7
El viaje desde Florencia en dirección sur podría haberse dibujado en un mapa con líneas y puntos, representando las primeras cada etapa de unos treinta y cinco kilómetros, y los puntos, los pueblos, aldeas y ciudades por los que pasaba la caravana del circo. Florian había trazado la ruta siguiendo los valles fluviales del oeste de la cordillera de los Apeninos, que recorre la península de norte a sur. Esto requería frecuentes rodeos y un avance tortuoso, pero era preferible a sufrir el frío invernal y las nieblas de las montañas y a subir y bajar caminos sinuosos y escarpados donde no había hierba ni heno para los animales.
Toda la compañía lamentó dejar las bellezas y placeres de Florencia, pero al término de la primera etapa, cuando llegaron a las afueras de San Giovanni Valdarno, se animaron ante la vista de la ciudad, cuyo aspecto era extrañamente prometedor. La carretera estaba rodeada de altos montículos que a la luz del sol poniente lanzaban destellos polícromos, como de rubíes, esmeraldas y zafiros.
—Maldita sea, mira eso —observó Edge a Autumn—. Este lugar está rodeado de colinas de joyas.
Sin embargo, cuando se acercaron las refulgentes colinas resultaron ser montones de botellas rotas de diferentes colores, desechos de una destilería de grappa. El resto de San Giovanni era igualmente industrial y feo: talleres de cerámica, lápidas funerarias y sillas y arneses.
La ruta meridional de la caravana alternaba casi con regularidad los lugares pintorescos y agradables con los feos y deprimentes. A la compañía circense le gustó mucho más la parada siguiente, la ciudad de Arezzo. Construida sobre una colina que se erguía entre campos de cereales, huertas y viñedos, y contenida y delimitada por la medieval muralla de piedra circundante, daba la impresión a quienes se acercaban a ella de no haber tenido más remedio que crecer hacia arriba, amontonando terrazas de edificios y asignando al mayor de ellos, la Ciudadela, la máxima altura. En cambio, la próxima etapa, Cortona, fue otro desengaño: una ciudad sombría y silenciosa, toda murallas y fortificaciones. Y la parada siguiente volvió a ser una delicia para los ojos y el espíritu, una aldea junto al hermoso lago de Trasimento, lleno de reflejos plateados.
—Sin embargo, no siempre ha tenido este color —dijo Florian, dirigiéndose a Hannibal Tyree en particular—. Aquí es donde tu tocayo, Aníbal de Cartago, luchó contra el cónsul romano Flaminio. Cien mil hombres murieron en esta comarca y dicen que su sangre enrojeció el lago durante años.
Cuando al anochecer de otro día la caravana se aproximó a las altas murallas de Perugia, Florian la estaba esperando, ya que se había adelantado, como de costumbre, para tratar con las autoridades municipales: En esta ocasión congregó a los miembros de la compañía para decirles:
—Una vez más levantaremos la tienda en el hipódromo local, que está muy cerca de aquí, fuera de las murallas de la ciudad. Pero esta vez lo compartiremos con una feria.
—Oh, diablos —exclamó Fitzfarris—. En tal caso, ¿no deberíamos pasar de largo este lugar?
—De ninguna manera —contestó Florian—. La feria no nos hará la competencia; más bien será una atracción adicional, parte de tu intermedio, por así decirlo, sir John. Y la feria y el circo juntos atraerán a mucha gente. Lo que sí tenemos que dejar bien claro es que somos algo más raro y especial que una vulgar feria de provincias. Propongo que hagamos otro desfile alrededor de la ciudad antes de acampar.
Así pues, el Florilegio entró en Perugia como lo había hecho en Florencia, con mucha pompa. La banda tocó una y otra vez todo su repertorio, las mujeres agitaron la mano y sonrieron y —aunque la tarde eran bastante fría y llevaban capas— descubrieron de vez en cuando un trozo de mallas o de su propia carne. La cabalgata siguió la avenida principal que circundaba la ciudad, unas veces dentro y otras fuera de las antiguas murallas, y los perugianos se apiñaron a lo largo de la avenida o en lo alto de la muralla o se asomaron a las ventanas, acogiendo ruidosamente al circo.
Como el circuito de la ciudad tenía más de tres kilómetros de longitud, ya había caído la noche cuando la compañía llegó al punto de partida, y el carruaje de Florian los guió a todos en dirección sur, hacia el hipódromo. No fue difícil encontrarlo, porque la mitad del óvalo interior estaba muy bien iluminado por los faroles y antorchas de la feria, distribuidos en torno a tiendas, puestos, barracas y una inmensa construcción de madera demasiado grande para estar cubierta. En la feria había también mucho ruido de voces y música, pues se tocaban y cantaban simultáneamente varias músicas distintas. Los carromatos del circo se detuvieron en la parte no ocupada del óvalo, los músicos cambiaron sus uniformes por los monos de trabajo y se unieron a los demás peones para empezar el montaje, mientras Florian volvía a la ciudad para buscar un hotel o posada cómodo y conveniente.
Los artistas cambiaron sus trajes de pista por atuendos de calle más abrigados y fueron a pasear por la feria, porque la mayoría sólo había visto ferias en América y allí solían consistir en la exhibición por parte de la población local de su ganado, sus edredones acolchados y el producto escogido de sus huertos, como las calabazas gigantes. Esta feria italiana se parecía más a un vasto espectáculo de intermedio donde cada participante ofreciera alguna clase de diversión, o algo para comer o beber, o un juego de azar, o algún producto para la venta.
Edge y Autumn fueron primero a inspeccionar la enorme estructura de madera que habían visto a su llegada. Era una rueda alta como una casa, o mejor dicho, dos ruedas puestas de lado con travesaños a intervalos, y de estos travesaños pendían media docena de pequeñas góndolas de dos asientos. La gente se sentaba en ellos, con expresión valiente, alegre o aterrada; la rueda giraba lentamente y las góndolas subían y bajaban conservando siempre la misma posición horizontal. Un hombre colocado sobre una plataforma en el eje de la rueda era el encargado de dar las vueltas y sudaba copiosamente, incluso en la noche fría, mientras hacía girar una manivela clavada al eje. Un acordeonista tocaba en el suelo un ronco acompañamiento musical.
—Estos son los nuevos barcos giratorios —explicó Autumn—. La primera vez que los vi fue en París. Ahora son populares por doquier.
Siguieron andando entre la multitud, ruidosa y excitada, ante las hileras de tiendas, barracas y puestos iluminados, que se identificaban mediante letreros pintados con colores chillones o con garabatos: Museo di Figure di Cera, Sala de Misteri, Tomba della Mummia…
—Todo esto —explicó Autumn— se conoce en la profesión como entresorts, diversiones que el público paga simplemente por echarles una ojeada. Y sus propietarios se llaman voyageurs forains, lo cual significa que no son mucho mejores que gitanos.
Ella y Edge se detuvieron para comprar una salsiccia caliente. Cuidaba del brasero de carbón una vieja sentada en un taburete, con los pies en una cesta para protegerlos del frío suelo. Por muy pocos centesimi alargó a cada uno una salchicha grasienta ensartada en una astilla. Mientras paseaban y comían, vieron a varios compañeros suyos observar y probar los productos de la feria. Fitzfarris examinaba muy de cerca los entresorts, pagando para recorrerlos uno tras otro.
—Y esto, ¿qué diablos debe de ser? —preguntó Edge cuando llegaron a un puesto que consistía en un tablón de muchos listones, todos cubiertos de pelo.
Había pelos de todos los colores humanos —incluyendo el gris, el blanco y el plateado—, agrupados en mechones, como colas de caballo, algunos cortos, otros largos, unos lacios y otros rizados.
—Justo lo que parece —respondió Autumn—. Cabello falso para la venta. Allí hay una clienta probándose una cola. —Señaló a una mujer que, en un lado del puesto, buscaba pelo de un color parecido al suyo, que era rojizo y muy escaso, y se acercaba a la cabeza una muestra tras otra, mirándose a un espejo pequeño y roto que pendía de un clavo—. Lo trenzará junto con el suyo, las mujeres lo llamamos trenza postiza, y lo pagará por gramos o por kilos, según la cantidad que necesite.
—Me alegro de que a ti no te haga falta una cosa así —dijo Edge. Las colas le recordaban demasiado lo que Pimienta Mayo había dejado colgando de la botavara del circo—. A propósito, ¿de dónde procede ese pelo?
—De mujeres pobres… o muertas. De prostitutas caídas en el arroyo. De correccionales, hospicios, hospitales, manicomios, depósitos de cadáveres…
—Dios mío, estoy muy contento de que no lo necesites. Pero quizá tendríamos que hablar de este puesto a Bum-bum Beck.
—Eres muy malo. —Autumn rió—. Creo que me voy a la caravana, Zachary. Esa salchicha no me ha sentado bien.
Edge se alarmó.
—Será mejor que vaya contigo…
—No, no. No estoy enferma, querido, sólo mareada. Y también me duele un poco la cabeza. Sigue solo y mira todo lo que hay para mirar.
Edge obedeció, porque en una barraca había visto y oído algo que le interesaba. La barraca contenía casi exclusivamente lo que Florian llamaba «cachivaches» —baratijas y souvenirs—, madonnas de yeso, cortaplumas baratos, cromos de la Ultima Cena, pero entre estas cosas, prominente en un lugar para ella sola, había una caja redonda de cloisonné auténtico, cuya tapa levantaba el viejo de la barraca cada vez que pasaba alguien. Y cuando la caja se abría, tocaba, en un tono débil y cascado, la música de Greensleeves. Edge se acercó para mirarla, el viejo levantó la tapa y la música sonó, aguda como un campanilleo.
—Bella, no, la scatola armonica? Un oggetto di mia nonna…
Siguió hablando un buen rato y, cuando se había repetido varias veces, Edge comprendió que la caja servía para guardar rapé o joyas pequeñas, que el viejo la había heredado de su abuela y que la maquinaria musical que había en la base de la caja era obra de un maestro inglés en tales instrumentos. Cuando Greensleeves se fue extinguiendo hasta sonar como un salmo de difuntos, el anciano enseñó a Edge la llave para dar cuerda al mecanismo, que estaba en el fondo de la caja. Entonces mencionó un precio, indicando lo mucho que apreciaba el trabajo y el recuerdo de su abuela. Edge dijo un precio insultante para ambos y siguieron regateando hasta que Edge —que no quería comprar demasiado barato un regalo para Autumn— accedió por fin a una cantidad y la pagó.
Mientras volvía al circo, encontró a Fitzfarris, quien le dijo que había tenido un golpe de suerte, pero esperó a revelarlo hasta que se reunieron con Florian, que había reunido a todos los que se alojarían en el albergo donde había reservado habitaciones.
—He encontrado una tienda para mi espectáculo —anunció Fitz.
—Un techo para tu anexo —le corrigió automáticamente Florian.
—Aquí hay un tipo que habla un poco de inglés y, con mi exiguo italiano, hemos sostenido una charla. Exhibe una momia vieja y raída y tiene la intención de venderlo todo y dejar el negocio. La lona no es mayor que una tienda hospital del ejército, pero lo bastante grande para poner en escena unos cuantos trucos. Está bastante deteriorada, pero Stitches puede pintarla para que haga juego con la carpa. En cualquier caso, puedo conseguirla a un precio razonable… con la momia incluida. ¿Qué dice usted, director?
—¿Qué harás con la momia, si ya no sirve?
—Oh, diablos, este italiano no tiene idea de cómo presentarla. Se limita a dejar en el suelo el maldito muñeco. Diré a Mag que le haga un conjunto sugestivo y me inventaré una historia para ella…
—¿Ella? ¿Es una hembra?
—¿Quién puede saberlo? Está toda arrugada… y quiero decir toda. Si quiero puedo anunciarla como una morfodita. Es la tienda lo que me interesa.
—Por mí no hay inconveniente, sir John. Cómprala.
Así pues, Fitzfarris adquirió la tienda y Goesle y sus hombres empezaron a zurcir la lona y a cambiar las cuerdas viejas por otras nuevas, y en la ciudad de Foligno, situada en la llanura, y en la ciudad montañesa de Spoleto, lugares donde el Florilegio actuó durante dos días, Fitz incluyó su momia entre los fenómenos de su espectáculo secundario. Magpie Maggie Hag, con sus pinturas de payaso, ungüentos y polvos prestados por las otras mujeres de la compañía, dio vida y alisó el surcado rostro de la momia hasta darle un aspecto, si no deliciosamente femenino, por lo menos algo más humano que el de una corteza de árbol. Ocultó el cráneo marrón bajo un gorro vagamente faraónico y vistió el cuerpo con unas gasas bordadas con su idea de un diseño egipcio. Las gasas dejaban visibles los marchitos brazos y piernas para demostrar que se trataba efectivamente de una momia, pero los pechos tenían un relleno para que se viera que era una momia hembra. Mientras tanto, Fitz encargó a Zanni Bonvecino que le escribiera algo en italiano y se lo aprendió de memoria.
—La Principessa Egiziana, signore e signori!
Después aseguraba que tenía seis mil años y era «de estirpe real, como indica el lujoso lino que aún cubre su bien formado cuerpo».
Esto fue todo lo que dijo sobre ella en estas dos ciudades, como indiferente a la admiración de los curiosos, pero cuando el Florilegio llegó a la gran ciudad industrial de Terni, la nueva tienda de Fitz ya estaba pintada y montada en la avenida central del circo, y entonces, en el intermedio de la primera representación en Terni, Fitz presentó a su «princesa egipcia» con más elocuencia de la aportada por Zanni, añadiendo con voz baja y confidencial:
—Cualquier caballero del público que se identifique como médico o cirujano y que desee examinar más de cerca los detalles fisiológicos de este joven cuerpo femenino asombrosamente bien conservado, puede dirigirse a aquel pabellón especial al finalizar la primera parte del espectáculo y, previo pago de unos pequeños honorarios adicionales…
Un número sorprendentemente alto de hombres adultos del público resultaron ser médicos o cirujanos dispuestos a gastar cinco liras sólo para satisfacer su interés profesional por la anatomía egipcia de la antigüedad.
La siguiente ciudad de la ruta, Rieti, proporcionó otra afluencia de médicos que visitaron la tienda de la momia. Sin embargo, tanto ellos como sus mujeres e hijos se mostraron igualmente entusiasmados por otra novedad del espectáculo. Por primera vez, el coronel Ramrod presentó a los ocho caballos de Pinzgau en su número de carrera en libertad, lo cual significó que tuvo en la pista al mismo tiempo a una manada de catorce caballos, todos con bellas mantas azules, adornadas por Magpie Maggie Hag con lentejuelas y borlas. Ahora había una diferencia en las mantas: cada una de ellas llevaba en el lado derecho un gran número, del 1 al 14.
Después de que el coronel Ramrod dirigiera los números de caballos individuales, de parejas, de equipos y de todos ellos juntos, consistentes en pasos, figuras y bailes, al final de la actuación les ordenó trotar en dirección contraria a la del reloj alrededor del bordillo de la pista. Luego, cuando el director ecuestre hizo restallar el látigo de un modo sólo conocido por él y por los caballos, éstos empezaron a colocarse en fila india. El caballo que llevaba el número 1 se colocó delante de los otros, le siguió el número 2 y así sucesivamente, hasta que los caballos compusieron un círculo completo, del 1 al 14, trotando alrededor de su amo, muy orgullosos de sí mismos. El público otorgó el cumplido supremo de permanecer en silencio unos instantes, aturdido por la admiración, antes de estallar en una tormenta de aplausos. Entonces el carrusel se rompió y los caballos —al parecer por propio acuerdo— salieron trotando por la puerta trasera, todavía por orden numérico.
La etapa siguiente del Florilegio, por el valle del río Salto, requirió tres días y tres noches. No hubo poblaciones lo bastante grandes para levantar la tienda y los hoteles y posadas del camino, aunque tenían cocinas y despensas suficientes para alimentar a la compañía, carecían de camas para todos ellos, así que los artistas y trabajadores comían en las posadas y después se retiraban a sus carromatos y jergones. Una de aquellas noches, Fitzfarris hizo una urgente sugerencia a Paprika, pero por lo visto no fue lo bastante persuasivo, porque oyeron que ella le replicaba:
—¿Me pides que pose desnuda? Csúnya! Me preguntaba qué haría con mi pértiga; creo que te la ensartaré por el végbél.
A continuación, Fitzfarris recurrió a las chicas más jóvenes: Clover Lee, Domingo y Lunes.
—Será un cuadro —alegó—, sólo tenéis que posar. Más o menos. Y es bíblico. ¿Qué podría ser más digno de encomio que ilustrar las Escrituras?
—Bueno… —dijo Domingo, con cautela.
—¡Espléndido! Tú y Lunes representaréis a las hijas. Y tú, Clover Lee, ¿qué me dices del papel muy adulto de una matrona hitita?
En aquel intervalo sin representaciones ni otras distracciones, Magpie Maggie Hag hizo los vestidos para los cuadros bíblicos de Fitzfarris y éste hizo ensayar sus papeles a las tres chicas y a dos eslovacos que también había reclutado. Con ayuda de Zanni, escribió un letrero y confió al pintor chino los adornos «artísticos».
Cuando montaron el circo en la ciudad de Avezzano, coronada por un castillo, Fitz no exhibió inmediatamente aquel letrero, y durante la presentación de su espectáculo del intermedio no invitó esta vez a ningún médico a un examen íntimo de la momia. En su lugar anunció, tras la conclusión de su espectáculo, con palabras también redactadas por Zanni:
—Después del espectáculo principal presentaremos en ese pabellón más pequeño que ven allí, por la modesta cantidad de diez liras, un programa educativo especial sólo para caballeros. Contemplarán con emoción un cuadro vivo tomado directamente de la Sagrada Biblia. Por desgracia, no puede representarse ante mujeres y niños. (Estoy seguro de que ustedes, caballeros, conocen la franqueza poco delicada de ciertas partes de dicha obra). Este espectáculo educativo sólo puede presentarse discreta y privadamente ante aquellos estudiantes adultos de la Biblia que no se escandalicen al ver las Sagradas Escrituras… ejem… al desnudo.
Inmediatamente después del desfile final, Clover Lee, Domingo y Lunes corrieron a cambiarse al furgón vestidor —los dos eslovacos sólo tuvieron que quitarse los monos de trabajo, ya que debajo llevaban la ropa interior de sus uniformes— y luego al anexo de Fitz, donde se escondieron detrás de un trozo de lona colgado al fondo.
Florian y Edge salieron de la carpa y este último exclamó:
—¡Dios mío! ¡Mire eso! —Y señaló la multitud de hombres que asediaban la pequeña tienda, donde Fitzfarris vendía febrilmente entradas.
Por lo visto, en Avezzano había tantos estudiantes de la Biblia como médicos y cirujanos en otros lugares. Todos entraban a codazo limpio en la tienda, bajo el letrero exhibido ahora de forma prominente:
SPETTACULI BIBLICHI
E SCOLASTICHI
I: «LA CONCUPISCENZA DE DAVID E BATHSHEBA»
II: «IL STUPRATO DI LOT PER SUE FIGLIE»
Cuando Edge y Florian lograron introducirse en la tienda, Fitzfarris negó la entrada a los hombres que aún esperaban, agitando billetes, y les aseguró que se venderían entradas para ver el segundo cuadro en cuanto terminase la primera sesión de estudio de la Biblia. La pequeña tienda ya estaba llena a rebosar, excepto el fondo, donde un trozo de lona sobrante hacía las veces de telón. Ahora Fitz tiró de un cordón y la lona se deslizó hacia un lado, descubriendo un estrado de madera algo elevado. Al fondo, sobre la lona, el artista chino había pintado su noción oriental del paisaje de Israel. En el mismo momento, uno de los peones, invisible «entre bastidores», empezó a tocar con el acordeón su versión eslovaca de lo que David, rey de Israel, tocaba con su arpa.
Comenzó el primer cuadro, que en realidad no era un cuadro, porque incluía cierta acción. Subió al estrado el otro eslovaco, vestido con un peto plateado de cartón y una falda corta y plisada que dejaba al descubierto sus piernas peludas. A continuación apareció Clover Lee, con un vestido corto de gasa casi transparente. Mientras los dos se abrazaban y manoseaban, simulando una cariñosa despedida, Fitzfarris se puso a recitar en italiano, debajo del estrado:
—Los hombres de la ciudad se marcharon a luchar contra Joab. Y, por la traición del rey David, Uriam el hitita abandonó a su esposa Betsabé.
Uriam, con su armadura, salió del estrado, dejando a Betsabé presa de una aflicción exagerada. Hubo una breve interrupción de la música cuando, entre bastidores, el acordeonista pasó su instrumento a Uriam el hitita y subió al estrado, vestido con una túnica corta y luciendo piernas peludas y una corona de cartón dorado.
Cuando volvió a sonar la música, Betsabé se sobrepuso y empezó a fingir que frotaba sus axilas cubiertas de bello rubio.
—Y sucedió —entonó Fitzfarris— que David, desde su tejado, vio lavarse a la mujer. —El eslovaco David la miró con ojos saltones—. Y ella se le acercó y él yació con ella. —David y Betsabé se abalanzaron uno sobre otro, se abrazaron y frotaron uno contra otro mientras Fitz tiraba lentamente del cordón y la cortina tapaba lentamente la escena—. Pero la acción de David desagradó al Señor.
No desagradó en absoluto a la multitud de estudiantes de la Biblia, quienes gritaron su aprobación e hicieron obscenas sugerencias a los amantes ilícitos mientras el telón se cerraba del todo.
Florian y Edge, que estaban detrás del público, apartaron la lona de la puerta y fueron los primeros en salir. La mayoría de los espectadores sólo salieron para echar a Fitz diez liras más con objeto de ver el segundo cuadro. Esto causó más altercados con los hombres que, pacientes, habían esperado fuera, pero Edge y Florian dejaron que Fitzfarris se entendiera con ellos y se dirigieron a la parte trasera de la tienda para interceptar a Clover Lee cuando se escabullía por debajo de la lona.
—Ejem… Clover Lee, querida —dijo Florian—, desde la marcha de tu madre, me considero un poco tu padre adoptivo y no cumpliría con mi deber como tal si no expresara mis dudas sobre tu aparición casi desnuda en un espectáculo como éste.
Clover Lee soltó una risita.
—No me importa exhibirme y encuentro excitante oír la respiración profunda de esos hombres, sabiendo que ninguno de ellos puede acercarse a mí. Excepto ese peludo eslovaco. Podría decir a sir John (no, se lo diré yo misma) que prohíba al maldito David babear sobre mis tetas.
Se fue a toda prisa hacia el furgón vestidor y Florian y Edge se miraron, encogiéndose de hombros.
—Bueno —dijo Florian—, no hay esperanza de poder entrar de nuevo para ver qué papel ha asignado sir John a las chicas Simms. Tendremos que esperar a la noche.
—Quizá incluso a más tarde —contestó Edge, levantando la cabeza para mirar los nubarrones, de los que empezaba a caer una ligera nieve—. ¿Cree que Fitz ha ofendido al Todopoderoso?
La nieve sólo cayó a rachas intermitentes durante el resto del día y no impidió a la población de Avezzano volver a llenar el circo en la función de noche. Sin embargo, Florian se asomó muchas veces a la puerta de la carpa durante la primera mitad del programa y vio que la nieve caía con intensidad creciente. Edge apostó a un peón en la parte superior del trapecio para que le avisara si la nieve caía sobre él, pero no fue así y Maurice y Paprika terminaron su actuación sin ningún percance. Su número era el último antes del intermedio, pero Florian informó al público de que lo mejor sería que no abandonasen sus asientos, ya que, fuera, la nieve había formado una capa sobre el suelo. Así, Magpie Maggie Hag circuló entre las gradas, comunicando sus predicciones a las mujeres grávidas, y un ceñudo Fitzfarris tuvo que exhibir su cara azulada, sus Pigmeas Africanas Blancas, sus Hijos de la Noche y su Princesa Egipcia desde el centro de la pista, donde no podía vender su artilugio de la Pequeña Miss Mitten ni su juego del ratón.
La segunda mitad del programa se desarrolló asimismo sin incidentes, incluyendo —cuando el vigía lo declaró seguro— el número de funambulismo de Autumn, que cerraba el espectáculo. Antes, sin embargo, de que la compañía pudiese completar una sola vuelta del desfile al son de la Marcia Reale, muchos espectadores se dirigieron a la puerta principal y el resto no tardó en seguirlos, corriendo todos en dirección a sus casas o a sus carruajes y carretas, sin que ninguno de ellos se quedara a contemplar los Spettaculi Biblichi del anexo.
—Mierda —dijo Fitzfarris, mirando con ira desde debajo de la marquesina.
—No, eso es nieve —bromeó Edge y se volvió hacia Dai Goesle—. El calor de tantos cuerpos juntos ha impedido que la nieve se acumulara sobre la carpa, maestro velero. Pero ¿qué haremos, ahora que se han ido?
—No hay problema —contestó Stitches—. Mire, dejaré arder despacio un par de balas de heno de Peggy y encargaré a un par de hombres que las vigilen. Esto mantendrá la lona limpia y seca.
Al día siguiente no nevaba, pero las calles de la localidad y el solar del circo estaban tan fangosos y llenos de charcos, que Florian ordenó desmontar inmediatamente la carpa. Sin embargo, el Florilegio —y Fitzfarris en particular— no tuvieron más suerte en la ciudad siguiente, Sora. Ya era bastante malo que Sora tuviera fábricas de papel y apestase como Baltimore; por si esto fuera poco, en cuanto hubo comenzado la función de tarde se puso a llover a cántaros. Luego empezó a soplar el viento, y al cabo de poco rato, tanto la lluvia como el viento arreciaron. Entre el clamor de los elementos y la continua y ruidosa oscilación de la lona de la carpa, incluso los gritos de Florian al presentar los números sonaron apagados.
Edge volvió a apostar a un peón en la cúpula y, mucho antes de que Maurice y Paprika tuvieran que salir a actuar, el eslovaco bajó de las alturas para informar de que toda la instalación del trapecio estaba empapada de agua, igual que él. Edge comunicó a la compañía de que sería preciso cancelar los números del trapecio y la cuerda floja y que todos los demás tendrían que prolongarse al máximo. Mientras tanto, Florian salió con media docena de peones a la intemperie, bajo los aullidos de la tormenta, y los hizo llevar los carromatos más pesados del circo al lado de la carpa más expuesto al viento y tender gruesos cables desde la lona a aquellos carromatos.
—Así no tendremos que temer un derrumbamiento —dijo a Edge cuando volvió, empapado y chorreando—, a menos que la tormenta arrecie de verdad.
—No cambiaría mucho las cosas —observó Edge—. La gente ya está bastante mojada por el agua que entra por debajo de los aleros y las aberturas del aro de soporte.
Mojado o no, el público prefirió quedarse dentro durante el intermedio, como recomendó Florian, así que Magpie Maggie Hag y Fitzfarris tuvieron que volver a presentar sus juegos bajo la carpa. Más tarde, después de la cabalgata final, Florian hizo otro anuncio al público: la tormenta parecía remitir y todos aquellos que desearan esperar a que pasara del todo podían permanecer en la carpa y escuchar —sin ningún recargo— un concierto de canti spirituale ofrecido por auténticos negros americanos.
—Los Hotentotes Felices, signore e signori, ¡gli Ottentoti Felici!
Entraron en la pista Domingo, Lunes, Alí Babá y Abdullah, todos los cuales se habían puesto a toda prisa trajes de calle. Cantaron, muy dulcemente, un largo popurrí de Sometimes I Feel Like a Motherless Chile, Joshua Fit de Battle on Jericho y cosas por el estilo, acompañados pianissimo por la banda, pianissimo porque Bum-bum Beck no había ensayado mucho esta música con sus virtuosos. Mientras tanto, Fitzfarris estaba furioso por las reiteradas cancelaciones de sus nuevos números.
Hasta que el Florilegio acampó en Cassino —una ciudad que parecía agazapada bajo la maciza y majestuosa abadía benedictina en la montaña que lo dominaba—, Fitzfarris no pudo reanudar su espectáculo del anexo. Florian y Edge estaban demasiado ocupados con otros asuntos para asistir a los cuadros que siguieron a la primera función del circo, pero después de la representación nocturna, cuando casi todos los espectadores fueron en tropel a la tienda pequeña, se espabilaron para presenciar de pie La violación de Lot por sus hijas.
—Y sucedió —empezó a recitar Fitz— que cuando Dios destruyó las ciudades de Sodoma y Gomorra, salvó a Lot de la catástrofe.
El acordeón tocó entre bastidores una versión eslovaca de la música orgiástica que habría sido apropiada en Sodoma y Gomorra. Se descorrió el telón, revelando al otro eslovaco, vestido con una informe túnica de arpillera y acarreando un saco sobre el hombro.
—Y Lot fue a vivir a la montaña, llevando consigo a sus hijas.
Domingo y Lunes aparecieron en el estrado, ataviadas con ropas transparentes, y juntaron sus cabezas con aire de conspiradoras.
—La mayor dijo a su hermana: «Ven, hagamos beber vino a nuestro padre». —Lot sacó de su bolsa una botella de grappa, bebió a morro, se tambaleó por el estrado y cayó con un ruido sordo, quedando en posición supina—. Y la hija mayor se le acercó y yació con su padre.
Domingo se acostó castamente junto a Lot, pero el hecho de que Lunes mirase con expresión maliciosa y se frotara los muslos uno contra otro sugirió al público que estaba viendo sobre el estrado una cópula muy indecente.
Al cabo de un momento, Domingo se apartó y Lot abrió los ojos, se levantó y se tambaleó de un lado a otro. Fitzfarris habló de nuevo:
—La mayor dijo: «Hagámosle beber también esta noche». —Lot volvió a sacar la grappa, bebió mucha cantidad y cayó al suelo—. «Ve ahora tú y yace con él». —Domingo empujó con suavidad a su hermana hacia Lot y Lunes no se acostó tan castamente, sino que se retorció y frotó los muslos. La música de acordeón de Sodoma y Gomorra subió de tono y el telón empezó a correrse, mientras Fitzfarris gritaba la última frase—: ¡Así las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre!
Los estudiantes de la Biblia estallaron en hurras y gritos de «Ha coglioni duri, questo padre!» y «Lui si è rizzato!».
Sin embargo, estos gritos fueron ahogados por otro más alto y muy indignado de «Desistiate! Infedeli!». Todo el público se volvió y estiró el cuello para ver de dónde provenía la voz, y se acobardó al verlo. Dos hombres que llevaban gruesos abrigos, aunque la noche era templada, los abrieron para mostrar sus sotanas mientras seguían gritando con furia: «Scandalo! Dileggio! Putridità!»
—Maldición —gruñó Florian—. Debí haber previsto algo parecido precisamente aquí, en la jurisdicción de San Benito.
Los hombres que estaban en la tienda salieron con las caras vueltas, atemorizados, dejando solos a los dos airados monjes, Florian, Edge y el extrañado Fitzfarris.
—¿Qué mosca les ha picado? —preguntó, mientras ellos continuaban agitando los puños y profiriendo invectivas dirigidas a él.
—Me temo, sir John —contestó Florian—, que podemos tener problemas.
Habló en italiano a los dos monjes, presentándose como el dueño del circo y por ello el único responsable. Esto no pareció ablandar a los padres, que aún seguían dominados por la cólera.
—Al parecer —tradujo Florian a Fitzfarris—, la noticia de tu espectáculo se ha propagado por doquier esta tarde. El abad obispo ha delegado a estos dos funcionarios para que vinieran a investigar. No les ha gustado mucho lo que han visto y vaticinan que aún gustará menos al obispo.
—Diablos —exclamó Fitz—. ¿Qué puede hacernos un puñado de predicadores?
—Aquí, en Italia, la Inquisición ejerce todavía una autoridad considerable —respondió Florian—. Podría mencionar también un método de ejecución practicado en su tiempo aquí. Abrían la barriga del condenado, le sacaban los intestinos y los hacían girar lentamente en torno a una rueda mientras él, aún vivo, lo contemplaba.
Fitzfarris tragó saliva y dijo:
—Oh, vamos… Florian, dígales que sólo estaba citando la Biblia. Es la verdad, ¿no? ¿O el tal Zanni me ha jugado una mala pasada con la traducción?
—No, la cita era correcta —contestó Florian y habló brevemente con los indignados clérigos—. Ahora ellos también citan a Shakespeare, diciendo que el Diablo puede citar las Escrituras para sus propios fines.
—Todo esto es hipocresía —dijo Edge—. Esos dos chismosos han esperado a verlo todo antes de empezar a armar jaleo.
—Calla, Zachary —dijo Florian—. Salid de aquí los dos. He aceptado la responsabilidad y aceptaré también el castigo. Vamos, salid.
Obedecieron, pero se quedaron cerca por si Florian necesitaba ayuda… o intestinos de repuesto. Al cabo de un rato vieron salir del anexo a los dos monjes, iluminados por las antorchas de la entrada. Se pusieron sus píleos y abandonaron el campamento a paso rápido, haciendo ondear sus sotanas y abrigos. Un momento después, Florian también salió, al parecer indemne.
—Bueno, ¿qué ha sucedido? —preguntó Fitzfarris.
—Oh, he hecho una contribución al fondo diocesano de beneficencia.
—¿Esto es todo? —preguntó Edge—. ¿Esto nos ha salvado de la herejía, blasfemia y no sé qué diablos más?
—El caso es —explicó Florian— que han visto el color bayo en la tez de las chicas Simms y supuesto correctamente que son mulatas. Fitz quedó estupefacto.
—¿Quiere decir que esos monjes italianos se han quejado del cruzamiento de razas? ¿Dos mulatas bonitas retozando con un eslovaco?
—Oh, a los padres no les ha inquietado mucho ver a un hombre blanco revolcarse con dos mulatas. Su objeción era más teológica que moral.
—¿Qué?
—Verás, los hijos que Lot engendró en sus hijas fueron Amón y Moab. Mucho después, entre las esposas del rey Salomón hubo mujeres amonitas y moabitas, descendientes de aquel episodio de la montaña, y está establecido que san José descendía por línea directa de Salomón. A los teólogos de la Iglesia ya los molesta bastante la posibilidad de que el marido de la madre de Jesús pueda descender de aquella cópula incestuosa, y ahora, al introducir tú a una pareja de, mulatas en tu reconstrucción de la epopeya, pareces manchar aún mas a la Sagrada Familia con una pincelada de brea.
—Me maldecirán.
—Quizá no. Si prometes no presentar el cuadro de Lot y sus hijas mientras estemos en Cassino, los bondadosos padres han prometido rezar por ti.
—Me gustaría decir una cosa a los bondadosos padres —replicó Fitz con acritud—. Que recen sobre una mano y meen sobre la otra, y veremos cuál se llena antes.
Mientras el Florilegio iba de ciudad en ciudad, Stitches Goesle y Bum-bum Beck seguían, en su tiempo libre, mejorando sus departamentos respectivos. Beck encontró y compró en alguna parte un tambor militar pequeño y otro tenor, y reclutó a otro eslovaco para que los tocara, porque eran más útiles que el trombón de Hannibal para un redoble en un número emocionante o un alegre rataplán en las actuaciones de los payasos. Goesle, por su parte, construyó un par de lo que los veteranos del circo llamaban «excusados» y los diseñó portátiles —tres paredes y una puerta que contenían un banco con un agujero, todo lo cual podía desmontarse para el transporte— y encargó al artista chino que pintara «Uomini» en una puerta y «Donne» en la otra. En cada nuevo campamento, en cuanto estaban levantadas las tiendas, mandaba a los peones cavar pozos a una distancia prudencial y sobre ellos colocaban los dos retretes.
El suave invierno de la Italia central sólo había causado al Florilegio breves y ligeras molestias y, a medida que el circo se alejaba de las latitudes invernales del norte, la primavera iba a su encuentro desde el Mediterráneo. Se cruzaron en la ciudad de Caserta, donde todas las plantas habían florecido y los plátanos que bordeaban la ancha avenida del antiguo palacio Real tenían ya un follaje verde y brillante. Fue en esta avenida donde Florian, después de adelantarse, se reunió de nuevo con el circo y les informó:
—Las autoridades de Caserta no quieren saber nada de nosotros. Se niegan a asignarnos un terreno en la ciudad.
—¿Quiere decir que ya se han enterado del escándalo de Fitz? ¿Nos van a cerrar todas las puertas de ahora en adelante? —preguntó Edge.
—Si es así —observó Autumn—, ¿por qué sonríe, Florian?
—Porque el rey Víctor Manuel reside por casualidad aquí, en La Reggia —indicó con un gesto la avenida y el vasto palacio de columnas visible al fondo—, en vez de Florencia o su palacio de San Rossore. Y la autoridad del rey es mayor que la local. Cuando he llamado al municipio, me han remitido al mayordomo de la corte.
—Dios mío —dijo Edge—, ¿incluso el rey ha oído hablar del cuadro en cuestión?
—De ser así, querrá verlo —contestó Florian—. No os tendré más sobre ascuas. Sonrío porque estamos abriéndonos camino en el mundo. —Levantó la voz para que le oyera toda la caravana—. ¡Acercaos todos! —Cuando se hubieron reunido los miembros principales de la compañía, explicó—: Parece ser que el rey Víctor Manuel es un apasionado del circo y no ha visto nunca uno americano. Su majestad nos invita a acampar en el parque de La Reggia y a dar una representación para él y su corte.
Sonaron varias exclamaciones y la de Clover Lee fue la más ruidosa:
—¡Por fin! ¡Condes y duques!
—Incluso un príncipe heredero, hija mía —dijo Florian—. El rey está acompañado por su hijo Umberto. Muy bien, oídme todos: vamos a saludar primero a su majestad desfilando por la avenida.
Así lo hicieron y el día era lo bastante cálido para que todos los artistas vistieran sus trajes de pista; desfilaron en las posturas y con los movimientos más decorativos y la banda tocó con más brío que nunca. Cuando se acercaron al palacio, se abrieron algunas vidrieras de un piso superior y aparecieron en el balcón unas figuras uniformadas, cubiertas de medallas y galones. Al verlas, Beck interrumpió la música y entonó la Marcia Reale, y todos los hombres del balcón se quitaron los sombreros con escarapela.
Dos lacayos de palacio, con pelucas antiguas y calzones, salieron corriendo por una puerta que estaba a nivel del suelo para dirigir a la caravana por el parque, cuya longitud era de tres kilómetros y medio. Los criados se adelantaron y por fin se detuvieron para indicar que el circo debía levantarse en un prado, entre fuentes, estanques, templos y estatuas. Cuando los peones empezaron a descargar los carromatos y preparar el montaje de la carpa, Florian dijo a Beck:
—La representación se hará mañana, a la hora más conveniente para la corte. Pasado mañana, su majestad permitirá graciosamente a la población la entrada en el parque para asistir a nuestras siguientes representaciones. Ignoro, jefe Beck, si es posible encontrar en una ciudad de este tamaño los productos químicos necesarios para el generador del globo, pero ¿por qué no vas a Caserta a ver si encuentras algo?
—Jawohl —respondió Beck, y empezó a gritar a sus eslovacos.
—Me parece que ya viene a visitarnos un personaje —dijo Autumn, llamando la atención de Florian hacia un carruaje blanco y oro, con tallados y ornamentos reales, que en aquel momento se detenía al borde del prado.
Primero se apearon dos guardias, que ayudaron a bajar del carruaje a un hombre bajo y rechoncho, de facciones altivas, vestido con un elegante uniforme militar y condecorado con la gran escarapela de la Orden de la Annunziata, sobre las hileras de medallas. Era calvo, incluso en las cejas, desde la frente hasta la coronilla, pero compensaba esta calvicie con una barba imperial y un bigote espeso, con las puntas hacia arriba, que formaba como un marco a ambos lados de su rostro.
—Dios mío, es su majestad en persona —dijo Florian—. Apartaos todos. Coronel Ramrod, quédate conmigo para darle la bienvenida. Y tú, miss Auburn, para servir de intérprete a Zachary.
Los otros miembros de la compañía se dispersaron, cada uno a sus quehaceres, todos menos Clover Lee, que sólo se retiró a una respetuosa distancia y allí se puso a dar saltos mortales y volteretas para exhibir lo mejor posible las piernas y la parte inferior del cuerpo. Su majestad pareció apreciarlo, pues sus pequeños ojos porcinos no se desviaron de ella ni siquiera mientras Florian y Edge se inclinaban y Autumn hacía una reverencia y Florian murmuraba:
—Benvenuto, maestà.
El rey dirigió hacia Autumn su mirada de experto cuando Florian se la presentó y después a Edge. Entonces los cuatro, seguidos de cerca por los guardias, fueron paseando hasta donde los peones colocaban los postes de la tienda.
—El rey dice —tradujo Autumn a Edge en voz baja— que le interesa la mecánica de nuestro oficio, porque dice que el rey de Prusia ha observado personalmente los métodos de los circos para trasladarse de un lugar a otro y ha aplicado algunos de estos métodos al ejército prusiano. El rey cree que su propio ejército podría aprender algo de las técnicas circenses en lo que respecta al almacenamiento, transporte y eficiencia en general.
Cuando Hannibal dirigió al elefante en el levantamiento del primer poste central, Florian dijo en broma a Víctor Manuel:
—Mirad, majestad, a ése lo llamamos poste rey. Lo que vuestra majestad es para su reino, es el poste rey para nuestra carpa porque, cuando está derecho, se convierte en el fulcro que permite levantar el segundo poste central…
El rey sonrió, haciendo que las puntas de su bigote casi se juntaran entre los ojos, y dijo una frase larga.
—Admira la obediencia y habilidad de Peggy —tradujo Autumn a Edge—. Dice que ama a los animales y está formando el primer jardín zoológico que ha tenido Italia. Y está especialmente orgulloso de haber adquirido toda una manada de canguros australianos.
Cuando el techo de lona de la carpa fue izado por los aros de soporte hasta las cúpulas de los dos postes centrales —mientras los peones entonaban su canción de trabajo—, el rey preguntó algo a Florian, que inmediatamente se puso a escribir con su rotulador en un pedazo de papel.
—Su majestad ha preguntado por la letra de esta canción —explicó Autumn a Edge, y rió por lo bajo—. Quizá piensa que es el secreto del circo y de la eficiencia prusiana. Es divertido imaginar a todo el ejército italiano marchando hacia el campo de batalla al son de «Arr-arr-Maggie-mía…».
En cualquier caso, la curiosidad del rey parecía satisfecha. Cogió el papel, se despidió de Florian, Edge y Autumn después de muchos cumplidos y reverencias, volvió a su carruaje, ordenó a dos criados de librea que permanecieran en el lugar y se marchó.
—Su majestad ruega que ofrezcamos la representación mañana a las tres de la tarde —anunció Florian, rebosante de orgullo y placer—. Estos palafreneros nos proporcionarán todo lo que podamos necesitar. Y, mientras estemos aquí, nos acompañarán a las horas de comer a un comedor de palacio, y a los eslovacos, chinos y negros, a las cocinas.
Los dos palafreneros permanecieron allí hasta que los peones hubieron colocado las gradas de la carpa. Entonces ambos hablaron entre sí y uno de ellos se fue corriendo al palacio. Poco después, una serie de carretas y sirvientes llegaron al parque con asientos más adecuados. Florian dijo:
—Tendría que haberme dado cuenta de que una corte real no puede sentarse sobre unas gradas. Jefe Goesle, llévate las primeras filas.
Así se hizo y en su lugar los sirvientes colocaron un sillón enorme, de respaldo muy alto, parecido a un trono, y después, a ambos lados y también detrás, varias docenas de sillas exquisitamente doradas y tapizadas. Mientras tanto, los peones y artistas terminaron sus tareas respectivas, cuidaron de sus animales, prepararon la utilería para el día siguiente y se lavaron y vistieron con sus mejores trajes de calle. Dejando sólo a Aleksandr Banat, quien insistió en que un circo necesitaba un guardián, incluso aunque estuviera instalado en un parque real, el resto de la compañía fue a palacio en las carretas con los sirvientes y allí los guiaron, de acuerdo con su condición, al comedor o a la cocina.
La mesa del comedor reservada para los artistas y jefes de personal estaba muy bien iluminada por candelabros, la luz de los cuales brillaba en la porcelana, el cristal, la plata y el damasco. Había un lacayo detrás de cada silla y una procesión constante de otros sirvientes —dirigidos por un maggiordomo— llevaban soperas de diversas sopas, bandejas con muchas clases de carne, cuencos de pasta y verduras y cubos llenos de hielo donde reposaban botellas de vino, espumoso o no, blanco, tinto y rosado.
Zanni Bonvecino intercambió con los sirvientes —un poco incomodados por la familiaridad— las frases suficientes para asegurarse de que ninguno de ellos, excepto el maggiordomo, podía comprender el inglés. Entonces, cuando el mayordomo salió brevemente de la estancia, Zanni se inclinó sobre la mesa para decir en tono confidencial a Clover Lee:
—Le recomiendo encarecidamente, signorina, que observe una conducta ejemplar en presencia de nuestro real anfitrión.
—¿Cómo? —preguntó ella, rígida.
—Es un notorio mujeriego y nada discreto ni sutil en sus conquistas.
—Oh —terció Paprika—, puros chismes. Dicen lo mismo de todos los miembros varones de la realeza.
—Bueno, hace unos diez años —replicó Zanni—, cuando sólo era rey de Cerdeña y fue de visita a París, yo estuve presente, como cantante, claro, en una gala que le ofrecieron el emperador y la emperatriz. Le oí con mis propios oídos cometer dos terribles faltas de tacto. Al serle presentada cierta dama de la nobleza francesa, anunció en voz alta que ya la conocía muy bien, puesto que en una ocasión se había acostado con ella en Turín. Más tarde, cuando los artistas nos preparábamos para actuar, preguntó a la emperatriz Eugenia, también en voz alta, si era cierto lo que se decía sobre las bailarinas francesas: que nunca llevaban nada debajo. De ser así, añadió, Francia sería para él un cielo absoluto. Huelga decir que nunca más volvió a ser invitado a visitar París.
Después de la cena, los miembros de la compañía se dirigieron con mucha lentitud a las puertas de palacio. Solos, en parejas o en grupos, caminaron despacio para poder admirar el mayor número posible de habitaciones de las mil doscientas que supuestamente tenía el palacio. No se movieron de la planta baja, pero cada una de las salas poseía la opulencia y estaba tan bien conservada como un museo: todo era oro, mármol, terciopelo, escalinatas monumentales, valiosos muebles antiguos, cortinajes inmensos, artesonados de stucco putti y volutas. Clover Lee murmuró, como en sueños:
—No me importaría vivir aquí…
De vuelta en el circo, descubrieron que Beck y sus ayudantes habían regresado de la ciudad… y por obra de algún milagro o magia o simple tenacidad bávara, se habían procurado los suficientes barriles de limaduras de hierro y bombonas de ácido y ya lo estaban preparando todo para hinchar el globo a la mañana siguiente.
Bastante antes de las tres de la tarde, el Saratoga destacaba, impresionante, sobre los árboles más altos del parque de La Reggia, los artistas estaban dispuestos e incluso los músicos habían terminado por fin de afinar sus instrumentos. Sin embargo, el rey y la corte ejercieron la prerrogativa real de llegar con tres cuartos de hora de retraso y se presentaron en elegantes carruajes, berlinas y landós tirados por hermosos troncos de caballos. Banat y sus compatriotas eslovacos ayudaron a apearse a los invitados y —después de las exclamaciones generales ante la vista inesperada del Saratoga— acompañarlos hasta la marquesina de la carpa. Allí, Florian y el coronel Ramrod los condujeron ceremoniosamente hasta sus asientos: al rey a la gran butaca parecida a un trono y a las sillas al joven príncipe heredero Umberto, varios duques, marqueses y condes de edad mediana o avanzada y muchas de sus esposas, hijas y consortes. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de ceremonia, como para un baile de la corte. En total eran unas cuarenta personas, el menor número de espectadores ante el que había actuado jamás el Florilegio… pero cada artista trabajó a la perfección.
Como hacía siempre, Zanni el bufón improvisó sus bromas de acuerdo con el lugar y la ocasión, sin referirse a ninguno de los presentes, sino al «chico de Sophie». Víctor Manuel rió a mandíbula batiente, al igual que su séquito, porque Zanni aludía a la propia bête noire del rey, el emperador Francisco José de Austria y su entrometida madre, la emperatriz viuda Sofía.
El Hacedor de Terremotos se expuso a romperse algo al realizar sus demostraciones de fuerza con las balas de cañón y de resistencia cuando su percherón le pasó repetidas veces por encima, y de nuevo consiguió «ganar» tirando de la cuerda contra Brutus. Incluso los antipodistas chinos parecieron comprender la importancia de la ocasión, realizando unos ejercicios más inverosímiles que nunca. Clover Lee actuó sobre el caballo con gracia consumada, ejecutando las acrobacias más espectaculares justo enfrente de la silla del joven, esbelto y sonriente príncipe Umberto. Lunes y Trueno estuvieron perfectos en sus complicados pasos de alta escuela. El número de Pete Jenkins dejó tan estupefacto al augusto público como a cualquier multitud de patanes y, cuando el borracho inoportuno se convirtió en Maurice LeVie, él y Paprika fueron un impecable centelleo azul y anaranjado en los trapecios.
Por un milagro, pensó Edge a medida que avanzaba el espectáculo, ninguno de los animales —perros, caballos, león o elefante— cometió la descortesía de dejar excrementos en la pista. Era costumbre hacer lo que Florian llamaba «educar» a los animales antes de una representación especial: darles una ligera purga y la oportunidad de evacuar antes del espectáculo, pero esto no siempre bastaba. Sin embargo, en esa ocasión ninguno de los animales orinó siquiera. En el intermedio, Magpie Maggie Hag leyó las palmas de varias damas de la corte, que rieron, encantadas, porque sólo les predijo cosas agradables. Sir John se acercó a los asientos con sus monstruos y luego dejó probar a los caballeros su juego del ratón, pagando religiosamente a los ganadores y, al final, devolviendo generosamente el dinero a los perdedores.
Durante la segunda mitad del programa, Barnacle Bill actuó sobrio, para variar, y Maximus estuvo a la altura de la ocasión, gruñendo y dando fieros zarpazos, pero obedeciendo con la mansedumbre y la buena disposición de un perro. Cuando entraron los verdaderos perros, Pavlo Smodlaka introdujo una novedad: pidió prestado el acordeón de la banda y tocó una melodía sencilla mientras los terriers, solos, por parejas o los tres juntos, ladraban en diversos tonos para simular una «canción» pasablemente armoniosa. Durante el número de los disparos, el coronel Ramrod no falló un solo tiro y en el último, dirigido a los dientes de Domingo, ésta dio un salto hacia atrás muy realista.
Abdullah el hindú hizo juegos malabares, de forma simultánea, con un increíble surtido de huevos, velas encendidas, una botella de vino y varias herraduras. Luego, mientras los hacía con una sola mano, extendió la otra hacia los asientos, ofreciéndose a incluir los objetos que quisieran darle. El propio rey desenvainó y dio a Abdullah su espada con empuñadura de joyas. Imperturbable, Abdullah la añadió a la serie de objetos voladores, haciendo girar y centellear la espada antes de cogerla con los dientes, como un pirata. Buckskin Billy realizó unos volteos que podían haber roto todos los huesos de su cuerpo, concluyendo con el «correo de San Petersburgo», un pie sobre cada uno de los caballos muy separados, mientras los otros pasaban galopando de uno en uno entre sus piernas. Por último, Autumn Auburn realizó graciosamente en la estrecha y elevada cuerda floja todos los giros, piruetas, despatarradas y saltos mortales que otros artistas habían hecho sobre tierra firme o sobre la ancha grupa de los caballos. Luego la gran cabalgata se hizo con la misma pompa que la del principio del programa y como si desfilara ante una carpa rebosante de público.
Después de un aplauso cortés y breve, pero apreciativo, el rey y sus cortesanos se levantaron de sus asientos y fueron a la pista para mezclarse democráticamente con los artistas y elogiar sus actuaciones y —con Florian, Zanni y Autumn como intérpretes, cuando era necesario— formular preguntas sobre su arte y su modo de vida. La mayoría de los interrogadores estaban ansiosos por conocer los trucos que los artistas debían emplear en algunas de sus imposibles proezas. No obstante, la mayoría de los artistas contestaron, sin faltar a la verdad, que no usaban trucos, sólo experiencia y práctica. Pero cuando el príncipe Umberto y varios oficiales del ejército inspeccionaron el revólver y la carabina del coronel Ramrod y le felicitaron por su asombrosa puntería, Edge no dijo nada sobre los perdigones o los tiros de fogueo con los que conseguía algunos de sus efectos. Florian miró divertido a una duquesa gorda, de cabellos blancos, que apretaba en broma los abultados bíceps del Hacedor de Terremotos y después le preguntó, en un inglés sincopado, qué compañía consideraba mejor para la carretera.
Yount reflexionó y al fin dijo:
—Una buena dosis de estreñimiento, señora. Así no hay que detenerse y retrasarse demasiado a menudo.
La matrona quedó atónita, por lo que Florian se apresuró a preguntar en voz alta si alguno de los invitados desearía visitar el anexo y ver la versión de sir John de algunas escenas de la Biblia, y añadió que tal vez sólo los caballeros sabrían disfrutar de ellas al máximo. El rey Víctor Manuel sonrió con malicia y observó que, aunque las damas de su corte podían haber olvidado gran parte de la Biblia desde sus días de catecismo, estaba seguro de que recordarían palabra por palabra libros «clandestinos» tan sucios como Eveline y Schwester Monika. Las damas, jóvenes y viejas, emitieron risitas y se taparon la cara con el abanico, pero no le contradijeron, así que la corte en pleno salió afuera y se dirigió a la tienda pequeña, donde Fitz inició osadamente su recital.
Al cabo de un rato, una vez terminados los dos cuadros, el público salió de la tienda, tanto mujeres como hombres, con sonrisas lascivas; ninguna dama tuvo que ser atendida por un desmayo. El último en salir fue Fitzfarris y Florian, que le esperaba, preguntó:
—¿Y bien?
—Pues ese viejo murciélago de cabellos blancos me ha invitado a cenar en privado con ella esta noche.
—Ese viejo murciélago es la duquesa de Brisighella.
—Y Clover Lee está invitada a lo mismo por el príncipe Umberto. Si a usted le parece bien, director.
Florian hizo una mueca.
—Clover Lee me ha dicho con firmeza que no necesita ni quiere protección. Pero tú quizá sí, sir John.
—Oh, bueno. Ya le dije una vez que me gustaría conocer a europeos con título. No puedo desairar a una duquesa, por repulsiva que sea. Pero aunque profane mi castidad, maldita sea, he recuperado mi integridad artística. Voy a encargar a nuestro artista chino un imprimátur para mi letrero: «Presentado en la corte de su majestad Víctor Manuel II». Desafío a futuros críticos de mis estudios bíblicos… por lo menos mientras estemos en el reino de Italia.
La elevación del globo fue el espectáculo final de la tarde. Arrancó gritos de asombro y admiración a los miembros de la realeza… y también a otros. Aunque la ciudad de Caserta estaba un poco lejos, la gente del parque pudo oír gritos y juramentos en aquella dirección y el ruido de herraduras y ruedas de por lo menos un caballo y una carreta. Cuando Rouleau bajó con el Saratoga —de nuevo con sorprendente exactitud, de modo que los peones no tuvieron que correr mucho para agarrar el cable— y, ya en tierra, saludó para agradecer los aplausos, muchos caballeros de la realeza le dieron palmadas en la espalda y muchas damas le hicieron caricias más suaves.
Entonces los cortesanos se despidieron personalmente de cada miembro de la compañía, incluso de los peones que estaban allí cerca. De los carruajes acudieron sirvientes con los brazos llenos y el propio rey dio a cada mujer artista un enorme ramo de claveles de invernadero, un delicado chal de seda con fleco y una corona bordada. Dio a los hombres —incluyendo a Hannibal y a los tres chinos— una pitillera de plata con el escudo real grabado. Y entregó a los niños —Sava, Velja y Quincy— un pequeño canguro de terciopelo. Luego deseó al Florilegio un gran éxito de público durante su estancia y él y su séquito volvieron al palacio.
Aquella noche, cuando la compañía fue a palacio para cenar, Fitzfarris y Clover Lee estaban ausentes de la mesa y Lunes Simms guardaba silencio y escuchaba con expresión sombría. El resto hablaba, alababa los manjares, reía y bromeaba. De repente, cuando los sirvientes llevaron bandejas de hortelanos asados con mantequilla y alcaparras, y todo el mundo admiraba en silencio el plato, Autumn levantó la cabeza, la ladeó como escuchando algo distante y dijo, extrañada:
—Un reloj acaba de pararse en alguna parte.
Todos la miraron, incluidos los sirvientes, algunos sin comprender, otros con sorpresa, pero la mirada de Magpie Maggie Hag era fija e inquisitiva. El mayordomo del comedor sonrió a Autumn y observó:
—Signorina, todavía hace tictac —y señaló el valioso reloj de bronce dorado que estaba sobre la repisa de la chimenea y cuyo péndulo oscilaba con normalidad.
—No —dijo Autumn—, no aquí. En otro lugar.
—Signorina —insistió, paciente, el hombre—. Debe de haber doscientos, o tal vez trescientos relojes en este palacio.
—No obstante —dijo Autumn—, uno de ellos se ha parado. Lo sé. Sólo de oírlo parar he sentido una punzada en el oído. Sus compañeros murmuraron evasivas y empezaron a cortar sus pajaritos asados. Magpie Maggie Hag, en cambio, continuó mirando a Autumn, mientras el maggiordomo, para satisfacer el extraño capricho de la invitada, hizo chasquear los dedos hacia los lacayos apostados detrás de cada silla, les dio instrucciones en italiano y ellos abandonaron la estancia a paso rápido.
Autumn dio las gracias al mayordomo con una sonrisa y luego, como los otros, empezó a comer. Cuando hubieron terminado los hortelanos y se lavaban las yemas de los dedos en los boles de agua, como preparación para el plato siguiente, Florian se inclinó y murmuró algo a Edge:
—Debo decirte algo que me ha confiado su majestad. Está a punto de firmar una alianza militar con Prusia. Creo que nos conviene dar media vuelta y dirigirnos de nuevo al norte, si queremos ver Roma, lo cual estoy seguro de que todos deseamos.
—Claro —contestó Edge—, pero ¿por qué tanta prisa? No veo la relación.
—Es bastante difícil de explicar —respondió Florian—. Toda la península italiana es ahora un reino unificado, exceptuando el Estado papal en Roma. Por otra parte, en el continente se halla la región de habla italiana de Venecia, que pertenece a Austria desde hace cincuenta años. Víctor Manuel, y los propios venecianos, desean que forme parte de Italia. Prusia, por su lado, planea una federación similar de todos los pueblos de habla germana, lo cual requeriría la conquista de Austria, entre otras anexiones. Una alianza italoprusiana significaría casi con certeza la guerra contra Austria, con los prusianos atacando por el norte y los italianos por Venecia.
—¿Y qué? ¿Teme que recluten a Hannibal y su elefante?
—No, pero a menos que nos propongamos pasar años en Italia, sólo tenemos dos medios de viajar al resto del continente. Uno es nuevamente por barco, Dios no lo quiera, y el otro atravesar los Alpes, y los pasos de Venecia son los más fáciles. Quiero que crucemos esos pasos antes de que los cierren o sean un campo de batalla. Si nos dirigimos al norte inmediatamente después de abandonar Caserta, tendremos tiempo de pasar unos días en las afueras de Roma, y hacer visitas a la ciudad, antes de ir a Venecia y cruzar los Alpes mientras aún no hayan empezado las hostilidades.
—Está bien, director. Supongo que usted lo sabe mejor que nadie —dijo Edge.
—Y tú, coronel, sabes mejor que nadie que el campo de batalla no es lugar para no combatientes. —Suspiró—. Pero es una lástima. Había esperado enseñar Nápoles a toda la compañía. Aún más, quería haceros saborear la vida sibarita de la costa de Amalfi. —Suspiró de nuevo—. Pero hay un dicho muy antiguo: «Vedi Napoli e poi mori». Prefiero no ver Nápoles y no morir, así que tendremos que improvisar sobre la marcha. Ahora que se acerca la primavera, podemos ir al norte por otra ruta, las tierras altas en vez de las bajas; así, por lo menos, cambiaremos de paisaje.
Una vez concluida la cena, los artistas dejaron el comedor sin apresurarse, admirando de nuevo los magníficos pasillos y estancias.
Gavrila Sniodlaka entró sola en una gran sala llena de estandartes y se sorprendió al ver allí a Clover Lee, un poco despeinada y muy triste, sentada en un peldaño de la gran escalinata. Con su timidez acostumbrada, Gavrila dijo buenas noches y preguntó si le ocurría algo.
Clover Lee la miró, aspiró por la nariz y dijo, distraída:
—¿Esto es todo?
—Perdón. Mi inglés es insuficiente. ¿De qué se trata?
—De hacer el amor. Sólo ha sido mirar al príncipe Umberto comer y beber a toda prisa para poder tumbarme de espaldas y luego empujar, saltar, menearse, sudar y hacerme daño. ¿Esto es todo? Creía que se consideraba un placer.
—Hum… bueno… el príncipe es joven. No tiene experiencia. Quizá es demasiado impulsivo. ¿Te pareció que él sentía placer? Clover Lée hizo un mohín.
—Dijo «grazie mille» y encendió un cigarrillo. Luego me dio esto. —Alargó una bolsita de satén bordada con el escudo real; algo tintineó dentro—. Contiene veinte moneditas de oro.
—Son scudi. Veinte scudi equivalen a cien liras, quizá veinte dólares americanos. Algunos hombres no te habrían dado ni las mil gracias.
—Veinte dólares. Veinte minutos. Esto ha sido todo. —Clover Lee añadió, pensativa—: Me pregunto qué veía mi madre en los hombres.
—Ella tenía hombres mayores —dijo Gavrila—. Gospodín Zachary, Gospodín Florian. Quizá tú también deberías probarlo. Es mejor que el hombre sea mayor cuando tú eres nueva.
—Creo que quieres decir joven. Pero si un hombre joven es demasiado impulsivo, uno viejo no lo sería nada.
—Si piensas así, gospodjica, nunca sabrás nada sobre hacer el amor. El hombre mayor, menos ávido de su propio placer, hace gozar más a la mujer. Quizá no me creas, pero un hombre incluso demasiado viejo para usar su húy, perdona la palabra, puede deleitar a una mujer hasta el onevesti. ¿Cómo se dice? El desmayo, el delirio.
—Al diablo con eso —dijo Clover Lee—. Que se desmayen los hombres y paguen por ello. De ahora en adelante, mis partes privadas serán sólo una mercancía para vender o negociar, y bajo mis propias condiciones. Esta vez, durante sólo veinte minutos, he jugado a ser la princesa heredera Clover Lee…
—Tikh, pequeña. Algún día conocerás a alguien a quien desearás entregarte. Vamos, vuelve conmigo al circo.
Clover Lee se levantó despacio.
—Me duele un poco… al andar.
—Es una pena —observó Gavrila, como si supiera de qué hablaba—. Gran parte del amor es el dolor que causa.
—Entonces, puedes apostar algo a que venderé mi amor por más de veinte scudi por sesión dolorosa. —Clover Lee rió sin alegría—. Y cuando me entregue, será por un título que dure más de veinte minutos.
Entretanto, el mayordomo del comedor había corrido para alcanzar al grupo principal de artistas. Con el asombro que le permitía su dignidad profesional, buscó a Autumn y le anunció:
—La signorina tiene un excepcional sentido del oído. Uno de los lacayos que he enviado a averiguar acaba de volver para informarme de que, en efecto, un reloj se había parado justo cuando la signorina mencionó el hecho. Un reloj girándula del Salón de los Tapices del lado oeste. No hay ningún misterio en ello; por lo visto, el relojero de palacio olvidó darle cuerda. —Hizo una pausa—. Lo notable es que el reloj se encuentra dos pisos más arriba y a cien pasos al oeste del comedor donde la signorina estaba sentada.
Autumn rió, un poco trémula, y respondió:
—Oh, bueno, espero que no le haya costado una reprimenda al relojero.
—Será mejor que todos seamos precavidos —dijo Yount en broma— cuando revelemos secretos cerca de esta jovencita.
Y el asunto fue olvidado, pero Magpie Maggie Hag continuó mirando de reojo a Autumn de vez en cuando.