6
—¡Nuestras ganancias, nuestros beneficios, nuestro botín! —exclamó Florian en el umbral del furgón de la carpa, donde lo habían amontonado todo.
Empezó a enumerar en voz alta las adquisiciones para que le oyeran sus colegas, reunidos en torno al fuego de la cena. En cualquier otro tiempo o lugar, las ganancias habrían constituido un tesoro pobre y patético.
—Primero las cosas de comer. Bueno, hay huevos, salchichas y setas, parte de los cuales están guisando en este momento las señoras Maggie y Solitaire. Salchichas hechas en casa, dijo la dama que las trajo, y yo fui galante y me abstuve de preguntar de qué se componían. También hemos adquirido las cebollas con que habéis visto hacer juegos malabares a Abdullah, y gran cantidad de otros tubérculos, patatas, zanahorias, nabos y chirivías, y algunas nueces negras. Dos sacos grandes de harina de maíz y una lata de manteca de cerdo. Cuatro panales de miel. Por lo menos veinte tarros de productos en conserva; hum, veamos, tomates, habichuelas, melocotones, calabaza, ciruelas, corteza de sandía encurtida. Un saco bastante grande de judías pintas secas, otro de frijoles de carete y otro de cacahuetes con cáscara. De los niños, tres pesadas ristras de siluros y barbos. Señoras, creo que no deberíamos tardar mucho en guisar estos últimos.
—Hemos comido pescado para desayunar —respondió Sarah—. Ahora comeremos huevos y salchichas con setas, tortas de maíz y miel con las tortas. Y café. Bueno, café de cacahuete, pero es el primero que tomaremos en muchísimo tiempo.
—Si alguien prefiere otra bebida —dijo Florian, continuando la lista—, tenemos cerveza de abeto, cerveza de placaminero y vino de uva americana, ninguno de ellos mancillado por el demonio del alcohol. Sin embargo, para los que no son abstemios, aquí hay dos jarras de barro llenas, según me han dicho, de la mejor marca lynchburguesa de rayo blanco.
Todos los hombres, excepto el idiota, alargaron inmediatamente sus tazas de hojalata o de loza a Florian, que les sirvió medidas liberales de whisky, incluyendo una para sí mismo. Entonces continuó:
—Veamos ahora el botín no comestible o potable. Tenemos una provisión casi vitalicia del principal producto de Lynchburg, tabaco desmenuzado, comprimido e incluso en hojas, por si alguien quiere liarse cigarros. Toma, Abdullah, coge una tableta y obsequia con ella ahora mismo a Brutus. También hemos adquirido diversas piezas de vajilla, incluyendo esos platos para hacer malabarismo. Algunos clavos, tornillos y pinzas de ropa. Un espejo pequeño, algunas velas, una lata de queroseno y bastantes mechas. Un par de mantas de caballería no demasiado raídas, una caja de herraduras de diversos tamaños y tres o cuatro morrales, por si alguna vez tenemos un poco de grano que dar a los pobres animales. Varias mujeres han contribuido con trozos de cinta, trencilla y flores de papel. Madame Hag, dejo a su criterio el empleo decorativo que podamos darles. También tenemos diversas prendas de uniformes militares que podemos teñir, e incluso algunos botes de caparrosa verde y sasafrás y tintes de zumaque. —Hizo una pausa para refrescarse con un sorbo del whisky de maíz—. Casi es más divertido hacer estos negocios que el modo ortodoxo de aceptar dinero. Nunca se sabe qué va uno a recibir. Esto, por ejemplo.
Levantó un banjo de seis cuerdas, en buen estado, aunque sólo tenía la cantarela y dos de las cuerdas largas.
—Si podemos procurarnos tres cuerdas más, uno de nosotros tendrá que aprender a tocarlo. Pero también hay un instrumento musical para mí. —Se puso entre los labios un silbato de hojalata y produjo un silbido estridente—. He carecido de él durante demasiado tiempo, y un director ecuestre sin silbato es como un director de orquesta sin batuta.
Se lo guardó con cuidado en el bolsillo del chaleco y prosiguió con el catálogo.
—Aquí tenemos una buena biblioteca ambulante. Seis o siete ejemplares de la revista The Camp Jester y tres novelas Beadle de diez centavos. Veamos… Nick de los bosques, La esposa india del cazador blanco y Los saqueadores… ¡Ja, éstos somos nosotros! De los chicos he aceptado un montón de esas «bolsas prácticas» que sus escuelas dominicales debían enviar a las tropas. Creo que podemos desechar los opúsculos contra la bebida y las palabrotas, etcétera, pero guardar los objetos útiles como alfileres, agujas e hilo. —Volvió a beber un sorbo de whisky—. Y ahora, lo último pero no por ello menos importante, el dinero en efectivo que hemos cobrado. Me complace anunciar el magnífico total de cuatro dólares, ochenta y siete centavos y medio en buena plata y cobre federal, y ochocientos dólares en billetes confederados. ¡Esto es lo que llamo unas buenas ganancias!
Toda la compañía circense aplaudió con la misma exuberancia con que lo había hecho el público de pago, pero Edge objetó:
—Supongo que soy tan confederado como el que más, señor Florian, pero, francamente, no entiendo por qué sigue aceptando ese papel mojado.
—Puedo equivocarme —contestó Florian—, pero sospecho que encontraremos por el camino algunos rebeldes empedernidos que se negarán a aceptar dinero yanqui por lo que nosotros queramos comprarles.
—Si usted lo dice —replicó Edge, y guardó silencio.
—Maggie —preguntó Florian—, ¿cuánto dinero has sacado de la plebe durante el intermedio?
Ella levantó la vista de la cazuela y contestó:
—Siete dólares.
Esto enfrió bastante el entusiasmo de Florian.
—Cómo, Mag, solías obtener más… vaya, yo esperaba… Diablos, Mag, esto equivale a sólo siete centavos en dinero…
—No en billetes. —Le miró con una sonrisa desdentada, pero muy satisfecha—. En dinero auténtico.
—¡Qué! —Ahora Florian estaba aturdido y también todos los demás—. ¡Pero si esto es casi tanto como lo que hemos cobrado en el furgón rojo, entre federal y secesionista!
Magpie Maggie Hag dejó sus utensilios de cocina para rebuscar entre sus faldas y prendas interiores, extrajo una bolsa de tela que tintineaba alegremente y la alargó a Florian.
Jules Rouleau preguntó:
—¿Cómo diablos lo has conseguido, Mag?
—Las mujeres —respondió ella, escupiendo con desprecio—. Tanto en la guerra, como en la miseria, como en el Día del Juicio, todas las mujeres son urracas. Rascan penique tras penique y los esconden en su nido. Cualquier mujer sabe sisar como una gitana. Quizá no gastará en comida ni en calzado para la familia ni en fruslerías para ella misma, pero lo dará todo para que le interpreten los sueños o le lean la palma de la mano, si cree que puede tratarse de un asunto de amor. Un hombre, si no tiene ninguno, o uno nuevo, si ya tiene. ¡Mujeres! Y ahora venid todos. La cena está lista. Una buena cena.
Lo era, en efecto, y muy oportuna, por no decir una necesidad desde hacía tiempo, y la hoguera calentaba el lugar de reunión en un crepúsculo que ya empezaba a ser fresco. Sólo el Hombre Salvaje engulló su ración con malos modales y se alejó en seguida. Los otros animaron la cena con una amable charla en las diferentes jergas de sus artes correspondientes.
Hannibal Tyree preguntó a Tim Trimm:
—¿Sería más fácil para ti que te lanzase una lluvia en vez de una cascada cuando sales tocando la corneta?
—No importa, pero la próxima vez, después de lanzar el plato a los campesinos, tendríamos que hacerlos reír para relajarlos. Puedes meterme de un puntapié en la tina y hacerme rodar luego por la arena.
Clover Lee dijo a Ignatz Roozeboom:
—Creo que en vez de desmontar de un salto al final, tendría que dar una voltereta y saltar al suelo hacia atrás.
—Ja, gut. Pero si entonces te paras, te tambalearás y parecerás insegura. Será mejor que completes el último salto con otra voltereta.
Edge se inclinó para decirle:
—Recuerdo, mademoiselle, que llamó «carne» a sus mallas. Pero ¿no da a la otra prenda un nombre extranjero?
—Leotardo. No sé por qué se llama así.
—Deberías avergonzarte, Edith Coverley —terció Florian—. El hombre que la diseñó y le dio su nombre es el mayor trapecista viviente, Jules Léotard.
—Tengo entendido que en Francia han llamado muchas cosas en su honor —dijo Rouleau—: rissole à la Léotard, pâté Léotard… como nosotros tenemos aquí el gorro y la polka de Jenny Lind.
—¡Qué bonito! —exclamó Clover Lee—. Quizá, cuando sea famosa en Francia, pondrán mi nombre a algo.
Edge se volvió hacia Magpie Maggie Hag, que freía otra tanda de salchichas, y dijo:
—Señora, espero que Lynchburg esté bien provisto de cordel. ¿Dice a todas las mujeres que éste es el modo de conseguir a un hombre… o deshacerse de él?
—¿Por qué no, muchacho? ¿Ha intentado alguna vez medir con cordel la sombra de un hombre sin que él lo sepa? Se tarda mucho en hacerlo, quizá lo suficiente para que un hombre se enamore de alguien. Del mismo modo, el hombre ha de morir alguna vez. Si le da tiempo, el cordel siempre funciona.
—Eh, soldado de caballería —interpeló Tim Trimm—, usted hace preguntas, y yo también quiero hacerle una. ¿Cómo es que no lleva barba? Su sargento la lleva y también casi todos los soldados que conozco. ¿Cree que su cara es demasiado bella para taparla?
Edge replicó, sin inmutarse:
—¿Es por eso que usted no se la deja crecer?
—Mierda, no. Los hombres del circo no llevan barba porque se les puede enganchar en los arneses o algo así. Es peligroso. Uno de estos días, el viejo Ignatz perderá su bigote de morsa entre los colmillos del viejo león. Y estará en un apuro, ¿verdad, holandés?
Roozeboom se limitó a arquear el mostacho. Edge le dijo:
—Espero que, si está en un apuro, la compañía no crea que se trata de un truco, como el de la sangre falsa.
—A esto se llama sazonar el número —explicó Tim—, darle emoción, un poco de sal y pimienta.
Roozeboom rió entre dientes.
—Cuando era joven, lo primero que aprendí de mi viejo Baas fue esto: el truco no está en mear, sino en hacerlo con espuma. Edge también se rió y entonces se volvió hacia Tim:
—Yo me afeito la cara para que las pulgas y los piojos tengan un sitio menos donde descansar. —Y añadió, recordando—: Durante toda la guerra nos persiguieron esos artistas de Daguerre con sus cámaras y sus cabinas fotográficas. Cada vez que veía una de sus fotografías, de un grupo de generales barbudos en un consejo de guerra o lo que fuese, me preguntaba por qué diablos los generales permanecían quietos para que esos hombres les hicieran la foto. Sabía muy bien que debían de estar frenéticos por rascarse.
—Hay que admitir una cosa, soldado —concedió Tim de mala gana—. Ha hecho un magnífico disparo ahí dentro. ¿Lo consigue todas las veces?
—No lo sé —gruñó Edge—. No he tenido mucha experiencia en disparar a palillos.
Cuando él y Yount hubieron terminado de comer, imitaron a los otros en el modo de tratar los utensilios usados. La tina de madera —que en un solo día había servido de bañera para personas, lavadero para ropa sucia, asiento y accesorio para la actuación del elefante— estaba de nuevo boca arriba y llena de agua del río, y la gente del circo enjuagaba en ella sus platos y tazas antes de dárselos a Magpie Maggie Hag, quien los limpiaba más a fondo con arena. Entonces Edge y Yount llenaron sus pipas y pasearon, fumando con gran fruición. Yount se detuvo junto a Hannibal, que aún comía, y le preguntó, muy serio:
—Muchacho, ¿de verdad hablas hindú a ese elefante tuyo? Hannibal rió y dijo:
—Por Dio, no, zeñó. Con la vieja Peggy sólo hablo el lenguaje de lo’ elefante’. Mas Florian dise a la gente que e’ hindú y ello’ lo creen. Son inorante’.
—Oh —contestó Yount—. Entonces supongo que yo también lo soy.
—Entonces todos lo somos —terció Florian, que los había oído—. Diablos, ni siquiera sé si existe una lengua hindú.
—Me sorprende —observó Edge—. En el poco tiempo que nos conocemos, le hemos oído hablar por lo menos otras tres lenguas. ¿Cuántas sabe?
Florian reflexionó y luego dijo:
—Con fluidez, francés, alemán e inglés coloquial americano. Lo bastante para salir del paso: holandés, danés, italiano, húngaro y ruso. ¿Cuántas son? Ocho. Nueve, si cuenta el latín que aprendí en el lycée. Diez, si cuenta el circo.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Yount—. ¿Por qué no tira al resto de esta pandilla y sólo cobra a la gente para que le admire a usted?
—¿Cómo lo hizo para aprender tantas? —preguntó Edge.
—En parte por mi lugar de nacimiento. Soy de Alsacia, que está en el centro de Europa. ¿Lo sabía?
—Sé más o menos dónde está.
—Al oeste de Alsacia está la Lorena francesa. Al este, el ducado de Baden, que es un país de habla alemana. Compiten continuamente por la posesión de Alsacia, de modo que los alsacianos crecemos hablando francés y alemán, por si acaso. Mientras tanto, el resto del mundo no sabe nunca a quién pertenece Alsacia. Por ejemplo, ustedes los extranjeros prefieren llamar pastor alemán a nuestro perro pastor alsaciano, y perro de lanas francés a nuestro perro de aguas alsaciano. En cualquier caso, saber francés me ayudó a aprender el italiano y saber alemán me facilitó el holandés. En cuanto a las otras lenguas, una vez estuve casado con una mujer danesa y en otra ocasión con una húngara, y otra, con una rusa. Si existe un modo mejor de aprender una lengua que compartiendo la almohada, es insultándose mutuamente.
—Vaya, es increíble —murmuró Yount.
—Eso mismo me han dicho muchas veces. Hablando de Europa, ¿le ha gustado interpretar a un granadero británico, Zachary?
—Bueno, había decidido no mencionarlo, por temor a echar maldiciones, pero ya que usted toca el tema… Para empezar, los granaderos no disparan pistolas. Lanzan granadas.
—¿De verdad? Sí, claro. Soy un «inorante». La palabra designa a un cuerpo de élite, así que mi intención era halagarle.
—Le agradeceré más que no lo repita. Esta vez, como no me ha avisado con anticipación si quería o no suicidarse, no estaba seguro de querer obedecerle.
—Vamos, vamos. Tenía toda la confianza en su puntería. ¿Me sugiere que he corrido algún peligro?
—No sólo alguno. Es mucho más fácil matar a un hombre de un disparo que no matarle deliberadamente. Aunque fuese el mejor pistolero del mundo, mi primer disparo podría ser una bala mal fundida o mal colocada que se desviara en su trayectoria. Pues bien, fallar no importaría tanto si disparase para matar a un hombre; aún me quedan cinco para agujerearle. Pero si apunto deliberadamente a la izquierda, donde usted sostenía la tea, y la bala defectuosa se desvía hacia la derecha…
—Dios mío —murmuró Florian, mirando la funda de la pistola de Edge con más respeto y cierto recelo—. Pero, je, je, no ocurrió así. Y usted apuntó bien. Tiró a la llama.
—No había necesidad. Cualquier ráfaga de viento podía apagarla y eso es lo que yo disparé: un soplo de aire. Obie sacó la bala mientras usted presentaba al coronel Calzones Elegantes.
—Pero… pero hay tiradores profesionales. Si no se puede confiar en una arma…
—Oh, en ésta se puede confiar. Es una Remington mil ochocientos cincuenta y ocho, calibre cuarenta y cuatro, con percusión de seis disparos. No hay otra mejor en armas pequeñas. Hablaba de las balas. Si fuera un pistolero de circo, revisaría muy bien los proyectiles. Es decir, si me avisaran por anticipado que debía salir a disparar a la pista.
—Sí, sí. Ya comprendo. He sido un necio… impetuoso. —Y para quitarse de encima la mirada sarcástica de Edge, Florian volvió a señalar la pistola y preguntó—: ¿De reglamento?
—Sí, para los yanquis —contestó Yount con un gruñido—. Lo único que nos dieron a nosotros fue permiso para apoderarnos de todo cuanto pudiéramos.
—Y lo hicieron.
—Más de una vez —dijo secamente Edge—. La primera pistola que le quité a un yanqui fue un Colt del cuarenta y cuatro. Pero no tiene tensor sobre el cilindro y al cabo de un rato empieza a notarse suelta e insegura. Por eso la vez siguiente busqué a un yanqui que tuviera una de éstas.
—Yo diría que cualquier cuarenta y cuatro sería suficiente para detener en seco a un hombre. Me fijé, sin embargo, que la carabina de su silla tiene el alma de un cañón pequeño.
—Calibre cincuenta y ocho. Ésa es para detener en seco a un caballo al galope.
—Ah, claro. ¿Otra donación de los yanquis?
—No, ésa es confederada pura. Fabricada por los hermanos Cook en Nueva Orleans. Muy bien hecha.
Hablar de las herramientas de su oficio parecía haber suavizado el humor de Edge, así que Florian se atrevió a decir:
—Me doy cuenta de que le he jugado una mala pasada, Zachary, pero su actuación improvisada ha gustado mucho al público. Y usted la ha realizado con un admirable savoir-faire. ¿De verdad está resentido conmigo?
Edge torció el gesto, echó una mirada a la gran carpa y al final contestó:
—Qué diablos, supongo que no ha sido demasiado mortificante.
—¡Muy bien! —exclamó Florian con un hondo suspiro de alivio, pero no prolongó el tema—. Dígame, ¿cuál es la ciudad más próxima?
—No hay ninguna —dijo Yount—. Ninguna de este tamaño en este extremo de Virginia. Lynchburg es la tercera en importancia de todo el estado, y las otras dos están mucho más al este, en la región de Tuckyhoe.
—Si quiere seguir el camino más corto hacia el norte, por este lado de las montañas —indicó Edge—, Charlottesville es la localidad más cercana de cierto tamaño. O puede ir al norte por los valles y entonces la ciudad más próxima es Lexington, que es adonde nos dirigimos Obie y yo. Pero está a unos ochenta kilómetros de aquí y en dirección oeste, al otro lado del Blue Ridge.
—Dos días de camino y a través de las montañas —murmuró Florian—. Si vamos adonde ustedes van, ¿seguirían prestándonos sus caballos y su compañía por el camino?
Edge y Young intercambiaron una mirada y contestaron que no tenían nada en contra.
—Entonces, es preferible a la ruta más fácil, si contamos con la ayuda de sus animales —decidió Florian—. Iremos con ustedes a Lexington.
—Pensábamos salir mañana —apuntó Edge.
—Bien, mañana. Empezaremos a desmontarlo todo ahora mismo.
—¿No ofrecen otro espectáculo por la noche? —preguntó Yount—. Creo que otros circos lo hacen.
—En ciudades grandes, y cuando tenemos luces suficientes, nosotros también lo hacemos, Obie. Pero nunca en tierra de granjeros. La gente ha de levantarse al cantar el gallo, de modo que se acuestan muy temprano. Y esta ciudad puede ser un poco grande, pero sigue siendo tierra de granjeros. Y sospecho que ya le hemos ordeñado toda la leche.
—Debo advertirle —dijo Edge— que Lexington es sólo una pequeña ciudad universitaria, y fue saqueada por los yanquis del general Hunter hace menos de un año. Yo diría que habrá poco botín para usted.
—Una ciudad universitaria. Supongo que es donde piensa establecerse como profesor. Donde está su academia militar.
—Estaba. El IMV y también la Facultad Washington. David Hunter los saqueó y los quemó. El resto de la ciudad sólo existe para vender baratijas a los profesores, cadetes y estudiantes, de los cuales es probable que no haya ninguno, por lo que el lugar puede estar desierto. Quizá cometo una tontería dirigiéndome allí, pero yo no soy responsable de un montón de gente que dependa de mí. En cambio, usted lo es.
—Oh, bueno. Hay que tener un destino, por ilusorio que sea o… ¿Qué es eso?
Habían sido interrumpidos por un rasgueo torpe y monótono. Al principio fue un desorganizado sonido de cuerdas, pero luego fue adquiriendo cierta cadencia musical.
—Miren hacia allí —dijo Yount—. Es el idiota. Ha encontrado aquel banjo inservible que le han dado a usted hoy.
—No sólo lo ha encontrado —observó Florian—, sino que está tocándolo. Como si supiera hacerlo.
Fueron hacia el lugar donde se había sentado el Hombre Salvaje, con la espalda apoyada en la rueda de un carromato. Sin dejar de tocar, levantó la vista y les dirigió una sonrisa torcida, sacando la lengua entre los labios.
—Escuchen —dijo Florian—. ¡Sabrán qué está tocando, maldita sea!
—Sí… Lorena —contestó Yount—. Y no muy mal, faltando la mitad de las cuerdas. Por suerte aún queda la del pulgar.
Florian se arrodilló y detuvo las manos del Hombre Salvaje, le dio ánimos con una inclinación de cabeza y le silbó los primeros compases de Dixie Land. El idiota escuchó, sonrió con los labios aún más sueltos y empezó a rasguear las notas idénticas.
—Oh, diablos —dijo Yount—. Cualquier negro conoce Lorena y Dixie.
Florian volvió a detener las manos del muchacho y silbó algo que ni Edge ni Yount conocían. El Hombre Salvaje volvió a escuchar y toco inmediatamente la misma melodía.
Florian se enderezó, con una mirada de asombro y triunfo a la vez.
—No muchos negros conocen ésta: Partant pour la Syrie.
—¿Qué? —preguntó Yount.
—El himno francés. Bueno… he oído hablar de esto, caballeros, pero es la primera vez que lo veo. Un idiot savant.
—¿Y qué significa eso?
—Lo que están viendo. Y escuchando. —El Hombre Salvaje tocaba aquel trozo de himno una y otra vez—. Un idiota totalmente falto de intelecto y facultades, excepto en un terreno en el cual descuella, inexplicablemente, sin que nunca le hayan enseñado y sin que tenga la menor idea de lo que hace. A veces son las matemáticas… un idiot savant puede hacer sumas y cálculos que confundirían a muchos contables profesionales. En este caso, es la música. —Florian se levantó el sombrero para rascarse la cabeza—. Por todos los diablos, pensaba que engañaba a la gente con él y ahora apostaría cualquier cosa a que los científicos querrían estudiarle. Podríamos pedir un precio muy sustancioso…
—Bueeno —dijo Yount, pensativo—. No estoy seguro de los científicos, pero hay facultades y profesores en Lexington…
Florian se puso en pie de un salto e hizo crujir los dedos.
—¡Usted lo ha dicho, Obie! ¡Claro! Ahora tenemos un destino y una razón para dirigirnos a él. Zachary, haremos la primera oferta del salvaje a su IMV.
—¡Dios mío! Vuelvo a mi antigua alma mater con un salvaje en venta. Señor Florian, está decidido a mortificarme, ¿verdad?
Pero Florian no le oyó; se alejaba a grandes zancadas produciendo silbidos ensordecedores con su nuevo silbato y gritando nombres:
—¡Hotspur! ¡Abdullah! ¡Roulette! Vamos, empezad el desmantelamiento. Partiremos a primera hora de la mañana.
—Supongo que les echaré una mano —dijo Yount—. ¿Y tú, Zack?
—¡Oh, diablos! Supongo que también.
El desmantelamiento fue casi igual que el montaje, sólo que por orden inverso y mucho más rápido, a pesar de la penumbra casi total de la noche. Magpie Maggie Hag, Sarah y Clover Lee cogieron linternas de los carromatos, las encendieron y dirigieron su luz mientras los hombres emprendían la tarea. Comenzaron por desmontar los asientos. Desmantelar las tablas fue mucho más rápido que colocarlas en su sitio, como también arrancar las estacas y espigas y los largueros que sostenían.
Edge encontró más interesante esta operación que el trabajo de la mañana, simplemente porque todas las personas y cosas parecían ahora más grandes e impresionantes a la difusa luz de las linternas que bajo el resplandor del sol. Las linternas, sostenidas por las mujeres, proyectaban las sombras de los hombres y el equipo contra las paredes laterales y el alto techo de lona, haciéndolas gigantescas, negras y casi misteriosas en sus movimientos rápidos y experimentados.
Cuando el último trozo de madera fue acarreado y guardado en el furgón de la carpa, todos los hombres y mujeres salieron de la tienda para trabajar desde fuera. La luna aún no había salido, pero la luz de las linternas prestaba a las cosas un aspecto más fantasmal que el de la luna. La ligera frialdad de la noche hizo aparecer una niebla a ras de suelo, de modo que las linternas no proyectaban rayos, sino un resplandor difuso, velado e irreal, animado por el aleteo de polillas que seguían a las linternas y centelleaban como chispas, añadiendo sus minúsculas sombras a las más grandes proyectadas por los haces de luz. Cada persona tenía una sombra enormemente larga y borrosa, bien en el techo de la tienda o en el solar, desde sus pies hasta una gran distancia, donde era absorbida por la noche, y cuando la persona caminaba, las largas sombras de sus piernas se abrían como tijeras inmensas, negras e intangibles que intentaran cortar las malas hierbas iluminadas del terreno.
Tim volvió a trepar por uno de los postes laterales y luego por la ondeante pendiente de la gran carpa, a lo largo de una costura, para deshacer las cuerdas con que había asegurado el aro de soporte en el extremo del poste central. Y bajó deslizándose una y otra vez, hasta que le recogían los brazos de Roozeboom. Entretanto, Hannibal había puesto al elefante el collar de cuero y le hacía dar vueltas al perímetro de estacas de las cuerdas laterales del pabellón, seguido por Clover Lee, que llevaba una linterna. Se detenían ante cada estaca, Hannibal la rodeaba con la cuerda sujeta por un extremo al collar de Peggy, el elefante se limitaba a inclinarse hacia atrás y la estaca —que tres hombres forzudos habían clavado al suelo a una profundidad de casi un metro— salía como si sólo hubiera estado flotando en agua; entonces seguían hasta la estaca siguiente.
Florian cogió una de ellas y observó críticamente el extremo puntiagudo, su longitud, del grosor de un brazo, y el extremo superior, aplanado por el martillo.
—Supongo que aún servirán durante algún tiempo —dijo, como para sus adentros.
Sin embargo, Yount trabajaba cerca de allí y le dirigió una mirada inquisitiva. Florian explicó:
—Solemos cortar estacas nuevas todos los años, durante el invierno, y las cortamos de un metro y medio de longitud. Al cabo de una temporada de montar y desmantelar, se convierten en palitos inservibles. En Wilmington no se podían conseguir estacas nuevas, pero no importaba, porque no nos movíamos. Ahora, ya lo ve, el uso las ha reducido en unos treinta centímetros. Tengo que preocuparme de buscar una buena provisión de madera para hacer unas nuevas.
Yount asintió solemnemente y volvió a su trabajo, que consistía en ayudar a Roozeboom y Rouleau a desatar y descolgar las paredes laterales de lona, enrollarlas y guardarlas en el furgón de la carpa. Sin embargo, todo el trabajo se detuvo cuando Florian volvió a soplar su nuevo y estridente silbato. Por todo el solar, hombres y mujeres abandonaron sus ocupaciones respectivas para mirarlo, perplejos.
—Muchachos y señoras —gritó Florian—, todos trabajáis con parsimonia, como si éste fuera el fin de la temporada. Pero hoy hemos tenido un lleno de paja y mañana volvemos al camino en busca de nuevos horizontes. ¿Por qué no escuchamos una canción alegre y animosa?
Sopló de nuevo el silbato y agitó los brazos como un director de coro. Todos los miembros de la compañía rieron y, al volver a su trabajo, empezaron a cantar:
¡Arr, arr, arr!
¡Sac, tom, romp,
vam, rap, adel!
—Si esto es una arenga laboral —dijo Edge a Florian—, nunca la había oído.
—La oirá cantar a los hombres de las cuerdas, o una versión de ella, cada vez que un circo se monta o se desmonta. Un circo próspero, quiero decir. Esta pobre gente no ha tenido mucho esprit de corps durante largo tiempo. Pero quizá hoy marque el inicio de tiempos mejores… y una moral más alta. Quizá de ahora en adelante la cantarán sin que se lo pida.
Por lo menos en aquel momento repetían el estribillo una y otra vez, al unísono, y parecían hacerlo con alegría. Edge escuchó con atención, pero al final dijo:
—Me rindo. ¿Qué significa la letra?
Florian cantó con ellos, pero articulando con claridad:
¡Arriba, arriba, arriba!
¡Sacudid, tomad, romped,
vamos, rápido, adelante!
Edge lo repitió y, cantando, volvió a su ocupación, que era ayudar a Tim Trimm a desatar las cuerdas de las estacas arrancadas, desenrollarlas de los clavos superiores de los postes laterales y, por ultimo, enrollarlas todas. Mientras iban de un extremo de cuerda a otro, Tim aprovechaba para dar un puntapié a los postes laterales, de modo que cayeran hacia afuera de debajo de los aleros de la tienda, pero dejaba en pie un poste de cada seis. De este modo, cuando los trabajadores y el elefante hubieron dado una vuelta al pabellón, de la gran carpa sólo quedaba el poste central y el techo, aguantado por los postes laterales restantes, un techo que ya no era cónico, sino que caía en arrugados pliegues desde el elevado vértice. Hannibal entró en el oscuro interior y salió con un solo extremo de cuerda, que sostuvo mientras miraba fijamente a Florian.
—¡Que se aparte todo el mundo! —gritó Florian.
Entonces se llevó el silbato a la boca y sopló una vez más. Hannibal tiró de la cuerda, que por lo visto aflojó un nudo crucial entre las numerosas cuerdas y poleas del poste central, porque el aro de soporte resbaló por el poste con un chirrido y la vasta extensión de lona lo siguió hasta el suelo. Todos los que estaban a su alrededor notaron una ráfaga de aire que salió por debajo mezclado con polvo, grava, briznas de hierba, paja, papeles y otros desechos dejados por el público. La inmensa lona continuó hinchándose y ondeando antes de inmovilizarse y los bordes flamearon ligeramente contra el suelo mientras salía el aire atrapado en el interior.
Edge y Yount siguieron a los otros hombres cuando entraron corriendo bajo la lona —cuidando de pisar sólo los bordes superpuestos de los diferentes segmentos— para vaciar a pisotones las últimas bolsas de aire. Cantando todavía el estribillo de su canción, soltaron rápidamente las cuerdas del aro de soporte, donde convergían las puntas de todos los segmentos de lona, y luego abrieron las costuras hasta el borde de los aleros. No se entretuvieron en sacar una por una las cuerdas de los ojales, como las habían metido tan minuciosamente la víspera, sino que se limitaron a dar un único tirón que hizo pasar la cuerda por toda una serie de ojales.
—Pero no tire demasiado fuerte —advirtió Rouleau a Edge—. En tiempo seco, la fricción podría prender fuego a la cuerda. O a la lona entera.
Cuando estuvieron separados todos los segmentos, los hombres los enrollaron juntos y ataron con las cuerdas que acababan de recuperar. Sólo quedaba el poste central, en precario equilibrio ahora, sostenido solamente por la alcayata en la base del chanclo. Hannibal volvió a llevar a Peggy, ató su collar a una cuerda, los hombres agarraron otra y —obedeciendo al silbato de Florian y a su grito de «¡Abajo!»— tiraron («¡Arr!») para que el alto poste se ladeara. En el otro lado, Peggy lo aguantó («¡Arr!») y se movió para dejarlo caer al suelo con suavidad, mientras el chanclo se le caía encima. Cuando estuvo horizontal («¡Sac!»), Roozeboom corrió para quitar la alcayata del chanclo del interior del poste. Entonces Rouleau, muy de prisa («¡Tom!»), recogió todas las poleas y cuerdas del poste y las enrolló. A continuación («¡Romp!»), todos los hombres unieron sus fuerzas para sacar las diferentes partes del poste de las abrazaderas de metal que las unían. Cuando todos los paquetes de lona, trozos de poste, bloques de poleas y rollos de cuerda («¡Vam, rap, adel!») estuvieron guardados en el carromato de la carpa, lo único que quedaba de la gran tienda era el círculo redondo de tierra amontonada.
El fuego de la cena ya era sólo un rescoldo, pero suficiente para que Magpie Maggie Hag calentara el pote de café de cacahuete y sirviera a todos una bien merecida taza. Ella y algunos de los hombres encendieron sendas pipas y se pasaron de uno a otro una jarra de whisky y dieron a Peggy una ración de tabaco. De repente todos saltaron al oír otra vez el silbato de Florian.
—¡Maldita sea! —exclamó alguien—. Ojalá no hubieras encontrado este artilugio.
—Ha sido el toque de queda —explicó Florian—. Mañana nos levantaremos temprano.
Él, Trimm, Roozeboom y Rouleau fueron a acostarse en sus literas en el carromato de los accesorios. Edge estaba desenrollando sus mantas y el viejo y delgado jergón debajo del mismo carromato —en compañía de Yount, el negro y el Hombre Salvaje—, cuando una linterna brilló sobre su hombro y una voz cantó suavemente a su oído una versión revisada de la melodía que había oído antes en la pista:
Cuando, sentado en el circo, la mirabas pasar,
sabías que era a ti a quien sonreía…
Se volvió y vio la cara de Sarah iluminada por la linterna. Con una sonrisa pícara, ella le preguntó:
—Ha sido un día magnífico. ¿No deberíamos celebrarlo?
—Aquí no hay mucha intimidad —susurró Edge.
—Nos trasladaremos a los tinglados del ferrocarril y juntaremos nuestros jergones.
Y allí se fueron, hicieron una cama, se desnudaron y, al cabo de un rato, Edge observó:
—Obie tenía razón cuando dijo que las mujeres del circo no tienen vergüenza.
—¡Vaya! ¿Qué hemos hecho para escandalizar a Obie Yount? ¿Qué, en nombre del cielo, podría hacer alguien para escandalizar a un sargento de caballería?
—Dijo algo sobre que Clover Lee se había desnudado delante de él.
—Por Dios, esto es el circo. No tenemos intimidad, así que cultivamos los buenos modales de pasar por alto estas cosas.
—Supongo que algunas personas calificarían de inmoralidad lo que tú llamas buenos modales.
—Allá ellos, malditos sean. Los modales son mucho más importantes que la moral.
—Es una teoría interesante.
—No es una teoría, es la pura verdad. Mucha gente consideraría inmoral lo que tú y yo hacemos ahora, pero…
—No me he quejado.
—… pero lo hacemos en privado, donde no puede molestar a nadie. Las personas inmorales no proclamamos que lo somos. En cambio, los malos modales están a la vista, donde pueden ofender e irritar a todo el mundo.
—Entonces —dijo Edge—, ignoro si considerarás esto inmoralidad o malos modales, pero voy a decirte algo. Durante tu actuación, a lomos de ese caballo blanco, cuando diste el salto mortal hacia atrás y curvaste todo el cuerpo, ¿sabes qué estaba pensando?
—Diablos, sí, lo sé muy bien —respondió ella, fingiendo exasperación—. Los mirones sois todos iguales. Nunca admiráis la habilidad, la gracia y la perfección de la pose. Sólo pensáis: «¡Eh! No lo he intentado nunca en esa posición».
—Bueno… nunca lo hice. ¿Y tú?
—No. Dudo de que lo haya hecho alguien. No es exactamente una posición cómoda para mí sola, y sería incomodísima para dos.
—Bien… ¿por qué no lo averiguamos? —preguntó él, en broma.
Ella volvió a reír, pero salió de debajo de las mantas y echó una mirada recelosa hacia los distantes carromatos del circo. Ahora ya había aparecido la luna y no vio a nadie rondando, así que se irguió, desnuda, resplandeciente bajo el resplandor lunar, e inclinó el cuerpo hacia atrás hasta que tocó el suelo con las manos.
—Ya está —dijo, mirándole entre las piernas.
—Te estoy admirando —contestó él, sincero—. Tu habilidad, gracia y perfección.
En aquella posición, curvada hacia atrás, lo primero que se veía era su pequeño y rubio escudo púbico, que brillaba a la luz de la luna como una flor pálida que se abriera de noche.
Después de una mirada inquieta a su alrededor, Edge también salió de la cama. Siguió un rato de movimientos torpes, intentos fallidos, murmullos de ánimo y suspiros de frustración, hasta que él admitió la derrota.
—Supongo que tienes razón. Nadie lo ha hecho nunca.
—Uno de nosotros tendría que estar construido de manera diferente, o los dos —dijo ella—. ¿Y si volviéramos a los métodos antiguos y comprobados?
Al cabo de otro rato, cuando descansaban, Sarah inquirió:
—Ahora déjame preguntarte algo. ¿Has visto alguna vez a una klischnigg?
—Dios mío, no lo sé. ¿Qué es?
—Sólo otro nombre para una maestra en contorsiones, una contorsionista de circo. Es la palabra que usa Florian. Creo que Klischnigg fue el nombre de una artista del pasado. Hay otros nombres: mujer de goma, serpiente humana, mujer sin huesos. En cualquier caso, es una mujer que retuerce y contorsiona su cuerpo de formas imposibles.
—Pues no, no he visto nunca a ninguna. ¿Por qué?
—Porque ahora que conozco tus gustos secretos —fingió un suspiro melancólico—, sé que te perderé cuando conozcas a una klischnigg.
Él rió y luego contestó:
—Te quedará Florian.
—Ya te lo dije. Si algún día dejo de inspirar deseo, me gustaría que me necesitaran. Y él no me necesita muy a menudo.
—Bueno, habrá todos esos duques y condes. Probablemente podrán comprarse todo lo que necesitan. Así, cuando cautives a uno de ellos, sabrás que te desea de verdad.
Ella suspiró y dijo que así lo esperaba.
—Pero hasta entonces… mientras me necesites… —y se acurrucó contra él y al poco rato se quedaron dormidos.