota nominal por los falsos privilegios, pero ningún porcentaje de lo que ganen. Pero darán bullicio, color y vivacidad a nuestro patio delantero.
—Como usted diga, director.
—Bueno, seguramente has visto que algunas de esas vendedoras son jóvenes y bonitas. Las admiro en especial por sus dirndls almidonados, que levantan y redondean sus pechos. —Esbozó una sonrisa de experto—. Antes sólo llevaban dirndls las niñas, hasta que sus hermanas mayores se dieron cuenta de lo atractivo que puede ser ese vestidito con delantal. Virginal y seductor al mismo tiempo. Creo que una mujer bonita no puede lucir un vestido más favorecedor.
—No cabe duda de que está eufórico, director. Deduzco que ese inspector civil no ha sido demasiado descortés en su inspección.
—Oh, me lo he sacado de encima con bastante facilidad. Ha resultado que teníamos algunos intereses en común. Además, existe una costumbre austríaca llamada Freunderlwirtschaft, equivalente a la que vosotros los americanos llamáis «tú me rascas la espalda y yo te rascaré la tuya». En cambio tú, Zachary, muchacho, no pareces muy eufórico. ¿Por qué?
—Venía a decírselo: habrá que cambiar el programa principal. Autumn no puede actuar mañana. Quizá no podrá durante algún tiempo.
—Querido amigo, lo siento mucho. Lo lamento por los dos y espero, como es natural, que se reponga pronto.
—Gracias. Pero ¿y el programa?
Florian pensó un momento.
—En vez de Autumn como número final, después de las chicas Simms, haremos salir a Fünfünf y Zanni para que hagan el espejo Lupino. El éxito de este número está siempre garantizado.
—Estaba seguro de que asignaría el final a los trapecistas.
—No. Herr Pfeifer ha aceptado noblemente un salario reducido; paguémosle por lo menos con un buen lugar en el programa. Él y Zanni cerrarán el espectáculo con un buen número cómico que hará furor.
—Habrá furor, desde luego, cuando Maurice y Paprika se enteren de esto. Usted dijo que veía la inminencia de otra guerra. Sospecho que está más cerca de lo que pensaba.
—Pues afrontémosla cuanto antes. Creo que todos los implicados se hallan ahora bajo la carpa.
Florian y Edge entraron y encontraron a Beck y sus peones colgando y comprobando a la vez la seguridad de varias instalaciones aéreas. Maurice y Paprika vigilaban de cerca —casi en la cúpula— la colocación de sus trapecios y Domingo y Lunes Simms observaban con la misma atención a otros hombres que tensaban las hebillas de la cuerda inclinada entre la cúpula y el suelo. En medio de la pista cubierta de serrín, ajenos a todo el trabajo que se desarrollaba encima y alrededor de ellos, Zanni y Fünfünf enseñaban al pequeño Quincy Simms un marco de madera bellamente tallada. Era lo bastante grande para contener el retrato de cuerpo entero de un adulto, pero se reducía a un rectángulo abierto y vacío.
Florian tuvo que gritar a payasos y trapecista para hacerse oír por encima del ruido. Todos dejaron sus ocupaciones respectivas y se acercaron. Probablemente Edge habría abordado el tema con cierta tergiversación, pero Florian anunció sin ambages:
—Nuestra atracción final del espectáculo, la señorita Auburn, está enferma y no actuará mañana. Las señoritas Domingo y Lunes saldrán como de costumbre, en penúltimo lugar. Herr Fünfünf, si usted y el signor Zanni creen que han ensayado lo suficiente el número Lupino, actuarán después de las señoritas Simms y cerrarán el espectáculo.
Los dos payasos dijeron a la vez «Ja» y «Sí».
Maurice se limitó a expresar una leve protesta.
—Creo, monsieur le gouverneur, que el espectáculo debería concluir con un número de emoción. O sea, conmigo y mi pareja en el trapecio.
Florian replicó:
—Suelo tener una razón para mis decisiones, monsieur LeVie. Con esto basta.
Maurice se encogió de hombros con resignación gala, pero el temperamento húngaro de Paprika se encendió.
—¡Pues para mí no basta, kedvesem! Después de tantos años de pisar serrín juntos, ahora me niegas el número final y lo das a este… ¡a este primero de mayo! ¡O jaj, en realidad parece más un primero de diciembre! —Miró con desprecio y de arriba abajo al recién llegado, desde sus ralos cabellos grises hasta su raído traje de paisano y gastados zapatos—. ¿Crees de verdad que voy a aceptar un lugar detrás de esta… esta ruina vieja y endeble?
Antes de que nadie pudiera hablar, Herr Pfeifer dobló de prisa una rodilla, se quitó los pesados zapatos y entonces, sin quitarse ninguna otra de sus ceñidas prendas, ni siquiera aflojarse la corbata, fue descalzo hacia la cuerda inclinada de las chicas Simms. Sin pértiga ni ningún otro accesorio estabilizador, corrió con pies seguros por la cuerda hasta el extremo, asegurado cerca de una de las plataformas del trapecio. Saltó ágilmente a la plataforma, descolgó la barra del trapecio, se lanzó al aire cogido a ella, ejecutó una serie de volteretas, se colgó de las rodillas, se mantuvo en vertical cabeza abajo —con la incongruente vestimenta flotando en desorden a su alrededor—, se dio impulso y aterrizó con ligereza en la plataforma, saltó de ella a la cuerda inclinada y bajó ésta dando saltos mortales. Una vez en el suelo, sin jadear siquiera, dirigió a Paprika la misma mirada altanera que ella le había dirigido y se sentó en el bordillo de la pista para ponerse los zapatos. Todos los ocupantes de la carpa, desde Florian al último eslovaco, le miraban fijamente, aturdidos y sin habla.
Paprika rompió el silencio reinante y lo hizo con gentileza:
—Verzeihen Sie, Artistenmeister. Lo que he dicho es inexcusable. Estaré orgullosa de aparecer en cualquier programa del que usted forme parte. Me humillo.
—No se humille nunca, Fräulein —dijo el viejo con aspereza.
—Jörg también fue trapecista en otro tiempo —explicó Zanni.
—Pero un día me caí y me rompí varios huesos. Y perdí la serenidad.
—Ma foi —dijo Maurice, admirado—. No me gustaría competir con usted cuando la recobre.
—Pero, Herr Fünfünf… —dijo tímidamente Domingo—. Aber… warum werden ein Clown?
—No me convertí en un clown —contestó él—. Me convertí en un cariblanco. Se trata de una profesión incluso más elevada que la de trapecista. Mañana lo verán.