12
Los que vieron elevarse al Céleste en los primeros y lentos pasos de su famoso viaje fueron los noctámbulos de París: mozos del mercado, prostitutas, basureros… El globo fue hinchado de noche y después, con el lastre de muchos sacos de arena en la góndola, colocado sobre un gran carro de cerveza. Antes del amanecer, cuatro caballos bayos iniciaron el largo recorrido por todo el norte de la ciudad hacia la Butte Montmartre. Como esto requirió unas tres horas, había mucha luz cuando la gente se apiñó en todas las esquinas para mirar, maravillarse y lanzar vítores. Con su inmensa mole de color amarillo pálido sobresaliendo de los tejados de la mayoría de edificios de la ruta, debió de excitar una admiración similar en todos los prusianos que miraban con prismáticos desde Saint-Cloud.
Seguía al carro del globo un carruaje ocupado por el ministro de Correos y su principal asesor del Globo Correo, Monsieur Nadar, y el experimentado aeronauta que se había ofrecido voluntario para esta misión, un tal monsieur Mangin, y, como observador interesado, monsieur Rouleau, del Florilegio. En el carruaje iba también una pequeña jaula con seis palomas mensajeras, que aleteaban y se arrullaban medio dormidas, y una bolsa de lona con ciento veinticinco kilos de despachos del Hôtel de Ville, dirigidos con mucha esperanza a las oficinas del gobierno en Tours. Monsieur Mangin llevaba en la falda sus escasas provisiones especiales para el vuelo: una cesta de bocadillos y vino, una brújula de bolsillo y un pequeño barómetro aneroide.
Detrás del carruaje iba otro carro que transportaba a una docena o más de los mozos más fuertes y corpulentos de les Halles, porque los caballos sólo podían llevar al Céleste hasta medio camino del empinado Montmartre. Allí los mozos unieron su peso y sus músculos para cargar con la barquilla lastrada y la llevaron —con el globo saltando y ondeando encima— durante el resto del camino, hasta la desierta plaza de tierra batida de la iglesia de Saint-Pierre. Mangin acompañaba a los mozos, preocupado por si rascaban la góndola contra una roca o las cuerdas portantes se enredaban en un árbol o molino. Nadar, en cambio, se adelantó, y Rouleau con él, para llegar antes adonde sus ayudantes habían estado enviando globos de papel desde el amanecer, algunos de ellos en vuelo libre y otros sujetos con cordeles. Así Nadar tuvo la satisfacción de informar a Mangin, cuando llegó a la cima de la colina con el aerostato y sus portadores:
—Las condiciones son favorables, mon confrère. Sopla un viento del este entre mil y mil quinientos metros. En cualquier caso, debe usted alcanzar una altitud de mil metros antes de hallarse encima de las líneas enemigas, para estar fuera del alcance de sus rifles. Como el merdeux gas de hulla tiene una subida tan lenta, no conviene que se desvíe antes de alcanzar esta altitud, así que le iremos arriando el cable. Aquí en la cumbre de la colina estamos a unos cien metros. Por lo tanto, cuando note que el cable detiene su ascenso, sabrá que hemos contado hasta novecientos y su aneroide indicará aproximadamente mil. En este punto lance el cable y gane altura, si puede. Después de esto, ami, usted y el Céleste estarán solos. Que Dios le acompañe.
El lanzamiento se hizo con poca ceremonia; sólo el ministro de Correos saludó rígida y respetuosamente, con la mano en la frente, durante todo el tiempo. La góndola estaba sujeta al extremo del cable y éste enrollado a un torno de hierro clavado con estacas en la tierra dura; soltaron las bolsas de arena extra y dejaron desenrollarse el cable. El globo se elevó muy poco desviado de la vertical, mientras Nadar contaba las vueltas de la gran manivela del torno accionada por sus ayudantes, calculaba la ligera inclinación del Céleste y la curva del cable y por fin gritó: «Halte!» En un momento, el globo dio un alegre salto sobre sus cabezas y flotó limpiamente en dirección oeste. Y otro momento después, el cable suelto cayó y el ministro Duroux tuvo que interrumpir su saludo y dar un brinco muy poco digno para no ser alcanzado por él.
Mientras el globo desapareció hacia el oeste, Nadar lo observaba con ayuda de unos gemelos de campaña. Los que estaban con él en la cima de la colina oyeron disparos de rifle y en seguida los cañones de Fort Valérien malgastaron algunos disparos contra el enemigo, sólo con el fin de obstaculizar la puntería de los rifles. Nadar dijo:
—Mangin está tirando arena para ganar altura. —Entonces rió entre dientes y añadió—: También tira algo más. —Y alargó los gemelos a Rouleau.
Jules enfocó el ahora distante globo amarillo y exclamó, extrañado:
—¿Qué hace? ¿Salpicar a los boches de confeti?
—Cuatro mil de mis tarjetas de visita —contestó Nadar con orgullo—. Pensé que los salauds tenían que saber quién tiene al menos una parte del mérito de este grand coup d’éclat.
Entonces Nadar, Duroux y Rouleau corrieron colina abajo hasta su carruaje y se dirigieron en él a la casa de la rue de Berne donde vivía el anciano enamorado de las palomas que les había prestado algunas para aquella empresa. Habrían subido directamente al tejado, pero el anciano les dijo:
—Patience, messieurs, su mensajero no puede haber aterrizado siquiera. Siéntense y dejen que mi vieja les haga el desayuno.
Obedecieron, aunque no fue un banquete. A aquellas alturas todos los productos del mercado eran adulterados por edicto del gobierno: el café se suplía con bellotas molidas, los panecillos se hacían con una harina que era «oficialmente» una mezcla de trigo, avena y arroz, pero sabía a heno. Entonces subieron con el viejo a sentarse, impacientes, entre los palomares, chimeneas y ropa tendida. Esperaron hasta después de mediodía, volvieron a bajar para comer una salchicha con gusto de serrín, más pan de paja y un vino muy ácido, subieron de nuevo al tejado y esperaron —ahora con bastante ansiedad— hasta que por fin, al ponerse el sol, la primera paloma volvió aleteando a su casa.
El anciano alargó la mano hacia la percha donde se había posado, la sacó con suavidad, desprendió cuidadosamente de su pata el pequeño tubo de hojalata y lo tendió al ministro de Correos. Duroux lo abrió con dedos trémulos, desenrolló la minúscula cinta de papel y leyó con una sonrisa de triunfo:
—«Aterrizado sin novedad a las once en Craconville, cerca del río Eure». Mon Dieu, ¡sólo ha tardado tres horas en atravesar más de ochenta kilómetros! «Me dirijo a lomos de una mula a Ruán y de allí por tren a Tours. Vive la Republique!» Messieurs, mes amis, ¡el Globo Correo es un éxito!
—Un verdadero éxito —dijo Rouleau cuando llegó al circo y relató los sucesos del día a los artistas apiñados a su alrededor—. La segunda paloma llegó poco después, llevando un duplicado del mensaje. Mangin debía soltar tres al aterrizar y reservarse tres para enviarlas desde Tours.
—Todos vimos elevarse al Céleste —dijo Agnete—. Det var vaeldig, Jules, pero no tan bonito como tu Saratoga.
—Sin embargo, el Saratoga no ha hecho nunca un vuelo tan largo —contestó Rouleau con un poco de nostalgia—. Unos ochenta kilómetros y en una misión de auténtica importancia.
—¡Tonterías! No sientas envidia —dijo Willi—. Tampoco os han disparado nunca.
—No —concedió Rouleau—. Algo por lo que debo estar agradecido.
Dos días después la compañía vio elevarse otro globo sobre el Bois y dirigirse hacia el oeste. Nadar no había esperado siquiera a asegurarse de que las otras palomas de Mangin hubieran vuelto de Tours para lanzar el segundo de sus globos reacondicionados, el Neptune. Estaba ansioso por lanzar éste porque llevaba, además del aeronauta voluntario, al colega de Nadar, el fotógrafo Dagron, con su cámara reductora. La primera paloma mensajera volvió con la buena noticia de que el Neptune había aterrizado sin novedad en Mantes, también cerca del río Eure y muy lejos de las líneas prusianas.
Cuando, a su debido tiempo, las otras palomas trajeron desde Tours el mensaje de que los dos aeronautas, Dagron y todo el correo de París habían llegado a dicha ciudad —y de que Dagron se apresuraba a montar su equipo para reducir periódicos y cartas y enviarlos a la capital—, Nadar lanzó otro globo. Ya no tenía más globos antiguos y probados que enviar. Este, llamado pomposamente États-Unis, fue el primero de los productos de percal manufacturados en masa y a toda prisa en la nueva «fábrica de globos» de la Gare d’Orléans. Por lo menos el piloto voluntario era un experto, Louis Godard, tan famoso por sus proezas aéreas como el propio Nadar, así que cumplió con eficiencia la misión del États-Unis y también aterrizó sin novedad, como los otros, cerca del Eure, desde donde se dirigió por tierra a Tours.
Sin embargo, ahora ya no quedaban en París más aeronautas experimentados, por lo que el siguiente globo de percal que voló al oeste, el Ville-de-Florence, llevó de piloto a un tal Gaston Tissandier, que era un químico estimable pero un aeronauta novato. Después quedó sin aclarar si Tissandier había cometido un error al manejar la válvula en el aire o si se había reventado una costura del Florence porque el informe del piloto sobre el accidente fue escrito con precipitación, brevedad y de modo casi ilegible con la mano izquierda. Lo cierto era que el Florence había caído en picado antes de hora y muy cerca de un campamento de soldados de Hesse. Tissandier sólo se fracturó un brazo en el percance y tuvo tiempo de garabatear el zurdo mensaje y enviarlo con una paloma antes de que los hessianos lo capturasen junto con los ochenta kilos de correo que tenía a su cargo.
Los periódicos de París, que habían publicado elogiosos y eufóricos relatos sobre los vuelos de los globos, suprimieron la noticia de este fracaso. Nadar, en cambio, fue en persona al recinto del Florilegio para contar a Rouleau y Florian lo ocurrido con el Ville-de-Florence.
—Creo que es justo ser franco con ustedes —dijo— porque también he venido a pedirle, monsieur Rouleau, que se ofrezca voluntario, y a usted, monsieur Florian, que nos preste su Saratoga. —Rouleau pareció interesado, pero Florian frunció el ceño, así que Nadar se apresuró a añadir—: No para el Globo Correo, messieurs. Para eso podemos seguir arriesgándonos con globos inseguros y aeronautas ineptos. No, le pido que nos preste su aerostato y su habilidad para una misión mucho más vital. Una misión que no admite fallos.
—Si pudiera ser más explícito… —dijo Florian.
—Las palomas llegadas hoy de Tours han traído el primero de lo que Dagron y yo hemos llamado «micromensajes». La prensa de mañana publicará la primera noticia del mundo exterior que hemos recibido en estas tres semanas de asedio. Como prueba, les anticiparé estas noticias. El ejército italiano ha tomado Roma de manos del papa Pío y el rey Víctor Manuel la ha proclamado capital de una Italia totalmente unificada. Prosper Mérimée acaba de morir en Cannes y, en Baviera, Richard Wagner ha contraído matrimonio con la hija del abbé Franz Liszt.
Florian observó, divertido, que Nadar, como todos los franceses, pronunciaba Liszt «Lits», pero sólo dijo:
—Le agradecemos la noticia, aunque no comprendo qué tiene que ver con nuestro…
—Los micromensajes han traído también preocupantes noticias sobre el curso de la guerra y el clima político general de las provincias. No puedo divulgar secretos de estado, pero puedo decirles lo siguiente: la débil delegación del gobierno en Tours es incapaz de animar a las partes no ocupadas de Francia a prestar una ayuda conjunta a nuestra nueva República. Alguien de París, del Hôtel de Ville, alguien de alto rango en el Consejo de Defensa Nacional tiene que salir de París a fin de hacerse visible para el resto de Francia y poder controlarlo.
—¿Salir de aquí volando literalmente? —exclamó Rouleau—. ¿El anciano presidente Trochu?
—No, el presidente considera su presencia aquí necesaria para que la ciudad sobreviva al asedio. Más vale así. —Nadar rió y subrayó el juego de palabras—: ¡Usted no querría seguramente que su bonito globo fuese trop chu del cielo! —Rouleau y Florian también rieron—. Y el ministro de Asuntos Exteriores se niega a ir, confesando sin rubor que le aterra la idea de elevarse del suelo. Así que será el ministro del Interior, Gambetta.
—Por lo que he oído en las calles —dijo Florian—, a nadie le importaría que éste se cayera del cielo.
—No es un hombre popular, de acuerdo, ni simpático, pero si alguien puede integrar las facciones del gobierno, éste es Léon Gambetta. Admito, amigo Jules, que al cabo de unas pocas horas de vuelo en su compañía acabará usted odiándole. Sin embargo, le ruego, la República le implora, que haga este vuelo. Su globo es de seda muy resistente, mucho más digno de confianza que los productos improvisados de nuestra fábrica. Además, tiene el generador de hidrógeno, con lo cual el Saratoga será mucho más ágil y maniobrable que los nuestros, con su lento gas de hulla.
Rouleau miró a Florian y arqueó las cejas en un gesto inquisitivo.
—Bueno… —dijo Florian—, ahora no lo usamos ni creo que lo hagamos hasta que Francia haya vuelto a la normalidad. Muy bien, prestaré el Saratoga. No obstante, ha de ser Monsieur Roulette quien se ofrezca voluntario para este servicio.
—Oh, yo estoy dispuesto —contestó Rouleau, intentando disimular su impaciencia. Incluso añadió modestamente—: Pero siendo tanta la responsabilidad del piloto en este vuelo, yo debería cederle el puesto a usted, Monsieur Nadar, que es muy superior a mí en cuestiones aerostáticas.
Nadar pareció ofendido.
—¿Por quién me toma, monsieur? Sería feliz desafiando la entrometida orden de Madame Nadar de que no vuelva a volar en mi vida, pero jamás sería tan presuntuoso como para apropiarme del globo de un colega ¡y luego arrebatarle la gloria de emplearlo para una proeza tan espléndidamente patriótica!
—Está bien —dijo Florian—, ya que ésta puede ser la última ascensión del globo en París durante algún tiempo, tenemos que convertirla en un grandioso espectáculo. Voy a consultar con mis jefes.
Así sucedió que una azul y soleada mañana de octubre, mientras un Globo Correo de percal era remolcado lentamente hacia el noroeste por los caballos de la cervecería desde la Gare d’Orléans a la Butte Montmartre, una vistosa cabalgata circense marchaba con gran bullicio en dirección nordeste desde el Bois de Boulogne hacia el mismo destino. Florian sólo dejó en el recinto del circo a los animales enjaulados y la mayoría de los peones. Como siempre, conducía la cabalgata en su carruaje, mientras Bum-bum y los músicos tocaban una estruendosa música marcial en el carromato que le seguía. En los otros carromatos los artistas, con sus trajes de lentejuelas, agitaban las manos y sonreían. En medio de la procesión iban los dos elefantes, Brutus remolcando la carreta del Saratoga, que estaba doblado, y César tirando de los dos generadores en tándem. Todos los jinetes del circo —el coronel Ramrod, Clover Lee, Lunes y los hermanos Jászi— montaban sus caballos. El coronel y Lunes hacían dar pasos caprichosos a sus monturas, mientras Clover Lee, Arpád, Gusztáv y Zoltán ejecutaban faroles y poses artísticas sobre la grupa. Abdullah, Fünfünf, la Emeraldina y el Kesperle iban a pie, dando volteretas y haciendo acrobacias. Daphne seguía con sus patines Plimpton y el Hacedor de Terremotos en el velocípedo, ambos zigzagueando sobre la línea de marcha y entre los espectadores que llenaban las aceras y entrando y saliendo de los portales. El órgano de vapor iba a la retaguardia, retumbando con tanta fuerza que tenía que ser audible incluso en Saint-Cloud, y los prusianos de allí debieron de extrañarse más que nunca de las bufonadas de su enemigo, sitiado pero indomable, al ver el globo de percal asomar entre los tejados, acompañado al parecer por aquella estruendosa música.
La cabalgata se detuvo al pie de Montmartre y permaneció en la place Blanche mientras la banda y el órgano se turnaban para entretener a la gran muchedumbre de curiosos y sólo los elefantes continuaron colina arriba, tirando de la carreta y los generadores. A mitad de la pendiente, Rouleau, Beck y los eslovacos que cuidaban del Saratoga empezaron a preparar y cargar los generadores y entretanto los mozos de Nadar siguieron trepando hasta la cumbre de la colina con el Globo Correo sobre los hombros. Este era una bolsa blanca sin adornos, exceptuando su nombre, toscamente pintado: «George Sand». Podría haberse elevado inmediatamente, porque los ayudantes de Nadar habían determinado ya que el viento soplaba en la dirección idónea, pero Nadar decretó que los dos globos debían elevarse juntos y había instalado un torno de cable extra para este fin, calculando que un lanzamiento doble confundiría y haría aún más ineficaces los disparos de rifle desde las líneas enemigas.
Así, pues, mientras el Saratoga se llenaba con lentitud, Rouleau fumaba cigarrillos —lo cual no podría hacer cuando estuviera cerca de los globos— y charlaba con el aeronauta del George Sand, un tal monsieur Revilliod, y con sus pasajeros, el ministro Gambetta y su secretario, monsieur Spuller, ambos con gruesos abrigos de piel y un aire de aprensión mal disimulada al mirar nerviosamente los dos aparatos e inspeccionar con ansiedad una y otra vez su equipaje: bolsas de ropa y efectos personales, cartapacios de documentos oficiales, un fardo de folletos políticos, cestos de bocadillos y vino y una caja con seis palomas. Léon Gambetta era tan poco atractivo de aspecto como de reputación —bajo, gordo, barbudo, de tez morena y grasienta, muy parecido a lo que era, el hijo de un tendero genovés inmigrante— y Florian se preguntó al principio cómo podía mirar nerviosamente a los dos globos a la vez, muy separados uno de otro, hasta que se dio cuenta de que el ojo izquierdo de Gambetta era de cristal y, lo más desconcertante, independiente del sano.
Cuando el Saratoga estuvo hinchado del todo y fue remolcado al lado del George Sand, casi todos los artistas del circo habían trepado por la colina para despedirse de Rouleau. Sólo Kostchei el Inmortal permaneció abajo, porque subir una pendiente era muy arduo para él. La mayoría de colegas masculinos dieron a Rouleau un buen apretón de manos y alentadoras palmadas en la espalda. Las mujeres —y Willi— lo abrazaron y besaron en la mejilla. Florian dijo con fingida severidad:
—Ahora cuida bien del viejo Saratoga, muchacho, hasta que puedas traerlo de nuevo o nosotros podamos ir a reunirnos contigo.
Rouleau respondió que así lo haría, prometió comunicarse con ellos por medio de las palomas micromensajeras y subió a bordo de la góndola.
Gambetta y Spuller le siguieron, a pesar de los nervios, los eslovacos les alargaron el equipaje y Rouleau lo colocó del mejor modo posible para no alterar el equilibrio. Entonces Rouleau y Revilliod intercambiaron señas para indicar que estaban preparados, el primero hizo otra seña a Nadar, que gritó: «Allez houp!», y sus hombres tiraron de los gorrones de las manivelas. Cuando los dos cables empezaron a desenrollarse y los globos se elevaron de lado, Gambetta —aunque acurrucado en la barquilla y bien agarrado al borde— hizo acopio del valor suficiente para gritar a la gente que se empequeñecía rápidamente debajo de él:
—Vive la France! Vive la République!
Abajo, en la place Blanche, la multitud lanzó un sonoro hurra y la banda y el órgano entonaron juntos lo que debió de ser la versión más ruidosa de la historia de Champs de la Patrie. Cuando Nadar hizo un gesto para detener los tornos, todo el mundo estaba casi tan inclinado hacia atrás como Kostchei para contemplar la doble ascensión. Entonces los dos cables cayeron y los globos dieron un salto hacia arriba y en seguida el Saratoga, más potente, se elevó más en el cielo y adquirió una velocidad mayor hacia el oeste que el George Sand. Alrededor de un minuto después, el tumulto de banda, órgano de vapor y muchedumbre fue dominado por el fragor espectacular de los cañones de Fort Valérien, y si los prusianos disparaban con frustración sus rifles, el ruido no se oyó en absoluto.
Los artistas circenses estaban acostumbrados a los cañonazos esporádicos de los diversos fuertes de París, pero allí en las alturas de Montmartre el estallido de aquellos disparos causó un impacto inesperado. Tanto el terreno de arcilla bajo los pies como el aire diáfano que los rodeaba parecieron sufrir una sacudida con cada explosión y seguir temblando durante mucho rato después. Como todos estiraban el cuello para mirar hacia arriba, nadie se dio cuenta de que Lunes Simms no hacía lo mismo, sino que con una sonrisa beatífica en los labios y la mirada fija se restregaba extasiada los muslos uno contra otro.
Los globos se elevaron a mediodía, así que Nadar no fue hasta la noche a la carpa, durante la última función del circo, para informar a Florian. Dijo que las primeras palomas del Saratoga y el George Sand habían llegado con el anuncio de que ambos globos habían aterrizado intactos y lejos del alcance de los boches. Cuando Florian le pidió más detalles, Nadar se encogió de hombros y contestó:
—Eh bien, por desgracia, monsieur Rouleau ha posado su góndola en la copa de un árbol, por lo que él, Gambetta y Spuller han tenido que bajar como han podido, a la vista de un nutrido grupo de campesinos asombrados, admirados y divertidos. No es exactamente el modo en que un ministro del gobierno francés habría deseado aparecer por primera vez ante los compatriotas a quienes espera dirigir.
—Oh, mierda —murmuró Florian—. Monsieur Roulette debe de estar mortificado.
—Estoy seguro de que no —replicó vivazmente Nadar—. Ya les dije que al cabo de poco rato empezaría a detestar a Léon Gambetta. Apostaría dinero a que Rouleau le ha depositado a propósito en la copa de ese árbol. En cualquier caso, todos han llegado indemnes, aunque de un modo poco digno. También han recuperado intacto el globo y ahora se encuentran de camino a Tours, al igual que el otro aeronauta, Revilliod, con su Globo Correo.
Florian esperó a que se terminara el número —Mademoiselle Papillon y Maurice LeVie en el trapecio— y a que los artistas saludaran al público para entrar en la pista con el megáfono y anunciar la buena nueva. El público aplaudió, vitoreó y pateó como si acabara de presenciar otra magnífica proeza circense… y lo mismo hizo toda la compañía del circo.
Así, pues, la ciudad ya no era sordomuda para el resto del mundo. El correo de los globos funcionaba mejor de lo que incluso el ministro Duroux habría podido esperar: continuaron enviando globos cada tres o cuatro días y las palomas mensajeras volvían con los micromensajes de Dagron. Casi se reanudó el intercambio normal de cartas personales entre los parisienses y sus familiares y amigos lejanos, y la prensa de París pudo publicar, sin demasiado retraso, noticias de las batallas contra los prusianos que aún se libraban en diversas partes de Francia, además de noticias no bélicas de periódicos provincianos franceses e incluso del extranjero. La mayoría de noticias eran malas: por ejemplo, que la ciudad de Toul ya había caído en manos del enemigo el 18 de septiembre y Estrasburgo el 28. Y algunas de las buenas noticias eran casi deprimentes: por ejemplo, la revelación de que los boches que ocupaban Versalles no saqueaban el château ni los Trianons y no violaban a monjas ni otras mujeres. De hecho, eran muy bien educados y los tenderos de Versalles prosperaban tanto gracias a la clientela prusiana que expresaban libremente su desdén por la resistencia «stupide et obstinée» de París a una ocupación similar.
Algunas noticias del extranjero eran simplemente interesantes: que el explorador del Ártico Nordensjöld había penetrado en el helado interior de Groenlandia, que un tal Schliemann se jactaba de estar excavando en Turquía el verdadero emplazamiento de la antigua ciudad de Troya. Otros artículos podían ser recibidos de diferente modo por los diversos lectores: por ejemplo, la noticia de que en unas elecciones en el Territorio de Utah habían votado las mujeres, y que en Lexington, Virginia, había muerto el gran general Robert E. Lee. Esta última noticia despertó simpatía en todos los artistas del circo que estaban con el Florilegio cuando visitó aquella oscura y pequeña ciudad y entristeció genuinamente a algunos, sobre todo a Edge y Yount. También afligió a la mayoría de parisienses, ya que prácticamente todos habían apoyado a los confederados durante la guerra civil americana, pero sin duda no causó la menor aflicción en Versalles, donde el general Philip Sheridan seguía haciendo compañía al alto mando prusiano.
El invierno fue precoz e intenso en París. Tras las tonificantes primeras semanas de octubre, el frío arreció de tal modo que la noche del 24 los helados cortinajes azules y verdes de la aurora boreal se ondulaban fantasmagóricamente en el cielo de París, una vista jamás contemplada ni por los ciudadanos de más edad. Aquella noche la gente invadió las calles, señalando y profiriendo ahogadas exclamaciones de asombro. Sin embargo, a la noche siguiente nadie salió a mirar el cielo porque ningún meteoro septentrional habría sido visible bajo los nubarrones que chorreaban lluvia. El resto de octubre y el resto del invierno continuó igual, con días de un frío gélido y otros un poco más suaves en los que sólo caía una lluvia acerada y continua, de manera que, exceptuando alguna que otra escarcha matinal, nunca hubo nieve o hielo, sólo frío, humedad y otra vez frío. En el recinto del Florilegio, la tierra sonaba a veces como la escoria y otras era desagradablemente blanda, como carne en descomposición, y los peones tenían que estar siempre tensando o aflojando los cables de las tiendas. Además, el Bois de Boulogne, como cualquier otro parque de París, rezumaba constantemente una niebla gris y pegajosa que olía a hongos. Sin embargo, aquello era perfume comparado con las miasmas y frecuentes inundaciones emanadas de las repletas cloacas que fluían bajo las calles de la ciudad.
La gente que había almacenado combustible no tardó en agotarlo y el gobierno no podía vender sus existencias de carbón, ni siquiera con la perspectiva de hacer un buen negocio, porque el carbón se necesitaba, entre otras cosas, para generar el gas de los Globos Correo. Muchas viviendas pobres no tenían calefacción y se prohibió encenderla a todos los edificios comerciales, y las escasas familias ricas que no habían huido de la ciudad antes del asedio no revelaban qué combustible habían guardado para calentar sus mansiones, pero incluso un establecimiento tan suntuoso como el Grand Hôtel du Louvre ofrecía ahora un mínimo de calor y agua caliente sólo durante las cuatro horas anteriores a la medianoche, a fin de dar a sus huéspedes un lapso de tiempo un poco cómodo para desnudarse, bañarse y meterse en la cama. También suspendió indefinidamente el funcionamiento de su comodidad más exclusiva: el ascensor accionado por vapor.
Al cabo de un tiempo el Ministerio de Recursos autorizó a los parisienses a cortar leña dondequiera que la encontrasen. La gente recurrió inmediatamente a lo que tenía más a mano: los árboles de las calles. Mientras los hombres cortaban los troncos con sierras y hachas, los niños trepaban a las ramas y partían y se llevaban a casa todas las ramas que podían transportar. Cuando un árbol había sido derribado, cortado a trozos y llevado en un carro, las mujeres acudían a recoger todas las ramitas y pedazos de corteza que habían quedado en el suelo. Incluso los vetustos castaños de los Campos Elíseos y los tilos de los jardines del Luxemburgo y las Tullerías desaparecieron. Sólo entonces los buscadores de leña se aventuraron por los parques de Vincennes, Montsouris, la Butte Chaumont y el Bois de Boulogne. Los miembros del Florilegio, encariñados con «su» Bois, se alegraron de que, aun siendo mayor que todos los otros parques juntos, fuera el menos perjudicado, pues, aunque talaron todos los árboles grandes y vetustos, dejaron muchos árboles jóvenes y arbustos que los saqueadores no consideraron que mereciera la pena cortar.
Incluso en aquellos días lóbregos, la masa de parisienses abandonaba con frecuencia sus gélidas casas, desafiando al frío y la humedad todavía mayores de la intemperie, para acudir a los teatros y circos en locales cerrados. Esto podía parecer un contrasentido en medio de tanta miseria, pero en realidad la gente lo hacía tanto por el calor de estar todos juntos en una sala como para divertirse. Los teatros seguían ofreciendo obras y óperas «significativas» como Hernani y Le Prophète, e incluso los circos se inclinaban por los espectáculos hípicos «inspiracionales» como El Cid derrota a los moros y La carga de la brigada ligera. La carpa de lona del Florilegio tenía que estar llena para calentarse, pero se llenaba todos los días, en cada función, de gente que estaba cansada de la propaganda insistente y acudía en busca de diversión pura y simple.
La negativa de Florian a sumarse al clima de aguafiestas de la época no sólo le garantizó llenos diarios, sino que le proporcionó una nueva artista. La mejor amiga de Clover Lee fuera de la compañía, la joven Giuseppina Bozzacchi, fue a decir a Florian que estaba sin trabajo y aburrida… y medio congelada por pasarse casi todo el día en su Hôtel Crillon, donde también escatimaban la calefacción. Copelia había cerrado a la primera censura oficial de la frivolidad y no se montaba ningún otro ballet, ya que la danza era notoriamente incapaz de comunicar «significación». Giuseppina dijo que sería feliz bailando para el circo, incluso con las chicas del cancán, y no pediría ningún sueldo; sólo quería mantenerse ágil y estar caliente unas horas todas las tardes y sentir que era todavía una artista.
Florian estuvo encantado de darle la bienvenida e insistió en pagarle un sueldo y dijo que, por supuesto, no pensaba malgastar su talento en el cancán. Sin embargo, no podía bailar ballet sobre el serrín, así que Florian y el director de orquesta Beck idearon un número en que Giuseppina volvía a encarnar a un juguete mecánico. La contrataron y anunciaron como la «Bailarina de la Caja de Música» y trabajaba sobre el bordillo acolchado de la pista, dando varias vueltas casi enteramente de puntillas, como hacían las muñecas de las cajas de música, mientras el cimbalista Elemér tocaba en un solo una imitación muy verosímil de una barcarola de Offenbach. Pese a la depresión de la época de guerra, los parisienses no habían olvidado a la bonita y dotada Giuseppina ni dejado en absoluto de adorarla, por lo que su pequeño número fue recibido con mucho más agrado que cualquiera de las epopeyas «significativas» que se representaban en el centro de la ciudad.
Giuseppina continuó residiendo en el Crillon, como los otros artistas residían en el Grand Hôtel du Louvre, y ninguno de ellos se quejaba de las austeridades impuestas en ambos establecimientos. Ni siquiera los huéspedes más viejos y frágiles del Grand se lamentaban de tener que subir escaleras en lugar de ir en ascensor, porque todos los hoteles de primera categoría cobraban tanto por las comidas que sus lujosas habitaciones eran baratas en comparación. Y los clientes de sus comedores aún «comían», lo cual era más de lo que muchos parisienses podían afirmar. Si las «cotelettes de veau» anunciadas en la carta solían reconocerse como filetes de potranca, por lo menos eran de carne.
Para quienes debían comprar su carne en los mercados, la ración diaria se había reducido a cincuenta gramos por persona y a esas alturas la carne de caballo ya no era el triste recurso de los muy pobres, sino prácticamente la única carne que podía encontrarse. El gobierno ayudaba vendiendo a los matarifes todos los caballos que no eran absolutamente necesarios para las fuerzas de la defensa y los caballos requisados como «excedente suntuario» de los establos de las familias ricas que habían abandonado la ciudad y no podían protestar y todos los caballos que habían constituido las cuadras imperiales, incluyendo la famosa pareja de trotones que habían sido un regalo del zar Alejandro a Luis Napoleón.
—Luis me contó que esos dos caballos estaban valorados en cincuenta y seis mil francos, casi doce mil dólares americanos —explicó Florian—, suficientes para comprar una bonita casa con terreno. Ahora van a parar a la balanza del carnicero al mismo precio fijado por el gobierno que la carne de un exhausto rocín de fiacre, a cincuenta centimes el kilo.
Pero incluso a aquel precio oficial —y los carniceros pedían invariablemente el cuádruple—, la carne de caballo estaba fuera del alcance de las familias pobres que antes solían depender de ella. Así, pues, los perros y gatos empezaron a desaparecer de las calles, al igual que los animales domésticos poco vigilados. Las palomas y los estorninos de la ciudad, que ahora tenían tan pocos árboles donde posarse, eran cazados con ligas y trampas de alambre colocadas en los senderos del parque y en los antepechos de las ventanas. Por esta época surgieron otros dos términos lingüísticos, como «cola», en el uso cotidiano: «osséine» y «seine de la Seine», pero sólo el último tenía algo que ver con el río. La osséine era un producto de mercado promovido por la Oficina de Salud Pública como sustituto de la carne para los pobres y asequible a sus bolsillos. La asequibilidad era su única atracción, pues la osséine consistía en una repelente gelatina de pezuñas y huesos de caballo hervidos que podía servir como nauseabundo sustituto del aceite de oliva o disolverse en agua caliente para hacer una repugnante especie de caldo.
«Seine de la Seine» significaba justo lo que decía: pescar peces en el río. Como en días más felices, ancianos y otros ociosos seguían colocando cañas de pescar en los quais y puentes, pero, como siempre, la pesca era poco frecuente, insegura y, como máximo, de un solo ejemplar cada vez. Por consiguiente, ahora empezaron a bajar al río grupos más decididos con redes de elaboración casera para obtener botines más copiosos. Y los obtuvieron —durante un tiempo, por lo menos, hasta que el Sena se llenó de trozos de hielo que rompían las redes—, pero casi todos los peces eran albures, un bocado no precisamente epicúreo y, además, de tamaño medio tan pequeño que, una vez despojados de escamas, aletas, intestinos y espinas, no bastaban ni en grandes cantidades más que para la comida de una familia.
Los nuevos pescadores encontraron pronto más fácil y más productivo cebar anzuelos o trampas con sebo u osséine y pescar en las cloacas o en los pasajes llenos de basura… a las ratas. Y las pescaron y algunos de los más escrupulosos se dedicaron a vender sus botines, ganando lo suficiente para procurarse otras viandas. Pero muchos de los que cogían ratas y todos los que las compraban lo hacían para guisarlas y comerlas, y declararon que la rata era más sabrosa que el albur, mucho más apetitosa que la osséine y muchísimo mejor que nada en absoluto.
Los cuidadores del Jardin d’Acclimatation siempre habían alimentado a sus felinos y otros carnívoros con carne de caballo. Cuando esta carne empezó a aparecer en las mesas de incluso los clubes y restaurantes de lujo, compraron perros y gatos para alimentar a la ménagerie. Pero cuando los perros y gatos también empezaron a abundar en los mercados de París, el gobierno decidió por fin que no podía, en justicia hacia las hambrientas clases inferiores, seguir manteniendo a esos animales meramente decorativos. Una orden oficial decretó la matanza y venta de los inquilinos del zoológico, incluyendo a los dos elefantes, Cástor y Pólux, que habían sido mimados por una generación de niños parisienses. Al obrar así, el gobierno obtuvo unos buenos beneficios para la tesorería de la Defensa porque cuando dichos animales exóticos fueron vendidos en subasta los carniceros ofrecieron precios mucho más elevados de los que el Jardin había pagado por ellos. Luego las carnes se vendieron al por menor a precios que sólo podían pagar las familias muy ricas y los restaurantes más caros. Entre las clases altas se convirtió en algo très distingué poder decir como al azar: «Anoche cenamos un guisado de joroba de camello en Voisin» o «El conde y la condesa nos sirvieron un émincé de trompa de elefante», o pierna de zebú, lengua de yak, galantina de casuario, civet de tigre o lo que fuera, mientras duraron los bocados exquisitos del zoológico.
Otras personas del haut monde consideraban más chic e inteligente demostrar, por muy oportunista que pareciese, que sus corazones estaban con el pueblo. Sugirieron a sus clubes o restaurantes favoritos que sirvieran por lo menos una comida de lo que consumía la gente pobre —caballo, perro, gato e incluso rata— y se sentaron resueltos a comer estas cosas, asegurándose de que los periódicos publicaran largos y elocuentes reportajes de la cena, con una lista de la espantosa carte de diner: «Consommé de la moêlle de cheval, rable de chien Alsatien au jus, saucisse des ratons aux fines herbes…» Luego iban de un lado a otro observando complacidos que un lomo de perro era tan bueno como el de ternera, que el gato cocido en jarra hacía un ragôut tan bueno como el de ardilla, o comparando en broma la blandura de las carnes de caballo y mulo.
Si esta condescendencia tan publicada pretendía conformar al pueblo con su triste suerte, no lo consiguió, porque los communards causaban una agitación mucho más efectiva en los barrios bajos de la ciudad. Siempre que lograban azuzar a una multitud lo suficiente para animarla a manifestar su protesta, se manifestaban. Y los communards se aseguraban siempre de que las turbas marcharan, haciendo ondear las ominosas banderas rojas de la Revolución, por los barrios de la clase alta y burguesa antes de converger en el Hôtel de Ville para gritar insultos al presidente «Trop Chu» y al gobierno de «imitación imperialista» en general. Algunos de aquellos manifestantes, que aún no habían dejado de creer en el «túnel secreto», exigían a gritos que se utilizara para traer víveres del exterior que deberían distribuirse libremente. Otros, casi siempre los propios agitadores communards, gritaban casi con la misma fuerza que el túnel ya se utilizaba, pero sólo para surtir de ostras, champaña y otras exquisiteces a los decadentes favorecidos por la fortuna. Este grito siempre enfurecía a las masas, que empezaban a lanzar piedras.
—Totalmente irracional, totalmente francés —dijo con sequedad Florian a sus jefes reunidos en conferencia—. Sin embargo, los dos últimos delirios que recorren la ciudad (el capricho de los plutócratas de comer carne de jungla y la exigencia más comprensible del proletariado de que les den algo que comer) podrían significar problemas para nosotros. He oído decir que los otros circos, al igual que el zoológico público, están vendiendo muchos de sus animales exóticos o monstruosos e incluso los entrenados para la pista. Ignoro si lo hacen para obtener pingües ganancias de los ricos que desean estas carnes determinadas o simple y honradamente porque ya no tienen dinero para alimentar a sus bestias.
—Gott behütte! —gruñó Beck—. En la carta del hotel pronto haber Braten de babuino.
Todos hicieron una mueca y Florian continuó:
—Hasta ahora, Abdullah y el Démon Débonnaire y sus ayudantes se las han ingeniado muy bien para alimentar a nuestro zoológico, no con abundancia pero sí en la cantidad justa, echando mano de nuestras reservas y de nuestras raciones civiles de carne y dejándolos pacer aquí en el Bois. No obstante, si tanto el gobierno como los otros circos convierten a sus animales en alimento para seres humanos, es probable que celosos «benefactores» consideren que ocultamos, casi literalmente, perros en el comedero.
—Vamos, director —dijo Fitzfarris—, sé desde Baltimore que no le importa un rábano la opinión de los mojigatos.
—Es cierto, no me importa. Preferiría sacrificar a un fanático que a un caballo o incluso a uno de tus ratones. Y no mataré a uno solo de nuestros leales compañeros del género animal, como no mataría a ninguno de nuestros artistas humanos. Oh, si los tiempos empeorasen tanto, sir John, podría considerar dar de comer a los carnívoros tu viejo y decrépito Auerhahn, o los avestruces o las hienas, pero sería un ejercicio de futilidad. Tan correosos animales son incomibles incluso para sus congéneres. No, conservaremos a los animales mientras podamos mantenernos a nosotros mismos.
—Pues quizá no podamos dentro de poco, director —dijo Goesle—. Estaba a punto de decirle que cuando Hannibal ha vuelto hoy de comprar en les Halles ha mencionado que su carnicero, y creo que también las otras tiendas, pronto dejarán de aceptar monedas y papel del reino.
—¿Qué? Maldita sea, ¿por qué no?
—La situación actual los está poniendo nerviosos. Dicen que si el descontento del pueblo hace caer a este gobierno, el franco francés no valdrá nada. Y añaden que si los boches ocupan la ciudad, el marco prusiano será la única moneda fuerte, así que ahora desconfían de cualquier dinero hasta que las cosas se arreglen.
—Más malditos rumores.
—Sí, y las malas noticias vuelan.
—¿Qué quieren entonces? ¿Marcos? Aún tenemos una buena cantidad de ellos que no he cambiado por francos. Incluso bastantes rublos, koronas y kronen.
—Quieren oro, director. La única divisa que conserva su valor en cualquier guerra o revolución.
—En tal caso, maldita sea, les pagaremos en oro. Desclava la tapa de aquel escondite secreto bajo la jaula de Maximus, Dai, y saca un puñado de esos imperiales rusos que nos regaló el zar. Cada una de esas pequeñas monedas vale unos cuarenta francos, así que un puñado podrá mantenernos durante algún tiempo.
—Está bien, director.
Florian reflexionó un momento con el ceño fruncido y después agregó:
—Me temo que esto de gastar oro para mantener vivos a los animales nos haga parecer aún más insensibles a la miseria del pueblo llano. Sin embargo, no cederé. Me alegra decir que la mayoría de ciudadanos de París son decididos amantes del circo, o por lo menos gente razonable que apoyaría mi posición. No obstante, por encima y por debajo de esa ciudadanía están aquellos que necesitan defender o ensalzar sus propias posiciones. Por encima está el gobierno, ansioso de mantener su aparente solicitud para con todos…
—No con todos —corrigió Willi—, sólo con los que pueden votar cuando por fin se celebren elecciones. Y esto no incluye a nuestros animales ni siquiera a la mayoría de nosotros.
—Correcto —dijo Florian—. Y por debajo están los communards, que serían felices de descubrir una «traición burguesa de las masas» en un jardín de infancia si esto fomentara una agitación ventajosa para ellos. Cualquiera de estos dos extremos, el de encima o el de debajo, podría presionarnos para que vendamos a nuestros animales a los mercados de carne y o bien el gobierno o los communards podrían pretender que era «por el bien de todos» y atribuirse el mérito.
—Tampoco debe importarnos un rábano la presión —dijo Fitzfarris— si tenemos al pueblo de nuestro lado.
—Tal vez no. Sin embargo, si la presión fracasa, cualquier grupo de fanáticos podría decidir encargarse de liquidar a nuestros animales, en especial si son fanáticos hambrientos. Creo que nos convendría estar al qui vive de tales posibilidades. Coronel Ramrod, sugiero que vuelvas a distribuir armas cargadas entre los miembros responsables de nuestro personal y dispongas guardias aquí en el recinto durante las veinticuatro horas del día.
—Considérelo hecho —contestó Edge—. ¿Alguna otra cosa, director?
—Por ahora no. Creo que… muy pronto… tendremos que pedir al Globo Correo que nos devuelva el favor que le hicimos. Pero hablaré de esto con Monsieur Nadar la próxima vez que venga a vernos.
El Globo Correo era una de las pocas cosas que aún funcionaban en París sin contratiempos graves, o por lo menos, no demasiados. Cuando los sitiadores prusianos se enteraron de que uno de los aerostatos había llevado sano y salvo al ministro Gambetta a las provincias no ocupadas, enviaron un precipitado mensaje a la fábrica de cañones de Essen, en Renania. Poco tiempo después les fue suministrado un nuevo cañón, diseñado especialmente por Krupp, el primero capaz de apuntar casi en vertical y de disparar una granada fragmentaria que podía ser programada, en teoría, por lo menos, para estallar a una altitud determinada. El decimosexto globo enviado desde París tuvo que sobrevolar las líneas de asedio a través de pequeñas nubes negras aparecidas de repente, que resultaron estar compuestas de humo de pólvora y cascos volantes. El aerostato las sorteó sin ningún percance, pero el aeronauta informó más tarde por paloma mensajera que su sistema nervioso se había resentido gravemente.
—Me alegro mucho de no ser el artillero de ese cañón —dijo Yount cuando lo supo—. La espoleta de tiempo es muy traidora. El artillero tiene que cortarla antes de meter la granada en la recámara, y ha de esperar que al disparar el cañón se encienda la espoleta y esperar no haberla cortado tanto que la granada se dispare por encima de su propia cabeza y esperar no haberla cortado tan poco que la granada caiga sobre su propia cabeza antes de dispararse. En realidad, prefiero estar delante de ese cañón que detrás de él.
El ministro de Correos, en cambio, sentía más respeto por el nuevo cañón antiaerostatos y ordenó que todos los vuelos de globo se hicieran en lo sucesivo después de anochecer, lo cual no resultó ser una gran ayuda para los aeronautas. Para empezar, los pequeños globossonda de papel tenían que mandarse con luz de día para que fueran visibles y los vientos que indicaban entonces podían cambiar después de ponerse el sol. Luego, cuando se lanzaba el globo grande, nunca era completamente invisible para un observador de tierra. Para el aeronauta, en cambio —que ahora era siempre un novato—, la tierra era tan difícil de ver que nunca podía estar seguro de la altitud alcanzada y a veces ni siquiera de la dirección del vuelo. Mientras tanto, el nuevo cañón Krupp lanzaba granadas que estallaban alrededor del globo y los cañones de Fort Valérien disparaban con estruendo para distraer a los artilleros prusianos, y toda esta conmoción era suficiente para que cualquier voluntario del Globo Correo se arrepintiera de haberse ofrecido para el viaje.
—De todos modos, ami —declaró Nadar con orgullo mientras veía con Florian una función nocturna del circo—, considerando los comienzos casi improvisados del correo por globo y todos los obstáculos que debe vencer —los contó con los dedos—, aerostatos de mala calidad, sin ninguna prueba previa al lanzamiento irreversible, tener que depender de la lentitud del gas de hulla, su maniobrabilidad limitada aun en las mejores condiciones, la inexperiencia de los pilotos que han de volar entre proyectiles enemigos… zut alors, el Globo Correo tiene en su haber un récord notable de éxitos frente a sus pocos fracasos.
—Yo deseaba preguntarle… —empezó a decir Florian.
—No necesita preguntarlo, mon vieux, voy a decírselo. Hasta ahora sólo hemos perdido cuatro. Uno flotó hasta el Atlántico y no se ha visto más. Tres han caído en manos enemigas, pero… —levantó un dedo— a causa de un error del aeronauta o de un defecto de estructura, no derribados por el fuego enemigo. Todos los demás han aterrizado intactos y en territorio amigo. De hecho, uno de ellos en un país amigo muy lejano. A decir verdad, ganó involuntariamente un nuevo récord de vuelo en globo, dos mil cuatrocientos kilómetros por el mar del Norte hasta Noruega. Supongo que ese joven aeronauta está todavía descongelándose, pero también le supongo entusiasmado por su hazaña. Pasará mucho tiempo antes de que su récord sea superado.
—Bueno, lo que quería preguntarle… —empezó de nuevo Florian, pero se interrumpió para decir—: ¡Escuche! Uno de sus globos debe de elevarse ahora mismo.
Por encima de la música de la banda y el ruido del público oyeron el sordo rumor de los cañones de Fort Valérien y el fragor del cañón antiaerostatos de los prusianos.
—Oui —dijo Nadar—, et regardez là. —Hizo una seña discreta con la cabeza para llamar la atención de Florian hacia Lunes Simms, que se encontraba cerca, esperando entrar en la pista como Mademoiselle Cendrillon y sonriendo mientras tanto con los ojos cerrados y frotándose los muslos uno contra otro—. Un amigo médico —dijo Nadar en tono confidencial— me contó que muchas pacientes suyas se comportan así cuando retumban los cañones. El estallido o la vibración provoca un estremecimiento simpático en sus delicadas petites choses. Dice que algunas mujeres sólo reaccionan al disparo de un cañón determinado, así que han puesto apodos a los diversos cañones: Gran Josefina, Gran Camille, etcétera. ¿Supone usted, ami, que los hombres hacemos la guerra por esto? ¿Instigados por las mujeres que necesitan esta clase de emoción?
—No me sorprendería en absoluto. Sólo que ya hacíamos la guerra mucho antes de que sonaran estos ruidos.
—C’est vrai. Pero hablábamos de los éxitos del Globo Correo.
Hasta ahora ha llevado a otros pasajeros importantes además del ministro Gambetta y quizá un millón de cartas, periódicos, despachos… y centenares de palomas, la mayoría de las cuales han hecho el vuelo de regreso llevando sus cargas de micromensajes. A propósito, ¿qué opina de la noticia sobre Gambetta? ¿No le dije que ese hombre, a pesar de su deplorable falta de modales sociales, posee una gran energía y un gran talento para la organización? ¡Ha reclutado, equipado y armado a doce nuevos cuerpos del ejército! ¡Todo un nuevo Ejército del Loire!
—Admirable, sí —respondió Florian—, pero no veo para qué puede servir. Una de sus palomas trajo también la triste noticia de que el general Bazaine ha abandonado Metz con todo su ejército atrapado allí. El nuevo Ejército del Loire puede defender su terreno, pero sin las fuerzas de Bazaine no puede recuperar el terreno conquistado por los boches.
—Aun así, cuanto más larga sea la resistencia de Francia contra Prusia, tanto mejores serán las condiciones que podríamos negociar para la paz.
—Esperémoslo —contestó Florian, sin grandes esperanzas—. Esta larga resistencia ya está costando muy cara a París. He oído decir que el frío, la humedad y la creciente desnutrición son causa de muchas enfermedades.
Nadar se encogió de hombros.
—Entre las clases altas, sólo maladies de poitrine (bronquitis, gripe), no peores que las de cualquier otro invierno. Dicen, es cierto, que pueden declararse epidemias entre las clases bajas. Se oyen rumores incluso de la peste, o peor aún, de la viruela. Pero ¿qué puede esperarse de los tipos que comen ratas?
—Si hay una epidemia de peste y viruela —dijo Florian—, puede empezar en los barrios bajos, pero es muy posible que no se detenga allí.
—En tal caso será mejor que suba el precio de sus entradas —respondió Nadar sin inmutarse—. No deje entrar a la canaille para que no exhale sus fétidos microbios sobre sus mejores clientes y sus propios artistas. Espero —y retrocedió un paso— que no haya detectado ya algún symptôme épidémique entre su compañía.
—No, pero ha habido un caso de maladie de poitrine. Quería hablarle de los pasajeros que lleva a veces el Globo Correo. Una de nuestras jóvenes damas, mademoiselle Knudsdatter, ya la conoce usted, Miss Eel, nuestra contorsionista…
—Ah, oui, y sé que tiene una constitución pulmonar débil.
—Pues bien, este horrible tiempo la matará si continúa y si ella sigue actuando, como se empeña en hacer. Sin embargo, después de considerable e intensa persuasión, he conseguido la autorización de su pareja para enviarla al extranjero y su propia aquiescencia en abandonar París, si es posible. Me gustaría mandarla a un sanatorio, o por lo menos al aire puro y seco de las montañas.
—Mais certainement —contestó Nadar—. El Globo Correo está en gran deuda con usted y su empresa. Puedo gestionar fácilmente su pasaje… si ella está de acuerdo en correr los inevitables riesgos.
—Creo que preferiría caer o morir de un disparo a morir por estrangulación lenta. Y si por casualidad fuese a parar a Escandinavia, no podría haber un lugar más saludable para ella.
—C’est déjà fait accompli. Dígale sólo que lleve la bolsa más pequeña posible con los efectos esenciales y la pondré a bordo del primer aerostato que despegue. También le informaré a usted inmediatamente cuando una paloma nos traiga noticia de su feliz aterrizaje y de su paradero. Ella y su pareja (se trata de monsieur Terremoto, ¿no?) podrán intercambiar luego billets-doux por el Globo Correo. ¡Ah, qué suerte tenemos todos de que exista!