9
La compañía se deslumbró tanto al entrar en el comedor como si se encontrase de repente en un mar de candilejas. Todo en la inmensa habitación era blanco o casi transparente y el sol veraniego todavía alto que se filtraba por los visillos blancos y traslúcidos de los ventanales aumentaba aún más el resplandor. Las paredes estaban cubiertas de satén blanco, el suelo de parquet era de tilo americano bañado en ácido para hacerlo aún más blanco y las molduras de paredes y techo de animales, cupidos, flores y frutas eran de yeso blanco. Los numerosos candelabros y arañas de la habitación estaban hechos de medallones de cristal teñidos con un leve matiz de lavándula para hacerlos visibles. La mantelería de las tres largas mesas, la porcelana de los treinta platos de cada mesa y los centros de claveles eran todos blancos. Una orquesta de músicos de cuerda vestidos de blanco —pelucas, levitas, calzones hasta la rodilla y medias— tocaba suavemente en un rincón.
—Y gracias a Dios —murmuró Daphne cuando la compañía, sus anfitriones y los otros invitados se sentaron a cenar—, esta vez no hay bloque de hielo.
La habitación poseía una característica que los recién llegados ya habían observado en los otros aposentos y cámaras que habían atravesado para llegar al comedor. Todas las estancias de aquel gran palacio eran tan altas que se formaba eco, no de pared a pared, sino del suelo al techo y viceversa. Se producía el curioso efecto de que los pasos de alguien o el roce de la pata de una silla sobre el parquet resonaba huecamente y durante largo rato, mientras que todos los sonidos hechos a nivel intermedio —la música de cuerdas, la conversación en la mesa— eran ahogados y tenían que escucharse con atención.
Aunque los nuevos miembros del Florilegio podían hablar en ruso a sus vecinos de mesa, las bailarinas nativas conversaban en un tono aún más apagado que los extranjeros. Quizá se debía a que eran chicas rusas corrientes en presencia del casi todopoderoso, o tal vez porque las avergonzaba que sus vestidos de noche no fueran trajes lujosos sino simples sarafanes de fiesta. La zarina María Alexandrovna, después de intentar en vano conseguir algo más que tímidos murmullos y suspiros de una de las chicas, se volvió hacia Florian y le preguntó dónde había aprendido el ruso.
—En un tiempo estuve casado con una rusa, majestad. O, mejor dicho, ella se llamaba caritativamente mi esposa. Debería confesar con franqueza que, al igual que mis otros matrimonios, aquél tampoco fue formalizado por ceremonia o certificado alguno.
—¡Oj, qué amorales son ustedes, los artistas! —reprendió la zarina y preguntó—: ¿Cree que habrá vuelto a Rusia? ¿Desearía verla de nuevo? Seguramente los agentes del zar la encontrarían muy pronto para usted.
—¡No lo permita Dios, madame! Antes preferiría sumarme al culto de los castrados del gran sello. Por cierto que al cruzar Hungría casi anduve de puntillas por temor de despertar a otra ex esposa que podía acecharme allí. Y cruzaré de puntillas Schleswig-Holstein para evitar a cierta danesa.
El zar Alejandro pasaba en aquel momento por su lado —volvía a circular entre las mesas para visitar y comer algo en cada una de ellas—, y al oír mencionar Schleswig-Holstein a Florian, se detuvo para darle una palmada de complicidad en el hombro, pero no hizo ninguna observación ni se refirió en toda la noche a la proposición que había hecho en abril durante su tête-à-tête.
La familia imperial y los otros invitados parecían dispuestos a continuar hablando después de la cena, pero muchos miembros del circo habían dormido poco la noche anterior y todos habían pasado el día viajando, así que Florian pidió y obtuvo el permiso de sus anfitriones para que su compañía se retirase. La mayor parte de sus miembros se fue a dormir a sus habitaciones del palacio, pero Florian y Edge permanecieron levantados hasta que la noche fue totalmente oscura, antes de que saliera la luna.
Entonces fueron juntos a la cochera y al furgón de equipajes donde el cuerpo de Pavlo Smodlaka estaba envuelto en una lona encerada. Entre los dos lo llevaron en torno al ala del palacio, por la terraza del norte y junto a las cascadas de agua. Varias veces tuvieron que dejar su carga en el suelo para descansar y recobrar el aliento y varias veces encontraron patrullas de centinelas. Al parecer éstos no se sorprendieron demasiado para darles el alto al ver dos hombres cargados con un rollo de lona a aquella hora de la madrugada. Sin embargo, Florian dijo cada vez en ruso, con voz ronca y entrecortada:
—Preparándonos para el circo de mañana, chasovóy. —Y los centinelas se encogieron de hombros y los dejaron pasar.
—Me siento un poco ridículo, haciendo esto vestido de etiqueta —jadeó Edge durante una pausa.
—Bueno, así llamamos menos la atención —dijo Florian— en caso de que un insomne esté mirando por una ventana de palacio. Y apuesto algo a que somos los enterradores más elegantes que tuvo jamás un hombre lobo.
Por fin, sin ninguna ceremonia, tiraron su carga al agua donde el estanque de Sansón se vaciaba en el canal y se quedaron observando mientras se deslizaba hacia el golfo.
—Bueno, ya está y en buena hora —dijo Edge—. ¿Cree que hay posibilidad de que algún vigía de ese guardacostas lo vea pasar?
—Lo dudo. Dudo de que diese la alarma si lo viera. No podría saber si Pavlo venía de aquí o del delta del Nevá. Y por el Nevá flotan tantos cadáveres como por cualquier otro río de Europa. Vamos, nos hemos ganado unas horas de sueño.
A la mañana siguiente los artistas vistieron sus mejores trajes de calle y, después de desayunar en sus habitaciones, fueron guiados por sus servidores hasta el ala que contenía la iglesia del palacio. Gavrila y Sava se unieron a ellos y, aunque Gavrila no tenía ropa de luto, se había procurado unos crespones negros para las dos. El servicio no se celebró en la espaciosa nave de la iglesia sino en una pequeña capilla lateral. Asistió el zar, su hijo mayor e incluso algunos invitados ajenos a la familia. El sacerdote residente en palacio y sus acólitos oficiaron la misa de funeral y un órgano tocó la música suave apropiada en los intervalos apropiados. Goesle había construido un buen ataúd y Edge, personalmente y en privado, había colocado en él a Velja y clavado la tapa. No había habido tiempo para teñir o pintar la tosca madera, así que los servidores de palacio lo habían cubierto completamente de flores.
La gente del circo intercambió algunas miradas cuando vio un único ataúd ante el altar y varios pares de ojos convergieron en Florian. Sin embargo, éste parecía tan satisfecho como si Pavlo se hubiese evaporado oportunamente, de modo que nadie hizo ninguna observación, y a nadie le importaba Pavlo lo suficiente para preguntar qué había sido de su cadáver. El capellán fue considerado y abrevió el servicio, ya que pocos de los asistentes podían seguir el ritual de una misa ortodoxa rusa. Luego el zar ofreció el brazo a Gavrila y el cesárevich a Sava y salieron de la capilla por una puerta lateral.
Fuera esperaba un pelotón de la Compañía Dorada y los músicos de la noche anterior, ahora enlutados, precedidos por el pope con sotana y sombrero negros y sus acólitos, que hacían oscilar sendos incensarios, y Yount y los Jázsi llevaban el ataúd, dos en cada lado. Detrás seguía un cortejo importante: la madre y la hermana de Velja acompañadas por un emperador y un príncipe heredero, la compañía del circo y la guardia de honor espléndidamente enjaezada, todos caminando a la solemne cadencia de una versión para cuerdas de la marcha fúnebre de Chopin.
Ya habían cavado la tumba, cerca de la fuente de Adán, «donde el muchacho puede mirar hacia la avenida —dijo el zar Alejandro— y contemplar la vista del golfo de Finlandia». Como el pope habló ante la tumba, haciendo sobre ella repetidos signos de la cruz, Florian sólo murmuró en esta ocasión el epitafio latino para sí mismo y para aquellos que estaban lo bastante cerca para oírlo.
Después el cortejo se dispersó en varias direcciones, los guardias y músicos a paso rápido y la mayoría de artistas hacia el recinto del circo, pero Florian y algunos más pasearon con los dos Alejandros, padre e hijo, que señalaron las características notables de aquel parque inferior. Cuando el grupo llegó a un soto de robles jóvenes, uno de los cuales estaba rodeado de tulipanes en plena floración, Jörg Pfeifer preguntó:
—¿No es una rareza, majestad, que los tulipanes aún florezcan en junio?
—Vaya a verlos de cerca —dijo el zar, y él y su hijo se taparon la boca para ocultar unas sonrisas.
Casi en seguida, sin embargo, prorrumpieron en fuertes carcajadas. Cuando Pfeifer se inclinó sobre los tulipanes, brotaron de éstos chorros de agua, y de las ramas del roble cayeron surtidores que lo salpicaron. Jörg murmuró, maldijo y se apartó a trompicones del árbol y las flores artificiales para sentarse en un banco cercano. El zar y el cesárevich rieron todavía con más ganas porque el banco empezó inmediatamente a arrojar agua del respaldo y el asiento, empapando completamente a Pfeifer antes de que éste pudiera levantarse de un salto. Cuando volvió al grupo, exprimiendo como podía el agua de su traje, Jörg dijo entre dientes, aunque con toda la cortesía de que fue capaz:
—Cuando el buen Dios hizo emperador a vuestra majestad, privó al mundo de un payaso muy prometedor.
—Oh, no me elogie a mí, Herr Pfeifer. Estos trucos automáticos, accionados por su peso, fueron construidos por orden de Pedro el Grande.
Entretanto, Edge se hallaba en el recinto del circo en el parque superior, un vasto patio de parterres y fuentes protegido del viento del golfo por el edificio del palacio y las alas de ambos extremos, que se extendían hacia el sur. De nuevo consultaba con Carl Beck, y ahora también con Dai Goesle, quien naturalmente tenía que conocer la sorpresa que se estaba preparando.
—He empapado y secado el hilo —dijo Edge— y traído muchas velas. Sólo tenemos que colocarlas. Vamos a ver… ¿ofrecemos este espectáculo justo al empezar la función?
—Nein —contestó Beck—. Primero las bailarinas. Esta noche bailar la Canción de los bateleros del Volga y para ello necesitar las candilejas.
—Supongamos que hacemos lo siguiente —sugirió Goesle—: en cuanto hayan terminado de bailar, apagaré las candilejas y así la pista estará oscura cuando Bum-bum entone el himno de la cabalgata.
—Muy bien —aprobó Edge—. Entonces, Carl, en ese mismo instante, enciendes la cerilla. Si todo funciona como está previsto, será el mejor espectáculo que hemos ofrecido jamás.
—Ja, ja —dijo Beck—. Y ahora disculpadme. Debo ir a cargar el Gasentwickler.
—¿Vais a elevar el globo? —preguntó Edge—. Diablos, en cuanto Jules llegue a los tejados de palacio, el viento del norte lo arrastrará. Y no encontrará a ninguna altitud vientos contrarios que le hagan volver. Tendremos que perseguirlo hasta Kíev.
—Nein, nein. Yo sólo dejar elevarse atado a un cable. Arriba y abajo muchas veces, con un pasajero real cada vez. —Y Beck se alejó a toda prisa.
—Vuelos emocionantes para los patanes —murmuró Edge—. Buena idea. —Entonces miró críticamente su equipo para la sorpresa y dijo a Goesle—: Aquí no tenemos viento, pero aun así hay corrientes impetuosas. ¿Y si protegiéramos las velas con reflectores?
—Maldita sea, Zack —gritó Goesle—, ¡hay millares de velas! Cortar tantas piezas de hojalata…
—No sería necesario, Stitches. Cuando tus hombres lo hayan instalado todo, mándalos a la orilla del golfo. Allí tiene que haber conchas… valvas de almejas, de mejillones… cualquier clase servirá.
—Joder, me alegro de que no lo hagamos todas las noches —farfulló Goesle—. Pero por una vez, lo haremos.
En aquel momento Florian salió de una puerta trasera del edificio principal del palacio y llamó a Edge para decirle:
—El zar querría discutir de nuevo la proposición que me hizo y tengo que decidirme en uno u otro sentido. Ya que tú constituyes la leal oposición, creo que deberías estar presente.
Subieron, pues, juntos la escalinata de mármol y cruzaron la Galería de Retratos hacia el Estudio del Este cuyo umbral estaba flanqueado por dos miembros de la Guardia Imperial, pero Alejandro los esperaba solo en el interior.
—He traído a mi ayudante, majestad —dijo Florian—, porque no puedo en conciencia implicar en esta empresa a mi compañía sin su conocimiento. Y el coronel Edge dice con franqueza que se opone a ser alistado como espía.
—Oj! Shpión? —rió Alejandro—. Nyet, nyet! —Y continuó en alemán—: Diga al coronel que no pido a ninguno de ustedes que haga de espía. En primer lugar, no actuarán en mi nombre, y en segundo lugar, si yo deseara obtener información del extranjero, podría conseguirla sin recurrir al espionaje.
Cuando Florian hubo traducido estas palabras a Edge, el zar continuó:
—Sólo aquí, en mi propia Rusia, encuentro necesario espiar y es aquí donde mi Tercera Sección tiene la mayor parte de su trabajo. Como es natural, vigila de cerca a los ministros de mi gobierno, a los oficiales superiores y a todos mis parientes. Es bien sabido que en el pasado hubo golpes palaciegos. Y estos agentes también vigilan de cerca a las masas, porque las clases bajas de Rusia son las más secretas, sospechosas e indignas de confianza. Pero ¿los extranjeros? ¡Bah! Son tan tontos y descuidados con sus secretos e intrigas que no hace falta un espía profesional, sólo un observador astuto para reconocer todos sus designios, descifrar las intenciones de sus consejos y descubrir sus chinoiseries. Desde la época de Pedro el Grande, los soberanos de Rusia han sabido que todos los extranjeros son así y nos hemos aprovechado de este conocimiento. Por ejemplo, hablando de chinoiserie…
Alejandro se levantó, indicó con una seña a sus interlocutores que permanecieran sentados y fue hacia una de las paredes del estudio. Estaban tapizadas de seda bordada, claramente oriental, que representaba escenas de lo que parecían ser gentes orientales entregadas a sus tareas cotidianas. El zar golpeó la pared con los dedos y dijo:
—En tiempos de Pedro, el arte de hacer porcelana sólo era conocido por los chinos. En toda Europa la porcelana era tan rara que se consideraba un tesoro como ahora los diamantes y esmeraldas. Se engastaban fragmentos en piezas de oro y se usaban como joyas. Los chinos se negaban obstinadamente a divulgar a cualquier occidental el método de hacer porcelana. Sin embargo, un ruso inteligente que viajaba por China descubrió por pura casualidad todo el proceso. En una pañería vio en venta unos rollos de tapicería de seda que describían todos los pasos de la elaboración de la porcelana. Un niño podría haberlos leído como un abecedario. Aquel astuto turista compró las telas, las envió a Pedro el Grande y así se convirtieron en el libro de texto que instruyó a los ceramistas rusos. Entonces las colgaron en estas paredes, donde ustedes pueden verlas a su alrededor en este momento. Y aquí han cenado con porcelana elaborada en Rusia.
—Comprendo vuestro punto de vista, majestad —dijo Florian—, pero ¿qué clase de descubrimientos fortuitos esperáis que hagamos en las tierras alemanas?
—Si el siguiente objetivo de Bismarck es Alsacia, ya debe de hacer preparativos en su lado de la frontera. Su general Von Moltke no tardará en llevar allí tropas y armamentos. Cuéntenlos. Es posible que viajen de noche, para no ser observados, pero su compañía circense acampa a menudo junto al camino para pasar la noche, nicht wahr? El batallón de un regimiento que pasara por allí cerca no haría más caso de ustedes, discúlpenme por expresarme así, que de un campamento de gitanos.
—Muy cierto, majestad.
—Pues bien, incluso un espía profesional que quisiera conocer la fuerza de semejante tropa en movimiento tendría que contar cabezas. No cabe duda de que debería examinar con atención la artillería y otras armas a fin de describirlas. Sin embargo, estoy seguro de que el coronel Edge podría apreciar tales cosas con una sola mirada.
—Es probable —dijo Edge—. Y si obtuviéramos semejante información, ¿qué debemos hacer con ella?
—Retenerla en la memoria —respondió el zar—. No escribir nada. Si la información está sólo en su cabeza, no podrán descubrirla en ningún registro de la caravana llevado a cabo por centinelas, guardias fronterizos u otras personas.
—¿Y después?
—Cuando lleguen a París, comuníquenla al emperador Luis Napoleón, a él sólo y en privado. Ni siquiera la vieja regañona y chismosa de Eugenia debe saberlo.
—Majestad —preguntó Edge con escepticismo—, ¿cómo entraremos en su sala del trono para pedir una audiencia privada? ¿Unos simples gitanos?
—Warum nicht? Estará ansioso por conocer su informe después de leer la carta de presentación que he escrito para ustedes. —Alejandro cogió de una mesa una gran hoja de pergamino y la alargó a Florian—. Este papel no será descubierto inoportunamente por ningún funcionario porque usted lo exhibirá. Incluso puede facilitarle el cruce de cualquier frontera, como la carta de la emperatriz Elisabeth le facilitó la entrada en mis dominios.
—Es muy halagador para nosotros, majestad —dijo Florian, encantado—. Luis Napoleón nos recibiría con los brazos abiertos, como circo, aunque no llevásemos ninguna información confidencial.
—Y hay algo más en esta carta de lo que ustedes o cualquier guardia fronterizo puede percibir. La he dictado a mi escribano francés, pero ni siquiera él sabe lo que he insertado después entre líneas.
—¿Un mensaje secreto, majestad? —preguntó Florian, mirando el documento desde varios ángulos—. ¿Con tinta invisible?
—Con la mejor —respondió orgullosamente el zar—: mi propia orina. Desaparece al secarse sobre el pergamino, pero Luis Napoleón sabe que el calor le da un tono marrón. Por favor, cuando la presente en las fronteras, no la acerque a una estufa o una lámpara.
—Tendremos el máximo cuidado con ella.
El zar añadió:
—En la carta faltan todavía mi firma y mi sello. Aún tengo que oír su decisión.
Florian miró a Edge, y éste contestó:
—Si es lo que usted me dijo, director (para evitar una guerra), retiro mi oposición.
Florian se inclinó profundamente ante Alejandro y dijo:
—Seremos, como lo ha formulado vuestra majestad, vuestros astutos observadores.
El zar asintió, volvió a coger el pergamino y se sentó a la mesa, donde había recado de escribir. Eligió una pluma, la mojó en tinta, escribió su nombre con un adorno al final de la carta, la espolvoreó de arena y la sopló. Entonces calentó un palillo de cera roja, dejó que goteara sobre el pergamino, cogió un trozo grueso de lapislázuli azul oscuro, salpicado de pirita dorada, y apretó su faceta tallada sobre la cera caliente. Contempló el sello resultante, entregó de nuevo la carta a Florian y entonces abrió el lapislázuli, que era también un recipiente de útiles para la higiene personal. Sacó una cucharilla para la oreja, se recostó en el sillón y empezó a hurgarse tranquilamente en una de sus peludas orejas.
—Sólo una cosa, majestad —dijo Florian, enrollando con cuidado el pergamino—. El coronel Edge y yo sabemos que cumpliremos nuestra palabra, pero, ¿cómo lo sabéis vos? Podríamos usar esta carta para entrar en la corte francesa y no decir nada al emperador o inventar una sarta de embustes. ¿Confiáis siempre tanto en vuestros agentes?
—Nyet —respondió con negligencia el zar—. Claro que confío en ustedes dos, caballeros. No obstante, me permitirán que tome una medida de precaución. Un nuevo artista se sumará a su compañía en Kiel.
—¿Cómo?
—Oh, es una dama muy agradable, de buena familia, que por razones personales desea emigrar de Rusia. Así, pues, de Kiel a París dispondrán de sus servicios y no tendrán que pagarle ningún sueldo; posee una renta propia.
—Pero… pero, ¿qué hace? ¿Cuál es su especialidad?
—Creo que lo encontrarán evidente en cuanto la vean. Y aceptará cualquier papel que quieran asignarle.
—Bueno… ¿y por qué no se incorpora antes a nosotros? En Piter, para que podamos integrarla en nuestro programa.
—Tiene sus razones para no desear aparecer en público en su país. Se incorporará a ustedes en Kiel. Ahora, caballeros, creo que se acerca la hora de vestirnos para la cena.
—Maldita sea —murmuró Florian cuando salía del palacio con Edge—. No me gusta que me impongan a un artista supernumerario.
—Diablos, prácticamente lo ha suplicado al sugerir que podíamos no ser de fiar. Menos mal que no ha exigido que le dejemos rehenes como garantía.
Florian suspiró.
—Bueno, qué se le va a hacer. Ya improvisaremos sobre la marcha.
La función circense comenzó aquella noche incluso antes de que terminase la cena. La cortés y pausada conversación de la mesa fue interrumpida bruscamente por una fuerte voz seudofemenina alzada en protesta y su sonido petulante, nada ahogado por la inmensidad de la habitación, provocó un silencio general y el estiramiento de mucho cuellos. Fitzfarris se había sacado del bolsillo a la Pequeña Miss Mitten y, con la cabeza echada hacia atrás para conseguir el efecto de eco ascendente y descendente, entablado una pelea cómica con ella en una mezcla de francés y alemán con algunas palabras de ruso. Seguramente pocos de los comensales podían comprender todo el diálogo, pero se pusieron todos de muy buen humor. Y después de la cena, el numeroso grupo de miembros de la realeza y la nobleza se dirigió al recinto circense del parque superior y se deshizo en exclamaciones ante la belleza del globo recién hinchado.
Primero se elevó Rouleau con Clover Lee de pasajera para demostrar la seguridad del Saratoga, y Carl Beck ordenó a sus peones eslovacos que afianzaran el cable cuando el globo se hubo elevado sobre el tejado del palacio y el viento lo quería empujar hacia el sur. El zarevich Alejandro insistió, pese a la evidente inquietud de su madre, en ser el primero de la familia en «volar». Cuando hubo aterrizado, rebosante de entusiasmo por la experiencia y la vista que se dominaba desde arriba, todos los demás —incluso su madre— se turnaron para subir. Cuando todos lo hubieron hecho, la oscuridad del crepúsculo iba en aumento y los peones eslovacos estaban casi exhaustos por el esfuerzo de tirar de la cuerda y el gas se había enfriado, causando cierta lentitud en los ascensos. Beck prohibió cortésmente la repetición de los viajes y Rouleau tiró del cabo de desgarre para deshinchar el globo y guardarlo en el furgón. Entretanto los servidores de palacio llevaron asientos de toda índole —desde sitiales parecidos a tronos para la familia imperial a sillas Chippendale para los invitados— y los colocaron sobre el césped a una distancia cómoda alrededor de la pista y el grupo de músicos.
La función fue espectacular desde la misma obertura, el animado baile de las acomodadoras. Al unísono saltaron al aire y allí se tocaron los dedos de los pies mientras tenían las piernas estiradas hacia adelante o abiertas hacia los lados. Cuando bajaron al suelo desde el aire, se pusieron en cuclillas y movieron las rodillas juntas de un lado a otro o ejecutaron con asombrosa rapidez el v’prisyádku, estirando hacia atrás una pierna detrás de la otra. Cuando pisaron el suelo con fuerza y al son de la música, lo hicieron sobre paja, pero el trombón de Abdullah suplió el ruido de sus pisadas.
Para concluir, las muchachas, brillantes de sudor y con sonrisas trémulas, se inclinaron profundamente en dirección al zar y la zarina. Goesle cerró la válvula del gas para amortiguar y apagar las candilejas y el recinto del circo se quedó totalmente a oscuras. Al cabo de un momento, Beck prendió una cerilla y dio a la banda la señal de entonar el Boshie Tsara Jraní. Simultáneamente, a partir de la débil luz de la cerilla, un reguero de fuego se encendió alrededor de la pista, subió por uno de los altos postes, recorrió la cuerda floja y bajó por el otro poste. La llama se apagó en seguida después de encenderse, pero dejó en su recorrido un rastro de innumerables velas llameantes que hacían resplandecer las conchas traslúcidas sujetas a ellas. La curva de la pista y el perímetro del espacio circundante, los dos postes centrales y la cuerda floja estaban perfilados por estos puntos y nimbos de luz. El público estalló en aplausos, batiendo palmas a los acordes del himno ruso mientras Florian emergía de la oscuridad precediendo a todo el Florilegio en su gran cabalgata entre los dos círculos de velas en el suelo.
Cuando la cabalgata daba la última vuelta en torno a la pista, algunos eslovacos corrieron a encender de nuevo los focos y candilejas de Goesle. Otros, del modo más discreto posible, apagaron las velas del suelo, treparon a los postes centrales para retirar las velas y sacudieron la cuerda floja para desprender todas las velas colocadas en ella. Entonces el coronel Ramrod volvió con sus caballos a la luz de las candilejas para realizar su número de caballos en libertad. Siguieron Florian, Fünfünf, el Kesperle y la Emeraldina con su chispeante diálogo en alemán. Después, mientras el Hacedor de Terremotos era pisado por Brutus, Florian tuvo la primera oportunidad para decir:
—Coronel Ramrod, me dicen que esa maravillosa iluminación inicial ha sido obra tuya. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—No la he inventado yo. Lo vi hacer en una iglesia de la ciudad y me limité a copiarlo. Bum-bum me ayudó a ponerlo en práctica. Lo único que necesitamos fue hilo de algodón empapado en vitriolo y agua fuerte; el caso era convertir el hilo en pólvora. Lo enrollamos en torno a la mecha de cada vela y untamos cada mecha con queroseno para que se encendiera con una llamarada. Pero, se lo ruego, director, no lo hagamos con regularidad en lo sucesivo. Stitches y los eslovacos se largarían en bloque.
Todos los números del espectáculo fueron recibidos con grandes aplausos y los artistas realizaron en cada número todos los trucos que conocían, además de algunos nuevos. Los hermanos Jászi galoparon por primera vez formando una pirámide de tres hombres en el «Correo de San Petersburgo», uno sobre los hombros de los otros dos, montados éstos en sendos caballos mientras todos los otros caballos del espectáculo pasaban galopando entre ellos. La pequeña Syverchok hizo hacer a su Globo Encantado más giros y saltos que nunca. Terry, Terrier y Terriest entraron a continuación en la pista adornados como una troika —con un alto dugá sobre el perro de en medio— con Sava en la pequeña carroza. Y Gavrila, aunque su sonrisa debía de ser forzada, condujo después a los perros a través de todo su repertorio de cabriolas.
Cuando Florian anunció el intermedio, sólo significó el tiempo suficiente para que los espectadores encendieran cigarrillos mientras los eslovacos colocaban el estrado de sir John dentro de la pista, donde presentó su espectáculo complementario. Ya había ejecutado su número de ventrílocuo y sólo tenía una Hija de la Noche para exhibir, pero el público pareció divertirse lo suficiente con el número de Medusa de Meli, el cómico de Syverchok con Rumpelstilzchen y la lucha erótica de Meli con la pitón Fafnir. Entonces sir John aturdió por completo a los espectadores anunciando a un artista al que no habían conocido socialmente —«¡Kostchei Byesmyértni!»—, que surgió de la oscuridad de detrás de la banda y, bajo el resplandor de los focos, se inclinó lentamente para enseñar su horrible semblante, que era aún más terrible que de costumbre. Los ojos oscuros de Kostchei ardían como carbones cuando miró con odio al zar que había dictado las leyes y los castigos de Rusia y, aunque de modo indirecto, era la causa de su aspecto.
El programa de la pista se reanudó con el número de trapecio de Mademoiselle Butterfly, al que sólo añadió un pequeño toque, pero muy efectivo. Cuando Domingo trepó por la escalerilla de cuerda hasta la plataforma, llevaba una rosa amarilla en el cabello. Se irguió allí arriba en una actitud llena de gracia, asiendo levemente la barra con una mano, y Beck silenció a su banda, tal como ella le había pedido. Recortada su silueta contra el cielo nocturno por el foco de Goesle, en aquel silencio total, Domingo arrancó disimuladamente un pétalo de su rosa amarilla, que cayó con lentitud, desviándose de un lado a otro, girando y pasando de la luz a la penumbra, iluminándose de nuevo cuando las candilejas lo enfocaron y posándose por fin suavemente en la pista. En el momento en que el pétalo tocó la paja, la banda entonó Sólo hay una chica y Domingo se lanzó al espacio y el público admiró su audacia con una exclamación ahogada.
Cuando el espectáculo concluyó con la cabalgata final, a los acordes del Boshie Tsara Iraní, cantado por Monsieur Roulette, todos los espectadores —excepto, como es natural, el zar, a quien iba dedicado el himno— se levantaron con respeto y reverencia. Después rompieron filas para mezclarse llenos de entusiasmo con los artistas, sudados, cansados pero triunfantes, y para estrechar sus manos y colmarlos de elogios.
—Tenía razón, Herr Florian —dijo Alejandro—. Dejando a un lado todas las otras consideraciones, Luis Napoleón no dudaría en dar la bienvenida a su circo como tal. Le felicito por su deslumbrante competencia. Antes de que se vayan mañana, deseo distribuir unas pequeñas muestras de mi admiración.
Así, a la mañana siguiente, después del desayuno, cuando la caravana ya estaba formada y esperaba en la vasta terraza de mármol, toda la compañía se alineó en posición de firmes. El zar y la zarina recorrieron la hilera entregando regalos que cogían de bandejas y cestas sostenidas por los servidores. Los regalos eran considerablemente más extravagantes que todos los ofrecidos hasta entonces por cualquier otro monarca. Cada una de las mujeres del circo recibió un huevo de Pascua de oro y esmalte, copias fieles de los confeccionados un siglo antes por el legendario orfebre de Catalina la Grande, Posier. Los huevos podían abrirse para acceder a su contenido: un frasco de perfume, colorete, pecas en forma de corazón, polvos y una pequeña polvera. Todos los hombres recibieron una gran ágata musgosa, con una faceta plana que representaba un «paisaje» misteriosamente real dibujado por la propia textura de la piedra. Estas también se abrían y en su interior había un palillo, una cucharilla para la oreja y pinzas, todo ello de oro. Banat y los otros eslovacos se quedaron estupefactos cuando ellos también recibieron obsequios: un gorro de buen astracán por cabeza.
—El once de septiembre —dijo el zar, llevándose aparte a Florian para una última conferencia— es el festival de San Alejandro Nevsky y por lo tanto mi onomástica y una fiesta popular. También será el día en que ustedes abandonarán San Petersburgo. La mayor parte de la población estará congregada en la plaza del Palacio para ver las ceremonias y participar en los festejos, de modo que no habrá mucha gente en las calles para presenciar su partida. Uno de mis ayudantes conducirá a su caravana por la orilla del río hasta el puerto, donde subirán a bordo del crucero Piotr-Velik. Adiós, pues, Herr Florian, y buena suerte. Do-svidánya.
Sin formar cabalgata, sino a su ritmo más rápido, la caravana del circo llegó de nuevo a Prival a mediodía y nadie sintió deseos de demorarse en aquel lugar de mal agüero, así que lo pasaron de largo. Como hacía días que no llovía, el camino de Prival ya no era fangoso excepto en algunos lugares fácilmente transitables, por lo que el circo llegó al anochecer a su recinto de San Petersburgo. Los tres vigilantes que habían quedado atrás ya habían cenado y se ofrecieron a descargar los carromatos, de modo que Florian llamó a droshkis y karetas para llevar a toda la hambrienta compañía al hotel Europa. Allí los invitó a un pequeño banquete para celebrar el hecho de haber cautivado a la corte del zar. Cuando todos se hubieron hartado y sorbían, relajados, té o coñac, Florian anunció la fecha de su partida de Rusia y el medio de transporte, lo cual provocó un concierto de vítores, porque al parecer todos habían temido un largo viaje por tierra. Entonces, antes de que la compañía volviese al recinto del circo, Florian envió a Banat a una tienda para que comprase tres gorros de astracán para los tres eslovacos que no habían asistido al reparto de regalos.
Los tres meses siguientes pasaron sin incidentes y casi con monotonía. Los artistas daban sus dos funciones diarias y pasaban, como siempre, gran parte de su tiempo libre haciendo prácticas e introduciendo mejoras. Los payasos ensayaban nuevas piruetas, Gavrila enseñaba nuevos números a sus perros y Pemjean hacía lo propio con sus gatos y osos. Lunes practicaba nuevas cabriolas en la cuerda floja. Ioan continuaba aumentando el vestuario de los artistas con nuevas prendas y reformaba las usadas. Goesle y sus carpinteros trabajaban con sus sierras de marquetería y pintaban caprichosas cumbreras de filigrana para colocar sobre los techos de los carromatos y jaulas durante los desfiles y las cabalgatas de la pista y para desmontarlas durante los viajes. Las acomodadoras, reacias a trabajar cuando no estaban obligadas a ello, ocupaban sus ocios distrayendo, en carromatos vacíos o en rincones poco frecuentados del parque, a los numerosos solteros del circo, desde los Jászi a los eslovacos. En cualquier caso, nadie estaba inactivo.
Los días se acortaron y las noches se alargaron. A finales de agosto el sol parecía despertarse a regañadientes por la mañana y se elevaba a medias hasta el cenit para bajar y ponerse de nuevo. El último día de agosto Florian envió a los peones a la ciudad con carteles que anunciaban que las funciones finales del Florilegio tendrían lugar el 9 de septiembre.
—¡Bueno, bueno! —exclamó, repasando los libros en su oficina y frotándose las manos—. A pesar del gasto de los trenes alquilados, nos vamos de Rusia mucho más ricos que a la llegada.
Así, cuando después de la última función del día 9 pagó a las acomodadoras, dio generosamente una prima a cada una de ellas, porque permanecerían sin empleo hasta que el pícaro Marchan regresara de Crimea.
Todos los miembros y toda la impedimenta del Florilegio estuvo a punto para partir al amanecer del día 11, lo cual fue muy conveniente porque el emisario del zar llegó poco después de salir el sol en un carruaje blasonado con el escudo imperial. Era un canoso comandante de la marina que llevaba un bicornio parecido al del almirante Nelson, y el cabo de mar que conducía el carruaje lucía una coleta embreada también característica de Nelson. Cuando Florian saludó al comandante y dijo escuetamente:
—Guíenos, señor.
El oficial contestó:
—Antes debo entregarle algo, gospodín. En privado.
Florian lo condujo a la oficina y el cabo de mar los siguió llevando una bolsa que al parecer pesaba mucho porque el cabo la dejó caer con un golpe en el suelo del furgón. El comandante lo hizo salir con una seña y dijo a Florian:
—Con saludos de su majestad imperial. El zar ha pensado que podíais tener gastos imprevistos mientras viajáis por indicación suya y desea sufragarlos por adelantado.
—Bendita sea mi alma —murmuró Florian. Se inclinó, abrió el cierre de la bolsa y casi cayó de cabeza en su interior—. ¡Imperiales de oro! ¡Pero si aquí debe de haber diez mil rublos! —Pero en seguida recobró la compostura y se limitó a decir—: Su majestad es ampliamente conocido por su generosidad para con las artes. Le ruego que le comunique nuestro agradecimiento, comandante.
—Cuando la haya guardado en lugar seguro —dijo el oficial—, nos pondremos en marcha.
—La bolsa estará segura aquí hasta que embarquemos. Ya podemos irnos.
El carruaje condujo a la caravana del circo por las calles casi vacías y evitó el centro de la ciudad, bordeando el canal Obvodniy, cruzando un corto puente hasta la isla de Ryezvi y atravesando ésta para ir a la costa opuesta, a los muelles Gutuyévskaya, el punto más próximo a la ciudad al que podía llegar un buque de gran calado. El Piotr-Velik estaba amarrado allí, con el vapor ya preparado para hacer funcionar sus grúas. El crucero era impulsado por una hélice, al igual que el carbonero Pflichttreu, pero era el doble de grande y estaba inmaculadamente limpio. Tenía monstruosos cañones de torre a proa y popa, pero con los orificios tapados porque el buque zarpaba en una misión pacífica. También estaban vacíos los polvorines del crucero, así que todos los animales enjaulados y libres del Florilegio pudieron ser acomodados en la bodega, así como la mayoría de carromatos y remolques; sólo algunos tuvieron que amarrarse en cubierta. Los malacates y cabrias del buque, accionados por vapor, facilitaron y aceleraron mucho la carga.
Las instalaciones del buque eran, por supuesto, espartanas, pero en aquella travesía dejaba en tierra a la mayoría de sus marineros combatientes, por lo que había suficientes camarotes de oficiales vacíos para acomodar a las mujeres del circo, cuatro en cada uno. Los hombres tuvieron que contentarse con las literas estrechas y muy juntas de los marineros, pero al menos había compartimientos separados para los artistas y eslovacos. Exceptuando los camarotes de cubierta ocupados por el capitán del buque y los oficiales superiores, sólo quedaba un camarote para los pasajeros masculinos, que eran el embajador del zar a la inauguración del canal de Suez —un tal conde Gendrikov— y sus tres ayudantes.
La carga y el almacenaje se hicieron con tanta eficiencia que el Piotr-Velik levó anclas a primera hora de la tarde y cuatro horas después ya navegaba frente a Peterhof, visible a babor, con el Gran Palacio a plena vista de los pasajeros. A la mañana siguiente la tierra de aquel costado del buque era la provincia rusa de Estonia y dos días después el crucero salió del golfo de Finlandia para entrar en el gris y sombrío mar Báltico.
El mal tiempo hizo desistir a la gente del circo de divertirse en cubierta; sólo salían de sus camarotes para hacer ejercicio y respirar aire puro, y Florian paseaba a menudo con el conde Gendrikov y le hacía preguntas sobre Egipto, que el conde conocía bien, por si el Florilegio iba allí algún día. Los eslovacos sólo subían a cubierta para echar por la borda los excrementos de los animales y pasaban el resto del tiempo abajo, jugando a cartas. La comida de la marina rusa también era monótona, consistiendo en su mayor parte en pescado salado, queso frito y col hervida. Sin embargo, todos toleraban las incomodidades porque Florian les aseguraba que aquel viaje sólo duraría algo más de una semana.
Florian sólo pidió a su compañía una tarea fuera de lo corriente mientras estuvieron a bordo. En cuanto tuvo una oportunidad habló a Edge del inesperado botín regalado por el zar y añadió:
—Deseo guardarlo como nuestra faltriquera común, para usar sólo en un caso de emergencia. Pero es preciso guardarlo bien. Siempre que crucemos la aduana de un reino o ducado, podré justificar si es necesario nuestro otro dinero enseñando mis libros de contabilidad, pero una bolsa llena de imperiales rusos de oro sería difícil de explicar y una poderosa tentación para confiscadores en potencia. ¿Dónde sugieres que estaría mejor guardada?
—Esto es fácil, director. Escóndala bajo la paja de la jaula del viejo Maximus. Me gustaría ver buscar allí a un funcionario de aduanas.
—Excelente idea. Consultemos con el maestro velero y el Démon Débonnaire.
Así, después de que Goesle tomara algunas medidas desde fuera de la jaula, él y Pemjean subieron juntos, y mientras éste distraía a Maximus, Goesle cortaba una parte del entablado. Dos días más tarde subieron los dos otra vez a la jaula, Goesle introdujo una caja en el agujero, depositó la bolsa en su interior, colocó de nuevo el entablado como una tapadera y volvió a esparcir la capa de paja que servía de lecho al león.
Pasadas algunas noches, Florian hizo circular la orden de que todos los artistas y peones se reunieran en cubierta después de cenar. Cuando se hubieron congregado, les dijo:
—Si alguno de vosotros ha confeccionado un calendario, que tome nota. Hoy ya no es el dieciocho de septiembre ruso, sino el treinta del mismo mes en Occidente. Y el capitán me informa de que mañana, primero de octubre, desembarcaremos en Kiel.