6
El Florilegio y su abigarrada cola de vehículos de las barracas siguieron el Danubio río abajo, nuevamente hacia Austria, deteniéndose a actuar durante una o dos semanas en las ciudades más grandes del recorrido. Domingo sólo había necesitado breves ensayos para ocupar el lugar de Paprika como pareja de Maurice y hacerlo de manera exquisita. Ahora que ella y Lunes eran estrellas, Florian les concedió noms-de-théâtre. Para el número del trapecio, Domingo se convirtió en Mademoiselle Butterfly, y Lunes, como el deshollinador funámbulo, se llamó, naturalmente, Cenicienta. (En el patio trasero, a Lunes le gustaba que la llamaran señora Fitzfarris, aunque esta unión aún no estaba dotada de un certificado de matrimonio). El Mayor Mínimo continuó en el número de comedia pugilística con Alí Babá, aunque aún gruñía e incluso intentaba golpear en serio al chico durante la representación. Los nuevos públicos del circo no parecían notar ninguna deficiencia en el programa, pero Florian sí, y ansiaba descubrir artistas nuevos.
Por el camino entre las ciudades, los viajeros encontraban ahora el paisaje bávaro exuberante en extremo. Autumn, sobre todo, no se cansaba de mirarlo. Allí, como en Italia, los campos de cereales y hortalizas se alternaban con campos de colza amarilla y brillante que, según dijo Jörg Pfeifer, aquí se llamaba Raps. Pero los granjeros bávaros no cultivaban la tierra como los italianos, con un tosco arado tirado por un caballo, mula o buey, sino que usaban maquinaria moderna. Toda la compañía del circo se detuvo a mirar, con extrañeza y admiración, la primera vez que vieron un campo labrado de este modo.
A ambos lados de la extensión de terreno sin cultivar había un inmenso tractor de vapor con ruedas muy altas. Los dos tractores despedían vapor y humo como el órgano del circo y hacían casi tanto ruido, aunque nada musical. De un cable tendido entre ambos tractores dependía un arado excesivamente grande y pesado para que un hombre pudiera manejarlo; el cable lo izaba y trasladaba de un extremo a otro del campo. Los conductores de los tractores movían sus vehículos medio metro cada vez que el arado terminaba un largo surco, con objeto de empezar otro perfectamente paralelo.
—¡Mirad eso! —exclamó Mullenax, el más impresionado de los que miraban porque en el pasado él también había sido granjero—. Ni un solo animal para hacer este trabajo. ¿Cómo puede permitirse un vulgar granjero el lujo de semejante maquinaria?
—No es propiedad del granjero —explicó Pfeifer—. Los tractoristas son empresarios que viajan de granja en granja y alquilan sus servicios.
Otra novedad observada por los viajeros se veía sobre todo en las ciudades o, mejor dicho, en las afueras de las ciudades; todos los muladares rebosaban de rollos y aros de alambre que, vistos de cerca, resultaron ser miriñaques para vestidos femeninos. Y fue Domingo Simms la que pudo explicar esta curiosidad, porque leía asiduamente los periódicos para mejorar su alemán y siempre traducía las notas de sociedad a Clover Lee, a quien gustaba estar al corriente de las andanzas de condes, duques y demás miembros de la nobleza.
—Las mujeres elegantes de toda Europa están desechando el miriñaque —dijo Domingo—. No sé por qué, pero las faldas amplias han pasado súbitamente de moda. Observad a las, mujeres que pasean por la calle; todas llevan faldas planas por delante y sólo usan una especie de medio aro para hacer lo que llaman una crinolette, una cola ancha que arrastra por detrás.
Algunos informes periodísticos eran más interesantes para los miembros mayores de la compañía, como cuando apareció la noticia del Ausgleich. Este compromiso político, después de años de agitación independentista en Hungría, había dado por fin a dicho país cierto grado de autonomía del imperio austríaco. Según los términos del Ausgleich, Francisco José y Elisabeth seguirían siendo emperadores de Austria, pero ahora los coronarían por segunda vez, como simples reyes de Hungría, y esta nación promulgaría y administraría en lo sucesivo sus propias leyes, tribunales y estatutos civiles.
—Bueno, esto calmará los constantes conatos de rebelión en Hungría —comentó Florian— y Elisabeth estará especialmente complacida con el acuerdo. Así tendrá más excusas que nunca para vivir lejos de Francisco José y pasar la mayor parte del tiempo siendo reina en Budapest en lugar de emperatriz en Viena.
Justo una semana más tarde la noticia de primera plana del Zeitung de Deggendorf fue que el tambaleante régimen mexicano apoyado por Francia se había desintegrado por completo y su emperador Maximiliano —hermano de Francisco José— había sido fusilado por un piquete de ejecución mexicano. Un recuadro de este artículo añadía que, para expresar su disgusto a Luis Napoleón porque había permitido que ocurriera semejante desgracia, Francisco José y Elisabeth serían los únicos monarcas europeos que no asistirían a la inauguración de la gran Feria Mundial de París.
Y otra noticia que Domingo tradujo del periódico, aunque no tenía nada que ver con la realeza ni la nobleza ni siquiera con un hombre, excitó tanto a Clover Lee que corrió a ver a Florian y le pidió un día libre.
—La gran Zoyara —le dijo, casi bailando— da una exhibición de equitación en Plattling, que sólo está a unos kilómetros en la otra orilla del río. ¡Imagínese! Ella Zoyara, la más grande équestrienne de la época. Mi heroína desde que hice mi primer volteo a caballo. Por favor, Florian, ¿puedo ir a verla actuar? Sólo me perderé dos funciones y podría aprender toda clase de números nuevos que harían provechosa mi asistencia. Por favor, ¿puedo ir?
Florian se atusó la barba.
—Detesto perder a otra estrella de nuestro programa ya bastante disminuido, aunque sea temporalmente, pero no pudo decir que no. El hecho es que a mí también me gustaría hacer novillos para ver a esa magnífica amazona. Yo ya me había marchado a América cuando ella se hizo famosa con el Zirkus Renz.
—Dicen que hace cosas que no ha intentado jamás ninguna otra amazona —dijo Clover Lee—. Salta sobre cinco banderas sostenidas horizontalmente. Da cincuenta volteretas seguidas a través de cincuenta aros de papel…
—Sí —asintió Florian—. Si no estuviéramos tan bien surtidos de buenos jinetes y amazonas, quizá iría a hacer una oferta a la Zoyara. Pero la rechazaría. Debe de hacer una fortuna con sus giras en solitario. Muy bien, querida. Ensilla a Burbujas y ve, pero, cuidado, sólo por un día. Y cabalga con prudencia.
Sin embargo, Clover Lee estuvo ausente tres días y Florian sufrió arrebatos alternos de ira y preocupación. Ya iba a enviar a alguien en su busca cuando la vio regresar a medianoche del tercer día, montando con indolencia y sonriendo misteriosamente. Florian y Edge empezaron a reprenderla en cuanto desmontó, pero ella continuó sonriendo y cuando callaron para recobrar el aliento, dijo:
—Ya lo sé; he tardado más de la cuenta. Pero creo que cuando os explique el motivo estaréis de acuerdo en que merecía la pena. Ella Zoyara no es española, como dicen todos los carteles. Ella Zoyara es tan americana como yo. Su nombre es Omar Kingsley-Stokes, e incluso éste debe de ser falso. Me parece que es simplemente Homer Stokes.
—¿Omar? —preguntó Florian.
—¿Homer? —inquirió Edge.
Clover Lee asintió.
—No es extraño que la gran Zoyara pueda montar como no lo hace ninguna mujer, y es porque ninguna mujer tiene la fuerza suficiente. En realidad es un hombre. El secreto está muy bien guardado; incluso viste ropa femenina por la calle y en la intimidad. Lleva el pelo largo, se afeita y empolva brazos y piernas, además de la cara…
—Es inconcebible —dijo Florian—. Si nadie en toda Europa ha sospechado siquiera semejante engaño, ¿cómo has podido enterarte…?
—Vamos, Florian —dijo Clover Lee con voz dulzona—, ¿cómo supone que me he enterado? —Los dos hombres se escandalizaron un poco ante un descaro tan manifiesto—. De todos modos, esta vez me han dado más que una bolsa bordada y veinte scudi. Quizá mi virtud está subiendo de valor. —Cogió de la silla de Burbujas un paquete envuelto en papel, grande pero a todas luces ligero—. En cuanto Maggie me haya hecho un pequeño trabajo de costurera, os enseñaré qué me ha dado y enseñado Homer Stokes.
Ya tenía el nuevo número listo para añadir a su actuación cuando el Florilegio llegó a la última ciudad de Baviera donde Willi había reservado un terreno —Passau, en la frontera austríaca—, y el número fue recibido con tan cálidos aplausos que Florian tuvo que admitir que su desobediencia había merecido la pena. Si bien no podía imitar las proezas de Ella Zoyara, que requerían músculos masculinos, podía empezar su actuación del mismo modo que la Zoyara. Indicó a Bum-bum la música nueva que necesitaría —muy variada y de cambios muy rápidos— y a Florian cómo debía presentarla y qué debía decir después. Así, la tarde del debut del nuevo número, Florian anunció por el megáfono: «Die Nationen im Prozession!»
La banda empezó con una marcha llena de brío y Clover Lee entró en la carpa a medio galope muy erguida sobre Burbujas, bailando un animado Schuhplattler y vestida con el dirndl y la cofia bávaras, y Florian anunció: «Beglücken Bayern!» El público aplaudió entusiasmado el saludo a su patria. Tras dar una vuelta a la pista, Clover Lee se quitó hábilmente el traje regional, pero debajo llevaba otro. Cuando Edge corrió a recoger las prendas desechadas, descubrió que estaban hechas con una seda tan fina que, aunque opacas, casi no hacían bulto.
Clover Lee lucía ahora el disfraz siguiente: un pañuelo y una falda roja, blanca y verde de Colombina. La banda atacó un saltarello y ella lo bailó sobre la grupa de Burbujas y Florian gritó: «Innig Italien!» Después apareció llevando un gorro azul y un blusón de marinero y bailó una danza inglesa: «Blühend Britannien!» Luego una falda a cuadros y un peludo morral escocés y bailó un fling: «Schottland das Schöne!» A continuación lució un gorro pequeño y redondo y un traje de luces de torero y bailó un fandango: «Sonnig Spanien!» Y por último, debajo de todo, llevaba sólo sus mallas de color carne con lentejuelas doradas y sus propios cabellos rubios y —«Die amerikanische Artistin, Fräulein Clover Lee!»— ejecutó entonces su rutina acostumbrada de pasos de ballet, posturas acrobáticas y saltos de ligas y guirnaldas. Desde la puerta trasera, un peón abrió la jaula para que sus palomas volaran tras ella y participaran en el número.
Su rutina fue tan popular allí en Passau y en todas las plazas posteriores, que las mademoiselles Cinderella y Butterfly se molestaron un poco —y también se divirtieron— de que un mero embellecimiento hiciera de Clover Lee una estrella tan grande como lo eran ellas con sus arriesgadas y emocionantes actuaciones. Sin embargo, no surgió entre las chicas ningún sentimiento de rivalidad o envidia y Clover Lee no permitió que Florian inventase para ella ningún nuevo y rimbombante «nombre de estrella».
—Que Homer Stokes oculte su nombre vulgar, su sexo y su nacionalidad, si así lo desea —dijo—; yo estoy muy satisfecha de ser conocida como la americana Clover Lee. Por lo menos hasta que me case y tenga un título auténtico que añadir a mi nombre.
Passau era un bullicioso centro comercial a causa de su situacion en la confluencia de los ríos Ilz, Inn y Danubio. Además era aquellos días sede de una feria comercial interurbana que casi doblaba su población normal. La compañía se entretuvo en sus horas libres paseando entre los pabellones que exhibían los últimos inventos, maquinaria, herramientas y productos, y recorriendo las calles llenas de diversiones: charlatanes de feria, mostradores de comida, tenderetes de figuras de cera, teatros de títeres, etc.
A Florian le interesaba especialmente vagar por esas calles en busca de un nuevo talento y llevaba consigo a Edge. En un puesto destartalado cuyo propietario anunciaba sin gran entusiasmo su atracción en alemán, aunque en su bandera se leía otra lengua, Florian dijo:
—Esto podría ser edificante.
Edge miró la bandera, en la que las palabras más prominentes eran «FRÖKEN AL» y aventuró una traducción:
—¿Todos monstruos?
—No, es el nombre de una chica: Miss Eel. Danesa, una klischnigg. Contorsionista. Compremos entradas y veamos qué hace.
Era buena y se esforzaba mucho para serlo aunque su público no consistía en más de diez o doce curiosos con expresión aburrida. Era flexible y fluida como una verdadera anguila, pero incomparablemente más bonita y tenía curvas delicadas y miembros bien formados de los que carece la anguila, y lo que sabía hacer con ellos era al mismo tiempo admirable, asombroso y erótico. No obstante su atavío —lo que quedaba de él: un leotardo maloliente— estaba descolorido y remendado. Trabajaba sobre una plataforma de listones con el único acompañamiento de la lánguida flauta del director. Cuando el número acabó y la gente salió de la tienda, Florian se quedó para abordar a la chica y decirle:
—Jeg vil gerne, Fröken Al. De bar noget bedre. Er De ledig?
Con una mirada de desprecio, y en inglés, Miss Eel dijo:
—Largo de aquí, caballero.
Edge rió, lo cual la obligó a mirarle con más sorpresa que desprecio.
—Bueno… ejem… —persistió Florian—. Al sugerirle «algo mejor», quizá he pecado de ambigüedad, pero…
—Si aceptase una posición mejor sugerida por el primer mirón, tendría que saber muchas más contorsiones. ¿En qué posición me querría usted? Hable con mi director. Por el dinero suficiente, el maldito alcahuete es capaz de hacerme volver del revés.
—Por favor, Miss Eel, desista. No soy un mirón ni un voyeur, ni tampoco voyageur forain, como su… ejem… director. Soy el propietario del Floreciente Florilegio de Florian, un circo ambulante sumamente prestigioso. Le hago una oferta legítima de un empleo lucrativo.
—¡Oh! —Pareció avergonzada y se disculpó—. Det gör mig ondt. He debido comprender, cuando me ha hablado en danés, que no era el sucio slet menneske habitual.
—¿Está bajo contrato o tiene libertad para negociar, Miss Eel?
—Llámeme Agnete, Herr Florian. Me llamo Agnete Knudsdatter. Y puedo estar libre en tres minutos, si desea comprar la bandera. Es todo lo que el alcahuete posee de mí.
—Le proporcionaremos una bandera mucho mejor.
—Dos minutos, entonces. Tengo poco equipaje.
Cuando Fröken Knudsdatter salió en la tienda en traje de calle iba seguida del director, que se golpeaba el pecho, balando e implorando en varias lenguas. Pero ella no le hizo ningún caso, ni tampoco Florian o Edge. Cargados con su exiguo equipaje —dos maletas gastadas—, la acompañaron al recinto del circo y al remolque ahora ocupado solamente por Clover Lee y Domingo Simms.
—Estoy seguro de que a las otras chicas no les importará que comparta su vivienda —dijo Florian— hasta que pueda pagarse otra. Ahora venga conmigo a conocer a nuestra jefa de vestuario. Como es usted una de las pocas danesas de cabellos oscuros, creo que conservaremos el personaje de Miss Eel y la vestiremos con mallas oscuras y brillantes, como una anguila. En el espectáculo tenemos un chico negro que no es mal contorsionista. No tiene su talento, claro, pero como ya es del color de la anguila, quizá quiera usted actuar con él. Anguila y angula, por así decirlo.
—Estoy a sus órdenes, Herr Florian —dijo Agnete, aturdida por el repentino cambio de su suerte.
Durante otra incursión por las calles de la feria, Florian y Edge encontraron a tres artistas —dos hombres de mediana edad y una muchacha— que trabajaban literalmente en la calle, sin tienda, puesto, director ni bandera. Iban vestidos de payasos bastante andrajosos: la chica de camarera italiana y los hombres de zafios campesinos bávaros o austríacos. En aquel momento actuaban, ante una cantidad considerable de curiosos, en un número acrobático además de cómico. Los hombres sujetaban por los extremos un largo tallo de bambú que agitaban y movían arriba y abajo mientras la chica lo usaba como cuerda floja, casi tan hábilmente como Autumn Auburn o Lunes Simms, dejando que la lanzaran al aire donde daba volteretas y saltos mortales pero aterrizando siempre sobre el bambú.
—La barra libre —dijo Florian a Edge—. Son payasos casse-cou. La variedad arriesgada y temeraria.
Al cabo de un rato, el trío abandonó las acrobacias y el hombre mayor y la chica iniciaron un diálogo de agudezas en voz alta. El hombre era una figura zarrapastrosa, vestida con pantalones cortos de cuero pero sin calcetines, de modo que sus flacas pantorrillas estaban desnudas hasta las gastadas botas, y daba la impresión de estar lleno de lascivia impotente y envidiosa. Durante el coloquio, la chica sonrió tonta y tímidamente mientras dirigía miradas coquetas a todos los hombres de su alrededor. Florian tradujo la charla a Edge:
—El bromea sobre la multitud de sus amantes y pretendientes y pregunta cómo puede manejarlos a todos. Ella responde: «Ah, señor, todos fluyen como el agua». Él la mira con lujuria y pregunta: «Y diga, Fräulein, ¿fluyen por la misma ruta?»
La concurrencia reía de buena gana todas las bromas obscenas, tirando calderilla en el sombrero pasado por el otro hombre que, con una sonrisa de idiota en la cara, empujaba torpemente a los espectadores y de vez en cuando tropezaba con el bordillo de la acera y casi era atropellado por los vehículos que transitaban por la calle.
—Estos payasos son con toda seguridad vieneses —dijo Florian—. Cuando lleguemos allí, Zachary, verás la mezcla de nacionalidades que hay en esa ciudad. Esta clase de trío de payasos es allí un número fijo. El anciano libertino es el Hanswurst (Juanito Salchicha), un cómico tradicional del folklore vienés. Emeraldina, la moza, atrae a la población italiana. El otro es el patán Kesperle, una figura cómica estándar entre los checos.
La gente había empezado a dispersarse y Florian se acercó a los payasos y, en consideración a Edge, les habló primero en inglés. La chica —que vista de cerca era un poco gordinflona pero muy bonita— resultó ser la única de los tres que hablaba esta lengua.
—De Viena somos, sí, ja. Sólo vinimos a trabajar en esta feria de Passau y en seguida volvemos a Viena. Trabajamos dondequiera que haya mucha gente. Soy Nella Cornella. El Hanswurst camorrista es Bernhard Notkin y el tonto de pueblo Kesperle es Ferdi Spenz.
—Encantado de conocerlos. Soy el propietario del Florilegio de Florian y éste es el director ecuestre.
—¿Cómo? ¿Del magnífico circo que actúa aquí? —exclamó ella.
—Sí. Nosotros también nos dirigimos a Viena y tengo intención de aumentar mi cuerpo de payasos.
—¿Piensa contratarnos? —inquirió ella con un grito de incredulidad.
—Tal vez. Su trabajo en conjunto es pasable y no he tenido nunca un payaso femenino. ¿Poseen ustedes un medio de transporte?
—Viajamos juntos en un remolque, pero no juntos, entiéndame. No soy la Süsse Mädel, la amante, de ninguno de los dos viejos.
—Esto no me preocupa en absoluto. Pero me gustaría saber una cosa. ¿Hace uno de estos caballeros el espejo Lupino?
La pregunta no tuvo que repetirse en ningún otro idioma. El hombre llamado Ferdi Spenz captó la palabra y exclamó:
—Rozumím! Lupino zrcadlo! Ano! Vim! Dobrý jsem!
—Dice que sí —tradujo la chica.
—Menos mal que el número del espejo se hace sin palabras —observó Edge cuando él y Florian volvían al circo seguidos por el dilapidado remolque de los payasos, tirado por un caballo extremadamente flaco—. Si añadimos más nacionalidades y lenguas, vamos a tener que contratar a un cuerpo de intérpretes. Diablos, tendré que llevar una libreta de notas como la suya si quiero recordar los nombres de toda nuestra gente.
Los tres nuevos miembros del circo se mostraron tan sorprendidos como lo estuviera Agnete la Anguila cuando, inmediatamente después de llegar al recinto, empezaron a ser objeto de «mejoras». Su destartalado remolque fue entregado a los eslovacos para que lo reparasen y pintasen. Su viejo caballo fue puesto en manos de Hannibal y Quincy para que lo engordaran y revitalizaran lo más posible. En cuanto a los payasos, los enviaron primero a Magpie Maggie Hag para que les tomara medidas a fin de confeccionarles nuevos trajes, y luego a Jörg Pfeifer, quien empezó inmediatamente a practicar el espejo de Lupino con el Kesperle y a ensayar al mismo tiempo el papel del Hanswurst para sustituir al Mayor Mínimo en el número pugilista con Alí Babá e introducir mejoras en la actuación casse-cou de Emeraldina.
—Está muy bien, Nella, ser un payaso acróbata, pero cualquiera puede hacerlo. Espero de ti que des a la vez muestras de tu indudable y jugosa feminidad. Veamos, si lo haces así…
Trabajó con los recién llegados con un rigor y una disciplina de sargento mayor y lo hizo por la noche, después de las funciones nocturnas, de modo que los transeúntes solían oír gritos en el interior de la carpa.
—¡Sí, Nella, hazlo tal como te he enseñado! ¡Y no, Nella, no intentes mejorar mis mejoras!
—Madonna puttanna! ¡Cuántos síes y noes!
Cuando el Florilegio cruzó de nuevo la frontera austríaca, siguiendo el curso del Danubio, resultó evidente que dicha nación se había restablecido de la tristeza y la depresión de la posguerra. Los austríacos volvían a trabajar con ahínco, parecían prósperos, alegres y ávidos de diversiones. Cuando el circo se instaló en la importante ciudad de Linz, el día del estreno registró un lleno total. Además, para entonces ya pudieron ofrecerse los números nuevos.
Aparte del espejo de Lupino, que Ferdi Spenz hizo con Fünfünf casi tan bien como el difunto Zanni, los tres payasos nuevos presentaron juntos el número rutinario del Rey de la Montaña, luchando por la posesión de un pedestal que Carl Beck les había construido. Primero Emeraldina se subió encima de él y fue derribada casi en seguida por el Kesperle, quien tuvo que abandonarlo al verse amenazado por una larga salchicha empuñada por el Hanswurst, el cual fue a su vez ahuyentado por Emeraldina blandiendo un ladrillo. La cómica lucha y sus armas fueron en crescendo: de un palo a una maza, a una honda ridículamente gigantesca, a una de las pistolas de reserva de Edge y a una de sus carabinas de repuesto. Por último, cuando la contienda era una mêlée anárquica —y el público se retorcía de risa—, el codiciado pedestal se convertía súbitamente en el vencedor, desarrollando un cacto gigante y espinoso. Se trataba de otro artilugio de Beck, hecho con lona, caucho y clavos e hinchado por un peón oculto que accionaba la bomba del Saratoga. Cuando el formidable cacto se convertía en Rey de su propia montaña, el Hanswurst, el Kesperle y la Emeraldina se encogían de hombros, tiraban sus armas y se alejaban cogidos amistosamente del brazo.
Miss Eel, con las mallas relucientes e incluso húmedas en apariencia que Magpie Maggie Hag le había confeccionado, era la atraccion más nueva del espectáculo complementario de Fitzfarris. Durante su serpentina actuación, el acordeonista tocó en el estrado y Fitz habló sin cesar, traducido simultáneamente al alemán por Florian:
—Sí, damas y caballeros, Miss Eel es una buena chica a pesar de su forma, ¡y fíjense en sus formas! ¿Saben, amigos, que los días de paga suele cobrar su salario dos o tres veces? No para de ir al furgón de la caja bajo una forma diferente…
Muchos de los otros artistas se unieron a los patanes para ver el debut de Agnete Knudsdatter, y después Mullenax observó:
—Oye, Fitz, ¿no empieza a abusar un poco de los reptiles tu parte del espectáculo? Tienes una mujer serpiente en el anexo y una mujer anguila en el estrado, para no mencionar al gusano del enano. ¿Qué más pondrás?
—Bueno, Abner —replicó Fitzfarris, en torno burlón—, hace mucho tiempo que no haces de Hombre Cocodrilo. —Y Mullenax se alejó a toda prisa.
Otro espectador, Obie Yount, no se perdía ninguna actuación de Miss Eel. Al cabo de una semana hizo acopio del valor suficiente para abordarla y decirle, mientras ella se secaba con una toalla y recobraba el aliento:
—Miss Eel… oh, diablos, no puedo llamar así a una mujer. Miss Kanoods… oh, maldita sea, tampoco sabré nunca pronunciar este nombre.
—¿Puede pronunciar «Agnete»? ¿Qué desea decirme, señor Hacedor de Terremotos?
—Llámame Obie. Quería decirte que tu número es absolutamente perfecto.
—Gracias, Obie.
—Pero creo que Fitz no lo presenta con la dignidad que merece. Tengo una idea, si me permites expresarla.
—Hvad önsker De? —suspiró—. ¿Una posición nueva?
—Sí, algo parecido. Creo que deberías ser una atracción importante en la pista principal y no aquí, entre monstruos y pirófagos. Mi idea es… verás, yo solía hacer una pirámide, sosteniendo a un montón de chicas. A ti sola podría levantarte por encima de mi cabeza con una sola mano. ¿Podrías hacer tus contorsiones a esta altura, sobre mi mano?
Ella pareció sorprendida, divertida e incluso halagada.
—Con un poco de práctica, Obie, me imagino que sí.
—Y si quieres incluir al chico Simms en el número, podría sostenerlo con la otra mano.
—¿De verdad eres tan fuerte? ¿Podrías sostenernos por encima de tu cabeza durante muchos largos minutos?
Yount sacó el pecho y tensó los bíceps.
—Agnete, soy el Hacedor de Terremotos. Voy en seguida a hablar con Zack y Florian.
Los encontró en el furgón rojo y le dieron permiso para intentar el número, pero lo hicieron un poco distraídamente porque la oficina estaba llena de otros solicitantes. Carl Beck y Jules Rouleau decían a Florian que Linz era una ciudad lo bastante importante para merecer una ascensión del Saratoga, y una delegación de autoridades de la ciudad esperaba para hablar con él. Florian contestó:
—Muy bien, Monsieur Roulette, puedes iniciar los preparativos y yo haré imprimir los carteles. —Y los hizo salir a ambos.
Entretanto, Edge escuchaba una arenga del portero Banat:
—Necesito una alambrada para cercar el terreno, Pana Edge, como otros circos europeos. Ahora ya veo demasiadas veces a ese niño entrar a hurtadillas todas las tardes.
—Mira, jefe, ya sabes cuánto costarían esos rollos de alambre. Supongo que hiere tu orgullo profesional, pero ¿cuánto perdemos en medias entradas por unos cuantos chicos que entren sin pagar?
—Chicos, no. Chico.
—Está bien. Uno cada vez. Por cada uno quizá perdamos…
—No uno cada vez. Siempre es el mismo.
Edge le miró largamente.
—Alex, te quejaste por primera vez de esto en Landshut, en otro país. ¿Pretendes que es el mismo chico el que entra y sale clandestinamente?
Banat se encogió de hombros.
—Bueno, no puede ser uno de los nuestros quien haga esta travesura sólo para fastidiarte. Sólo tenemos dos niños en el espectáculo. Uno es negro como la noche y el otro pálido como la luna. Los habrías reconocido. ¿Quieres decir, por lo tanto, que durante más de doscientos cincuenta kilómetros nos está persiguiendo un niño, el mismo niño, que cada día entra y sale a hurtadillas de la carpa? No puedes atraparlo y los demás ni siquiera le hemos visto. Si no estás loco, Alex, el niño tiene que ser un fantasma. Yo ya tengo bastantes problemas con los cuerpos sólidos de esta compañía. O coges a ese fantasma o dejas de hablar de él.
Banat se marchó, compungido pero no convencido. Edge desvió su atención hacia la delegación de autoridades municipales, cuyos miembros hablaban todos en alemán. Florian le tradujo sus palabras porque el motivo de su visita era totalmente inesperado.
—He dicho a estos caballeros que íbamos a obsequiar a su bella ciudad con la elevación de un globo, pero me contestan que prefieren que no lo hagamos. Prefieren que lo desmontemos todo y desaparezcamos.
—¿Qué?
—Nunca en toda mi vida profesional me habían echado de una ciudad. Pero estos hombres hablan en serio. Uno de ellos es el Bürgermeister, el otro un alto magistrado y el tercero el jefe de la policía. Están muy lejos de bromear.
—Pero, en nombre de Dios, ¿cuál es la razón?
—Parecen extrañamente reacios a especificarla, pero tiene algo que ver con los niños de la ciudad.
—¿Acaso nuestro espectáculo los pervierte? Nunca se ha quejado ningún público. O… espere un momento, Banat está preocupado porque unos chicos entran sin pagar. ¿Sospechan quizá que raptamos a los niños? ¿O que jugamos a ser el Flautista de Hamelín?
Florian formuló la pregunta a las autoridades municipales, que contestaron con brevedad y turbación manifiesta, pero categóricamente.
—No —dijo Florian a Edge—. Tiene algo que ver con niñas, pero por motivos de delicadeza se niegan a decir con exactitud de qué se trata. Se limitan a repetir que nunca había ocurrido nada semejante en Linz antes de que llegara nuestro circo.
—Bueno, no soy abogado, pero este caso no parece tener fundamento, director. Sobre la base de una mera coincidencia, nos acusan de un delito que ni siquiera pueden mencionar.
Florian habló un poco más con ellos y de nuevo su respuesta fue breve, glacial e inflexible.
—A juzgar por su estado de ánimo —dijo Florian a Edge—, creo que será mejor no pedir más detalles. Algo atroz debe de haber sucedido a niñas de esta ciudad. Tanto si la coincidencia de nuestra presencia aquí nos hace o no culpables, prefieren que nos vayamos. Creo que la discreción nos aconseja obedecer. Podrían causarnos problemas mucho más graves que la mera expulsión.
—Hemos hecho muy buen negocio mientras hemos estado aquí, pero personalmente no lamentaré marcharme. Estoy impaciente por llevar a Autumn a Viena y visitar a ese especialista. ¿Desmontamos ahora mismo?
Florian volvió a consultar con los hombres.
—Aunque de mala gana, nos permiten representar la función de esta noche. Di al equipo que desmonte inmediatamente después y partiremos por la mañana.
Edge fue a transmitir este mensaje a la compañía y uno especial a Aleksandr Banat:
—Jefe de personal, sigo sin creer en fantasmas, pero ha habido una repentina serie de coincidencias. Demasiadas, para mi gusto. Quiero atrapar a ese niño. Dilo a tus peones y yo lo diré a los artistas y a la gente de la avenida. Mientras no trabajemos, nos mantendremos al acecho hasta el último hombre.
Entonces Edge oyó llamar su nombre y se volvió. Era el Mayor Mínimo, que habló con su acostumbrada voz desdeñosa, pero en una actitud incluso humilde para él.
—Coronel, quiero disculparme por una cosa. —Se atusó el pequeño bigote falso—. Cuando me empujaron a la pista como un payaso vulgar, y para colmo con un negro, no me gustó y mostré mi desagrado. Y ahora tiene una carpa llena de payasos y yo vuelvo a estar en la avenida. Debo confesar, sin embargo, que durante ese intervalo le cogí el gusto a trabajar en la pista y ahora tengo una idea para todo un número nuevo y me gustaría su autorización…
—A mí me importa un bledo lo que usted haga, Reindorf, pero si es un número bueno, lo incluiré en el programa.
—He pensado en un número de domador de leones cómico. Un domador enano y leones enanos. Le gustará. Pero necesito que me construyan una jaula.
—Entonces hable con Stitches o Bum-bum. Si tienen tiempo y los materiales, y si están de acuerdo, puede contar con mi autorización.
Otras dos cosas ocurrieron en Linz aquella noche antes de que el circo partiera a la mañana siguiente, pero sólo incumbían a las partes interesadas. Después de la cabalgata de la última función, el Turco Terrible, por primera vez en bastante tiempo, no tenía ninguna viuda local que solicitara sus atenciones, así que fue por primera vez a contemplar a la Amazona Virgen en las fauces del Dragón Fafnir y quedó muy impresionado por lo que vio. Le dio tiempo para quitarse las mallas de escamas brillantes y entonces fue al remolque de los Vasilakis y lo sacudió como de costumbre. Meli se asomó a la puerta, gimió y dijo en tono cansado:
—Quieres dinero. Pues tendrás que venir en otro momento. Spyros ha ido a la ciudad a comprar aceite de oliva y otras cosas.
—Qué oportuno para mí —contestó Shadid, de buen humor—. No quiero dinero. Esta vez he venido a preguntarte qué quieres tú.
—¿Qué quiero? Quiero que nos dejes en paz. Ahora nos fastidias bastante, pero me temo que Spyros te matará pronto y entonces sí que estaremos en un buen lío.
—¿Qué? ¿Matarme ese canario macho? No me da miedo, pero tengo una proposición que hacerte. ¿Quieres que le deje en paz? Lo haré. Te lo prometo. Si tú me das algo a cambio.
Meli le miró con suspicacia y se cruzó más la bata.
—¿Qué pides a cambio?
—Muy sencillo. Tú eres la Amazona Virgen. Yo seré el dragón. Ella retrocedió.
—Soy una mujer casada y una mujer decente. Tú no sólo eres codicioso y pendenciero, sino vil.
—Sin duda —replicó Shadid con indiferencia—, pero creo que me encontrarás superior en muchos aspectos a una serpiente fláccida o a ese blandengue de tu marido. Y, a cambio, no molestaré más a tu blandengue. Y ahora, mujer, nada de tus regateos griegos. O me invitas a entrar o entro sin invitación.
Unos momentos después, llorando en silencio, ella se quitó la bata y él comentó, apreciativo:
—Ah, bien. Eres tan peluda ahí abajo como cualquier mujer turca…
Al igual que el turco, el Hacedor de Terremotos no tenía aquella noche ninguna dama de las sillas que solicitara sus servicios ni había flirteado con ninguna. Él y Agnete Knudsdatter yacían juntos en este momento, desnudos, bajo las estrellas de la noche tibia y sobre la mullida lona del globo doblado en su carreta. Agnete pasó la mano por su densa barba y luego por el resto de su cuerpo cubierto de vello y rió, diciendo:
—Un oso y una anguila haciendo el amor. ¿Es una violación de las leyes naturales o una fábula de Andersen?
—No sé quién es Andersen, pero me gustaría que dejaras de llamarte anguila. Nunca me gustaron esos malditos bichos. Siempre me ensuciaban el hilo de pescar.
—Pero observa mi parecido con una anguila, Obie. Tócame. Soy casi tan plana como un chico. No sé qué te ha atraído de mí. Tú tienes muchos más bultos y curvas que yo.
—A mí me gustas. Nunca me han atraído las vacas sólo porque tienen grandes ubres.
—¿Sabes una cosa? —volvió a reír ella—. Cuando era una colegiala y todas las chicas empezaban a tener… bultos por aquí y yo no, vi un anuncio en el periódico. Un desarrollador garantizado del busto por sólo veinte öre. Así que, como una tonta, mandé los veinte öre, y a ver si adivinas que recibí a cambio. Una mano de hombre de cartón. Nunca me había sentido tan idiota. —Yount rió con indulgencia—. Ahora, sin embargo, me alegro de no tener mucho pecho, como la mayoría de mujeres, o de no estar gorda, como muchas mujeres danesas, porque entonces no podría ejercer mi carrera de contorsionista.
—Y en este momento no estarías aquí. Y no serías mía. Y ahora lo eres.
Ella se acercó más a él y murmuró:
—Jeg elsker dig. —Y en seguida lo tradujo al inglés.
Cuando Spyros volvió de la ciudad y entró en el remolque de los Vasilakis con el paquete de sus compras, encontró a Meli incorporada en la cama, despierta y triste.
—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Ha vuelto a molestar ese ekithiros?
Con un esfuerzo contestó ella:
—Ha estado aquí, sí, pero esta vez hemos llegado a un acuerdo. No nos exigirá más dinero ni nos obligará a apartarnos cuando nos encontremos ni amargará tu… nuestras vidas de ningún otro modo.
—¿De veras? ¿Y lo has logrado tú sola? —Spyros parecía más ofendido que contento—. ¿Cómo lo has hecho? Un soborno, supongo.
Ella vaciló y luego dijo:
—Sí.
Todavía ofendido y molesto, añadió él:
—Podrías haber consultado a tu marido antes de declarar una tregua de esta clase. Después de todo, soy el cabeza de familia y administrador del dinero. ¿Me ha costado mucho este soborno?
Meli le miró largo rato antes de responder:
—No te ha costado mucho.