2
La carretera a Khamenets Podolskiy estaba hecha de trozos redondos de tronco colocados sobre el suelo como losas. Quizá en tiempo lluvioso, cuando estaban bien hundidos en el fango, o en invierno, cuando el hielo los endurecía, podían ser una superficie decente, aunque desigual, pero ahora, a finales de otoño, el suelo de tierra era un montón de terrones apelmazados y las rebanadas de tronco yacían sueltas en todas las posiciones, se balanceaban y producían un estruendo continuo y exasperante cuando los animales y carromatos del circo pasaban por encima. Era peor que navegar por un mar turbulento. Los niños Smodlaka y varios de los animales enjaulados sufrían un mareo constante y muchos otros tenían magulladuras y contusiones causadas por las caídas en el interior de sus remolques o carromatos. En varias ocasiones fue preciso detener toda la caravana para reparar pinas y radios de las ruedas y arneses rotos o sustituir herraduras.
Cómo podía la nueva modista, Ioan Petrescu, realizar su trabajo de costura fina en aquella barahúnda era un misterio, pero lo hacía y el viaje —tardaron cinco días enteros en recorrer los sesenta y cuatro kilómetros— le brindó el tiempo suficiente para reformar todos los atuendos dañados y confeccionar los nuevos. Estos incluían trajes para los hermanos Jászi, a quienes Florian decidió vestir al estilo del anterior Buckskin Billy de Edge porque parecería más «exótico» a los espectadores rusos que el traje húngaro de los csikos, que muchos rusos debían de haber visto. Para dar a Ioan todo el tiempo que necesitaba, las otras mujeres de la compañía guisaban en las paradas. Las tropas cosacas se alimentaban por su cuenta y de manera espartana. Encendían fuegos para hacer té, pero el único alimento que les vieron tomar era una fibrosa carne seca, como cecina, que llevaban en las mochilas.
A causa del terrible estado del camino, Hannibal y su ayudante eslovaco calzaron a los dos elefantes con las botas de piel de cordero y Stitches hizo otro par para el camello Mustafá. Todas estas resistentes botas estaban hechas harapos al final del viaje, así que Stitches hizo más pares, porque los animales que andaban los necesitarían incluso en las calles pavimentadas, ahora que el tiempo empezaba a ser frío. El verano femenino concluyó cuando el circo estaba a medio camino de su destino. Aún no nevaba, pero la temperatura descendía. El campo era exactamente igual que la puszta húngara, una llanura interminable de hierba marrón con sólo algunos arbustos y árboles desnudos para romper la monotonía. Por las mañanas las briznas de hierba cubiertas de escarcha parecían ejércitos de brillantes bayonetas de acero. Luego, cuando el sol estaba lo bastante alto para evaporar la escarcha de la hierba, descubría otra vista extraña: los escasos árboles del paisaje proyectaban, naturalmente, una sombra, pero no una sombra oscura normal, sino plateada, porque allí la escarcha aún no se había fundido.
El circo pasó por numerosos pueblos y los mujiks que vivían en ellos salían a mirar con mudo asombro la insólita aparición. La gente del circo no fijaba la vista en ellos porque no había nada interesante que mirar. Todos los pueblos tenían el mismo aspecto: una única hilera de isbas de una sola habitación a ambos lados del camino y todas las isbas hechas de troncos toscamente cortados, sin pulir ni pintar, con musgo tapando los intersticios. Muy pocas tenían una ventana y casi ninguna —quizá sólo la del alcalde— estaba provista de cristal; las otras ventanas consistían simplemente en papel encerado o incluso una fina corteza de abedul.
Los campesinos eran tan feos como sus viviendas. Todos los hombres se peinaban con raya en medio y mechones de sus cabellos lacios, enredados y grasientos, les colgaban hasta más abajo de los hombros, a veces hasta coincidir con sus barbas lacias, enredadas y grasientas, que podían llegarles a la cintura. Las mujeres sólo se distinguían en que no tenían barba y cubrían sus cabellos con pañuelos de bábushka. Sus rostros estaban tan quemados por el sol y el viento como los de los hombres y su tez era igual de áspera, a menudo salpicada de granos y verrugas o surcada por cicatrices de la viruela. Ambos sexos llevaban abrigos gruesos, grises, ceñidos sin gracia por un cinturón y largos casi hasta el suelo y botas de fieltro incoloro, tan grandes y anchas que todo el mundo parecía tener los pies deformes. Las botas y el dobladillo del abrigo estaban empapados de barro y estiércol. La compañía del circo veía raras veces a chicas jóvenes o niños —probablemente los adultos los hacían entrar en las casas para que aquellos extraños viandantes no los raptaran—, pero las pocas muchachas que vieron eran bonitas.
La gente del circo vio una sola cosa en aquellas pobres comunidades que picó su curiosidad. Siempre que pasaban por una aldea a la hora del crepúsculo, veían por lo menos a una ama de casa dejando en el umbral un mendrugo de pan y un cuenco de leche.
—¿Creen en los duendes los rusos? —preguntó Daphne, riendo—. Es casi como si estuviéramos en la vieja y misteriosa Escocia.
—No, no es para los duendes —respondió Florian. Últimamente había pasado las tardes con el capitán Miliukov de la compañía cosaca, aprendiendo todo lo que podía sobre Rusia y sus costumbres—. Oh, creen desde luego en otras clases de trasgos, gnomos y demás, pero estas ofrendas de comida son para «los infortunados», hombres que huyen, perseguidos por la policía o el ejército u otras autoridades. Aquí, como en todas partes, los pobres y explotados están del lado de los desvalidos. Tienen un refrán: «Quien no es atrapado no es un ladrón». Los infortunados sólo evitan y desprecian a un delincuente cuando es atrapado y condenado oficialmente.
De vez en cuando la caravana se cruzaba con otros vehículos en la pésima carretera. La mayoría eran voluminosos carros de granja, de ruedas sólidas, pero algunos —tal vez propiedad de los hacendados locales— eran carruajes más gráciles tirados por una troika. El caballo de en medio avanzaba a un trote ligero, bajo el arco del dugá, el alto yugo de madera, que siempre estaba tallado y pintado con esmero y del que a veces pendían campanillas. Los dos caballos que lo flanqueaban corrían hacia el lado, con las cabezas dirigidas hacia fuera por las riendas, y tenían que galopar para adaptarse al rápido trote del caballo «conductor».
—No veo ninguna finalidad en esto —opinó la amazona Clover Lee—. El alto yugo debe de ser pesado y muy incómodo para los caballos del flanco correr a un paso ladeado y diferente.
—Sospecho —dijo Florian— que los cocheros rusos diseñaron hace mucho tiempo ese complicado arnés sólo para que los respetaran y consideraran insustituibles… como los únicos seres humanos del mundo que saben enganchar y desenganchar una troika.
Pero los viajeros vieron cosas más nuevas que ésa. Con frecuencia se acercaba caminando por la carretera un hombre, raras veces una mujer, vestido con harapos y con los pies envueltos en trapos en lugar de botas, que tendía una mano suplicante.
—Peregrinos religiosos —explicó Willi Lothar— que se dirigen a algún santuario. —Y siempre les tiraba unos copecs. Pero algunos de estos vagabundos se acercaban bailando, dando vueltas y cantando y gritando frenéticamente—. Estos también se consideran devotos —dijo Willi, esparciendo copecs— y se llaman «los locos de Dios», pero de hecho son pobres dementes que andan sueltos.
Willi prosiguió aquella noche, junto a la hoguera del campamento:
—Muchas de las sectas verdaderamente religiosas son tan fanáticas que nosotros las consideraríamos dementes. Por ejemplo, están los monjes llamados skoptsyi, que han hecho voto de castidad. Por lo visto no confían sólo en su fuerza de voluntad para abstenerse del sexo, así que se castran mutuamente. Dicen que un monje «toma el pequeño sello» si sólo le extirpan los testículos y «el gran sello» cuando además le cortan el pene.
Varias personas en torno a la hoguera sintieron náuseas y apartaron sus platos de comida.
—Luego está la secta llamada el Boshie Lyudi, el Pueblo de Dios —continuó Willi—. También hacen voto de castidad, pero sólo con sus propios maridos o esposas. No hay nada malo en copular con el cónyuge de otro miembro de la Iglesia. Y están los Adoradores del Espíritu Santo, que deben inspirar a fondo y con frecuencia mientras rezan para tragarse literalmente al Espíritu Santo. Muchos de ellos se desmayan por la respiración excesiva y entonces se considera que han sido tocados especialmente por el espíritu. Me han dicho que a uno de sus últimos miembros se le recuerda como el más bendito de todos, porque se desplomó y murió de una sobredosis del Espíritu Santo.
Sólo una vez se detuvo la gente del circo en aquella carretera para comer en algún lugar en vez de guisarse la propia comida. Fue en un pueblo llamado Khotin, una comunidad lo bastante grande para tener dos edificios de tamaño mediano. Estaban incluso pintados y los dos hacían alarde de un par de ventanas con cristales… y ambos tenían un letrero sobre la puerta. Los recién llegados miraron esos letreros, la primera muestra de alfabeto cirílico que habían visto en su vida. La curiosa escritura parecía comprender letras conocidas del alfabeto, pero mezclaba mayúsculas y minúsculas y también letras conocidas del alfabeto puestas del revés o cabeza abajo e incluía además algunos caracteres totalmente extraños. Florian los leyó a los otros:
—Pravítyelstvo Monopóliya Lavka, o Tienda de Monopolio Estatal, que significa que vende licores y tabaco. El otro letrero dice Gostínitsa. Es una posada. Probémosla.
Una mujer corpulenta, entrada en carnes, sudorosa y bastante maloliente les sirvió una comida que probablemente no se diferenciaba de la servida en las mesas de todas las familias campesinas de Khotin o de cualquier otro lugar de Rusia.
Yount miró con suspicacia su cuenco de turbia sopa verdegris y dijo:
—Cuando me la ha servido, ha dicho algo parecido a mierda[25].
—Yo también la llamaría así —murmuró Rouleau, oliendo la suya con recelo.
—La palabra es shchi —explicó Florian, metiendo sin vacilar su cuchara—. Sopa de col. Es muy buena.
Y de hecho, fue la mejor parte de la comida. El resto consistía en pedazos correosos de pescado salado, sin acompañamiento de patatas hervidas, pan negro de centeno, duro como corteza de árbol, cebolla cruda y tazones de algo que podía ser cerveza rubia, aunque todos los que la probaron hicieron una mueca y dijeron: «Dios mío, ¿qué es esto?»
—Kvas —respondió Florian—, una parte integrante de la vida campesina, según tengo entendido. Hecho en casa y con fama de ser una bebida saludable. Sólo hay que verter agua y un poco de miel sobre cebada, o incluso pan de centeno rancio, dejarlo fermentar bien hasta que se pudre y colar el líquido, que es el kvas.
—Joder —dijo Yount—. Creía que vivíamos mal durante la guerra en nuestro país, cuando los confederados teníamos que pasar con café de quimbombó seco y cosas así. Pero estos blancos pobres de Rusia… —Y movió la cabeza, compadecido.
La caravana del circo llegó por fin a la estación de Khamenets Podolskiy y allí encontró al tren esperando, de acuerdo con lo prometido; una muestra de maquinaria maciza e impresionante. La locomotora Sormovo era por lo menos un metro más alta y medio metro más ancha que cualquier otra locomotora vista por la gente del circo en Estados Unidos u otro lugar de Europa. Suspendida sobre su enorme caldera de hierro negro, la locomotora tenía un curioso tubo largo y grueso, casi como una segunda caldera más delgada, que comunicaba las dos cúpulas con forma de bombín que albergaban la válvula de estrangulamiento y la de seguridad. La rueda motriz a cada lado de la locomotora tenía casi dos metros y medio de diámetro e incluso el bogui y las ruedas traseras casi llegaban al pecho de un hombre.
Los coches de pasajeros, los vagones de mercancías y los furgones eran igualmente inmensos. Los coches no tenían, como los de Europa occidental, un pasillo de un extremo a otro al que se abrían los compartimientos de pasajeros. En este tren los compartimientos tenían una anchura que permitía viajar con toda comodidad a por lo menos diez personas sentadas en los dos bancos tapizados de felpa verde, ya que ocupaban todo lo ancho del vagón, y había ventanas y puertas a ambos lados y puertas más estrechas entre los asientos, que daban a los compartimientos contiguos. A fin de que el conductor o cualquier otro empleado pudiera desplazarse por el tren sin estorbar a los pasajeros, había en el exterior de los coches una pasarela estrecha con asideros de hierro e intervalos entre los coches acoplados que requerían saltos atléticos y temerarios por parte de los hombres.
El Florilegio llegó a la estación hacia mediodía. Florian siguió el consejo de Trepov, ahuyentó a los hombres y muchachos desharrapados que ofrecían clamorosamente sus servicios y encargó a sus propios peones el arduo trabajo de trasladar el circo del andén al interior del tren.
—Si lo hacemos con celeridad —dijo—, podríamos terminar la carga al anochecer. Sólo hay trescientos cuarenta y tres kilómetros de aquí a Kíev. Como este tren no para en las estaciones del trayecto, creo que cubriremos la distancia durante la noche, en la oscuridad, de modo que nos ahorraremos la vista de esta monótona pradera.
—¿Permaneceremos levantados toda la noche? —preguntó Agnete.
—No, Fräulein Eel —contestó Willi—, encargué los coches suficientes para viajar sólo cuatro personas en cada compartimiento. Y cuando queramos dormir, el provodnik del tren nos levantará y fijará el respaldo de los asientos, formando la litera superior. Los peones, por supuesto, dormirán sobre la paja con los animales.
Así, pues, los eslovacos se pusieron a trabajar a las órdenes de Stitches, Bum-bum, Hannibal y Banat. Fue una suerte que los vagones de mercancías del tren fuesen tan grandes y tuviesen puertas correderas, porque Hannibal insistió en que los caballos y tanto los animales enjaulados como los que iban a pie no subieran a los vagones por las rampas —como los remolques y carromatos— sino que viajaran en los furgones cubiertos. Fue una operación laboriosa hacer pasar ruedas y varas por un espacio reducido y se oyeron muchos relinchos y gruñidos de los animales, que se negaban a subir, y frecuentes maldiciones y gritos de dolor de los eslovacos, pero al final todo se llevó a cabo.
Mientras tanto, los artistas ociosos entraron en la estación y vieron, sorprendidos, que contenía una gostínitsa muy decente —por lo menos muy superior a la posada de Khotin— donde les sirvieron una cena sencilla pero satisfactoria de arenques pequeños, sopa de pimienta, cerdo y albóndigas, patatas hervidas y cerveza auténtica, no kvas. Florian invitó a su mesa al capitán Miliukov; el resto de los soldados se quedó fuera, acordonando el tren para alejar a rateros y polizones, y cenarían más tarde, cuando lo hicieran los eslovacos. Después de cenar, Florian fue a la sala contigua a la gostínitsa, otra tienda del Monopolio Estatal, compró veinte botellas de vodka y se las dio al capitán.
—Para sus hombres, con mi gratitud por sus servicios.
—Spasibo, Gospodín Florian —dijo Miliukov—. Tal vez, a cambio, mientras esperan que su transporte esté listo, usted y su gente aceptarán mi invitación a un suceso muy insólito.
—¿Un suceso?
—Da. Vengan. Tiene lugar en la plaza que está junto a la estación.
La compañía siguió bastante perpleja al capitán de la estación a la plaza. En el centro había una estaca y unos troncos a los que estaba atado un hombre sin camisa, con los brazos sujetos a las aberturas de los troncos por cuerdas muy tirantes que hinchaban los músculos de la espalda desnuda. Parecía bastante joven, no llevaba barba, pero los largos cabellos ocultaban su rostro. En torno a él estaban de pie varios jueces con togas negras y, a prudente distancia, gran parte de la población de Khamenets Podolskiy. Cerca de la estaca un cosaco gigantesco, también sin camisa, retorcía entre las manos un grueso látigo. A su lado había un brasero de carbones encendidos donde se calentaban unos instrumentos de hierro. Ante esta escena, todas las mujeres del circo excepto Lunes Simms dejaron escapar una exclamación y volvieron corriendo a la posada de la estación. Algunos hombres las imitaron. Florian preguntó al capitán la razón de este «suceso».
—El hombre ha sido condenado por falsario. El policía local me ha pedido, como superior a ellos en rango, que supervise el castigo y ceda al más fuerte de mis soldados para la flagelación.
—¿Un falsario?
—Falsificador de monedas, tak. Recibirá ciento noventa y nueve azotes con el knut, después con el tavró y después con el shchítsiki. Si sobrevive, será arrastrado hasta el límite de la ciudad y desterrado.
Antes de que Florian o alguien más pudiese decir algo o dar media vuelta y marcharse, el soldado que empuñaba el knut había retrocedido cuatro o cinco metros de la estaca. Entonces dio cuatro o cinco pasos firmes hacia adelante y saltó en el aire al tiempo que descargaba el látigo con un fuerte ¡crack! El primer latigazo sólo hizo un breve corte en la piel de la víctima, de la nuca a la axila izquierda, pero le arrancó un grito agudo. Varios artistas más e incluso algunos habitantes del pueblo se alejaron. Entre los que se quedaron estaba Lunes Simms que, por primera vez en mucho tiempo, se frotaba los muslos uno contra otro.
El soldado del knut retrocedió de nuevo, se adelantó, saltó al aire y descargó el latigazo exactamente un centímetro debajo del primero y paralelo a él. Continuó así, golpeando cada vez un centímetro más abajo y marcando una herida diagonalmente más larga hasta que la espalda del desgraciado tuvo veinticinco cortes rojos. Entonces el soldado trasladó el látigo a su mano izquierda y con la misma puntería practicó veinticinco cortes más de izquierda a derecha, cruzando los otros. Cuando volvió a cambiar de mano, descargó los latigazos de forma perpendicular a los demás y a continuación volvió a cambiar de mano y los descargó horizontalmente. A estas alturas el reo ya no gritaba y su espalda ya no estaba roja de sangre sino que era una pulpa negra. Durante los últimos noventa y nueve latigazos, el verdugo sólo intentó acertar los trocitos de piel todavía intactos entre la red de líneas cruzadas, y la víctima pendía de los palos, inmóvil y al parecer sin vida.
Pero entonces el capitán Miliukov se acercó a él, levantó la cabeza colgante e, increíblemente, el hombre aún tuvo la fuerza suficiente para gritar de nuevo cuando el cosaco cogió del brasero el hierro candente y le marcó la letra O —de otviérsheniy, paria— en la frente y las mejillas. Y el hombre seguía viviendo cuando el verdugo cogió del brasero un par de pinzas candentes, las aplicó a su nariz y le arrancó las dos ventanas, dejando sólo en medio de la cara una pequeña protuberancia de cartílago gris rojizo. Cuando la víctima volvió a gritar, débil, trémula y lastimeramente, un sonido casi igual salió como un eco de la temblorosa y extasiada Lunes Simms.
—¡Diablos! —suspiró Yount—. Ese falsario es un hombre más fuerte que yo y el verdugo juntos.
—Y ahora es más feo y más monstruoso que cualquier Hombre Tatuado como yo —dijo Fitzfarris, pensativo.
Desataron al paria de los troncos y le dejaron caer inconsciente sobre los adoquines de la plaza, y el capitán Miliukov llamó a voluntarios para que le arrastraran hasta las afueras del pueblo. Fitz fue el único hombre que se adelantó.
Al caer la noche el tren estaba cargado, los peones habían cenado, la compañía de cosacos se había marchado, supuestamente de regreso a la frontera, y el ingeniero y el fogonero empezaban a encender la gigantesca locomotora mientras hacían sonar la campana y el silbato sólo por el placer de oírlos. Los eslovacos subieron a los vagones de mercancías alfombrados de paja que contenían a los animales y el resto de la compañía subió a los compartimientos. En el andén un guardavías hizo oscilar una linterna verde, la locomotora respondió con un tumulto de campanillazos y silbidos y poco a poco el tren fue adquiriendo velocidad hasta que dejó atrás a Khamenets Podolskiy.
La vía férrea no estaba muy bien trazada, lo cual daba lugar a tumbos, vaivenes y vibraciones. Lunes Simms habría reaccionado a ellos si su asistencia y excitación en la escena de los latigazos no hubiera agotado en ella esa clase de impulsos. Para los demás, el viaje en tren era como viajar sobre un cisne después del traqueteo y las sacudidas que habían soportado en la carretera de troncos. La única molestia era el humo y el hollín que se filtraban por todos los intersticios de los coches.
En la parte trasera de los coches había un cuarto pequeño donde el provodnik atendía y rellenaba sin cesar de té caliente un gran samovar y de vez en cuando recorría la pasarela exterior para preguntar si alguien quería un vaso de chai. A intervalos el conductor, el guardafrenos o un engrasador dejaban también la cabina de la cola del tren para recorrer la pasarela de arriba abajo, a veces en una inspección rutinaria y otras llevando en precario equilibrio una jarra de té —y en una o dos ocasiones una botella de vodka— para el ingeniero y el fogonero. Los coches de pasajeros e incluso los vagones de mercancías donde viajaban los animales y los eslovacos estaban por lo menos moderadamente calientes gracias a los tubos de vapor de la caldera de la locomotora, colocados bajo los suelos. No obstante, a medida que avanzaba la noche y el frío aumentaba, el provodnik de cada coche distribuyó mantas entre los pasajeros para que se envolvieran en ellas o se taparan en las literas. Cada una era un conjunto de fragmentos de pieles raras y preciosas: visón, marta, armiño. Florian preguntó la procedencia de estas maravillosas colchas y el mozo contestó que estaban hechas con las sobras de los talleres donde se confeccionaban abrigos y capas para la gente rica y para exportar a los ricos de otros países.
Cuando se disipó la emoción de volver a estar a bordo de un tren, y como fuera no había gran cosa que mirar, los pasajeros empezaron a visitarse en los diferentes compartimientos. Fitzfarris entró en el ocupado por Florian, Edge, Yount y Pfeifer justo cuando Florian decía:
—… me pregunto qué será de aquel pobre infeliz que hemos visto azotar.
—Parece que vivirá, director —dijo Fitz.
—¿Eh? ¿Cómo puedes saberlo?
Fitz señaló con el pulgar por encima de su hombro.
—Está acostado en el compartimiento donde viajamos Meli, Jules y yo. Meli y Jules le están limpiando las heridas y quemaduras con todos los medicamentos de que disponemos.
—¿Le has traído con nosotros? —exclamó Edge—. ¡Por Dios Todopoderoso, hombre! ¿Para qué?
—¿Para qué? Pues para exhibirlo, claro. Soy responsable de reclutar las atracciones del anexo. Creo que lo anunciaré como el Hombre Más Feo del Mundo.
—No saldrá bien, sir John —observó Florian—. La O de esas marcas es inconfundible. El primer policía que le vea se nos echará encima. Nos acusarán de encubrirle, apoyarle y Dios sabe qué más. Fitzfarris meneó la cabeza.
—El pobre estaba inconsciente como un tocho cuando lo subimos a bordo. Aún lo está, así que he aprovechado la oportunidad para encender un cigarro y camuflarle esas quemaduras mientras no podía sentir nada. —Los otros cuatro hombres miraron a Fitz con expresión horrorizada—. No he logrado que sean ornamentales, pero al menos no parecen una O. Podrían ser cualquier clase de cicatriz. Mi intención es subirle al estrado y anunciarle como el superviviente de una lucha con los osos de Pemjean. El único hombre que ha escapado vivo de dos osos salvajes, damas y caballeros, aunque sea en este estado.
—Hum… —dudó Florian—. Según la creencia popular rusa, existe un ogro indestructible conocido como Kostchei el Inmortal. Podrías llamarle así.
—Perfecto —aprobó Fitzfarris—. Además hará que Kewwy-dee y Kewwy-dah no parezcan tan mansos. Los patanes se impresionarán más cuando Pemjean los hace patinar con Daphne.
—Pero ese hombre no puede ser un mujik estúpido —sugirió Jörg Pfeifer—. Ha de poseer cierta inteligencia para haber sido un falsificador. ¿Cómo sabes que estará de acuerdo en ser una atracción de circo?
—Diablos, ¿qué otra alternativa le queda?
—Sir John tiene razón, Fünfünf —dijo Florian—. Ni siquiera un monasterio admitiría a un paria marcado. Sus únicos recursos serían pedir limosna o reincidir. El benefactor más caritativo se resistiría a socorrerle. Y si vuelve a la vida de delincuente, será un sospechoso fácil de identificar. Apresado por segunda vez, lo condenarían a muerte.
—De este modo le hacemos un favor, y también a nosotros mismos —dijo Fitzfarris—. En especial a mí. Ahora puedo retirarme de las candilejas. Un Hombre Tatuado no puede competir con él en monstruosidad. Con el maquillaje de la vieja Mag podré parecer un ser humano normal todo el tiempo. Meli no tendrá que dar respingos cada vez que la gente nos mira por la calle. Es decir, si usted no tiene nada en contra, director.
—Claro que no, sir John. En cuanto Kostchei el Inmortal sea capaz de sustituirte. Y alabo tu iniciativa.
—Esto es el colmo —estalló Edge, con más asombro que reproche—. Florian, entre usted y el caballero Fitz se llevan la palma de la osadía. Cuando creo que conozco los límites de su atrevimiento, uno de ustedes sale con un nuevo delito. Ahora contratamos a un convicto, un paria, desterrado de su propio país. Este hombre no tiene salvoconducto que le dé una historia circense, ni pasaporte que enseñar a los guardias de la frontera…
—Resulta —interrumpió Florian tranquilamente— que el agente secreto Trepov estaba tan ansioso de congraciarse conmigo que me dio dos pasaportes rusos de más, en blanco, pero con el visado en regla. También resulta que cuando el Turco Terrible nos dejó, se fue con tanta precipitación y tan furioso que olvidó llevarse el salvoconducto. Así, pues, nuestro nuevo Kostchei el Inmortal, cualquiera que sea su verdadero nombre, se llamará de ahora en adelante Shadid Sarkioglu en su vida privada. —Florian se dirigió de nuevo a Fitzfarris—: Ahora este hombre podría tener cualquier nacionalidad. Desde luego ha perdido la nariz chata y ancha de los eslavos. Pero no te arriesgues. Córtale los cabellos al estilo occidental. Y no le dejes hablar nunca ruso en presencia de desconocidos. Cuando le presentes en el estrado, podrías mencionar que el impacto de su experiencia le hizo enmudecer para siempre.
—Está bien, director —contestó alegremente Fitz—. No lo sabremos hasta que se despierte, pero tal vez enmudeció de verdad.
El viaje a Kíev duró bastante más que la «noche» calculada por Florian. Cada tres verstas del camino —poco más de tres kilómetros— se alzaba junto a las vías una cabaña de troncos pintados de amarillo habitada por un guardavías y su familia. Al oír la bocina del tren circense, salía de la casa, en general acompañado de toda su familia —aunque estuvieran en la cama, porque ver pasar un tren era el único acontecimiento de sus vidas y lo único que había que ver en aquel paisaje desolado— y hacía oscilar una linterna verde para anunciar, según su clave telegráfica, que las vías estaban libres. Sin embargo, varias veces durante el viaje el guardavías hizo oscilar una linterna roja, entonces el tren se detenía, sus empleados se apeaban, movían pesadas palancas de maniobras de agujas y el tren era desviado a un apartadero para esperar, a veces durante media hora, el paso de un tren regular.
Hubo otras paradas, algunas de larga duración: para sacar agua de una torre que se erguía desnuda y solitaria en la llanura, para cargar carbón en la estación de una ciudad llamada Vinnitsa. Cada vez que se detenía el tren, Florian se despertaba, bajaba de su litera cubierta de piel, esparciendo el hollín y la suciedad acumulada sobre la colcha y sobre él mismo, e iba a preguntar con impaciencia creciente de qué demora se trataba esta vez y a su vuelta informaba de ello a sus compañeros de compartimiento, sin importarle que estuvieran dormidos y que el hecho no les interesase en absoluto.
En la séptima u octava parada, Florian se apeó; el tren estaba en medio de una inmensa extensión de hierba que se prolongaba hasta todo el círculo del horizonte. No había torre de agua ni carbonera ni isbushka de guardavías, nada. Por lo visto el tren sufría una avería porque la mayor parte de ferroviarios estaba en cuclillas ante una rueda de bogui al final de un vagón de mercancías. La luna acababa de aparecer, llena, enorme, de color ámbar, y proyectaba un reflejo largo y dorado sobre la pradera, como si el mar de hierba fuese en realidad un mar de agua. Simultáneamente, desde la distancia surgió un triste coro de aullidos y alaridos.
—Volka —dijo a Florian uno de los ferroviarios—. Lobos.
Los animales del circo parecieron reconocer el sonido, aunque probablemente no lo habían oído nunca, porque reaccionaron con ansiosos relinchos, gruñidos y sonidos de trompa. Entonces, imitando casi exactamente el aullido de los lobos, se oyó un alarido en uno de los coches de pasajeros. Se abrió de repente la puerta lateral de un compartimiento, saltó por ella una figura desnuda y empezó a correr por el reflejo dorado de la luna, hundida hasta el pecho en la hierba. Seguía a la figura otra más pequeña, oculta en la hierba hasta los hombros, y dos figuras de tamaño aún menor que desaparecieron por completo en el mar de briznas. Florian tardó un momento en darse cuenta de que la primera silueta era Pavlo Smodlaka, y sus perseguidores, Gavrila, Sava y Velja. Pavlo siguió aullando —igual que un lobo— mientras corría. Pero en la tupida hierba que obstaculizaba su avance quedaba una senda pisada que permitió a Gavrila alcanzarle y detenerle; entonces le sujetó, le consoló al parecer de la pesadilla que debía de haberle impulsado a huir y le condujo de nuevo al tren. Ellos y los niños entraron otra vez en su compartimiento y cerraron la puerta.
—Me pregunto qué habrá pasado —dijo Florian para sus adentros y después en ruso a los ferroviarios—: ¿Qué ocurre aquí, amigos?
Cuando volvió a su propio compartimiento, comunicó a los tres hombres cubiertos de piel y de hollín y sumidos en un profundo sueño:
—Ahora una de las cajas de engrase, sean lo que sean, se ha recalentado, por el motivo que sea, y tienen que recargarla, sea como sea. Parece ser que esto requerirá mucho maldito tiempo.
Y así fue cómo el tren, que en raras ocasiones alcanzaba su velocidad máxima de sesenta y cinco kilómetros por hora, circuló durante todo el trayecto a una pausada media de veintidós. Por lo menos la penúltima parada fue bien recibida porque el conductor detuvo el tren en la estación de un pueblo llamado Fastov y todos pudieron apearse y desayunar. Incluso en aquella pequeña estación, la gostínitsa era buena y les sirvió un desayuno abundante y sabroso.
A partir de Fastov pudo verse algo más a través de las ventanillas del tren: onduladas tierras de cultivo, granjas bastante grandes, patios llenos de cabras y patos, caseríos con postigos y aleros pintados o tallados. Las vías solían discurrir paralelas a un camino por el que los campesinos se dirigían a la ciudad a lomos de mulos, asnos, caballos, carros desvencijados y de vez en cuando carretas ligeras parecidas a calesas, tiradas por una troika. Ya fuera porque los mujiks eran más prósperos en esta zona o porque un viaje a la ciudad era una ocasión para vestir sus mejores galas, iban alegremente ataviados. Las mujeres llevaban corpiños multicolores y delantales sobre largas faldas estampadas y los hombres los habituales pantalones anchos, sharováry, recogidos dentro de las botas de fieltro o corteza de abedul, pero se habían puesto camisas de colores vivos y gorros altos y puntiagudos. Al cabo de algunos kilómetros la tierra ondulada empezó a formar verdaderos altozanos y cuando el tren rodeó una de ellas los pasajeros pudieron ver la serie de colinas boscosas en las que se asentaba la ciudad de Kíev, que desde esta distancia parecía consistir completamente en campanarios en forma de cebolla.
—Bueno, Kíev recibe el nombre de «la Jerusalén de Rusia» —dijo Willi—. Aquí es donde el cristianismo arraigó por primera vez en este país.
La caravana del circo entró en la estación de Kíev hacia las once y fue desviada a un apartadero donde los peones pudiesen realizar la descarga sin interrumpir el tráfico. Este trabajo los ocupó, como la carga, casi hasta el crepúsculo. Mientras tanto Florian saldó la cuenta del alquiler del tren con diversos funcionarios del ferrocarril en la oficina del jefe de estación; el tren volvería a prestar servicio regular, pero acordaron que lo pondrían de nuevo a su disposición cuando decidiera seguir viaje a Moscú. Ahora la caravana de carromatos y los animales que iban a pie tuvieron que recorrer cuatro kilómetros hasta la ciudad —el circo no desfiló en cabalgata, pero de todos modos llamó mucho la atención— y el terreno alquilado por Willi, que era, como muchas veces en Italia, el interior de un hipódromo. Este se llamaba Explanada y estaba muy bien situado en una altura que dominaba el río Dniéper, ancho pero turbio y perezoso.
A la llegada, Banat preguntó:
—Pana director, ¿levantamos primero la carpa o vamos antes a fijar carteles?
—No, no, por Dios, ninguna de las dos cosas —contestó Florian, cansado—. Ante todo, jefe de personal, enciende hogueras y calienta mucha agua. Quitémonos la suciedad… y la de los animales. Y limpiemos lo que está sucio, que será todo, probablemente. Mañana levantaremos sólo la carpa y los aparatos para que los artistas puedan ensayar. Hace semanas que no trabajan; necesitan desentumecer los miembros y hacer muchos ejercicios de calentamiento. No haremos propaganda hasta que estemos listos para ofrecer a Kíev un buen espectáculo.
—Hablando de baños, Herr gouverneur —dijo Carl Beck—, Herr Lothar decirme que haber un espléndido Bad en esta misma colina con un manantial de milagrosas aguas termales. A causa de los numerosos milagros se edificó el convento de Lavra, el más venerado de todos los conventos rusos. Yo ir a bañarme allí. Quizá usted y algunos otros desear acompañarme.
—Gracias, Bum-bum. Estoy demasiado fatigado incluso para buscar un remedio milagroso para mi fatiga. Me conformaré con una bañera. Pero llévate a todos los que quieran ir.
Muchos miembros de la compañía bajaron la colina con Beck hasta el balneario cercano al Monumento Bautismal. Hasta que hubieron pagado sus cincuenta copecs por cabeza y llegado a la sala donde debían despojarse de la ropa no descubrieron que era de uso común entre los dos sexos y que todos, hombres y mujeres, se desnudaban completamente para dirigirse juntos al lago caliente de la gruta. Así que las mujeres del circo —excepto Clover Lee y la igualmente imperturbable Nella Cornella— se marcharon en seguida, perdieron los cincuenta copecs y volvieron al circo, prefiriendo un baño privado a uno santificado pero público.
Un par de ayudantes de los baños hablaban francés y consiguieron hacer entender a Beck que además del baño milagroso el balneario ofrecía otro baño científicamente milagroso y también otros servicios vigorizadores. Beck decidió aprovecharse de todo cuanto le ofrecían, pero sus compañeros decidieron permanecer sumergidos y relajados en el estanque comunal.
Dispensaba uno de los servicios extras una vieja que bien podría haber sido la bruja del cuento de hadas ruso Baba Yaga. Se acercó a Beck con una cesta de setas enormes, feas y rugosas que procedió a machacar en un mortero hasta convertirlas en un fluido viscoso, parecido al pus, del que sacó varias cucharadas que dio a comer inmediatamente a Beck. Este contó más tarde que tenía el sabor lo bastante malo para ser la buena medicina que curaba con todas las garantías las dolencias de hígado y riñones. La vieja vertió el resto de la horrible sustancia en una botella para que Beck se la llevara consigo.
Entonces le condujo a un pequeño estanque de agua casi hirviendo y, cuando él se hubo sumergido poco a poco, fue a buscar y tiró al agua un hormiguero con todos sus habitantes. Beck habría salido de un salto, pero las hormigas perecieron antes de empeorar la situación para él. El estanque adquirió instantáneamente un color pardo negruzco y un desagradable olor picante, pero el empleado, que hablaba francés, dio a entender a Beck que el ácido fórmico presente en los cuerpos de la multitud de hormigas, unido a la trementina que habían absorbido al vivir en un bosque de pinos, era mucho más eficaz que confiar en simples milagros para la curación de reumatismo, lumbago, tensión muscular y dolores de espalda. La prolongada estancia de Beck en el balneario le costó cuatro rublos en total, más cierta cantidad de copecs en propinas, pero salió diciendo que se sentía más sano y animado que en los últimos años.
Los demás miembros del circo, contentos de sentirse limpios y un poco aliviados de los calambres del viaje en tren, se habían paseado por los alrededores del monasterio de Lavra —había bastantes cosas que ver allí— antes de volver a subir la colina.
—¿Saben, signori, qué tienen allí abajo? —dijo, excitada, Nella Cornella a Florian y Edge—. Muchas, muchas cuevas, las llaman las catacombe di Sant’Antonio, donde hay setenta y tres santos. Todos viejos, resecos y arrugados como pasta de fusilli, pero vestidos con atavíos litúrgicos, como si fueran a levantarse y celebrar la misa el próximo domingo.
—En este caso sir John puede dar un descanso a su Princesa Egipcia mientras estemos aquí —observó Florian—, si Kíev ya tiene un exceso de momias.
—¡Y esperen, esto no es todo! —exclamó Nella—. Justo en medio de una cueva sobresale del suelo la cabeza momificada de un monje con uno de esos gorros altos que llevan los obispos.
—Una mitra.
—Eso, una mitra. Y el resto de él está bajo tierra. Le llaman Juan el Sufrido. Un día decidió mortificarse para mayor gloria de Dios y se hizo enterrar vivo de este modo, sólo con la cabeza fuera, y los otros monjes le alimentaban y así vivió durante treinta años, hasta que murió, ¡y esto ocurrió hace setecientos años, signori, y aún sigue en el mismo lugar! Meraviglioso!
—Diablos, director —dijo Edge en broma—. Sería mejor que desmontáramos y nos fuéramos. ¿Cómo podemos rivalizar con tan espléndidas atracciones nativas?
—Bah —desdeñó Florian—. Ya has oído a Nella. Los nativos han tenido siete siglos para hartarse de Juan el Sufrido. Nosotros seremos una experiencia nueva para ellos.