7
A la mañana siguiente, aunque todavía era muy temprano cuando el carruaje salió dando tumbos del solar y los carromatos lo siguieron, algunos niños de la localidad ya «jugaban al circo» en la pista abandonada, sobre las hierbas aplastadas de lo que había sido la arena del Florilegio. Hannibal y el elefante volvían a cerrar la caravana y el negro corría de un lado a otro de la calle a fin de arrancar todos los carteles posibles para su uso futuro.
Florian dijo a Edge, que iba sentado a su lado:
—Ha vuelto a despertarse tarde —sin aludir, por delicadeza, al hecho de que Edge y Sarah habían llegado de los lejanos confines del solar a tiempo de compartir el desayuno de Magpie Maggie Hag, consistente en gachas de maíz, melocotones en almíbar y café sintético—, así que no debe de saber (y se lo diré antes de que tenga otro berrinche por nuestra crueldad con los animales) que he ordenado al capitán Hotspur matar al otro asno y desollarlo para Maximus. Así, de paso, nos ahorraremos el tener que arrastrar sin necesidad al pobre animal a través de las montañas.
—También significa —replicó Edge— que cuando Obie y yo nos separemos de ustedes, tendrán un pesado carromato sin un triste asno para tirar de él.
—Oh, no deseaba inspirar compasión… o caridad. Podemos usar a Brutus, si no hay más remedio. Como ya he dicho, no me gusta poner arneses a un valioso elefante, pero, como siempre, tendremos que solucionar los problemas a medida que se presenten.
Florian seguía las calles menos empinadas de Lynchburg, que a su vez seguían la orilla del río. Los pocos adultos que habían salido de casa a hora tan temprana los miraban, sorprendidos, o saludaban familiarmente el paso de la caravana, y los numerosos niños que estaban en la calle saltaban y hacían cabriolas detrás del elefante. Llegaron a Seventh Street y al único y destartalado puente de madera de la ciudad sobre el James. Cuando lo hubieron cruzado y todos los niños volvieron a sus casas, Edge indicó a Florian que torciera hacia el oeste, a lo largo del río Road.
—Si éstos fueran tiempos normales —dijo Florian, dirigiendo al caballo—, seguiríamos una ruta trazada por nuestro mensajero, que nos señalaría con dos o tres semanas de anticipación dónde teníamos que estar y en qué fecha. Conocería el estado de todos los caminos y qué clase de terreno encontraríamos para levantar la tienda: bueno, malo, regular. Sabría, en cualquier ciudad fabril, exactamente el día de cobro de los obreros. En las regiones agrícolas, sabría cuándo araban o plantaban los granjeros y por ello no tendrían tiempo para vernos. Y sabría cuándo hacían la recolección y si era buena y cuánto dinero tendrían los aldeanos en los bolsillos. Conocería los lugares afectados por una sequía o inundación y nos haría dar un rodeo. Estaría enterado de las leyes y licencias locales y, o bien se adaptaría a ellas, o haría lo que llamamos un remiendo. Una palabra útil, remiendo. Comprende toda clase de medios para prescindir de la burocracia y eludir las leyes puritanas sobre los domingos, ahorrando así gastos y problemas innecesarios. Nuestro mensajero también conocería la ruta de todos los demás circos, representaciones teatrales cómicas y curanderos ambulantes, a fin de que no coincidiéramos nunca con ningún espectáculo rival. —Suspiró y repitió—: Si éstos fueran tiempos normales.
—Bueno, lamento no poder hacer ninguna de estas cosas para usted —dijo Edge—. Sólo puedo conducirle por el paso más fácil de esas montañas del Blue Ridge. Se llama Petit Gap, lo atraviesa el James, y este camino se mantiene al nivel del río durante un largo trecho. De vez en cuando tiene que apartarse y trepar un poco por la ladera de una montaña, pero ninguno de estos lugares es un camino impracticable. Si no nos detenemos a comer al mediodía, podríamos llegar al otro lado de las montañas, donde el río North afluye al James, justo a la hora de acampar.
El día era soleado, con grandes nubes blancas flotando en un cielo azul celeste, y el paisaje era espléndido. A la izquierda del camino, el ancho río marrón se deslizaba majestuosamente, dividiéndose de vez en cuando para acomodar una isla verde en el centro de la corriente. Alrededor se levantaban las montañas del Blue Ridge, que no eran picos escarpados y siniestros, sino suaves elevaciones boscosas, depresiones y colinas redondeadas, voluptuosas como pechos, nalgas y vientres femeninos. Cualquier montaña próxima al camino estaba llena de follaje primaveral muy verde y policromas flores silvestres. En cambio, cuando la vista se abría y las montañas eran visibles a cualquier distancia, todo era de un azul suave, velado por la neblina.
—No es la distancia lo que les da este aspecto —explicó Edge—. De sus millones de árboles, quizá la tercera parte son pinos, y todos exhalan una niebla de resina, la cual flota en el aire y lo tiñe todo con este matiz azul pálido.
La caravana del circo viajó durante el soleado día sin ningún incidente, salvo un momento en que Tim, que volvía a conducir el furgón del museo, se distrajo y una rueda trasera cayó en una estrecha zanja de la cuneta. Pese a los esfuerzos de Tim por sacarla, empujando en las dos direcciones e intensificando el azul del Blue Ridge con sus maldiciones, el caballo Burbujas no pudo arrastrar la rueda, así que Hannibal recurrió a Peggy. El elefante sólo tuvo que apoyar su enorme frente contra la parte trasera del carromato y darle un leve empujón para poner de nuevo el vehículo en el camino.
Cuando las hondonadas entre las montañas empezaron a llenarse de oscuridad y una fría niebla se elevó sobre el río, Florian sugirió a Edge que ya podían detenerse en cualquier sitio, pues había amplio espacio para acampar y mucha leña y agua, pero Edge dijo que era mejor seguir y su razón fue pronto evidente. Cuando salieron del Blue Ridge, se abrió ante ellos un valle verde y acogedor donde el sol se ponía en el oeste tras otra cordillera lejana y el aire era aún cálido y dorado.
—El valle de Virginia —dijo Edge, mientras los carromatos entraban en una pradera junto al río—. Al sur hay el valle del río Roanoke, y al norte, el de Shenandoah.
—No cabe duda de que es un bello lugar —observó Florian.
—Incluso los indios primitivos lo pensaron. Los catawbas, los onondegas y los shawnees eran cazadores rivales y solían estar en guerra unos con otros, pero hicieron un tratado. Acordaron que este valle era tan hermoso y estaba tan lleno de caza y otras cosas buenas, que aquí cazarían todos y nunca lucharían. —Añadió tristemente—: Nosotros, los hombres blancos, no fuimos tan sensatos.
—¿Ha luchado aquí?
—No en este preciso lugar, pero sí más abajo del valle, varias veces, y una vez hasta en Gettysburg, en Pennsylvania. Pero mucho tiempo antes de esto, yo vivía aquí. Es el condado de Rockbridge y nací a pocos kilómetros de este valle.
—¿De verdad? ¿Cómo se llama su ciudad natal?
—No era una ciudad, sólo un lugar en las tierras bajas y no tenía otro nombre que Hart’s Bottom. La casa desapareció hace tiempo y toda mi familia ha muerto. Pero viví aquí, en Rockbridge, hasta que tuve alrededor de diecisiete años. Trabajé en los hornos y fraguas de hierro Jordan; los verá cuando sigamos el curso del río North, un poco más adelante. Por ese río solían bajar y subir continuamente barcos de carbón y mineral.
Mientras las mujeres recogían leña y encendían el fuego, Roozeboom dio a Maximus otro trozo de asno y luego se paseó entre los carromatos, examinando todas las herraduras de los caballos antes de que los hombres los desengancharan y dejaran libres para pacer y beber. Ya había anochecido cuando la compañía se sentó a cenar, pero era una noche tibia y estrellada y la cena volvió a ser buena: pescado frito, tortas de maíz, nabos y habichuelas y corteza de melón en vinagre para postre. El café sintético se estaba acabando, así que Magpie Maggie Hag decidió reservarlo para el desayuno del día siguiente. Encontró en la pradera un poco de la planta de menta que los nativos llamaban té de Oswego y coció un pote de esta tisana. Después de cenar, todos los hombres encendieron pipas y repartieron jarras de whisky de maíz. Florian se acercó a donde Edge y Yount estaban sentados y dijo, con un suspiro de satisfacción:
—Sí, Zachary, eligió usted un bonito valle para nacer.
—No se encuentra tan bonito cuando uno va un poco más al norte —gruñó Edge—. Todo el maldito valle, desde Staunton a la frontera del estado, era una tierra asolada la última vez que la vimos, y eso fue sólo el otoño pasado.
—¿Se libró una gran batalla?
—Muchas, y todas grandes. Pero lo peor fueron los incendios, cuando el Diablo y su inspector general decidieron trasladar el infierno al valle de Shenandoah.
Florian ladeó la cabeza y dijo:
—Está jugando a las adivinanzas, ¿verdad? Sé que llaman Diablo a Ulysses Grant, pero no sabía que hubiera puesto los pies en el oeste de Virginia.
—No lo hizo —dijo Yount—. Envió al Pequeño Phil.
—Ése es Sheridan, si no me equivoco.
—El valle de Shenandoah —explicó Edge— era, por así decirlo, el economato de nuestro ejército. Cereales, madera, hortalizas, ganado, caballos y ovejas. Grant envió a Phil Sheridan para que lo asolara. Incluso hemos visto una copia de sus órdenes; decía algo así: «Dejen ese valle tan vacío, que hasta los cuervos que hayan de sobrevolarlo tengan que llevar sus propias raciones». Y Sheridan lo hizo así. Por esto aquí se le conoce, sin mucho cariño, como inspector general del Diablo.
—Pero no se limitó a apoderarse de los rebaños y comestibles —añadió Yount—. Quemó los pastos y los bosques, los graneros, molinos y granjas. Dejó a los civiles sin techo ni alimentos ni harapos que ponerse (viejos, mujeres y niños), y esto a las puertas del invierno. No es nada digno de un soldado.
—¿De modo que ustedes fueron de los que acudieron a detener a Sheridan?
—Acudimos para intentarlo —respondió Edge—. Lee envió a todos los hombres de que disponía. Pero los yanquis nos doblaban en número e iban armados con los nuevos rifles de repetición Henry. Aquellos días Obie y yo estábamos con el Treinta y Cinco de la caballería de Virginia.
—Nos llamábamos el Batallón Comanche —dijo Yount—. Nunca nos habían derrotado, en ninguna batalla durante toda la guerra. Hasta entonces.
—¿Y cómo ocurrió? —preguntó Florian.
Los rostros de los dos hombres permanecieron impasibles y miraron hacia la oscuridad de la noche, en silencio. Al cabo de un rato Edge levantó la jarra y por lo visto encontró en ella una resolución, un consuelo, una absolución o lo que fuera. Contestó sombríamente:
—Sans peur et sans reproche, así era el Batallón Comanche. Hasta el pasado octubre en el valle, junto a un riachuelo llamado Tom’s Brook, cerca de Strasburg. Cabalgábamos como parte de la Brigada Laurel, avanzando como refuerzo de la infantería que iba al encuentro de la división de Custer. Entonces nos sorprendió un fuego de flanco. Esto no era ninguna novedad y nunca nos había detenido, así que no existe explicación para lo que ocurrió. Nuestro avance se convirtió en retirada (no, en desbandada) hacia la retaguardia. Y lo que es peor, toda la Brigada Laurel continuó corriendo, a cinco o seis kilómetros de la batalla, y sin que nos persiguiera ningún yanqui.
—Diablos —terció Yount—, Terciopelo Custer y sus yanquis estaban ocupados apoderándose de todas nuestras piezas de artillería, furgones de suministros y cajas de municiones que habíamos dejado sin protección.
—Cuando por fin nos reunimos todos los que quedábamos —continuó Edge—, nuestro coronel, White, pasó lista. No tardó mucho. La Compañía F había desertado en su totalidad y las otras cinco compañías sumaban en total unos cuarenta hombres y seis oficiales. Habíamos salido con ciento cincuenta hombres. En menos de una hora, lo que había sido una de las unidades de caballería más orgullosas del ejército confederado había perdido a dos terceras partes de sus componentes, manchado su excelente reputación y destrozado su moral sin posibilidad de recuperación. Los pocos comanches que quedaron no quisieron más contacto con ella. El coronel White formó más tarde un nuevo Treinta y Cinco con reemplazos, pero nunca más se le confió nada digno de mención. Mientras tanto, el resto de nosotros fuimos asignados a otras unidades. Obie y yo nos incorporamos al Segundo Cuerpo, en el este, junto con los otros a quienes llamaban los Desgraciados de Lee, para defender del asedio a Petersburg.
—Bueno, son los avatares de la guerra —dijo Florian, con objeto de poner fin a sus tristes recuerdos. Y añadió—: ¿Qué pasa ahí? —Y se levantó, un poco vacilante, para preguntar—: ¿Le ha ocurrido algo a Maggie Hag?
La gitana había desaparecido y sólo Sarah y Clover Lee lavaban los utensilios de la cena. Sarah contestó:
—Sí, algo la ha trastornado. Pero no creo que esté enferma. Ha farfullado de repente que sucedía algo malo en alguna parte y tenía que consultar a los espíritus.
—Oh, Dios mío —exclamó Florian—. ¿No ha dicho qué podía ser?
—No, pero puedo asegurar que está consultando a los espíritus. Casi se pueden oler desde aquí. Se ha llevado una de tus jarras al carromato.
Florian dejó caer los brazos, resignado. Como Edge y Yount aún estaban en posesión de la otra jarra, volvió a sentarse con ellos y explicó:
—Mag tiene estos arrebatos de vez en cuando.
—¿De verdad es vidente? —preguntó Yount—. ¿Ha visto alguna vez algo digno de mención?
—Es difícil de decir. A veces sugiere que tomemos otro camino. Y siempre le seguimos la corriente, de modo que nunca sabemos qué hubiera sucedido en el anterior. —Florian bebió un largo sorbo e whisky y cambió de tema—. Dígame, Zachary. ¿Cómo pudo un montañés, como usted se llama a sí mismo, obtener una educación y aprender lenguas y llegar a oficial, en vez de seguir siendo un montañés ignorante?
Edge reflexionó un poco antes de contestar:
—Por curiosidad, más que nada. Recuerdo que, cuando era niño, mi padre solía cantarme aquella canción sobre «El oso subió a la montaña para ver qué podía ver…». Dura unos quince minutos y es muy monótona; el oso no deja de subir y al final el relato termina así: «El oso llegó a la cima de la montaña y todo lo que pudo ver…»
—«Fue el otro lado de la montaña» —dijo Florian—. Sí, lo había oído.
—En esta región, la gente lo considera el evangelio. ¿De qué sirve subir a la cima de la montaña cuando más allá sólo hay la otra ladera? Yo no creía esto, así que fue la curiosidad lo que me hizo marchar de aquí… y también la insatisfacción. No me entusiasmaba pasarme la vida trabajando en la fundición del viejo John Jordan. Por esto me ofrecí voluntario cuando estalló la guerra con México. En la caballería, claro.
—Entonces fue cuando Zack y yo nos conocimos —dijo Yount, con orgullo—. Camino de México.
—Bueno —prosiguió Edge—, tampoco quería pasarme la vida en el ejército, pero resulté tan buen soldado que nuestro coronel Chesnutt se fijó en mí. Y cuando terminó la guerra, Jim Chesnutt tuvo la bondad de rellenar todos los formularios y recomendaciones para mi ingreso en el Instituto Militar de Virginia en calidad de algo que llaman un cadete del estado, lo cual significa enseñanza, manutención, uniformes y libros, todo gratis.
—Yo continué siendo un soldado —terció Yount.
—Ser un cadete del estado te impone una obligación —dijo Edge—. Cuando te gradúas, puedes elegir entre el nombramiento militar de segundo teniente y enseñar durante dos años en una escuela rural. De modo que cuando salí en el cincuenta dos, vestí de nuevo el azul y amarillo de la caballería y fui enviado a los territorios de Kansas.
—Y allí, en el fuerte Leavenworth —dijo Obie—, volvimos a encontrarnos.
—¿Guarnición en tiempo de paz? —preguntó Florian—. Esto sí que debe ser un empleo monótono.
—¡No en las praderas ni en los años cincuenta, por todos los diablos! —exclamó Yount—. Fue cuando los territorios empezaron a llamarse la Kansas desangrada. Por todas aquellas guerras fronterizas, ya sabe… esclavistas contra los defensores del estado libre. Y en cuanto las guerras se calmaban, siempre podíamos contar con alguna clase de ofensa mormona contra la decencia o ataques indios contra una caravana de emigrantes que no se podían dejar impunes.
—Uno de mis colegas tenientes de entonces era un sujeto llamado Elijah White —continuó Edge—. Al cabo de un tiempo abandonó el ejército y vino a Virginia para ser granjero. Sin embargo, cuando se inició la guerra por la independencia sudista, Lije empezó a formar su propia compañía de comandos para la Confederación. Fue más o menos entonces cuando renuncié a mi grado militar estadounidense y Obie a su alistamiento, así que vinimos para unirnos a Lije White. Cuando su compañía se integró formalmente en el ejército confederado como el Treinta y Cinco de caballería, obtuve el grado de capitán y Obie el de sargento a mis órdenes. Ya conoce el resto. Tal es la historia de mi vida. Toda ella resultado de la curiosidad… y la insatisfacción. Oh, y también mucha suerte. Florian meneó la cabeza con energía.
—Considerando sus comienzos, ha recorrido un largo camino y apostaría algo a que aún progresará más. Pero la suerte significa los ases que le sirve a uno la vida. Todo cuanto le ha ocurrido, Zachary, ha sido obra de usted, lo ha ganado o ha tenido el valor de aceptarlo.
Edge respondió con sinceridad:
—No me he referido con falsa modestia al gran éxito de mi vida. Diablos, cualquiera puede acercarse a ver por sí mismo cómo me he esforzado por salir del anonimato de un montañés para alcanzar este pináculo de ser un soldado sin empleo, en los umbrales de la edad mediana, viviendo de restos al borde del camino… y con todas las rosadas perspectivas de un negro libre que se presenta a las elecciones en Mississippi. —Entonces abandonó el sarcasmo—. No; pero era sincero al referirme a la suerte. Y estoy agradecido. Se ha terminado otra guerra y aún estoy vivo. Me basta con este as. Y ahora se ha vaciado esta jarra y tengo sueño. Buenas noches, caballeros.
El viaje del día siguiente, por la orilla del río North, fue aún más fácil para la caravana del circo, porque el camino subía y bajaba muy gradualmente, siguiendo las ondulaciones del valle. Magpie Maggie Hag viajaba dentro del furgón de la carpa, acostada en su litera y todavía abrazada a su jarra, malhumorada a todas luces por los fantasmas de la noche anterior. El idiota rasgueaba su banjo, tocando una y otra vez las dos últimas melodías que había oído, obsequiando al paisaje con los himnos nacionales de Dixie y Francia. Esto era suficiente para avisar de la aproximación de la caravana a los pocos jinetes y otros carromatos que encontraron por el camino, pero Florian, siempre a la cabeza, gritó cada vez: «¡Sujeten los caballos! ¡Se acerca un elefante!»
En una ocasión, cuando el camino daba un rodeo y estaba a bastante distancia del río, como para conducir expresamente a los viajeros a través de un valle estrecho alfombrado con azafranes y narcisos blancos y amarillos, y rodeado y perfumado con lilas, Edge mencionó a Florian, como de paso: «Esto es Hart’s Bottom y yo nací allí», indicándole unos desmoronados cimientos de piedra donde se había levantado una casa y quizá un granero o un establo, pero sin mostrar ningún deseo de parar y meditar sobre las escenas de su infancia o comunicar con los fantasmas del pasado.
A media tarde los carromatos cruzaron un puente bajo sobre un arroyo y luego tuvieron que trepar por la única colina empinada y muy larga de la ruta del día. Desde la cumbre vieron praderas y bosques y un pueblo pequeño y pintoresco a unos tres kilómetros de distancia —edificios comerciales de ladrillo, residencias con columnas o pórticos y varios campanarios altos y puntiagudos, más bien demasiado juntos que desperdigados, considerando los grandes espacios disponibles.
—Estamos en la cima de Water Trough Hill —anunció Edge—. Y es cierto que tiene un manantial y un abrevadero a sus pies, para los caballos que suben esta escarpada ladera. Allí está Lexington, y esas piedras recortadas y negras que ven en las afueras eran las paredes y torres de los edificios del Instituto Militar de Virginia. En el otro lado del pueblo, después del cementerio, hay un terreno para ferias que tal vez sea el mejor lugar para levantar el circo, si nos lo permiten.
Bajaron la colina, dejaron que los caballos y el elefante bebieran, agradecidos, en el abrevadero y continuaron por el camino hasta llegar a un embalse y un puente cubierto de madera nueva, todavía sin pintar, por el que cruzaron el río North y pasaron por delante de las ruinas de la academia militar. Como si hubiesen esperado al circo, todos los niños de la localidad se congregaron inmediatamente para seguirlo y bailar a su alrededor, o adelantarlo corriendo para advertir de la presencia del elefante a todos los transeúntes que iban a caballo. Los residentes adultos también se reunieron a ambos lados de la calle Mayor para contemplar la entrada de la caravana, y estas gentes no vestían monos de trabajo ni percal. Los hombres llevaban sombreros y trajes e incluso corbatas; las mujeres, faldas con miriñaque y cofias floreadas, vestidos pasados de moda en su mayoría y que se veían ajados, pero que eran sin duda sus mejores galas. Florian detuvo a Bola de Nieve y se tocó el sombrero para saludar a un caballero tan corpulento y de barba tan poblada —e incluso perfumada con ron de laurel—, que debía de ser una de las autoridades del pueblo. Florian le preguntó con cortesía sobre la disponibilidad del terreno para ferias a fin de dar una representación de circo al día siguiente.
—¡Mañana! —exclamó el respetable caballero, escandalizado como si Florian hubiese pedido permiso para desnudarse y exhibirse—. ¡Jamás se permitiría una cosa así en domingo, señor!
—Oh, le pido mil perdones —dijo Florian, azorado—. Recordaba la fecha, pero no el día. No se nos ocurriría nunca profanar el sábat.
—No es el sábat, señor. Su calendario debe de estar muy confundido. Mañana es domingo de Pascua.
—En efecto —dijo Edge—. Hace una semana fue domingo de Ramos. Día de la rendición. Entregamos las armas el lunes. Parece que ha pasado más tiempo.
El hombre respetable continuó:
—Realmente, mañana hay una razón muy buena para la alegría y un júbilo especial, como la ha habido hoy, pero la celebración debe llevarse a cabo con devoción y dignidad, no con actos teatrales. Y en la iglesia, no en una tienda de circo.
—¿Un… júbilo especial? —preguntó Florian—. ¿Ha sucedido algo que eclipsa a la Resurrección?
—¿Dónde ha estado, hombre? La gozosa noticia debe de resonar por todos los caminos de Virginia. ¡El déspota Abraham Lincoln ha muerto!
—¡Qué! —profirió Florian—. ¡Pero si era más joven que yo!
—No ha muerto por causas naturales, señor. El gobierno de Washington ha intentado acallar la noticia, pero los hilos telegráficos han zumbado durante todo el día. Ayer dispararon contra el tirano y ha muerto esta mañana.
Florian se apoyó en el respaldo del asiento. En el interior de la tartana sonó la exclamación ahogada de las dos mujeres Coverley. Edge murmuró, horrorizado:
—Dios mío.
—Dios es bueno, señor —dijo el hombre respetable—. Ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. Y ya era hora, si se me permite decirlo y sin ánimo de criticar al Todopoderoso. Los despachos informan de que anoche fue también atacado el pérfido secretario Seward, pero su herida aún no ha resultado fatal. Por ello las iglesias han estado llenas todo el día de fieles que rezan para que el señor Seward no tarde en seguir a su…
Edge le interrumpió, preguntando:
—¿Saben quién ha cometido estos crímenes? ¿Le han apresado?
—¿Crímenes, señor? —repitió el hombre, arqueando las hirsutas cejas—. Si no me equivoco, lleva usted el gris del ejército confederado.
—¡Por eso estoy tan ansioso de saberlo, maldita sea! ¿Fue un sudista quien mató a Lincoln?
El hombre se puso rígido antes de contestar:
—Maldecir en público es atentar contra la paz. Y la vigilia de Pascua…
—¿Fue un sudista?
—¡Así lo espero, francamente! —le ladró el hombre—. Los informes son fragmentarios, pero se supone que fue un sudista, sí. Sería muy triste para la virilidad sureña, señor, que el héroe fuera sólo un simple yanqui renegado.
—¡Imbécil mojigato…!
Florian propinó un fuerte codazo a las costillas de Edge y sacudió al mismo tiempo las riendas para poner en movimiento al caballo, diciendo por encima del hombro al caballero ofendido y encolerizado:
—Gracias, señor, por darnos la noticia. Sin duda todos los miembros de nuestra caravana se unirán mañana a los fieles en su acción de gracias. —El hombre ya había quedado atrás y Florian se volvió hacia Edge—: Dijo que quería establecerse aquí. Vaya manera de solicitar la bienvenida. ¿Qué le ocurre?
—¿Establecerme aquí? Si ese viejo buitre piadoso ha dicho la verdad, si Lincoln ha muerto realmente, no habrá ningún lugar en el sur donde merezca la pena vivir.
Florian preguntó, incrédulo:
—¿Acaso siente un afecto especial por el padre Abraham?
—No. ¿Es usted tan obtuso como ese maldito idiota con quien acabamos de hablar? Si Lincoln ha muerto, ya no hay esperanzas de una paz verdadera. En especial si lo ha asesinado un sudista. Será la excusa para que Stanton y Seward y todos los hombres despiadados de Washington pisoteen y estafen al sur, tal como han querido desde el principio. Y si ese borracho de Johnson es presidente, será su peón. Lincoln hablaba de reconstrucción, y lo que tendremos ahora será represalia, venganza y desquite.
—Bueno, no desespere hasta que tengamos más noticias. Quizá todos los del gobierno de Washington han muerto.
—Preguntaré por ahí, a ver qué puedo averiguar.
Sin esperar a que Florian se detuviera, Edge saltó del pescante. En el interior del carruaje, Sarah y Clover Lee estaban pálidas y asustadas. Edge esperó en la calle el paso del carromato de la carpa, conducido por Yount. Caminó a su lado un momento para gritarle la noticia, añadiendo después:
—Voy a buscar antiguos conocidos, tal vez encuentre alguno. Me gustaría saber algo más. Me reuniré con vosotros más tarde, en el terreno para ferias.
Dicho terreno, y el contiguo cementerio presbiteriano, ocupaban la mayor parte de la cima de una pequeña colina. Cuando los carromatos entraron en él, todos se apearon y miraron hacia atrás, donde Lexington se extendía a sus pies. Al fondo del pueblo había las ruinas negras y recortadas de los edificios, cuartel, armería y polvorín del Instituto Militar de Virginia. Más cerca, algunas residencias, bellas en su día, eran también restos calcinados e incluso varios edificios comerciales de ladrillo tenían agujeros en los tejados y les faltaban trozos de pared.
—Obra de los cañones del general Hunter —dijo Yount—. Bombardeó unas horas el pueblo antes de entrar en él. Entonces saqueó y quemó todo el Instituto Militar de Virginia, las casas de las personas prominentes, la Facultad de Ciencias y la biblioteca del Colegio Washington, lo cual le valió el sobrenombre de Vándalo.
—Aun así, pese a tanta ruina, Lexington es un lugar bonito —dijo Sarah.
—Recemos para que este bonito pueblo nos trate con generosidad —añadió Jules Rouleau con irónica irreverencia.
Hacía rato que había caído la noche cuando Edge volvió al circo. Encontró la gran carpa levantada y su interior iluminado con linternas porque los hombres estaban instalando los bancos circulares. Florian salió, vio a Edge y se apresuró a ir a su encuentro, indicando el pabellón con el pulgar.
—En parte para dar algo que hacer a los muchachos y en parte para anunciar nuestra presencia al pueblo, ya que no quiero pegar carteles en un momento como éste. Venga a comer, Zachary. Maggie ya está levantada y trabajando y le ha guardado algo de cena. ¿Se ha enterado de algo más?
—Sí —contestó Edge, sombrío. Se acercaron al fuego y el resto de la compañía se les unió, con rostros solemnes. Magpie Maggie Hag dio a Edge un plato de habichuelas y pan de maíz y Edge habló entre bocados—: He encontrado a un antiguo conocido, el viejo coronel Smith, era director del Instituto Militar de Virginia. Aún lo es, de lo que queda por dirigir. Ahora es el general Smith y tengo entendido que lee todos los informes telegráficos de los exploradores y espías que siguen informando. Lincoln está bien muerto, esto es seguro, y el culpable es un hombre de Maryland. Sin embargo, parece ser que tiene muchos cómplices, todos ex rebeldes o simpatizantes de los rebeldes.
—Justo lo que temías —dijo Sarah.
—Sí. Lo cual quiere decir que han roto la palabra de honor de Robert E. Lee. Hace una semana, el general Lee depuso las armas: no más muertes. Lo mismo hizo Grant: no más muertes. Y luego, maldita sea, uno de nosotros, de la manera más cobarde posible, dispara contra Abraham Lincoln por la espalda. Me gustaría atrapar a ese hijo de perra. Les garantizo que ha convertido la palabra «sur» en una palabra sucia, mucho más sucia de lo que fue jamás. Y también puedo garantizarles que todo el sur sufrirá por ello.
—Creo que el general Smith siente lo mismo que usted —dijo Florian—. No se alegra, como ese patán que hemos encontrado en la calle.
—Francis Smith es sensato. Incluso descorchó una botella de excelente centeno de Monongahela, y no es un bebedor, para dar nuestra condolencia al sur. Gracias a Dios, no todo el mundo en Virginia tiene la mentalidad de asno de un aldeano o un tendero.
—Rooineks, así llamamos en mi país a esos zoquetes —terció Roozeboom.
—Entonces, ¿se quedará a vivir aquí, señor Zachary? —preguntó Clover Lee.
—No, señorita —respondió Edge con un suspiro—. He insinuado al general Smith que podrían volver a ofrecerme un puesto en el Instituto Militar de Virginia, pero él lo ha descartado. —Miró a los miembros de la compañía, congregados a su alrededor—. ¿Saben qué me ha dicho? Que este estado ya no es siquiera la comunidad de Virginia. A partir de ahora será, oficialmente, el Distrito Militar Federal Número Uno, tendrá un gobernador y probablemente estará bajo la ley marcial.
—Ça va chier dur! —exclamó Rouleau—. Pues será mejor que nos dirijamos hacia el norte a toda prisa, antes de que nos enjaulen. Sería peor quedarnos atrapados aquí que en Wilmington.
—Pero, Zack —objetó Yount—, nada de esto tendría que interferir con tu trabajo docente… lo que tenías pensado hacer.
Edge rió secamente.
—El instituto puede sobrevivir, pero pasará mucho tiempo antes de que pueda llamarse una academia militar o sus estudiantes, cadetes… o se les pueda enseñar asignaturas castrenses o vestirlos de uniforme. No, el general Smith y los restantes miembros del profesorado tendrán bastante trabajo espabilándose por su cuenta. No necesitan obstáculos adicionales, como yo. —Y añadió, dirigiéndose a Florian en tono sarcástico—: Y tampoco necesitarán a su idiot savant.
—¿Qué hará, pues, Zachary?
—Bueno, el general Smith dice que muchos oficiales ex rebeldes se marchan a México, para luchar por o contra Maximiliano, según el bando que los contrate. Pero, diablos, yo ya he servido bastante al otro lado de la frontera. —Levantó la vista del plato de judías—. Europa suena cada vez mejor. Si aún mantiene su ofrecimiento, señor Florian, acaba de adquirir a un tirador.
—¡Vaya! —exclamó Florian, complacido en extremo.
—Y a un hombre forzudo —añadió Yount—. Y dos buenos caballos.
—¡Vaya! —repitió Florian—. ¡Bien venidos, caballeros!
—Welkom, meneers —dijo Roozeboom.
—Bienvenus, mes amis —dijo Rouleau.
—Bien venidos, muchachos —dijo Magpie Maggie Hag—. Ahora sois primeros de mayo.
—Estamos en abril, señora —observó Yount.
—Primero de mayo es jerga circense —aclaró jovialmente Florian—. Significa un recluta nuevo o artista temporal. Porque podemos atraer a muchos aspirantes en tiempos clementes, cuando la estación es benigna, pero sólo la verdadera gente de circo se pone en marcha cuando el tiempo aún es caprichoso. Ustedes mismos saludarán pronto como «primeros de mayo» a otros recién llegados.
—Bueno, puede considerarme tan verde como a cualquier recluta nuevo —dijo Edge—. Puedo ser un tirador veterano, pero nunca he disparado de forma teatral. Tendrá que enseñarme qué personaje debo interpretar.
—A mí también —terció Yount.
—Lo haré encantado, encantado —contestó Florian—, pero empiecen por usar la terminología correcta. Sólo los actores interpretan. Los artistas de circo trabajan. Comenzaremos a pensar en cómo será la actuación de cada uno en cuanto…
Pero fue interrumpido. Seis o siete habitantes del pueblo, sobriamente vestidos, entraron en el terreno y expresaron el deseo de mantener una conversación privada con el propietario de la empresa, así que Florian se fue con ellos a un lado de la gran carpa y hablaron largo y tendido. Luego todos se estrecharon las manos, los caballeros se marcharon y Florian volvió a la hoguera con aspecto complacido.
—La suerte continúa sonriéndonos. O quizá debería decir la Providencia, incluso el Cielo, porque todos esos caballeros eran predicadores. Como mañana no usaremos nuestro pabellón, nos lo han pedido prestado para una reunión ecuménica.
La mayor parte de la compañía profirió exclamaciones de sorpresa o curiosidad, pero Tim Trimm dijo en tono agrio:
—Algo huele mal. Creo que he sido salvado por todas las Iglesias que existen. Y no hay ninguna que se llame ecuménica.
—La palabra significa universal, Tim. La reunión de varias sectas diferentes es una ocasión especial. Y esta ocasión es, naturalmente, la espectacular coincidencia de la Pascua con el asesinato. Los pastores esperan una gran concurrencia mañana.
—Hay iglesias por todo el pueblo —persistió Trimm—. ¿Por qué necesitan una carpa de circo?
Florian explicó, con paciencia:
—Es cierto, todas las sectas establecidas tienen edificios imponentes, pero los hombres que nos han visitado son pastores de congregaciones menos acomodadas. Se reúnen en sus salas de estar, en tiendas vacías o donde sea. Adventistas, baptistas alemanes, evangélicos, quimbyistas, premilenarios… ya no recuerdo sus nombres. Para mañana, sin embargo, esperan una asistencia muy nutrida que no cabría en ninguno de sus locales. Por eso nos han pedido la gran carpa, a fin de celebrar un servicio que dure todo el día, quizá incluso toda la noche, para una congregación tras otra. O quizá lo oficien conjuntamente, en el verdadero espíritu ecuménico.
—¿Y has dicho que sí? —preguntó Sarah, incrédula—. ¿Un ateo empedernido como tú?
—Los empedernidos también tenemos entrañas, Madame Solitaire, que, como las entrañas de los más devotos, requieren alimento de vez en cuando. Cada servicio terminará con un ofertorio y he pedido la mitad de los beneficios en concepto de alquiler. Ellos proponían una cuarta parte. Al final hemos acordado la tercera parte.
—No cuentes con una generosidad que te engorde las entrañas —dijo Rouleau—. No, si conozco bien a estos cultos de pacotilla.
—Ya sé que no nos haremos ricos —dijo Florian—, pero es mejor que tener una gran carpa llena de aire.
Yount observó, en tono optimista:
—Bueno, tanto si significa mucho como poco dinero, un buen servicio religioso prestará cierta santidad a la tienda.
Esto hizo reír a todos, y Clover Lee dijo:
—Señor Obie, si esa lona se vuelve más santa[10], no nos protegerá del rocío.
—No importa —dijo Magpie Maggie Hag, dirigiéndose a Edge—. Ya te dije, muchacho, que la tienda es un tabernáculo[11]. Pronto morarás en un tabernáculo.
—Sí —asintió Florian—. Vámonos a dormir ahora, y mañana, Zachary, Obie, empezaremos a convertiros en artistas. ¡Artistes, amigos míos!