7

La caravana del circo, ahora sin su cola de barracas de feria, iba a buena marcha por la puszta en dirección este y un poco hacia el norte. Las carreteras eran buenas, al igual que el tiempo. Nunca tenían que subir la menor colina y los ríos y arroyos disponían de muchos puentes o se vadeaban con facilidad. Sólo de vez en cuando había una csárda donde comer un plato de estofado, pero Magpie Maggie Hag mantenía su estufa llena de carbón para poder encenderla en cualquier momento. Ella y sus ayudantes femeninas lograban alimentar con competencia a toda la compañía —si no con manjares exquisitos, al menos nutritivos— gracias a las provisiones almacenadas en su carromato. Aún seguía durmiendo allí y todos sospechaban que Hanswurst también, ya que guiaba su vehículo y estaba constantemente con ella. La vieja gitana y el viejo payaso eran personas delgadas, pero debían de tener poco sitio en el carromato que antes había sido vestidor y todavía llevaba, colgados o doblados con esmero, todos los trajes de la compañía.

Saliendo temprano cada mañana y no deteniéndose hasta que era demasiado oscuro para circular, la caravana circense recorría unos treinta y cuatro kilómetros diarios, lo cual significaba que tardarían unos veinte días en llegar a la frontera del río Prut. Pero en menos de una semana todos se habían hartado de la puszta, aquella llanura interminable de hierba alta y cereales silvestres, sólo interrumpida a largos intervalos por minúsculas aldeas de barro donde los campesinos salían a mirar la caravana con ojos inexpresivos y bocas abiertas. También pasaban de vez en cuando por delante de una granja de cereales cultivados donde podían ver al granjero dedicado a una especie de trillado primitivo. Se colocaba en el centro de un amplio círculo de centeno o trigo segado, empuñando una rienda, y un caballo daba vueltas y más vueltas, pisando el grano. También se veía algún que otro árbol o arbusto, pero en esta estación todo era de un triste color pardo o gris, excepto los brillantes puntos rojos de las amapolas silvestres.

Mirando la vista llana y poco atrayente, antes de emprender la marcha una mañana, Yount comentó a su Agnete con acento sombrío:

—Bueno, esta puszta puede no ser el fin del mundo, pero creo que lo puedo divisar desde aquí.

Magpie Maggie Hag, que estaba cerca y que últimamente parecía más desanimada que los otros, observó:

—Para algunos, es el fin del mundo.

Hvad? —preguntó Agnete—. Espero que no lo sea para ninguno de nosotros. Acabamos de perder a un compañero, para no mencionar a toda la gente de las barracas.

Poco después del desmantelamiento en Balaton Abner Mullenax había abordado a Florian, con su único ojo inyectado en sangre, y le había dicho:

—Director, ya no le sirvo de nada. Me gustaría quedarme aquí con la gente de las barracas. Una de esas bailarinas es dulce conmigo y todos se han ofrecido a pagarme algo para hacer pequeños trabajos (acarrear barriles, cubrir charcos y cosas así), lo suficiente para pagarme la bebida. Más la manutención, si puedo vivir de salchichas, pretzels y helados.

—Bueno, amigo, has estado con nosotros mucho tiempo, pero nunca ligado por un contrato. Eres libre de quedarte o irte adonde te plazca.

—Me gusta este lugar y la gente es amable. Creo que será un buen sitio para que Barnacle Bill eche el ancla.

—¿No será un obstáculo el problema de la lengua?

—No en la cama con mi chica. Y en la taberna, sólo hay que señalar una botella y empinar el codo.

—Cierto. Pero, Abner, deberías tener algunos ahorros por si un día te separas de la gente de las barracas. El Saratoga fue tu contribución al Florilegio y nunca te pagamos un centavo por él.

—Oh, tonterías, olvídelo. Me ha conservado en la nómina durante meses cuando no era más que un peso muerto.

—No… toma… insisto en que aceptes estos forints por valor de al menos cien dólares. Guárdalos en la faltriquera.

—Bueno… —dijo Mulienax, lamiéndose los labios, sediento, y aceptando el fajo de billetes.

—Todos te deseamos que seas feliz aquí, Abner. Algún día volveremos y esperamos encontrarte en plena prosperidad.

Pero Florian dudaba tristemente de volver a ver a Barnacle Bill, allí o en otra parte, considerando que empinaba el codo cada vez con mayor frecuencia.

Ahora, en medio de la puszta, Florian gritó para que la caravana del circo se pusiera en marcha. Ante la leve sorpresa de Edge, Magpie Maggie Hag subió al carromato para viajar con él.

—Quiero decirte algo —empezó cuando salieron dando tumbos del campamento para coger la carretera—. Vuelvo a husmear problemas con Pavlo Smodlaka. En alguna parte. Algún día.

—Oh, diablos. ¿Qué será ahora? La última vez estaba convencido de que el Démon Débonnaire era un demonio auténtico dispuesto a acabar con él.

—Ahora le preocupa acabar en las fauces del férfifarkas.

—Dios mío. ¿Qué es el férfifarkas? No suena más peligroso que la caspa.

—Ignoro la palabra inglesa; en español puede ser el hombre lobo.

—¿Un hombre lobo?

Magpie Maggie Hag se encogió de hombros.

—Pavlo habla un poco de húngaro y en la última csárda donde paramos bebió con unos campesinos y les dijo que iba a Rusia. Todos le miraron con horror y dijeron que era muy valiente de ir allí, a causa del férfifarkas. Explicaron que en Rusia algunos hombres se transforman en férfifarkas. Oborotyen, en ruso. Durante la luna llena, a estos hombres les crece pelo por todo el cuerpo, cuatro patas, cola, zarpas, garras y, exactamente igual que los lobos, salen a cazar hombres para devorarlos. O mujeres o niños. Más fáciles de atrapar.

—Dios Todopoderoso. ¿Y cree en estas patrañas?

—Pavlo se lo cree todo, sospecha de todo, se asusta de todo. Ahora incluso teme a su mujer. Me ha dicho que Gavrila le despierta en plena noche para criticar sus sueños. Nunca lo había hecho antes.

Edge, entre exasperado y divertido, respondió:

—Hablaré con él. Intentaré convencerle de que no existe el hombre lobo.

—Hazlo. Presiento una gran desgracia.

Dando un pequeño rodeo hacia el sur, el circo podría haber visitado Debrecen, una pequeña ciudad situada en la encrucijada de varias rutas comerciales y lo bastante grande para garantizar espectadores durante algunos días, pero Florian dijo que no estaba dispuesto a descargar los atestados carromatos hasta que tuviera que hacerlo en el andén; ardía de impaciencia por llegar a la estación ferroviaria porque las noches empezaban a ser frías e incluso en las horas diurnas se notaba cierta frescura. Así, pues, la única localidad donde el Florilegio hizo un alto fue un pueblo llamado Nagykállo, un poco más grande, limpio y atractivo que las aldeas de barro habitadas por zoquetes que habían dejado atrás. Y se detuvieron en Nagykállo sólo porque daba la casualidad de que era el pueblo natal de los hermanos Jászy, y los tres, Zoltán, Gusztáv y Arpád asediaron a Florian con ruegos de que la compañía se detuviera y disfrutase de la hospitalidad de sus parientes y amigos.

Florian habría querido discutir, pero no le dieron ocasión. La caravana del circo se había detenido en medio de la gran plaza en torno a la cual estaba construido Nagykállo e inmediatamente se congregó una gran multitud. Todos reconocieron a los hermanos Jászy y se inició un clamor de saludos y bienvenidas. Zoltán agitó con violencia las manos para hacerlos callar y luego abrumó a la muchedumbre con una perorata de por lo menos diez minutos, a voz en grito y gesticulando, sobre las aventuras de los hermanos desde que abandonaran el ruinoso rancho en las afueras del pueblo.

—Ahora les dice —tradujo Florian a los otros miembros de la compañía— que nosotros los salvamos del desempleo, de una indeseable ociosidad y de la posible muerte por inanición. Les hemos dado un trabajo que los entusiasma y hecho de ellos artistas conocidos, la comidilla del lago Balaton, que pronto alcanzarán fama internacional. Insta a la población a ayudarle a él y a sus hermanos a demostrar su gratitud ofreciéndonos bebida, comida y alojamiento en sus casas y organizando para mañana un festival multitudinario en nuestro honor.

La muchedumbre volvió a gritar con evidente aprobación y Florian añadió, suspirando resignado:

—No podemos ser groseros hasta el punto de desairar una amabilidad tan sincera. Son gente pobre (batas de tela hilada en casa, zapatos de madera) y no obstante están ansiosos de compartir con nosotros todo lo que tienen. Stitches, ordena a tus eslovacos que busquen un campo donde aparcar todos nuestros vehículos y atar a los animales. Más tarde, después de atender a los animales, los peones podrán relajarse como el resto de nosotros. Ni siquiera hay necesidad de apostar un vigilante.

Los habitantes del pueblo se acercaron a la compañía, tirándoles de las mangas y gritando: «Gyere! Egy vendeget!» Así los artistas y el personal se vieron distribuidos al azar de uno en uno o de dos en dos —procurando los hombres y mujeres ya emparejados permanecer juntos— y llevados triunfalmente a los hogares de sus anfitriones. Los ancianos padres de los hermanos Jászi no sólo se llevaron a sus hijos sino también a Florian y Edge. Todos, excepto Edge, pasaron el resto del día en animada conversación. Luego, después de cenar con la familia, Florian se disculpó y se fue a hacer el recorrido de todas las otras casas que agasajaban a su compañía para ver si había preguntas o problemas que pudiera resolver hablando en húngaro.

Todos los invitados participaron aquella noche de la cena cotidiana de la familia: en la mayoría de casas el plato campesino de cocido de carnero, col, pan de centeno y cerveza casera, pero las mujeres iban de un lado a otro con sus zuecos por el suelo de tierra batida, preparando ya el gran banquete del día siguiente. Mataron y desplumaron pollos, bajaron de sus graneros cuartos de cordero y buey, sacaron de sus fresqueras mantequilla, leche, huevos y hortalizas, y empezaron a mondar, picar y remover. Entretanto, los miembros de todas las familias hablaban por los codos a sus invitados del circo, sin desanimarse ni desistir cuando el huésped sólo podía contestar con una sonrisa vacilante.

Sin embargo, cuando los anfitriones, con ayuda de gestos, dieron a entender a los invitados que debían acostarse en la cama o camas de la familia y que ellos dormirían en el suelo, algunos visitantes protestaron cortésmente pero con firmeza. Rodearon a Florian cuando entró en la casa y le hicieron decir a sus anfitriones que no harían semejante cosa y que dormirían en sus remolques o carromatos. La mayoría, no obstante, demasiado tímida o abrumada por la pertinaz generosidad de sus anfitriones, aceptó las camas de la familia. Mucho antes del amanecer, desearon no haberlo hecho.

—¡Chinches! —exclamó Daphne con aversión y repugnancia cuando la compañía se encontró en la calle a la mañana siguiente—. ¡Estoy cubierta de ronchas!

—¡No sólo chinches, sino pulgas y piojos! —dijo Meli, rascándose—. Siento un hormigueo general. Todo me pica.

—Vamos, vamos —intervino Florian, aunque rascándose como los demás—. Es un antiguo adagio: no eres propiamente del circo hasta que has tenido piojos. Recordad dónde estáis y compadeced a esta pobre gente y no os mostréis demasiado afectados o molestos por las incomodidades. Además, esta breve estancia os permitirá apreciar mejor los alojamientos que os he procurado hasta ahora y continuaré procurándoos siempre que pueda.

—¡Pero llevaremos estos bichos con nosotros dondequiera que vayamos! —chilló Clover Lee, rascándose—. ¡A nuestros remolques, al tren, a todas partes!

—No, no lo haremos —dijo Edge, rascándose—. Pero no os acerquéis a vuestros remolques en todo el día. No os quitéis la ropa. Esta noche pernoctaremos otra vez aquí y nos marcharemos por la mañana. Pedid a los amigos que anoche durmieron en sus remolques y no se contaminaron que mañana os traigan ropa limpia. Pero que no la traigan hasta mañana. Mientras tanto pondremos todos en práctica un viejo truco del ejército. Ya he dado una vuelta por ahí y encontrado un hormiguero junto a aquel tilo. —Señaló.

Daphne exclamó, incrédula:

—¿No hay bastante con chinches, pulgas y piojos?

Edge no le hizo caso.

—A la hora de dormir, quitaros toda la ropa y lleváosla; no importa si tenéis que pasar por encima de la familia que duerme en el suelo. No os dedicarán ni una sola mirada. He visto que todos nuestros anfitriones duermen en cueros y colocan la ropa en una repisa o algo así. Antes de acostaros amontonad todas vuestras prendas sobre ese hormiguero. Por la mañana las hormigas se habrán comido todos los bichos. Sólo aseguraos de aplastar los que aún se arrastran por vuestra piel antes de poneros la ropa limpia que os traigan vuestros colegas.

Los miembros más modestos de la compañía se escandalizaron y gimieron. Otros dieron las gracias a Edge. E incluso los más modestos, después de pasar todo un día rascándose, siguieron su consejo aquella noche y descubrieron que surtía efecto, como les habían prometido, y que merecía la pena pasar la vergüenza de salir desnudos por la noche de una casa llena de desconocidos y correr por las callejuelas del pueblo hasta el hormiguero del tilo.

Sin embargo, el festival de aquel día fue lo bastante entretenido y absorbente como para que la compañía se rascara casi sin darse cuenta, con la atención fija en las diversiones organizadas en su honor. Lo primero que vieron fue un enorme estrado de madera colocado por la noche en medio de la plaza del pueblo sobre unos postes de sólo treinta centímetros de altura.

—Para el baile —dijo Florian.

—¿Y qué falta hace? —preguntó Fitzfarris—. El suelo es aquí plano, duro y liso como cualquier pista de baile.

—Para la resonancia. Las danzas húngaras requieren saltar y pisar fuerte y sobre la tarima se hace más ruido.

Asistieron todos los habitantes del pueblo y también hordas de campesinos alertados de la ocasión durante la noche y llegados de muchos kilómetros a la redonda. Todos los que no tomaban parte en el baile, o lo harían después, se sentaron o pusieron en cuclillas en el suelo alrededor del estrado, dejando a los invitados del Florilegio los lugares desde donde podía verse mejor. Florian se sentó con los padres de los Jászi para formularles preguntas y traducir a continuación sus respuestas y comentarios a los miembros interesados de la compañía.

Los músicos del pueblo —tres en total, vestidos con sus trajes mejor conservados, como evidenciaba el olor a alcanfor que emanaba de ellos— subieron al estrado por la parte trasera y se colocaron de cara a los invitados de honor. Entre los tres levantaron un viejo y gastado címbalo al que se sentó un músico mientras los otros dos iban a buscar un acordeón y una cítara. Se calentaron tocando una obertura: Sólo hay una chica, ya conocida por la gente del circo en la versión de Beck. Y la tocaron bien, pese a la escasez de instrumentos. Incluso el cimbalista Elemér asentía con aprobación al escuchar al cimbalista del escenario.

Entonces Carl Beck habló con la pequeña Tücsök y la enana se levantó y se dirigió a la parte trasera del estrado. Cuando se terminó la pieza, levantó el brazo, tiró del faldón de la levita de uno de los hombres y le dijo algo. El hombre asintió con entusiasmo, primero a ella y luego a la gente del circo. Tücsök volvió a correr al lado de Bum-bum, quien hizo una seña a varios de sus músicos: los tambores, el tuba, el tuba contrabajo, el trombón, los clarinetes, los violines, el oboe y a Hannibal Tyree, el trombón bajo, y los envió corriendo a los carromatos a buscar sus instrumentos.

Cuando volvieron se colocaron detrás de la tarima para no privar a los músicos del pueblo de la distinción de estar en el escenario. Entonces el auditorio exhaló un gran suspiro de asombro y admiración: jamás habían oído nada igual cuando sonó otra vez Sólo hay una chica, tocado ahora con gran estruendo, alegremente y con floreos por el conjunto de músicos. Después los cantantes ocuparon el estrado y Beck hizo enmudecer a la banda para que no dominase las voces. Pero cuando los bailarines subieron al escenario, tocaron al unísono desde el principio, siempre que Beck y sus hombres conocían la música. Si no era así, dejaban que los músicos de Nagykállo tocaran el primer estribillo y coro y esto bastaba para que pudieran unirse a ellos en las siguientes repeticiones, con perfecta armonía y sincronización.

Si sólo se permitía actuar en público a las mujeres más bonitas de Nagykállo, debía de haber en el pueblo un porcentaje muy alto de mujeres y muchachas bonitas, de pechos altos y piernas largas. Un grupo de ellas llevaba vestidos blancos cortos con festones de pequeñas bolitas plateadas. Otro grupo lucía vestidos cortos de colores vivos con una infinidad de pliegues diminutos y todas calzaban botas altas de suave piel blanca. Cada una iba peinada a su gusto y del modo que más la favorecía. En cambio los hombres llevaban sus cabellos negros y rizados uniformemente aplastados y brillantes, con flequillos de pequeños rizos sobre la frente, y todos lucían bigotes negros de bandido como los hermanos Jászi. Estos participaban en la mayoría de espectáculos del estrado. Todos los hombres calzaban altas botas de piel negra, suave y brillante. Para las danzas románticas y cómicas se pusieron bombachos plisados de hilo blanco y blusones bordados con flores rojas, púrpuras, verdes y anaranjadas. Para las danzas más guerreras se cubrieron los blusones con voluminosas capas de piel de cordero, peludas e incoloras.

—Usted supone que somos gente pobre —dijo papá Jászi a Florian— y lo somos, lo somos. Sólo sacamos estos trajes, y con ternura y respeto, en las ocasiones más especiales.

—Mi compañía y yo nos sentimos muy honrados —contestó Florian.

—Sin embargo, la pobreza tiene algunas ventajas, por muy triste y patética que sea —continuó el viejo Jászi—. Nuestro pueblo pasa la mayor parte de su vida caminando pesadamente con estos torpes zuecos de madera. Por consiguiente, cuando se pone las suaves y ligeras botas de baile, sus pies son ágiles e ingrávidos como plumas.

Jaj de szép! —exclamó Florian—. Ya comprendo.

Cuando sólo bailaban las mujeres y muchachas, el grupo vestido de blanco ejecutaba las danzas alegres, llenas de coquetería. El grupo multicolor se dedicaba a las danzas cómicas, más rápidas y bulliciosas, con risas y gritos. Por lo menos una de ellas se bailaba del principio al fin con los tacones de las botas, sin que las puntas tocaran ni una sola vez el estrado.

Las danzas de los hombres eran aún más enérgicas. Saltaban repetidamente en increíbles cabriolas, dándose palmadas en las botas a sus espaldas o delante de ellos o en anchas despatarradas laterales. En una de sus danzas cómicas, todos los hombres se sentaron en bajos taburetes de ordeñar y bailaron y golpearon el suelo con los pies al ritmo de la música. Después levantaron los pies y sostuvieron y galoparon con los taburetes en torno al estrado, en intrincadas formaciones y siempre al compás perfecto de la música.

Para las danzas guerreras los hombres, además de las voluminosas capas de piel de cordero, se pusieron espuelas que tintineaban al chocar entre sí, añadiendo un nuevo instrumento a la banda. Luego ejecutaron una danza de las espadas. Estas eran muy antiguas, melladas, y algunas un poco torcidas, pero los hombres debían de haberse pasado la noche frotándolas, porque brillaban como si fuesen nuevas. Y en aquella danza, las numerosas estocadas, que resonaban y despedían chispas —un hombre contra otro, o uno contra muchos, o todos contra todos—, añadían otros instrumentos más a la música.

—Casi todas las danzas de nuestros hombres de la puszta —explicó papá Jászi a Florian— provienen de la antigua verbunkos, la danza de reclutamiento militar. El emperador solía enviar a una banda militar y una compañía de soldados danzarines por todo el país. Ejecutaban unos verbunkos tan excitantes y estimulantes que inspiraban fervor patriótico en muchos jóvenes, los cuales se marchaban con ellos a hacer el servicio militar. —Rió entre dientes—. Nosotros los húngaros nos dejamos llevar fácilmente por la emoción.

A veces, entre las danzas, los bailarines se detenían para cantar —algunos solos y luego todos en coro con el acompañamiento de los músicos del pueblo y por último una cappella— canciones de amor, de melancolía, de héroes antiguos, e himnos de la revolución frustrada de veinte años atrás. Continuaron así todo el día, al parecer incansables, alternando el canto y la danza, exceptuando una pausa a mediodía, cuando numerosas amas de casa del pueblo pasaron por entre la multitud para ofrecer una ligera colación de pequeños pasteles de carnero y jarras de cerveza.

El espectáculo concluyó al atardecer con un final explosivo. Una joven cantante acababa de terminar un dulce solo sobre los antiguos amantes el rey Mátyás y la bella Ilonka. Cuando su voz y la música empezaron a extinguirse, se oyó un fuerte rumor de herraduras. Gusztáv, Arpád y Zoltán se habían ido a buscar sus caballos del circo y galopaban alrededor de los espectadores sentados, ejecutando sus vertiginosos volteos y lanzando gritos de guerra. En cuestión de minutos, casi todos los muchachos del pueblo habían encontrado un caballo en alguna parte para sumarse a ellos y ahora había un círculo continuo de llaneros con blancas capas peludas ejecutando el volteo —y todos tan expertamente como los hermanos Jászi— alrededor de la plaza. La banda de Beck entonó con gran estruendo la Batalla de los hunos de Liszt, lo bastante fuerte para que se oyera por encima del tumulto.

Entonces los jinetes, sin dejar de vocear, abandonaron estrepitosamente la plaza y bajaron por una callejuela. La plaza volvió a estar tranquila, exceptuando las admiradas exclamaciones de la gente por esta fiesta inesperada. Los músicos bajaron del estrado y las amas de casa sacaron de sus estufas, hogares y hornos la comida que estaban preparando desde la noche anterior, bandejas, fuentes, cuencos y jarras, montones de platos limpios de madera y utensilios de hojalata hasta que todo el estrado estuvo cubierto de manjares que humeaban en el fresco aire del crepúsculo. Como es natural, se instó a los invitados del Florilegio a acercarse antes que nadie a este vasto buffet. Mientras se servía sopa de albóndigas de hígado, rollos de buey rellenos de setas, ensalada de pepino, queso empanado y frito, pastel de semillas de amapola y vino Debrói, Florian observó a Daphne, que le precedía en la fila:

—Por Dios que me gustaría contratar y llevar conmigo a todas y cada una de las personas que han actuado hoy, si tuviera transporte para ellos.

—Y si quisieran venir —contestó Daphne—. Parecen encantados de que los hermanos Jászi prosperen en el gran mundo exterior, pero tengo la impresión de que la mayoría está satisfecha de su vida aquí. Incluso aunque la compartan con esos malditos bichos.

A la mañana siguiente, gracias a la receta de Edge, los miembros de la compañía pudieron dejar atrás su propia colección de insectos y subieron a sus vehículos o monturas con ropa limpia. Cuando la caravana salió de Nagykállo, la población volvió a reunirse para despedirla con vítores. Sin embargo, todos los brillantes trajes del festival ya habían sido guardados para la próxima ocasión festiva, si se presentaba alguna vez. La gente llevaba su humilde atuendo cotidiano y zuecos de madera y la única variación consistía en que las mujeres solteras iban con la cabeza descubierta y las casadas llevaban cofias o pañuelos.

Dos días después, un poco antes de la puesta del sol, la caravana del circo tuvo que vadear un arroyo. Los diez o doce primeros vehículos lo hicieron con habilidad, el agua les llegó apenas al cubo de las ruedas y subieron sin problemas la suave pendiente de la otra orilla. Pero el Hanswurst era un cochero inexperto; hasta entonces había logrado conducir con bastante destreza el carromato de Magpie Maggie Hag, que hacía las veces de cocina, armario y dormitorio, pero allí se desvió un poco a la derecha al cruzar el arroyo. Cuando los caballos empezaron a subir por la margen opuesta, las ruedas del lado izquierdo rodaban planas, pero las del derecho encontraron un terreno más elevado y el carromato volcó casi con pereza pero inevitablemente sobre su lado izquierdo. Los dos caballos de tiro se afianzaron para mantener las patas en el suelo, así que se oyó un fuerte ruido de astillas al romperse la vara del carro.

Yount, que lo seguía conduciendo el furgón rojo, frenó a Rayo en medio del arroyo y lanzó un grito para alertar a los vehículos que ya habían cruzado.

—Joder —murmuró, enrollando las riendas en el guardabarros y disponiéndose a apearse—. Dije a Maggie que diera las riendas de su carromato a un eslovaco. Pero ese loco de Notkin está tan resuelto a cortejarla…

—Bueno, ha volcado con mucha suavidad —dijo Agnete, que estaba a su lado—. Sólo pueden haberse magullado un poco.

Pero entonces vieron salir humo de las rendijas del carro. Yount saltó al agua y corrió chapoteando hasta la orilla. Otros hombres saltaron de sus caballos o vehículos y se apresuraron a ayudar. Yount abrió con fuerza la puerta trasera del carromato cocina y el humo salió a oleadas. Tuvo que esperar un minuto o dos a que se dispersara un poco para ver el interior y entonces exclamó en voz baja:

—Oh, Dios. —Y gritó a los otros—: ¡Traed cubos! ¡Cualquier cosa! ¡Llenadlos con agua del arroyo!

Yount, sin embargo, no esperó. Se introdujo entre los vestidos en llamas y otras materias inflamables, se echó sobre la pared del carro que ahora era el suelo y, con los pies —sintiendo el calor incluso a través de las gruesas suelas de sus botas—, empujó la estufa de leños, que se había deslizado por el interior, cayendo como un amante encima de Magpie Maggie Hag, abrazándola cuando su puerta de hierro se abrió, inmovilizándola contra la pared y derramando sobre ella los tizones encendidos. Entonces Yount se arrastró de nuevo afuera, con la propia ropa humeando aquí y allá, la barba negra chamuscada y el rostro y las manos llenos de ampollas. La brigada de los cubos llegó y en pocos minutos extinguió el fuego y enfrió la estufa.

Retorciéndose angustiado las manos ante la puerta, Florian preguntó:

—¿Está muy mal herida?

—Ya no le duele nada, director, lo siento —dijo Yount—. Nunca más volverá a dolerle nada.

Rouleau había llevado su rudimentario botiquín y estaba untando de aceite de oliva la cara y las manos de Yount.

—Oh, Mag… —dijo Florian con un profundo gemido—. Pobre Mag…

Entonces alguien gritó desde la parte delantera del carromato. Edge y Pemjean acababan de descubrir a la otra víctima. Notkin no se había caído ni saltado cuando el carromato volcó, o por lo menos, no lo hizo a tiempo. Yacía en posición supina y en diagonal sobre el suelo y la punta del pescante le había cortado y rasgado el vientre. Quizá si no hubieran corrido todos directamente hacia la calamidad más urgente y visible, alguien podría haber visto la situación del Hanswurst y levantado el carromato para apartarle y someterle a alguna clase de tratamiento de emergencia. Pero, pese a toda su vitalidad en la pista, era un hombre viejo y frágil. Cualquiera que fuese el daño producido en sus entrañas por la tabla del pescante, Notkin estaba tan muerto como Magpie Maggie Hag.

—Pobre Mag… mi vieja Mag… —repetía Florian, desolado, mientras la brigada de los cubos terminaba su trabajo y se dispersaba el último humo.

—No entre, director —advirtió Yount—. No es una vista bonita. Zack y yo cuidaremos de ella.

Alguien se acercó a comunicar a Florian la muerte del Hanswurst y Florian le dedicó unas palabras tristes, pero era evidente que estaba más afectado por la pérdida de Magpie Maggie Hag que por cualquier otra tragedia ocurrida en el Florilegio desde que Edge y Yount viajaban con él.

—Formaba parte del primer espectáculo en el que yo participé cuando me escapé de casa —explicó Florian—. Sólo Dios sabe qué edad tenía entonces. Siempre ha aparentado la misma. Bueno, ha tenido una larga vida, un largo camino. Y Notkin también, supongo. Pero Mag me enseñó gran parte de lo que aprendí sobre el circo y se fue conmigo cuando tuve la audacia de organizar el mío propio… y no sería fiel a la verdad si alardeara incluso de que era un circo medianamente ramplón cuando empezó. —Se sacó un pañuelo de la manga y se secó los ojos—. Ha estado conmigo… leal, servicial, trabajadora… todos estos años desde entonces. Aquí en Europa, en América y otra vez aquí. No sé qué haremos sin ella…

Entonces se alejó del arroyo y siguió caminando entre la hierba alta para llorarla a solas. Los otros hombres enderezaron el carromato y Stitches llevó trozos de lona. Edge y Yount envolvieron con ternura el diminuto cuerpo carbonizado de Magpie Maggie Hag —más diminuto incluso que en vida—, mientras Dai amortajaba al Hanswurst. Los eslovacos cavaron tumbas, un trabajo arduo en la puszta, donde los milenios de hierba que crecía, moría, se replantaba y volvía a crecer había convertido el suelo en una malla de raíces casi impenetrable. Pero por fin terminaron de cavarlas y para entonces Florian ya había vuelto de su duelo solitario.

—Está casi oscuro, director —dijo Edge—. ¿Posponemos las ceremonias hasta la mañana?

—No. A Maggie siempre le gustó la oscuridad. Acabemos con este penoso deber. Y acamparemos y pasaremos la noche aquí a fin de hacerle un rato más de compañía.

Algunos sollozaron o se secaron los ojos junto a las tumbas. Incluso Nella Cornella, que había trabajado con Bernhard Notkin durante largo tiempo, y las otras mujeres, algunas de las cuales conocían desde hacía años a Magpie Maggie Hag, sólo sollozaron en silencio. En cambio los hermanos Jászi, los miembros más recientes de la compañía que apenas conocían a los fallecidos, demostraron su sentimentalismo húngaro llorando abierta y copiosamente.

A la luz de las antorchas, Dai Goesle dirigió un servicio corto y sencillo:

—Dios Todopoderoso, con quien las almas de los buenos, una vez liberadas de las cargas de la carne, viven alegres y felices, Te agradecemos con fervor los buenos ejemplos de estos servidores tuyos que, habiendo terminado su curso, descansan ahora de sus esfuerzos…

Y después, como había tenido que hacer tantas veces, Florian echó un puñado de tierra dentro de las tumbas —y también sus salvoconductos— y pronunció las últimas palabras con voz entrecortada:

Saltaverunt… Placuerunt… Mortui sunt

—Zack —dijo Yount mientras los eslovacos cubrían las tumbas y sin duda la hierba de la puszta empezaba inmediatamente a crecer encima de ellas—, no quiero molestar a Florian con esto. Está destrozado. Varias de nuestras mujeres saben cocinar, pero vamos a tener muy poca comida de ahora en adelante. Prácticamente todos nuestros víveres iban en ese carromato. Muchos no se han quemado, pero todos están empapados de agua.

—Entonces supongo que pueden hacer sopa, a falta de otra cosa.

—Y lo que aún es peor, Zack, casi todo nuestro vestuario estaba allí dentro. Se han quemado muchos trajes o chamuscado hasta quedar inservibles o los colores se han desteñido o las lentejuelas se han estropeado por el agua. Tenemos cocineras para reemplazar a la vieja Mag, pero no creo que ninguna de nuestras chicas sepa coser como ella.

—Tienes razón, Obie. ¡Maldita sea! Bueno, tampoco molestaremos a Florian con esto ahora mismo. Ya sabes qué diría. Tendremos que improvisar sobre la marcha. Y al parecer habrá que hacerlo. Tal vez encontremos una costurera sin trabajo antes de subir al tren, ya no estamos lejos de esa frontera, y quizá tendrá tiempo de hacer un vestuario nuevo antes de llegar a Kíev.

Cuando las otras mujeres del circo hubieron sacado del carromato algunos comestibles aguados para convertirlos en sopa y se hubieron encendido fuegos para cocinar y Stitches y sus ayudantes carpinteros colocaron a la luz de las antorchas una vara nueva en el carro, Edge subió al vehículo con una linterna para doblar o colgar los trajes que parecieran aprovechables y sacar los alimentos que pudieran ser comestibles después de secarse. Entonces empezó a ordenar los efectos personales de Magpie Maggie Hag y el Hanswurst con intención de preguntar a Florian —cuando volviera a ser él mismo— qué quería hacer con ellos. Los dos baúles del viejo y de la mujer contenían la mayor parte de sus posesiones y sólo estaban chamuscados por fuera; el contenido no había sufrido los efectos del fuego ni del agua. Cuando Edge abrió el baúl de Magpie Maggie Hag, lo primero que vio —encima de todo lo demás, o sea, más al alcance de la mano— era un libro grueso, muy manoseado y con las puntas dobladas: El antiguo libro gitano de los sueños, o Interpretación mística de toda clase de presagios.

—Maldición —murmuró Edge—, ¿es esto en lo que siempre ha confiado Mag?

Intentó recordar algunas predicciones de Magpie Maggie Hag o los períodos de meditación en su litera y evocó la primera vez que le oyó «interpretar» un sueño: el de Sarah Coverley sobre caerse del caballo y enredarse con una red. Y recordó claramente —porque casi se convirtió en realidad— que Magpie Maggie Hag había dicho que significaba que Sarah cometería un día malas acciones y sería abandonada por sus amigos.

El Libro de los sueños estaba ordenado alfabéticamente por temas. Primero Edge buscó «Caballo»; según el libro, podían soñarse muchas cosas buenas acerca de los caballos, pero no encontró ninguna aplicable al caso. Buscó «Red» y tampoco allí había nada que encajara. Intentó «Malla» y allí estaba: «Cuando una mujer joven sueña que se enreda en la malla de una red, significa que su ambiente la inducirá a malas costumbres y al abandono consiguiente. Si logra desenredarse de la malla, se salvará por los pelos de un escándalo público».

—Maldición —repitió Edge.

En realidad había sido Sarah quien los había abandonado, pero aun así… ¿Había sido Magpie Maggie Hag un fraude todos aquellos años? No, si tantas de sus predicciones habían resultado casi ciertas como ésa, pero esto sólo probaba que el libro tenía razón. Edge recordó que había pasado por uno de sus períodos de reclusión justo antes de que conocieran la noticia del asesinato de Lincoln. A menos que aquello tuviera que ver con un sueño de la propia Mag, el libro no podía explicar su clarividencia en dicha ocasión.

—Y nunca dijo ni hizo nada —murmuró Edge— para predecir su propia muerte. Veamos, ¿qué más? Predijo que Pavlo nos causaría problemas con los hombres lobos.

Hojeó de nuevo el libro. «Hombre lobo» no figuraba en ninguna parte y bajo «Lobo» sólo decía: «Oír en sueños el aullido de un lobo descubre una alianza siniestra», lo cual no significaba absolutamente nada o podía interpretarse místicamente de muchas maneras.

Edge se encogió de hombros, incapaz de decidir si poseía de verdad el don de la profecía o había sacado todas sus interpretaciones de sueños del manoseado libro o sido en la mayoría de los casos una mujer astuta ayudada por la sabiduría, intuición y experiencia acumuladas durante una larga vida. Pero después, cuando se sentó con Yount y Agnete para comer la sopa no identificable, aunque nada mala, que las mujeres habían logrado confeccionar y los tres meditaban sobre este último desastre que había afectado al espectáculo, Yount observó por casualidad:

—Y no hace ni dos semanas que la vieja Mag dijo que esta puszta sería el fin del mundo para algunas personas.

Edge se estremeció, dejó caer la cuchara dentro del cuenco y tuvo que meter la mano para recuperarla. Seguro que no había nada sobre la puszta húngara en aquel viejo libro. Resolvió vigilar de cerca a Pavlo Smodlaka y aguzar el oído por si aullaba algún lobo.

Cuatro días más tarde llegaron a la ciudad fronteriza y para entonces Florian ya casi había salido de su profunda tristeza.

—Czernowitz —anunció cuando la caravana del circo hubo aparcado en varias hileras en un solar vacío de los arrabales— o así figura en los mapas de la monarquía dual austrohúngara. Pero los habitantes son rumanos en su mayoría y la llaman Cernauti. Ahora hace bastantes días que nuestra comida es exigua, así que empezaremos por disfrutar de un verdadero banquete en una buena posada. Luego algunas mujeres iréis a mercados y comercios para llenar de nuevo nuestra despensa. Ruego a las otras que visiten las mercerías y tiendas de telas en busca de géneros llamativos, lentejuelas y demás adornos. Llevaos cada una a un eslovaco o dos para que cargue con los paquetes. Entretanto yo averiguaré qué calle pasa por ser la Savile Row local y entraré en todos los establecimientos de trajes a medida con la esperanza de descubrir a un sastre o costurera que sienta nostalgia de horizontes lejanos.

Y la encontró. En una pequeña tienda familiar de padre, madre e hija, se dio cuenta en seguida de que la joven era hábil con la aguja mientras cosía un vestido. Se llamaba Ioan Petrescu, tenía unos treinta años pero seguía soltera y era muy fea de cara y de caderas muy anchas. Tan fea que ella y sus padres estaban de acuerdo en que tenía pocas posibilidades de atrapar un marido allí, entre los «apuestos rumanos». Quizá tendría más suerte en Rusia, dijeron, donde todo el mundo era aún más feo y bajo que Ioan. Hablaba rumano y húngaro y, al vivir tan cerca de la frontera, bastante ruso. También era una buena cocinera, pero —añadió con sorpresa cuando Florian abordó el tema— no creía poseer facultades de adivina que le permitieran sustituir a Magpie Maggie Hag en esta capacidad.

—Qué le vamos a hacer —suspiró Florian y procedió a fijar el salario y las condiciones, incluyendo una cantidad para el matrimonio Petrescu por la pérdida de sus servicios.

Ioan dijo que tardaría varias horas en reunir y empaquetar todos sus efectos y despedirse de la familia y de otros parientes y amigos, de modo que Florian convino en pasar a recogerla en su carruaje a la mañana siguiente. Entonces se fue a reservar cómodas habitaciones de hotel —serían las últimas durante algún tiempo— para el resto de su compañía.

A la mañana siguiente, poco antes de mediodía —habían necesitado mucho tiempo para cargar los carromatos con todos los víveres adquiridos por las mujeres del circo—, el Floreciente Florilegio de Florian abandonó el reino de Hungría. No hubo a su salida las rigurosas formalidades exigidas cuando entraron en el país. Los centinelas del lado húngaro del puente se limitaron a agitar cordialmente la mano al paso de la cabalgata, que cruzó el río Prut e hizo su entrada en Rusia.