3
El carruaje recorrió al trote las avenidas, frente a las estatuas y fuentes y los escasos paseantes vespertinos de los jardines públicos de las Tullerías y un centinela le dio el alto a la entrada de los jardines del palacio. Cuando Florian dijo su nombre, el centinela desapareció en la garita, dotada al parecer de un aparato telegráfico, porque salió casi inmediatamente para saludar con el mosquete y dar paso libre al carruaje. También había guardias flanqueando la entrada del palacio, pero éstos se limitaron a presentar armas mientras un lacayo bajaba corriendo las escaleras para coger las riendas de Bola de Nieve. Cuando Florian y Edge hubieron subido la amplia escalinata, el gran chambelán del palacio estaba allí para saludarlos, luciendo una librea escarlata ricamente bordada y la enorme llave de su cargo colgada de una cadena de bellotas doradas y verdes en torno al cuello: el duque de Bassano en persona, que en general confiaba a los vicechambelanes todas las obligaciones menos la dirección de los grandes bailes y recepciones de la corte. Rebosando cortesía durante todo el camino, el duque los guió por diversas escalinatas y una serie de pasillos al estudio de Luis Napoleón, quien se levantó para saludarlos cuando entraron.
Podría haber sido un hermano mayor y más corpulento de Monsieur Nadar. Llevaba la misma barba y el mismo bigote engomados y puntiagudos y los cabellos grises peinados de modo similar en pequeñas ondas sobre las orejas. Sin embargo, su tez tenía un color malsano, el blanco de sus ojos era amarillento y tenía la espalda encorvada. Su traje, como el de Nadar, estaba muy bien cortado y era del mejor paño negro y el mejor hilo blanco, pero no podía llamarse imperial; podía ser un burgués vestido para ir a la iglesia.
—Monsieur Florian, coronel Edge, estoy encantado de conocerlos. —Les indicó que tomaran asiento en unas sillas boulle y en seguida se sentó él mismo. Su sillón era de los nuevos «cómodos» de cuero acolchado y levantó sus rígidas piernas para apoyar los pies en un pouf del mismo cuero—. Espero que me perdonen la urgencia de la llamada, pero quería sostener al menos una entrevista con ustedes en privado. —Edge siempre había supuesto que un emperador podía exigir entrevistas en privado cuando se le antojara, pero Luis añadió en tono significativo—: Mi esposa la emperatriz volverá un día de éstos de los festejos en el canal de Suez.
Su estudio era un aposento sencillo y masculino, pero con la calefacción excesiva propia de una vieja. Las paredes eran todas ellas estanterías de libros, interrumpidas solamente para dar cabida a un enorme escritorio para el emperador y uno menor para su secretario. Ocupaba el centro de la habitación un divan-jardinière o sofá circular colocado en torno a una gran maceta cuyas plantas eran rosas y lilas blancas en plena floración. Sin embargo, su perfume, si lo tenían, era neutralizado por un olor desagradable que impregnaba la habitación y que quedó explicado cuando Luis ajustó un cigarrillo en una boquilla de oro y lo encendió —y continuó fumando uno detrás de otro mientras hablaban—, porque los cigarrillos habían sido remojados en una especie de remedio contra el asma que olía a mil demonios.
A pesar de la urgencia, la entrevista se inició con una charla intrascendente, diciendo el emperador:
—He oído pasar su cabalgata, messieurs, a primera hora de la tarde, tocando Partant pour la Syrie.
—¿Qué otra cosa podíamos tocar bajo los ventanales del palacio? —respondió Florian con una sonrisa—. ¿Qué otra cosa sino el himno más popular del país?
—Del país, no mío. Detesto esa maldita canción.
—¡Ah! —exclamó Florian, desprevenido—. Bueno…
—Quizá ignoren que fue mi madre quien la compuso —prosiguió Luis—. Puede ser una buena pieza de música, no lo sé porque no tengo oído, pero aborrecía a mi madre la reina Hortensia y la canción me la recuerda perpetuamente. Es imposible tener buenos recuerdos de una madre que me dio un hermanastro bastardo y a su marido, mi padre, un hijo de otro hombre. Por suerte, tanto ella como el bastardo ya han muerto; llamaban a éste, por cortesía, le duc de Morny, y una vez colaboró con ese judío Offenbach en la composición de una opereta para un baile de la corte que resultó muy ofensiva. Desde entonces también he detestado la música de Offenbach.
—En este caso, majestad, la excluiremos de nuestro repertorio…
—Oh, no. No se puede prohibir a todas las bandas y orquestas de Francia que toquen estas melodías, ni a la gente que las cante. No importa, pues, que ustedes también las toquen.
A fin de abordar un tema más ligero, Edge hizo el comentario, señalando la jardinera, de que nunca había visto rosas y lilas en flor en pleno invierno.
—Obligadas por el invernadero —contestó el emperador—. En un calor artificial y en total oscuridad para que crezcan blancas. Por desgracia, si se plantan al aire libre recobran sus colores ordinarios y vulgares.
Como este tema también parecía deprimente para su majestad, Florian abordó el motivo de que los hubiera llamado para atenderle.
—Habéis leído la carta del zar Alejandro, sire…
—Oui. —Alargó la mano para cogerla de una mesa, lo cual requirió el desplazamiento de unos naipes colocados para un complicado solitario. Luis echó una ojeada al pergamino, se atusó las puntas del bigote y dijo con una sonrisa torcida—: Todos los monarcas europeos se dirigen a mí al estilo tradicional, como «Monsieur mon frère». Sólo Alejandro se niega todavía a reconocer mi legitimidad y siempre empieza sus cartas con «Mon cher ami». No estoy ofendido. Casi lo prefiero. Un hombre elige a sus amigos; en cambio, como sé muy bien, no puede elegir a su hermano. —Luis se recostó en el sillón—. En cuanto a la carta de presentación, elogia calurosamente su circo, como ustedes ya saben. Espero que estén satisfechos con el terreno que asigné a sus emisarios.
Florian le aseguró que así era. Luis ofreció la ayuda de su chambelán para todo lo que el circo pudiera necesitar y luego extendió una invitación a toda la compañía para asistir al próximo baile de palacio, cuya fecha se concretaría cuando su majestad Eugenia hubiese regresado del extranjero. Florian aceptó con gratitud en nombre de su compañía.
—También sabrán —dijo el emperador, volviendo al asunto— que la carta contenía líneas en tinta invisible. —Hizo una pausa, frunció el ceño y añadió, quisquilloso—: Alejandro no deja de darme consejos, pero se niega a facilitarme la fórmula de esta utilísima tinta secreta.
Florian y Edge también se abstuvieron de divulgarla.
—Su mensaje oculto consiste esta vez en una sola advertencia. No debo declarar la guerra a Prusia, por muchas que sean las provocaciones de esos boches. Realmente, messieurs, esto es como si me dijera que no debo saltar por esa ventana a los ladrillos del patio, tres pisos más abajo. No tengo la menor intención de hacerlo; es superfluo que me prevengan contra semejante temeridad. Sin embargo, puedo imaginar una situación (un voraz incendio en este piso del palacio, por ejemplo) que me obligase a saltar por una ventana, bon gré, mal gré, y al diablo con la sensatez y los buenos consejos.
Florian murmuró que, en efecto, cualquier exigencia era concebible.
—No obstante, el zar añade que usted, coronel Edge, puede darme razones adicionales para no declarar la guerra a Prusia. Por favor, hágalo.
—Vuestra majestad deseará tomar notas —dijo Edge—. ¿Queréis llamar a…?
—Las tomaré yo mismo. —El emperador cogió papel y lápiz de la mesa, desechando la página en que al parecer había apuntado los solitarios ganados y perdidos—. Por el momento, messieurs, esta conversación debe quedar estrictamente entre nosotros.
Entonces Edge recitó de memoria: qué fuerzas había visto agrupadas o viajando por el este del Rin, identificando cada unidad del único modo que sabía, de acuerdo con su composición —infantería, caballería, artillería, intendencia— y la insignia de cada una en banderas, vehículos o uniformes. Dio su mejor estimación del número de hombres y oficiales de cada una de esas unidades y dijo dónde estaba emplazada o adónde parecía dirigirse, y qué suministros llevaba, como una indicación del tiempo que esperaba estar en campaña. Enumeró las armas pequeñas que llevaban las tropas de infantería y caballería y las piezas de artillería de las unidades y, juzgando por los furgones y armones, de cuántas municiones disponían para dichas armas. Describió dos evidentes depósitos de suministros que había observado y extrapoló de ellos los probables preparativos logísticos de los prusianos para mantener sus tropas a considerable distancia de cualquier base doméstica. Luis Napoleón tomó nota de todo, sin interrumpir, asintiendo a intervalos, mientras Florian miraba a Edge con franca admiración.
—Lo que tiene una importancia más inmediata, en mi opinión —prosiguió Edge—, es el asunto de los pertrechos. La infantería y caballería prusianas, y, por supuesto, todos sus aliados, llevan rifles y carabinas Dreyse de retrocarga. Todas las piezas de artillería que he visto son también de retrocarga y están hechas de resistente acero Krupp. Aquí en Francia, en cambio (por ejemplo, en el puesto fronterizo donde cruzamos el Rin y donde podrían cruzarlo los prusianos), sólo he visto rifles y cañones de avancarga. Y lo que es peor, majestad, los cañones de vuestro ejército son todos de bronce. Deben datar de la guerra de Crimea.
—N’importe pas —dijo con displicencia el emperador—. Estamos equipando poco a poco a nuestras tropas con rifles Chassepôt de retrocarga. Pero no hay prisa con esto porque no tememos duelos entre soldados individuales cargados con rifles individuales. Ni siquiera tememos a la artillería de acero. Tenemos las nuevas mitrailleuses Montigny. Usted no debe de haber visto estas armas, coronel, porque las mantenemos en secreto hasta que se necesiten.
—Mitrailleuses? —preguntó Edge—. Pardon, majesté. —Se volvió y dijo a Florian en inglés—: Que yo recuerde, mitraille significa metralla. Sí, es casi igual en español: metralla. —Florian sólo pudo encogerse de hombros, así que Edge se dirigió de nuevo a Luis—: Con todos los respetos, majestad, no hay nada nuevo en la metralla. Sólo es efectiva a corto alcance, cuando se descarga contra una tropa muy agrupada, y…
—El nombre desorienta, coronel. Deliberadamente, para engañar al enemigo que pudiera oírlo. El arma nueva de monsieur Montigny dispara con rapidez y tiene largo alcance. Emplea balas de cartucho procedentes de discos previamente cargados que alimentan treinta y siete tambores movidos por una manivela. Los tambores disparan en rápida sucesión y vomitan un chorro letal de plomo. Ninguna tropa puede resistirlo, por mucha calidad que tengan sus armas individuales.
—No puedo poner en duda vuestras palabras, majestad —dijo Edge con diplomacia—, puesto que no he visto en acción el invento de monsieur Montigny. Sin embargo conozco una máquina similar inventada por Gatling, un hombre de Carolina, pero los confederados nos alegramos de que ofreciera el arma a los yanquis y no nos cargara con ella. La Gatling sólo tenía diez cilindros, pero siempre se atascaban. No quiero pensar qué ocurriría con treinta y siete…
—Yo he visto funcionar la ametralladora de Montigny —replicó Luis, muy tieso— y lo hace bien.
—Aun así, debo decir algo a vuestra majestad —persistió Edge—. Cualquier arma accionada manualmente es absolutamente incapaz de una puntería precisa. Y cuanto mayor sea el alcance, tanto más disperso y fortuito será el plomo disparado. No será un chorro, sino una débil llovizna.
—He tomado nota de sus críticas —dijo el emperador, ahora con acento glacial— y ordenaré a mis artilleros un examen a fondo. ¿Desea decirme algo más?
—Sí, señor. Los prusianos también tienen una arma secreta. Por lo menos, dudo de que estéis enterado. Yo lo vislumbré por casualidad.
—Qu’est-ce que c’est?
—No es una cosa, majestad, sino una persona. Los prusianos parecen tener de su parte al general americano Philip Sheridan.
Luis Napoleón dejó de mirar a Edge con frialdad y pareció perplejo, lo mismo que Florian.
—Lo vi en uno de esos depósitos de suministros que os he mencionado. No vestía uniforme, pero distinguí sin error posible a ese achatado bastardo. Lo acompañaban tres o cuatro generales prusianos y ninguno de ellos se fijó en una inocua caravana de artistas circenses que pasaba por allí en aquel momento. Me quedé atónito al ver allí al Pequeño Phil, pero su estupefacción habría sido mayor que la mía si me hubiera visto conduciendo un carromato de circo por Kurhesse, un confederado contra quien había luchado en el valle de Shenandoah y junto a quien presenció la entrega de armas en Appomattox.
—C’est incroyable —murmuró el emperador.
—Pues bien, lo último que supe de Sheridan fue que era gobernador militar de Missouri y convertía en un infierno la vida de los indios locales. Con anterioridad había sido gobernador militar de Louisiana, pobre, derrotada y doliente, e hizo la vida tan imposible allí que incluso el presidente Johnson se horrorizó y echó del estado al hijo de puta. Quizá el Pequeño Phil está de permiso y se divierte ayudando a los prusianos de forma extraoficial. O quizá su antiguo comandante y nuevo presidente, Ulysses Grant, lo ha enviado aquí en alguna misión equívoca, pero debo decir esto: si Phil Sheridan está actuando como consejero de los prusianos, espero que Francia no tenga que luchar contra ellos. Si ha de hacerlo, espero que Francia no pierda, porque no hay nada que guste más a Sheridan que pisotear a los vencidos… y éste es el consejo que dará a los prusianos.
Hubo un largo minuto de silencio en la habitación. Por fin Luis Napoleón dijo con malevolencia:
—Este cochon de Sheridan ya me acosó una vez, me puso obstáculos y me dio sobrada causa para aborrecerle. Apenas un mes después del Appomattox de que usted habla, coronel Edge, el tal Sheridan tenía una división de tropas americanas en la frontera con México, haciendo maniobras fingidas y amenazando a la monarquía que yo intentaba establecer allí. Entretanto, Washington me enviaba fieros ultimátums y amenazas. Bueno, Maximiliano era demasiado inepto para defender México contra una invasión americana y yo no podía dirigir una guerra desde el otro lado del océano. Además, debo decir con franqueza que, tras la derrota de la Confederación, consideré que la aventura mexicana ya no merecía la pena. Me había metido en ella como en un juego y, por lo menos en parte, para complacer a mi esposa la emperatriz. Eugenia tiene sangre española, ya lo sabe usted; todavía sueña como española con una conquista de México.
Suspiró y guardó un silencio pensativo. Luego continuó:
—La aventura podría haber triunfado. Tendría que haber salido bien. Si su Confederación hubiese ganado la guerra, coronel, la aventura habría sido coronada por el éxito. Entonces los Estados Confederados de América habrían tenido en su puerta trasera una nación tan firme y amistosa como la propia Francia, una aliada que pronto habría ayudado a la Confederación a anexionarse los estados del norte, y eventualmente, Canadá. En cambio ahora, ¿qué clase de vecino mexicano han conseguido los Estados Unidos con su inoportuna oficiosidad? Como resultado de las amenazas de Washington y la presencia amenazadora de Sheridan en la frontera, yo retiré a mis tropas francesas y mi apoyo a la naciente monarquía. Maximiliano fue destronado y ejecutado, su esposa la emperatriz está loca de atar y México ha vuelto al caos del republicanismo y las revoluciones, estragos de los que tal vez no se recobre nunca. Así que, ya vé, tengo motivos para vengarme del general Sheridan por su parte en aquel desastre. —Luis Napoleón dio un puñetazo sobre el brazo del sillón—. ¿Y ahora el fils de putain intriga de nuevo contra mí? ¿Justo tras mi frontera alsaciana? C’est intolérable!
No obstante, su rostro lívido se serenó de repente e incluso se iluminó. Inclinándose hacia Edge y sonriendo, como sediento de sangre, dijo:
—Sheridan es un soldado de caballería. Usted también, y ya ha luchado contra él. ¿Le gustaría volver a luchar contra Sheridan, coronel? ¿Y vencerle esta vez?
—No me gustaría, majestad, pero gracias de todos modos. La sonrisa de Luis Napoleón se trocó en una mueca y su voz adquirió un tono severo:
—En general no se considera cortés, o aconsejable, contestar a un emperador con un no categórico e inequívoco, coronel Edge.
—Perdonad mis modales, majestad, pero no soy súbdito de vuestra majestad y probablemente ya he violado algún código internacional de guerra al traeros la información que acabo de…
—¿Y Sheridan? ¿Qué hace él? Foutre! Si Bismarck y su general Von Moltke pueden procurarse la ayuda de un extranjero, seguramente yo puedo hacer lo mismo. Consultaré con el maréchal MacMahon respecto a la graduación que se le puede otorgar a usted. Supongo que será superior a la de teniente coronel.
Esta vez Edge, groseramente, sin pedir perdón a su majestad, se volvió hacia Florian y exclamó en inglés:
—Ya le dije que alguien arriesgaría el pellejo, maldita sea. —Florian le dirigió una expresiva mirada de advertencia, pero Edge no hizo caso—. Que me cuelguen si me dejo arrastrar a otra maldita guerra y en especial a una que…
—Permítame interrumpir, coronel —dijo Luis, también en inglés—, antes de que cometa alguna imprudencia lamentable. Durante mis diversos exilios, he vivido varios años en Londres y brevemente en Nueva York. Es probable que sepa maldecir en inglés con tanta fluidez como usted.
—En cualquier lengua, majestad, tengo que rechazar cualquier compromiso ulterior. He hecho todo lo que quiero hacer.
—Espere un momento. Acaba de nombrar a la maldita guerra. Sin embargo, no hay ninguna maldita guerra. Con usted para contrarrestar al belicoso Sheridan (ayudándonos a anticiparnos a sus ideas, a los consejos que daría a los prusianos), tal vez podríamos evitar cualquier maldita guerra.
—Majestad —respondió Edge, cansado—, oí el mismo argumento de labios del zar Alejandro y por ello me he comprometido hasta este punto. Os pido que me disculpéis. No quiero saber nada más de la guerra ni de rumores de guerra.
—Está bien —dijo el emperador, extendiendo las manos—, no volveré a importunarle. Dios quiera que no haya otra guerra, en cuyo caso esta discusión habría sido sólo académica. Sin embargo, si se declara la guerra, espero que todos mis súbditos se unan bajo la bandera tricolor. —Se levantó para estrecharles las manos y añadió—: Y también todos los hombres de buena voluntad que disfruten de la hospitalidad y los beneficios de esta bandera.
—Esto no lo ha dicho en vano —observó Florian cuando él y Edge hubieron subido de nuevo al carruaje y abandonaban los jardines del palacio, ahora iluminados para la noche—. Me imagino que podría ordenar el reclutamiento en una emergencia nacional. Tú serías vulnerable, Zachary, puesto que eres, después de todo, algo parecido a un apátrida. Dudo de que el cónsul americano interviniera en favor de un ex confederado. Rara vez he visto a los consulados americanos hacer algo por los americanos leales con dificultades en el extranjero.
Edge se limitó a gruñir.
—No me interpretes mal, Zachary —continuó Florian, torciendo hacia la rue des Pyramides—. No te estoy recomendando ninguna línea de conducta, sólo te indico lo que ya debes de saber: que a los voluntarios les va muchísimo mejor que a los reclutas. Al emperador le ha faltado poco para ofrecerte un bastón de mariscal. ¿Conoces la historia del conde Rumford?
—No.
—Era un muchacho de Massachusetts llamado Benjamin Thompson, un monárquico durante la revolución americana que llegó a coronel de la caballería británica y obtuvo por ello el título de sir. Después sirvió al príncipe de Baviera como oficial del ejército y llegó a ministro de no sé qué cartera… y recibió el título de conde. Eligió un nombre tan poco bávaro porque era el del pueblo natal de su esposa en New Hampshire. Así que, ya ves, es posible llegar muy lejos y subir muy alto al servicio de un príncipe extranjero. Mientras tanto, el conde Rumford continuó con sus intereses principales, los experimentos científicos, igual que tú podrías hacer con el circo…
—Esto es lo único que me interesa. No quiero tener nada que ver con las guerras de otras gentes.
—Bueno, es cierto que ya has participado en una. Pero pensaba que esto te haría ver la guerra de un modo más casual, incluso que casi la desearías, como un caballo de bomberos impaciente por ser enganchado en cuanto oye la campana.
—¡Maldita sea, Florian! —Edge se volvió en el asiento del carruaje para mirarle de frente—. Hace mucho tiempo le conté la desbandada de la caballería Comanche en Tom’s Brook. Pues bien, yo no fui un espectador de aquella fuga, sino parte de ella. Fui uno de los que se derrumbaron y echaron a correr. Todavía lo hago, en sueños. Jamás me pondré de nuevo en una situación en que pueda repetir lo que hice entonces.
Florian siguió conduciendo en dirección a la ancha avenue de l’Opéra, iluminada por brillantes globos encendidos. No volvió a hablar hasta que enfiló dicha avenida:
—¿El sargento Yount también?
—Tendrá que preguntárselo a él. Entonces yo estaba demasiado ocupado para fijarme y en todos estos años no se lo he preguntado nunca. Quizá Obie aceptaría el bastón de mariscal del emperador, si usted está empeñado en que alguien lo consiga. Probablemente haría el trabajo mejor que yo.
—Zachary, jamás podrás convencerme de que eres un cobarde. Te he visto enfrentarte a hombres armados… afrontar la tragedia… el dolor… Y además recuerdo que eras capitán cuando ocurrió aquel desastre y terminaste la guerra con el grado de teniente coronel, así que no pasaste el resto escondido.
—Tampoco tuve que hacer otra carga de artillería, así que ignoro si habría vuelto a poner pies en polvorosa. Cuando el Treinta y Cinco huyó a la desbandada, Obie y yo pasamos los seis últimos meses de la guerra patrullando las trincheras de Petersburg. E intentando, como todos los otros soldados, esquivar la metralla o las balas perdidas. Muchos cayeron heridos y así es como logré mis ascensos. Por eliminación, no por realizar actos heroicos.
—Aun así, hubo acciones heroicas antes de… de la desbandada. Nunca has alardeado de ello pero, según tu propia versión, la caballería Comanche era…
—Sans peur et sans reproche. Sí. Cada uno de nosotros tenía razones para llevar la cabeza bien alta. Antes. De modo que ahora, siempre que sueño con aquella vengonzosa huida, me despierto y recurro a todos los otros recuerdos, les doy brillo con la manga e intento pulirlos para que hagan sombra a aquel otro recuerdo. Tal vez lo consiguen. Tal vez, en conjunto, no fui un cobarde. Y en este caso, no tengo que probarlo con más heroicidades y desde luego no me arriesgaré a más Tom’s Brooks.
Ninguno de los dos añadió nada más y el carruaje se detuvo por fin ante el Grand Hôtel du Louvre, en la esquina del boulevard des Capucines y la rue Scribe. Había un tráfico considerable de carruajes y coches de alquiler. El hotel, como el palacio, tenía lacayos que corrían a hacerse cargo de los vehículos particulares de los huéspedes para conducirlos a la cochera. Florian y Edge entraron en el inmenso vestíbulo, alto de techo y resplandeciente, y miraron complacidos las jardineras de palmas, los mullidos sillones y los huéspedes impecablemente vestidos. Era un notable contraste con las posadas de provincias donde se habían alojado últimamente; de hecho, el Grand Hôtel era el más magnífico que habían visto hasta ahora. Willi los esperaba en el vestíbulo y, cuando se hubo acercado, Florian le preguntó:
—¿Están todos acomodados, Herr Chefpublizist?
—Todos menos Kostchei el Inmortal y la princesa Brunilda. No he podido convencerlos de que acepten las habitaciones que he reservado para ellos. Ambos insisten en que prefieren alojarse en el circo, con los eslovacos. Supongo que los avergüenza llamar la atención en un ambiente elegante y entre personas elegantes. Kostchei se ha quedado en el Bois, pero la giganta está allí, detrás de aquellas palmeras. Desea hablar con ustedes dos antes de volver al circo.
—Maldita sea. A estas alturas los dos tendrían que haberse acostumbrado a su monstruosidad y ser inmunes a la vergüenza de esta clase. Bueno, vamos allí, Zachary. —Dejaron a Willi y se abrieron paso entre los grupos de gente, que charlaban, fumaban y reían—. Sin duda Olga desea enviar al zar su último informe telegráfico.
Mientras atravesaban el espacioso vestíbulo, Edge caminaba lo bastante despacio para oír fragmentos de los diálogos y decidió que los chismes brillantes, maliciosos y superficiales de Monsieur Nadar habían sido realmente un anticipo del nivel de las conversaciones parisienses.
—… se quejó de su esposa a los amigos del club, diciendo que era tonta, despilfarradora, gruñona et ainsi de suite. Entonces uno de sus amigos se levantó y declaró: «¡No puedo permitir, mon ami, que critiques a mi amante de esta manera!»…
Un joven alto y esbelto de cabellos crespos rizados con tenacillas decía con ágiles ademanes a otro joven alto y esbelto:
—… demasiado decrépito para ser atractivo para los amantes, vive ahora recluido en su mansión y se llama noblemente a sí mismo «le reclus de Passy». Sin embargo, querido, el resto de nosotros reímos con disimulo y le llamamos «le reclus de Passé»…
Una mujer que había pasado de la edad mediana, pero iba bien maquillada y esmaltada contra la erosión, decía a un atento trío de caballeros:
—… un pasado bastante turbulento, para decirlo piadosamente. Pero me ha jurado que antes de la boda lo contará todo a su futuro marido.
—Quelle candeur —dijo uno de los hombres.
—Quelle folie! —exclamó otro.
—Quelle mémoire —murmuró el tercero.
Olga estaba sentada en un diván de esquina, detrás de una maraña de palmeras, pero incluso en su escondite permanecía encorvada para parecer más baja.
—Gosposhyá Somova —le dijo Edge—, he comunicado todas mis observaciones de inteligencia a Luis Napoleón y parece dispuesto a seguir el buen consejo de Alejandro. ¿Es esto todo lo que necesita para su informe o debo hacerle un resumen de nuestra conversación?
—Nyet, Gospodín Edge. El zar se alegrará de saber que ha cumplido su misión y con buenos resultados. Diré al conserje que telegrafíe el mensaje.
—Creo, gosposhyá —dijo Florian—, que con esto termina también su obligación para con el zar. ¿Significa que ahora abandonará nuestra compañía?
—Bueno… —vaciló ella—, sir John me ha pedido que me quede en el espectáculo del anexo hasta que haya encontrado otro monst… hasta que encuentre otra atracción. Lo haré encantada. —Su sonrisa era un poco trémula—. No había hecho planes posteriores a mi salida de Rusia y aún no he decidido adónde iré ahora ni qué haré.
—Nos apenará perderla, Olga —dijo Florian, bondadoso—, pero cuando se vaya, espero que lo haga con orgullo y no escondiéndose en rincones como éste, avergonzada de su regia estatura.
Ella se esforzó por reír un poco.
—Es que todos los franceses son tan bajos. En Rusia había por lo menos algunos hombres no mucho más bajos que yo. Aquí me siento como un faro dominando una aldea de pescadores.
—Es muy probable que la Brunilda original sintiera lo mismo, así que considérate una princesa Brunilda entre los enanos y míralos con altivez. Esto hará que ellos levanten la cabeza para mirarte, y no con burla sino con reverencia y admiración.
—A veces es usted un hombre muy sabio, Gospodín Florian —dijo ella, agradecida—. Lo intentaré. Pero mientras hago acopio de valor, déjeme quedar en el circo, por lo menos varias noches más.
—Como desees, querida.
Florian chasqueó los dedos para llamar al botones y le mandó a buscar un coche de alquiler para que estuviera esperando ante la puerta cuando Olga hubiese mandado el mensaje a San Petersburgo.
Entonces Florian y Edge pidieron las llaves de sus habitaciones a Willi y subieron hasta su piso en el único y famoso ascensor del Grand Hôtel que a aquella hora, como en todas, estaba atestado de huéspedes —e invitados de los huéspedes— que habían encontrado alguna excusa para subir y bajar en aquel cuarto de paredes tapizadas de cuero e iluminado por apliques. Los hombres del ascensor, incluidos Florian y Edge, trataban de parecer habituados e indiferentes, pero una mujer agarró el brazo de su pareja y chilló «¡No tan de prisa!» al operador, profesionalmente imperturbable de la máquina.
En sus habitaciones, donde ya estaba su equipaje, Florian y Edge se lavaron a toda prisa y bajaron en ascensor al comedor, que se hallaba en el entresuelo. Aquella noche ya había cenado casi toda la compañía, pero los diversos jefes habían esperado a su director, así que Florian, Edge, Fitzfarris, Beck, Goesle y Lothar eligieron una mesa larga —y una cena tan epicúrea como pantagruélica— y planearon la estancia del Florilegio en París.
Florian dijo durante el aperitivo:
—Maestro velero Goesle, di a tus peones que empiecen a tapizar toda la ciudad de carteles en cuanto terminen de montar la carpa mañana. Es probable que tarden tres o cuatro días en hacerlo, así que anuncia en los carteles que nuestro espectáculo comenzará dentro de cinco días.
—Sí. Podemos aprovechar bien este tiempo, adecentando y dando brillo a la parte del equipo deteriorada por el viaje.
—Muy bien —aprobó Florian—. Ingeniero jefe, tú ocúpate de lo necesario para el Saratoga en cantidades suficientes. Y, en tu capacidad de Kapellmeister, te haré otro encargo. Esta tarde he sabido que el emperador no está muy enamorado de ese himno Syrée que tocamos al empezar y acabar, así que piensa en una sustitución y ensáyala con tus músicos.
Beck se quedó pensativo y sugirió cuando sirvieron los escargots:
—Quizá poder tocar la obertura de Fra Diavolo de Auber para la cabalgata inicial. Y los fragmentos más animados de su Grand Pas Classique para el final. Ser piezas alegres y muy francesas. Seguramente ahora el viejo maître Auber ya estar muerto y no poner objeciones. Los ensayos servir de conciertos públicos en el parque; así hacer más propaganda del circo.
Willi observó durante la vichyssoise:
—Ignoro si ha muerto el compositor Auber, pero es casi seguro que veremos en nuestro recinto a una serie de otros compositores, pintores y poetas que suelen elegir el circo como tema. Monsieur Nadar parece conocerlos a todos y ha prometido traerlos a nuestras funciones. Dice que todos están cansados de los otros circos que actúan en París desde hace tanto tiempo.
Fitzfarris comentó ante un plato de pato asado, espágarragos y pâtes cuites:
—Me gustaría saber más cosas acerca de esos otros circos. Aquí hay casi en cada esquina una especie de pilar redondo que por lo visto sólo sirve para pegar carteles, y uno de los que he visto anuncia a un Cirque d’Hiver. Por lo que he podido descifrar, presenta un espectáculo sobre «Robin des Bois», que supongo debe de ser Robin de los Bosques.
—En efecto —asintió Florian ante su ensalada de endibias—. Y esos pilares redondos, sir John, son pissoirs públicos. Sí, el Cirque d’Hiver actúa todos, los años en invierno (y en verano se transforma en el Cirque d’Eté) y ha sido desde siempre una institución en París. Posee su propio edificio permanente, como el Cinizelli de San Petersburgo. No sé cuántos circos permanentes puede haber aquí ahora.
—He investigado —dijo Willi—. Sin contar a los pequeños como el Templo de la Magia, donde el viejo Robert Houdin continúa ejecutando números, y el espectáculo de Deburau como único payaso en el Fantaisies Parisiennes, tenemos a otros tres competidores. Los tres son propiedad de un tal monsieur Degeau y todos ostentan nombres destinados a halagar a la familia real: el Cirque de l’Empereur, el Cirque de l’Imperatrice y el Cirque du Prince Impérial. También son locales cerrados y, según Monsieur Nadar, todos son mediocres. Varían sus programas limitándose a intercambiar atracciones entre ellos.
—De todos modos, tendríamos que hacer un reconocimiento —apuntó Edge mientras le servían una mousse de albaricoque—. Sólo para ver si pueden compararse con nosotros. Seguro que ellos enviarán exploradores a nuestro circo.
—Sí —asintió Florian—, y hagámoslo antes del día de la inauguración porque después estaremos demasiado ocupados. Sin embargo, no hay necesidad de que ninguno de nosotros tenga que verlos todos. Sir John, tú te encargas del Cirque d’Hiver. Coronel Ramrod, tú visitas el Cirque de l’Empereur. Yo veré los otros dos y luego compararemos notas. Y ahora, caballeros, tomemos el café. Sugiero que nos regalemos también con los excelentes cigarros Trichinopoly y el coñac más venerable que el sommelier pueda encontrar entre las telarañas de su bodega y que todos brindemos con un fuerte «santé» por nuestro éxito aquí, en el pináculo del mundo.