10

La noche del viernes llegaron a Winchester y encontraron un terreno donde acampar cerca del cementerio negro, así que hicieron una función el sábado ante un público bastante numeroso y descansaron el domingo antes de volver a trabajar el lunes. La mayoría de artistas tenían tareas o ensayos para ocupar su tiempo libre, pero algunos pasearon despacio hasta Loudoun Street para dar un vistazo a Winchester.

Todo un bloque de edificios cerca del juzgado estaba derruido y ahora usaban la plaza vacía como un mercado al aire libre, lleno de carretas de granja, carretillas y tenderetes con letreros escritos a mano:

«HORTALIZAS», «PESCADO», «PASTELES», «NOVEDADES», etc., pero sólo los puestos de pescado tenían mucho que vender. Edge, Rouleau y Mullenax paseaban juntos y no miraban con demasiada atención cuando pasó por su lado una niña negra, vestida con una vieja batita de percal, que corría al mercado con una cesta casi tan grande como ella. Sin embargo, se fijaron en ella cuando volvió a pasar, una vez hecha la compra, con la pesada cesta al brazo, porque se le acercó de repente un hombre blanco de aspecto siniestro. O un hombre casi blanco. Los tres miembros del circo se habían detenido en el umbral de una tienda vacía para encender sus pipas fuera de la brisa, así que presenciaron casualmente la escena sin ser observados.

—Eh, niña, déjame ver —dijo el hombre, parándola y dando un vistazo a la cesta—. Una barra de pan, dos pescados, varios paquetes de comida. Muy bien. Exactamente lo que te han mandado comprar. Y bien, ¿recuerdas dónde tienes que entregar tus compras?

—Pues, claro —contestó la niña, perpleja y desconfiada—. Tengo que llevarlas a la señora Morgan. A nuestra casa, señor.

—Muy bien. —El hombre levantó un dedo y ladeó la cabeza—. Ahora quiero asegurarme de que eres la chiquilla a quien me han enviado a buscar. Es la señora Morgan de… ¿qué calle?

—Pues, Weems Street, señor, bajando por allí…

—Exactamente. Sin embargo, la señora Morgan ha decidido que necesita estas cosas en seguida, porque va a salir a visitar a la señora Swink y no estará en Weems Street cuando tú llegues, así que me ha enviado para que se las lleve a casa de la señora Swink. Aquí tienes un penique. Ve a comprarte un caramelo y yo cogeré la ces…

De improviso se vio rodeado por los tres hombres. Ninguno de ellos era bajo y ninguno parecía contento de conocerlo.

Rouleau dijo a la niña:

—Quédate con la cesta, petite négrillonne, y corre a tu casa. —Ella obedeció, echando a correr.

Edge, asqueado, echó humo contra la cara del hombre y observó:

—Es el truco más mezquino que he presenciado en mi vida. Mullenax le dijo:

—Mister, tú y yo nos vamos a aquel pasaje, para no ensangrentar la calle, a hablar de tu repugnante conducta.

El hombre esbozó una sonrisa, se encogió de hombros y replicó:

—Sí, hagámoslo. Mejor morir de una paliza que de hambre. Y lo merezco. Ha sido realmente el truco más mezquino jamás intentado por Foursquare John Fitzfarris.

—El hambre no es excusa para robar —gruñó Mullenax.

—¡Cómo! Es la mejor que he tenido en mi vida —dijo Fitzfarris—. Tendría que haber oído algunas de mis otras excusas.

—Si tenías un penique para dar a la niña, péteur, podrías haberte comprado por lo menos un panecillo para matar el hambre.

—Ay, cualquier tendero habría visto que el penique es tan falso como yo —respondió Fitzfarris—. Es un centavo mexicano que una vez me endosó un rufián. Tendría que haber sabido entonces que estaba perdiendo facultades. Vámonos a ese pasaje y acabemos de una vez.

—Un momento —dijo Edge—. ¿Has estado en México?

—Bueno, no exactamente. —Dio una ojeada al uniforme de Edge—. Estaba en la frontera, en Fort Taylor, cuando vosotros los soldados volvíais de allí. Fui a venderos el tónico Buen Samaritano del doctor Hallelujah Weatherby para que pudierais curaros la gonorrea contagiada por las señoritas, antes de volver a los brazos de vuestras novias.

Rouleau no pudo evitar la risa y Mullenax preguntó, esta vez sin gruñir:

—¿Y fue bien? ¿Les curó la gonorrea?

—Espero que sí. El líquido me había fallado miserablemente como revitalizador del cabello, analgésico, eliminador de callos, alivio de las molestias femeninas… y no sé qué más. —Se volvió de nuevo hacia Edge—. No, soldado, mi extraño aspecto no data de México. Tuve el buen sentido de permanecer al margen de aquella guerra. Sin embargo, me vi envuelto en esta más reciente y fue una bala perdida lo que me dio este aspecto pintoresco que tengo ahora.

Edge lo contempló un momento y luego dijo a los otros:

—Muchachos, creo que podemos pasar por alto el breve desliz de un honrado veterano, ¿verdad? ¿Y quizá ofrecerle un bocado y un trago? —Los otros dos asintieron con bastante cordialidad—. Allí hay un bar y tengo un poco de dinero secesionista de Florian, si el dueño quiere aceptarlo.

El tabernero lo aceptó, quizá por miedo a los cuatro corpulentos ejemplares que entraron en su bar. Ni siquiera intentó encajarles el vino local o la cerveza de calabaza, únicas bebidas que estaban a la vista, sino que fue a buscar detrás del bar un cuñete de genuino whisky de las montañas. Y cuando le pidieron comida, fue a la trastienda y volvió con huevos cocidos y rebanadas de pan rancio untado con manteca. Mientras Fitzfarris devoraba el yantar y lo regaba con whisky, hizo a sus nuevos compañeros un rápido bosquejo de su historia.

—En diferentes épocas he vendido acciones, bonos, participaciones en minas de oro y toda clase de seguros. He solicitado fondos para sociedades benéficas inexistentes. He comerciado con un ungüento que garantizaba a los negros una piel blanca, o de cualquier otro color. Cuando fallaba todo lo demás, siempre podía llenar de líquido unos frascos vacíos y pegarles las etiquetas del doctor Hallelujah. Sin embargo, no puedo vender un curalotodo cuando he de ir exhibiendo este defecto demasiado evidente. Por definición, un estafador tiene que inspirar confianza y la mejor manera de inspirarla en los demás es tenerla en uno mismo. Pero ¿cómo diablos puedo irradiar confianza ahora?

—Humm —murmuró Rouleau, pensativo, y bebió un sorbo de whisky.

—Y peor aún, el estafador debe tener la fisonomía anónima, corriente y vulgar que yo tenía antes. Diez minutos después de vender algo a un cliente, no me podría haber distinguido entre un grupo de sus propios familiares. Ahora, en cambio, soy visible como un caníbal en un coro de iglesia. Ni siquiera serviría para ratero. Los caballos se encabritarían al verme. Los niños llorarían.

—Tal vez deberías considerar otra línea de actividades —sugirió Rouleau.

—Bueno, siempre hay los pedidos por correo —dijo Fitzfarris con expresión sombría—, si el servicio postal vuelve a funcionar alguna vez. Podría solicitar clientes anunciándome en el periódico.

—¿Cómo se puede irradiar confianza y todo eso en un anuncio por palabras? —preguntó Edge.

—En una ocasión —dijo Fitzfarris— en que estaba sin trabajo y no tenía capital, me crucé con un buhonero que vendía cintas para el pelo a dos centavos la unidad. Eran cintas muy bonitas, de todos los colores, que medían dos centímetros y medio de anchura y sesenta de longitud. Pensé: tendría que haber un mercado más provechoso para estas cosas. Así que le abordé, regateé un poco y le compré todas las existencias a un centavo y medio la cinta.

Hizo una pausa para comer huevo y beber un sorbo de whisky.

—¿Y qué pasó luego? —preguntó Mullenax—. Apuesto algo a que las vendiste a chicas negras por un precio exorbitante.

—No, señor. Las vendí a hombres jóvenes (de qué color, no lo sé, ya que sólo los traté por correo), y las vendí a un precio muy exorbitante.

—¿A hombres?

—Te pregunto, amigo Mullenax: ¿cuál es la preocupación principal y profunda de todos los muchachos? El temor de haber perdido la virilidad, de haberse debilitado e incapacitado para el matrimonio a causa de su práctica en la niñez del… —Se interrumpió para mirar a su alrededor. En el bar sólo estaban ellos y el tabernero, que fingía una total falta de interés. No obstante, Fitzfarris bajó la voz y añadió en un murmullo confidencial—:… del vicio solitario y abominable de la masturbación.

Mullenax hipó y preguntó en voz alta:

—¿Qué diablos es eso? —Rouleau se inclinó para murmurar en su oído y Mullenax dijo—: Ah, eso. El pecado doméstico.

—Con el dinero que me quedaba —continuó Fitzfarris— hice imprimir algo y también puse un par de discretos anuncios en el periódico, invitando a todos los jóvenes preocupados sobre el estado de su virilidad a enviar una muestra de orina, que el doctor Hallelujah Weatherby analizaría de forma gratuita. Pues bien, me inundaron completamente de muestras, lo cual no me hizo muy popular en la estafeta de correos.

—Ni muy rico, diría yo —observó Edge—. ¿Qué intención tenía? —El doctor Hal envió a cada remitente un análisis alarmante, impreso por anticipado, claro, que decía, más o menos: «Sí, estimado amigo, su muestra contiene indicios inconfundibles de que ha abusado de la nefasta costumbre. No tardará en sufrir pérdida de cabello, de dientes, de visión, de mente y de potencia». Iba incluido un certificado que daba derecho al paciente de recibir a vuelta de correo, previo el pago de siete dólares en efectivo, una cura garantizada de su enfermedad, con devolución del dinero si no quedaba satisfecho.

—¿Las cintas?

—Una cinta para cada cliente. Mientras tanto, a medida que los ganaba, invertía parte de los giros de siete dólares en más anuncios. El negocio llegó a ser lucrativo, hice un montón de dinero, hasta que consideré prudente dejar el timo y la ciudad.

—No lo comprendo —dijo Rouleau—. Una poción, tal vez, como su tónico Samaritano, o una píldora o algo parecido. Pero… ¡una cinta!

—Cada cliente recibía instrucciones con su cinta. Todas las noches debía juntar las muñecas y atarlas con ella. Es evidente que de este modo no podría menear su… quiero decir, masturbarse, y el ingenioso invento del doctor Weatherby le curaría en seguida de tan pernicioso hábito.

En el bar hubo un silencio largo, expectante e inquisitivo. Al final fue el tabernero quien no pudo soportarlo más tiempo y preguntó:

—¿Y lo hizo?

—¿Curar a alguien? Lo dudo, señor. ¿Ha intentado alguna vez atarse juntas las dos manos?

—Bueno… pues entonces debió de recibir muchas reclamaciones, exigiendo la devolución del dinero.

—Oh, sí, y algunas en un lenguaje muy subido de tono. Envié a cada demandante una misiva en que le remitía a la letra pequeña de la garantía. Su dinero le sería devuelto en cuanto mandase al doctor Weatherby tres declaraciones juradas, con la correspondiente firma (una de su ministro, una de un miembro de su propia familia y una de cualquier comerciante importante de su comunidad), en la que cada uno afirmase que el sujeto era de hecho un masturbador notorio y que, pese a la ayuda profesional del doctor Weatherby, continuaba masturbándose. Nunca volví a tener noticias de ninguno de ellos…

Le interrumpieron las estentóreas carcajadas del tabernero que, cuando se recobró, vertió generosas dosis de whisky en todos sus vasos y en el suyo propio y anunció:

—Bebed, muchachos, esta ronda es a cuenta de la casa. No me había reído tanto desde antes de la guerra, cuando un pastelero huyó con la esposa del predicador. Lo gracioso fue que el predicador Dudley se lanzó en su persecución y fue él quien resultó muerto por un rayo. Buena suerte, señor…

—Ex cabo Foursquare John Fitzfarris.

—Dígame, señor Foursquare, ¿saca algo de su ocupación aparte de diversión, dinero y enemigos para toda la vida? ¿Es así como se le puso la cara mitad azul, mitad normal? Se parece bastante al predicador Dudley cuando le llevaron a su casa.

—No, señor —contestó Fitzfarris en tono desabrido, aunque con cortesía—, un rifle defectuoso explotó y me salpicó media cara de pólvora caliente. La pólvora negra incrustada bajo la piel parece azul. Un trabajo casi tan limpio como si me hubiese tatuado a propósito de la nariz a la oreja y de la raíz de los cabellos a la clavícula.

—Diablos —dijo el tabernero—, podría dedicarse al circo.

—De hecho —observó Rouleau—, nosotros tres nos dedicamos al circo. Yo soy acróbata de pista. El coronel es tirador y el pirata amaestra jabalíes.

—Vaya, esto es extraordinario —dijeron a la vez el tabernero y Fitzfarris.

—El Floreciente Florilegio de Florian florece ahora cerca del cementerio negro. Estoy autorizado para ofrecerle un empleo, monsieur Fitzfarris. Espere. Attendez. —Levantó una mano—. Antes de pegarme, escúcheme. Ser un Hombre Tatuado es preferible, por lo menos, a una carrera de ladrón que roba la comida a sirvientas menores de edad.

—Dios Todopoderoso —murmuró Fitzfarris—, me alegro muchísimo de que mi anciana madre y todos mis mentores hayan muerto. Pensar que llegaría a ser invitado a figurar como monstruo en un espectáculo.

—No lo desprecie —dijo Rouleau—. Un circo ambulante ofrece a un hombre amplias oportunidades de… ¿cómo lo diría?, de ejercitar todos sus talentos. Además, permítame añadir, nunca se queda en un sitio demasiado tiempo…

—Bueno, tal vez… —dijo Fitzfarris, pensativo.

Una hora después, Florian, acariciando satisfecho su pequeña barba, preguntó a Fitzfarris:

—Si le disgusta el sobrenombre de Hombre Tatuado, ¿qué le parece si le contratamos como Hombre Gallo?

Fitzfarris respondió, con resignación:

—Esto es como dudar entre ano y recto para hablar del culo. Llámeme Hombre Tatuado.

Y así, durante el intermedio del programa del lunes, la gente de Winchester oyó a Florian anunciar, fuera del pabellón:

—¡El explorador más gallardo de nuestro tiempo! Damas y caballeros, les presento a sir John Doe, el Hombre Tatuado. Por razones que pronto sabrán, sir John prefiere no revelar su verdadero nombre, porque lo reconocerían como uno de los más nobles de los pares ingleses.

El público miró con la boca abierta a Fitzfarris, envuelto en la capa negra del coronel Ramrod, tanto para ocultar sus viejas ropas civiles como para dar mayor realce a su cara bicolor. Intentaba parecer lo más inglés posible, con la mitad de la cara color de carne y la otra mitad azul.

—Mientras exploraba osadamente la parte más remota de Persia —explicó Florian a gritos—, sir John osó también enamorarse de una favorita del sha Nashir, la hermosa princesa Shalimar, y llegó a introducirse en las habitaciones más íntimas del harén, en el palacio del sha, para cortejar a la princesa. Desgraciadamente, sir John fue sorprendido y capturado por los eunucos del harén, y la romántica aventura tuvo un final trágico.

Florian se pasó el pañuelo por los ojos. Fitzfarris permanecía en actitud estoica.

—El airado sha desterró a la bella princesa a la cumbre de una montaña lejana, donde aún languidece en la actualidad. Y sir John sufrió el castigo que ustedes ven. El cruel sha Nashir mandó a sus fuertes eunucos negros que sujetaran a este hombre valiente mientras le quemaban la mitad de la cara con las llamas azules del terrible fuego bengalí. Ahora sir John recorre el mundo como el Hombre Tatuado, reacio a volver a su propio país (incapaz de regresar jamás al lado de su adorada princesa), llevando la marca indeleble de su amor convertido en tragedia.

Florian volvió a secarse los ojos y varias mujeres sollozaron.

Sir John es el único hombre occidental que ha entrado jamás en un harén persa y salido vivo de él. Y está dispuesto a contar su aventura. Si algunos de ustedes, caballeros, desea gastar la mísera cantidad de diez centavos, o diez dólares confederados, sir John le relatará todos los escandalosos secretos del harén, de las doncellas tomadas por la fuerza, de los eunucos mutilados, de las concubinas voluptuosas. Como es natural, las damas y los jóvenes no querrán oír semejantes cosas, de modo que, si me acompañan, los guiaré hasta el Hombre Cocodrilo, un horrible ser descubierto en las orillas del Amazonas…

Por lo visto, a ningún miembro masculino del público le sobraban diez centavos o dólares, o no sentía curiosidad por los secretos del harén, así que fueron con Florian y las mujeres a contemplar a Abner Mullenax, que rugía en el suelo.

Cuando la caravana del circo abandonó Winchester a la mañana siguiente, Fitzfarris, que viajaba al lado de Rouleau, en el asiento del furgón de la utilería, dijo:

—¿Sabes una cosa? Por Dios que siempre había creído tener un pico de oro, pero el tal Florian se lleva la palma en descaro, poca vergüenza y falta de decoro.

Eh, bien —se echó a reír Rouleau—, todavía recuerdo que cuando era un Primero de Mayo, hace mucho tiempo, Florian me dijo que nunca debíamos dejarnos llevar por el decoro, el precedente, la moralidad o las convenciones, que no son más que recetas para la banalidad. Creo, Fitz, que tú y Florian os vais a llevar como hermanos.

Florian, a la vanguardia de la caravana en el carruaje, con Edge cabalgando a su lado, dijo:

—Ese tipo Fitzfarris, ¿al lado de quién hacía la guerra cuando sufrió esa curiosa desfiguración?

—No se me ocurrió preguntarlo —contestó Edge— y dudo de que le creyera si me lo dijese. En cualquier caso, me imagino que esos detalles ya no importan. —Señaló—. Ahí está el cruce de George Town, si aún quiere ir a Baltimore por el camino más corto.

Florian dirigió a Bola de Nieve hacia el camino que se desviaba hacia el este del Pike. Era un camino de tierra dura, de superficie mucho mejor que la estropeada carretera de macadam por la que habían circulado. Sin embargo, sólo torcer a la derecha pareció asestar el golpe de gracia a uno de los carromatos, porque se oyó un crujido de madera y luego una sarta de maldiciones. Florian detuvo a Bola de Nieve y miró hacia atrás. Se había roto una rueda trasera de la carreta que llevaba el globo. La carreta quedó ladeada y la mitad de su parte posterior al nivel del suelo; las varas casi levantaban las patas del mulo de carga. Mullenax yacía en medio del camino, agitando un puño.

—¡Maldita sea, estos días no hago más que revolcarme en el polvo!

Los otros hombres se congregaron a su alrededor para evaluar los daños.

—El carro se secó demasiado bajo tu almiar, Abner —dijo Roozeboom—. Tiene todos los radios sueltos. Debí haber sumergido estas ruedas en algún arroyo del camino. Es culpa mía.

—Bueno, la rueda no se ha roto —observó Tim—, sólo desprendido. Puedes arreglarla, holandés.

Ach, ja. He arreglado todas las ruedas de esta caravana. Sin embargo, esto significa arreglarla primero, encontrar luego un arroyo o un río y dejarla en remojo toda la noche.

—Por suerte, es el único carromato del que podemos prescindir —dijo Florian—. El resto de la caravana puede viajar mientras la arreglas.

Intervino una voz nueva:

—¿Es yanqui alguno de vosotros?

Se volvieron y vieron a un hombre que los miraba desde el otro lado de una valla de hierro. La valla estaba cubierta de madreselva en flor, que despedía un olor delicioso. El hombre era flaco y tenía los cabellos grises, pero iba aseado e incluso bien vestido para el tiempo y el lugar. A sus espaldas se extendía una pendiente que había sido un prado pero que ahora estaba cubierta de malas hierbas, podridas y fétidas. En la distante cima de la ladera se veía una mansión señorial con columnas de dos pisos, rodeada de vetustos robles.

—No, señor —contestó Florian—. Algunos somos europeos emigrados, pero el resto son todos leales sudistas. A mi lado está el coronel Edge, de la caballería confederada, así como el sargento Yount y el cabo Fitzfarris…

—Yo soy Paxton Furfew, antiguo ayudante de la Home Guard del condado de Frederick, ahora retirado —se presentó el hombre, hablando con el acento suave del virginiano de buena cuna—. Perdonen mi exabrupto antes de la invitación, pero ¿les gustaría descansar aquí en Oakhaven mientras reparan su carromato? La señora Furfew y yo no podemos soportar a los yanquis, pero agradecemos la compañía de personas más decentes. Quizá guste a las señoras de su grupo pasar una noche en un dormitorio auténtico y nuestra mesa es bastante recomendable, dadas las circunstancias.

—¿Cómo no? Es muy gentil por su parte, señor —respondió Florian—. Creo poder decir, como director de esta empresa, que todos aceptamos su invitación con celeridad y el agradecimiento más sincero.

—Nosotros somos los agradecidos, señor. Nunca hemos invitado a un circo ni a un elefante. Si continúan por el mismo camino, encontrarán la entrada de la avenida. Dejen el carro averiado donde está; algunos de nuestros negros quitarán esta parte de valla y lo arrastrarán hasta nuestras dependencias. Su carretero encontrará allí una herrería con una fragua y todas las herramientas que pueda necesitar.

Algo perplejos y llenos de admiración, los miembros de la compañía siguieron el camino que lindaba con la finca, franquearon un arco de hierro forjado y columnas de piedra, donde se leía el nombre de «OAKHAVEN», y enfilaron una avenida ligeramente sinuosa entre paredes de follaje espeso y descuidado, que antes había estado cubierto de flores. La casa, cuando por fin llegaron a ella, resultó ser más grande de lo que parecía desde el camino, pero había sufrido un gran deterioro: la pintura se desprendía, las ventanas estaban rotas y tenían parches de cartón, el estuco de las columnas de madera estaba tan resquebrajado que recordaban las ruinas romanas. Los señores Furfew los esperaban en la veranda; ella era tan regordeta como flaco su marido. Aunque iba igualmente bien vestida —con una voluminosa falda de miriñaque y gran profusión de volantes— y aunque tenía la misma voz suave, su manera de hablar era tan rústica como precisa la de él.

—Ninguno de ustedes es yanqui, han dicho —fue su saludo a los invitados.

—Y muy contentos de no serlo, madame —respondió Florian—. Aquellos de nosotros que no luchábamos por Dixie Land, sufrimos al menos por ella durante toda la guerra.

—Es lo que digo siempre —comentó ella—. Los yanquis pueden haber ganado terreno ahora, pero no tienen nada más. No han derrotado al espíritu del sur. ¿No es lo que digo siempre, señor Furfew?

—Siempre, querida —murmuró él. Y añadió, dirigiéndose a la compañía—: ¿Quieren entrar y refrescarse? Los mozos de establo se ocuparán de sus animales y acomodarán a su hombre de color.

Una colección de negros, la mayoría descalzos, todos vestidos con gastado algodón casero y todos callados y serviles como si nunca hubieran oído hablar de la Emancipación, se acercaron a coger la mayoría de las riendas, pero dejaron, murmurando y tapándose los ojos, al elefante y a Trueno, que tiraba del carromato de la jaula, para que Hannibal y Roozeboom los condujeran a los establos. Mientras los otros miembros del circo se apeaban de sus vehículos —las mujeres intentando mostrarse regias y delicadas como si se apearan de carrozas en un baile de la corte—, la señora Furfew continuó su diatriba:

—Como estamos justo en la frontera enemiga, ya hemos visto demasiados yanquis. Esos rufianes estuvieron a punto de destruir Oakhaven. Cuéntaselo, señor Furfew.

—Los yanquis casi destruyeron Oakhaven —repitió él, con paciencia, mientras entraban en el vestíbulo, que era inmenso pero carecía de muebles—. Saquearon, rompieron…

—Y destruyeron lo que no podían llevarse. Háblales de la araña y de los retratos, señor Furfew.

Él indicó vagamente el techo y las paredes.

—Aquí en el vestíbulo había antes una araña con muchos prismas de cristal y una galería de retratos de la familia Furfew. Los yanquis…

—Bajaron la araña y los prismas que no se rompieron los colgaron de los arneses de sus caballos como adorno. Entonces sacaron una lata de alquitrán y pintaron bigotes a la abuela Sofronia y a la tía Verbena del señor Furfew. Los estropearon. Los antepasados masculinos ya llevaban bigotes, así que los yanquis los destrozaron con sus bayonetas. Háblales de los relojes y los libros, señor Furfew.

Él suspiró.

—Se llevaron todos los relojes, excepto el de péndulo, que era demasiado grande para acarrearlo, así que lo destrozaron tirándolo escaleras abajo. Quemaron todos nuestros libros, incluyendo una Biblia centenaria que contenía la crónica de todos los nacimientos, muertes y bodas de los Furfew. También quemaron todos los otros documentos familiares, títulos de propiedad de tierras y de esclavos, todo lo que constaba por escrito. Ahora, querida, tal vez sea mejor que acompañes a las señoras arriba y ordenes a las doncellas que les lleven agua para lavarse.

La señora Furfew parecía más inclinada a continuar la lista de desmanes, pero siguió a Sarah, Clover Lee y Magpie Maggie Hag por la larga escalera curvada, que debía de ser un elegante adorno del vestíbulo cuando aún no le faltaban muchos balustres de la barandilla y hasta algunos peldaños.

—Deben perdonar la estridencia de Leutitia, caballeros —dijo en voz baja el señor Furfew, indicando con un gesto a su esposa, que subía la escalera detrás de las otras mujeres—. Miren sus zapatos. De satén, pensarán. Sí, pero el satén procede de viejas cajas de sombreros, despegado cuidadosamente. La blusa negra que lleva era la tela de un paraguas. Ah, los pequeños y lastimosos fingimientos y las pequeñas y valerosas gracias de la destitución. Si parece obsesionada por el odio hacia los yanquis, Dios sabe que ha tenido suficientes provocaciones.

—Bueno, supongo que deberían felicitarse de tener todavía una casa —observó Florian—. Para no mencionar a los criados. Me sorprende que no huyeran con los yanquis.

—Creo que todos temen demasiado a Leutitia —dijo el señor Furfew, con una risita no del todo irónica.

—¿Qué yanquis fueron los que saquearon la casa, señor? —preguntó Fitzfarris.

—Casi todas las tropas regulares que pueda nombrar. Las de McClellan, Banks, Shields, Milroy. Banks acuarteló aquí a sus oficiales, quizá la razón por la cual no quemaron la casa. Y, como es natural, vimos de vez en cuando a algunos de nuestros jefes confederados; Jackson y Early han cenado en nuestra mesa. Recientemente, desde que se marchó ese maldito Sheridan, han pasado por aquí grupos de pillaje para llevarse lo que dejaron los soldados. Los últimos rufianes, hace una semana, al no encontrar nada de utilidad, destrozaron lo que pudieron. Miren esto.

Los condujo a una estancia que debía de ser el antiguo salón, aunque su único mueble era ahora un gran piano de cola.

—Es un Bósendorfer con acción Erard —dijo—. O lo era.

Levantó la enorme tapa y todos miraron hacia dentro. Los últimos saqueadores habían usado los restos del alquitrán con que antes destrozaran los retratos de familia de los Furfew, derramándolo sobre los macillos y cuerdas del piano.

Fils de putain —murmuró Rouleau—. Totalmente estropeado.

—Creo, señor, que antes ha mencionado que perteneció a la Home Guard local —dijo Edge.

—Sí, maldita sea. Demasiado viejo y débil para servir. Ni siquiera tenía un hijo para enviarles, y casi lo único que pude hacer en la Home Guard fue compartir nuestras tristes experiencias con nuestros vecinos. Al principio intentamos salvar las joyas de Leutitia, la plata de su familia y cosas similares enterrándolas en el corral. Pero los yanquis ya conocían este truco. Ni siquiera se molestaban en cavar todo el terreno, limitándose a hundir sus rifles en la tierra hasta que tocaban algo. Entonces obligaban a cavar a nuestros negros. Así, pues, cuando Oakhaven gozó de un intervalo sin ocupación, escondimos todo lo que tenía algún valor debajo de los retretes, a mucha profundidad, y bajo el montón de estiércol del establo. Conseguimos salvar una buena cantidad de productos enlatados, tubérculos e incluso grano, y aconsejé a nuestros vecinos que hicieran lo mismo. Oh, a propósito, he dicho a Cadmus que dé de comer a sus animales. Parecen hambrientos.

—¡Oh, mi querido señor! —exclamó Florian—. Esto es mimarlos demasiado. Pero su bondad sobrepasa los límites de la hospitalidad. Esto debo pagárselo.

El señor Furfew pareció nervioso y echó una ojeada hacia el vestíbulo.

—Por Dios, hombre, si lleva dinero federal no se atreva a enseñarlo aquí. Hemos jurado gastar y aceptar únicamente dinero confederado hasta que no quede ningún otro recurso.

—El caso es que puedo pagarle con algo de este último.

El señor Furfew rechazó la idea, agitando la mano.

—Un día pasó por aquí un yanqui lisiado y cuando nuestro niño negro le dio un poco de agua, el soldado le alargó un penique. Leutitia cogió el penique y lo lanzó contra el hombre. Luego azotó al chico con una rama de abedul, casi hasta hacerle sangrar, por aceptarlo. —Suspiró—. Pero, como ya he dicho, ha sufrido muchas provocaciones.

—Desde luego, la guerra y todo lo demás es una gran provocación —confirmó la señora Furfew cuando se sentaron todos a comer alrededor de una mesa de tijera improvisada y sin mantel, con un surtido de platos de madera y hojalata y con unos cubiertos todavía más variados—. Tengo la sensación de que Oakhaven ha sido profanado. ¿Saben que cuando aquellos sucios oficiales yanquis se alojaron aquí tuvieron el descaro de traerse con ellos a sus fulanas de Washington? ¡Esas mujeres yanquis duras y vulgares! Como es natural, la ropa de cama que los oficiales no robaron cuando se fueron, ¡nosotros la sacamos afuera y la quemamos! Por esto, señoras, sólo podemos ofrecerles unos camastros, y si la ropa les parece un poco gris, piensen en el gris confederado.

Edge miró de reojo a Sarah y Clover Lee, aquellas duras y vulgares mujeres yanquis, pero ellas miraban con modestia sus platos y Edge sospechó que no habían dicho ni un «maldita sea» desde que habían entrado en la casa.

También se dio cuenta del aspecto grotesco que ofrecía la compañía circense sentada en torno a una mesa en un ambiente pasablemente civilizado. Había dos hombres con la cabeza rapada y brillante, uno con un fiero mostacho de morsa, el otro con una barba negra todavía más fiera; el director, esbelto y elegante, de barba plateada; un individuo flaco, de hombros altos, que habría pasado por un típico patán virginiano de no ser por el siniestro parche negro en un ojo; dos hombres jóvenes, bastante apuestos, pero uno de ellos con media cara sombreada de un azul permanente; un enano cuya cabeza llegaba apenas a la mesa; una mujer rubia y bonita, una muchacha rubia y bonita y una bruja cuya nariz y barbilla, aunque apenas visibles bajo la capucha que no se quitó ni para comer, parecían tijeras cuando masticaba. Y por último, él mismo, Zachary Edge, fuera cual fuese su aspecto. No era extraño, pensó, que la pequeña mulata que servía la mesa los mirase con ojos suspicaces y muy abiertos cuando les acercaba cazuelas y bandejas.

Florian tragó un bocado del suculento estofado y dijo:

—Lamento todas sus privaciones, madame, pero debo decir que sabe usted arreglarse muy bien con ellas y sacar el máximo partido de sus provisiones. Esta comida es deliciosa.

—Gracias, mesié. Sí, nuestra tía Phoebe sabe hacer maravillas con pocos ingredientes. Sólo me gustaría que enseñara buenos modales a su escandalosa prole. —Levantó la voz para hablar a la muchacha que en aquel momento servía tomates asados en el plato de Yount—. ¡Tú, señorita! Estás sirviendo al caballero por la derecha. ¡No se sirve por este lado! ¡Ven aquí, tunanta!

La chica, que no tendría más de doce o trece años y cuyo color no era más oscuro que el de un cervato, puso los ojos en blanco y gimió:

—Zeñora, nunca apenderé. ¿Cómo pue el lao deresho estar equivocao?

—¡Cierra la boca! —El rostro de la señora Furfew se tiñó del color de la berenjena, con lo cual era más oscuro que el de la mulata—. ¡Te he dicho que vengas aquí, estúpida!

La muchacha rodeó la mesa de mala gana para que la señora Furfew pudiese alcanzarla y propinarle un cachete. La chica dio un respingo e hizo ademán de irse, pero la señora Furfew gritó:

—No, señorita, eso no. Quiero oírlo. Hincha las mejillas, tal como te he enseñado.

La chica hinchó las mejillas, aclarando todavía más su tez, y la señora Furfew le propinó otro cachete, que esta vez resonó con más fuerza que todas las bofetadas de Tim en la pista del circo.

Mientras todos los demás permanecían en silencio, confundidos, el señor Furfew alivió la tensión, volviéndose hacia Florian para preguntarle el destino de la caravana circense.

—Baltimore, señor, a este lado del agua. Tenemos intención de llevar nuestro Florilegio hasta Europa… si podemos cambiar nuestro dinero secesionista para los pasajes. —Florian vio que el señor Furfew fruncía el ceño y dijo en seguida en tono conciliador a la señora Furfew—: Tenemos que hacer dinero, pero estamos decididos a no ganarlo trabajando en tierra yanqui.

Ella no había enrojecido e incluso asintió con aprobación.

—Comparto sus sentimientos. Mi querido hermano perdió la vida en Tennessee, pero ya he dejado de llorarle. Ahora envidio a Henry, se lo digo de verdad. Luchó por la causa, que es más de lo que podemos decir las mujeres. Sólo hemos podido resistir, tratar de salir adelante.

—En Petersburg —dijo Yount— las damas de la ciudad solían aprovechar los momentos de calma para visitar el frente e inspirar a los soldados. —Lo dijo con acritud, pero la señora Furfew no pareció darse cuenta—. Solían llevarnos tractos con objeto de impedir que jugásemos o maldijéramos o hiciéramos cosas impropias. Sólo luchar y matar, como era nuestro deber.

La señora Furfew volvió a asentir con aprobación.

—Sí, nuestro trabajo era inspirar. Las débiles mujeres no podíamos hacer muchas más cosas. Por esto envidio a Henry. Él, por lo menos, pudo morir por aquello en lo que creía.

Fitzfarris preguntó con languidez:

—¿Y qué era, señora?

—¡Cómo! Pues, el sur, naturalmente. Por la cultura, los principios y la moral del sur. Henry debe de sentirse orgulloso y bueno de haber muerto por eso. ¿No lo cree usted así, cabo?

—No lo sé, señora. He visto muchos muertos y ninguno parecía orgulloso de estarlo. Me imagino que Henry sólo está contento de descansar por fin, sin peligro de que vuelvan a dispararle.

—No le dispararon, cabo. Su coronel envió una hermosa carta de condolencia, diciendo que Henry murió de disentería.

—¡Ah! Entonces apuesto algo a que aún está más contento. Yo también tuve diarrea una vez y…

La señora Furfew se indignó de repente.

—¡Para usted es muy fácil hablar! ¡Oh, los vivos pueden permitirse el lujo de criticar a los muertos, ¿verdad?, y despreciar a la gloriosa causa! ¡Todos ustedes pueden perdonar y olvidar la guerra porque son ustedes quienes la han perdido! —Volvía a estar del color de la berenjena—. ¡Pero las mujeres del sur no olvidaremos jamás a la causa! ¡Nosotras no nos hemos rendido, no hemos desertado y nunca lo haremos!

—Vaya, vaya —dijo Florian, intentando calmar los ánimos—. Pastel de fruta para postre. ¿No cesarán nunca los milagros? Tan apetitoso como el resto de la comida. Su cocinera es un verdadero tesoro, madame.

La señora Furfew palideció un poco y aceptó a regañadientes el cambio de tema.

—Sí, Phoebe hace un pastel de fruta bastante tolerable, teniendo en cuenta que no tiene más ingredientes que nueces, picamineros y granos de pimienta.

—Creo que iré en persona a felicitar a la dama chef —dijo Florian—. ¿Me permite?

Esperó la condescendiente inclinación de cabeza de la señora Furfew y huyó de la mesa en dirección a las dependencias de la cocina.

Sin embargo, la anfitriona no sufrió más berrinches y los comensales se dispersaron sin discusiones ulteriores. La señora Furfew insistió en que «todas las señoras» siguieran la costumbre inviolable de las bellezas sureñas de retirarse a sus habitaciones para hacer la siesta. Roozeboom se fue a la herrería para arreglar la rueda de la carreta y los otros hombres salieron a fumar a la veranda y luego se dividieron en grupos de dos o tres.

El señor Furfew hacía un discurso a Trimm y Edge:

—… Sí, Jeff Davis fue muy criticado, pero, caballeros, el presidente Davis conocía el carácter del sur. Sabía que para un acuerdo amistoso entre nosotros y el norte, el sur tenía que ganar la guerra. O, si no podía ganarla, tenía que ser derrotado, derrotado de verdad, de una manera total.

—Y así ha sido —gruñó Tim.

—Sí, hemos perdido. Pero, ¡ah, qué lucha tan maravillosa! Fitzfarris decía a Rouleau:

—Nuestro anfitrión es un caballero cultivado y ella parece una familia de cerdos dándose aires de grandeza. ¿Cómo crees que llegaron a juntarse esos dos?

Tiens, me inclino a sospechar que se conocieron en un bosque —contestó Rouleau—, cuando él le quitó una espina de la pezuña. Mullenax decía a Yount:

—Esa mujer está como una cabra. Espero que no se hayan vuelto locas todas las mujeres de Dixie.

—Si estas mujeres quieren continuar la guerra después de que haya terminado —gruñó Yount—, por mí, que lo hagan. Quizá la señora Furfew necesita zapatos y está resentida por ello. Pero no he visto que a ninguna mujer le falten piernas, ni siquiera en Petersburg.

—Ni ojos —añadió Mullenax—. No cabe duda de que fuimos los hombres quienes perdimos la guerra… pero también perdimos mucho más. Estoy contigo, Obie. Esas malditas vejestorias pueden quedarse con la maldita guerra.

En el ala de la cocina, separada de la casa principal por un pasaje techado, Florian había felicitado cumplidamente a la cocinera, Phoebe Simms —una mujer grande, rechoncha, de un negro brillante—, dedicándole muchas alabanzas, y ahora, con un destello en los ojos, la sometía a un interrogatorio con intenciones seductoras:

—¿No ha pensado en viajar, tía Phoebe, ahora que es libre para hacerlo?

—No haber ningún sitio que me llame —respondió ella de buen humor, mientras lavaba los platos—, y tener obligaciones aquí.

—No creo que se sienta muy obligada con la señora Furfew. He visto cómo trata a sus criados.

—Por lo menos, nos alimenta.

Usted la alimenta a ella, tía Phoebe. Hay personas que valorarían más sus servicios, la tratarían mejor y le demostrarían el respeto que merece. Y le darían un puesto de más categoría que el de criada.

—¿Cuál?

—Podría ser artista de circo. Una atracción estrella.

Ella rió, haciendo temblar toda su adiposidad.

—¡Ja, ja! ¿Yo con mallas, mas’ Florian, saltando de un lado a otro? Una ves vi un sirco y admiré la agilidad de las damas. Pero hay leyes que no fallan: yo ser negra y gorda.

—La necesito exactamente por esto. Le ofrezco una posición digna. Nada de disfraces y nada de saltos. Se sentaría sencillamente en una plataforma para ser admirada. La Única Dama Gorda del Florilegio de Florian. Incluso la ennobleceré con un título… ¡Madame Alp!

—Nadie llamar señora a una negra. De todos modos, todo esto ser una tontería. Yo no estar mucho más gorda que la señora.

—Pero es mucho más impresionante. Su magnífica piel negra contribuye a ello. Le pagaría bien y…

—¿Me pagaría? ¿Usted hablar de dinero contante y sonante, massa?

—Pues, claro. Podría ser poco durante un tiempo, hasta que lleguemos al norte, donde está la verdadera riqueza. Pero, sí, le pagaría y vería nuevas tierras casi a diario y tendría todos los derechos y privilegios de una mujer liberada.

—Dios mío, Dios mío…

—Y tampoco olvidaríamos sus otros talentos. Puede cocinar para nosotros, igual que aquí. Y le garantizo que lo sabremos apreciar mejor. Para empezar, comería con nosotros, no en un rincón. Todos los miembros del circo son de la familia. Puede preguntarlo a nuestro respetado compañero negro, Hannibal Tyree.

—Bueno… ya hemos hablao un poco —admitió Phoebe— cuando le he dao algo de comer. Parese muy felís y habla con muchas ínfulas para ser un negro.

—Pues, ya lo ve. ¿Qué más puedo decirle?

—Pero… ¿qué hay de mis niños, mas’ Florian?

—¿Eh?

—De mi prole. Domingo, Lunes, Martes y Quincy.

—¿Es así como pronuncia Miércoles? —preguntó Edge cuando Florian le dio la noticia, muy excitado.

—El chico es de diferente carnada. Sólo tiene ocho años. Pero las chicas…

—Señor Florian —dijo Edge, con tolerancia—, he dado un vistazo a la tal tía Phoebe. Ya tiene usted el enano más alto del mundo. ¿Quiere ahora a la señora gorda menos voluminosa? Diablos, en el condado de Rockbridge, una de cada tres mujeres engorda más que Phoebe Simms en cuanto ha enganchado a un marido.

Florian hizo un ademán despreciativo, al estilo del señor Furfew:

—Maggie Hag puede acolcharla hasta darle dimensiones de hipopótamo. Es probable que en Europa no hayan visto nunca una mujer gorda negra. Pero escucha esto, Zachary. Las tres chicas tienen trece años… ¡son trillizas idénticas! Y guapas, además. Ya has visto la que ha servido a la mesa. En realidad, yo no tenía idea del golpe espléndido que estaba preparando. No sólo adquirimos a una mujer gorda, sino también a tres bonitas mulatas ¡que son trillizas! ¡Ningún circo puede alardear de una atracción semejante! El niño Quincy es más negro que Abdullah, pero siempre podemos encontrar trabajo para otro hindú.

—Es curioso. ¿Cómo pudo esa mujer parir toda una carnada de rosas amarillas y después un único negro azulado?

—No he sido tan grosero como para preguntar cosas tan íntimas. Pero antes perteneció a otro amo y quizá entonces era más delgada y bonita. Él debía de ser guapo, a juzgar por el resultado. Probablemente el hecho habría pasado inadvertido, incluso para la esposa de aquel hombre, si Phoebe hubiese parido sólo una hija mulata, pero trillizas… toda la vecindad debió de enterarse, así que él se apresuró a venderla junto con sus hijas. El pequeño Quincy negro nació aquí en Oakhaven. Supongo que el mozo de cuadra Cadmus es el padre.

—Bueno —dijo Edge—, no puedo acusarle de robar esclavos; ahora son todos negros libres. Pero ¿no siente ningún remordimiento por corresponder así a la hospitalidad de esta gente?

—Oh, sí, claro, lo lamento por el señor Furfew, cuyo único placer en la vida deben de ser las comidas de Phoebe. Pero creo que privar de él a la señora justifica el crimen.

—No puedo discutir este punto —respondió Edge—. Incluso una vida de gitana será mejor para estas niñas que crecer aquí. ¿Cómo piensa hacerlo?

—La familia Simms no posee más que lo puesto, así que no vienen cargados de equipaje. Lo único que tendrán que hacer mañana, justo después del desayuno, será escabullirse hasta el extremo más lejano de la finca y saltar la valla. Los recogeremos allí. Y ahora que tenemos la carreta del globo, tenemos un vehículo para que viajen y duerman. Sólo cubriremos el globo con una lona protectora. Lo único que quiero es haber recorrido bastante distancia antes de que los echen de menos y nos persigan.

—Esto no es problema —dijo Edge—. Después de hacer unos doce kilómetros, cruzaremos la frontera de Virginia del Oeste. Aunque los Furfew tuvieran un derecho legal, ningún abogado de Virginia podría hacerlo valer allí.

—¡Ah, bien, bien! —exclamó Florian, muy contento, frotándose las manos—. Raramente la Dama Fortuna ha dispuesto tan bien sus bendiciones a nuestro favor. Caramba, con todos estos negros podríamos incluso tener nuestro propio coro de Cantores Etíopes… pero ¡no, no, no! Todos los espectáculos los llaman así. —Reflexionó brevemente—. ¡Ajá! ¡Los Hotentotes Felices! ¿Qué tal te suena, Zachary?

Edge se limitó a suspirar y decir:

—Ya no me sorprende nada.

Sin embargo, algo le sorprendió después del desayuno del día siguiente. Los miembros del circo estaban expresando a todos su gratitud y preparándose para la marcha, cuando la señora Furfew llamó aparte a Edge y le dijo:

—Coronel, en su calidad de oficial confederado de más graduación de su grupo, quiero enseñarle algo. Me gustaría que mesié Florian también lo viera. Y quizá sería mejor que trajeran consigo una palanca y a alguien fuerte para usarla.

Extrañado, Edge fue a buscar a Florian y Yount. Cuando la señora Furfew se hubo cerciorado de que nadie los miraba, condujo a los tres hombres detrás de la casa, más allá de las dependencias, al otro extremo de un campo en barbecho que cruzaron tropezando con viejos rastrojos de maíz. Al final llegaron a un soto, que no había sido talado para ocultar a la vista un antiestético montón de pedruscos, tocones, ramas muertas y otros desechos de los campos.

—Mesié —dijo la señora Furfew—, usted ha dicho que quería cambiar su dinero confederado por dólares yanquis. —Hizo un gesto a Edge y Yount—. Empiecen a apartar la maleza y esos tocones y verán lo que encuentran.

Todavía extrañados, obedecieron, y después de trabajar un rato descubrieron la parte trasera de un furgón blindado, pintado de azul, que tenía una forma poco corriente. Edge retrocedió, asombrado, exclamando:

—¡Es un furgón Autenrieth! Su interior está equipado con compartimentos y casillas. Los yanquis los usaban casi siempre como ambulancias. Pero, mira, Obie, las iniciales de éste: «P. D.» ¡No Departamento Médico, maldita sea, sino Departamentos de Pagos! Señora, no sé cómo llegó esto aquí, pero es el furgón del cajero de alguna unidad.

—Eso es —respondió ella—. ¿Pueden abrirlo?

—¿Sabía que estaba aquí? ¿Sabía qué era? —preguntó Edge, mientras Yount examinaba la puerta con candado y barra de hierro.

—Claro que lo sabía. Mandé a Cadmus y otros chicos que lo ocultaran aquí. Por favor, no lo mencionen al señor Furfew. Ahora, mesié, hablemos de ese dinero suyo…

—Pero, ¿de dónde lo sacó? —persistió Edge, perplejo.

—Era del pequeño Phil Sheridan. En cualquier caso, de la parte de su ejército que estuvo aquí en febrero y se dirigía al este. Se le rompió la llanta de una rueda y el resto de la columna continuó sin él, esperando que ya los alcanzaría cuando estuviera arreglado. Los yanquis me ordenaron que les diera de cenar mientras Cadmus intentaba repararlo. Había el conductor, un teniente y dos funcionarios que llevaban gafas. Supongo que Sheridan aún los busca y los tiene en la lista de desertores, pero están bajo el montón de basura, si desean verlos.

—¿¡Qué!? —exclamaron a la vez Edge y Florian.

Yount miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos, pero siguió trabajando en la puerta.

—Phoebe les preparó la comida y yo misma la recogí de la cocina, pero pasé por el invernadero y eché verde de Schweinfurt en la comida.

—¡Madame, eso es arsénico! —exclamó Florian, horrorizado.

—Bueno, mata los gusanos del jardín, así que pensé que también mataría a los yanquis de barriga azul, y así fue. Estaban en la herrería después de comer, viendo trabajar a Cadmus, cuando cayeron y empezaron a retorcerse. El señor Furfew piensa que siguieron su camino y alcanzaron a los otros y yo prefiero que siga pensándolo.

—Ah, ejem… sí —murmuró Florian, con voz ahogada. Se oyó un fuerte chasquido al ceder la aldaba del candado a la palanca de Yount y luego un crujido sordo cuando abrió la puerta de metal—. Pero, señora Furfew, ¿por qué nos revela el secreto a nosotros?

—Ustedes tienen dinero confederado. Se lo compro.

—¡Por Dios Todopoderoso que puede hacerlo! —gritó Yount, que estaba en el interior del furgón, en el estrecho pasillo entre estanterías y cajones—. ¡Aquí debe de haber la paga de un mes de toda una división! ¡Todo en billetes verdes de los Estados Unidos!

—La felicito, madame —dijo Florian—. Esto le servirá de mucho en la restauración de Oakhaven…

—Que el Señor me fulmine si gasto un solo penique de este dinero —respondió ella con firmeza—. Los tenderos de la comarca saben que sólo pagaré en billetes confederados. Por eso quiero los suyos.

—Celebraré complacerla, madame. ¿Piensa pagarme al cambio oficial o al acostumbrado?

—Le daré un dólar por dólar.

Cuando Florian recobró la voz, murmuró una plegaria en una de sus lenguas nativas, algo que Edge y Yount no le habían oído hacer nunca:

Ich mache mir Flecken ins Bettuch… Ejem, quiero decir, madame, que nuestros fondos incluyen muchos dólares confederados. Una cantidad que sobrepasa los nueve mil. Si los cambiara por dólares federales en cualquier otro lugar, valdrían sólo unos noventa… —La señora Furfew había empezado a adquirir de nuevo el color de la berenjena, así que Florian dejó de protestar y añadió—: Con perdón, madame, si me lo permite, lo consultaré con mis colegas…

Florian, Edge y Yount se apartaron un poco y el primero confió en un murmullo:

—Esta criatura debería estar en una jaula. Hice transacciones fraudulentas en mis tiempos, pero vacilo en aprovecharme de una loca santificada y certificada.

—Nueve mil dólares verdaderos nos llevarían sin duda hasta Europa —murmuró Edge—, y quizá aún nos sobraría algo para pagar sueldos.

—Sí, pero… ¿beneficios mal adquiridos? ¿Y manchados de sangre, por añadidura?

—Escuche, señor Florian —gruñó Yount—. No suelo insubordinarme, pero déjeme decirle una cosa. Yo no tendría escrúpulos en desollar a esta vieja cerda. Corra a buscar esos billetes sin valor mientras yo la ayudo a contar los verdes que llenan esos cajones. Y si todavía le remuerde la conciencia cuando vuelva, yo me encargaré de realizar la transacción.

Así se hizo y luego, por orden de la señora Furfew, los tres hombres volvieron a amontonar los desechos del bosque sobre el furgón. Cuando regresaron a la casa, los bolsillos de la levita de Florian abultaban visiblemente… con nueve mil doscientos veinticuatro dólares en billetes genuinos y válidos de los Estados Unidos… y ninguno de los tres hombres fue capaz de mirar a los sinceros ojos del señor Paxton Furfew cuando le estrecharon la mano en señal de despedida.

La caravana del circo mantuvo un paso lento mientras bajaba por la avenida y seguía la carretera que bordeaba la finca de Oakhaven, pero allí donde la valla se separaba del camino para marcar los límites de la propiedad, Phoebe Simms y sus cuatro hijos esperaban, tal como habían convenido. La caravana se detuvo y Mullenax ayudó a los negros a subir a la carreta del globo, cubierto por una lona. Entonces Florian llamó:

—Ahora, ¡a paso ligero! —Sacudió las riendas y puso a Bola de Nieve al trote y todos los animales que iban a la zaga intentaron seguir su ritmo—. Nunca —dijo Florian a Edge, que iba a su lado en el carruaje— había hecho tantos negocios sucios en una sola mañana. ¡Ja, ja! Y nunca me he sentido tan feliz en mi condición de pecador empedernido.

—Tengo que darle la razón. El dinero es algo magnífico, y ahora que he visto subir a bordo a la familia Simms, creo que también ha sido una buena adquisición. El niño es sólo una mancha de tinta y su mamá no es un monstruo sensacional, pero las tres rosas amarillas se parecen como tres gotas de agua.

—Espera a verlas vestidas con lentejuelas, Zachary… y ahora nos podemos permitir este lujo. Estarán tan bonitas como rosas amarillas auténticas. Si podemos sacarlas de aquí.

—Si los yanquis saquearon la casa de los Furfew hace sólo una semana, no creo que la ley tenga mucha fuerza en esta región fronteriza.

—Diablos, no es la ley lo que me preocupa ahora. Me aterra, simplemente, que esa mujer pueda perseguirnos.

—Nos almidonaría y plancharía, no cabe duda. Sin embargo, en los lugares donde no impera la ley, hay que preocuparse de los que están fuera de ella. Tal vez se ha fijado en que no hemos tropezado con nadie en esta carretera. Parece que el pueblo llano la evita.

Fueron al trote unos cinco kilómetros más. Entonces el camino empezó a ascender por la suave ladera, así que reanudaron el paso habitual y Edge habló de nuevo:

—Estamos subiendo hacia el Limestone Ridge, que marca los límites del estado y la frontera internacional. Cuando lo hayamos cruzado, estaremos en Virginia del Oeste.

—El estado más nuevo de Estados Unidos —musitó Florian.

—Sí, todo un nuevo estado —dijo Edge, y movió la cabeza—. He visto muchos cambios provocados por esta guerra.

—Tonterías —replicó Florian—. Este trozo de tierra que tenemos delante puede haber cambiado de nombre, pero sigue siendo el mismo trozo de tierra. Has estudiado historia, Zachary. Señálame una guerra que haya causado un cambio en la faz de la tierra que siga siendo visible y significativo al cabo de un siglo o dos.

—Así, de repente, no se me ocurre ninguna.

—No, porque las cosas que provocan cambios, cambios irreversibles, suelen ser menos dramáticas y más insidiosas. Puedo enseñarte un par de ellas aquí mismo. Mira esa línea de ferrocarril que discurre en dirección paralela a la nuestra y los cables de telégrafo suspendidos encima de ella. La locomoción rápida y la comunicación remota están cambiando el mundo. Cuando la gente pueda trasladarse con rapidez y facilidad de un sitio a otro, todos los malditos lugares dignos de visitarse estarán ocupados y rebosantes de gente. Cuando todos puedan hablar por telégrafo con cualquier persona en cualquier lugar del mundo, te apuesto lo que quieras a que hablarán. Y criticarán, venderán, predicarán y harán discursos. Durante tu vida, Zachary, no habrá apenas un lugar en este planeta donde puedas estar libre de la gente y de su parloteo.

Edge dijo que probablemente tenía razón, y la idea le hizo enmudecer. Prosiguieron en silencio durante un rato y al final dijo:

—Hubo un tiempo en que hice lo posible para detener la extensión del ferrocarril. Donde Obie y yo estuvimos con los comanches, el batallón solía destrozar las vías férreas para interrumpir las líneas de suministro yanquis. Levantábamos los raíles, hacíamos una gran hoguera con las traviesas, poníamos los raíles sobre el fuego hasta que se calentaban y ablandaban y luego los enroscábamos en torno a los árboles, donde se solidificaban. También volábamos puentes, pero eso era más por deporte que con fines prácticos.

—¿Por qué?

—Bueno, parece ser que todos los puentes de hierro de América se hacen en Cleveland, Ohio. Y un ingeniero de Cleveland inventó la manera de hacer puentes portátiles, en pequeños segmentos que los yanquis podían transportar y después unir y convertir en puentes dondequiera que se necesitasen. De esta forma reconstruían los puentes casi tan de prisa como nosotros los volábamos. —Rió y añadió—: En una ocasión volamos un tramo de túnel. Lo hicimos tan a conciencia, que arrastramos con él a toda la colina. Pero cuando el polvo se hubo disipado, uno de nuestros muchachos dijo: «Qué diablos, los yanquis traerán otro túnel de Cleveland, Ohio».

Florian también rió, pero paró en seco cuando vio lo que Edge estaba haciendo. Había abierto la funda del revólver de su cadera derecha y ahora, sin sacar el arma, la amartilló con el conocido y ominoso triple clic. Entonces dejó la pistola donde estaba, dentro de la funda, con la culata mirando hacia adelante, en la posición habitual de la caballería, pero con la mano derecha descansando sobre esa culata.

—Creía que siempre llevabas el arma sin amartillar, para más seguridad —dijo Florian.

—Es otra clase de seguridad la que me preocupa ahora. He dicho que este territorio podía estar fuera de la ley. También he encargado a Obie que tenga preparada mi carabina, por si acaso. Y es mejor que se lo diga: desde que nos hemos separado de la finca Furfew, nos siguen tres jinetes por los campos de la derecha del camino. Se mantienen detrás de los árboles, de modo que sólo los he vislumbrado, pero continúan estando cerca.

—¿Por qué no has dicho nada? No deben preocuparte mucho sus intenciones.

—Es probable que adivinemos sus intenciones cuando lleguemos a la cima del Limestone Ridge… que es cuando iremos más despacio. Me imagino que nos esperarán en el otro lado de la cumbre.

Y así fue. Los hombres habían desmontado y dejado los tres caballos bloqueando el camino, de modo que los carromatos no pudieran pasar entre ellos. Entonces uno de los hombres levantó una mano y gritó amablemente:

—Deténganse un momento, amigos. Nos gustaría hablar con todos ustedes.

Florian dijo con amargura:

—Debería haber sabido que teníamos demasiada suerte. Aquí es donde lo perdemos todo.

—Tire despacio de las riendas para que los otros carromatos se detengan muy cerca de nosotros —le aconsejó Edge en voz baja.

Los tres hombres del camino eran lo bastante feos para ser saqueadores o bandidos o cualquier otra clase de indeseables. Iban sucios, se habían cortado las barbas con el método del hacha y vestían un variado surtido de guerreras yanquis y rebeldes, botas y gorras de visera, diversas prendas raídas de vestuario civil, cinturones y bandoleras de cartuchos modernos. Sólo mostraban cierta elegancia en dos aspectos: sus caballos eran animales magníficos, aunque llevaban sillas Grimsley, viejas y anticuadas. Y cada uno de ellos iba armado, además de la pistola al cinto, con una carabina de repetición Henry recién pavonada. Sosteniendo con soltura esta armas, pero con las manos sobre palancas y gatillos, los hombres cubrieron el camino. Uno se quedó directamente enfrente de Bola de Nieve, otro se acercó lentamente al carruaje de Florian y el tercero abordó a Edge, diciendo:

—Quédate donde estás, soldado. No quiero ver moverse esa mano izquierda en dirección a la funda.

—No queremos parecer hostiles —dijo en tono lisonjero el hombre que estaba junto a Florian—, pero los tiempos son difíciles y uno encuentra personajes muy brutos por estos caminos.

—¿Qué podemos hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Florian con voz serena.

—Los hemos visto salir de esta plantación, unos kilómetros más atrás —dijo el hombre, aproximándose—. Nosotros también hemos estado y salido igual de pobres que antes de entrar. Gentes muy poco hospitalarias y tacañas como el demonio.

—Sí, malditos sean —dijo el hombre que estaba en el mismo lado de Edge, acercándose más a él—. Y la única hembra era tan fea que hubiera asustado al perro de una carnicería. Uf, uf. —Escupió un chorro de jugo de tabaco.

—En cambio ustedes —dijo el otro a Florian, acercándose aún más, como si se preparase para saltarle encima— han salido muy contentos, como si acabaran de emborracharse y de joder, y disfrutaran de una repentina prosperidad.

—Sí —añadió el de Edge, volviendo a escupir más saliva de color ámbar—. Nos preguntábamos si nos hemos perdido algo y ustedes se lo han llevado todo. De todos modos, en la tartana viajan dos pasajeras muy bonitas… ¡Oye! ¿No te conozco, soldado? —Se quedó plantado ante Edge, mirándole con fijeza—. Un hijo de perra, ja, ja. ¿Acaso no eres Zachary Edge, el que solía ser un comanche?

Edge contestó, en el mismo tono de chanza:

—Claro que lo soy. Ja, ja. ¿Cómo estás, Luther? —Y le disparó al vientre.

Edge no había hecho ningún movimiento repentino ni visible; en realidad, había disparado con el revólver boca abajo. Con la mano derecha descansando sobre la culata y el dedo anular de la misma mano dentro de la funda, sobre el gatillo, sólo tenía que torcer la funda un poco hacia arriba y disparar por su angosto extremo abierto. Antes de que Luther terminase de caer de espaldas sobre el camino, se oyó el pesado ¡bum! de la carabina Cook del carromato de Yount en la retaguardia de la caravana, y el salteador que estaba junto a Florian hizo una súbita pirueta y también se desplomó. Mientras tanto, el retroceso de la pistola de Edge la había empujado hacia atrás, sacándola de la funda. Ahora la tenía en la mano, boca arriba, amartillada de nuevo, antes de que el tercer hombre, que estaba a cierta distancia, pudiera comprender lo sucedido… y Edge tuvo tiempo de apuntar y dispararle al pecho. Los tres rápidos disparos fueron seguidos por varios débiles gritos femeninos, de Clover Lee y dos o tres de las hembras Simms.

Cuando Edge saltó del pescante, a través de la nube de humo azul, Sarah Coverley se asomó a la ventanilla del carruaje, con los ojos muy abiertos.

—Dios mío, Zachary —dijo, admirada y horrorizada al mismo tiempo—, ni siquiera nos habían amenazado.

Él la miró de soslayo.

—A veces es aconsejable ablandar un poco a un hombre antes de que llegue a la fase de las amenazas.

Con la Remington amartillada y lista otra vez, fue a agacharse con cautela sobre cada uno de los hombres. Al que había herido en el pecho y el que tenía la caja torácica atravesada por la bala de Yount, ya habían muerto, pero Luther, tendido de espaldas sobre el camino, estaba aún vivo y abría y cerraba la boca como un pescado. Cuando Edge se inclinó sobre él, dijo, furioso:

—Me he tragado el maldito tabaco. No te lo tragues nunca, capitán Edge. Te da un horrible dolor de estómago.

—Mereces que te duela, sargento Steptoe. Nunca valiste nada como soldado y no has mejorado como salteador de caminos. Habrías tenido una muerte mejor en Tom’s Brook.

—Mierda, no fui el único que echó a correr en Tom’s Brook, como deberías saber mejor que yo. ¡Ay! Por Dios Todopoderoso, ¡este tabaco me quema el estómago!

—Te lo aliviaré —dijo Edge, y volvió a disparar.

Los otros hombres de la compañía se habían apeado de los carromatos y ahora iban a echar una ojeada a las víctimas, mirando de reojo a Edge y Yount con expresiones de auténtico respeto.

—Vaya, que me maten si lo entiendo —exclamó Yount—. Pittman, Steptoe y Stancill. Creía que habían muerto hacía tiempo. Conque así es como han acabado.

—¿Por qué los conocíais? —preguntó Florian, con voz algo insegura.

—Ya le hablamos de aquella batalla en que los comanches nos dispersamos —explicó Yount—. Estos tres figuraban entre los hombres que no volvieron a incorporarse. Deben de haber salteado los caminos desde entonces. —Hizo una pausa, reflexionó y luego dijo—: Casi me gustaría volver atrás para contárselo a la señora Furfew, a fin de que pudiera repartir la culpa que sólo achaca a los yanquis.

Rouleau preguntó a Edge, indicando al difunto sargento Steptoe:

—¿Tuviste que dispararle dos veces, ami? ¿No podría haber vivido?

—No. Un minuto más y habría empezado a gritar y retorcerse. Un hombre herido en los intestinos puede tardar horas en morir. ¿Habrías querido sentarte a cogerle la mano todo este tiempo?

—Bueno, ¿los dejamos donde están? —preguntó Mullenax—. ¿Para que los buitres den cuenta de ellos?

—Será mejor que no —contestó Edge. Escudriñó el horizonte—. Podrían ser la avanzadilla de un grupo mayor. Si así fuera, y los encontraran… bueno, somos las únicas personas que han pasado por aquí, así que sus compinches podrían salir en nuestra busca.

—De todos modos, señor Florian, ahora tiene tres buenas monturas —dijo Fitzfarris—. Ninguna de las tres lleva ninguna marca, del ejército u otra cualquiera. Tire las sillas, que son viejas e inservibles, y lo más probable es que nadie vea en los caballos otra cosa que animales de circo. Y también encontraremos alguna utilidad para estas armas. Zack, podrías usar un rifle de repetición Henry en tu número, en lugar del de un solo disparo. Los revólveres son dos Colts y un Joslyn.

—Estupendo —contestó Florian, asumiendo el mando—. Sir John, recoge las armas y municiones. Capitán Hotspur, desensilla los caballos y engánchalos a los tres primeros vehículos. Monsieur Roulette, trae algunos trozos viejos de lona. Envolveremos los cadáveres y los colocaremos en el furgón de la carpa. Después, ya podremos seguir.

Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Florian dijo a Edge:

—Bueno, ha sido un día afortunado, gracias principalmente a ti y a Obie. —Como Edge no decía nada, Florian le miró de soslayo—: ¿Tienes remordimientos, muchacho? Tengo entendido que esos hombres no eran exactamente amigos íntimos tuyos, pero comprendo que se trataba por lo menos de antiguos conocidos.

Edge negó con la cabeza.

—Los habría fusilado un pelotón de ejecución después de Tom’s Brook, si los hubieran cogido. Por vergonzosa que sea la retirada, no es un crimen, pero esos tres siguieron corriendo. Eran desertores, renegados y es obvio que se habían convertido en algo peor desde entonces.

—Pues sí —dijo Florian, pensativo—. Después de ver lo que hicieron con el magnífico piano de los Furfew, puedo adivinar qué habrían hecho a Sarah y Clover Lee.

—Los bastardos pensaron que nos tenían en sus manos y yo no estaba dispuesto a esperar a que nos mataran. No siento ningún remordimiento. ¿Cuánto tiempo piensa acarrear sus cadáveres? Con este calor, no se conservarán muy bien.

—Los enterraremos cuando lleguemos a Charles Town.

—Esto podría suscitar algunas preguntas.

—No me refería a un entierro ceremonioso. No; existe un antiguo método circense para deshacerse de estorbos potenciales. Cuando preparemos la pista, plantaremos debajo a los difuntos. Al cabo de tres o cuatro funciones, con la ayuda de los caballos y el elefante, los rufianes estarán bajo una tierra bien pisoteada. No es probable que alguien los resucite para hacer preguntas.