4
Cuando concluyó el espectáculo de aquella tarde, Goesle y sus hombres ya habían conducido al Hofgarten a los animales de Hagenbeck y sus cuidadores. Resultó que los eslovacos nuevos ya conocían a los eslovacos del Florilegio, ya que todos habían trabajado algún período juntos en los mismos circos, así que su integración no causó problemas. Mientras colocaban en hilera los furgones de las jaulas y ataban en el patio trasero a los animales que no iban enjaulados, Aleksandr Banat se movía entre ellos, dando órdenes triviales e innecesarias, gozando de ser ahora el jefe de diecisiete peones.
Cuando la última persona del público se hubo alejado y los artistas se hubieron despojado de sus trajes de pista, la compañía y los dueños de las barracas se congregaron en el patio trasero para ver las nuevas adquisiciones, todos menos Carl Beck y su banda, que debían ensayar su repertorio sin director.
—Yo ya desirle, sahib Florian, que Peggy ser felís al ver nuevo toro —dijo Hannibal, mirando satisfecho a los dos grandes animales, que se exploraban y olfateaban delicadamente con las trompas, entrelazándolas de vez en cuando como en un apretón de manos—. La vieja Peggy debía pensá que era el único elefante de la tierra. Eh, mas’sahib, ¿cómo se yama éste?
Florian consultó la lista que Mehrmann le había dado.
—Mitzi. Por este nombre obedecerá las órdenes, Abdullah, pero para el público… bueno, es evidente: Brutus y César. Y este camello, veamos, se llama Mustafá, un nombre que también servirá para la pista. Diremos a Maggie que lo adorne con mantas de fleco, ronzal y cascabeles de camello. Y quizá una borla en la cola.
Mustafá frunció los grandes labios rugosos en una sonrisa burlona.
—Eh, director —interpeló Mullenax desde una de las jaulas—. Ya que habla de nombres, dígame cuál de estas fieras es Kewwy-dee.
—¿Qué? —preguntó Florian, perplejo. Se acercó a mirar: era la jaula de los dos osos sirios.
—Me dijo que el oso que toca la trompeta es Kewwy-dee. ¿Cuál de los dos es?
Florian continuó perplejo un momento y luego sonrió, meneó la cabeza y contestó:
—Tendrás que hacer pruebas, Barnacle Bill, para ver cuál de los dos toca mejor.
—Muy bien. Y él será Kewwy-dee; así podré distinguirlos. ¿Le parece bien, director?
—Claro que sí, Barnacle —respondió Florian, divertido—. Después de todo, son de tu propiedad.
—¿Con qué alimentó a esos osos, sahib?
—Los osos tienen una ventaja, Abdullah: comen casi cualquier cosa. Pero prefieren comida fresca, no seca como el heno, así que, Barnacle Bill, al igual que tus cerditos, comerán los restos de la mesa. Sin embargo, también les daremos siempre que sea posible frutas y verduras frescas y pescado de vez en cuando, si podemos conseguirlo. Y durante el amaestramiento, recompensa cada ejercicio bien hecho con un pedazo de pan con miel. A los osos les encanta la miel.
Florian reanudó el recorrido de las jaulas, mirando su lista, y la mayoría de miembros del circo le siguieron para escuchar.
—El tigre se llama Rajá y las tigresas son Rani y Siva. Todos nombres bengalíes auténticos, supongo. Los avestruces son Hansel y Gretel, por un niño y una niña de un viejo cuento de hadas alemán.
—¿Y estas horribles hienas? —preguntó Clover Lee.
Florian consultó la lista y rió entre dientes:
—Anwalt y Berater. Las dos palabras significan «abogado». Muy apropiado, a mi juicio, para animales que se alimentan de carroña. Pero no debes preocuparte por sus nombres; ni siquiera las hienas responderían a éstos. —Dijo ante la jaula siguiente—: Y ahora las dos cebras…
—Me gustaría llamarlas Barras y Estrellas —propuso Mullenax—, en honor de la vieja y querida bandera confederada. Si usted lo aprueba, director. Mire, una tiene una especie de estrella en la frente y Dios sabe que a ambas les sobran las barras.
—Me parece bien. Ese otro caballito figura en la lista como Rumpelstilzchen.
—¿Por qué? —preguntó alguien—. El nombre es más grande que él.
—Rumpelstilzchen era un enano en otro cuento popular.
—Un buen nombre —dijo Jörg Pfeifer—. Adoptémoslo. Zanni y yo podemos hacer un trabalenguas con él cuando incluyamos al animal en nuestro número.
—Fünfünf, ¿puedo pedirte que te encargues además de hablar en la ménagerie para los patanes? —preguntó Florian—. Tú entiendes de eso.
—Ja, ja. Estos tigres son devoradores de hombres y mataron a veinte Schwartzen africanos antes de ser capturados y…
—Schwartzen indios, si no te importa. Los tigres proceden de la India. Y, por supuesto, César abrió en canal con sus colmillos a un montón de cazadores de elefantes. Y Rumpelstilzchen es el único ejemplar viviente del supuestamente mítico caballo leprechaun.
—Wie sagt man leprechaun auf deutsch?
—Pues… duende… gnomo…
—Ach, ja. Y al camello lo llaman barco del Sahara.
—Este es un bactriano de dos jorobas. Barco del Gobi. Pero, qué diablos, los patanes no verán la diferencia. ¿Y te importaría llevar un uniforme apropiado, Fünfünf? Lo encargaré a Maggie: casco, sahariana, botas. También puedes empuñar una de las carabinas del coronel Ramrod.
—Schon gut —contestó Pfeifer, indiferente—. En este momento es hora de dar clases a Domingo en la cuerda floja.
Se fue hacia la carpa y Florian habló de nuevo a Mullenax:
—Y hablando de ferocidad, Barnacle Bill, te aseguro que no todo es comedia, ni mucho menos. Hasta que tú y tus animales no estéis muy acostumbrados a vuestra mutua compañía trátalos con la mayor precaución. Ten cuidado con los tigres incluso cuando creas que están dormidos. Debido a las rayas que les rodean los ojos, nunca puedes saber seguro si están cerrados o sólo entreabiertos y vigilantes. No te acerques jamás a los osos ni los saques de la jaula a menos que lleven bozal. Un bozal de correas no impedirá que toquen la trompeta. Vigila también sus zarpas, aunque les hayamos cortado las uñas. Diré a Maggie que te haga una coquilla especial de metal para que la lleves bajo la ropa de ahora en adelante. Cuando un oso ataca a un hombre, lo primero que buscan sus zarpas son los testículos.
—Dios bendito —murmuró Mullenax.
—Oh, sí. Hay que temer y desconfiar más del oso que de cualquier otro gran gato. Puede incluso aplastarte, aunque por casualidad, porque los osos no ven muy bien hacia adelante. Cuando trabajes con ellos, manténte siempre dentro de su visión periférica.
—¿Qué?
—Colócate a su derecha o a su izquierda —explicó con paciencia Florian—. Ahora perdóname, pero tengo que hablar con Stitches.
Encontró al maestro velero supervisando el trabajo de varios eslovacos no pertenecientes a la banda que cortaban la lona para la tienda del zoológico. Florian agradeció a Goesle la celeridad con que había transportado a los animales y le preguntó:
—Dai, cuando puedas, ¿sabrías hacerme una línea de banderas?
—Supongo que sí, director, si me dice qué es.
—Una serie de banderas de lona de muchos colores unidas por las puntas, cada una un rectángulo de, digamos, un metro y medio por dos y medio, con ojales arriba y abajo para pasar una cuerda. Las haré pintar por nuestro artista chino de modo que cada una represente las maravillas de nuestro espectáculo.
—Ningún problema, director. Me quedarán muchos retales. Y ahora escuche, hay otra cosa. A fin de ahorrarme y ahorrar a mis muchachos un montón de tiempo y trabajo laborioso, he encargado a un carpintero de la ciudad los postes de esta nueva tienda. Sé que últimamente hemos tenido muchos gastos y que no ingresamos demasiado, pero los artesanos han pedido un precio tan bajo, que sería absurdo no confiarles la tarea. Y he pensado otra cosa: la madera es abundante y barata en esta región alpina y es posible que no lo sea tanto en otros lugares. Mientras estamos aquí, ¿por qué no hago cortar también al carpintero las piezas de las sillas plegables?
—¡Ajá! Nuestros asientos de estrella. Por fin.
—Que nos entreguen sin pulir los respaldos, asientos y patas. Luego mis muchachos los terminarán y montarán cuando tengan un momento libre.
—Una estupenda iniciativa, Dai. Los precios extra que podemos cobrar por estas sillas cómodas amortizarán muy pronto el gasto. Adelante.
Dejando a Goesle entregado a su trabajo, Florian entró en la carpa por la puerta trasera para ver el ensayo, prácticas e instrucción. El ruido hacía ondear el techo y las paredes laterales, porque el director de orquesta dirigía en este momento a la banda y a las ocho bailarinas que ensayaban el Schuhplattler. Los músicos tocaban una estentórea música popular bávara, con gran estruendo de metales, y las chicas, aunque bailaban sobre serrín, contribuían al ruido con las continuas palmadas en los muslos exigidas por la danza. Florian advirtió con aprobación que todas las muchachas eran bonitas, como había dicho Fitzfarris, y que Fitz las había vestido con dirndls azules y blancos. Los trajes no sólo hacían juego con los colores de los vehículos del Florilegio, sino que también agradaban al director de orquesta Beck, ya que el azul y el blanco eran los colores de la bandera de su Baviera natal.
Los demás ocupantes de la tienda seguían cada uno con su trabajo, sin hacer caso de las trompetas ni las palmadas ni los gritos frecuentes de Bum-bum. Arriba en el trapecio, Domingo, bien sujeta por la correa que la unía a la botavara, adoptaba diversas posturas, secundada por Maurice y Paprika. Abajo en la pista, apartado de las bailarinas, Jules Rouleau enseñaba a Alí Babá nuevas maneras de retorcer su flexible cuerpo. Fuera del bordillo de la pista, el Hacedor de Terremotos gruñía levantando un nuevo equipo que pensaba introducir en su número. Yount había encontrado en alguna parte otras cuatro balas de cañón, y éstas eran sólidas, no huecas y dos de ellas medían veinte centímetros de diámetro y las otras dos veinticinco. También se había procurado dos pesadas barras de hierro con extremos roscados en los que enroscó dos de las ligeras balas de plomo, de modo que ahora el Hacedor de Terremotos tenía dos juegos de pesas, ni falsas ni amañadas, que pesaban más de sesenta y ciento ocho kilos respectivamente y ahora probaba maneras diferentes de enderezarse —desde la posición supina en el suelo, sentado y en cuclillas— mientras levantaba las pesas, primero las más ligeras y después las más pesadas.
—Con permesso, signor gobernatore —dijo el payaso Zanni al entrar en la tienda y pasar junto a Florian cargado con algo blando que llevaba al brazo.
Se dirigió al lugar donde Rouleau trabajaba con Alí Babá y pidió al primero que le prestase al chico. Lo que Zanni llevaba al brazo resultaron ser dos largos tubos de caucho negro que terminaban en un guante blanco como los usados por Alí Babá con su traje de payaso negro. Zanni le enseñó cómo se ponían los tubos con guantes y entonces se bajó las mangas para que sólo se vieran las manos enguantadas. Entonces se acercaron ambos al Hacedor de Terremotos, que descansaba de sus esfuerzos. Intercambiaron unas palabras y el hombre fuerte asintió con la cabeza. En seguida Alí Babá se agachó, cogió una pesa con ambas manos, fingió una fuerza titánica, hizo muchas muecas y empezó a enderezarse muy, muy despacio. El Hacedor de Terremotos se echó a reír, inaudiblemente en medio de tanto ruido. Los nuevos guantes de Alí Babá tenían alambres por dentro para que siguieran cerrados en torno a la pesa mientras el chico se enderezaba lentamente; entonces se los quitó y los tubos de caucho negro le asomaron por las mangas, dando la impresión de que sus flacos brazos negros se estaban alargando. Zanni cogió al chico y lo levantó sobre su propia cabeza para que aquellos brazos negros parecieran todavía más imposiblemente largos y flacos.
—Un efecto cómico, ¿no? —preguntó Zanni.
—Sí, zeñó —asintió Alí Babá, riendo, y añadió, dirigiéndose a Yount—: ¿Puedo haser esto en todas las funsiones, Hasedor de Terremotos, cuando usté acabe con las pesas?
—Vaya —contestó Yount, todavía riendo—. Aquí estoy yo, a punto de reventarme los intestinos para enseñar a la gente un verdadero número de hombre forzudo y llegas tú y te burlas de mí, y probablemente recibes el doble de aplausos. Pero, qué diablos, no cabe duda de que es cómico. Olvida mis celos profesionales y hazlo, Quincy. La cuerda floja estaba tendida entre los dos postes centrales, pero a sólo treinta centímetros del suelo. Haciendo caso omiso de las chicas ataviadas con dirndls que bailaban, giraban y saltaban a ambos lados de la cuerda, Lunes avanzaba por ella paso a paso y Fünfünf, aunque estaba muy cerca, tenía que gritar para ahogar el bullicio.
—Como Fräulein Auburn ejecuta un número clásico de bailarina de la cuerda floja y tú no desearás competir con ella, harás un número cómico en la cuerda.
Lunes replicó, gritando:
—Prefiero ser clásica, graciosa y bella. Cualquiera puede hacer reír.
—¡Ja! ¿Lo crees así? Yo aprendí a caminar por la cuerda floja en pocas semanas y hace treinta años que intento hacer reír. Necesitarás toda tu habilidad, Fräulein, y toda tu gracia y belleza, para hacerlo bien.
—Si usted lo dice —contestó Lunes sin mucho entusiasmo.
—En el suelo ensayarás el baile burlesco, como lo llamamos nosotros. Aprenderás el paso de la cigüeña, el paso del polluelo, el deslizamiento del cangrejo, el tropiezo, el paso vacilante y todos los demás. Después los repetirás en la cuerda. Ahora baja e imítame. Éste es el paso de la cigüeña. ¡Ven! Anda como yo.
Lunes obedeció, pero quejándose:
—Todas esas chicas blancas tan bonitas exhibiendo sus bellas formas en el baile y yo tengo que andar torcida.
—¡Silencio! Eres una cigüeña. Saca más la cola. Así es mejor. Ahora súbete a la cuerda y haz exactamente lo mismo.
Lunes lo intentó tres veces y resbaló cada vez.
—Es porque andando de esta manera tan estúpida no me puedo ver los pies —protestó.
—No tienes que mirártelos. Mantén los ojos fijos en la guía blanca pintada en aquel poste.
Lunes suspiró, pero lo intentó otra vez y se sorprendió de que —sin mirarse los pies— pudiera imitar a la cigüeña y no caerse de la cuerda.
—Mucho mejor —elogió su maestro—. Muchísimo mejor. Pero saca más la cola. Recuerda que eres una cigüeña. ¡Más cola!
—Señor maestro —dijo Lunes entre dientes, pues los tenía apretados en su concentración—, ¿podría por lo menos dejar de llamarlo mi cola?
—Tu hermana —dijo Paprika desde la plataforma del trapecio—, aprende muy de prisa el funambulismo.
Domingo también miró hacia abajo y asintió:
—Sí, es verdad.
—Como tú, se ha desarrollado y tiene una buena figura. Dime, ¿ha superado su costumbre de hacerse wichsen?
Domingo pareció perpleja y respondió con sinceridad:
—No lo sé.
Según su decoroso diccionario alemán, «wichsen» sólo significaba encerar o pulir.
—Una chica bonita no debería recurrir a sí misma para correrse. —Esta frase tampoco significó nada para Domingo, pero comprendió la siguiente observación de Paprika—: Lo que necesita es un amante.
Domingo rió y dijo:
—Sólo quiere al caballero John Fitzfarris.
—Y tú, Liebling, quieres a Zachary Edge. Lástima que ya esté comprometido.
—Está unido, pero no casado.
—¡Ajá! Permaneces a la espera. Sí, eres lo bastante joven para esperar. Pero, quizá, cuando llegue tu hora, tendrías más oportunidades si estuvieras instruida en algo más que en el arte del trapecio. En las artes y astucias del amor. Yo no sólo puedo ser instructora en el aire, ¿sabes?
—Ya lo he oído decir —replicó Domingo con frialdad—. No, gracias.
—¡Brrr! —exclamó Paprika, fingiendo que temblaba—. Creo que a esto lo llamáis «cold shoulder» en inglés. No obstante, yo soy capaz de calentar el hombro más frío. Y otras cosas…
Pero Domingo ya se columpiaba hacia la otra plataforma, donde Maurice esperaba, pateando con impaciencia. Dijo unas palabras a Domingo, le cogió la barra, se dio impulso hacia Paprika y probablemente le dijo las mismas palabras:
—Reserva tu infantil babillage para el suelo, mam’selle. Aquí arriba se trabaja.
—Y mucho, por cierto —murmuró Paprika. Entonces desvió la mirada de Domingo a Maurice y dijo—: Una vez me invitaste a compartir tu remolque. Nunca más me has hablado de ello. No trabajas mucho para alcanzar tus ambiciones.
—Recordarás, chérie, que destruiste de modo muy efectivo aquella ambición determinada.
—Sin embargo, como dijiste entonces, une hirondelle ne fait pas… ¿Has pensado alguna vez en deux hirondelles al mismo tiempo? —Miró hacia Domingo—. En húngaro lo llamamos rakott kenyér. Imagino que en tu lengua sería un homme en sandwich.
Él miró en la misma dirección que ella y después volvió a mirarla.
—Soy francés, Paprika, y por ello tolerante con las naturalezas diferentes de los demás. Pero no sueñes en cortejar a tu propia pareja. Sería buscarte problemas.
—Tú me cortejaste a mí, Maurice.
—Entonces sólo éramos dos. Lo que tú sugieres ahora es un triángulo e, incluso en una farsa francesa, esto siempre equivale a tener problemas. ¿No puedes enfocar tus ambiciones al exterior de la carpa? ¿O por lo menos al suelo? ¿Por qué no una de esas chicas apetitosas que bailan ahí abajo?
—Utálatos! ¿Esas rameras gordas? —exclamó, mirándolas con desprecio—. No, Maurice. A veces pienso que me debo estar volviendo vieja y mala… como los ancianos que acechan en torno a los patios escolares. Ahora parece que me gusta… lo nuevo, fresco e inocente.
—Vieja no lo eres. Mala, quizá. Perversa, sin duda alguna. Si amaras, si pudieras amar, mais non. Conociéndote como te conozco, te prohíbo terminantemente seguir este rumbo. Si los tres hemos de sobrevivir aquí arriba, debemos querernos mutuamente, oui, pero no amarnos, ¿me comprendes? En el aire de aquí arriba mando yo y quiero que esté limpio.
Mirando todavía a Domingo, Paprika murmuró:
—Prohibida, ¿eh? —Y se mojó el labio superior con la lengua.
—Y ahora ni una palabra más. Coge la barra y hazme un passe ventre. Lo has hecho de forma muy descuidada esta tarde.
Todas las noches, cuando Edge llegaba al remolque después del espectáculo para ayudar a Autumn a preparar la cena —ya hacía mucho tiempo que no acompañaban a los demás miembros de la compañía a un hotel o Gaststätte—, ella le preguntaba ansiosamente sobre todos los detalles de la función y él se los contaba:
—Bueno, ese tonto de Pavlo continúa entrando y saliendo de la pista con su familia y sus perros cada vez a más velocidad, como si estuviera ensayando un número de desaparición. Cometí un gran error cuando le dije que se guardara de los competidores.
Otro día contaba:
—Fitz ha encontrado una magnífica sustituta de Clover Lee y las chicas Simms en su número cumbre. Esa guapa griega hace: «La Amazona Virgen en las garras del Dragón Fafnir». Y lo hace tan desnuda que sus, ejem, partes vitales sólo están cubiertas por los anillos de la pitón, aunque ésta no deja de moverse. No sé cómo lo consiguen ella y la serpiente. Lo que sé es que sería arrestada por conducta indecente en cualquier sitio fuera de ese anexo. Actúa como si la violara un hombre y, sin embargo, es bonito de ver. La serpiente baila literalmente mientras sube y baja por su cuerpo y la abraza al son de la música de acordeón.
Otro día contaba:
—Los animales nuevos se portan muy bien en las cabalgatas, incluso las cebras, siempre que les dé poca rienda. Y la otra noche, en la tienda de la ménagerie, Abner vio a Peggy a gatas debajo del vientre de Mitzi. Sólo era para rascarla, pero Abner lo ha convertido en un número. Ahora anuncia: «¡El puente de Londres!», y los elefantes lo hacen en la pista. Abner es bastante listo con los animales; incluso ha empezado a ganarse la confianza de los tigres y osos. Me gustaría que no bebiese una botella entera cada vez que ha de entrar en sus jaulas, pero él dice que quién coño le haría entrar de otro modo.
—Querría ver el espectáculo —dijo Autumn—. Hay tantas cosas nuevas desde que caí enferma… No sé por qué no se me permite. Aquella medicina me ha quitado completamente el dolor de cabeza. Ya sé que no puedo actuar todavía porque aún no puedo enfocar la vista en nada tan próximo como la cuerda, pero en cambio veo perfectamente las cosas distantes.
—¿Qué hay de… de las manchas descoloridas del pecho?
—Siguen ahí, pero no se han extendido ni multiplicado. Siento que el médico te hablara de ellas.
—Maldita sea, Autumn, tú y yo lo hemos compartido todo desde que estamos juntos. No me gusta enterarme de cosas tuyas por terceras personas. Aún me duele que apagaras todas las luces para que no me diera cuenta.
—Temía que las confundieras con manchas de vejez y pensaras que me hacía vieja y me abandonases.
Esto era una mentira tan manifiesta y tan burda en una persona de la inteligencia de Autumn, que Edge no se molestó siquiera en sugerir que también era un insulto para su inteligencia, además de para su amor y lealtad. Sólo dijo:
—El médico te advirtió que no te expusieras a un enfriamiento. Pero como ahora no hace frío hasta el anochecer, creo que, bien abrigada, podrías asistir sin peligro a la función de la tarde. Y sentarte en las graderías con el público, si ves mejor a cierta distancia.
—¡Oh, claro que sí! —exclamó ella, entusiasmada—. ¿Puedo, Zachary?
—Creo que sí, pero hazme un favor. Ponte también un sombrero con velo. Si ese loco de Pavlo Smodlaka te ve en las graderías, se convencerá de que le espiamos y me hará responsable del espionaje. No contribuyamos a que enloquezca del todo.
—Lo que tú digas, amor mío —contestó Autumn, besándole.
Pero aquella noche, como ya era su costumbre, también apagó las luces antes de desnudarse para ir a la cama. Edge no se quejó ni hizo el menor comentario. Lo prefería así. Hacer el amor a Autumn en la oscuridad le permitía imaginar que hacía el amor a aquella Autumn sana y radiante de otras noches que ahora parecían muy lejanas.
—¡Oo-ooh, es espléndido! —exclamó Autumn la tarde siguiente cuando se detuvieron en la entrada de la avenida del circo—. ¡Zachary, esto es tan grandioso como los mejores circos que he visto en mi vida!
Autumn iba muy arropada con abrigo, bufanda, guantes y botas altas. De su sombrero toscano de ala ancha pendía un velo de amazona, metido dentro del cuello del abrigo, y detrás de él su rostro era sólo un resplandor suave. A petición de Edge, Florian había recorrido antes las hileras de barracas ordenando a los propietarios —para cierto asombro de éstos— que ocultaran todos los espejos exhibidos entre sus baratijas. Pero probablemente Autumn no los habría visto porque estaba maravillada ante las novedades del circo.
Además de las banderas y letreros que proclamaban las mercancías de las barracas —salchichas, cervezas, relojes de cucú y cosas por el estilo—, ahora el Florilegio alardeaba de su propia línea de banderas, tendida a lo largo de la fachada de la carpa, sobre la entrada de la marquesina. El artista chino no dominaba la anatomía, humana y animal, pero esto no había inhibido su imaginación ni su paleta. Con colores brillantes e increíbles aparecía, en una bandera, un león de melena revuelta y llamativos colmillos y zarpas, diseminando por la jungla miembros sanguinolentos de negros africanos; en otra, el coronel Ramrod, con anómalos ojos oblicuos, disparaba volcanes de llamas y humo de dos pistolas, esparciendo por un desierto los cuerpos de ensangrentados pieles rojas; en otra, un hindú muy enjoyado hacía malabarismos con antorchas encendidas, de pie sobre los colmillos enredados de dos elefantes cubiertos de arrugas; en otra, los propios chinos, de un amarillo vivo, ejecutaban contorsiones que aún no habían intentado nunca… y así sucesivamente: en conjunto, ocho banderas que llamaban la atención de modo casi audible.
El anexo de sir John, a un lado de la carpa, tenía su propia bandera, que representaba a una mujer desnuda muy neumática con unos pechos inhumanos por su exuberancia —el artista oriental estaba a todas luces deslumbrado por las mamas occidentales—, ojos saltones y boca abierta en un grito mientras era comprimida por los anillos y quemada por el fogoso aliento de un dragón reptil, alado y leonino que sonreía con lascivia. Era con mucho el animal mejor dibujado de todos los reproducidos en las banderas.
Al otro lado de la carpa estaba la nueva tienda de la ménagerie, a rayas verdes y blancas como las otras, y Edge condujo allí a Autumn. Esta, feliz, respiró hondo la evocadora mezcla de olores —a la vez amoniacal y aromática— de los elefantes, grandes gatos, caballos, heno caliente, cajones de pienso, serrín y lona nueva.
—Antes de cada función —dijo Edge—, cualquier patán que haya comprado la entrada y no desee comprar en las barracas, puede entrar aquí a dar un vistazo. Cuando se ha reunido la gente suficiente, Jörg Pfeifer habla, sobre todo de lo que cuesta la ménagerie en dinero, tiempo, trabajo y pérdida de vidas.
—¿Cuánto ha costado todo esto?
—Florian no quiere decírmelo. Creo que hizo un pago parcial y firmó un pagaré. Los Hagenbeck le conocen y se fían de él.
Llevó a Autumn por el centro de la tienda y le enseñó los animales enjaulados o atados a ambos lados de las cuerdas del pasillo: Mitzi-César, Kewwy-dee y Kewwy-dah —estos nombres requirieron una explicación—, Hansel y Gretel, las hienas abogadas, Rajá, Rani y Siva.
—¡Oh, los tigres son sublimes! —exclamó Autumn—. Los humanos pensamos que somos la obra maestra de la naturaleza, pero son ellos. Los gatos de la jungla, los gatos domésticos, todas las clases de gatos son superiores a los demás animales.
—Vamos, vamos —dijo Edge en broma—. Los humanos estamos hechos a imagen de Dios.
Entonces se arrepintió de haberlo dicho al recordar el aspecto actual de Autumn, pero ella sólo contestó:
—Los gatos no se preocupan de Dios. No adoran nada, no envidian nada y no temen nada. Si esto no es superioridad, ¿que es?
Los caballos estaban en el fondo de la tienda y allí Clover Lee cepillaba a su viejo tordo, Burbujas. Saludó a Autumn un poco desconcertada al verla tan oculta bajo la ropa, pero cuando Autumn respondió con su clara voz de siempre, Clover Lee le preguntó directamente por su salud y expresó la esperanza de toda la compañía de que su estrella volviera a estar pronto entre ellos.
—Gracias, yo también lo espero —dijo Autumn—. La ménagerie es maravillosa, ¿verdad, Clover Lee? Pero no cabe duda de que requerirá tiempo amortizarla.
—Bueno —respondió la muchacha, sonriendo—, ya conoces a Florian. Si no está en precario equilibrio sobre una rama, no se siente vivo.
—Sí —corroboró Edge—, ahora ha comprado otro carromato grande y caballos de tiro. Resulta que los necesitaremos para llevar todas las provisiones que estos animales consumirán por el camino… y las nuevas sillas de estrella, cuando las tengamos.
—Y los miembros europeos no dejan de decirle —añadió Clover Lee— que deberíamos tener listones para vallas, como otros circos europeos, para rodear el campamento. Muchos transeúntes se cuelan por los lados, lo cual irrita especialmente a Banat. Pero Florian dice que una valla es demasiada carga para llevar de un lado a otro.
Edge y Autumn salieron de la ménagerie y entraron en la carpa por la puerta principal. Encima de ellos, sobre la marquesina, Bum-bum Beck hacía afinar los instrumentos a la banda y cogió una corneta para tocar unos compases de Greensleeves a guisa de saludo; Autumn le saludó agitando la mano. Entonces mantuvo la cabeza alta para mirar con nostalgia hacia la cúpula de la tienda, hasta que Edge la empujó con suavidad para que siguiera andando. Goesle y sus hombres aún no habían montado las sillas plegables, así que los «asientos de estrella» eran sólo los bancos más próximos a la pista. Edge la hizo sentar en uno de ellos y permaneció a su lado hasta que tuvo que irse a dirigir la preparación de la cabalgata inicial.
Durante el espectáculo miró frecuente y ansiosamente hacia Autumn, sentada entre los gordos Bürgers, sus gordas Fraus y sus regordetes Kinder. No parecía sufrir ningún efecto adverso en su primera salida del remolque desde la visita al médico. Aplaudía tan vigorosamente como los patanes y, aunque Edge no podía verle la cara, sabía que debía sonreír al ver tantos números nuevos y tantos refinamientos de los antiguos.
Ahora Abdullah hacía malabarismos mientras bailaba de puntillas sobre los cuellos de una docena de botellas de cerveza, derribando a propósito alguna cada pocos minutos hasta que por fin se detenía con un solo pie sobre una botella, sin dejar de lanzar al aire, imperturbablemente, frágiles huevos y herraduras de hierro al mismo tiempo. Zanni había incluido en su número cómico una escalera libre como la que solía usar Monsieur Roulette, sólo que ésta era plegable. Zanni la desplegaba sin ningún soporte y la dejaba oscilante mientras hacía en ella diversos ejercicios acrobáticos. Luego los peldaños se caían uno tras otro a medida que los pisaba, así que se veía obligado a seguir subiendo por la escalera cada vez más destartalada y vacilante hasta que hacía piruetas desesperadas sobre el último peldaño. Cuando éste se caía, él también, pero atrapando las dos partes de la escalera bajo los brazos y usándolas como zancos para dar vueltas a la pista a grandes zancadas.
Clover Lee había añadido una bandada de palomas blancas a su número de equitación a pelo. Había comprado la docena de aves en el mercado y montado durante siete días de entrenamiento con una capa en cuyos pliegues había diseminado granos de trigo. Durante aquella semana, las palomas habían aprendido a perseguirla mientras trotaba para picotear el trigo y cuando, en el octavo día, desechó la capa, continuaron siguiéndola por costumbre. Ahora, cuando Clover Lee dio la vuelta a la pista sobre Burbujas, ejecutando poses de ballet, jetées y entrechats, las blancas aves eran su capa al seguirla muy de cerca y, cuando se paraba, aleteaban para posarse en sus brazos y hombros.
Brutus hizo su antiguo número a las órdenes de Abdullah, luego Barnacle Bill sacó a César y Florian anunció en alemán: «¡El puente sobre el Inn!» Brutus y César lo formaron entrelazando sus trompas y Domingo Simms bailó un pequeño ballet sobre ellas mientras la banda tocaba un vals. Entonces Florian anunció: «¡El puente de Londres se derrumba!», y el vals fue interrumpido por un estruendo de platillos y los elefantes se separaron de repente y Domingo dio un salto y quedó graciosamente derecha sobre la cabeza de César mientras Brutus volvía a arrastrarse por debajo del gran vientre de César.
Ahora Domingo también participaba en el número del trapecio, pero sólo subiendo a una plataforma, adoptando poses artísticas y dando un empujón a la barra hacia Maurice o Paprika cuando ellos la pedían gritando: «Houp là!» Los tres artistas llevaban ahora, por una reciente decisión de Maurice, mallas de diferentes tonos de azul, profusamente cubiertas de lentejuelas. Maurice aún iba de azul eléctrico, como el relámpago; Paprika un azul muy oscuro para realzar sus cabellos anaranjados; Domingo un azul muy pálido para que contrastara con sus abundantes cabellos negros. Y ya hacia el final de la actuación, Domingo intervenía en un ejercicio que juntaba los tres azules. Maurice y Paprika, cada uno en su trapecio, terminaban una sucesión de acrobacias, columpiándose colgados de las rodillas. Paprika se lanzaba hacia la plataforma de Domingo con las manos extendidas, Domingo le alargaba las suyas, ambas muchachas se cogían las manos y Domingo se lanzaba al encuentro de Maurice. El público profería una exclamación ahogada cuando pasaba en el aire de Paprika a Maurice y éste la hacía describir otro arco para que aterrizase grácilmente de pie en la plataforma opuesta.
—Sólo desearía —confió con timidez Domingo a Autumn, que fue a felicitarla durante el intermedio— que cuando nos agarramos las muñecas allí arriba, no tuviera que agarrar las de miss Paprika.
—Oh, Dios mío —dijo Autumn—. ¿Es que ahora te busca a ti? Bueno, supongo que no debería sorprenderme. Aún eres una adolescente, pero de una niña bonita has pasado a ser una jovencita muy bella. No te sentirás atraída hacia Paprika, ¿verdad?
Las mejillas de color café con leche de Domingo se tiñeron de rosa, pero intentó darse aires mundanos.
—Lo que me sugirió… los detalles… dice que gozaría con ellos. Quizá sí. Ella debe de saberlo.
—¿Pero…? —preguntó Autumn.
—Pero yo preferiría reservar… reservar esto para un… un hombre, cuando sea lo bastante mayor para tener uno. Miss Paprika dice que podría divertirme mientras tanto y que después nadie notaría la diferencia, ni yo… ni ningún hombre. ¿Es cierto, miss Autumn?
—No lo sé por experiencia propia, pero sé que se practica mucho en los mejores pensionados, incluso en los de monjas, y a pesar de ello las chicas se casan bien. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en complacerla?
—Dice que si no lo hago, ella se encargará de que no llegue a ninguna parte en el trabajo del trapecio.
—¡Vaya, menuda zorra está hecha! Esto es mucho más monstruoso que… que cualquier cosa que pudierais hacer las dos de mutuo acuerdo. Los actos privados son asuntos privados, pero el chantaje es un delito. ¿Se lo digo a Zachary?
—Oh, no, por favor —dijo Domingo, alarmada—. No haga nada que pueda indisponerla conmigo. Lo… lo pensaré mejor. Pero, se lo ruego, miss Autumn, no mencione esto a nadie. —Y se fue corriendo hacia el furgón vestidor.
Autumn se reunió con Edge y no dijo nada de la conversación.
Pasaron el resto del intermedio en el espectáculo complementario, que gustó tanto a Auburn como a los habitantes de Innsbruck. Más tarde, tras la conclusión del espectáculo principal en la carpa, insistió en ver también a la Amazona Virgen y el Dragón Fafnir. Cuando el telón de lona de Fitz se cerró al final de aquel cuadro, Autumn dijo riendo a Edge:
—Dios mío, creía que me habías dicho que ella fingía ser violada.
—Ven a la parte trasera y la conocerás. Puedes preguntarle si se lo toma en serio.
Detrás del telón, Meli Vasilakis se había puesto una bata y estaba tapando la cesta de la voluminosa serpiente. Cuando Edge hubo hecho las presentaciones, Autumn dijo:
—Espero que Fitz no me convenza nunca para actuar en semejante tableau vivant. Estaría aterrada.
—No es kinthynos. No hay peligro. La pitón nunca me ha hecho daño. Además, es vieja.
—No pensaba en la pitón. Quizá usted no se ha fijado en los ojos de los hombres que la miraban.
—Vlepo —contestó alegremente Meli—. Tengo un buen marido celoso.
—¿Marido?
—Spyros siempre vigila cuando trabajo. —Meli hizo una seña y el marido subió al escenario para ser presentado a Autumn—. Cualquier hombre que me mire con demasiada fijeza, sale con un ojo morado. Mi marido Spyros es un dragón verdadero.
Se fueron, llevando entre los dos la cesta de la pitón, y Autumn observó:
—Da gusto verlos, si se comparan con Pavlo y Gavrila.
—Los Vasilakis no deben de ser el único matrimonio feliz —contestó Edge—. Te propuse que nos casáramos en cuanto nos conocimos y una docena de veces desde entonces.
Autumn le tocó traviesamente la nariz con la yema del dedo y dijo:
—Ahora estás en tierras germanas y te pido que reflexiones. La palabra alemana trauen significa casarse y casi la misma palabra, trauern, significa lamentarse. No puede ser una coincidencia.
—Maldita sea, hablo en serio.
—Muy bien. ¿Puedo ver también el espectáculo de mañana? En serio.
—En serio, no. El médico nos desaconsejó el esfuerzo excesivo, recuérdalo. Te soltaré otra vez dentro de dos días. Es cuando Jules se elevará en el Saratoga.
Durante toda su estancia en Innsbruck, el Florilegio no llenó completamente el circo. Sin embargo, la asistencia aumentó de modo súbito y espectacular después de que Rouleau se elevara y flotase sobre las aguas del río Inn.
Fitzfarris contribuyó de nuevo a aquel espectáculo con la mágica desaparición de la avenida y la reaparición en el cielo de la bonita muchacha, aparentemente la misma. Las hermanas Simms no pusieron ninguna objeción a esto, como una supuesta explotación, porque les encantaban los paseos en globo y se alternaban en los papeles de desaparecida y reaparecida. Esta vez fue Lunes quien saltó triunfalmente de la barquilla tras el aterrizaje del Saratoga. Después de que ella y Monsieur Roulette saludaran muchas veces bajo los aplausos de los espectadores apiñados en el Hofgarten, él la llevó a un lado y le dijo con petulancia:
—¿Tienes que restregarte los muslos todo el rato que estamos en el aire? Tu hermana no lo hace. Haces oscilar la góndola y me resulta tris difficile calcular con exactitud el punto de aterrizaje.
Domingo lo oyó porque estaba cerca y dirigió a Lunes una larga mirada especulativa.
Los carteles de Florian anunciando la elevación del globo atrajeron aquel día hordas de ciudadanos al Hofgarten, pero el público más numeroso que acudió al circo los días subsiguientes consistió en personas que no tenían noticia alguna del espectáculo. La inesperada aparición en el cielo de algo tan excepcionalmente bello como el Saratoga, visible en muchos kilómetros a la redonda, picó la curiosidad de todas las familias campesinas que vivían en el valle del Inn. Ya habían recogido las cosechas y las nieves invernales aún no las retenían en sus casas, por lo que carretas y más carretas de campesinos llenaron a partir de aquel día todos los caminos que conducían a Innsbruck, dirigiéndose directamente al circo.
—Vaya, celebro que nos hayamos quedado —dijo Florian con satisfacción—. Y me alegro de que tú te hayas quedado con nosotros, Carl, para ayudarnos a ganar este botín. Permaneceremos aquí hasta que el público vuelva a escasear. O hasta que llegue la nieve, que tendrá el mismo resultado. Esto significa que no has de apresurarte en viajar a Munich, aunque puedes marcharte cuando lo desees. Seguiremos el plan original y te esperaremos en Rosenheim.
Así pues, tras dirigir a la banda en varias funciones más y dejar innumerables instrucciones para cuando estuviera ausente, Beck se marchó. Sus colegas intentaron no reírse al verle partir. Un marinero sobre una silla ya era una vista bastante estrafalaria, pero éste se parecía demasiado a Sancho Panza sentado a horcajadas sobre el rocín de lomo hundido, con las piernas colgando a los lados y su calva lanzando destellos hasta que se perdió de vista.
El Florilegio disfrutó de muchas más semanas de prosperidad antes de que cayera la primera nieve. Fue una nevada copiosa que exigió la lenta combustión de balas de heno en la carpa y el anexo durante toda la noche. En la tienda de la ménagerie no podía encenderse fuego, pero el calor de los cuerpos de los animales fue suficiente para impedir que la nieve se amontonase en el techo. Y al día siguiente Florian ordenó el desmantelamiento y los preparativos para emprender la marcha hacia Baviera.
Aquel día él y Edge hicieron una rápida visita a la ciudad para pedir al Herr Doktor Köhn un amplio suministro de los efectivos polvos Dresser. El médico hizo numerosas preguntas sobre el estado de Autumn y las respuestas de Edge —incluso el informe de que «su cara está cada vez más torcida»— parecieron confirmar satisfactoriamente la primera opinión del médico. Florian tradujo:
—No ve posibilidad de un diagnóstico exacto hasta que el especialista vienés haya examinado a Autumn, pero sigue diciendo que no hay urgencia.
—No sé si interpretar esto positiva o negativamente —dijo Edge—. De todos modos, como hacemos un rodeo antes de dirigirnos a Viena, pregúntale si conoce a algún médico bueno en un lugar próximo a nuestra ruta, por si nos hiciera falta. Un médico que hable inglés, a ser posible.
El doctor Köhn cogió de un estante una voluminosa guía, la hojeó y escribió en un pedazo de papel un nombre y unas señas de Munich. Después llenó una gran cantidad de sobrecitos con los polvos para la jaqueca y deseó «viel Glück» a Edge y a su dama.
Cuando el Florilegio abandonó el nevado Hofgarten, formaba ya una caravana como la de un batallón del ejército en marcha. El carruaje negro iba a la vanguardia de una procesión blanca y azul de diez carromatos de equipos y suministros, seis furgones con jaulas, nueve remolques y el Gasentwickler sobre ruedas, dos elefantes y un camello, y detrás de estos animales iba el heterogéneo y polícromo desfile de remolques y carretas de los dueños de las barracas. Ya había cruzado el puente sobre el Inn una buena tercera parte de la caravana cuando otra tercera parte lo estaba cruzando y otra aún no había llegado a él.
Estuvieron dos días y dos noches de camino por una carretera cubierta de nieve, flanqueada por dos altos terraplenes de nieve, que iba en dirección nordeste hacia la frontera. Allí, en Kufstein, pasaron de Austria a Baviera y de nuevo todos se maravillaron de que los guardas fronterizos los dejaran cruzar sin ponerles ningún impedimento.
—Creo —dijo Florian— que esta vez es porque los centinelas bávaros están encantados de que nuestros carromatos ostenten sus colores nacionales.
Rosenheim estaba a otro día de viaje hacia el norte, siguiendo el curso del Inn, pero ahora Florian puso a Bola de Nieve al trote para adelantarse, de modo que una vez más Edge condujo la caravana solo en el pescante porque Autumn —no por gusto, pero resignada— yacía en la cama dentro del remolque. A Edge le gustaba tan poco como a ella viajar solo, pero por Autumn agradecía que la nieve bajo las ruedas amortiguase los movimientos del vehículo.