5

La gran entrada y el gran desfile consistió en que la mayor parte de la compañía entró por la puerta trasera y desfiló tres o cuatro veces en torno al pabellón, entre el círculo de tierra aplastada y los asientos de los espectadores. Lo encabezaba Florian, andando con aire elegante y agitando su sombrero de copa. Detrás de él iba el caballo blanco, Snowball, con la refulgente Madame Solitaire, montada a pelo y a la amazona, dando la cara al público; seguía el tordo, Bubbles, con Clover Lee montada como su madre, y ambos caballos marcando bien el paso, levantando las manos, y agitando las cabezas para hacer bailar sus plumas. Detrás de ellas desfilaba el capitán Hotspur, con uniforme morado, cuyas charreteras con fleco se movían a cada paso. Le seguía Monsieur Roulette, ya caminando de prisa, ya dando volteretas y saltos mortales. Brutus iba a la retaguardia de la procesión, llevando sobre sus lomos a Tim Trimm y a Abdullah y andando con un paso oscilante para no adelantar a los que lo precedían. Tim tocaba la corneta y Abdullah el tambor, siguiendo el ritmo de una animada tonadilla que podía reconocerse como la antigua canción Dios os conserve alegres, caballeros. Todos los componentes del desfile, excepto Tim y los animales —y Roulette cuando estaba cabeza abajo—, cantaban palabras nuevas con aquella música vieja, con voces potentes que sonaban débiles en el espacio cavernoso bajo la lona:

¡Saludos, damas y caballeros,

olviden todos sus conflictos!

Venimos a animarlos en sus asientos

en este hermoso día de circo…

—¿Crees que Florian escribió estas palabras? —preguntó Yount a Edge.

—Si lo hizo, debería estar avergonzado. «Animarlos en sus asientos», Dios mío.

Y a traerles magníficas golosinas

que, esperamos, los harán exclamar…

Las palabras y el metro podían ser atroces, pero la tonada era lo bastante conocida para todos los asistentes para que, aun antes de que los artistas hubieran terminado la segunda vuelta a la arena, el auditorio entero acompañara la canción tarareando, silbando y dando palmadas. Lo que había empezado como un rumor tímido de tambor, cuernos y voces, se convirtió ahora en una música tan clamorosa como si la tocase toda una charanga:

¡O-oh, es magnifica la alegría del circo

para niño y niña!

¡O-oh, es magnifica la alegría del circo!

Al parecer —y por suerte— la canción no tenía más versos, así que se repitieron varias veces los mismos mientras la compañía daba vueltas a la pista. Entonces, en el momento culminante de la excitación general, mientras el público aún se divertía participando en el espectáculo, Florian condujo a la procesión hacia la puerta trasera. El último eco del ruido fue la voz del capitán Hotspur: «¡… La alegría del circo!»

E inmediatamente Florian, esta vez solo, volvió a aparecer en la tienda, gritando:

—¡Bien venidos, damas y caballeros, niños y niñas, al Floreciente Florilegio de Maravillas de Florian! ¡Para empezar el espectáculo de hoy, permítanme presentarles a la primera de nuestras maravillas pedagógicas… un colosal artista. No colosal como un elefante, fíjense bien, porque es pequeño como una hormiga!

Florian se llevó al ojo el pulgar y el índice y se oyeron unas risas corteses que provocaron en Florian una mueca de exagerada sorpresa.

—¡Por favor, buena gente! Las cosas pequeñas no siempre son insignificantes. Piensen en los diamantes. Y la joya que voy a presentarles es nuestro enano de fama mundial, ¡Tiny Tim Trimm! —Se inició un aplauso que enmudeció al momento cuando Florian gritó—: ¿Cómo? —Y se llevó una mano a la oreja—. He oído preguntar a un santo Tomás: ¿cómo es de pequeño este enano? —Todo el mundo se inclinó, buscando al santo Tomás—. Les diré cómo es de pequeño. Esta irreductible fracción de hombre, este bajísimo denominador común, este enano tan bajo que, incluso cuando está bien derecho, cuando se yergue a la máxima altura que puede alcanzar… ¡sus pies apenas tocan el suelo! —Varias personas del auditorio gruñeron, pero la mayoría estalló en una carcajada, mientras Florian, con un gesto ampuloso, gritó con fuerza—: ¡Tenemos el orgullo de presentarles… a Tiny… TimTRIMM!

Un toque de trompetas sonó detrás de la puerta trasera y los asistentes callaron, silenciados por la expectación. Y no ocurrió nada.

Al cabo de un momento, Florian torció el cuello con exageración, simuló buscar a alguien y al final dijo:

—Ya se lo he avisado, amigos. Piernas diminutas que apenas llegan al suelo. Tarda un rato en llegar.

Más risas entre el auditorio, que aumentaron cuando Tim apareció poco a poco entre dos hileras de asientos. Caminaba con frenético apresuramiento, pero lo hacía dentro de sus enormes botas y amplísimos pantalones, y apenas adelantaba mientras tocaba su propia fanfarria, farfullando y gorgoteando sin aliento. Parecía consistir únicamente en un gran sombrero de paja sobre un montón de ropa sucia de la que sobresalía el pabellón de la corneta. A lomos del elefante durante el paseo, su aspecto no había llamado la atención, y entre la muchedumbre de cualquier calle le habrían tomado sólo por un hombre bajo, no un enano, pero ahora conseguía parecer un insecto cruzando laboriosamente un plato de melaza. Cuando llego por fin, dando tumbos y agitando los brazos, al ruedo de la pista, el auditorio reía lo bastante para ahogar los graznidos de su cuerno.

—¡Ah, estás ahí, Tiny Tim! —gritó Florian cuando las risas empezaron a disminuir—. Llegas tarde, muchacho. Explícate. ¿Qué te ha detenido? Aquí no toleramos retrasos, ya lo sabes.

Usted quizá no tolere retrasos —replicó Tim en el tono estridente que se consideraba típico de un enano—. Pero aquella señora sí. —E indicó a una mujer sentada en uno de los primeros bancos.

—¿A aquella señora le gustan los retrasos? —preguntó Florian, sorprendido. La mujer parecía confundida y todos los asistentes la miraban con los ojos muy abiertos—. ¿Qué quieres decir, Tim?

—¡Estaba pisando el bajo de mis pantalones! —graznó Tim, recogiendo uno o dos centímetros de los pantalones de su mono—. ¡Por esto he llegado tarde! —Pero sus últimas palabras se perdieron entre sonoras carcajadas e incluso la mujer aludida se retorció y golpeó las piernas con los puños.

—No me refería a esta clase de retraso —protestó Florian—. No me has entendido.

—¿Que no? ¡Míreme bien! ¡Yo entiendo a todo el mundo!

La risa continuó a ráfagas a través del diálogo cómico, que introdujo todas las variantes posibles de palabras como pisar, retrasar, entender y mistificar. «¿Miss Tificar? ¡Pero si es mi pequeña novia!» Tim era cada vez más presumido y petulante en sus réplicas y a Florian le exasperaba cada vez más ser el blanco de ellas. Cuando el auditorio pareció cansarse del juego de palabras, Florian empezó a pegar al enano después de cada observación impertinente. «¿Impertinente? ¡Soy más pertinente que el linimento!», y las carcajadas volvieron a arreciar. Las bofetadas parecían suaves, pero resonaban —¡clac!— y cada una de ellas hacía tambalear a Tim y perder el sombrero. Los espectadores se retorcían de risa y no paraban, porque Tim, al querer recoger su sombrero y tropezar con el impedimento de su voluminosa vestimenta, lo alejaba cada vez más de su alcance. Cuando por fin lo recuperaba y volvía al lado de Florian, decía otra impertinencia y recibía otra bofetada, tras lo cual volvía a caerse y a repetir la caza de su sombrero.

Incluso Edge, que miraba desde un lado, se reía, pero no por la hilaridad del número, sino porque acababa de percibir algo que nunca había advertido en semejantes números cómicos. Florian no pegaba en absoluto al hombrecillo; sus bofetadas no tocaban siquiera el rostro de Tim. El fuerte ¡clac! lo emitía el propio Tim en el instante preciso, dando una palmada, y este pequeño truco pasaba por alto a los que sólo veían su violento retroceso para evitar el golpe.

Florian parecía tener dentro de la cabeza una especie de indicador que le alertaba en el momento exacto en que el número más gracioso empezaba a cansar. La próxima vez que Tim le replicó con una frase ingeniosa —«¡No puede hacerme daño! ¡No puedo caerme de muy arriba!»—, Florian no le pegó, sino que agitó los brazos con desesperación y gritó:

—¡Basta! ¡Será mejor que hagamos salir a alguien con inteligencia!

—¡Muy bien! —graznó Tim—. ¡Diestro como el manco que no tiene brazo izquierdo! ¡Usted se va, papanatas, y envía aquí a un animal!

—¡Es justo lo que haremos! Que decidan nuestros jóvenes amigos. ¡Decidlo cantando, niños! ¿Qué animal queréis ver?

El grito inmediato fue una mezcla de «¡León! ¡Elefante! ¡Caballos!», pero Florian fingió oír un consenso.

—¡Pues será el elefante! ¡Tócanos una fanfarria, Tiny Tim! —Por encima del estridente arpegio, Florian continuó—: Damas y caballeros, ahora los invito a estar muy quietos. No se muevan. Notarán que sus asientos, incluso la tierra bajo sus pies, temblará al paso resonante del enorme paquidermo que ahora tengo el honor de presentar… ¡El gran «Brutus», el mayor animal que respira!

—Adelante, Peggy —se oyó desde la puerta trasera, y entonces sonó el bombo (su fuerte bumbum y su ominoso rumor) al ritmo de los pasos del elefante mientras entraba en la tienda.

Era una conjuntura magistral del programa. El elefante hacía parecer a Tim Trimm aún más pequeño que hasta entonces y Tim hacía parecer al elefante aún más grande de lo que era en realidad. El tambor con turbante que lo montaba dijo: «Alto, Peggy», y el animal se detuvo en un lado de la pista y permaneció quieto, con paciente dignidad, mientras Florian se entregaba a otro acceso de palabrería:

—Ya han oído, damas y caballeros, altopeggy, una de las palabras místicas con las que sólo el amo del gran animal, Abdullah de Bengala, puede controlar el poder inimaginable y el tamaño gigantesco del elefante macho. Para hacerse una idea de la inmensidad de Brutus, damas y caballeros, intenten comprender esto. ¡Todos ustedes juntos no pesan tanto como este titánico paquidermo! Dominar a una bestia tan colosal y fuerte es un arte que sólo conocen los nativos del remoto país de Bengala. Ni yo ni ningún otro hombre blanco sería capaz de amansar a un monstruo como el gran Brutus, y enseñarle las habilidades que ustedes van a presenciar. Sólo un hindú auténtico como nuestro Abdullah posee el conocimiento de las palabras secretas de mando…

Continuó un rato en esta vena, hasta que al fin dejó la arena a los artistas y fue a reunirse con Edge y Yount junto a la puerta principal de la tienda. Brutus salvó con delicadeza el círculo de tierra, entró en la pista, levantó la trompa y una rodilla y Abdullah bajó ágilmente del cuello a la trompa y de la rodilla al suelo, llevando consigo el bombo. A partir de aquel momento no pareció necesitar más sus místicas órdenes hindúes y sólo tocó el bombo de vez en cuando para indicar al elefante las diferentes posiciones. Edge sabía que incluso esto era innecesario, ya que había visto a Brutus realizar todo su repertorio sin la menor ayuda.

Ahora hizo las mismas cosas. Abdullah corrió hacia los bancos para coger de debajo de ellos una pieza del equipo que Yount identificó como la tina del circo y la colocó invertida en la arena. Acompañado por el tambor, Brutus levantó con lentitud una pata y la apoyó sobre la tina. Una pausa llena de expectación, un toque de tambor, y bajó la pata para subir la otra. El tambor resonó de nuevo y el elefante se preparó, se dio un impulso exagerado y puso ambas patas sobre la tina, irguiendo mucho el cuerpo, y entonces levantó la trompa y emitió un sonido victorioso. El negro se volvió para dirigir una sonrisa a todos los asistentes y levantó los palillos formando una V, que todos reconocieron como una señal para el aplauso y la obedecieron con palmadas entusiastas. Cuando el elefante vacilaba, lo cual hacía a intervalos, consciente de que hacía parecer cada pose más difícil que la anterior, Florian corría a la pista para pronunciar una conferencia breve e instructiva.

—Hay muchas cosas curiosas en el elefante, damas y caballeros, que Abdullah desearía hacerles saber, pero sólo habla hindú, así que permitan que sea yo quien los informe, mientras el gran Brutus medita sobre la dificultad de su siguiente proeza. Entre las peculiaridades del elefante está la de que es el único animal de este planeta que tiene una rodilla en cada uno de sus cuatro miembros. Observen y cuéntenlas, damas y caballeros… ¡cuatro rodillas!

Cuando llegó el momento culminante de la actuación de Brutus, se quedó mirando con el ceño fruncido la tina durante uno o dos minutos —al estilo de Ignatz Roozeboom, sin cejas—, mientras el negro volvía a tocar suavemente el bombo y hacía gestos suplicantes para infundirle ánimos. De nuevo el elefante colocó las dos patas delanteras sobre la tina y luego, de mala gana, encogió cautamente el inmenso cuerpo para subir también a ella una de sus patas traseras. El auditorio se movió, murmuró su ansiedad y esperó. Florian saltó a la pista.

—Mientras el gran Brutus prepara todos sus músculos para este arduo intento de equilibrio y precisión, permítanme señalar otro detalle único sobre el elefante. Estoy seguro de que todos han visto alguna vez a sus caballos hundidos en el barro. Al elefante nunca le ocurre, aunque sea veinte o treinta veces más pesado. Sus patas enormes tienen plantas esponjosas; cuando el elefante apoya su peso sobre una pata, ésta se extiende como una alfombra. Cuando quita el peso, la planta se contrae. Y así… pero, ¡atención! —Abdullah había rozado el bombo—. No quiero distraerlos, damas y caballeros. Están a punto de presenciar una hazaña que muy pocos pueden ver y admirar.

Brutus esperó a que callara y entonces levantó la cuarta pata, de modo que todas descansaban ya sobre la tina, y las mantuvo apretadas como las de un gato sobre un poste. Resopló alegremente por la trompa y Abdullah bailó a su alrededor, ya golpeando el bombo, ya lanzando los brazos al aire en forma de V, como si hubiese logrado por fin el objetivo de toda su vida, y los espectadores no regatearon los aplausos y los gritos de aprobación.

—Y ahora —chilló Florian, mientras el elefante bajaba con cuidado, una pata detrás de otra— han visto la gracia y la agilidad extraordinarias de este enorme animal. Los invito seguidamente a ver su fuerza… los desafío a comprobar su fuerza por ustedes mismos. ¡Llamo a los diez hombres más fornidos y corpulentos del auditorio para que bajen y unan la fuerza conjunta de sus músculos en una competición de arrastre con este único ejemplar del mamífero más grande de toda la Creación!

No podía haber en todo Lynchburg diez hombres realmente forzudos, a menos que fuesen desertores o se hubieran retirado pronto de la guerra. Pero había por lo menos varios hombres gordos y algunos granjeros viejos en bastante buena forma. Después de bajar las cabezas y haberse hecho los remolones mientras recibían codazos de sus vecinos de los bancos, bajaron diez hombres y se agruparon, avergonzados, en la pista. Entretanto, Abdullah puso el collar de cuero en torno al cuello de Brutus y Monsieur Roulette entró corriendo con un rollo de la cuerda más gruesa, que engancharon al collar, mientras los hombres agarraban el otro extremo.

Tim y Abdullah tocaron floreos y tamborileos y los hombres —al grito de «¡A tirar!» de Florian— se echaron hacia atrás, clavaron los talones y tiraron con fuerza, mientras Brutus los miraba de buen humor, sin moverse. Los diez hombres agarraron mejor la cuerda y esta vez se echaron hacia atrás hasta quedar casi horizontales, pero Brutus siguió mirándolos de buen humor y sin moverse. Florian dijo:

—Muy bien. Ya lo han intentado. Abdullah, dale la orden secreta hindú.

El negro gritó:

Peggy, taraf. —Y el elefante empezó a retroceder lentamente, arrastrando a los hombres con tanta facilidad como si fueran un clavo de la tienda.

Tim tocó con la corneta unos acordes de vals y Brutus caminó más de prisa, casi bailando y arrastrando a los diez hombres alrededor de la pista, mientras la multitud se retorcía de risa, con convulsiones que amenazaban la estabilidad de los bancos.

Florian volvió a gritar:

—¡El gran Brutus, el más grande animal que respira!

Y el elefante y Abdullah, que aporreaba el bombo, recibieron un aplauso ensordecedor, por lo que el siguiente anuncio de Florian sólo se oyó a fragmentos:

Monsieur… engastrímito y ventrílocuo… los asombrará… con la proyección e insinuación de voz…

Entró Rouleau, saltando, brincando, dando volteretas y saltos mortales. Se detuvo en la arena, derecho, e inmediatamente, sin mover la boca, empezó a ladrar como un perro —una especie de ladrido ahogado, como si fuese un perro con la cabeza dentro de un saco— y a señalar con insistencia la tina todavía invertida al otro lado de la pista. Siguió ladrando un rato, sin obtener mucha atención, y entonces, con muchos ademanes teatrales, enderezó la tina para demostrar que no había ningún perro debajo de ella.

Quizá no importaba que el auditorio no estuviese muy atento, porque las modulaciones de la voz de Monsieur Roulette eran poco menos que prodigiosas. En un momento dado, empezó a gimotear como un bebé hambriento, con la boca todavía inmóvil, y en seguida la movió para gritar con su propia voz: «¡Alimente a su hijo, madame!», señalando con un dedo imperioso a una mujer que tenía en brazos a un niño de pecho envuelto en una toquilla. Ella contestó a gritos: «¡Soy una mujer cristiana! ¡No pienso darle la teta en público!» Los espectadores volvieron a estallar en carcajadas y Roulette, comprendiendo sin duda que ya no podría conseguir un efecto más cómico, saludó y salió de la tienda, dando saltos mortales.

Florian se apresuró a cubrir su retirada, aunque la presentación del nuevo número volvió a oírse sólo de modo fragmentario:

—… ¡Ultimo de los irregulares bóers… contra los zulúes… ¡Hotspur! —La multitud calló por fin lo bastante para oír—: ¡… Para emocionarlos con su espectacular interpretación del Correo de San Petersburgo!

Al instante se oyó procedente desde fuera un estrépito de herraduras, junto con la corneta de Tim, ordenando «¡Al ataque!» a la caballería, el tambor de Abdullah y el sonido repetido de unos disparos. El capitán Hotspur debió de iniciar la marcha desde el fondo del patio trasero, porque los caballos iban a galope tendido cuando irrumpieron en la arena. El caballo blanco y el tordo corrieron de lado alrededor del espacio entre la pista y los bancos; el hombre de uniforme morado cabalgaba muy derecho sobre ellos, con un pie en el lomo de cada caballo, sujetando las riendas con la mano izquierda y descargando con violencia un largo látigo que empuñaba en la derecha. El auditorio lanzó vítores mientras el trío daba varias vueltas impetuosas a la tienda, los caballos, con los ojos desorbitados y echando espuma por la boca, como si realmente llevasen un urgente mensaje a través de la estepa rusa.

—De hecho, en el número clásico de San Petersburgo —dijo Florian a Edge y Yount, con quienes se había unido en un lado de la tienda—, el jinete obliga a separarse a los dos corceles para que otros caballos puedan pasar en fila por debajo de sus piernas y recoge sus riendas hasta que dirige a toda una manada. Por desgracia, nosotros no tenemos una manada.

El capitán hizo detener a sus dos caballos, que se encabritaron de forma muy decorativa, con los cuellos arqueados por los engalladores. Hotspur se sentó ágilmente sobre el caballo blanco. Clover Lee apareció de improviso, tomó las riendas del tordo y lo condujo a un lado, mientras Hotspur hacía saltar al blanco dentro de la pista. Entonces lanzó un grito, incitó al caballo al trote y mientras daban vueltas alrededor de la arena, empezó a desmontar de un salto y a montar de nuevo. Su sombrero de alas anchas salió volando y Clover Lee corrió a recogerlo. Después Hotspur se colgó cabeza abajo del caballo, suspendido de un pie en el estribo. A continuación desmontó y corrió junto al caballo, volvió a montarlo de un salto y entonces se deslizó, agarrado a la cincha, por debajo del animal, mientras éste continuaba trotando, impasible. Los espectadores, llenos de admiración, aplaudieron cada nueva hazaña. Casi todos ellos habían poseído por lo menos un caballo y los conocían más que cualquier otro medio de transporte y eran capaces de apreciar la buena equitación más que, por ejemplo, el adiestramiento hindú de un elefante. Su aprobación inspiró al capitán Hotspur a repetir todos los números, hasta que su sudor centelleó visiblemente bajo los rayos del sol.

—Esta clase de violenta equitación circense se llama voltige —explicó Florian.

—En la caballería lo llamamos hacer el ganso —dijo Yount.

—Además, introdujo una palabra en la lengua inglesa formal —añadió Florian—. La palabra desultory[7] viene del latín. Y en el circo de la antigua Roma, un desultor era un jinete que saltaba de un caballo a otro.

Cuando el capitán Hotspur frenó otra vez al caballo blanco, Florian dijo:

—Es la hora de Pete Jenkins.

Entró en la pista mientras Hotspur saludaba. Clover Lee dio el sombrero al capitán, quien se secó cuidadosamente la brillante calva con un trapo antes de volver a ponérselo.

Florian habló a los espectadores:

—Mientras el capitán Hotspur hace una merecida pausa para recobrar el aliento, tengo que anunciar una cosa. Uno de los asistentes acaba de informarme de que tenemos entre nosotros a una dama que celebra su cumpleaños. —Un rumor interesado surgió entre la multitud y todos empezaron a inclinarse y mirar a su alrededor. Florian consultó un trozo de papel—. Y un cumpleaños muy importante… ¡el setenta! ¡Los bíblicos setenta años! —El gentío pareció impresionado—. Debido a la coincidencia del hecho de que celebre un cumpleaños tan importante en este día del circo, me gustaría que la dama se pusiera en pie y nos permitiera a todos felicitarla… ¡la señora Sophie Pulsipher, de Rivermont Avenue!

Se puso a aplaudir y la gente le imitó.

—Pensaba que había dicho Pete Jenkins —murmuró Edge.

—Quizá se llama Pete Jenkins el hombre que le ha hablado de ella —dijo Yount.

—¡Vamos, señora Pulsipher! —instó Florian—. No sea tímida. ¡Venga a saludar!

—¡Aquí está! ¡Aquí! —gritaron varias voces.

Florian se llevó una mano a los ojos, a modo de visera, para escudriñar los bancos. En uno de los más altos, una mujer intentaba torpemente ponerse de pie. Los hombres que la rodeaban la ayudaron a bajar hasta el suelo de la tienda.

—¡Ahí viene! —gritó Florian—. ¡Felicitemos, damas y caballeros, a la señora Sophie Pulsipher!

Todos los aplausos anteriores fueron superados ahora y el gentío empezó a cantar cuando Tim entonó Porque es un chico excelente, mientras la mujer, arrugada, con la cabeza cubierta por un pañuelo y envuelta en un chal, se acercaba cojeando a la pista. Edge y Yount habrían sospechado que era la vieja gitana del circo haciendo una interpretación si no hubieran visto venir del otro lado de la tienda a Magpie Maggie Hag llevando un pastel diminuto en el que lucía una sola vela. Al verlo, la señora Pulsipher dio media vuelta para escapar de la atención de que era objeto, pero Florian la cogió del brazo. Algunos espectadores dejaron de cantar para gritar: «¡Apaga la vela! ¡Piensa un deseo!»

La señora Pulsipher titubeó, se agachó y, tras varios intentos fallidos, apagó la vela. «¡Un deseo! ¡Formula un deseo!», gritó el gentío. Florian la animó con una sonrisa y acercó la oreja a sus labios. Lo que le dijo pareció sorprenderla, porque le dirigió una mirada muy extraña. Luego se rió y negó firmemente con la cabeza. El auditorio, intrigado, guardó silencio y esperó. Meneando todavía la cabeza, Florian dijo en voz baja: «No, no», pero todo el mundo pudo oírle.

—Señora Pulsipher, le agradezco que me haya confiado su deseo, pero no, no puedo permitirlo.

Varios espectadores chillaron:

—¡Dígalo, dígalo!

Florian pareció un poco perplejo.

—Bueno… ejem… esta simpática viejecita… —Hizo una pausa y luego habló de mala gana—: Dice que nunca en toda su vida ha montado un caballo a pelo. Je, je. ¿Pueden creerlo, damas y caballeros? A la señora Pulsipher le gustaría dar una vuelta a la pista sentada en la grupa del caballo con el capitán Hotspur.

El capitán, que estaba en la arena, también pareció sorprendido y frunció la frente sin cejas.

Las mujeres de los bancos dijeron cosas como «¡O-o-oh, qué viejecita tan simpática…», y algunos jóvenes alborotadores gritaron: «¡Eh, déjaselo hacer! ¡Déjala montar!» Los alborotadores decidieron el voto, pues otros se hicieron eco de su grito: «¡Déjela! ¡Es su deseo de cumpleaños! ¡Déjela montar!»

Florian parecía más arrepentido que nunca de haber iniciado todo aquello. La señora Pulsipher temblaba visiblemente mientras Florian iba a conferir con el capitán Hotspur, que se veía molesto e impaciente por continuar su número. Pero los dos se acercaron a la señora Pulsipher y la multitud empezó a vitorear y aplaudir con entusiasmo.

Clover Lee condujo al caballo blanco al borde de la pista y Florian y el capitán levantaron ágilmente a la anciana y la depositaron sobre Bola de Nieve. Forcejearon con torpeza, e incluso el caballo volvió la cabeza para dirigirles una mirada inquisitiva, hasta que lograron colocar a la señora Pulsipher en la postura de amazona. Florian la sujetó bien mientras Hotspur se aseguraba de que sus manos agarrasen la cincha. Entonces montó de un salto detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos e hizo una seña a Clover Lee. La muchacha condujo el caballo por la brida, andando muy, muy despacio. Incluso así, la anciana se balanceaba mucho y emitía una risita que tenía un poco de histerismo. El auditorio reía con ella y de nuevo se puso a aplaudir, como si estuviera haciendo un número que superase al propio Hotspur. Tim tocó una fanfarria.

La tienda fue sacudida de repente por una mezcla de horrorizados gritos femeninos y roncas exclamaciones de los hombres. Los espectadores se pusieron en pie de un salto y Florian y Magpie Maggie Hag —e incluso Edge y Yount— se precipitaron a la arena. Al oír la trompeta, el caballo había tenido un violento sobresalto. El capitán Hotspur, cogido de sorpresa, resbaló de la grupa, lo cual asustó todavía más al caballo, que salió de estampida, derribando a Clover Lee y empezando a galopar como un loco alrededor de la pista, con la señora Pulsipher agarrada desesperadamente a la cincha, pero el resto de ella tambaleándose como un montón de harapos de un lado a otro del caballo. Éste se asustó más todavía al verse perseguido por Florian, Edge y Yount, de modo que galopó aún más de prisa, mientras los bancos de la tienda crujieron bajo los movimientos de los hombres, que intentaban bajar para prestar su ayuda.

Sin embargo, antes de que la consternación y el tumulto subieran de tono, la anciana consiguió de alguna manera doblar las piernas debajo de ella, sobre la grupa del caballo, por lo que ahora daba vueltas en torno a la pista en posición arrodillada. Todos los espectadores enmudecieron y se inmovilizaron por el asombro. Entonces la señora Pulsipher soltó del todo la cincha. Con un agilísimo salto se puso de pie sobre el caballo desbocado y empezó a soltar en el aire una larga serie de chales, pañuelos, faldas y otras prendas ligeras… descubriendo a una mujer bonita y bien formada, radiante y sonriente, montando derecha con gran facilidad.

—¡Ma-DAME Soli-TAIRE! —vociferó Florian con toda su voz.

Los espectadores soltaron gritos de placer ante la metamorfosis de la anciana en una mujer valerosa que ahora adoptaba con gracia una posición tras otra, serena y confiada como si el caballo al galope fuese la alfombra de un salón. Mantuvo el equilibrio sobre una sola pierna, saltó e hizo piruetas, imitó el vuelo del cisne y cada vez que el caballo la llevaba a través de un rayo de sol, las lentejuelas de su corpiño y la falda de tul blanco iluminaban la penumbra de la tienda con una llamarada de resplandor estival. Edge había visto antes actrices vestidas de lentejuelas, pero nunca se había fijado en el reflejo que éstas proyectaban hacia arriba. El rostro de Madame Solitaire estaba salpicado de sus destellos, que lo tornaban misterioso como podría ser el rostro de una náyade bajo el agua.

La multitud volvió a ocupar sus asientos y la gente que no pertenecía al circo abandonó la arena. Yount y Edge se retiraron a su puesto anterior, cerca de la puerta principal. Florian se reunió con ellos, ampliamente satisfecho por el éxito de la impostura. Siguieron mirando mientras Madame Solitaire continuaba su ágil y complicada danza sobre la plataforma móvil.

Yount murmuró, casi malhumorado:

—Usted dijo que el número se llamaba Pete Jenkins. ¿Qué significa?

—Que me maten si lo sé —respondió alegremente Florian—. El primero que lo hizo debió de ser alguien con este nombre.

El caballo blanco fue aflojando el paso hasta un medio galope. Tim empezó a tocar una suave melodía —había colgado su sombrero de paja en el pabellón de la corneta para amortiguar el sonido— y Madame Solitaire dirigía sonrisas coquetas a los hombres de los bancos, mientras en el centro de la pista Monsieur Roulette cantaba con una bella voz de tenor una canción muy romántica:

Sentado en el circo, la veía dar vueltas

y pensaba que su sonrisa era para mí;

con su sonrisa tan dulce, el hada

conquistó del todo mi corazón.

Los espectadores movían la cabeza de un lado a otro, al ritmo de los anapestos. En la pista, adaptando sus acciones a los versos, Madame Solitaire saludó ahora a los hombres con la mano, mientras Monsieur Roulette juntaba las suyas y se golpeaba el pecho.

Saludó al auditorio… Supe que era a mí

y el corazón se me llenó de alegría.

¡Solitaire es la reina de todas las amazonas,

Pero, ay, está lejos, muy lejos de mí!

Cuando la canción acabó, el caballo se detuvo. Madame Solitaire desmontó de un salto, ligera como una hada, y levantó los brazos en forma de V pidiendo un aplauso —que estalló generosamente—, mientras Monsieur Roulette y Tim se escabullían de la tienda. Florian acudió corriendo para dar a la amazona un abrazo paternal y gritó en broma:

—¡La señora Sophie Pulsipher les da las gracias, damas y caballeros!

El gentío rió, y también Madame Solitaire cuando abandonó la arena, conduciendo su caballo.

Florian pidió, y obtuvo, un aplauso para los caballos, y luego dijo:

—Ahora… para que el tiempo pase de modo placentero mientras preparamos la pista para el siguiente y emocionante número de nuestro programa… ¡aquí vuelve nuestro alegre payaso… el siempre popular Tim Trimm!

Tim llegó saltando y de prisa esta vez, sin el impedimento del amplio vestuario de granjero. Lo que antes llevaba debajo, y ahora llevaba a la vista, podría haberlo cogido de cualquier cuerda de tender ropa. Se trataba de la ropa interior de franela de un muchacho, pintada ahora con enormes lunares de diferentes colores. En lugar de la corneta, sostenía el bombo de Abdullah. Entró aporreándolo y dio unas rápidas vueltas alrededor de la pista mientras contaba —con su voz normal, no con el chillido del enano— algunos de los chistes más viejos que conoce la humanidad.

—El propietario de este circo no quería dejarnos tener este bombo, ¿sabéis? —Bum, bum—. Dijo que el ruido le molestaría. —Bum, bum—. ¡Así que le dijimos que sólo lo tocaríamos cuando durmiese! —¡Bum, bum! Quizá se rieron algunos niños del auditorio. Tim, por lo tanto, dejó el bombo y probó otro tema—. Nuestro jefe es un extranjero, ¿sabéis? Hay que tener cuidado al hablar. Cuando le dije que estaba hambriento como un caballo, ¿sabéis qué hizo? ¡Me tiró una horquilla de heno! —Ni siquiera los niños rieron.

Entretanto, el capitán Hotspur, Abdullah y Monsieur Roulette arrastraron el carromato de la jaula del león hasta la puerta principal de la tienda y lo metieron en la arena por la abertura del ruedo. Más personas miraban estas maniobras que a Tim, quien a pesar de ello continuó, impertérrito:

—Así que el jefe me dijo: «Cómete este heno, Tim, te hará salir colores en las mejillas», y yo repliqué: «¿Quién quiere parecer un globo rojo?»

Nadie rió, por lo que Florian corrió en su ayuda, preguntando jovialmente y sin preámbulos:

—¡Tim, muchacho, he oído decir que piensas casarte! Tim agradeció el cambio de tema.

—Bueno, no lo sé, jefe. Después de todo, ¿qué significa el matrimonio? ¡Una cuestión de dinero[8]!

Algunos hombres del auditorio lo entendieron. Por lo menos, se echaron a reír.

—¡Sí! —gritó Florian—. Tienes que buscar una buena esposa, y una buena esposa debe poseer ciertas cualidades. Una buena esposa debe ser como el reloj del ayuntamiento. Puntual y regular.

—¡No, señor, esto sería una mala esposa! ¡Cuando hablase la oiría toda la ciudad!

Ahora la jaula ya estaba colocada en el centro de la pista, así que Florian añadió sólo otra frase:

—Además, una buena esposa debe ser como un eco. ¡Hablar sólo cuando le preguntan!

—No, no, jefe. ¡Esto sería una mala esposa! ¡Siempre diría la última palabra!

—¡Vamos, largo de aquí!

Y Florian le dio una patada en el trasero. No le tocó, pero sonó como si le hubiera tocado porque Tim golpeó el bombo en el momento preciso. Se tiró al suelo, se levantó y salió corriendo de la tienda.

—¡Y ahora, damas y caballeros! —gritó Florian, señalando el furgón de la jaula—. Todos han tenido oportunidad de ver de cerca a este animal. Han visto su tamaño, sus terribles y afiladas zarpas. Han oído sus rugidos ensordecedores. —El capitán Hotspur metió el látigo entre los barrotes de la jaula. El león intentó cogerlo con una zarpa y emitió el gruñido y el rugido obligados—. Ahora van a ver a un hombre valiente entrar en la jaula de este fiero depredador para demostrar el dominio del hombre sobre los animales de la Creación. Les ruego que no aplaudan ni hagan ningún ruido brusco, porque si el león se asusta o la concentración del domador se distrae por un solo momento, el resultado podría ser más terrible de lo que se imaginan. Les ruego, por lo tanto, que guarden silencio y ya, sin más exordio, ¡les presento al temerario capitán Hotspur… y al rey de los grandes felinos, el león «MAXIMUS»!

Obediente, la multitud interrumpió el murmullo de las conversaciones. Con un ampuloso ademán, el capitán lanzó lejos su sombrero de alas curvadas y la chaqueta morada con charreteras, dejando al descubierto un pecho y unos brazos musculosos. Con el látigo enrollado en una mano, descorrió lentamente el cerrojo de la puerta de la jaula. Maximus profirió un gruñido cuyo tono pretendía ser malévolo y amenazador. Despacio, el capitán Hotspur levantó un pie hacia la jaula y, todavía muy despacio, se izó hasta el umbral, entró en la jaula y cerró la puerta tras de sí.

Él y el gran felino leonado se encontraron frente a frente en un espacio rodeado de barrotes de sólo un metro por tres. El capitán desenrolló el látigo y lo blandió de modo que la borla del extremo fue a caer muy cerca de Maximus, que de nuevo intentó cogerlo y frunció los labios, descubriendo su formidable dentadura. «Platz!», ordenó Hotspur, con una voz tan ronca como la del león, y después de un hosco titubeo, Maximus bajó el trasero y se sentó. Alguien dio dos palmadas involuntarias desde los bancos, pero Hotspur lanzó una mirada furiosa en su dirección. Después blandió de nuevo el látigo, que casi rozó el cuello de Maximus, y ordenó: «Schön’machen!» El felino volvió a rugir y miró a su alrededor como si quisiera escapar, pero volvió a sentarse y levantó las zarpas delanteras.

El capitán hizo seguir al león el repertorio de números, no muy sensacionales —después de todo, no había sitio en la jaula para que pudieran hacer muchas cosas—, obligando a Maximus a saltar por encima del látigo («Hoch!») y después a acostarse y hacerse el muerto («Krank!»), en posición supina, con las cuatro patas en el aire. Entonces le hizo retroceder hasta el fondo de la jaula y él mismo retrocedió hasta el otro extremo y mantuvo la distancia con el látigo mientras Florian aparecía para anunciar:

—Ahora, damas y caballeros, el capitán Hotspur intentará la proeza más arriesgada y peligrosa de todas. Demostrará su dominio completo sobre el león abriéndole las fauces con las manos… ¡e introduciendo la cabeza, sin protección, entre las mandíbulas letales del animal asesino! Guardemos silencio… ¡y recemos!

Platz! —ladró el capitán, y Maximus volvió a sentarse como un gato doméstico, gruñendo y de mala gana.

Los espectadores no hacían ningún ruido, pero el mismo hecho de que contuvieran el aliento era casi tangible cuando Hotspur se acercó paso a paso al león y dobló una rodilla delante de él. En realidad, no tuvo que forzar al animal a separar las mandíbulas, pues Maximus las abrió con un gesto aburrido, como si bostezara. El capitán Hotspur ladeó la cabeza —tenía, de hecho, una cabeza admirable para este fin: calva y suave— y la introdujo en las fauces abiertas del león, dirigiendo desde allí una sonrisa torcida al hechizado auditorio. Al cabo de un momento, sacó la cabeza, se apartó del león y se irguió. No había sitio para levantar los brazos en forma de V. En vez de esto, extendió teatralmente hacia el león la mano que sostenía el látigo enrollado y se metió la otra en el bolsillo con un ademán de despreocupación, permaneciendo así, radiante, ante el tumulto de aplausos, vítores y silbidos.

Entonces, los aplausos volvieron a convertirse en gritos y exclamaciones de horror… y la sonrisa del capitán Hotspur se transformó en un rictus de dolor, mientras su cuerpo se retorcía. Maximus había adelantado de repente sus fauces todavía abiertas, cerrándolas al momento en torno al desnudo antebrazo del capitán. Haciendo muecas y retorciéndose, Hotspur consiguió sacar la mano de entre los dientes, se sacó la otra del bolsillo y la cerró sobre el brazo herido, del que la sangre fluía hasta los dedos.

Los espectadores vociferaban, horrorizados, mientras varios miembros del circo corrían a ayudarle. Roulette, Abdullah y Tim Trimm fueron los primeros en llegar a la arena, pero se detuvieron en seco cuando el capitán Hotspur gritó entre dientes:

—¡Atrás! ¡Quedaos atrás! ¡No os pongáis en peligro! —Y añadió con firmeza, dirigiéndose al león—: Zurück! Stille! —Y lo amenazó con el látigo para mantenerlo a raya.

Maximus no continuaba el ataque; no se movía de donde estaba y parecía más perplejo que excitado por el sabor de la sangre. Hotspur, manteniendo quieto al león con el látigo en el brazo sano, sacó por entre los barrotes el brazo sanguinolento. Abdullah se agachó rápidamente, rasgó el dobladillo de una de sus numerosas túnicas, se acercó a la jaula y envolvió con destreza el brazo herido con la venda improvisada. Los gritos de los espectadores se convirtieron en sollozos, suspiros y exclamaciones admirativas mientras el valiente capitán Hotspur retrocedía, paso a paso, hacia la puerta de la jaula. Monsieur Roulette saltó para descorrer el cerrojo, y cuando el capitán hubo saltado de espaldas, tambaleándose por el vértigo al poner los pies en el suelo, Roulette cerró de golpe y atrancó nuevamente la puerta.

Aunque se sostenía con evidente inseguridad, el capitán insistió en terminar bien su número. Levantó el brazo del látigo y el vendado con el ensangrentado trapo, formó con ellos la consabida V y recibió el aplauso que merecía, por lo menos de la mayor parte del auditorio, ya que muchas mujeres se habían desmayado y ahora sus acompañantes las abanicaban con el sombrero.

—¿Se ha fijado alguna vez —preguntó Florian a Edge, mientras Roulette y Abdullah ayudaban al capitán a salir tambaleándose de la tienda— en que las mujeres nunca se desmayan hasta que no queda nada por ver?

—Bueno, a usted no parece importarle la vista de la sangre. Florian le miró, un poco sorprendido.

—No, cuando es la sangre de un asno. Usted vio cómo la recogían y reservaban. El capitán tenía cierta cantidad en el bolsillo del pantalón, dentro de una piel de salchicha.

Y, agitando los brazos, Florian volvió a la pista para calmar la agitación de la multitud.

—Damas y caballeros, lamentamos este terrible accidente, pero me alegra poder informarlos de que el médico de la compañía nos asegura que el valiente capitán no ha sufrido heridas importantes en el ataque del devorador de hombres. El capitán volverá a estar con nosotros en cuanto le hayan vendado debidamente el brazo y descansado un poco. Así, pues, ahora haremos un intermedio. El programa se reanudará dentro de media hora, intervalo durante el cual nuestros excelentes músicos los deleitarán con diversas melodías populares.

Al momento, Abdullah y Tim entonaron ¿Qué es el hogar sin una madre?

—Damas y caballeros, niños y niñas, los invitamos a abandonar el pabellón para estirar las piernas paseando por la avenida central del circo. En nuestro Museo Ambulante de Curiosidades Zoológicas les ofreceré personalmente una conferencia educativa sobre hechos poco conocidos de los raros ejemplares de la fauna que se conservan allí. En el espacio adyacente podrán observar al recién capturado Hombre Salvaje de los Bosques…

La mayoría de espectadores ya estaba bajando de los bancos con miembros rígidos, hablando entre ellos y gesticulando con excitación.

—Si algunas señoras prefieren permanecer en sus asientos, pueden aprovecharse de las artes vaticinadoras de la preclara vidente, Madame Magpie Maggie Hag, que se moverá entre ustedes durante el descanso. A petición suya, les predecirá el futuro y dará sabios consejos en cuestiones de amor, salud, dinero y matrimonio…

Cuando hubieron salido todos los que deseaban abandonar la tienda, Edge y Yount ayudaron a Abdullah y Monsieur Roulette a sacar fuera el carromato del león, y en torno a la jaula se reunió una gran cantidad de mirones para ver a Roulette echar a Maximus un trozo de carne de asno en recompensa por su noble actuación. Yount vagó por el solar —lo que hasta entonces había considerado sólo como «fuera de la tienda», pero que Florian habían llamado con grandilocuencia la «avenida central»— para escuchar la charla de Florian sobre los aspectos «poco conocidos» de los animales muy corrientes disecados y exhibidos en el furgón del museo.

—… Puede parecerles una marmota vulgar. Pero en realidad es la misma marmota que inspiró al poeta aquellos versos inmortales de rústico humor: «¿Cuánta madera comería una marmota, si la marmota comiera madera[9]

En el interior de la tienda, donde en este momento Magpie Maggie Hag hablaba con una mujer joven, fea pero de ojos brillantes, Edge pasó lo bastante cerca para oír decir a la gitana:

—¿Quieres que tu hombre se enamore de ti, preciosa? Pues toma un largo trozo de cordel. Espera a que él esté al sol, pero donde no te vea. Coge el cordel, mide su sombra y corta el cordel a la medida exacta. Recuerda, él no debe saberlo. Pon el cordel debajo de la almohada mientras duermes. ¡Albricias! Él se enamorará de ti. Cinco centavos.

Fuera, el Hombre Salvaje de los Bosques se movía al extremo de su cadena, gimoteando y rascándose en lugares íntimos bajo la capa de pieles de animales, suciedad y carbón de leña, mientras Florian informaba al gentío:

—Como jamás ha sido descubierto nada parecido a él, los sabios son incapaces de asignar el Hombre Salvaje a una tierra natal específica. Sin embargo, examinando su peculiar dentición, es decir, comparando sus dientes con los de los mamíferos conocidos, los científicos han concluido que es mitad oso, mitad humano. A este respecto sólo se puede conjeturar que fue engendrado por un montañés demente que copuló con una osa. O bien, incluso más horrendo de imaginar, que el Hombre Salvaje es la cría de un oso que, de algún modo… —Florian dejó la frase en suspenso y las mujeres del grupo abrieron mucho los ojos, especulando—. Como es natural en un oso, al Hombre Salvaje medio oso le gusta la carne cruda. Por lo tanto, quizá algunas señoras preferirán desviar la mirada, porque es la hora de comer de esta criatura.

Ninguna la desvió. Monsieur Roulette echó al idiota un trozo de fémur del asno, que Maximus ya había descarnado con anterioridad y casi abrillantado. El Hombre Salvaje lo agarró con avidez y, gimoteando de placer, empezó a pasar los dientes arriba y abajo del hueso. Los patanes murmuraron entre sí y Yount dijo a Roulette en un susurro:

—Creo que esto es horrible. Usar al pobre idiota de esta manera.

Pourquoi? —contestó Roulette—. Le gusta. Es más feliz aquí, siendo admirado, que en casa con su familia, que le despreciaba.

—Aun así, no me parece bien.

Roulette replicó, un poco molesto:

—Usted y su ami deberían perder la costumbre de criticar a la gente por hacer lo que puede, en lugar de lo que ustedes querrían que hiciera.

Dentro de la tienda, Edge escuchó a Magpie Maggie Hag decir a una mujer de mediana edad, pero todavía guapa:

—¡Quizá quieres deshacerte del marido viejo y rico para ser una viuda alegre! Lo que debes hacer es coger un cordel y medir su sombra a la luz del sol, pero sin que él lo sepa. Enrolla el cordel y ponlo bajo su almohada mientras duerme. Pronto, mulengi!, estará muerto. Diez centavos.

—¡Mierda! —exclamó Madame Solitaire, fuera de la tienda, donde examinaba los arneses de su caballo blanco.

—¿Ocurre algo, madame? —preguntó Yount, pensando que se quejaba de su propio vestuario, porque se había cambiado después de dejar la arena y este conjunto era aún más pobre que el anterior. Tenía más espacios vacíos entre las lentejuelas del corpiño y la falda de tul estaba más deshilachada en el borde. Pero no era esto lo que la preocupaba.

—Acabo de advertir que el engalle de Bola de Nieve está casi partido en dos. Aquí, ¿lo ve? Y es muy aficionado a echar la cabeza hacia atrás. Si lo hace cuando lo monte a horcajadas y esté inclinada hacia adelante, que es cuando lo hará, me romperé la nariz. Ya me la he roto demasiadas veces en mi vida.

—¿Cuándo vuelve a la arena, señora? ¿No se puede arreglar antes?

—No se me da mal la costura, Obie, pero no con cuero. Tendré que pedírselo a Ignatz, pero saldrá dentro de un minuto. —La corneta tocaba Espera el furgón, lo cual significaba que Florian ya conducía a los patanes hacia la tienda—. El primer número es el de ligas y guirnaldas de Clover Lee e Ignatz trabaja con ella.

Yount se rascó la barba.

—Si hay tiempo y usted tiene un punzón y un trozo de bramante, le podré arreglar la correa, madame. Los soldados de caballería llegamos a ser bastante buenos con la reparación de arneses.

—Oh, esto es muy caballeroso por su parte, Obie. Venga por aquí. —Cogieron la correa y fueron al carromato de los accesorios—. Aquí está la caja de herramientas de Ignatz. Mientras usted trabaja, iré a ver qué clase de mercancías ha aceptado Florian y qué clase de arreglo podemos hacer Maggie y yo después del espectáculo.

Se marchó, dejando la puerta abierta para que entrase más luz en el furgón.

—… Y ahora, damas y caballeros —empezó Florian la presentación de la segunda parte del programa—, aquí está ella, la prima del valeroso general Fitzhugh Lee, sobrina nieta de nuestro amado general Robert E. Lee, montando su caballo Burbujas, en el cual reconocerán fácilmente al hijo de Viajero, el famoso tordo del general Lee. ¡Famosa como la amazona más joven y más dotada del mundo, mademoiselle Clover LEE!

Tim y Abdullah tocaron El canal de Eerie con la corneta y el tambor y entró Clover Lee, con una sonrisa radiante, sentada de lado sobre el lomo sin silla del caballo tordo. El capitán Hotspur y Monsieur Roulette entraron a pie y se detuvieron junto al poste central. Florian se retiró a un lado, donde Edge le dijo:

—¿Cómo se puede inventar frases tan rimbombantes? Esa niña es tan pariente como yo del tío Bobby y el sobrino Fitz.

—Usted lo sabe, y yo también, pero ¿lo saben acaso esos patanes?

—Si saben que Viajero es un animal castrado y nunca ha engendrado prole, podrían dudar del resto de sus monsergas.

—No están aquí para pedir la mano de Clover Lee, sino para verla montar. Sin embargo, si es posible que proceda de una familia conocida, estarán mejor dispuestos a aplaudirla.

El caballo rodeó la pista a medio galope y Clover Lee se puso de pie en la grupa, pero sus movimientos eran menos graciosos y fluidos que los de su madre. Cuando Tim y Abdullah cantaron el coro de la melodía («Puente bajo, todos a tierra…»), el capitán Hotspur corrió hacia afuera con una liga, que era sólo una de las esponjosas cuerdas rosas que Edge había visto antes. Un extremo estaba sujeto al poste central y Hotspur sostuvo el otro por encima de su cabeza para formar una barrera en el camino de Clover Lee. El caballo pasó por debajo y la muchacha dio un salto y cayó de nuevo sobre la grupa del animal. Entonces Roulette corrió afuera con otra cuerda («Puente bajo, porque cruzamos una ciudad…»), así que la vez siguiente Clover Lee tuvo que dar dos rápidos saltos.

Cuando hubo repetido el número varias veces, los hombres dejaron las ligas rosas y el capitán Hotspur esperó en el borde de la pista con una guirnalda, uno de los aros adornados con volantes fruncidos de papel rosa. Clover Lee saltó, dio una voltereta a través del aro y cayó de pie sobre el caballo, que continuaba corriendo a medio galope. De nuevo Roulette se adelantó con un segundo aro y ahora la muchacha tenía que dar otra voltereta en cuanto aterrizaba de la primera. Era una actuación bonita y el aplauso fue tumultuoso cuando saltó por fin del caballo al galope. Burbujas también fue aplaudido cuando Florian volvió a recordar a la multitud la distinguida ascendencia del animal.

—Y ahora, directamente de París… donde su asombrosa agilidad ha asombrado al emperador Luis Napoleón y a la emperatriz Eugenia… el maestro de los saltimbanquis, el mejor de los juglares, el gimnasta de pista mejor dotado… ¡les presento a Monsieur ROULETTE!

El número acrobático fue inconmensurablemente mejor que su anterior exhibición como ventrílocuo. De hecho, Edge lo encontró magnífico y creyó de verdad que pudiera despertar la admiración de emperadores y emperatrices. Mientras Tim Trimm cantaba con voz suave y tocaba con armoniosa estridencia, Monsieur Roulette realizó saltos, contorsiones y volteretas que parecían negar la existencia de huesos en su cuerpo y cualquier dependencia de la ley de la gravedad. Afrancesaba cada acrobacia con el grito de «Allez houp!» antes de iniciarla y con «Houp là!» al darle fin, y de vez en cuando explicaba incluso en francés lo que iba a realizar: «Faire le saut périlleux au milieu de l’air! Voilà!»

Tras una exhibición de saltos mortales hacia adelante y hacia atrás y numerosas volteretas laterales, corrió al borde de la pista para coger la escalera corta que Edge le había visto entrar en la tienda. La colocó en medio de la arena, sin apoyarla en ninguna parte, sólo en equilibrio sobre las dos patas, y subió por un lado y bajó por el otro a gran velocidad, sin que la escalera se moviese. Realizó en ella toda clase de posturas y balanceos, a veces de pie sobre los peldaños y otras en posición transversal a la escalera, sólo sostenido por un talón contra los peldaños y un dedo debajo de ellos, mientras la escalera oscilaba y se tambaleaba, manteniéndose, sin embargo, milagrosamente derecha.

Luego trepó hasta arriba, permaneció erguido sobre los dos puntos más altos y caminó con la escalera como con un par de zancos en torno a toda la pista. Después, sin bajar, con la escalera todavía vertical, se puso cabeza abajo sobre las manos y de nuevo dio la vuelta a la arena. Durante la mayor parte de la actuación de Roulette, el auditorio guardó silencio, como temeroso de hacer un ruido que provocara una caída. No obstante, este último alarde desató un aplauso ensordecedor, vítores y silbidos.

Fuera, ante el carromato de los decorados, Yount trabajaba activamente con bramante, cuero y aguja curvada cuando Clover Lee pasó de repente por su lado y, sin cerrar siquiera la puerta del furgón, empezó a desnudarse hasta quedarse en cueros. Yount estaba demasiado estupefacto para volver cortésmente la cabeza, así que se quedó mirando y por fin tartamudeó:

—Muchacha, ¿qué haces?

—Cambiarme para el último espectáculo… el desfile final. El sudor es peor que la polilla para agujerear la ropa. Tengo que lavarla en seguida. ¿Qué ocurre, sargento Obie? Supongo que los soldados de caballería saben qué es el sudor.

—Oh, sí… claro.

—Ah. Entonces, tal vez no ha visto nunca una mujer desnuda.

—Bueno… no. Gratis, no, señorita.

—Pues, disfrútelo. No doy nada más gratis. Eso lo reservo para cuando sea mayor, cuando conozca a un duque o un conde para dárselo, allí en Europa. —Yount la miró con fijeza, todavía más incrédulo—. Mientras tanto, puede mirar todo cuanto quiera lo poco que tengo para enseñar. —Entonces rió al darse cuenta del objeto de su atención—. Oh, está mirando esto. —Levantó la pequeña almohadilla que acababa de quitarse de las mallas sudadas—. Todos los artistas de circo la llevan, incluidos los hombres… sólo que en su caso sirve para hacer menos visible el bulto de la entrepierna. Nosotras la usamos para cubrir la pequeña raja, a fin de que no guiñe al auditorio. Se llama cache-sexe. Es francés.

—Tendría que haberlo sabido.

Ella se colocó el cache-sexe entre las piernas, se puso rápidamente prendas limpias sobre la piel y salió del carromato. Yount meneó la cabeza, admirado, acabó de remendar la correa y fue a llevársela a Madame Solitaire.

Bajo la carpa, Monsieur Roulette entró en la pista con el objeto que Edge había tomado por un trampolín infantil y que resultó ser una rampa corta e inclinada por la que Roulette subía para realizar sus saltos. Lo hizo varias veces; la tabla le prestaba una altura adicional y una parábola más larga para sus fantásticas cabriolas, volteretas y brincos hacia atrás que terminaban con un gran salto en el aire. Mientras tanto, Abdullah condujo de nuevo a Brutus a la tienda y el punto culminante de la actuación de Monsieur Roulette consistía en subir corriendo el trampolín, dar un potente salto, salir volando por los aires, dar una serie de apretadas volteretas por encima del elefante y aterrizar al otro lado de Brutus con un «Houp là!».

La multitud casi levantó el techo de la carpa con sus aplausos. Después de llevarse el elefante fuera de la tienda, Abdullah volvió a ella y Florian le presentó esta vez como:

—El maestro de esos otros secretos hindúes conocidos en la lengua hindú como el arte del Tyree Hannibal. Este retruécano hindú, damas y caballeros, significa hacedor de milagros. Y para demostrarles qué significa esto… ¡aquí llega Abdullah de BENGALA!

Al principio el negro parecía tener las manos vacías, pero cuando empezó a moverlas hacia arriba y hacia abajo, en una de ellas apareció de repente una cebolla. Se la pasó a la otra mano, pero la primera continuaba sosteniendo de algún modo una cebolla, que también fue lanzada al aire, pero aun así, las dos manos seguían sosteniendo una cebolla… y así sucesivamente. Más de prisa de lo que podían seguirle los ojos, Abdullah sacaba cebollas de la nada y las enviaba de una mano a otra de formas tan rápidas y variadas que sus confusas trayectorias parecían tejer una red intangible siempre repetida y cada vez más compleja. Luego, la cantidad de cebollas pareció disminuir misteriosamente, hasta que las restantes pudieron verse cambiando de mano. Al final sólo quedó una, que Abdullah siguió lanzando al aire, mientras sonreía al público. La lanzó otra vez, más arriba que antes, puso la cabeza debajo de ella cuando bajaba, la atrapó con la boca y le dio un sonoro y jugoso mordisco.

Durante los aplausos, Florian dijo a Edge, y a Yount, que acababa de reunirse con ellos:

—¡Y pensar, amigos, que ese muchacho era limpiabotas!

Tim Trimm salió corriendo y alargó a Abdullah tres antorchas encendidas —palos con haces de teas encendidas en un extremo— y Abdullah hizo juegos malabares con ellas, dándoles vueltas hasta que volaban sobre su cabeza y pasándolas de mano en mano; un bello espectáculo en la penumbra de la tienda. Cuando hubo acabado con ellas, cogiendo las tres en una mano y apagándolas de un soplo, Tim volvió corriendo con una pila de lo que Edge y Yount reconocieron como las tazas y platos con que habían cenado la noche anterior.

Abdullah las hizo volar entre sus manos, casi con negligencia, y esta vez Tim permaneció a su lado. Volvía a hacer de payaso y contemplaba la actuación con la mirada ausente de un Rubén idiotizado. Empezó a hacer grandes gestos implorantes y Abdullah respondió con una seña de invitación. Entonces Tim se acercó a él y Abdullah cogió un plato de los que volaban por el aire y se lo dio. Como Tim se limitó a mirarlo con la boca abierta, Abdullah tuvo que arrebatárselo para no romper la continuidad de los objetos volantes. Tim repitió la imploración y Abdullah volvió a alargarle uno de los platos soperos y Tim lo lanzó en seguida, pero Abdullah tuvo que cruzar corriendo la pista, sin interrumpir su número, para incorporarlo a la cadena de platos volantes.

Los espectadores sonrieron y después rieron a carcajadas y al poco rato ya no podían dejar de reír, mientras Abdullah y Tim corrían de un lado para otro, chocando y cayéndose, pero manteniendo de algún modo los platos en el aire. Al final Abdullah hizo una mueca de enfado y se inhibió por completo del asunto —mientras los platos soperos volaban sin orden ni concierto—, cruzando los brazos y apartándose. Tim consiguió al principio atrapar los platos a medida que caían, pero eran demasiados y no le cabían en los brazos, de modo que el último le cayó sobre la cabeza y se hizo añicos, y los espectadores rieron, golpeándose las rodillas.

Tim pareció contrito, luego irritado y al final colérico. Emitió de improviso un alarido de rabia, y el auditorio dejó de reír para agacharse y esquivar el proyectil, porque Tim había lanzado al aire uno de los platos soperos, que voló, invertido, directamente hacia los bancos más alejados. Sin embargo, de manera curiosa, el plato perdió velocidad en su trayectoria, luego hizo una pausa, girando sobre las cabezas bajas… y entonces invirtió su dirección y volvió a la mano tendida de Tim. La gente se enderezó de nuevo, asombrada.

—Ahora ya sabe por qué Tim adquirió aquel molde de pastel —gritó Florian a Edge entre los aplausos y las risas—. Para hacer el número de malabarista aficionado.

Tim y Abdullah se marcharon, saludando, y cogieron inmediatamente corneta y bombo para anunciar con una fanfarria la vuelta a la pista del capitán Hotspur y Madame Solitaire con los dos caballos. El capitán volvía a montar de pie a Bola de Nieve y Burbujas, pero esta vez la bella mujer cabalgaba detrás de él, con una mano ligera sobre su hombro y la otra levantada para saludar al público. Hotspur llevaba su guerrera morada de uniforme, de modo que nadie podía ver si aún iba vendado, pero era evidente que tenía las dos manos útiles. Los caballos corrían de lado alrededor de la arena, mientras el hombre y la mujer adoptaban diversas poses artísticas, a veces usando ambos los dos caballos, otras un solo caballo cada uno y otras uno solo entre los dos.

El número consistía en su mayor parte en que el capitán ayudase a Madame Solitaire a adoptar una posición imposible de otro modo —como cuando se puso de pie en el sujetafustes de Bola de Nieve y se inclinó hacia atrás, y Hotspur la sostuvo con un brazo desde su posición sobre Burbujas, y ella continuó echándose hacia atrás hasta que sus manos descansaron sobre la grupa del caballo—, mientras los dos corceles no interrumpían su galope tendido. La pose más imposible y peligrosa se reservó, naturalmente, para el final. Hotspur se arrodilló sobre su caballo y la mujer trepó por su espalda y se sentó a horcajadas sobre sus hombros. El capitán se levantó con lentitud y separó un pie para cabalgar de nuevo sobre los dos caballos. Entonces Solitaire levantó con cuidado un pie y luego el otro y se enderezó sobre los hombros de Hotspur, donde, erguida y sin nada a que agarrarse, abrió los brazos como si fuesen alas, y tanto ella como el capitán se inclinaron hacia adelante sobre los caballos que galopaban en torno a la pista. Cuando los detuvieron y ella y Hotspur desmontaron ágilmente con los brazos en alto formando una V, la corneta y el bombo fueron ahogados por los aplausos.

—¡Madame Solitaire y el capitán Hotspur les dan las gracias, damas y caballeros! —gritó Florian cuando pudo hacerse oír—. Y ahora, antes del saludo de despedida del gran desfile final, tenemos un regalo muy especial para ustedes, además de nuestro programa habitual. Como nos han recibido tan calurosamente, ¡nuestro escolta de caravana, el coronel Zachary Plantagenet-Tudor, de los Granaderos Británicos, se ha ofrecido a entretenerlos con una exhibición improvisada de tiro de pistola!

—¡Vaya con el hijo de puta! —exclamó Edge.

Tim Trimm inició inmediatamente una animada versión de la marcha de los Granaderos Británicos. Florian hizo una seña a Edge mientras continuaba sus flagrantes mentiras:

—… Es un hecho poco conocido, pero nuestros valientes simpatizantes británicos prestaron a algunos de sus tiradores más expertos a nuestro gallardo ejército Confederado durante la reciente lucha contra los invasores yanquis…

—Coronel Tooter —dijo Yount, muy divertido—, será mejor que salga de ahí antes de que se le acaben las patrañas.

—Deja que ese presuntuoso siga disparatando. Maldita sea, no pienso salir ahí a hacer el ridículo.

—Más ridículo será que eches a correr.

—¡Maldita sea! —Edge miró a su alrededor, exasperado, y vio que todos los espectadores le miraban, llenos de expectación.

Florian continuaba haciéndole señas y dando explicaciones.

—Sin embargo, como nuestro espectáculo ya ha durado más de la cuenta, el coronel Zachary hará sólo una demostración de su puntería. Voy a pedirle que dispare una vez… y apague una llama que yo sostendré personalmente. Tan grande es la confianza que tengo en la buena vista del coronel y en su consumada habilidad.

Se sacó una cerilla del chaleco, se agachó para coger una tea apagada de las antorchas de Abdullah, la encendió y la sostuvo con el brazo extendido.

—Dios mío —murmuró Edge—, no sólo está loco, sino que es un suicida. Rápido, Obie, ¿tienes a mano una rosca?

—Pues, sí. —Yount sacó una formidable navaja y sacó de ella un pequeño sacacorchos.

Florian continuó:

—¡Para vencer la muy británica reticencia del coronel, animémosle con un gran aplauso! —Y el público, obediente, empezó a dar palmadas.

—¡Al infierno con todos ellos! —gruñó Edge y dio su pistola a Yount—. De prisa, Obie, saca la bala.

—Y salió a la pista.

—¡El coronel PlantagenetTudor! —gritó Florian, agitando su pequeña llama—. ¡Ahora no viste su británico uniforme rojo, sino el gris bueno y honesto de nuestro ejército Confederado! —El aplauso se intensificó—. Salude, coronel Zachary.

Edge obedeció, rígido, dirigiendo a Florian una mirada sombría e iracunda. Entonces fue a grandes zancadas hacia el borde de la pista, donde Yount le tendió el gran revólver con una inclinación de cabeza.

Edge echó una ojeada a la parte anterior del cilindro de la pistola y le dio un leve giro mientras volvía a la arena. La muchedumbre enmudeció y sólo se oyó claramente el clic triple del percutor. Edge permaneció con el arma bajada hasta que Florian levantó la minúscula llama, a tres metros de distancia. Edge se movió hacia un lado hasta que tuvo a Florian entre él y la puerta trasera de la tienda, sin nadie a su alrededor. Entonces levantó el arma y, como si no apuntara en absoluto, apretó el gatillo. Incluso en el considerable espacio de la gran carpa, el disparo retumbó y varias personas se sobresaltaron. Florian, en cambio, no se movió, y la llama del extremo de la tea se apagó al instante.

El público aplaudió con entusiasmo, pero Edge no alzó los brazos en forma de V ni se quedó para ser admirado, sino que se limitó a dar media vuelta y volver a su lugar anterior junto a la puerta principal. Como si el disparo hubiera sido una señal, la compañía circense y los animales salieron a desfilar de nuevo. Florian se quedó en el centro de la pista, dando vueltas en la misma dirección del desfile, como si lo condujera con su mano extendida, que sostenía el sombrero de copa.

—La mayoría se ha cambiado de ropa, sólo para este desfile —comentó Edge.

—El sudor les estropea los trajes —dijo Yount con autoridad, pero en seguida explicó—: Me lo ha contado esa muchacha, Clover Lee. Diablos, se ha cambiado delante de mí; estas mujeres de circo tienen tanto pudor como las squaws indias. ¿Sabes que más me ha dicho esa niña? Que reserva lo que tiene entre las piernas para cuando conozca a un conde o un duque en Europa.

—Espero que haya suficientes —dijo Edge—, porque su madre tiene la misma idea. Y no me sorprendería que la vieja gitana también la tuviera.

—Quiero decir —observó Yount— que cuando yo tenía la edad de esa niña, no sabía que tuviera nada entre las piernas, excepto un grifo para mear. —Hizo una pausa y reflexionó—: ¡Eh! Quizá yo también tendría que reservar lo mío para alguna condesa o… Zack, ¿existen las ducas?

—Duquesas. Y creo que sólo son condesas y duquesas si se casan con condes y duques. Sarah y Clover Lee pueden tener esperanzas de conquistar un título, pero tú no. Obie, ¿piensas en serio unirte a esta pandilla?

—Bueno, no digo que no. Diablos, nunca veré nada parecido a una condesa en Tennessee.

La compañía ya había dado dos o tres vueltas a la arena. Ahora Tim cambió el tono de su corneta para tocar la balada más popular del día y Madame Solitaire y mademoiselle Clover Lee cantaron dulcemente mientras cabalgaban:

Nos amamos entonces, Lorena,

más de lo que osamos contar…

La letra de Lorena era muy triste, pero la melodía era tan bella y melancólica como la de Auld Lang Syne y los espectadores la silbaron o cantaron mientras bajaban de los bancos y se dirigían a la puerta principal:

Poco importa ahora, Lorena,

el pasado está en el pasado eterno…

Como Edge y Yount eran al parecer las únicas personas del circo que se encontraban allí, algunos se detuvieron para agradecerles la diversión.

—Supongo —dijo un anciano caballero— que no deberíamos celebrar el modo como ha terminado esta guerra, pero es un consuelo que haya tocado a su fin. Y ustedes, amigos, al llegar aquí ahora, nos han hecho sentir mucho mejor sobre las cosas en general.

—Sí —comentó una señora entrada en años—, no hay como un circo o una buena y estimulante reunión religiosa al aire libre para levantarle a uno el ánimo.

—Y éste es el primer circo que ha venido desde que empezó la guerra —dijo la señora anciana que la acompañaba.

—Maud y yo guardábamos el tarro de melocotón en almíbar para cenar cuando nuestro chico volviera a casa —dijo un hombre de mediana edad que iba con su esposa, también de mediana edad—, pero la semana pasada nos enteramos de que no volverá. Nos alegramos de haber cambiado los melocotones por este espectáculo. Maud y yo nos hemos imaginado que Melvin estaba con nosotros, así que hemos gozado viéndolo. Dios los bendiga, amigos.