13
Miss Eel trabajó por última vez en una función de tarde, superándose a sí misma en una demostración de contorsionismo sinuoso, sin huesos, casi increíble —aunque quedó tan débil y sin aliento que apenas pudo saludar bajo los aplausos— y se despidió de la compañía. Yount la llevó en carruaje a Montmartre y la ayudó a subir la escarpada pendiente hasta la cumbre de la colina. Allí se abrazaron y besaron y se dijeron mutuamente «cuídate» hasta que Monsieur Nadar declaró que el viento era favorable y el crepúsculo lo bastante oscuro para la elevación. Yount subió a Agnete a la barquilla del globo marrón —entonces todos los globos se hacían de percal oscuro— y el cable fue arriado hasta la altitud de mil metros. Entonces Yount permaneció inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y las manos juntas como en oración, viendo disminuir la mancha oscura hasta que desapareció, sin fijarse siquiera en el cable de amarre que cayó del globo y quedó enrollado a su alrededor.
Cuando ya no podía ver el globo, empezó a divisar pequeñas explosiones en el cielo, cada una seguida al cabo de un momento por la ronca tos de un cañón prusiano —ante lo cual Yount dejó de cruzar las manos para retorcérselas— y, un minuto después, los cañones del fuerte iniciaron su clamor. Yount y Nadar esperaron con los empleados del Globo Correo hasta que cesó todo el ruido, indicando que el aerostato había sido derribado o se hallaba a salvo fuera del alcance del enemigo. Entonces los dos hombres bajaron juntos la colina, mientras el francés profería sonidos alegres y tranquilizadores; Yount regresó al Bois y Nadar se fue a esperar la llegada de la primera paloma. Yount llegó al recinto del circo a tiempo de ponerse la piel de leopardo para la función nocturna, pero estaba tan alicaído que sus compañeros acudieron para animarle.
—Estará muy bien, Obie —dijo Domingo—. Mucho mejor que si se hubiera quedado aquí.
—Ojalá me hubiese ido con ella.
—No podías, muchachote —dijo Fitzfarris—, aunque el piloto hubiera lanzado al vacío toda su carga oficial. Diablos, es probable que tuvieran que construir una nave de tamaño exagerado para subirte a ti solo.
—Y si tú y ella volarais por separado, Obie —dijo Edge—, aterrizaríais por separado y ninguno de los dos sabría dónde estaba el otro. Quizá tendríais que vagar por toda Francia y aun así podríais no encontraros. Por lo menos de este modo os podéis escribir por medio del correo y las palomas y manteneros en contacto.
—Supongo que sí —murmuró Yount. Entonces salió de su tristeza para comentar algo que había observado—. ¿Sabes una cosa, Zack? Aquella colina es ahora un enjambre de piezas de artillería. Los sedentarios y agitadores no han estado tan ociosos como todos pensábamos. Han instalado fábricas, como la de globos, en las estaciones de ferrocarril y han forjado hierro y latón para hacer cañones, morteros y municiones. Nadar y yo hemos hablado con algunos tipos. Dicen que, si es necesario, esa colina va a ser la última trinchera defensiva de París. —Y añadió, como si acabara de ocurrírsele—. Todos llevaban camisas o pañuelos rojos con los uniformes.
—Maldición —dijo Florian—. Esto no me gusta. Los communards podrían considerar esos cañones su armería privada y Montmartre su fortaleza particular.
—¿Quiere decir que estarían lo bastante locos para destruir su propia ciudad sólo para privar a los prusianos de la diversión de hacerlo? —preguntó Edge—. ¿O que se negarían a respetar cualquier tregua concertada por el gobierno con el enemigo? ¿Continuarían luchando o qué?
—¿Quién sabe? Lo que sí sé es que una de las razones para reurbanizar París era la eliminación de las calles estrechas y tortuosas porque revolucionarios anteriores habían erigido barricadas en ellas. Haussmann trazó todas las avenidas largas y rectas para que las tropas del gobierno tuvieran una línea de fuego ininterrumpida a fin de poder sofocar tales revueltas. Pero si los insurgentes se hicieran fuertes en la única altura que domina toda la ciudad… —Florian hizo una mueca y se desempolvó las manos—. Bueno, no tiene sentido preocuparse por el mañana. Esta noche tenemos una función. Ocupémonos de ella.
Por muchos temores que Yount abrigase respecto a Agnete, no permitió que influyeran en su trabajo y actuó con la competencia y bravura habituales. Cuando el espectáculo acababa de terminar —y la carpa se vaciaba y la mayoría de artistas se preparaban para dirigirse a toda prisa al hotel a fin de aprovechar el último calor de la habitación y la última agua caliente del baño—, un fiacre entró dando tumbos en el recinto del circo. Nadar se apeó de un salto, gritando:
—¡Monsieur Terremoto, esté tranquilo! La primera paloma ha hecho un viaje muy rápido esta vez. —Agitó un trozo de papel muy fino—. Voilà, su dama ha aterrizado sana y salva cerca de Mézières. Allí puede tomar el tren hacia donde le plazca.
Yount sacó unos cuantos litros de aire y dijo:
—Bueno, esto me quita de encima un peso mayor de los que he cargado jamás. Me hace sentir bien. —Se volvió y añadió, expansivo—: Eh, Fitz, hagamos una cosa. Sé que es tu noche de guardia; deja que la haga por ti y vete al hotel con Meli. Yo no tengo a nadie con quien ir.
Así Yount se quedó aquella noche en el circo con los hermanos Jászi y los eslovacos armados. A la mañana siguiente, alrededor de mediodía, cuando los primeros artistas empezaron a llegar al Bois, Yount salió apresurado al encuentro de Florian para decirle «sin novedad» y añadió:
—Quiero enseñarle algo, director, antes de que alguna mujer lo vea. Venga a la tienda del zoológico.
Florian había llegado en compañía de Jean-François Pemjean, así que los dos siguieron a Yount a la tienda de los animales. Yount apartó con el pie un poco de paja y preguntó:
—¿Han visto alguna vez a un hombre tan plano como éste?
—Bon Dieu de merde! —exclamó Pemjean, mirando el cadáver caído de bruces, con un gran cuchillo en una mano.
—Sí, yo lo he visto —contestó Florian con voz tranquila—, así que puedo adivinar lo ocurrido. Pero dímelo, de todos modos.
—Bueno, siempre hemos supuesto que debíamos estar en guardia contra un grupo de saqueadores, así que los muchachos estaban apostados en torno al perímetro, como de costumbre. No nos imaginábamos a un hombre solo y se escabulló entre nosotros, no sé cómo. El pobre bastardo debía de pensar que se cortaría una pierna de caballo o algo parecido, pero oímos un gran escándalo aquí dentro. Relinchos de caballos, rugidos de felinos, trompetazos de elefantes. Vinimos corriendo, justo a tiempo de ver a Mitzi atacar con la trompa a este individuo. Ni siquiera lo tocó con los colmillos.
—Los elefantes no suelen hacerlo, salvo cuando luchan entre sí.
—Lo levantó del suelo y lo depositó con suavidad delante de la vieja Peggy, como si lo hubieran ensayado. Y entonces, antes de que pudiéramos hacer nada, Peggy se hincó de rodillas, puso la frente sobre el cuerpo del hombre y, por Dios, levantó las patas al aire encima de él. Nunca habíamos oído un ruido similar. Como pisar un nido de codornices con polluelos dentro, sólo que el nido y los polluelos más grandes de toda la creación. Crujidos y chasquidos.
—Ya lo he oído. Sé que ha sucedido en otros espectáculos.
—Bueno, entonces la vieja Peggy se levantó y Mitzi y ella se estrecharon las trompas y todos los demás animales se calmaron y permanecieron en silencio. Un par de eslovacos vomitaron y todavía se encuentran mal. Zoltán y yo levantamos el cuerpo para colocarlo aquí, a un lado, y le dejamos el cuchillo en la mano por si usted quería enseñarlo a la policía.
—No, no creo que molestemos a la policía por esto —dijo Florian—. Lo que deberíamos hacer es colgarlo de la marquesina para escarmiento de los otros.
—Podríamos echarlo a los gatos —sugirió Pemjean—. Sería una justicia poética.
—Dios mío, Demonio, me harás vomitar —dijo Yount.
Pemjean se encogió de hombros y señaló al muerto.
—Como él, uno se traga los escrúpulos cuando no hay nada más que tragar.
Florian dijo, pensativo:
—A éste no podemos enterrarle bajo la pista porque los elefantes no querrían volver a pisarla. De momento, tú, Hacedor de Terremotos, y los muchachos lo envolvéis en una lona y lo escondéis en alguna parte. Cuando oscurezca lo echaremos al agujero de uno de los árboles desarraigados del parque y lo taparemos con tierra. Di a la guardia que vigile a partir de ahora a los saqueadores solitarios como éste, pero que tampoco descuide a las turbas.
Pemjean dijo cuando salieron de la tienda:
—Turbas de saqueadores furtivos pueden ser pronto las únicas que veamos por aquí, monsieur Florian, a menos que termine de un modo u otro este maldito asedio. La gente solía venir a vernos porque ofrecíamos la única diversión disponible, pero creo que ahora la única razón que tiene para venir es que somos el único establecimiento de París que todavía acepta francos, sous y centimes. Y los, que vienen son los que aún no están demasiado débiles por el hambre o la enfermedad para trasladarse hasta aquí.
Tal vez fuera cierto, porque el público del Florilegio empezó a escasear, despacio pero sin pausa, a medida que avanzaba aquel duro invierno. Pese a los edictos cada vez más severos del gobierno, los mercados y tiendas continuaban vendiendo sus mercancías a quienes podían pagarlas en oro o moneda extranjera. Los pobres, que sólo tenían los ahorros de toda su vida en francos corrientes, debían contentarse con las sobras, las migajas y los restos… si es que quedaban. La mayoría de médicos y boticarios eran igualmente vanales y trataban primero a sus pacientes ricos y les vendían primero las decrecientes existencias de medicinas. Tanto si era o no verdad que los ricos nunca padecían nada peor que la hipocondría, su apropiación de los medicamentos disponibles no les granjeó, con el tiempo, muchas ventajas. Las enfermedades reales y temibles —difteria, tifus y viruela— atacaban a los pobres, privados de atención médica y desnutridos, pero no se detuvieron en aquellos barrios, sino que se propagaron a distritos más elegantes.
Cuando el gobierno ya no pudo hacer caso omiso de las diversas infecciones que amenazaban con convertirse en epidemias, la Oficina de Salud Pública probó un expediente que era por lo menos más ingenioso que decretar fútiles órdenes y prohibiciones. Ya que era claramente imposible importar alimentos a la ciudad, podría ser posible importar medicamentos, y el Globo Correo llevó a las provincias una solicitud de estos necesarios productos, sugiriendo un método por el cual podían enviarse. Y así se hizo, y cantidades considerables de medicinas, empaquetadas en globos de zinc huecos, flotaron por el río desde las ciudades por el Sena y sus afluentes. Los prusianos incluso se abstenían, compasivos, de disparar contra las esferas de metal cuando pasaban flotando a través de sus líneas. De este modo llegaron a París algunos medicamentos, pero sólo una pequeña fracción; el hielo del río aplastó, agujereó y hundió muchos globos. Otros siguieron su curso hacia el océano, sin detenerse en París, porque el hielo rompió las redes tendidas en la ciudad para recogerlos.
Una tarde, la joven Giuseppina no aparecía para la función de la tarde, así que después su buena amiga Clover Lee se apresuró a ir al Hôtel Crillon para ver si estaba enferma. Cuando Clover Lee regresó al recinto del circo y entró en la oficina de Florian, iba sin Giuseppina y parecía perpleja y preocupada.
—Se ha marchado, simplemente. Y no sólo el director del hotel se ha negado a decirme adónde ha ido, sino que afirma que nunca se ha hospedado allí. Es una maldita mentira y así se lo dije a la cara. Diablos, la visité varias veces en sus habitaciones. ¿Qué puede haber ocurrido?
—Hum —dijo Florian—. ¿No es posible que la chica se haya decidido finalmente por uno de aquellos nobles ricos que la cortejaban desde hacía tanto tiempo? ¿No podría ser que se hubiera fugado y, por motivos particulares, preferido borrar sus huellas?
—Sabe que no, Florian. Pina es un miembro de la compañía. Nunca haría una cosa así sin avisar. Y desde luego me lo habría dicho a mí.
—Es verdad. Qué extraño. Espera. —Florian rebuscó en su archivo, sacó un ejemplar antiguo del Era, lo hojeó y dijo—: Ajá, recordaba haberlo visto aquí. Sí, sus agentes son los señores Paravicini y Warner, de Londres, y tienen una sucursal aquí, en la rue de la Paix. No hay ningún número, pero la calle tiene sólo dos manzanas de longitud; no te costará encontrarla.
Giuseppina también permaneció ausente de la función nocturna, así que a la mañana siguiente Clover Lee salió directamente de su hotel en busca de la agencia. Volvió al cabo de poco rato, casi llorosa, pero también muy enfadada.
—¿Dónde está Zachary? —preguntó a Florian—. Quiero que cargue una pistola y vuelva allí conmigo. ¿Se lo imagina? El hijo de puta de esa oficina me ha dicho: oh, sí, conoce a la bella signorina y la admira desde hace tiempo, ¡pero esta oficina no ha sido nunca su agencia y no sabe nada de su paradero! ¡Otro maldito mentiroso! ¿Dónde está Zachary?
—Calma, querida, calma. Estoy de acuerdo en que todo esto es muy misterioso, pero creo que una hábil investigación sería más útil que la fuerza bruta para llegar al fondo del asunto. Y para esa habilidad llamaremos a Monsieur Nadar. El conoce a todo el mundo en esta ciudad.
—Pues démonos prisa. Pina cumple años dentro de poco. —Le enseñó un paquete de envoltura decorativa—. Le he comprado este regalo y lo he paseado por toda la ciudad estos dos días.
Incluso Nadar necesitó casi una semana para descubrir la verdad y parecía triste y nervioso cuando fue a informar a Florian y Clover. Casi temblando, usó el título para dirigirse a ella:
—Madame la comtesse, debo pedir perdón por mis compatriotas. La conducta del dueño del Hôtel Crillon ha sido cruel, pero debe usted comprender… un hotel de lujo… el establecimiento tiene que proteger su reputación y a sus otros huéspedes. Por lo tanto, cuando mademoiselle Bozzacchi cayó enferma de repente y requirió la atención del médico residente y éste la examinó y diagnosticó que la pequeña sufría la petite vérole…
—¡La viruela! —exclamó Florian y Clover Lee dejó escapar una exclamación ahogada.
—Oui. Por esto, como es natural, la dirección del hotel la sacó de allí en secreto, para no alarmar a los otros huéspedes, y ha hecho todo lo posible por ocultar esta circunstancia.
—Oh, muy natural —repitió Clover Lee con los dientes apretados—. Podrían haber perdido clientela… incluso dinero. Muy francés. Y ella era la bailarina aclamada y mimada por todo París aún no hace un año. Muy bien, maldita sea, ¿adónde la llevaron?
—Al hospicio femenino, La Salpêtrière.
—¿Hospicio? ¿Es eso un hospital?
—No exactamente, excelencia —contestó Nadar, desolado—. Un hospital es para el tratamiento y la cura. Un hospicio es un último y cómodo refugio para los incurables.
—¡Esto es monstruoso! —gritó Clover Lee—. Lléveme allí, monsieur. Lléveme inmediatamente.
—Está muy lejos de aquí, excelencia. Después de todo, es un lugar de aislamiento y contagio. La llevaré, por supuesto, si insiste en ello, pero, ¿lo considera sensato? Exponerse a…
—¡Lléveme allí! Usted puede esperar fuera. Y, Florian, mientras tanto, busca aquel documento mío. Ya sabe a cuál me refiero. —Cogió el regalo de cumpleaños, ya un poco deslucido, y casi sacó a Monsieur Nadar a empujones del recinto del circo y le metió en un carruaje.
Florian tenía preparada la carta testamento del conde de Lareinty cuando Clover Lee volvió al furgón rojo unas horas después. Volvió, no obstante, sin Nadar y sin Giuseppina, llevando todavía el regalo y con la cara surcada de lágrimas. Florian no dijo nada y se limitó a alargarle el documento. Ella movió la cabeza y no lo cogió.
—No lo necesito. Pina ha muerto justo antes de que yo llegara. Hoy, el día en que cumplía diecisiete años.
—Me es imposible decirte cuánto lo siento, querida.
—Y ha muerto en un hospital de infecciosos, en un lazareto, como si fuera una leprosa y una mendiga. Sólo porque estaba demasiado débil para darse cuenta y protestar e insistir en un tratamiento privado. ¿Quiere saber cómo es ese lugar? Una de las hermanas me dijo que han de mezclar ácido fénico con el alcohol de las friegas para evitar que los ayudantes se lo beban.
—Lo siento muchísimo y también el resto de la compañía. Si por lo menos no hubiera ocurrido tan de repente, si hubiese podido avisarnos…
—Bueno, al menos he podido reclamar el cadáver; así no se la llevarán otra vez a toda prisa, quién sabe si a la fosa común. Ya lo he dispuesto todo para un entierro digno.
—Y todos nosotros asistiremos, naturalmente, como si hubiera sido siempre miembro de la compañía. Entretanto, Clover Lee, quizá te haría sentir un poco mejor pensar que Giuseppina habría preferido morir a sobrevivir a la viruela. Es muy posible que después… no hubiera podido recuperar su belleza. Pero, dime, ¿por qué me dijiste que sacara el documento de mi archivo?
Clover Lee rió con amargura.
—Quería usarlo, pero ahora ya es demasiado tarde. Quería usar algo del dinero que me dejó Gaspard para comprar ese maldito hotel y dejar a todo el mundo sin empleo, desde el director a los limpiabotas, y regalárselo a Giuseppina para que lo quemara, si éste era su capricho. Pero ahora… qué diablos…
Florian la contempló con admiración.
—Creo que deberías usar el documento, no para un fin tan draconiano, tal vez, sino para recuperar el título. Ya te lo he dicho antes y te lo diré otra vez: la nobleza te sienta bien, querida. No sólo tienes un corazón noble, sino también instintos imperiosamente nobles.
—Al diablo con eso también —replicó ella con voz triste—. Si las clases altas pudieron olvidar y abandonar a Pina con tanta facilidad y las clases burguesas temen que una chica moribunda sea un impedimento para sus negocios, no quiero pertenecer a ninguna de ellas. Si tuviera valor, ayudaría a los communards a destruirlas.
—Por favor, no digas eso. Si crees que la nobleza y la burguesía son malas, espero que nunca tengas mucha experiencia de las clases inferiores francesas. Pero ahora, querida, ¿por qué no vuelves al Grand y descansas un poco? Disculparemos tu ausencia de la función nocturna.
—No lo haréis, maldita sea. Ya me he perdido un día. Pina no lo habría hecho, de haber podido evitarlo. Lo mínimo que puedo hacer es seguir en el espectáculo y… y… celebrar su cumpleaños.
Entonces se echó a llorar y salió del furgón tan ciega por las lágrimas que no vio ni saludó a Edge, que se disponía a entrar. Se quedó un momento en la puerta, siguiéndola con la mirada y luego miró inquisitivamente a Florian, que dijo:
—Nuestra Bailarina de la Caja de Música ha muerto. Clover Lee está destrozada.
—Me han dicho adónde ha ido. Lo siento mucho. Giuseppina me gustó desde el primer día que la conocí en Roma. Y quizá no debería hablar de cosas prácticas en este momento, pero Clover Lee acaba de visitar un pabellón de enfermos de viruela. Yo la pasé levemente una vez, así que soy inmune a ella, pero no todos los demás lo son. Y Dios sabe la variedad de infecciones que los patanes traen aquí dos veces al día. ¿No cree, director, que sería prudente cerrar el negocio hasta que el mundo recobre la normalidad? No lo sugiero, sólo lo pregunto.
—Mi respuesta es no… a menos que tú y los otros optéis por imponeros, en cuyo caso me inclinaría ante la decisión de la mayoría. Podemos ser eternas aves de paso, sin un hábitat propio, pero, si me permites seguir con la metáfora de las aves, dondequiera que nos posemos compartimos la suerte de los pájaros locales, por breve que sea el tiempo y para bien o para mal. La mayor parte de las enfermedades contagiosas, Zachary, atacan a los hambrientos y a los débiles. Todos nosotros estamos bien alimentados y los que seguimos con el espectáculo somos físicamente más fuertes incluso que la gente sana normal. Creo que no corremos mucho peligro de contagiarnos. Recuerda que constituimos casi el único aspecto alegre de esta ciudad desolada y también uno de sus pocos lugares calientes. A menos que decidáis lo contrario, opino que debemos continuar actuando mientras tengamos un solo artista capaz de trabajar y un solo patán que pague el precio de la entrada.
—A nadie se le ocurriría discutir con usted, director. Es el más fuerte de todos nosotros. Continuaremos y esperaremos que mejore la situación.
Pero no mejoró, sino que empeoró.
Desde que los prusianos habían cerrado las líneas de asedio, los comandantes de las tropas defensivas de la ciudad habían puesto a prueba con intermitencias la fuerza de dichas líneas. Enviaban pequeños destacamentos de regulares, no reclutas ni reservistas, a patrullar en diversas direcciones. Tales incursiones solían terminar en fieras y sangrientas escaramuzas con el enemigo, pero eran breves porque los franceses volvían a retirarse en seguida hacia la ciudad. Hasta la fecha sólo habían demostrado que, aunque los prusianos y sus aliados habían tenido que desplegarse mucho para formar aquel círculo de más de noventa kilómetros, su delgada línea no era débil.
Sin embargo, llegó una paloma de Tours con la alentadora noticia de que el Ejército del Loire organizado por Gambetta estaba avanzando de Orléans a Fontainebleau bajo el mando de los generales Chanzy y Bourbaki. El presidente y general Trochu decidió que si sus tropas de París podían abrir una brecha en las líneas enemigas, recorrer los cuarenta y ocho kilómetros hasta Fontainebleau y unirse con el ejército que se acercaba, sus fuerzas conjuntas podían ser capaces de romper completamente el bloqueo. Reunió, pues, a todos los hombres disponibles (y responsables) en el Bois de Vincennes en el borde sudeste de la ciudad y, el 28 de noviembre, les ordenó cruzar los puentes del río Marne y atacar el suburbio de Champigny, ocupado por el enemigo.
Fue el único momento luminoso de París en aquel oscuro invierno, pero demasiado breve. Sus soldados lucharon con tanto valor y desesperación que el último día de noviembre tomaron Champigny. Entonces los boches expulsados de la ciudad hicieron a sus bravos enemigos el cumplido de pedirles que el primero de diciembre fuese un día de tregua para que ambos bandos pudieran enterrar a sus muertos y atender a sus heridos, que entre unos y otros sumaban miles. Fue un acuerdo mutuo y los prusianos llevaron sus ambulancias y hospital de campaña para sus compañeros caídos. Los franceses, en cambio, se habían lanzado a aquella batalla con tan poca preparación, que la Compagnie de Transport Public de París tuvo que enviar sus ómnibuses y tartanas.
Al día siguiente se reanudó la encarnizada lucha y al otro día los franceses fueron derrotados. Los que quedaron cruzaron tambaleándose el Marne y volvieron a la ciudad y la única brecha en la línea de asedio volvió a cerrarse. De todos modos, los informes traídos de Tours por las palomas mensajeras pusieron de manifiesto que el intento de las tropas parisienses no habría servido de nada aunque hubiese tenido éxito. El Ejército francés del Loire se había encontrado en su marcha hacia el norte con el ejército boche del Meuse, que lo diezmó gravemente e incluso lo dividió en dos partes, dos fuerzas desorganizadas que huyeron por separado —al mando del general Chanzy al noroeste y del general Bourbaki al sudeste—, sin que ninguna de las dos intentara siquiera acercarse a Fontainebleau.
Sin embargo, esta muestra de temeridad y desafío de la ciudad sitiada pareció acabar por fin con la paciencia de los prusianos, que utilizaron entonces sus cañones Krupp de largo alcance, reduciendo primero a escombros el fuerte de Mont Avrons y empezando luego a bombardear los otros fuertes del este y sur de París y, a medida que cada fuerte era evacuado por sus defensores vencidos, las líneas de asedio se iban aproximando más y más a los límites de la ciudad.
—Maldita sea —dijo Florian—. Sabía que si París continuaba ofreciendo una terca resistencia, Von Moltke vendría a tomarlo.
—Bueno, de momento no bombardean la ciudad —dijo Edge—, sólo el círculo exterior de fuertes.
—¿Qué? ¿Bombardear la ciudad? —exclamó Florian, sorprendido—. Yo me refería a que probablemente se luchará cuerpo a cuerpo por las calles. ¡No creo que los boches sean tan bárbaros como para bombardear la ciudad! ¿Lanzar explosivos contra civiles desarmados? Esto sería algo sin precedentes, una violación de todas las normas humanas de la guerra. Una atrocidad inaudita.
—Al diablo con eso —gruñó Yount—. Quizá no ha oído usted hablar de que Sherman bombardeó Charleston o de lo que hizo Meade a Petersburg, pero vio lo que quedaba de las propiedades civiles en el Shenandoah después de la quema del Pequeño Phil. Estos prusianos tienen a Sheridan con ellos y éste no respeta ninguna norma de guerra, ni siquiera en las guerras ajenas, diría yo.
—¡Dios mío! —murmuró Florian.
—Pero aún no empezarán a lanzar sus calabazas sobre la ciudad —volvió a decir Edge—. Hay demasiados parques y plazas abiertas y todo está encharcado por las lluvias de este invierno. Las granadas se enterrarían y no harían mucho daño al estallar. Esos artilleros esperarán a que haga más frío y se hiele la tierra; entonces las granadas estallarán con el impacto o se deslizarán antes de hacer explosión, causando el mayor daño posible.
—¡Dios mío! —repitió Florian.
Edge tenía razón. Los cañonazos continuaron, pero concentrándose en los fuertes. Su único efecto en la ciudad fue causar agradables estremecimientos a Lunes Simms y a otras mujeres igualmente susceptibles a la vibración y las sacudidas. Pero la primera semana de enero llevó consigo un cambio en el tiempo. Cesó la monótona alternancia de días fríos y lluviosos; el cielo se tiñó de un azul acerado y el aire se enfrió intensamente. Los parques, prados y plazas sin pavimentar de París ya no estaban encharcados, sino duros como el hierro.
Entonces los prusianos elevaron sus cañones para el alcance máximo —unos siete kilómetros para los que disparaban las grandes granadas de veinticinco kilos— y empezaron a disparar los proyectiles al azar. Uno de los primeros en acertar París estalló cerca de una escuela parroquial del distrito de Vaugirard y cercenó a una joven estudiante por la cintura, sin desarreglar siquiera su uniforme de colegiala. Otro cayó en el cementerio de Montparnasse, destrozando lápidas pero sin molestar a sus ocupantes. Otro decapitó a una anciana castañera y otro mató a seis personas que hacían cola para su ración de pan de paja y osséine de pezuñas.
No obstante, aquel primer bombardeo a la luz del día sólo pareció querer demostrar lo que podían hacer los prusianos, si querían. En lo sucesivo no iniciaron las andanadas hasta pasadas las diez de la noche y, aunque enviaban un proyectil cada cuatro o cinco minutos, no prolongaban el bombardeo más de cuatro horas. Durante aquellas horas la mayoría de parisienses estaban en sus casas, sin peligro de que una granada les cayera encima o lo bastante cerca para causarles daño. Y cuando una acertaba un edificio, practicaba un gran agujero en el tejado o la pared exterior, pero la potencia explosiva de la pólvora negra no era lo bastante fuerte para dañar mucho el interior… ni a los ocupantes del edificio cuando aprendieron a desalojar los pisos superiores y a apartarse de ventanas y paredes que daban a la calle. Como los prusianos aún tenían los cañones apuntando al sur y al este de la ciudad, la mayoría de granadas caían en las zonas residenciales de la orilla izquierda. Una que estalló en la place des Invalides fue el único proyectil que se acercó al centro urbano y muy pocos sobrevolaron el río para ir a caer en las proximidades de Auteuil, casi dos kilómetros al sur del recinto del Florilegio.
Así, pues, tras el susto y la alarma iniciales —e indignación de que la Ciudad de la Luz pudiera ser insultada y maltratada de aquel modo—, la mayoría de ciudadanos acabaron sufriendo los cañonazos con un fatalismo estoico. Al fin y al cabo, causaba menos víctimas diarias que las diversas enfermedades y el hambre. Golfillos callejeros acudían corriendo a la escena de cada nueva explosión para recoger los cascotes y venderlos como souvenirs. En las familias de buena clase los padres permitían a sus hijos pequeños, como un premio especial a la buena conducta, «quedarse levantados para contemplar el bombardeo».
Sólo los communards se negaron a considerar con calma este nuevo desafío. Les daba otra excusa para agitarse y de nuevo convocaron a multitudes de inferior condición para que marcharan por las avenidas, dieran vueltas a la place de la Concorde y terminaran rodeando el Hôtel de Ville. Lanzaron contra el edificio piedras y excrementos, gritaron insultos al presidente Trochu y a su gobierno «neoimperialista» y denunciaron su incapacidad de luchar por París o defenderlo como era debido. Estas turbas incluyeron varias veces a sedentarios y revolucionarios armados, con pañuelos rojos en el uniforme, y en una ocasión se exaltaron tanto al escuchar la retórica de los dirigentes que dispararon a las ventanas del edificio. Los atemorizados funcionarios del gobierno tuvieron que llamar a sus propias tropas —regulares leales— para que dispersaran a los sediciosos, lo cual hicieron disparando contra ellos. Varios communards y sus seguidores resultaron muertos o heridos y esto dio a los restantes otro motivo de protesta. Así se fueron sucediendo las marchas y las manifestaciones, perturbando más la paz ciudadana que los cañones del enemigo.
El presidente Trochu protestó personalmente contra el bombardeo cuando una noche cayó una granada en el Hospital de Sainte-Anne. Al día siguiente envió a un mensajero con una bandera blanca al cuartel general prusiano de Versalles, deplorando y condenando tan odiosa atrocidad. El general Von Moltke dio al mensajero una nota con su fría respuesta: esperaba estar pronto lo bastante cerca de París para que sus artilleros pudiesen ver con más facilidad y respetar así las cruces rojas.
—Apuesto cualquier cosa —gruñó Yount cuando Domingo le leyó la noticia del periódico— a que fue esa maldita mofeta de Sheridan quien le sugirió tan detestable respuesta.
Los artistas del Florilegio ya se habían acostumbrado a actuar en la segunda mitad de la función nocturna bajo el poco espaciado ¡bum! ¡bum! de los cañones de Von Moltke y el fantasmagórico y ensordecedor ruido de cada granada y el trueno de su explosión, con frecuencia lo bastante fuerte para dominar la música de Beck y a veces incluso el estruendo del órgano de vapor, si estaba sonando. Sin embargo, el bombardeo sólo interrumpió una vez la función.
Fue una noche de la segunda semana de enero y estaba terminando la actuación de Mademoiselle Cendrillon, que ejecutaba su número en la cuerda floja, cuando una serie de cañones prusianos, en lugar de espaciar los disparos con su habitual regularidad mecánica, dispararon por algún motivo en rápida sucesión. Aunque distante, el ruido estentóreo apagó la música de Strauss con que la banda acompañaba la representación del deshollinador de Lunes. La andanada extraordinariamente larga y ruidosa hizo que todo el público —que aquella noche llenaba media carpa— mirase hacia el sur y obligó a Lunes a interrumpir sus piruetas. Quizá ningún espectador lo advirtió, pero el director ecuestre y los otros artistas que se hallaban cerca de la arena vieron que Lunes cerraba los ojos y se detenía en medio de la cuerda con las piernas temblorosas.
Para dichos observadores resultó evidente que Lunes intentaba controlarse, mordiendo su labio inferior y agarrando con fuerza la vibrante pértiga que hacía las veces de cepillo de chimenea. Cuando se extinguieron los ecos de la andanada y la música de Cenicienta pudo oírse de nuevo, Lunes agitó la cabeza para aclararla y empezó, con prisas y escaso equilibrio, a caminar por la cuerda hacia la seguridad de la plataforma que tenía delante. Sin embargo, volvió a detenerse cuando se oyó el fantasmal ruido de las granadas volando por el aire —y las cabezas de todos los espectadores se volvieron al unísono para seguir aquel sonido, como si pudieran ver los proyectiles que perforaban el cielo nocturno— y entonces sonó el terrible y prolongado estallido de la explosión en una secuencia que pareció durar minutos enteros. Esto fue demasiado para Lunes; su rostro perdió toda expresión, como si se hubiera quedado dormida de repente, su cuerpo sufrió una convulsión y cayó de la cuerda.
Dos hombres ya se precipitaban hacia la pista. El Démon Débonnaire, disfrazado de diablo, estaba un paso más cerca que el director ecuestre, así que fue él quien alargó los brazos por debajo de la muchacha, lo cual fue suficiente para frenar su caída, y ambos cayeron simultáneamente al suelo, Pemjean con los miembros extendidos y Lunes de espaldas, con un ruido sordo. Entre los ecos de las explosiones, aquel sonido, como la música de la banda, fue inaudible para la multitud y es probable que pocos vieran siquiera la caída. Cuando la vieja chistera de Lunes rodó alegremente detrás de ella, Edge hizo la señal de brazos cruzados a Bum-bum y se inclinó sobre la muchacha. Cuando el público volvió a dirigir su atención a la pista, la banda tocaba con estrépito la Marcha nupcial y Fünfünf, el Kesperle y la Emeraldina ya estaban iniciando su charla en preparación para el número del espejo Lupino que ponía punto final a la función.
Pemjean se levantó sin ayuda y se arrodilló con Edge al lado de Lunes, que se había quedado sin aliento pero estaba consciente. Tenía los ojos abiertos y una sonrisa en el rostro manchado de hollín y extendió los dos brazos para tocar y tranquilizar a los dos hombres. Estos deslizaron los brazos por debajo de ella y cruzaron las manos para formar una silla. Mientras Florian se disculpaba ante el público a través del megáfono por «la brusca interrupción de la actuación de mademoiselle, causada por los boches», Edge y Pemjean —con la ansiosa Domingo a la zaga— llevaron a Lunes al patio trasero y a la tienda vestidor de las mujeres. Cuando la echaron con cuidado en la litera, ya había recobrado el aliento y dijo, con acento casi soñador:
—Ha sido… mejor que nunca… —Entonces se ruborizó y añadió, como enojada—: Pero no lo haré más.
—Desde luego que no lo hará —dijo Edge a Florian, ya en la carpa—. Ni bailar en la cuerda floja ni lo de frotarse los muslos, me parece a mí. Creo que aún no se ha dado cuenta, pero está inmóvil como un cadáver de cintura para abajo. Será mejor que pregunte si hay un médico entre el público.
Florian indicó a la banda y los payasos que se detuvieran, lo cual obligó a Fünfünf y al Kesperle a congelar sus posturas cómicas a ambos lados del espejo. Entonces Florian anunció a los espectadores que, aunque Mademoiselle Cendrillon sólo había sufrido un susto en el accidente causado por los boches, él personalmente estaría más tranquilo si un médico confirmaba este hecho —si por casualidad había alguno presente— y si quería hacerle este favor. Se levantó un hombre de las sillas de respaldo, con un pequeño maletín negro en la mano, y el público le aplaudió cuando fue al encuentro de Florian junto al bordillo de la pista. Se presentó, con voz lo bastante alta para que le oyeran todos los ocupantes de la carpa, como el docteur-médecin Etienne Landgarten y luego añadió en voz baja a Florian que debía pagarle los honorarios en oro y por adelantado. Sin disimular del todo su aversión, Florian le dio dos imperiales rusos e indicó a Edge que le acompañara a la tienda vestidor.
Allí, el médico no se molestó en hacer salir de la tienda a los artistas que se habían congregado en torno a Lunes y no pidió a su paciente que se desnudara, dándole sólo unos golpecitos rutinarios en el pecho. Entonces se levantó y dijo en inglés a nadie en particular:
—Manténgala supina en la litera, sujeta con correas y bien caliente, pero llévenla al hospital. Los hospitales aún tienen cuando menos muchos médicos musculares y esta paciente necesitará una corrección enérgica de la espina dorsal y después una prolongada inmovilización. Esto es todo lo que puede hacerse por ella. Adieu et bonne chance.
Se volvió para irse, pero Domingo preguntó:
—Doctor… ¿puede decirnos qué… qué se ha resentido?
—Una comadrona de pueblo podría decírselo —contestó él con desdén—. Fractura de las vértebras torácicas novena y décima. Anestekinesia parapléjica total e irreversible, con atrofia posterior de las extremidades pélvicas. Probables episodios repetidos de disnea, con peligro de asfixia. Son también probables las úlceras de decúbito, el estancamiento fecal de por vida y una micción incompleta. Con tan extensos defectos somestésicos, correrá el riesgo de traumatismos involuntarios autoinfligidos. ¿Basta esto para disipar su ignorancia, mademoiselle?
Domingo sólo pudo parpadear, pero Lunes abrió mucho los ojos, alarmada y quizá extrañada de que pudieran aquejarla tantos males tan de repente. Pemjean gimió y enderezó su cuerpo vestido de rojo que había estado en cuclillas junto a la litera. Agarró con ambas manos la corbata del médico, la anudó con fuerza en torno a sus puños y casi levantó al hombre del suelo. Mirándole como un demonio auténtico, Pemjean dijo en voz baja, pero con un acento que habría acobardado a un tigre rebelde:
—Un poème épique, monsieur le docteur. Pero ahora, pèt-sec, dígalo con palabras sencillas. ¿Qué le pasa a la chica? ¿Qué podemos hacer para curarla? ¿Cuál será el resultado?
El médico sólo pudo emitir ruidos ahogados hasta que Pemjean le soltó, aunque siguió agarrándole la corbata.
—Alors… —jadeó el hombre y continuó con dificultad, celeridad y temor—: La… paciente… se ha aplastado dos huesos de la columna que contienen nervios vitales y éstos se han dañado sin remedio. Deben estirarla con mucha fuerza para alinear de nuevo estos huesos y luego mantenerla estirada hasta que se suelden. Los huesos se soldarán, pero los nervios no son recuperables. Con el tiempo podrá moverse con una silla de ruedas, pero nunca más tendrá la menor sensación ni capacidad de movimiento de la cintura para abajo. Sus piernas inactivas se arrugarán poco a poco. Como algunos de los nervios dañados pasan por el diafragma, a veces le costará respirar y será preciso atenderla continuamente para cambiarla de posición en la cama o en la silla para que no se ahogue, y también para evitar úlceras causadas por la inmovilidad. Además, como no sentirá nada en las partes inferiores de su cuerpo, deberán prevenirse las quemaduras, cortes o, ejem, infecciones femeninas que pueden producirse sin que se dé cuenta. Y como sus intestinos no pueden controlar el contenido ni la expulsión, dejará escapar estas… estas sustancias, pero nunca lo suficiente para vaciarlos, por lo que será propensa a un envenenamiento sistemático por los propios líquidos residuales. Por consiguiente, una enfermera deberá ponerle regularmente enemas para vaciar los intestinos y apretarle el abdomen para vaciar la vejiga…
—¡Prefiero morir! —gimió Lunes.
—No, no lo prefieres —le dijo Pemjean y luego sacudió con fuerza al médico—. ¿Algo más? ¡Hable!
—Nada más, nada más, monsieur. Con estas atenciones podrá vivir mucho tiempo. No ambulante, pero tampoco inválida y, por lo menos después de la corrección forzada, sin ningún dolor extraordinario. Por favor, ¿puedo irme ya, monsieur?
Pemjean calló, como pensando algo.
—Hace semanas que mis felinos no han visto una comida decente, pero creo que rechazarían una basura como tú. Oui… démerdetoi! —Y lanzó al hombre fuera de la tienda.
—Bien hecho, Jean-François —aprobó Edge—. Domingo, quédate aquí con tu hermana. Manténla bien abrigada y no le dejes mover ni un dedo. Diré a Banat que prepare un carromato para llevarla al hospital y Florian enviará a alguien por delante para reservar una habitación en el mejor de la ciudad. Ahora, todos los demás volved a la carpa para la cabalgata final. Y, Lunes, deja de llorar. Tendrías que tener la sensatez de no creer a un matasanos como ése, diga lo que diga.
—S-sí, señor Zack —dijo ella, resollando. Domingo se inclinó para murmurarle algo y Lunes añadió—: Oh, y antes de que te vayas… señor Demonio… aún no te he dado las gracias. —De hecho, era la primera vez que le hablaba desde San Petersburgo—. De no ser por ti, señor Demonio, estaría muerta, probablemente. Has hecho una buena acción.
—Te debía una buena acción, chérie —dijo él en voz baja, y se marchó.
Un poco más tarde, fue él, junto con Florian y Edge, quien llevó a Lunes —acostada detrás en la litera, con Domingo a su lado— a una pequeña clínica privada y cara del Centre Médical Marmottan, no muy lejos del Bois. Todos permanecieron cerca mientras los sanitarios entraban cuidadosamente a Lunes y un médico solícito —muy diferente del otro— la examinaba con ternura de arriba abajo. Cuando el doctor Tonnelier se apartó de la litera, atusándose la barba, Florian murmuró, para que los demás no le oyeran:
—Monsieur le docteur, le han recomendado algo llamado una «corrección forzada». ¿Será muy doloroso para la muchacha?
—Lo sería, sí. Insoportable. Siempre lo ha sido. Lo bastante doloroso para que el paciente más fuerte grite como un condenado del infierno. ¿Es usted un ferviente patriota francés, monsieur?
—¿Eh? ¿Qué tiene que ver esto con lo que nos ocupa?
—La corrección forzada, que no se diferencia mucho del potro medieval, es el método francés. De ahí que muchos cirujanos franceses lo prefieran y no consideren ningún método alternativo. Sin embargo, aquí en el Marmottan, si no ofendo sus sentimientos franceses al decirlo, preferimos el método más humano introducido por, ejem, los detestables boches. El nombre alemán es Modellierverbesserung, si lo pronuncio correctamente.
—Ja. Ejem, oui. Corrección modulada.
—Eso es. A diferencia del método francés, completamente indoloro para el paciente. Tedioso, lo admito, pero no más que las consecuencias del método francés. Un invento muy piadoso, n’est-ce pas?, para venir de una gente tan violenta como los boches.
—Si sirve y no duele, no me importaría que lo hubiese inventado el huno Atila.
—Ni a mí tampoco. Usted y los otros amigos de mademoiselle pueden incluso observar la iniciación del procedimiento en cuanto las enfermeras la hayan desnudado y preparado.
Vieron, pues, cómo acostaban a Lunes en un alto artilugio de cuerdas, pesos y poleas que parecía un aparato circense, con el cuerpo estirado entre una tracción suave pero insistente del collarín acolchado y las abrazaderas de los tobillos. El médico y sus ayudantes ajustaron repetidas veces, con minuciosidad, los diversos alambres y numerosos cojines que rodeaban el cuerpo de Lunes. Ésta no gritó ni gimió ni siquiera se quejó una sola vez. Hasta llegó a sonreír una o dos veces y en un momento dado murmuró:
—Nunca en mi vida me habían hecho tanto caso.
Cuando estuvo satisfecho del ajuste de la tracción, el doctor Tonnelier explicó a Florian y los otros:
—Se harán ajustes continuos, tanto para acelerar el proceso de curación como para prestar a la muchacha la comodidad de pequeños pero frecuentes cambios de posición. La corrección modulada suele requerir de cuatro a seis semanas. Mademoiselle Simms es joven, flexible y sana; yo diría que podrá dejar la cama en sólo cuatro. Pero no para levantarse; ya saben que nunca más se levantará. Una vez pase a la silla de ruedas, tendrá que adaptarse a esa vida. Esto ya rebasa mi métier como cirujano; entonces sólo podrán ayudarla sus seres queridos.
—Lo comprendemos —dijo Domingo.
—Nos ocuparemos de ella —dijo Pemjean.
Domingo se quedó la primera noche en el hospital para hacer compañía a su hermana. Los demás dijeron «au revoir» a Lunes y al bondadoso médico y se fueron al circo para dejar allí el carromato y los caballos. Mientras iban, Pemjean volvió a decir:
—Debía una buena acción a Lunes. Y he rezado largo tiempo por un rapprochement. Sólo desearía que no se hubiera producido de este modo.
—No te sientas tan culpable, Jean-François —dijo Edge—. Hace mucho tiempo amé a una mujer que bailaba en la cuerda floja. Antes de que te incorporases a nosotros; no llegaste a conocerla. Siempre me aterraba la idea de que se cayera, como le ha ocurrido esta noche a Lunes. Ahora agradecería a Dios que se hubiera caído… en lugar de lo que sucedió. Preferiría poder cuidar y vivir con la mitad de ella a haberla perdido del todo.
—Aussi moi-même —asintió Pemjean, y se volvió hacia Florian—: Por favor, monsieur le gouverneur, no despedirá ahora a la chica, ¿verdad? ¿Ahora que está…?
—¡Vaya pregunta insultante! —replicó Florian—. ¡Claro que no!
—Entonces me gustaría que me confiara su cuidado. Quizá ya me ha perdonado el mal que le hice, pero aún le debo una satisfacción. Si ella me lo permite, la cuidaré durante toda su vida.
—Bueno… —contestó Florian, mirándole de soslayo—. Si los dos queréis reanudar lo que dejasteis, hay algo que desearía saber…
—¿Si estoy curado de mi abominable enfermedad? —replicó Pemjean con una sonrisa torcida—. No puedo estar seguro, monsieur, pero ese primer médico de esta noche, pese a su estúpido emmerdement, ha dicho la verdad en un detalle. Lunes ya no tiene sensación en esas partes. De hecho, está châtrée… y por lo tanto, yo también lo estaré. Ella añorará tristemente sin duda tan delicioso aspecto de la vida y confieso que yo también, pero así tenemos la garantía de que nunca más le haré sufrir los tormentos a que la sometí una vez. Ni siquiera aunque deseara ser tan cruel, lo cual no deseo en absoluto.
—En este caso, es tuya —dijo Florian— y los dos podéis contar con mi bendición más sincera.
Guardaron un rato de silencio mientras recorrían las calles oscuras y desiertas donde a aquella hora no se oía siquiera el rumor distante de los cañones. Luego Florian habló de nuevo en tono pesaroso:
—Juré que nuestro Florilegio seguiría actuando aquí mientras tuviéramos un solo artista capaz de trabajar, y empiezo a preguntarme si los Hados han decidido malignamente hacerme cumplir tan atolondrado juramento y reducir nuestra compañía a un solo miembro. La pérdida de Miss Eel es tan reciente… después la signorina Giuseppina, Monsieur Roulette y el Saratoga. Ahora Mademoiselle Cendrillon. Y esta misma mañana Madame Alp me ha confiado que está embarazada.
—Qui? —preguntó Pemjean y Edge se extrañó.
—¿Madame Alp?
—Sí. Naturalmente, esto será sólo una breve molestia cuando nazca el niño, porque mientras tanto contribuirá incluso a prestar a Madame Alp una apariencia todavía más gigantesca en el escenario.
—Director —dijo Edge—, hace unos seis años que dejamos a Madame Alp en Baltimore.
—¿Eh? —Florian pareció momentáneamente desorientado—. ¿He dicho Madame Alp? —Se rascó la perilla, confundido—. Vaya. Quizá los Hados me están sugiriendo el retiro, baldándome con senilidad. Me refería, por supuesto, a la princesa Brunilda.
—Ah —dijo Pemjean—, ¿está embarazada? Quelles bonnes nouvelles!
—Sí. Tanto ella como el Inmortal están extasiados y también deberíamos estarlo nosotros por ellos. De todos modos, como ya he dicho, su estado interesante no la impedirá por ahora participar en el espectáculo del intermedio. Sin embargo, necesitará atención médica cuando llegue el momento y consulta médica tal vez un poco antes. Esto significa más gasto, porque estoy decidido a pagar lo que sea para no ponerla en manos de un charlatán como el doctor Lustgolden, o como se llame ese papanatas. Y os diré francamente, caballeros, que los gastos empiezan a preocuparme. Aquella caja de imperiales del zar Alejandro se vacía poco a poco. Es cierto que en la tesorería del furgón rojo tenemos gran cantidad de francos franceses, pero ahora carecen prácticamente de valor y quién sabe si volverán a tenerlo algún día. Si continúan así… —Movió la cabeza y suspiró—. Considerando la merma de nuestra compañía y nuestra inminente pobreza, el Florilegio casi ha completado su círculo, volviendo al espectáculo de tres al cuarto que era en un principio, cuando tú, coronel Ramrod, lo conociste a orillas de aquel arroyo de Virginia. Bueno… di algo.
—Qué voy a decir, maldita sea. No he prestado la menor atención a sus lamentaciones, director. Mientras me llame por mi nombre de circo, sé muy bien que no ha perdido su eterno optimismo. Ni su habilidad para bajar flotando como un corcho por una catarata. Y mientras continúe así, todos nosotros estaremos bien.
—Ah, bueno, gracias por tu confianza; espero que esté justificada. Sí, sí… tendremos que improvisar sobre la marcha. ¡Si al menos terminara esta maldita guerra!