4

El Herr Doktor Von Monakow recibió a Autumn y Edge con una pequeña y solícita sonrisa de bienvenida. Les indicó que tomaran asiento en las dos sillas que había frente a su mesa y su expresión no cambió cuando Autumn se levantó el velo, limitándose a preguntar:

Gnädige Frau, ¿tiene el diagnóstico previo de algún médico sobre su enfermedad?

—Sí, el de dos. Uno parecía inseguro y me remitió a usted, Herr Doktor. El otro la identificó como una dolencia fibroide, o algo así, y me anunció que moriría pronto. Pero ya han pasado meses.

Von Monakow meneó la cabeza.

—Creo que no morirá hasta que haya alcanzado la vejez. —Edge se animó de modo perceptible; Autumn parpadeó. El médico siguió hablando—: Dígame. Mucho antes de declararse esta enfermedad… en su adolescencia… ¿tenía muchas Sommersprosse? Ejem… pecas. ¿Tenía muchas pecas en la piel?

—Pues… no sé… —respondió Autumn, un poco perpleja—. En realidad nunca me fijé mucho…

—Perdóneme, Herr Doktor —terció Edge—. Yo sí que me fijé. Nunca ha tenido muchas pecas, y todas en… bueno, lugares donde no constituyen un defecto. Apenas se ven.

—Sólo en las axilas, ja?

Edge y Autumn le miraron fijamente como si fuera Magpie Maggie Hag haciendo uno de sus repentinos presagios. Continuó:

—No pretendo ser un mago; sólo me guío por los síntomas. Si hubiese venido a verme en su adolescencia, Frau Edge, podría haberle predicho el comienzo de esta enfermedad, aunque en modo alguno impedido su evolución, simplemente por esa inusual distribución de las pecas.

Suena como una brujería —murmuró Autumn con respeto.

Nein. Ni siquiera figura entre mis especialidades de miopatía. Es una dolencia muy rara y sólo un médico joven, Von Recklinghausen, de Berlín, la ha estudiado a fondo. Pero yo me mantengo al corriente de sus monografías y artículos en las revistas médicas. Quizá algún día publicará la buena noticia de un tratamiento. O una medida preventiva. O una curación.

—¿Tratamiento de qué? —inquirió Edge—. ¿Qué es?

—En la actualidad no tiene ni siquiera un nombre. No cabe duda de que con el tiempo, siguiendo la tradición médica, se llamará enfermedad de Recklinghausen. De momento lo único que sabemos es que se trata de una dolencia nerviosa, incurable y evidentemente congénita. Suele aparecer en el recién nacido, pero puede estar latente hasta que la víctima llega a su edad, Frau Edge. Los filamentos de los nervios empiezan a espesarse y a desarrollar tejidos tumorosos tanto de carne como de hueso… Ach, para no ser demasiado técnico, no es una enfermedad mortal. No morirá. Al menos no de esto.

—Entonces, ¿qué me ocurrirá?

El médico se quitó los quevedos y se frotó los ojos.

—Por desgracia, la deformidad facial y craneal no desaparecerá, sino que se intensificará. Dentro de un tiempo, la distorsión será aparente en otras partes de su cuerpo, brazos, piernas, tronco, donde quiera que haya nervios afectados, y todo nuestro cuerpo está recorrido por nervios.

—¿Y no se puede hacer nada? —preguntó Edge, casi implorante.

—Siento decirlo, pero muy poco. —El médico se dirigió de nuevo a Autumn—. Siga llevando el velo. Cuando éste sea insuficiente para ocultar las deformidades, los bultos y distorsiones, podemos recurrir a su extirpación quirúrgica. A cortar las excrecencias más visibles. Pero esto sería sólo una mejoría pasajera, como comprenderá y tendría que hacerse muchas veces durante su vida.

Autumn dijo, desesperada:

—El último médico a quien consulté me prometió por lo menos una muerte temprana y misericordiosa. Dios mío, ¿me está diciendo que puedo vivir cuarenta o cincuenta años más? ¿De esta manera? ¿Y empeorando? ¿Y teniendo que ser podada de vez en cuando, como un árbol que crece torcido? Y el pobre Zachary estará siempre…

—Al infierno con el pobre Zachary —dijo Edge con firmeza—. Acaban de hacerme rico. —Se inclinó, puso una mano afectuosa sobre su rodilla y miró sin parpadear el terrible semblante—. Estás viva, Autumn, y seguirás viva. No te perderé. Desde aquí iremos directamente a Sacher para encargar la fiesta más grande que se haya dado jamás en Viena. Incluso aprenderé a bailar el vals como es debido.

Ella guardó silencio, pero le devolvió la mirada. Era imposible decir si su expresión revelaba tristeza o gratitud. Entonces dejó caer el velo para ocultarla.

—¿La puedo examinar ahora, Frau Edge? —dijo el médico—. Para asegurarme de que no hay complicaciones secundarias…

—Por favor, Herr Doktor —contestó ella con un hilo de voz—. ¿Podría… podría aplazarlo para otro día? Me ha dado ya… mucho que digerir… a lo que adaptarme.

—Pues claro. Lo comprendo. Fräulein Voss le concertará otra cita. Auf Wiedersehen.

En el fiacre que los llevaba de nuevo al Prater, Autumn habló muy poco, respondiendo con murmullos a los intentos de Edge para entablar una conversación alegre: «Podría incluso aprender a bailar antes de dar la fiesta», o a sus sugerencias optimistas: «Más adelante podríamos ir a Berlín a ver a ese otro especialista…»

Cuando se apearon del carruaje en el patio trasero del circo, varios miembros de la compañía y el equipo llamaron en voz alta e hicieron señas a Edge desde la puerta trasera de la tienda de la ménagerie.

—Ven, te ayudaré a entrar y me iré a ver qué quieren —dijo a Autumn, y la besó a través del velo—. Acuéstate y descansa. Vuelvo en seguida.

Había un nutrido grupo frente a la cuadra de los caballos y Florian, Hannibal y Yount estaban arrodillados sobre la paja, examinando a un caballo muy flaco que yacía de lado, respirando con estertores.

—Es el viejo jamelgo que tira del remolque de los payasos casse-cou —explicó Florian, levantándose y sacudiéndose el polvo de las rodillas—. Pero antes que nada, ¿qué noticias hay de Autumn?

—Me temo que no mejorará, pero vivirá, y esto es lo único que importa. —Edge se agachó para examinar al caballo—. Este pobre animal, en cambio, no vivirá.

—¿Sabe qué le pasa, mas’ Edge? —preguntó Hannibal.

—Espero que no sea muermo —dijo Yount—. Podríamos perder a todos los animales que tenemos y quizá a uno o dos de nosotros, además.

—No. Mírale los dientes… los que le quedan. Creo que se muere simplemente de viejo. Lo mismo que haremos todos, con el tiempo.

Florian dijo a los payasos:

—Lo siento, Nella… Bernhard… Ferdi. Como es natural, os conseguiremos otro caballo. Pero ya que hablamos de esto, Nella, ¿no te gustaría cambiar de vehículo y de compañía? Ahora nos sobra un remolque.

Grazie. Danke. Gracias —contestó ella, ruborizándose—, pero ya he hecho el traslado. A la caravana del signor LeVie.

—Ah… bueno… perdona la intromisión. Y mis mejores deseos para ambos. Zachary, ¿puedes hacer algo para abreviar la agonía del caballo?

—Acabar con él rápidamente será lo mejor —contestó Edge, levantándose—. Todas mis armas están en el remolque. Voy a buscar una.

Ya caminaba hacia allí cuando oyeron un solo disparo en aquella dirección. Edge quedó paralizado un instante, murmuró «¡Oh, Dios!» y habría echado a correr si Florian no le hubiera cerrado el paso.

—Será mejor que vaya yo. Obie, Shadid, encargaos de que Edge no se mueva de aquí. Es una orden.

Yount rodeó a Edge con sus grandes brazos y el turco apareció a su lado mientras Florian se alejaba corriendo.

—¡Maldita sea, suéltame! —gritó Edge, pugnando con fuerza por desasirse—. Y esto sí que es una orden, sargento.

—Lo siento, coronel —dijo Obie—, pero las órdenes del ejercito ya no valen. Terrible, será mejor que me ayudes.

Edge luchó y maldijo, y los dos hombres forzudos le sujetaron a duras penas; los demás ocupantes de la tienda los miraban con ojos muy abiertos mientras, sin que nadie se apercibiera salvo Hannibal, el viejo caballo expiraba en silencio sobre la paja.

Cuando Florian llegó al remolque, Magpie Maggie Hag se disponía a entrar.

—¿Lo sabías? —preguntó, jadeando un poco.

—Lo intuí hace mucho tiempo, pero no me creísteis. Ahora quédate fuera. Veré yo que se debe hacer.

Permaneció dentro sólo un minuto y salió con la vieja carabina Cook de Edge, todavía humeante y oliendo a pólvora quemada.

—Esta arma es bastante corta, incluso una chica baja como ella podía ponerse el cañón boca contra la cabeza y llegar al gatillo.

—Dios mío. Y Zachary siempre la tenía cargada con perdigones —dijo Florian, cogiendo el arma—. Entrar ahí dentro debe de ser terrible.

—No quería que quedase nada de ella. Yo la atenderé. Mándame a un eslovaco, uno que tenga el estómago fuerte, para que limpie paredes y todo lo demás. Ha dejado una nota y un sobre cerrado. Tómalos.

Florian los cogió y tampoco los abrió. Puso la carabina bajo los peldaños del remolque, llamó a uno de los peones que curiosaban a cierta distancia, le dijo que fuese a buscar agua, estropajos y trapos, y volvió a la ménagerie. Edge había dejado de luchar, pero tanto él como los otros dos hombres estaban muy desgreñados. Yount y Shadid le soltaron cuando Florian entró y sin decir nada le alargó la nota y el sobre. También hizo una seña con la cabeza a los demás ocupantes de la tienda y todos salieron.

Edge abrió el papel doblado; era evidente que estaba escrito con precipitación, pero no había indicios de temblor. Lo leyó, impasible, y luego dijo:

—No hay nada demasiado íntimo para que no lo pueda oír. —Y leyó en voz alta—: «Amor mío, lo has sido todo para mí y me niego a ser una carga. No… esto suena a un altruismo heroico y no lo es. La verdad es que encontraría intolerable semejante vida. Te dije no hace mucho que adondequiera que fuésemos ahora sería tan nuevo y desconocido para ti como para mí. Espero que tardes mucho en llegar, pero te estaré esperando. Au revoir, amor mío». —Hizo una pausa, carraspeó y dijo—: No ha firmado, sólo dibujado un corazón.

Rasgó el sobre, sacó otro papel y leyó el principio:

—«Cariño, me han dicho que pronto moriré…» Debió de escribir esto en Munich, después de que viéramos al otro médico. «Pero tú tienes toda una vida por delante y quiero…» —La voz de Edge se extinguió y leyó el resto en silencio. Luego se guardó los papeles en un bolsillo y dijo a Florian con voz ronca—: Ahora… querría ir a verla por última…

—No querrías —le atajó Florian— y ella tampoco desearía que la vieras. Maggie se está cuidando de ella. Por favor, Zachary, no me hagas ordenar de nuevo que te sujeten. Ven, sube a mi carruaje. Te llevaré a un buen hotel y después atenderé a todos los detalles.

Edge asintió, aturdido, y se dejó llevar hasta el carruaje. Mientras salían del recinto del circo, Florian gritó a Fitzfarris:

Sir John, tú y todos los que sepan escribir haced carteles anunciando que no habrá función hasta nuevo aviso. Que Banat y sus hombres los fijen por todo el Prater.

Cuando Florian volvió un par de horas después, llevaba un pasajero diferente en el asiento de al lado —el mismo agente de uniforme que le había ayudado a deshacerse del Mayor Mínimo— y seguía al carruaje una carroza fúnebre que no era de la funeraria municipal sino de una empresa privada. Mientras los dos vehículos cruzaban el recinto, detrás de ellos se congregaron numerosos miembros de la compañía, con expresión triste o llorando abiertamente.

Magpie Maggie Hag estaba sentada en los peldaños del remolque de Autumn, dentro del cual aún proseguía la tarea de limpieza.

—El tercer eslovaco que entra —informó—. Primero se ha mareado uno, luego el otro y he tenido que relevarlos.

—¿Está… esta todo lo bastante presentable para que este caballero examine la escena del accidente? —preguntó Florian:

La gitana se encogió de hombros y se levantó para dejar entrar al policía. Salió muy de prisa, con un estremecimiento, respiró hondo y dijo a Florian en alemán:

—Lamento su gran pérdida y la pena aún mayor de su Herr Edge, y por supuesto he jurado ayudar a cualquier hermano que lo necesite en la medida de mis posibilidades, pero, por favor, ¿cuántas veces más me pedirá que infrinja las reglas de mi deber profesional?

—Hermano, sólo tiene que certificar que ha sido un accidente, para que la funeraria pueda hacerse cargo de los restos. Y se puede ver con claridad que ha sido un accidente. Como le he dicho, la joven era la pareja de nuestro tirador y mientras limpiaba las herramientas de su oficio, durante su ausencia…

—La pareja de un tirador —dijo secamente el policía— debería saber que no se puede limpiar una carabina cargada.

No obstante, escribió en un certificado de aspecto oficial, dijo «Alles in Ordnung», dio el papel al empleado de la funeraria, intercambió con Florian varias observaciones misteriosas y signos discretos y se despidió de nuevo.

El empleado de la funeraria mandó a sus hombres que descargaran de la carroza un ataúd de caoba ornamentado en extremo, pero fueron interrumpidos. Jörg Pfeifer, que se hallaba entre los observadores, exclamó de repente:

Nein! Nein! Nichts da!

Todos se detuvieron, sorprendidos, y Florian preguntó:

—Cómo, Fünfünf, ¿qué ocurre?

—Es un ataúd civil corriente, Herr gouverneur.

—He seleccionado el más bello y caro del establecimiento. ¿Qué más…?

—En un ataúd corriente, Fräulein Auburn sólo puede colocarse con los pies de lado. Pero era una excepcional bailarina de la cuerda. No permitiré que la entierren si no es con un pie encima del otro. Sin esperar el comentario del atónito Florian, Pfeifer dio media vuelta y repitió su exigencia en alemán al hombre de la funeraria. Dicho caballero se tambaleó ligeramente.

Beispiellos! Schändung!

Florian meneó la cabeza.

—Sin precedentes, tal vez, pero no es una profanación. Estoy completamente de acuerdo. Le rogamos que traiga un ataúd construido de este modo.

—Herr Florian, tendrá que hacerse a medida —protestó el empleado—. Y nunca, en toda mi experiencia…

—Pues váyase y constrúyalo.

El empleado de la funeraria dejó de discutir, pero continuó murmurando observaciones sobre excentricidades escandalosas. Sus hombres sacaron del remolque en una camilla el pequeño cuerpo de Autumn cubierto por una sábana, lo colocaron con cuidado en el ataúd provisional, lo subieron a la carroza y se marcharon.

Durante todo el día siguiente diversos miembros de la compañía fueron a la ciudad, al pequeño pero elegante Staatsoper Hotel, para dar el pésame y consolar en lo posible a Zachary Edge. Uno de ellos fue Magpie Maggie Hag, quien tan raramente abandonaba el circo incluso en las ciudades más tentadoras. Dijo a Edge:

—Sé que no lo creerás, pralo, pero tienes motivos para alegrarte. Hace mucho que sabías que perderías a Autumn. Tuviste tiempo y oportunidades para ser bueno y cariñoso con ella. No debes reprocharte ahora las cosas que hiciste o dejaste de hacer. Otros han perdido amores sin sospechar la brevedad de su duración. Que en tranquilidad esté.

Gracias por decirlo, madama —respondió con sinceridad Edge—. Beso su mano[19]. —Y besó la mano vieja y arrugada.

Yount y Mullenax le visitaron juntos, y este último llevó varias botellas de brandy de Asbach y dijo:

—El alcohol es una de las cosas mejores que conozco para esperar que pasen los malos tiempos.

—Gracias, Abner —contestó Edge—, pero si quisiera emborracharme y permanecer borracho, este hotel está muy bien surtido de botellas. —Y añadió, como ausente—: Es un hotel muy cómodo, a Autumn le habría gustado. El portero me sube el periódico todas las mañanas, recién alisado con una plancha caliente. No puedo leerlo, pero está perfectamente plano y sin una arruga, bonito y caliente. Incluso el retrete está caliente. —Abrió la puerta del cuarto de baño—. Mirad, el suelo puede levantarse y debajo hay canales de piedra. Cuando quiero tomar un baño o sólo sentarme en el retrete, tiro de este cordón y viene una camarera con una pala llena de carbones encendidos y los pone debajo del suelo para que no se me enfríen los pies.

—Hablando de estas camareras de Viena —dijo Yount—, son más bonitas que las de cualquier otro lugar donde hemos estado. Y todas huelen muy bien. A pan con mantequilla.

—No me había fijado —respondió distraídamente Edge.

—No tenías por qué hacerlo —observó Mullenax—, pero ya te fijarás con el tiempo. Y esto es un medio todavía mejor que la botella para eliminar el dolor y la tristeza.

Clover Lee fue a decir a Edge que cuidaba del canario de Autumn junto con sus propias palomas. Jules Rouleau y Willi Lothar le dijeron que se alojaban en su remolque durante su ausencia para evitar cualquier robo. Willi añadió:

—El emperador pasará este mes en el extranjero. Es posible que cuando vuelva pueda conseguir la función especial que deseábamos. Lo menciono porque quiero darte algo que te ilusione, amigo Zachary.

—Ya será bastante alivio dejar atrás el funeral y reanudar el trabajo —suspiró Edge—. No creo que Autumn hubiera deseado vernos sin hacer nada, tristes y llorosos.

Como nadie, ni siquiera Edge, sabía qué religión profesaba Autumn —si profesaba alguna—, no hubo servicio religioso. La compañía del circo se limitó a reunirse en el cementerio central de Viena para otra ceremonia en torno a la tumba. Pese al frío del azulado día de otoño, los artistas volvían a llevar sus trajes de pista —leotardos, mallas, lentejuelas, piel de leopardo, disfraz de payaso—, prefiriendo temblar que ocultarlos bajo cálidas capas. Edge se quedó estupefacto al ver por primera vez el féretro de Autumn, que se parecía mucho al ataúd de una momia de museo, pero cuando le explicaron la razón, agradeció fervientemente a Jörg Pfeifer que hubiese pensado en ello. Luego Dai Goesle dirigió el servicio y lo hizo sencillo y breve, recurriendo sólo una vez a las imágenes:

—Nosotros, los seres vulgares, permanecemos en la tierra y caminamos. Esta muchacha se elevó en el aire y bailó. Ahora baila en un lugar todavía más alto, en una nube, tal vez, y todos los ángeles le aplauden…

Al final, fue Edge y no Florian quien pronunció el viejo epitafio: «Saltavit. Placuit», pero se detuvo aquí, sin añadir la última frase, negándose a decir en voz alta que estaba muerta.

Cuando el Florilegio reanudó las representaciones la tarde siguiente, Edge volvió a asumir sus tres papeles de director ecuestre, coronel Ramrod y Buckskin Billy. Si sus colegas se percataron tal vez de que actuaba con menos gusto que antes, no pudieron decir que lo hacía con menos eficiencia. Si parecía algo distante, no se perdía ciertamente nada de lo que ocurría a su alrededor. A la primera oportunidad gritó a Bum-bum, que estaba en el estrado de la banda:

—¿Qué diablos era esta nueva música que has tocado para la cabalgata? Nadie ha cantado. ¿Por qué no desfilamos y cantamos Greensleeves como de costumbre?

—Perdón, Herr Direktor, por tomar esta decisión. Yo pensar que como ser la música de su Liebchen, quizá ser dolorosa para usted y que deber retirarla.

—No, señor. Hemos enterrado a Autumn, pero no enterraremos todos sus recuerdos. Vuelve a poner esa música en tu repertorio y no la quites más.

Edge se sorprendió de nuevo ante un cambio inesperado en el programa cuando llegó el momento del número de Lunes en la cuerda floja y él la avisó tocando el silbato. Lunes no apareció y la banda no empezó a tocar su música de «Cenicienta» ni ninguna otra. El único sonido que se oyó fue un repentino y pequeño silbido cuando Goesle encendió el foco de carburo, aunque era el atardecer y la carpa estaba bastante iluminada por la luz del sol difundida que se filtraba por la lona. Perplejo, Edge volvió a usar el silbato, pero desistió cuando vio hacia dónde iba dirigido el haz luminoso del foco: exactamente a la plataforma de la bailarina de la cuerda, ahora ocupada, como pudo ver Edge a la brillante luz, por un inmenso ramo de flores otoñales, crisantemos y asters, atado con una ancha cinta negra y un gran lazo ondeante.

Ahora la banda inició una música lenta —que Beck había tocado por primera vez durante la actuación de Autumn—, arpegios en la sencilla ristra de hojalata que hiciera a bordo del buque hacía tanto tiempo. Al son de este suave tintineo, el foco de Goesle recorrió muy, muy despacio toda la longitud de la cuerda vacía, siguiendo las conocidas piruetas y gracias de una hada imaginaria vestida de amarillo. Era probable que la mayor parte del público hubiese oído hablar de la muerte de Autumn, pero pocos podían haberla visto actuar. No obstante, aplaudieron como si Autumn estuviese realmente allí arriba, puestos de pie en señal de respeto.

Cuando el foco se apagó y los aplausos disminuyeron y el último arpegio se disolvió en el silencio, hubo una pausa. Luego la banda, con objeto de terminar el espectáculo en un estado de ánimo más alegre, tocó muy fuerte la música de los payasos y Fünfünf, el Kesperle y Alí Babá entraron corriendo en la pista para concluir el espectáculo con el número del espejo Lupino. Pero Edge no los vio; tenía los ojos húmedos. Se escabulló por la puerta trasera para alejarse de allí y estar solo. Entonces se preguntó por qué. En lo sucesivo, pensó, siempre estaría solo, incluso entre la compañía más densa y bulliciosa.