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Durante la semana siguiente, ni los periódicos de París ni los ministerios pudieron publicar otra cosa que breves boletines sobre el desarrollo de la guerra, no a causa de una timidez o duplicidad oficial, sino porque las batallas de primera línea, los avances, retiradas, marchas y contramarchas eran tan frecuentes, tan rápidos, tan cambiantes y a menudo tan confusos, que los corresponsales e incluso los propios oficiales de enlace de los ejércitos franceses podían apenas seguirles la pista.
El maréchal MacMahon continuó retirándose del este, reuniendo por el camino a sus tres diezmadas y dispersas unidades y librando con frecuencia combates de retaguardia contra el Tercer Ejército boche que le pisaba los talones. Sin embargo, daba la impresión de que aquel Tercer Ejército le seguía pausadamente, llegando a destacar una buena parte de su contingente para rodear y sitiar la capital alsaciana de Estrasburgo. Luis Napoleón ordenó, pues, a MacMahon que se retirase unos ciento sesenta kilómetros al oeste, a Châlons-sur-Marne, y el emperador, el príncipe imperial y su séquito inmediato tomaron el tren en Metz para encontrarse con él allí. La explicación oficial fue que Luis Napoleón y MacMahon se reunían para reorganizar, reforzar y revitalizar aquel ejército abatido por la derrota y la retirada. No obstante, una historia diferente difundida entre las altas esferas no tardó en propagarse entre todos los parisienses: que el emperador quería realmente conducir a ese ejército y a sí mismo sanos y salvos hasta París y que sólo se lo había impedido un severo telegrama de la emperatriz Eugenia ordenándole que fuese un hombre y se mantuviera firme en algún lugar entre su capital y los boches que le perseguían.
Entretanto, en el nordeste, el maréchal Bazaine, después de haber estado a punto de tomar Saarbrücken, parecía ignorar qué debía hacer con sus cinco cuerpos y se demoraba en las cercanías de Metz, mientras el rey Guillermo y el general Von Moltke aumentaban amenazadoramente sus fuerzas en la orilla opuesta del río Sarre.
El 15 de agosto, un lunes, debía de haber sido la fiesta veraniega más importante de Francia, la conmemoración anual del nacimiento de Napoleón el Grande. Este año, como de costumbre, todo estaba preparado para que la Ville Lumière fuese una ciudad más luminosa que nunca, con un millón más de bombillas de gas colocadas en las fachadas de los edificios, estatuas y monumentos —doce mil luces sólo para perfilar el Arc de Triomphe— y se colgaron inmensas banderas de color verde oscuro sobre todas las avenidas, decoradas con la adornada letra N, águilas de alas extendidas y abejas doradas. Bandas, orquestas y coros afinaban sus instrumentos y ensayaban, los vendedores callejeros estaban surtidos de todo, desde flores y golosinas hasta baratos bicornios de fieltro à la Napoléon y los cafés habían colocado todavía más mesas en las aceras, delante de sus puertas.
—Durante la Fête Nationale —explicó Florian a su compañía, incluyendo al primero de mayo Delattre que, cuando no ejercía sus habilidades de fontanero por el recinto del circo, ocupaba ahora la taquilla del furgón rojo— es tradicional que todos los teatros, cafés y establecimientos similares ofrezcan sus espectáculos gratis. Nosotros respetaremos esta costumbre en las dos funciones del día.
Por desgracia, en aquel 15 de agosto la prensa matutina anunció de nuevo malas noticias. Por una vez, los corresponsales del frente nordeste habían enviado un reportaje completo de la última batalla… y la última humillación de Francia. El maréchal Bazaine se dedicaba la víspera (otra vez) al proceso de cambiar las posiciones de sus cinco cuerpos en torno a Metz cuando, de improviso, desde la cima de una colina había atacado una parte del Segundo Ejército prusiano. El combate había sido encarnizado y los franceses «lucharon con bravura», de modo que las pérdidas de los dos bandos fueron casi iguales, unos cuatro mil hombres entre muertos y heridos por cada lado. No obstante, cuando la noche les dio la oportunidad, los franceses abandonaron el frente y corrieron a refugiarse tras los pesados cañones de las fortificaciones de Metz.
El primer ministro De Palikao decidió con razón que sería muy poco apropiado que París celebrara simultáneamente el aniversario del gran Napoleón y la noticia de otra retirada francesa, así que dio la orden de que no se encendieran las luces de la ciudad y pidió a sus conciudadanos que se abstuvieran de todo jolgorio en tan equívoca ocasión. El pueblo no desfiló con júbilo, pero tampoco se quedaron todos en sus casas. Varios miles de parisienses salieron a los bulevares y avenidas en lo que no parecía una demostración espontánea, sino preparada de antemano, agitando la bandera roja de la revolución en vez de la tricolor, cantando La Marsellaise y gritando eslóganes antiimperiales.
—¿Qué pasa? —preguntó Yount, que estaba mirando.
—Estos deben de ser los communards locales —respondió Florian.
—¿Qué diablos es un communard?
Daphne se echó a reír y citó:
—¿Qué es un communard? Uno que anhela. —Yount la miró con perplejidad y ella explicó—: Un inglés los describió en broma hace mucho tiempo. Aún recuerdo los viejos versos:
¿Qué es un communard? Uno que anhela
la división igual de salarios desiguales.
Ocioso, chapucero o ambos, está dispuesto
a sacar su penique y embolsarse tu chelín.
Florian también rió y, como Yount seguía perplejo, explicó a su vez:
—Los communards son los extremistas entre los muchos que quieren que Francia vuelva a ser una república. Los republicanos en general desean abolir todos los títulos y privilegios de la realeza, y la nobleza y demás aristocracias. Los communards insisten en abolir no sólo las clases, sino también todas las otras distinciones: riqueza, condición social, etcétera. Nadie debería ser más rico que los demás y un vendedor de pescado de les Halles debería ser tan respetado como un profesor de la Sorbona.
—¿Y esto sería malo? —inquirió Yount.
—Oh, podría pasar si fuera el deseo de todos, pero los communards, como cualquier secta religiosa, están tan seguros de la razón de sus creencias que no toleran a los incrédulos. Si les concedieran la oportunidad, impondrían a todo el mundo su propio tipo de Tierra Prometida y no lo harían por persuasión o votación, sino por la fuerza. Yo, personalmente, preferiría un Infierno opcional a un Cielo obligatorio.
Sin embargo, aquel día los manifestantes no hicieron ninguna demostración de fuerza. Cuando se cansaron de ir de un lado a otro haciendo ondear sus banderas rojas y gritando sus insultantes opiniones sobre el emperador, la emperatriz y todo el establecimiento imperial, se dirigieron —como casi todos los demás habitantes de París— a disfrutar de las diversiones gratis en cafés, teatros y circos.
A pesar de ello, el primer ministro De Palikao pareció tomar muy en serio aquella descarada manifestación de communards y al día siguiente aparecieron carteles anunciando que el premier de Francia, previa consulta telegráfica con su majestad, nombraba un gobernador militar para la ciudad de París que se encargaría de la ley, el orden, la seguridad y el bienestar públicos durante la emergencia de la guerra. Los parisienses gruñeron, como hacían siempre, pero ni siquiera los communards podían quejarse mucho, porque el gobernador sería el general Louis Trochu, ampliamente conocido como un liberal. No había razón para suponer que su nombramiento era algo más que un gesto de advertencia para que todos se comportaran bien.
Entonces llegaron noticias aún más descorazonadoras del frente del nordeste. El maréchal Bazaine, después de pasar tanto tiempo moviendo sus tropas por los alrededores de Metz, adoptó por fin una decisión. Como todo el Segundo Ejército prusiano se encontraba ahora en las proximidades, abandonaría Metz dejando sólo una guarnición suficiente para los fuertes de la ciudad y trasladando el grueso de sus cinco cuerpos para sumarlo a las fuerzas del emperador y del maréchal MacMahon en Châlons, desde donde los ejércitos unidos se desplegarían al norte y al sur para presentar un frente inexpugnable contra una incursión ulterior prusiana.
Sin embargo, los prusianos habían esperado la retirada de Metz. Cuando las tropas francesas partieron el 16 de agosto hacia el oeste, con dos divisiones de caballería a la vanguardia, sólo habían recorrido diecisiete kilómetros —hasta el pueblo de Vionville— cuando se encontraron con dos divisiones de caballería enemiga. Las dos caballerías chocaron entre sí, más de dos mil hombres por bando, y la batalla levantó tal nube de polvo que se convirtió en una mêlée confusa: aquí y allí dos adversarios luchando con sables en un duelo a muerte, mientras a su alrededor giraban grupos de otros jinetes, buscando al enemigo para combatir y a veces casi atacando a otros grupos de su propio bando.
Mientras tanto, los comandantes franceses y prusianos se apresuraban a enviar a la refriega todos los soldados de infantería y artillería que tenían más a mano. Entre las nueve de aquella mañana y las siete de la tarde se libró la batalla más encarnizada de toda la guerra, con el desplegamiento posterior de cuarenta y siete mil fusileros, ocho mil soldados de caballería y más de doscientas piezas de artillería por parte prusiana, contra el desplazamiento francés de ochenta y tres mil fusileros, ocho mil sables, cuatrocientos cañones y veinticuatro mitrailleuses. Tanto en fusileros como en cañones, los franceses sobrepasaban en número a los prusianos, pero compensaba esta deficiencia el fuego más rápido y preciso de las armas de retrocarga prusianas.
Cuando la batalla concluyó entre el polvo, el humo y la penumbra del crepúsculo, podría haberse llamado una victoria francesa, porque los prusianos, inferiores en número, dejaron de luchar por puro agotamiento, mientras los franceses aún tenían energía para moverse. No obstante, el único movimiento que hicieron fue para retirarse de nuevo a doce kilómetros del campo de batalla. Rodearon laboriosamente una ancha colina, y en cuanto ésta se interpuso entre ellos y el enemigo, acamparon para descansar por la noche en el pequeño valle del otro lado. Sin embargo, se habían retirado con tal desorden que todas sus unidades estaban mezcladas entre sí, confundidas, y era casi imposible reagruparlas en la oscuridad. Incluso cuando sus oficiales apostaron piquetes para vigilar cualquier reaparición de los boches, ellos mismos estaban tan desorientados que muchos destacaron a los centinelas al norte y el este, aunque habían dejado a todo el ejército enemigo a sus espaldas al oeste y al sur.
La triste noticia hizo salir de nuevo a las calles a los communards y aquella vez se les sumaron ciudadanos más serenos. Las hordas de hombres y mujeres marcharon a través de la ciudad y rodearon el Hôtel de Ville, despotricando contra el emperador, sus mariscales y otros oficiales… y el vergonzoso papel en el campo de batalla de sus propios hijos y maridos, a quienes habían despedido con canciones y vítores hacía escasamente un mes. La única réplica pública del primer ministro De Palikao y el gobernador Trochu a aquel clamor de críticas e improperios fueron unos carteles que ofrecían vagas promesas y rogaban una actitud paciente. En privado, sin embargo, tomaban otras medidas, y Dai Goesle, del Florilegio, fue uno de los primeros en darse cuenta de ello. Había ido de paseo por el Bois de Boulogne, pero volvió corriendo al circo para decir a Florian:
—Hace sólo un momento he temido que íbamos a tener competencia, director. ¡Un espectáculo del Salvaje Oeste, por San Dafydd! Venga y eche una ojeada.
Varios artistas los siguieron y, efectivamente, en la orilla opuesta del lago unos jinetes toscamente vestidos conducían ganado por los prados del Bois. Sin embargo, los animales eran demasiado numerosos para formar parte de un espectáculo y detrás del ganado se acercaban también rebaños de ovejas, dirigidos por más hombres a caballo y perros. Todos bajaban por los caminos de la parte norte del parque y era evidente que habían llegado del campo atravesando el poco poblado distrito parisiense de Puteaux a fin de atraer la mínima atención posible. Florian contempló la extraordinaria escena y dijo:
—Por lo visto el general Trochu está aprovisionando prudentemente a la ciudad para que no necesite ayuda en caso de que los prusianos lleguen hasta aquí. Quizá tiene buenas razones para creer que así será. —Se volvió con rapidez hacia Hannibal Tyree y le dijo—: Abdullah, toma este dinero y llévate eslovacos y carromatos. Ve a les Halles y compra a nuestros proveedores habituales la máxima cantidad posible de avena, heno y carne para el gato, tanto fresca como seca o ahumada. Seguro que habrá mucha demanda de todo ello. Ve inmediatamente.
Hannibal se llevó muchos francos y volvió con muchas provisiones, pero declaró que había gastado todo el dinero.
—Esos vendedores de comida ya han puesto los precios por las nubes, sahib.
—Era de esperar —observó Monsieur Nadar, que visitaba a Florian en el furgón de la oficina—. Y los precios subirán mucho más. Cualquier excusa plausible es buena para que un francés estafe a sus clientes, sobre todo a los extranjeros, pero sin excluir a sus compatriotas. —Y añadió con languidez—: Puede estar seguro: si los boches no arruinan a Francia, lo harán los franceses.
Al cabo de pocas horas, la discreta importación de ganado al Bois era conocida por toda la urbe, por lo que Trochu renunció a realizarla en secreto y los ganaderos llevaron a sus animales por los bulevares de París y los puentes del Sena para surtir también a los jardines del Luxemburgo de la orilla izquierda. Entretanto, amas de casa y los maridos que podían ser persuadidos para ello, así como sirvientes de todos los hogares aristocráticos, se apresuraban a ir al mercado con cestas, carretillas y todos los niños disponibles para ayudar a llevar cosas. Compraron con frenesí toda clase de comestibles, ropa, vino, aceite de lámparas y, aunque mediaba el mes de agosto, incluso mantas y cubos de carbón.
Como es natural, a pesar de su rápida acción, los compradores no llegaron a las tiendas y puestos antes de que los vendedores hubiesen retirado las etiquetas con los precios habituales y sacado otras con precios exorbitantes y hubiesen ocultado sus mercancías mejores y más escasas a fin de reservarlas para sí mismos y sus clientes favoritos. Las hordas de compradores maldijeron a los comerciantes, pero compraron lo que pudieron —a menudo llegando a las manos entre ellos por cualquier artículo codiciado o a punto de agotarse— y pagaron los precios exigidos. Así, al día siguiente, vendedores de todas clases, desde el elegante Printemps y las exclusivas boutiques de los pasajes hasta el último buhonero, habían vuelto a elevar los precios, pasando de la simple avaricia a la más franca rapacidad.
Esto proporcionó a los communards otro grito de guerra. Ahora, mientras marchaban por la ciudad, alternaban sus fulminantes insultos contra el emperador y sus secuaces con maldiciones a «¡la cínica burguesía capitalista!», frase que no tardaron en cambiar, vociferando en su lugar que los avarientos estafadores debían de ser todos «¡unos sucios youpins!», grito que fue adoptado con entusiasmo incluso por la aborrecida burguesía. Se gritaba en las calles y podía oírse incluso en tonos más moderados en las mesas de los cafés, de labios de personas presuntamente moderadas y sensatas, imperialistas empedernidos y conservadores de ferviente ideología anticommunarde: «À bas les youpins».
—Eso es, culpad a los yids, a los chuletas, a los butifarras —dijo Nadar con aversión—. No importa que los bárbaros estén en las puertas, los franceses pueden hacer caso omiso de ellos; por muy indecente que sea el trato que se dan los franceses entre sí, pueden disculparse mutuamente dando la culpa de todo a los youpins.
—Siempre ha sido así, monsieur —dijo Maurice LeVie con acento cansado—. Y no sólo en Francia, hélàs.
A partir de entonces apenas se vio en público a judíos identificables. Los cafés de la rue Cadet, que antes eran a la vez lugares de reunión social y de negocios de los comerciantes en diamantes de París, ahora carecían de clientes. Jacques Offenbach se apresuró a dejar París por Italia, granjeándose así una maldición doble por haber abandonado cobardemente la ciudad en esos días aciagos y por haber sido hasta entonces un hombre prominente en ella. Los parisienses que habían aclamado durante tanto tiempo al hombre y a su música, ahora se referían a él con desprecio, llamándole por el nombre con que había nacido, Jacob Eberst, y recordándose mutuamente que su padre no sólo había sido un judío sino también un cantor de sinagoga, y para colmo, de Colonia, Prusia. Al final el gobernador militar Trochu tuvo que hacerse solidario del furor dirigido contra aquel judío y prohibió la representación de sus obras, alegando que las frívolas operetas de Offenbach «habían desviado de la realidad la atención del público francés».
Contemplar la realidad era desagradable. Se había librado otra gran batalla frente a Metz que había terminado con la derrota más catastrófica de todas para los franceses. Con todo su ejército —salvo las multitudes de muertos, heridos y capturados—, el maréchal Bazaine se había retirado al interior de la ciudad de Metz. Los victoriosos prusianos habían rodeado alegremente la ciudad, sin tratar de atacarla, sólo para mantener a los franceses encerrados allí dentro, porque el asedio de la ciudad no representaba para el rey Guillermo y el general Von Moltke el empleo de muchos hombres y así el ejército restante estaba libre para avanzar sin impedimentos por el corazón de Francia, que es lo que hicieron inmediatamente.
La noticia provocó en París un paroxismo de pánico, confusión y cólera. Las masas que alborotaban por las calles incluían naturalmente a communards, pero también a ciudadanos desilusionados, asustados y coléricos de todas las clases, edades, sexos, ocupaciones y tendencias políticas. Derribaron todas las banderas de abejas doradas, cortaron a hachazos las adornadas «N» de piedra que decoraban edificios y monumentos públicos y lanzaron piedras a las ventanas del Hôtel de Ville y de los edificios que albergaban ministerios menores. La prensa se hizo eco de la última y más sarcástica condena de Luis Napoleón por parte del público: «¡Primero el emperador dejó el gobierno de París y después dejó el ejército en Metz! ¡Ahora uno está debilitado y el otro perdido!»
La gente más pobre entre las masas de manifestantes gritaba otra queja: el precio de todos los artículos en venta en París era ahora tan astronómicamente alto que sólo los ricos podían alimentarse y vestirse. El gobernador Trochu había abastecido a la ciudad de cuarenta mil bueyes y doscientas mil ovejas que pacían en el Bois y los jardines del Luxemburgo, además de almacenes llenos de harina, carbón y municiones. ¿Por qué, preguntaba el pueblo, no disponía ahora el gobernador la distribución de artículos de primera necesidad entre las familias que no podían comprarlos?
La respuesta de Trochu no estaba destinada a la difusión, pero fue oída y repetida inmediatamente por todo París: «¡Maldito sea el pueblo ingobernable de la ciudad! ¡Prefiero mil veces a los buenos campesinos, analfabetos y dóciles!» Y la única medida que tomó fue salvaguardar aquellos suministros de emergencia colocando un cordón de centinelas armados en torno a cada rebaño y almacén durante las veinticuatro horas del día. Para hacerlo tuvo que llamar al servicio activo a la Guardia Nacional —o lo que se llamaba burlonamente la Garde Sédentaire—, hombres de edades comprendidas entre treinta y uno y sesenta años, demasiado viejos para el ejército pero aptos para la Guardia Nacional en tiempos de guerra. La mayoría de los hombres disponibles estaban más cerca de sesenta que de treinta y un años y acudieron a regañadientes a prestar aquel servicio —por la paga de una botella de vino y treinta sous al día—, pero en cuanto tuvieron la autoridad de los uniformes, hicieron guardia con diligencia y, como además iban armados, la plebe no realizó ningún intento de robar bueyes u ovejas.
Mientras las masas vociferaban, marchaban y pintaban eslóganes procaces, iracundos y revolucionarios en color rojo vivo en las fachadas de los edificios, en las calles había otro tráfico muy silencioso y menos conspicuo. Consistía en los preparativos que hacían los nobles, aristócratas y burgueses acaudalados en previsión de cualquier calamidad. Los ricos llevaban sus fortunas en francos franceses a los comerciantes de diamantes y cambistas judíos —que estaban en la clandestinidad, pero podían ser localizados sin muchas molestias— y cambiaban los francos o bien por diamantes fáciles de ocultar y transportar o por monedas extranjeras (incluyendo marcos prusianos) no expuestas a penosas fluctuaciones. Las mujeres ricas llevaban sus joyas, pieles y objetos de arte a los monts-de-piété de la ciudad. Estas casas de empeño, que hasta entonces habían concedido préstamos de unos pocos francos o incluso de unos lastimosos sous a cambio de los objetos empeñados de los pobres —desde delgadas y baratas alianzas a colchones—, se encontraban entonces ante objetos realmente valiosos que debían aceptar por sumas necesariamente considerables. La teoría femenina era que no sólo recibían dinero contante y sonante sino que sus tesoros quedaban guardados bajo la protección del gobierno hasta que pasara el tiempo de peligro y pudieran ser redimidos. Tantas recurrieron a los monts-de-piété que los fondos del gobierno —destinados en un principio a socorrer a los pobres— se agotaron con rapidez. El gobernador Trochu tuvo que ordenar que en lo sucesivo las casas de empeño no aceptaran ningún artículo valorado en más de cincuenta francos. Así las clases altas se sumaron a las bajas en la crítica de las medidas de ley marcial de Trochu; las clases inferiores lo maldecían con palabrotas y las superiores, más educadas, dieron en llamarle «gobernador Trop Chu».
Domingo Simms se había enorgullecido de hablar francés con bastante fluidez, pero confesó a su antiguo tutor Jules Rouleau que el epíteto Trop Chu escapaba a su comprensión.
—¡Ajá! —exclamó Rouleau—. Siempre te he dicho que dedicaras una atención especial a los verbos irregulares. Chu es el participio del verbo choir, que significa caer, sucumbir.
—¡Ah! ¿Entonces Trop Chu significa gobernador Demasiado Caído?
—Bueno, en un sentido más amplio, gobernador Indeciso, gobernador Que Cede, que se echa atrás cuando está bajo presión.
Mientras hablaban cruzó el recinto del circo un joven vestido con uniforme de capitán que cojeaba con ayuda de un bastón y llevaba un brazo en cabestrillo. Miró a su alrededor con cierta perplejidad y luego preguntó a Domingo y Rouleau si podía encontrarse en aquel lugar una persona llamada comtesse de Lareinty.
—Espere aquí mismo, capitán —contestó Domingo para no hacerle andar hasta el patio posterior—. Se la traigo en seguida.
Cuando llegaron las dos muchachas, Rouleau, que había hablado con el visitante, sacudió un poco la cabeza para indicar a Domingo que se apartara con él y dejase a Clover Lee a solas con el capitán.
—Madame… excelencia… —dijo el joven oficial con un titubeo comprensible, ya que se dirigía a una presunta condesa vestida muy parcamente con lentejuelas—. ¿Es… es usted Edith de Lareinty? Gaspard alardeaba siempre de haberse casado con una bella artista de circo, pero nunca le creímos del todo.
—Debieron creerle —respondió Clover Lee con vivacidad—. Es verdad. Y yo soy la Edith con quien se casó.
—Sí, bueno. A mí me han enviado a casa por invalidez —dijo el capitán—, de modo que me han encargado que le dé noticias suyas.
—¡Oh, qué bien! Quiero decir… Siento que le hayan herido. Pero, ¿cómo está Gaspard? ¿No corre ningún peligro?
El capitán tragó saliva y respondió:
—Nunca correrá menos peligro que ahora, excelencia. Clover Lee empezó a sonreír, luego parpadeó y por fin movió varias veces los labios antes de que pudiera decir:
—¿Está…? ¿Quiere decir que…?
—Ahora descansa en el último, largo y merecido vivac del soldado. Está enterrado en Châlons-sur-Marne.
Los ojos de Clover Lee se llenaron de lágrimas.
—¿Cómo… cómo ha podido suceder? Creía que un ayudante de campo era un oficial del cuartel general y siempre estaba a salvo detrás de las líneas, como los generales y el emperador.
—Debe comprender, excelencia, que últimamente Gaspard tenía que ser los ojos, brazos y piernas del emperador. Su majestad ha empeorado tanto de su dolencia interna que es incapaz de montar a caballo. Ya no conduce un ejército, sino que debe viajar en el tren de los pertrechos. Por esto Gaspard tenía que cumplir todas las funciones de enlace, lo cual significa que estaba a menudo en primera línea y en peligro. Lo mató una bala perdida. Lamento ser portador de tan…
—No, no, ha sido muy ama… ble al venir —dijo Clover Lee, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Las secó con el dorso de la mano—. Se… se lo agradezco, capitán.
El joven oficial dirigió una mirada suplicante a Rouleau y Domingo, que se hallaban a cierta distancia, y ambos acudieron en seguida. Cuando Domingo la rodeó con el brazo para llevarla adonde pudiera llorar en privado, Clover Lee trató de reír a través de las lágrimas, diciendo con voz entrecortada:
—Recuerdo… que Gaspard… dijo un día en broma: «¿Yo, caer muerto? ¿Ser herido, hecho prisionero? ¡Jamás! Soy francés. Echaré a correr…»
—Por favor, monsieur —dijo el capitán cuando se quedó solo con Rouleau—. El conde vivió lo bastante para dictar y firmar esto. —Buscó torpemente en su guerrera con la mano que sostenía el bastón y sacó un sobre lacrado—. ¿Se lo dará a madame la Veuve de Lareinty cuando esté más calmada?
—¿Por qué no se queda, mon capitaine, y ve el espectáculo como invitado nuestro? Podrá ver actuar a la propia condesa y después darle usted mismo la carta.
—Seguramente, monsieur, ella no será capaz de…
—Quédese a verla. El conde no eludió su deber. Ella tampoco lo hará.
Y en efecto, no lo hizo, sino que actuó de manera impecable, con la misma sonrisa y vivacidad de siempre, controlando a la perfección a su caballo Burbujas y a su dosel de palomas. Después de saludar al público, pudo incluso sonreír con valentía al capitán cuando Rouleau le llevó al patio posterior. El joven oficial le entregó el último mensaje de su difunto marido y dijo:
—Ha sido maravilloso contemplar su arte, chère madame. No es extraño que hechizara usted al conde. Una actuación deliciosa, algo que contar a nuestros camaradas, de Gaspard y míos, cuando vuelva a servir con ellos. Si vuelvo y si ellos aún están vivos.
Clover Lee abrió la carta en privado y la miró un rato con el ceño fruncido; luego esperó a que concluyera el espectáculo y se la llevó a Florian, que estaba en el furgón rojo.
—Puedo leer la firma del pobre Gaspard, aunque está muy temblorosa, pero mi francés es muy deficiente y también la caligrafía de quien escribió esto por él. No he querido enseñarla a Domingo o a Jules por si es demasiado íntima y sentimental porque, en este caso, Domingo o Jules se echarían a llorar. ¿Quiere leérmela?
Florian dio una ojeada a las dos páginas y dijo:
—La caligrafía es femenina. Debió de dictarla a una enfermera y me imagino que ella estaría tensa y escribiría con prisas, de ahí los garabatos. No hay nada sentimental en la carta, querida, todo es de orden práctico. —Clover Lee pareció entristecerse un poco al oír esto—. Recuerda que el muchacho estaba… no tenía mucho tiempo, así que se limitó a lo necesario e incluso esto debió de costarle un esfuerzo heroico. Seguro que habría añadido unas palabras cariñosas, si hubiera podido hacerlo.
—Oh, no importa —dijo Clover Lee con voz ronca—. Después de todo, no estuvimos juntos el tiempo suficiente para… quiero decir que no era una gran pasión. Lamento que lo mataran, pero no puedo sentirme muy afligida.
—Bueno, ahora que ha muerto, tendrás que presentarte sola al resto de su familia y…
—¿Y enseñarles mi certificado de matrimonio como mis credenciales? ¿De qué serviría? Seguiría siendo una extraña para ellos, una intrusa. Además, ya estarán bastante tristes por la muerte de Gaspard. No querría añadir el golpe de decirles que ha dejado viuda a una amazona de circo.
—Una actitud que te honra. Pero ni siquiera me has preguntado qué dice la carta. Nada sentimental, de acuerdo, pero muy generoso. Se trata de una disposición admirablemente concisa de sus propiedades, posesiones y títulos.
—Oh, Dios mío, no tengo la menor intención de exigir su parte del patrimonio familiar. No, he saboreado la diversión, la gloria y la vanidad de ser condesa durante algún tiempo. Puedo decir con verdad que he conseguido lo que me propuse hace muchos años. Ahora continuaré siendo lo que realmente soy y haciendo el trabajo que hago mejor y que más me gusta.
—Sigues siendo la condesa de Lareinty, con todos los derechos inherentes a este rango. Puedes rechazar la parte de Gaspard de la herencia familiar y al mismo tiempo no tener que trabajar más en toda tu vida. Él ya poseía su propia estimable fortuna, heredada, como dice aquí, de sus abuelos maternos. Y en esta carta te la deja toda a ti. En realidad es un testamento ológrafo que no puede impugnar ninguno de sus parientes consanguíneos.
—Oh.
—¿No te interesa? Enumera cuentas bancarias, inversiones, rentas de diversos inquilinos, un château en Puy-de-Dôme…
—Y si cundiera la voz, todos los mendigos titulados de Francia se congregarían para consolar a la viuda como otras tantas sanguijuelas. De todos modos, tal como se desarrolla esta guerra, es probable que todas las posesiones de Gaspard queden destruidas. Por favor, Florian, mantengamos esta carta en secreto hasta que tenga, si la tengo alguna vez, una razón para hacer uso de ella. Mientras tanto seré Clover Lee, la équestrienne.
Florian la miró largamente, con cariño y admiración.
—Me acuerdo de cuando eras pequeña y torpe como una potranca recién nacida e igual de aturdida y juguetona. Has madurado, convirtiéndote en una jovencita llena de sentido común. Eres más merecedora de un título que muchos nobles que he conocido. Debería sentirme orgulloso y contento sin la menor reserva, sólo que…
—¿Qué? ¿Le gustaría verme otra vez aturdida y juguetona?
—Oh, no, no. —Suspiró—. Sólo que tu incipiente madurez me recuerda que yo estoy envejeciendo.
Nuevamente las noticias de la guerra publicadas en París se volvieron fragmentarias mientras el emperador y el maréchal MacMahon salían de Châlons con su ejército para apoyar a Bazaine, sitiado en Metz, lo cual hicieron con tanta celeridad que los corresponsales apenas tenían tiempo de seguirlos y telegrafiar sus informes por el camino. Sin embargo, los breves boletines que lograron enviar bastaron para abatir los ánimos. El ejército francés había recorrido sólo dos terceras partes del camino entre Châlons y Metz cuando fue bloqueado. La única ciudad importante de la ruta era Verdún, que el ejército esperaba usar como zona de estacionamiento junto al río Meuse. Las avanzadas de la caballería, sin embargo, tuvieron que informar de que Verdún ya había sido rodeada y sitiada por el enemigo, que el resto de las fuerzas prusianas la habían pasado de largo y continuaban avanzando y ahora se hallaban bastante al oeste de Verdún. Por consiguiente MacMahon ya no tenía esperanzas de ayudar a Bazaine o de obtener ayuda alguna de él. No se podía hacer otra cosa que intentar un ataque de distracción: los franceses se dirigirían al norte por la orilla del Meuse, provocando deliberadamente escaramuzas con los prusianos para obligarlos a dar la vuelta y seguirlos hacia el norte, lo cual los desviaría por lo menos de su marcha en dirección a París.
En los reportajes que llegaban a los periódicos parisienses los corresponsales eran extrañamente respetuosos en sus comentarios sobre los comandantes de aquel ejército francés, el único que aún estaba en campaña. Según los reporteros, MacMahon hacía todo cuanto podía hacerse y demostraba un gran valor. En cuanto al emperador, era evidente que sufría un terrible dolor interno al estar siempre en movimiento y no obstante seguía lealmente con sus tropas y nunca se le oía expresar una queja.
A Luis Napoleón no se le dedicaba el menor elogio en su capital. Las protestas y manifestaciones se sucedían en París. En las paredes aparecían maliciosas caricaturas del emperador y del águila napoleónica con un soldado ensangrentado entre las garras y el epígrafe «LE DERNIER VOL DE L’AIGLE». Pemjean, cuando junto con otros artistas vio una de esas caricaturas, explicó que se trataba de un ingenioso juego de palabras, ya que dernier podía significar «último» o «peor» y vol quería decir «huida», pero en lenguaje callejero significaba «robo». Mientras las multitudes airadas seguían acosando y tirando piedras y excrementos a las oficinas gubernamentales del Hôtel de Ville y el Palais-Bourbon, ahora atacaron también, por primera vez, las Tullerías, acercándose al palacio todo lo que les permitió el cordón de guardias para gritar invectivas contra «la inquisidora española», la mujer a quien toda Francia, no sin cierta razón, consideraba responsable de aquella guerra.
Entonces incluso el Floreciente Florilegio de Florian se vio afectado por primera vez por la agitación de la ciudad. Renunció a las funciones de tarde porque su público potencial se pasaba el día manifestándose por las calles y sólo actuaba de noche, cuando la gente, cansada pero orgullosa de sus esfuerzos cívicos, estaba preparada para una diversión relajante… y agradecía que el Florilegio fuese casi el único establecimiento de París que no había elevado sus precios.
El primer ministro De Palikao y el gobernador militar Trochu hicieron lo posible para calmar a la población y disminuir sus temores y resentimientos, pero lo posible era muy poco y consiguió muy poco. Las autoridades sólo podían fijar anuncios asegurando que los boches aún eran mantenidos a raya y que el propio París estaba bien preparado para cualquier ataque. Había comida, suministros y municiones suficientes, insistían, para mantener a la ciudad un mes entero. Según los carteles del gobierno, la Guardia Nacional de la ciudad alcanzaba ahora el número de doscientos mil y todas las Gardes Mobiles —las milicias entrenadas— habían acudido de todos los suburbios, ciudades y pueblos de muchos kilómetros a la redonda, concentrando en París a otros cien mil hombres. Además habían surgido valientes tropas voluntarias de fuentes improbables que estaban siendo entrenadas de modo intensivo para convertirlas en soldados. Había asimismo la Légion des Volontaires, consistente en todos los emigrantes polacos de la ciudad, y Les Amis de France, que constaba de todos los belgas, ingleses e italianos residentes en París… e incluso Les Francstireus de la Presse, que incluía a periodistas, poetas, novelistas y folletinistas que, no satisfechos al parecer con limitarse a escribir sobre la guerra, ahora deseaban intervenir en una.
Tales anuncios eran recibidos por las masas con vulgares mofas y chirigotas. Todo el mundo sabía lo pomposos, vanidosos e inútiles que eran los reservistas y miembros de la milicia y los veteranos resucitados y voluntarios sin experiencia. Para la Garde Mobile, el pueblo acuñó el irónico término de «les moblots». En cuanto a los extranjeros —y escritores, merde alors!—, ¿qué persona que estuviera en sus cabales les confiaría la defensa de París? Incluso entre los funcionarios que elogiaban públicamente a aquellas fuerzas defensivas improvisadas parecía reinar una hilaridad apenas reprimida. Cuando el gobernador Trochu ordenó una revista masiva de todas aquellas tropas irregulares en un gran desfile por los Campos Elíseos, los curiosos de las aceras apenas pudieron contener la risa ante la torpe y descuidada marcha. Y el encomio de las tropas, maravillosamente ambiguo, de Trochu, una vez terminado el desfile, fue saludado y repetido con burla por todos los habitantes de la ciudad: «Mes soldats, nunca un general ha tenido ante sus ojos un espectáculo como el que acabáis de ofrecerme».
Sin embargo, unos días después incluso las risas burlonas enmudecieron. Las masas estaban todavía en las calles, pero ahora tristes y sombrías, sin regocijarse ya en su bullicio. El ejército de MacMahon, informaban los periódicos, había seguido el curso del Meuse lo más al norte que pudo sin tener que abandonar Francia y cruzar la frontera con Bélgica. El día 31 de agosto se reunió ante la ciudad de Sedan para hacer un alto y el emperador fue llevado a la ciudad para someterse a la atención de los cirujanos. Fuerzas realmente abrumadoras estaban formadas contra los franceses, mandadas por el rey Guillermo, el príncipe Federico Carlos, el general Von Moltke y otros generales: Bose, Manteuffel, Zastrow, Goeben. De hecho, todos los enemigos de alto rango, excepto el canciller Bismarck, se encontraban allí en persona, para asistir a la matanza, e incluso habían llevado con los leones a un chacal carroñero en la persona del «observador» americano, general Philip Sheridan.
Una de las primeras granadas disparadas contra las líneas francesas, en la mañana del primero de septiembre, hirió al maréchal MacMahon, y el mando pasó al general Auguste Ducrot. La opinión expresada por el general sobre la situación fue debidamente telegrafiada a París, pese a la crudeza castrense de su lenguaje: «Nous sommes dans un pot de chambre, et nous y serons emmerdés». Los buenos ciudadanos de París empezaron inmediatamente a embadurnar paredes con caricaturas de Luis Napoleón sentado sin pantalones en un orinal. En los bulevares y pasajes de la ciudad había ciertas tiendas elegantes que habían conquistado una distinción particular exhibida orgullosamente durante años en sus letreros y escaparates. Ahora los propietarios rascaban o borraban la leyenda placada en oro: «PROVEEDORES DE SU MAJESTAD EL EMPERADOR».
Pasarían dos días llenos de ansiedad antes de que París se enterase de lo ocurrido posteriormente en Sedan, pero por la tarde de aquel mismo primero de septiembre, diecisiete mil soldados franceses y nueve mil prusianos yacían muertos, moribundos o gravemente heridos en los alrededores de la ciudad. Aún seguía librándose una lucha frenética y confusa cuando, a las cuatro, el general francés Wimpffen miró hacia atrás a la ciudad que estaba defendiendo y se horrorizó al ver ondear una bandera blanca desde el campanario más alto. Pensando que sería obra de un ciudadano dominado por el pánico, envió corriendo a su ayudante para que arriara el vergonzoso trapo. El propio Wimpffen se dirigió a toda prisa a la ciudad, al lecho de enfermo donde Luis Napoleón yacía torturado por los dolores para rogar a su majestad que se dejara ver en los bastiones a fin de inspirar a sus soldados que luchaban desesperadamente. Débil y triste, el emperador se negó; la batalla había terminado, dijo. Ya había telegrafiado a la regente y al primer ministro de Francia su rendición y la de su ejército. La bandera blanca ondeaba en el campanario por orden suya; que no la quitaran; que cesara la matanza y las muertes.
Sin embargo, todas las líneas telegráficas de Sedan habían sido cortadas, ya deliberadamente por los sitiadores, ya por el fuego de los cañones, así que Luis Napoleón, el príncipe Lou-Lou y su séquito fueron puestos bajo arresto domiciliario, custodiados por una guardia prusiana, y el ejército francés se rindió incondicionalmente y fue desarmado —aunque los vencedores permitieron con magnanimidad a todos los oficiales que conservaran sus espadas— antes de que los ingenieros prusianos reparasen las líneas telegráficas y, el 3 de septiembre, pudiera llegar a París el mensaje final del emperador.
Bastante antes de que los periódicos pudieran conocer y publicar la terrible noticia, el mensaje fue revelado de algún modo por alguien de la oficina del primer ministro y se propagó por la ciudad más de prisa de lo que podían repetirlo las llaves telegráficas. Ahora, pues, se congregó en los jardines de las Tullerías la multitud más vasta y turbulenta de todas, rodeando el palacio, acercándose amenazadoramente al cordón policial, pateando al unísono con las botas y gritando con cadencia ininterrumpida: «Déchéance! Déchéance!», antes de que un mensajero del Hôtel de Ville pudiera deslizarse sin ser visto por delante del museo del Louvre y a través de un pasaje particular y llegar a palacio, donde la emperatriz Eugenia leyó por primera vez el telegrama de su marido.
«El ejército ha sido derrotado. Incapaz de morir entre mis soldados, he tenido que constituirme prisionero para salvar al ejército. Napoleón».
Los gritos frente al palacio —«¡Destronamiento! ¡Derrocamiento! ¡Abdicación!»— continuaron toda la noche. Si algún miembro de la multitud se fue a dormir, no se notó porque muchos lo reemplazaron. Y al día siguiente, 4 de septiembre, nadie debió de permanecer en su casa en ninguna parte de París ni en los suburbios más remotos, porque incluso gente del campo afluyó a la ciudad. Desde el recinto del Florilegio, la compañía del circo observó estupefacta el paso por el Bois de Boulogne de viejos granjeros de cuellos arrugados, musculosos labradores jóvenes y campesinas de caras anchas, vestidos con tosco lienzo casero y calzados con zuecos, algunos llevando guadañas y hoces, a pie o en carros de granja tirados por mulas o bueyes, procedentes de los campos del oeste, que sin dirigir siquiera una mirada curiosa a las tiendas del circo, avanzaban implacablemente hacia el centro de París. A media mañana, los ciudadanos y campesinos unidos abarrotaban las calles y formaban una masa casi compacta en los jardines de las Tullerías, en la place de la Concorde y en torno al Palais-Bourbon y el Hôtel de Ville.
En este último lugar, el primer ministro de Francia y el gobernador militar de París contemplaban sombríamente la situación. El imperio francés había formado dos grandes ejércitos; uno estaba ahora inútilmente concentrado en Metz y el otro, incluyendo al propio emperador, se había rendido en Sedan. No había una fuerza organizada para detener a los boches entre el río Meuse y aquel mismo edificio frente al cual las turbas gritaban una y otra vez: «République! République!» Finalmente, con fatalismo, el general Trochu, el gobernador Que Cede, dejó entrar en el Hôtel de Ville a los jefes de las diversas facciones republicanas, desde los moderados miembros del Tercer Partido a los extremistas communards, y entre todos empezaron a discutir sobre cómo instituir del modo más rápido posible un nuevo gobierno y quiénes de ellos lo constituirían. Mientras tanto, en el piso superior, un joven communard que había escalado la fachada del edificio arrió la bandera tricolor del asta. No se le había ocurrido llevar consigo una bandera roja, así que desgarró las franjas blanca y azul e izó el deshilachado trapo rojo.
Otras tres cosas estaban sucediendo al mismo tiempo.
En las Tullerías, la emperatriz Eugenia, últimamente regente de Francia, vestida de modesto negro y con un espeso velo, enfiló con su doncella el pasaje particular del palacio al Louvre, bajó las escaleras del museo y salió por una puerta lateral a la place Saint-Germain-l’Auxerrois. Las dos mujeres se escabulleron, sin ser reconocidas, entre la multitud inquieta y pararon un coche de alquiler. La doncella llevaba quinientos francos y el equipaje de la emperatriz consistía solamente en dos pañuelos cuando se alejaron del palacio en el fiacre.
A casi doscientos kilómetros al nordeste, en Sedan, el príncipe imperial Eugenio Luis, hasta ahora presunto heredero del trono de Francia, ayudaba a su padre a subir, jadeando y gimiendo, a un furgón del ejército prusiano y después se despedía de él. Dos guardias prusianos se sentaron frente a Luis Napoleón, un cochero prusiano azuzó a los caballos y el emperador inició el largo viaje hasta más allá de la frontera francesa, hacia Kurhesse y la prisión.
También en Sedan, el rey Guillermo redactaba para la Herrenhaus de Berlín su recomendación de que el general Von Moltke recibiese el título de Graf Von Moltke, mientras el propio general daba las órdenes que enviarían a todos sus ejércitos hacia el oeste, con destino a París. El «observador» general Philip Sheridan le dio algunos consejos a este respecto que los demás oficiales presentes repitieron más tarde a otros hasta que a su debido tiempo llegaron a oídos de un corresponsal del periódico Le Gaulois, que, en su calidad de no combatiente, no fue internado ni custodiado ni siquiera privado de ejercer su profesión y ningún oficial prusiano intentó ponerle trabas ni censurarlo cuando telegrafió a París la sugerencia de Sheridan a Moltke:
—Inflija al ejército enemigo los golpes más ejemplares posibles y cause a la población civil tales sufrimientos que la obliguen a forzar al gobierno a suplicar la paz. Al pueblo no hay que dejarle nada… solamente los ojos con que llorar.