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Todos vieron muchas cosas al día siguiente. Hacia el mediodía, en el patio delantero del circo había dos hileras de lo que Florian había llamado puestos de baratijas, formando una avenida hasta la carpa. Algunas barracas tenían banderas multicolores para anunciar sus mercancías y todas exhibían el género donde mejor pudiera ser visto y olido. Sombrillas chinas de papel, humeantes wurst y kraut, caballitos de madera, tortitas recién hechas, peines de carey, cerveza de barril, leche de cabra recién ordeñada, trompetas de hojalata, tortas de varios pisos, lamparitas decorativas, caramelos, tambores de juguete, relojes de cucú…

Al fondo de las barracas, cerca de la marquesina de la carpa, estaba Maximus en su jaula, mirando con fijeza y dignidad impasibles, salvo cuando percibía el olor de salchichas fritas, que le hacía olfatear con anhelo, arrugando el gran hocico. Frente a él se hallaba el pedestal de «desaparición» de Fitzfarris, que ahora servía de soporte a Spyros Vasilakis, que tomaba repetidos sorbos de una botella de nafta y los escupía para prenderles fuego simultáneamente con una tea encendida que tenía en la mano, vomitando así un chorro de llamas que anunciaba el circo y era visible desde todo el Hofgarten. Entretanto podía oírse dentro del pabellón a la banda completa del Kapellmeister Beck —corneta, trombón, tuba, corno francés, acordeón, teufel geige y los tambores militar, tenor y bajo— interpretando con vigor tirolés todos los temas del circo, desde Greensleeves a Bollocky Bill y Bal de Vienne.

Enfrente del soporte de Spyros estaba el furgón rojo con Magpie Maggie Hag en la taquilla, esperando a los compradores de entradas. En el museo del extremo del furgón estaba sir John con su maquillaje protector y Jörg Pfeifer en traje de calle, los dos gritando: «Kommt! Herein!» y cosas parecidas. Las gentes de Innsbruck, atraídas por el fuego del pirófago y seducidas por los gritos de los cuidadores del museo, compraban entradas y después iban a mirar de cerca a Spyros, al león y al Auerhahn, que les dirigía miradas fieras y maníacas a través de la tela metálica del museo. En un rincón de éste, cubierto por una red para salvarlo de la probable depredación del ave, estaba su «nido» de ramitas entrelazadas. Siempre que se congregaba un número suficiente de mirones, sir John dejaba de gritar y empezaba a extenderse —mientras Pfeifer traducía— sobre los huevos milagrosos que se encontraban con frecuencia entre los puestos por el Auerhahn y al final sacaba y exhibía un ejemplar. Ahora los huevos llevaban grabadas las sentimentales palabras Gott und Kaiser. De vez en cuando un espectador inteligente señalaba con sarcasmo que un milagro mayor que el tributado por los huevos a Dios y el emperador era el hecho de haber sido puesto por un ave macho. Sin embargo, también de vez en cuando un espectador piadoso o patriótico suplicaba lo suficiente para convencer a sir John —que hacía tristes muecas de pesar y sacrificio— de que le vendiera el huevo, y pagaba un alto precio por él.

—Es una lástima que no puedas verlo todo —dijo Edge a Autumn—. El Florilegio es ahora tan espléndido como el Orfei.

—Es mejor que no pueda, supongo —contestó débilmente Autumn desde su lecho de enferma—. Incluso a distancia, el ruido no mejora mi dolor de cabeza. Aunque me gustaría ver esa cara blanca.

—A propósito —dijo Edge, como de paso—, ¿puedes prestarme tu espejo de pared? Fünfünf y Zanni van a hacer algo llamado el espejo de Lupino, que es una especie de truco, pero para iniciar el número necesitan uno de verdad.

Autumn le dio permiso con un ademán y Edge descolgó el espejo. Autumn continuó moviendo la mano, cerrando y abriendo el puño y doblando los dedos. Murmuró:

—Vuelvo a notar debilidad. ¿Qué relación puede haber entre el dolor de cabeza y la mano débil?

—No te preocupes. Maggie te devolverá pronto la salud, la lozanía y los ánimos.

Autumn dijo, con una sonrisa triste:

—¡Dios mío! Creo que me hace beber esa tintura que le puso a Bum-bum en la cabeza.

El Florilegio atrajo sólo a una mediana cantidad de público, no escaso, pero tampoco un lleno. No obstante, en el intermedio Florian comentó con filosofía: «Bueno, por lo menos cubrimos gastos», porque la gente que salió a la avenida empezó a derrochar dinero. Compró toda suerte de objetos, desde los artilugios de sir John para ventriloquia y los huevos del Auerhahn hasta las cartes-de-visite de las Pigmeas Africanas Blancas, y mantuvo provechosamente ocupada a Magpie Maggie Hag leyendo manos e interpretando sueños. También se detuvo en las barracas de la avenida para comer, beber y comprar recuerdos baratos de la ocasión. Durante el espectáculo complementario, sir John, con Florian de intérprete cuando era necesario, exhibió primero su cara de monstruo y después a los Hijos de la Noche, las Pigmeas, la Princesa Egipcia, la Pequeña Miss Mitten y, como final espectacular, sus nuevas pièces de résistance.

—¡El Griego Glotón! —presentó a Spyros, que saltó al estrado vestido con siniestros leotardos negros. Dentro de la carpa, Beck recibió la señal de tocar Música de fuego mágico de Wagner. Sir John prosiguió—: ¡Este hombre, damas y caballeros, es capaz de comer cualquier cosa, incluyendo fuego y el acero más afilado!

Spyros tomó un sorbo de lo que parecía una botella de agua, pero era en realidad aceite de oliva para lubricar sus entrañas. Entonces desenrolló un envoltorio de piel de gamuza que envolvía una daga, un sable corto y un auténtico sable de caballería, todos niquelados y brillantes. Los lanzó uno detrás de otro de punta contra el estrado de madera para demostrar que no eran falsos u hojas telescópicas. Recuperó primero la daga, la desenfundó, la secó bien con la gamuza, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y deslizó la daga hacia dentro hasta el puño. A continuación hizo lo mismo, más despacio, con el sable corto y después con el largo, pero con muecas y gruñidos y poniendo los ojos en blanco para proclamar la dificultad sobrehumana de introducirlos en su garganta. Sir John sabía por Spyros que realmente no había ningún truco en esto, excepto uno muy pequeño e imperceptible: la hoja del sable de caballería había sido acortada y reducida su longitud reglamentaria de setenta y cinco centímetros a sesenta y cinco, medida que, según Spyros había determinado hacía años mediante experimentos, era la distancia de sus labios a la boca de su estómago.

—Y ahora —anunció sir John, y Florian se convirtió en su eco—, ¡der gefrdssig Grieche hará lo imposible! Se tragará las tres hojas a la vez. Miren con atención y podrán ver cómo su Adamsapfel se hincha y retuerce mientras el acero pasa por debajo. —La nuez del griego hizo exactamente esto y varias mujeres del público tuvieron que ser apartadas por sus acompañantes. Cuando Spyros hubo extraído las hojas, una tras otra, las secó de nuevo con cuidado y sir John explicó—: El Griego Glotón debe limpiar antes el acero porque incluso una mota de polvo podría hacerle vomitar y esto haría que la afilada hoja le cortara el esófago. También las seca después, pero para protección de las espadas. Debido a la dieta poco ortodoxa del griego, los ácidos de su estómago son tan fuertes que pueden corroer incluso el acero de Essen.

Ahora Spyros bebió un trago de leche de cabra, en parte para diluir el aceite de oliva, que podría haberse encendido, y en parte para humedecer el interior de su boca. Entonces prendió fuego a trozos de algodón empapados en aceite y sujetos a cortas varillas, se metió uno en la boca, cerró los labios, sacó el algodón apagado y humeante, se introdujo otro encendido en la boca y seguidamente el trozo apagado, que encendió con el otro. Tras varias repeticiones y variaciones de esta operación, hizo lo que había hecho con anterioridad, la proeza más molesta pero más espectacular de tomar un trago de nafta, escupirlo y encenderlo en el aire para que formara un gran hongo de fuego sobre las cabezas de la gente, haciéndolos encogerse, agacharse y huir del intenso calor de las llamas.

Cuando volvieron a dirigir su atención al estrado, Spyros había desaparecido y sido sustituido por Meli, que llevaba leotardos totalmente cubiertos de lentejuelas plateadas, como escamas, que la convertían en una mujer serpiente en extremo seductora, curvilínea y sinuosa. Había peinado sus oscuros cabellos en dos largas trenzas y tenía a sus pies dos grandes cestas de mimbre tapadas.

—¡Meli la Medusa! —gritó sir John—. La única mujer de la historia del mundo, desde nuestra madre Eva, tan hermosa y tentadora que las serpientes se acercan a ella por propia iniciativa. Serpientes venenosas, serpientes estranguladoras, no importa cuáles. Las hechiza de tal manera que jamás le han hecho daño. O mejor dicho —hizo una pausa efectista—, todavía no. —Desde dentro de la carpa llegó el sonido aislado de la corneta tocando una versión oriental del Zéphire de Rameau. Sir John y Florian continuaron—: Fíjense, Damen und Herren, en las serpientes de bello dibujo pero claramente malignas que Meli la Medusa saca ahora de una cesta. Los campesinos de entre ustedes las reconocerán como ejemplares de víbora, la serpiente más letal existente en Europa.

No eran víboras. Si Meli no hubiese confesado antes la verdad a sir John y Florian, probablemente no habrían estado en el mismo estrado con ella y sus animales preferidos en este momento. Para el profano era en efecto casi imposible distinguirlas de la venenosa víbora europea, pero en realidad sólo se trataba de serpientes inofensivas de Gran Bretaña. Meli tenía ahora a media docena de ellas enroscadas en torno a sus brazos, hombros y cuello mientras ejecutaba una danza ondulante y sugestiva al son de la música de la corneta. Al final las serpientes encontraron sus dos largas trenzas de cabello, se deslizaron por ellas y la danza terminó con la cabeza de Meli coronada, como la de Medusa, por un peinado de serpientes enrolladas y enroscadas entre sí.

No estaban adiestradas para hacer esto, explicó Meli, sino que lo hacían de modo natural. Eran serpientes arbóreas, que siempre tendían a deslizarse hacia arriba. Si se enroscaban alrededor de sus brazos y cuello durante el baile, era porque ella les impedía trepar y, cuando dejaba de frustrar sus intentos, se deslizaban simplemente hasta el punto más alto, que era su coronilla. Ahora levantó los brazos y las separó, las devolvió con suavidad a la cesta y la tapó. De la otra cesta sacó una serpiente distinta o, mejor dicho, sólo la parte superior de ella, porque era una pitón de roca de unos tres o cuatro metros de longitud, muy pesada y gruesa como el muslo de un hombre.

Así pues, Meli se limitó a sacar fuera la parte superior y la dejó enroscar en torno a una de sus piernas y que deslizara el resto de su longitud fuera de la cesta y subiera para rodearle el cuerpo… mientras ella reanudaba su danza ondulante y erótica. Parte del erotismo del baile estaba a cargo de la propia pitón que, al trepar por el cuerpo de Meli, pasaba la gran cabeza y longitud fálica entre sus piernas antes de abrazarle las caderas y continuar el ascenso. La danza de Meli se hacía necesariamente más lenta cuando soportaba todo el peso de la pitón. En cuanto dejó de bailar y alzó los brazos en forma de V, el público estalló en aplausos. Meli tenía la mayor parte de la serpiente enroscada como un ancho cinturón en torno al talle y la parte superior le subía por la espalda, de modo que la cabeza asomaba por encima de su hombro, con los ojos fríos y sin parpadeo, y la lengua bífida entrando y saliendo con enorme rapidez. El principal secreto al someterse al abrazo de una pitón, había explicado antes a Florian y sir John, radicaba en asegurarse de que enroscara casi todos sus anillos en torno al vientre; las serpientes constrictoras no solían apretar en serio contra la carne blanda y sí lo hacían en cambio contra una parte huesuda como la caja torácica.

Mientras Meli dejaba que la pitón se derramara dentro de su cesta, sir John sacó su aparato de madera y un ratón de campo e invitó a gritos a todos los asistentes a participar en su Mauserennen. Florian permitió que este juego y las profecías de Magpie Maggie Hag continuasen hasta que algunos de los que no jugaban dieron señales de impaciencia. Entonces transmitió a Beck la orden de iniciar la música y la multitud se apresuró a entrar de nuevo en la carpa.

La segunda parte del programa fue bien y Pavlo Smodlaka no prolongó esta vez su número, a pesar de que también este público parecía disfrutar mucho con los avispados terriers y les aplaudía de forma extravagante. De hecho, Pavlo aceleró su actuación y no dejó de escudriñar furtivamente las gradas en busca de posibles espías. Varias veces se distrajo tanto que Gavrila o uno de los niños tuvieron que dar la señal siguiente a los perros. Una vez terminado el número, en un tiempo récord, Pavlo se permitió a sí mismo y a su familia el más breve de los saludos antes de abandonar la tienda a toda prisa.

Por último, cuando Domingo y Lunes recibían el aplauso por su actuación de la cuerda, Zanni se introdujo en la pista, llevando esta vez consigo a Fünfünf, y Edge vio por primera vez al que Florian calificaba de «uno de los personajes más antiguos, más estimados y siempre inalterables del circo europeo». Zanni lucía, como durante todo el espectáculo, su traje de Arlequín, con el maquillaje justo para dar a su rostro toda la gama de expresiones, desde la alegría y la travesura hasta la desesperación. En cambio Fünfünf era una transformación total del hombre llamado Jörg Pfeifer… o de cualquier mortal, pensó Edge.

Llevaba un holgado traje de una pieza de satén rojo vivo profusamente adornado con lentejuelas plateadas. Las mangas ceñidas y largas formaban altos picos en sus hombros y de estos picos el traje colgaba recto y sin cintura como un delantal hasta que se dividía en un par de pantalones cortos y anchos que terminaban justo encima de sus desnudas rodillas. El disfraz hacía su torso casi completamente cuadrado, como sugería el nombre de Fünfünf. Calzaba zapatillas blancas y medias blancas hasta las rodillas. La cara estaba blanqueada por entero con base de maquillaje y sobre la piel blanquísima destacaban las pestañas y cejas —pintadas de negro—, la boca —pintada de rojo vivo—, y las dos orejas —pintadas también de rojo—. Iba tocado con un gorro blanco cónico y sin ala que, junto con el blanco de su frente, le habría hecho parecer completamente calvo si no se lo hubiese ladeado un poco.

El maquillaje blanco, negro y rojo era a la vez gracioso y demoníaco; Fünfünf podía tener cualquier edad, o ser intemporal. Durante toda su actuación, cuando su rostro no era cómico o malignamente impasible, sólo mostró otras dos expresiones: las cejas levantadas en desdeñosa altanería o la boca roja sonriendo con sarcasmo. El extravagante maquillaje y disfraz, inalterables a través de generaciones de cariblancos, parecían imbuidos —incluso a los ojos de Edge— de la tiránica autoridad de la antigüedad, y lo mismo sucedía con los modales superiores y dominantes de Fünfünf mientras daba órdenes a Zanni: se mofaba de él, le humillaba y le obligaba a rebajarse… haciendo destornillarse de risa a los espectadores. Edge también se reía con ellos del cariblanco, pero lo hacía con cierta inquietud y sospechaba que a los demás les ocurría lo mismo. Aunque nunca había visto antes a un cariblanco, sentía que la figura tragicómica le era extrañamente familiar, como un claro recuerdo infantil de aquel coco, duende o fantasma nunca visto pero siempre al acecho para «cogerte si no te portas bien».

Edge sólo entendía alguna palabra alemana del diálogo entre los dos payasos, pero el contenido podía deducirse de la acción, como cuando Fünfünf vendó los ojos a Zanni y le dio instrucciones de andar, pararse, ir a la izquierda o a la derecha de acuerdo con las órdenes silbadas. Con un silbato minúsculo, el cariblanco empezó a tocar una serie de gorjeos y Zanni obedeció, siendo enviado por el malicioso Fünfünf contra un poste central, del que rebotó cayendo de espaldas (¡bum!, hizo el tambor bajo). Después el cariblanco le envió al otro lado de la pista, haciéndole tropezar con el bordillo y caerse de bruces (¡r-r-rip!, del tambor militar). Cuando Zanni se levantó, se rascó la cabeza, meditó a fondo y por fin esbozó una sonrisa astuta. Entretanto, Fünfünf había hecho una seña al pequeño Alí Babá, que entró corriendo con un cubo de agua y lo puso en la pista. Entonces, cuando el cariblanco silbó, Zanni, con expresión complacida y sabia, obedeció las órdenes a la inversa, yendo a la izquierda cuando le decían a la derecha y así sucesivamente… y tropezando, por supuesto, con el cubo, que se volcó con un chapoteo (¡pl-lash!, del címbalo).

Mientras el público reía a mandíbula batiente, Zanni se arrancó furioso la venda y, con el pie dentro del cubo, cojeó hasta Fünfünf y dio un puntapié para lanzarle el cubo. Este, sin embargo, quedó atascado en su pie, de modo que Zanni volvió a caerse de espaldas (¡bum!) con el pie en el aire y el cubo del revés, vertiendo sobre él el resto del agua (¡pl-lash!). Fünfünf envió a Alí Babá fuera de la pista, ayudó a Zanni a levantarse, fingiendo solicitud, le sacudió el polvo y cuando Alí Babá entró corriendo de nuevo, llevando el espejo de pared de Autumn, mantuvo el espejo en alto para que Zanni se colocara bien el gorro y se alisara las cejas y el cabello lacio y mojado. Entonces Zanni se inclinó más sobre el espejo, cerró los ojos y permaneció inmóvil en esta postura.

Was gibt’s? —preguntó el cariblanco.

Zanni replicó con gestos —de manera que Edge pudo entenderle— que quería saber qué aspecto tenía cuando estaba dormido.

Kretin! —increpó Fünfünf, quitándose el sombrero y golpeando con él a Zanni en la cabeza.

Cuando se hubo vuelto a poner el sombrero, no le gustó su colocación y pidió a Zanni que le aguantara el espejo. Fünfünf se miró en él, se inclinó hacia uno y otro lado, demostró bien a las claras que no estaba satisfecho con el espejo y exigió uno más grande. Zanni y Alí Babá, obedientes, salieron corriendo de la pista y desaparecieron por la puerta trasera.

Al cabo de un momento se oyó fuera un golpe violento y un tintineo de cristal (Goesle había facilitado un cristal roto para tal efecto). El público empezó a reír anticipándose a la furia de Fünfünf cuando viese el espejo roto, pero no pareció haber oído nada. Se quedó esperando en la pista, ajustando todavía su gorro, adoptando actitudes y tarareando para sus adentros. Entonces Alí Babá entró de nuevo en la carpa con expresión de terror, arrastrando el gran marco de madera, rectangular y vacío. Agazapado detrás de Alí Babá, escondiéndose, Zanni también entró con cara de aterrado. El cariblanco no se dio cuenta de nada hasta que Alí Babá estuvo junto a él, dejó el marco derecho sobre la arena y se hizo a un lado para sujetarlo.

—¡Ah! —exclamó Fünfünf y se colocó delante del «espejo». En el mismo instante, Zanni se puso detrás del marco.

—¿Eh? —dijo Fünfünf, arqueando las cejas y retrocediendo un paso, sorprendido.

Exactamente al mismo tiempo, Zanni abrió la boca, arqueó las cejas y retrocedió un paso.

Fünfünf meneó la cabeza como para despejarla —igual que Zanni—, dio otro paso hacia atrás —igual que Zanni— y se inclinó para escudriñar su reflejo, y Zanni hizo lo propio. Fünfünf/Zanni levantó una mano despacio, muy despacio, se ajustó el gorro un milímetro hacia la izquierda/derecha y luego dejó caer la mano de repente. Los espectadores ya estaban retorciéndose y casi ahogándose de risa, igual que la mayoría de miembros de la compañía. El efecto de espejo era apreciable y divertido desde cualquier lugar de la pista que se mirase. Como los dos payasos se movían con un sincronismo tan perfecto y ambos eran visibles para todo el mundo, el espectador podía escoger: ¿quién era el real, quién el reflejo, quién imitaba a quién? Después de un buen rato, Fünfünf se volvió de espaldas al espejo. Zanni le imitó. No podían haber intercambiado ninguna señal, pero cuando el cariblanco volvió lenta y furtivamente la cabeza para mirar el espejo por encima del hombro, Zanni le estaba dirigiendo la misma mirada suspicaz.

Los movimientos y regateos de Fünfünf se fueron haciendo más convulsos y complejos —interrumpidos por súbitos accesos de inmovilidad—, pero cada uno de ellos era imitado a la perfección por Zanni. Por fin, cuando los payasos decidieron que hacer reír más al público era arriesgarse a que sufriera un ataque masivo de apoplejía —y cuando incluso Alí Babá reía con tanta fuerza que el espejo temblaba—, convinieron de algún modo poner fin al espectáculo. Fünfünf saltó de repente hacia la derecha del marco, Zanni saltó hacia la izquierda y se encontraron frente a frente sin un supuesto cristal entre los dos. Furioso, el cariblanco volvió a golpear a Zanni con su gorro, pero esto no fue suficiente; arrancó el marco de manos de Alí Babá y lo descargó sobre la cabeza de Zanni, asombrando a todo el público y a la compañía circense con el sonido de una violenta rotura real de cristales (un eslovaco de la banda lo imitó con otro cristal). Zanni actuó como si un cristal verdadero se hubiera hecho trizas sobre su cabeza; se tambaleó y desplomó sobre el marco. Y como el cariblanco se llevaba éste a rastras mientras salía corriendo de la pista, arrastró asimismo fuera de la carpa al desmayado Zanni, con los brazos y piernas aleteando contra el suelo.

Los dos tuvieron que volver una y otra vez a saludar al público, que aplaudía y pateaba con frenesí mientras seguía riendo y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Una de cada dos veces que volvieron a la pista, Fünfünf y Zanni llevaron consigo a Alí Babá para que compartiera los aplausos.

—¡Pura magia! —gritó Edge a Florian, que estaba a su lado—. ¿El Lupino que le dio su nombre era italiano como Zanni?

—No. George Lupino era inglés —gritó a su vez Florian—. Rápido, ahora. Llama a la cabalgata final mientras la gente aún está eufórica.

El silbato de Edge se impuso sobre el ruido, que fue inmediatamente incrementado por la estentórea marcha de la banda, Gott Erhalte Unseren Kaiser. Edge participó en la cabalgata montado sobre Trueno y saludando al público con su sable. Pero en cuanto terminó, tiró las riendas a un peón y corrió hacia el remolque para saber cómo estaba Autumn.

Estaba muy bien, dijo, se encontraba mucho mejor. De hecho, se había levantado y vestido e iba de aquí para allá en el interior del remolque, haciendo un poco de limpieza.

—Tenías razón, Zachary. Un poco de descanso era todo lo que necesitaba. —Se acercó a él y le besó—. Eres un médico muy competente. Ya no tengo debilidad y casi no me duele la cabeza.

—Ahora no queramos ir demasiado de prisa —advirtió él—. Sería la manera de provocar una recaída.

—No, cariño. Creo de verdad que podría actuar en la función de esta noche. Y, a más tardar, en la de mañana.

—Bueno, hagamos una prueba —dijo Edge con un suspiro. Esto sería cruel, pero tenía que hacerlo—. Sal afuera, querida.

La acompañó fuera del remolque y la condujo a un lado. Allí desató la cuerda tendida para colgar su colada y la colocó, recta, sobre el suelo.

—Vamos a ver, inténtalo.

—Realmente, Zachary, esto es un insulto. ¿En una cuerda que no está ni a un centímetro de altura?

—Compláceme, querida. Es sólo una prueba.

Ella hizo un mohín de resignación, pisó un extremo de la cuerda, empezó a andar, vaciló y se desvió hacia un lado.

—Vaya. ¿Ves como el menor descanso le deja a uno falto de práctica? —Volvió al extremo de la cuerda, dio un paso, la miró, parpadeando, se tambaleó y volvió a desviarse. Miró a Edge con una expresión de extrañeza y desconcierto—. Oh, Zachary, ¿qué me ocurre? Veo dos cuerdas… No puedo enfocar la vista… lo veo todo borroso…

—Lo intentaremos de nuevo cuando el dolor de cabeza te haya pasado del todo —dijo él son suavidad, enrollando la cuerda—. Y ahora, ¿me complacerás un poco más volviendo a la cama? Yo iré a consultar con mi colega, la doctora Hag. Si no es capaz de mezclar un brebaje que te cure de una vez por todas ese dolor de cabeza… bueno… creo que tendremos que llevarte a un buen médico auténtico.

—Zachary, no he ido al médico en toda mi vida. —Pero dejó que la ayudase a subir los peldaños y entrar en el remolque como si fuese una frágil anciana—. Siempre he tenido una salud de caballo.

—Entonces, buscaré un veterinario —respondió él, esperando hacerla reír. Y lo consiguió, pero no era la risa de antes.

Entre la multitud que salió de la carpa para pasear por el patio delantero del circo, la mayoría de hombres fueron directamente al anexo donde sir John los invitaba a gritos a ver sus Biblischer Bilder. Uno de los que no entraron, un hombre muy joven, se acercó a Florian, que hablaba con el director de la banda. Dijo: «Bitte, Herr Florian» y se presentó como Heinrich Mehrmann.

—Por su modo de hablar —dijo Beck, también en alemán—, diría que es usted del norte. ¿Hamburgo, tal vez?

—Hamburgo, en efecto. Soy ayudante de los señores Hagenbeck.

Du meine Güte! —exclamó Florian—. Hace años que no he visto ni oído hablar de la familia. ¿Cómo está mi viejo amigo?

—Está bien, Herr Florian. El anciano Herr Hagenbeck me ha hablado con frecuencia de usted y por eso, cuando vi llegar su caravana, le telegrafié. Le envía saludos y los mejores deseos para el éxito de su viaje.

—Esto ha sido muy considerado por su parte, Herr Mehrmann. ¿Viaja usted por negocios, en representación de mi amigo?

—Así era —contestó el joven, con acento pesaroso—. Las autoridades de Innsbruck decidieron instalar aquí un parque zoológico y pidieron consejo a Herr Hagenbeck porque su Zoo de Hamburgo es tan famoso, y él envió a su hijo Carl para ayudar en el diseño y la planificación y para recomendar animales a fin de empezar la colección.

Florian se volvió hacia Beck para decir:

—En caso de que no lo sepas, los Hagenbeck, padre e hijo, no creen en enjaular a los animales. En los zoos diseñados por ellos hay zonas separadas entre sí, y del público visitante, por fosos y vallas. Y en esas zonas recrean dentro de lo posible los hábitats naturales de los animales para que puedan vivir a sus anchas.

—En cualquier caso, todo parecía arreglado —continuó el joven Mehrmann— y traje del parque y los establos de Hamburgo los animales exóticos seleccionados. Pero ahora, a causa de esta maldita guerra, Innsbruck ha decidido que no es momento para gastar los fondos de la ciudad en cosas superfluas.

—Comprendo su punto de vista —dijo Florian—, pero lo lamento por usted.

Mehrmann respondió con rapidez:

—¿Lo lamenta lo suficiente, Herr Florian, para comprar usted los animales?

¿Cómo? Compréndalo, joven, la guerra también me ha perjudicado a mí. Por supuesto que estoy ansioso por aumentar nuestra colección de animales; ya ha visto lo exigua que es. Pero también ha visto las gradas vacías de la carpa. Como las autoridades de Innsbruck, creo que vivimos una época que exige prudencia y conservadurismo.

—Pero… ¿y si adquiriera estos animales exóticos a un precio de ganga, Herr Florian? El propio Herr Hagenbeck padre lo sugiere en el telegrama que me ha enviado. Le conoce a usted personalmente, sabe lo que ha costado traer a los animales hasta aquí y sabe que aún costará más transportarlos de nuevo a casa y por eso sugiere que lo mejor para todos es ofrecérselos a usted… a cualquier precio razonable que pueda pagarnos.

—¡Vaya! —exclamó Florian—. Es una oferta tentadora en extremo. Sin embargo, mi querido muchacho, supone algo más que la simple compra de los animales. Me vería obligado a contratar más cuidadores, a comprar furgones para jaulas, caballos para tirar de ellos…

—Estoy autorizado para venderle también los furgones, sus jaulas y los excelentes caballos que han traído aquí a los animales exóticos —dijo Mehrmann—. También a un precio de ganga. Y con ellos han venido sus cuidadores eslovacos, que cobran bajos salarios eslovacos, y he recibido instrucciones de autorizarle a contratarlos.

Du meine Güte —repitió Florian, esta vez en un murmullo admirativo—. Su oferta es increíblemente generosa, joven, y casi irresistible…

—No obstante, Herr gouverneur —terció Beck, con su sentido práctico bávaro—, es preciso señalar que, en cuanto tener los animales, esta ganga dejar de ser ganga. En lo sucesivo habrá que pagar salarios adicionales. Quizá los animales necesitar tienda propia. Los carniceros y comerciantes en piensos no han cobrado nunca precios de ganga por sus mercancías.

—¿Qué más puedo ofrecer? —dijo Mehrmann—. Hay cosas que van más allá de mis atribuciones.

—Claro, claro, muchacho —respondió Florian—. Sólo tratábamos de aclarar nuestra propia situación. Pero por lo menos podría ver lo que nos ofrece… y desear que fuera mío. ¿Dónde están los animales?

—En la otra orilla del río, en el distrito de Mariahilf. Los concejales de Innsbruck, turbados por haberme causado tantas molestias, han hecho un pequeño gesto de reparación y me han dejado usar unos establos propiedad del ayuntamiento.

—Muy bien. Me gustaría que también los vieran otros miembros de la compañía. ¿Quiere esperar aquí mientras voy a buscarlos?

Beck observó al inglés cuando se alejaba con Florian:

—Empobrecidos no estamos. Como decir usted en el intermedio, por lo menos cubrir gastos…

—Así es, Bum-bum.

Ja. Y antes, en Italia, prosperar bastante. Ser natural hacernos los pobres para poder regatear, pero espero que usted no aprovecharse demasiado cruelmente de ese Jüngling.

—He conocido, tratado y respetado a Hagenbeck padre desde antes del nacimiento de su hijo, el hijo que ahora se hará cargo del negocio familiar. Jamás se me ocurriría estafarlos. Pero antes hemos de averiguar si tienen algo que necesitemos.

Encontraron a la compañía en el patio trasero del circo, poniendo orden y descansando después de la función. Magpie Maggie Hag zurcía un desgarrón de un disfraz. Pavlo Smodlaka usaba unas tenacillas para rizar su barba rubia y enrollaba algunos mechones en los rizadores de papel de su mujer. Meli Vasilakis lavaba sus serpientes más pequeñas en un barreño de agua tibia y las sacaba una por una, secándolas luego con cuidado y frotándolas con aceite de oliva caliente. Jules Rouleau sostenía el espejo de Autumn para Jörg Pfeifer, que usaba manteca para desmaquillarse.

Abner Mullenax, que observaba este proceso, preguntó: Jules, ¿de qué está hecho ese maquillaje?

—Llámalo pasteta, ami —contestó Rouleau—, como lo llaman todos los payasos. Esta pasta blanca se hace mezclando manteca fundida con óxido de zinc y tintura de benzoína.

—Y perjudica mucho la piel —gruñó el cariblanco—. Me alegro de haber envejecido por fin lo bastante para merecer esta cara arrugada, pero la tengo desde que empecé a usar la pasteta.

—Al menos tener pelo —observó Carl Beck, envidioso—. El pelo dar aspecto de menos viejo.

—Oh, Zachary —dijo Florian cuando Edge se unió al grupo—. En cuanto Fünfünf haya acabado con el espejo de Autumn, puedes devolvérselo. Vamos a la ciudad y podemos comprar otro para usar en la pista.

Magpie Maggie Hag levantó la vista del zurcido e intercambió una mirada con Edge, quien dijo:

—Deje que se lo queden ellos. Yo… yo compraré uno nuevo y más bonito para Autumn… cuando se levante y esté bien del todo.

—Como quieras. A propósito, ¿podrías dejar un rato sola a tu dama para acompañarnos? Bum-bum y yo vamos a inspeccionar unos animales exóticos que están en venta. Barnacle Bill, quiero que tú también vengas, claro, y…

—¿Qué diablos quiere decir exóticos? —preguntó Mullenax.

—Barnacle —respondió con paciencia Florian—, tu león Maximus es uno. Se llama exóticos a los animales que no son nativos, como ese Auerhahn, ni familiares para el público. Abdullah, ven tú también. Y, maestro velero, ¿quieres venir? Quizá tengamos que discutir la construcción de una tienda nueva.

Florian llevó consigo en el carruaje al joven Mehrmann para que le guiara. Edge, Beck, Mullenax y Goesle iban en uno de los carromatos vacíos de la lona, con Hannibal en el pescante. Cuando hubieron cruzado el puente sobre el Inn, pasaron por suburbios cada vez más rurales hasta que llegaron a un campo donde había establos, graneros y dehesas. Dos animales nada austríacos se aproximaron a la cerca para mirarlos: un camello bactriano y un elefante indio que podía haber sido gemelo de Peggy de no ser por sus formidables colmillos. Pero cuando Edge vio lo que había en una de las otras empalizadas, murmuró: «¡Dios Todopoderoso!» En el mismo momento, en el carruaje, Florian preguntó a Mehrmann:

Mein Gott, ¿son éstos sus caballos de tiro, Heinrich? ¡Pero si son lo bastante espléndidos para servir como animales exóticos!

Ja, frisios de pura raza. ¿Empieza a comprender la ganga que le ofrezco, Herr Florian? Caballos de exhibición por el precio de rocines corrientes.

Tenía razón. Los siete caballos eran grandes como el percherón de Obie Yount, pero no tan gruesos y mucho más gráciles. Eran de un negro brillante, pero lo más notable de ellos era la ondulación natural de sus largas crines y colas que barrían el suelo, así como sus pequeños espolones rizados, como alas en las patas. En cuanto Edge se apeó del carruaje, se paseó entre los frisios, admirándolos, acariciándolos y hablando con ellos, y casi tuvieron que llevarle a rastras a ver a los otros animales que los elegantes caballos negros habían acarreado hasta aquí.

El joven Mehrmann señaló los dos animales que miraban a los visitantes y dijo «Elefante, Trampeltier». Entonces los condujo a través de un granero en donde sus furgones jaulas estaban bajo cubierto. Todas las jaulas eran mucho más espaciosas que la jaula americana corriente de uno por tres metros donde Maximus vivía y trabajaba. Mehrmann indicó e identificó a sus ocupantes:

Tiger und zwei Tigerinnen, bengalisches —dijo ante la jaula que contenía a dichos felinos, un macho y dos hembras, todos con pelaje brillante y ojos alertas—. Bär und Bärin, syrisch —dijo ante la jaula de dos osos de buen tamaño y color insólito: marrón moteado de plata.

—Osos sirios —explicó Florian a los demás—. La raza más adecuada para la doma. —Hizo una pregunta a Mehrmann y tradujo la respuesta—: Tienen tres años, lo cual significa que podríamos utilizarlos cinco o seis años antes de que, como suele pasar con los osos, se queden ciegos y sea difícil trabajar con ellos.

Zwei Hyänen —dijo Mehrmann ante la jaula que contenía dos ejemplares de hiena lo más hermosos posible, es decir, feos e hirsutos.

—He oído hablar de esos bichos —dijo Mullenax—. ¿Por qué no ríen?

—Sólo ríe la hiena manchada, Barnacle Bill. Éstas pertenecen a la variedad rayada. Alégrate. Si comprásemos las primeras, ninguno de nosotros volvería a dormir una sola noche.

Ante la jaula siguiente, Mehrmann dijo:

Zwei Zebras und ein Zwergpferd sudamerikanische.

El que no era una cebra era sin duda alguna un animal de raza equina, de color pardo, pero no mucho mayor que un perro grande.

—Heinrich dice que es un caballo enano de Sudamérica —explicó Florian—. Coronel Ramrod, ¿conoce usted la raza?

—No, pero diría que los payasos podrían hacer muchas cosas con él en su número.

Schimpansen —anunció Mehrmann ante una jaula casi totalmente ocupada por parte de un árbol en el que se hallaban cinco o seis chimpancés, todos los cuales empezaron a gritar a los visitantes—. Zwei Strausse —dijo Mehrmann ante la jaula siguiente, que no tenía un techo sólido, sino barrotes para que los dos avestruces de dos metros pudieran estar cómodamente derechos y mirar a su alrededor.

La jaula contigua sólo tenía medio suelo, pues la otra mitad era un tanque suspendido bajo los ejes del furgón, lleno de agua en la que jugaban cuatro animales relucientes.

Seelöwen —dijo Mehrmann.

Pero Florian añadió con cierto desdén:

—Perros de agua.

—Yo los llamaría focas —corrigió Edge.

—Leones marinos, para ser exactos —dijo Florian—. Perros de agua es jerga circense. Igual que un camello es una joroba, una hiena un zeke y los monos jockos. No recuerdo los apodos de todos los otros animales. Bueno, caballeros, ¿algún comentario que os gustaría traducir a Herr Mehrmann?

—¡Oh, sahib! —exclamó ansiosamente Hannibal con su mejor servilismo hindú—. Peg, quiero decir, Brutus, está muy contenta de tener otro toro por compañía y yo también, sahib.

Mullenax preguntó con aprensión:

—Director, ¿se propone exhibir solamente a todos estos bichos o espera, ¡no, Dios mío!, que yo domestique a esos osos y tigres? Florian dijo a Mehrmann en alemán:

—No me había percatado de que su tigre tiene la melena erizada y leonina que a menudo caracteriza al felino furioso.

Mehrmann meneó la cabeza.

—Él y sus hermanas son de buena pasta. Ya están acostumbrados a que los seres humanos entren en su jaula y pronto estarán listos para aprender trucos. No le engañaría, Herr Florian. Son tigres de Bengala, no los estúpidos y poco fiables de Siberia. Además fueron capturados en la selva, de ahí que sientan un sano respeto por los hombres; al no haberse criado en cautividad, no desprecian a sus amos.

—Muy bien, los tigres serían aceptables. A mi cuidador le encantaría tener el elefante y mi director ecuestre se ha enamorado, como ha visto, de esos caballos frisios. Personalmente, no adoro a los camellos; no me importa que escupan a sus cuidadores eslovacos, pero suelen provocar quejas cuando escupen al público que ha pagado su entrada. No obstante, tienen la ventaja de poder viajar andando y es decorativo en una cabalgata.

Mehrmann había sacado una libreta y apuntaba los animales mencionados. «Katze, Elefant, friesische Pferde, Trampeltier…»

—En cambio, no quiero los leones marinos —continuó Florian—. A menudo es difícil encontrar pescado para alimentarlos cuando se está en la carretera. Además, su olor a pescado impregna toda la caravana, desde la lona hasta el vestuario, y es imposible eliminarlo.

Scheisse —murmuró el joven—, ¿tendré que volver a arrastrar ese furgón tanque todo el camino hasta Hamburgo?

—Y el furgón lleno de chimpancés —dijo Florian.

—Pero, Herr gouverneur, ¿qué es una ménagerie sin jockos? Todos los amantes del circo se entusiasman con sus travesuras.

—Es cierto, muchacho, y que me cuelguen si comprendo por qué. Cuando no se buscan mutuamente las pulgas, juegan obscenamente con sus genitales. Es un misterio para mí por qué se considera a un chimpancé intrínsecamente gracioso, simpático y adorable. En una ocasión vi a una niña alargar un cacahuete dentro de una jaula de chimpancés y le arrancaron todos los dedos de un mordisco. Los dientes del mono están unidos de tal modo en su mandíbula, que es imposible extraer los peligrosos colmillos sin sacarlos todos, y entonces el animal muere de inanición. No, no quiero ninguno.

Mehrmann murmuró algo sobre tener que quedarse con los dos furgones más molestos, pero luego respondió filosóficamente:

—Bueno, podría haber sido peor. En mi próximo viaje tenía que traer un rinoceronte, un hipopótamo, jirafas…

—Tal vez aún pueda interesar a las autoridades de Innsbruck en sus jockos y perros de agua, si el precio es bueno, como el núcleo de su zoológico cuando por fin se decidan a construirlo. Mientras tanto, Heinrich, calcúleme el precio más ajustado posible de todos los demás animales y sus cinco furgones y cinco frisios para tirar de ellos y el número de eslovacos que necesite como cuidadores. Mis colegas y yo discutiremos los pros y los contras de comprar una ménagerie en estos tiempos precarios y qué precio nos podemos permitir pagar, en el caso de que la compremos. Vaya al circo mañana y hablaremos de nuevo.