9
—Ah, nuestro reacio caballero —dijo Luis Napoleón cuando el chambelán hizo pasar a Edge al estudio.
Había otras dos personas presentes, una de ellas la emperatriz Eugenia. Edge se sorprendió al principio al ver que la otra era Gaspard de Lareinty, vestido de uniforme, pero luego recordó que el conde era ayuda de campo del emperador.
—Majestades, excelencia —saludó, inclinándose.
El emperador preguntó, sin preámbulos:
—¿Tendría alguna objeción de conciencia, mon colonel, si nos limitáramos a discutir sobre la guerra?
—No, majestad.
—Estupendo —dijo secamente Luis—. Gaspard, los mapas, por favor.
Mientras Lareinty empezaba a desenrollar los mapas y colocarlos en varios caballetes alrededor de la habitación, Edge inquirió:
—¿Ya es, pues, seguro que habrá una guerra?
Antes de que su imperial esposo pudiera contestar, Eugenia replicó:
—Juzgue por usted mismo. Nuestro agente del otro lado de la frontera nos informa de que los telégrafos vuelan en todas direcciones poniendo en alerta de guerra a los civiles de Prusia y países aliados, movilizando a sus Guardias Nacionales, racionando provisiones civiles, etcétera. También tenemos copia de un comentario hecho por ese odioso Bismarck a su adulador parlamento. Escuche. —Sacó un papel y leyó—: «Nosotros los prusianos no confiamos tanto en nuestro valor como para depender únicamente de él. También tenemos en cuenta el hecho de que los franceses se comportarán con estupidez y cobardía». ¿Qué le parece, señor coronel? ¿Le gusta esta mierda[37]?
—Vamos, vamos, querida —amonestó Luis—, nada de vulgaridades. No descendamos al nivel de los bárbaros. Sí, coronel Edge, en vista de todas las circunstancias relevantes, he telegrafiado hoy al rey Guillermo mi formal declaración de guerra. —Suspiró—. Ahora… observe los mapas. Ya le enseñé la disposición de los boches en nuestras fronteras. Gaspard, ¿quieres describir la colocación actual de nuestras propias fuerzas?
El conde, usando como puntero el bastón corto de mando, explicó:
—Tenemos cinco cuerpos bajo el mando del maréchal Bazaine entre Metz y la frontera y dos cuerpos cerca de Estrasburgo bajo el maréchal MacMahon. Puede usted ver por los símbolos convencionales, coronel, la disposición adelantada de nuestras baterías artilleras, caballería e infantería, vis-à-vis de las del enemigo. Aquí, aquí y aquí están nuestros batallones de reserva. A propósito, cada una de nuestras compañías de infantería contiene un pelotón de armas pesadas y cada escuadra de ese pelotón está armada con la mitrailleuse Montigny a fin de cubrir con fuego rápido de largo alcance todos los avances de los fusileros.
—¿Algún comentario, coronel? —preguntó el emperador.
Edge se aproximó a los mapas y fue de uno a otro, estudiándolos con atención, mientras la emperatriz golpeaba impaciente el suelo con los pies y Luis y De Lareinty esperaban impasibles. Por fin dijo Edge:
—Repito, majestad, que no soy un estratega y está muy lejos del ánimo de un coronel retirado juzgar los planes de vuestros mariscales de campo. Sin embargo, si sólo pedís un consejo táctico…
—Le ruego que me lo dé —contestó el emperador.
—Bueno, yo diría que los prusianos esperarán que el empleo de su formidable artillería moderna diezmará y desmoralizará a vuestras fuerzas con barreras intensivas de largo alcance mucho antes de que vuestros hombres lleguen a ver las puntas de los yelmos de sus soldados. Así que…
—Los franceses no se desmoralizan tan fácilmente —interrumpió Eugenia con acritud—, y nosotros también tenemos cañones.
Los tres hombres la miraron, molestos, y Edge dijo con toda la paciencia de que disponía:
—Un duelo de artillería entre armas de avancarga de bronce y armas de retrocarga de acero sería desastroso para los franceses. Aunque vuestros cañones tuvieran el mismo alcance y precisión, lo cual no es el caso, y aunque pudieran cargarse y dispararse con la misma rapidez, que tampoco es el caso, no tardarían en recalentarse hasta quedar inutilizados. Mientras tanto, vuestra infantería y caballería se inmovilizarían, incapaces de avanzar entre la lluvia de cascos altamente explosivos lanzados por ambos bandos. Serían blancos inmóviles o más bien romperían filas para ponerse a salvo.
—Pero la artillería sola no ha ganado nunca una batalla —objetó De Lareinty—. Los boches tendrían que interrumpir el bombardeo en un momento u otro para poder avanzar.
—Sí, cuando vuestra infantería se dispersara o lanzara al suelo, cuando vuestros caballos se desbocaran de pánico y cuando todas vuestras fuerzas estuvieran desorganizadas —replicó Edge—. Sí, entonces los prusianos avanzarían.
—¡Ah, pero tenemos les mitrailleuses! —exclamó el emperador—. Mantendrían a raya al enemigo el tiempo suficiente para reagruparnos.
—No cabe duda de que causarían un terrible efecto inicial en la infantería enemiga —respondió Edge con diplomacia—, pero no creo que fuese un efecto táctico. Los soldados prusianos comprenderían pronto que esas máquinas sólo pueden rociar, pero no apuntar, y que los hombres sólo corren el peligro de ser heridos por una bala fortuita. Entonces seguirían avanzando, y con mucha más confianza que ante anticuados mosquetes de un solo disparo, manejados por tiradores expertos.
Eugenia se revolvió contra él.
—¡Lo que usted dice es puro derrotismo! Denigra a nuestros valientes soldados y a nuestras mejores armas. Son palabras sediciosas, subversivas y…
—Chut, madame! —conminó bruscamente Luis—. Quizá sea sólo sentido común. Os ruego que le dejéis continuar. Coronel Edge, ha sido usted categórico al decirnos qué es lo que no podemos hacer. ¿Tiene alguna sugerencia sobre lo que puede hacerse?
Edge volvió a mirar los mapas.
—En lo que incumbe a Estrasburgo no tengo ninguna, francamente. La situación allí dependerá de si su mariscal MacMahon se propone cruzar el Rin o impedir a los prusianos que lo crucen. Pero aquí en el nordeste —dio un golpecito al mapa de la zona de Lorena—, franceses y prusianos se enfrentan en un terreno bastante llano donde no hay impedimentos para un ataque repentino. Es de suponer que los letales cañones Krupp ya están apuntando a vuestras posiciones de vanguardia…
Miró a De Lareinty, quien asintió y dijo:
—Nosotros también lo suponemos. Y, como es natural, los nuestros también apuntan a sus posiciones.
—En este caso sugiero que cambien de blanco y apunten a los cañones prusianos. Y yo optaría por un ataque repentino. Acercándose inmediatamente al enemigo, anularán la ventaja de su artillería. Un avance súbito (su infantería atacando directamente a las líneas enemigas y su caballería a ambos flancos) impediría que los cañones prusianos cambiaran rápidamente de blanco y apuntaran a la marea de hombres en movimiento, mientras la artillería de ustedes los bombardearía a placer. Calculo que entonces el enemigo enviaría a la caballería para detener a sus tropas de asalto, así que preparen sus mitrailleuses para concentrarlas en este contraataque; su lluvia de plomo podría ser efectiva contra blancos grandes como los caballos. Y si este fuego rápido abate o repele a la infantería prusiana, su propia caballería e infantería tendrá el camino libre para penetrar en las líneas enemigas. —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. A partir de este momento no sería, por supuesto, una batalla entre máquinas modernas, sino una especie de combate muy anticuado. Hombres y caballos, rifles, sables y bayonetas, un cuerpo a cuerpo que pondría a prueba la fuerza individual de los soldados, su valor y… bueno, su cran, como ustedes lo llaman.
Eugenia lo miró con una expresión desdeñosa.
—¿Y qué pensaría el mundo de nosotros? —preguntó—. ¡Descartar todas las tecnologías más modernas para luchar como… los francos de la Edad Media! Todas las naciones modernas se reirían de nosotros.
Edge se atrevió a decir:
—Nadie se rió, madame, de un franco llamado Carlomagno. —Y dijo al emperador—: No es preciso señalar a un comandante de vuestra experiencia, majestad, que las cosas pueden parecer fáciles en un mapa y ser muy diferentes en el campo de batalla. El enemigo puede hacer algo totalmente imprevisible, el tiempo puede empeorar… esas aclamadas mitralleuses pueden errar el tiro.
—Le gusta insistir sobre este punto —murmuró el emperador.
—No obstante —continuó Edge—, si prevalece la táctica que he sugerido, creo que seguiría avanzando y rebasaría las posiciones prusianas (sin entretenerme en liquidar o conducir a los prisioneros o permitir el pillaje o las celebraciones) para atacar la ciudad de Saarbrücken. —Señaló el mapa—. Dejad sólo a vuestros artilleros en el campo de batalla. Ordenadles que abandonen sus viejos cañones y den la vuelta a los cañones Krupp capturados a fin de bombardear las defensas de la ciudad antes de que lleguen vuestras columnas de ataque. —Edge se detuvo y abrió los brazos—. Pero estos planes ulteriores atañen a vuestros estrategas.
Hubo un rato de silencio en la habitación; el emperador y el conde parecían pensativos y la emperatriz bastante malhumorada. Entonces Luis Napoleón preguntó a De Lareinty:
—Qu’en pensez-vous, Gaspard?
—Ça me semble practique, majesté.
—A moi aussi. Vaya usted mismo a decirlo a Bazaine. No me gustaría confiar el mensaje a la clave o a un correo. Repita las sugerencias del coronel, con todos los detalles, al maréchal, pero sólo como sugerencias, entiéndalo, y no es necesario mencionar la fuente. Dejemos que Achille piense, si así lo desea, que son el consenso del estado mayor. Y que quede bien entendido que es libre de actuar según su criterio. Pero márchese en seguida.
—¡Ya estoy allí, sire! —exclamó el conde.
Se inclinó ante el emperador y la emperatriz, incluso ante Edge, y salió a grandes zancadas de la habitación.
—¡Vaya, maldita sea! —murmuró Edge—. Quería preguntarle si le place la vida de casado.
—La vida marital debe ceder el primer puesto a la vida marcial —recitó el emperador en inglés, satisfecho como si hubiese pronunciado un sonoro epigrama—. Veamos, coronel, yo quería preguntarle a usted, una vez más, si continúa decidido a no aceptar un nombramiento. Tal vez para mandar esa valiente caballería en su avance de Metz a Saarbrücken… tal como usted cree que podría hacerlo.
—Puede hacerlo, majestad, y sin mí. Os agradezco nuevamente el inestimable honor del ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo. Ya paso de la edad y me falta el ardor para hacer otra campaña.
—¿Y cómo es eso? —inquirió Luis Napoleón—. Yo pienso ir al frente y debo de ser veinte años mayor que usted. Mi hijo me acompañará y es casi treinta años menor que…
—¿Lou-Lou? —gritó Eugenia, horrorizada—. No puedo creer que arriesgues…
—¡Madame! —cortó fríamente el emperador—. Aunque esta guerra os incumba mucho, el mando será exclusivamente mío. Y el príncipe imperial tendrá su baptême de feu.
—¡Pero sólo tiene catorce años! ¡Es nuestro único hijo!
—Y esta guerra puede ser la única que vea en su vida. Todos los hombres deberían templarse y purificarse en por lo menos una guerra. Eugenio Luis no perderá la ocasión de participar en ésta.
—Es una locura que penséis en ir vos. Un anciano enfermo y doliente, que anda renqueando como el carcamal de una pantomima.
—Muchas gracias, querida, por vuestra solicitud de esposa.
—¡Pero llevaos al niño! Pensad en la sucesión, Luis. Si algo le ocurriera…
—No le sucederá nada que no me suceda también a mí, en cuyo caso supongo que el príncipe Plon-Plon sería coronado por aclamación.
—¡Dios no lo quiera!
—Y en cuyo caso también, madame, viviríais el resto de vuestros días como la emperatriz viuda, admirada y venerada por todos por haber inspirado tal devoción en vuestros dos hombres que marcharon voluntariamente a morir en una guerra que vos insististeis en declarar. Y ahora no hablemos más de ello. Estamos turbando a un inocente testigo de esta sórdida disputa familiar.
La amonestación fue innecesaria. Eugenia estaba lívida y la furia le impedía hablar. Luis Napoleón se volvió de nuevo hacia Edge.
—Cuando le he llamado hoy, mon colonel, estaba preparado para coaccionarle. Podría haberle propuesto una elección: aceptar un nombramiento de oficial o ser internado durante toda la guerra. O podría haberle hecho chantaje, amenazando con actuar contra esos discutibles colegas suyos. O, como residente extranjero en tiempo de guerra, podría haberle reclutado como soldado raso, o aún peor, enviado a un batallón de trabajos forzados. Pero no haré ninguna de estas cosas.
—Os lo agradezco, majestad, pero soy muy curioso. ¿Por qué no las haréis?
—En parte porque me ha impartido una crítica constructiva y tal vez unos consejos valiosos. Cuando ganemos la guerra, s’il plât à Dieu, habrá usted luchado por nosotros como si lo hubiera hecho en persona. Si perdiéramos la guerra, à Dieu ne plaise, no estaría en posición de culparle o castigarle por ello. Pero también, como me recuerda constantemente la cargante preocupación de mi esposa por la dinastía, éste es en gran parte un asunto de familia. No tengo derecho a involucrar a un extranjero contra su voluntad. Así, pues, vaya en paz, mon colonel, y que sea una paz más duradera que la que yo he conocido.
Mientras regresaba al Bois, y aunque la noche no había traído consigo mucho alivio del enervante calor del día, Edge encontró las calles abarrotadas de gente. Todos hablaban con excitación mientras los vendedores de periódicos corrían entre ellos agitando su mercancía y gritando con más fuerza que nunca: «Guerre! La guerre déclarée!» Edge no se molestó en comprar un periódico, pero en el recinto del circo todos parecían estar leyendo uno —tanto los artistas como el público—, porque llegó allí durante el intermedio del espectáculo.
Como es natural, Florian se alegró y sintió alivio al saber que su director ecuestre había sido eximido del servicio militar y rió entre dientes, aunque con cierta ironía, cuando señaló el titular del periódico y observó:
—Siempre me he preguntado por qué, en casi todas las lenguas europeas, la palabra «guerra» es del género femenino.
—Creo que resulta bastante apropiado en este caso —dijo Edge.
—Trágicamente, sí. Luis Napoleón no sólo ha sido animado e incitado a entrar en guerra, en contra de los buenos consejos de todo el mundo, empezando por el zar ruso, sino que ha sido él, y no el rey Guillermo, quien la ha declarado. Así, como temía el zar Alejandro, si Francia fuese derrotada, la responsabilidad sería sólo de Luis.
—Bueno, por lo menos no sería mía. Por suerte, mientras dure esta guerra sólo dispararé, para variar, a calabazas, platos y objetos similares. Voy a cambiarme de ropa para hacerlo esta misma noche.
Diez días después de la declaración de guerra, su majestad imperial Luis Napoleón vistió su mejor uniforme y su alteza imperial Eugenio Luis un uniforme hecho a su medida de muchacho, y los dos subieron a un tren con destino a Metz, donde el emperador tomaría personalmente el mando en el frente todavía tranquilo del nordeste. A fin de que su partida no llamara la atención pública, Luis Napoleón dispuso que su tren privado los esperase en la estación de Saint-Cloud, por lo que muchos parisienses ignoraron que se había marchado hasta que la prensa vespertina anunció que la emperatriz Eugenia sería regente de Francia durante la ausencia del emperador y que el diputado Emile Ollivier sería interinamente primer ministro de Francia. Muchos franceses murmuraron al saber que se daba a una mujer el gobierno nominal y las verdaderas riendas estarían en manos del aborrecido Ollivier, pero la mayoría de francesas se sintieron más sentimentalmente afectadas por las presuntas palabras de despedida de Eugenia a su hijo:
—Lou-Lou, cumple con tu deber.
Aquel mismo día, un clarens de caoba tirado por cuatro bayos entró en el recinto del circo. En las portezuelas se veía el escudo de los Lareinty y un lacayo ayudó a apearse de la carroza a una mujer joven y rubia espléndidamente ataviada con sedas y encajes de Worth.
—¡Clover Lee! —gritaron con asombro varios miembros del circo en un saludo alborozado.
Otros tuvieron la presencia de ánimo de inclinarse o hacer una reverencia —aunque con radiantes sonrisas en los rostros— y exclamar:
—¡Excelencia!
Entonces la joven sorprendió a los artistas, para no mencionar a su propio cochero y lacayo. Como si los últimos calores la hubiesen enloquecido, Clover Lee empezó a desnudarse inmediatamente, tirando a la carroza todas las prendas que se quitaba. Sin embargo, cuando se había despojado de toda la ropa interior, apareció vestida con lentejuelas doradas y unas mallas de color carne, uno de sus viejos leotardos y mallas anteriores al Clover Pink. Finalmente, mientras se quitaba de un puntapié los puntiagudos escarpines, dijo unas palabras al lacayo y cuando el clarens se alejó con su ropa desechada, bailó descalza hacia Florian.
Este le dijo con admiración:
—Madame la comtesse, no habéis olvidado hacer una entrada espectacular.
—Diablos, ahí va la condesa —replicó ella, indicando con un gesto el carruaje que se alejaba—. Por el momento, vuelvo a ser la Clover Lee de siempre. Me gustaría volver al trabajo… al menos mientras Gaspard esté ausente.
—No cabe duda de que eres bien venida, y más que eso, ya lo sabes. No obstante, ¿estás segura de que te conviene? Sé que el conde se halla cumpliendo con sus deberes militares, pero ¿y su familia? ¿No es probable que… ejem…?
—¿Se horroricen —preguntó sonriente Clover Lee— de que Edith de Lareinty exhiba sus encantos en público? Bueno, seguramente se horrorizarían, pero ni siquiera conocen aún a Edith o a Clover Lee. Gaspard y yo seguíamos en Deauville cuando el emperador se lo llevó para que le ayudara a dirigir la guerra, así que aún no he conocido al noble clan, ni siquiera a mi suegra. No puedo ir a verlos y presentarme a mí misma y me aburre estar sola. Hasta que sepan quién soy y esperen que me comporte como una condesa de verdad… ¡qué diablos! Puedo hacer lo que me plazca y divertirme.
—Yo sería el último en querer disuadirte. Nuestra compañía está muy mermada y me imagino que incluso los artistas más hambrientos se mantendrán lejos de Europa occidental hasta el fin de la guerra. Vuelves a formar parte del espectáculo a partir de la función de esta noche, querida. Pregunta al coronel Ramrod dónde quiere colocar tu número y consulta con Madame Delattre cualquier problema de vestuario. Mientras tanto, reservaré una habitación para ti en el hotel y esta noche todos celebraremos tu regreso con un auténtico banquete.
Clover Lee fue recibida con exuberante alegría por todos los artistas, peones y músicos que no la habían visto llegar y su caballo Burbujas relinchó de contento. Después sus colegas femeninas se la llevaron lejos de los hombres para preguntarle entre risas qué significaba estar casada con un conde, cómo era Deauville, qué se sentía al vestirse en Worth, etc. Al cabo de un rato, incluso Lunes Simms consiguió un aparte con Clover Lee, fuera del alcance de las otras mujeres, para hacerle una pregunta tan íntima que ni siquiera sabía cómo formularla:
—¿Qué dijo tu marido…? Ya sabes, cuando tú y él… Quiero decir, ¿se enfadó porque…?
—¿Porque no era virgen? —dijo Clover Lee con una carcajada—. Muchacha, me aseguré antes de que no se diera ni cuenta.
—¿De verdad? ¿Cómo? ¿No me estás tomando el pelo?
—En absoluto. Hace mucho tiempo, después del primer hombre, cuando estábamos en Italia, la vieja Maggie Hag me explicó cómo debía arreglarme para mi noche de bodas.
—¡No! ¿De veras? Me gustaría que me lo contaras. No tengo ningún marido a la vista, pero es por si acaso. Tengo una raja muy ancha ahí abajo, como debía de tenerla mami después de expulsar a la vez a tres negritos.
—Está bien. —Clover Lee miró a su alrededor con aires che conspiradora—. Verás, lo primero que debes hacer es ir a una botica y comprar útiles de afeitar de hombre. Como si los compraras para un amigo, a fin de que el dependiente no sepa que son para ti. Después lo tiras todo (brocha, navaja, jabón), todo excepto el palito, o lápiz astringente, como se llama a veces. Entonces, una vez llegado el momento… —Cuando Clover Lee bajó la voz, las cejas de Lunes se arquearon.
—Nuestro emperador toma el mando en Metz —tradujo Domingo de Le Siècle unos días más tarde a un grupo de atentos artistas—. Ha ordenado penetrar inmediatamente en… Terre-Sarre? ¿Qué es esto?
—En alemán se llama el Saarland —explicó Jörg Pfeifer— y está al otro lado de la frontera de Lorena.
—Bueno, éstos son los titulares —dijo Domingo y pasó a leer el artículo—: «Dos de agosto. Por instantáneo mensaje telegráfico de nuestro intrépido corresponsal en el frente. Por orden brillantemente decisiva de su majestad imperial Luis Napoleón, el formidable Segundo Cuerpo del ejército francés, bajo el mando del siempre valeroso general Frossard, apoyado en los flancos por elementos del Tercero y Quinto Cuerpo, ha iniciado en el día de hoy un avance inexorable desde el departamento del Mosela hacia el territorio enemigo de la TerreSarre, donde la artillería del Segundo Ejército prusiano está siendo arrollada y sus escuadrones de caballería y batallones de infantería se retiran en completo desorden…» ¡Uf! Vaya frase tan larga.
—Que me cuelguen —murmuró Edge—. Lo están consiguiendo. —Todos se volvieron a mirarle y él se apresuró a añadir—: Si hemos de creer al corresponsal del periódico.
Era evidente que éste decía la verdad. A la mañana siguiente, aunque sólo era miércoles, todo París se despertó al son triunfante de todas las campanas de la ciudad. La multitud salió a las calles para agarrar los periódicos todavía húmedos de manos de los vendedores que gritaban: «Grande victoire!» y «Défaite prusienne!». Los titulares eran varios: «CAPITALE DE TERRE-SARRE SAISIE» y «C’EST A NOUS, LA CITÉ SAARBRÜCKEN!», y los artículos ofrecían todos los por menores. La retirada de Prusia había sido tan precipitada y desordenada que sus zapadores no tuvieron ocasión de volar o bloquear los puentes del río Saar. Los valientes franceses habían marchado directamente hasta la ciudad de Saarbrücken y ahora ocupaban el centro y también su principal suburbio de St. Johann. Además —así lo juzgaban los intrépidos corresponsales de los diversos periódicos; todos usaban la palabra «inexorable»—, el irresistible avance francés continuaría hasta la segunda ciudad del Sarre, Kaiserslauten, «dans le coeur du pays des boches».
Como si el tumulto de las campanas hubiese despertado al dormido dios del tiempo, el calor implacable que había atenazado a la ciudad durante más de un mes remitió por fin. Un repentino viento del este barrió basura, periódicos, sombreros y tejas sueltas por toda la ciudad y obligó a los peones del Florilegio a reforzar los cables de las cinco tiendas con sogas adicionales. El viento amontonó en el cielo pálido las nubes del horizonte oriental, y en cuanto estas nubes hubieron cubierto la ciudad, sus fondos se abrieron para derramar un verdadero diluvio. Los eslovacos del circo volvieron a salir corriendo, esta vez para tensar todos los cables de retén, porque la lona empapada de agua empezaba a hundirse.
Pero el aguacero, lejos de apagar el ardor de los parisienses, les dio una razón de más para estar alegres. Continuaron abarrotando los bulevares y avenidas, dándose mutuas palmadas en la espalda, invitándose a copas, desfilando en grupos que cantaban a gritos el himno Partant pour la Syrie y haciendo ondear banderas tricolores, aunque sólo consiguieran moverlas pesadamente. Y, mucho antes de la hora de la función, la carpa del Florilegio se llenó tanto que fue preciso negar la entrada a una gran muchedumbre, que se encogió alegremente de hombros y se dirigió bajo el chaparrón a otros circos, teatros o cafés, o simplemente a bares de buvette para emborracharse, porque todo París celebraba este día.
—Bueno, supongo que tienen algo que celebrar —observó Edge—. El viejo Luis Napoleón parece tener ganada la guerra.
—Y mientras la tenga, toda Francia cantará sus alabanzas —dijo Florian—. Justo mientras todo vaya bien. Los franceses son notoriamente veleidosos, inconstantes y poco leales. En cuanto los ejércitos sufran un descalabro o el emperador cometa un error de juicio, su pueblo exigirá con los mismos gritos su pellejo… o su cabeza. Ah, bueno, no quiero ser pesimista. Pensemos sólo en los festejos de este día.
Pero el día siguiente fue tan decepcionante como la resaca de cualquier jolgorio. Los periódicos que el miércoles habían descrito la invasión del Sarre con palabras como «formidable» e «inexorable» se refirieron a ella con más cautela en las primeras ediciones del jueves, mencionando «dificultades» e «impêchements». La lluvia que había caído de modo tan bienhechor en París continuaba cayendo también en el escenario de la guerra, de modo que los caminos por los que los franceses habían avanzado hasta Saarbrücken eran ciénagas, al igual que los que salían de la ciudad en todas direcciones, por lo que de hecho los franceses no la ocupaban, sino que estaban aislados en ella.
En las ediciones vespertinas del jueves los periódicos ya no elogiaban al ejército francés ni a sus oficiales y a su comandante emperador, sino que usaban libremente términos como «inefficacité» y «défaut de prévoyance». Ahora era evidente que la invasión francesa se había hecho demasiado bien, pero sin la adecuada planificación de apoyo. Las fuerzas de asalto se habían alejado en exceso de sus convoyes de pertrechos e intendencia y esos convoyes, a kilómetros de distancia, estaban ahora hundidos hasta los vientres de los caballos y los ejes de las ruedas en los caminos de fango. Los soldados victoriosos de Saarbrücken sólo podían alimentarse a sí mismos y alimentar a sus monturas confiscando víveres a la población civil, pero no podían hacer lo mismo con las municiones para sus armas. Y ahora trascendió que los franceses habían derrochado mucho plomo y pólvora durante su avance. Los corresponsales informaron de que las tan cacareadas mitrailleuses Montigny en particular habían gastado una extravagante cantidad de cartuchos. Así, pues, las fuerzas de ocupación no sólo estaban aisladas en Saarbrücken, sino que también carecían de las municiones necesarias para defender su posición.
Los parisienses aún llenaban las calles para comprar todas las nuevas ediciones de los periódicos a medida que salían, pero los rostros de la gente eran grises como la lluvia y ya no había canciones ni vítores ni ondear de banderas. Había en cambio muchas murmuraciones sobre la presunción del emperador al haber arrebatado el mando a los generales que debían saber cómo dirigir una guerra, ya que él había demostrado ignorarlo.
—¿Qué te dije? —preguntó Florian a Edge.
—¿Y qué debí decirle yo a él? —replicó Edge, aunque como si hablara consigo mismo—. ¿No os adelantéis nunca a vuestras líneas de suministros, majestad? Diablos, cualquier alférez con arneses nuevos debería saberlo.
La mañana del viernes amaneció sin lluvia, soleada y agradablemente fresca; la ciudad brillaba de limpia y todas las flores de los Campos Elíseos tenían colores vivos y atrayentes. Sin embargo, las caras de la gente estaban tristes porque tristes eran también las noticias. Los periódicos decían que la lluvia había cesado asimismo en el este y los caminos se habían secado lo suficiente para permitir el desplazamiento de las tropas. Por desgracia, un nuevo ejército prusiano, el Primero, avanzaba rápidamente hacia el sur desde un lugar llamado Merzig y llegaría a Saarbrücken antes de que pudieran hacerlo refuerzos o suministros franceses. Por lo tanto, los ocupantes de la ciudad salían precipitadamente para evitar quedar atrapados en ella y tomaron el mismo camino por el que habían ido para dirigirse a sus posiciones anteriores de Metz. La noticia ya era bastante mala, pero la prensa vespertina reveló —con franco desprecio, burla y profusos signos de exclamación— que los franceses habían abandonado Saarbrücken con tan vergonzoso apresuramiento que sus zapadores también habían olvidado criminalmente volar los puentes del Sarre a sus espaldas.
—¡Dios mío! —gruñó Edge—, ahora los prusianos pueden volver sin mojarse siquiera las botas. Y puede estar seguro de que ya no permitirán que la ciudad sea tomada de nuevo por sorpresa. Lo único que han conseguido los franceses es incrementar el estado de alerta del enemigo. El emperador habría hecho mejor dejando a sus hombres acuartelados, practicando la instrucción. O cortando esas malditas mitrailleuses para hacerlas servir de bayonetas.
No obstante, la prensa vespertina del sábado, 6 de agosto, publicó mejores noticias de otra parte de Francia que entusiasmaron de nuevo a los parisienses y los hicieron olvidar por unos días las oportunidades perdidas en el Sarre. «Autre bataille, autre victoire!», gritaron los vendedores y la gente se disputaba los ejemplares de los periódicos. La nueva batalla había sido instigada por dos de las fuerzas aliadas prusianas, los cuerpos Quinto y Undécimo de Baviera, que habían cruzado la frontera septentrional de Alsacia el día anterior, pero aquella mañana el maréchal MacMahon ya tenía en posición a su Primer Cuerpo francés para hacerles frente y su Séptimo Cuerpo corría al campo de batalla desde Colmar. A mediodía, según los últimos comunicados telegrafiados por los intrépidos corresponsales de los periódicos, los franceses aniquilaban por millares a los boches bávaros.
Nuevamente el pueblo de París desfiló, cantó y bailó por las calles y centenares de personas continuaron el jolgorio toda la noche. Para entonces los ministerios del gobierno francés y las oficinas de prensa sabían ya que aquellos primeros reportajes de Alsacia habían sido pergeñados y mal interpretados y que las celebraciones callejeras bailaban en realidad una danza macabra. El primer ministro Ollivier y los numerosos editores de periódicos habían recibido más tarde telegramas que corregían y contradecían totalmente los anteriores, pero tan augustos personajes no estaban ansiosos por confesar el terrible error de sus impetuosos anuncios de una gran victoria.
Hasta que no aparecieron las ediciones dominicales habituales, París no conoció la verdad: eran los bávaros quienes aniquilaban a los franceses. De los treinta y siete mil hombres que el maréchal MacMahon había enviado al frente de Alsacia, más de veinte mil habían muerto en un día. Y aún peor, cuando MacMahon, desesperado, pidió refuerzos al Quinto Cuerpo del general De Failly, éste llegó al campo de batalla sólo para decidir que la situación ya no tenía remedio y se retiró sin efectuar ni un disparo. Aquel Quinto Cuerpo, junto con los restos del Primero y el Séptimo, se retiraba ahora en desorden hacia el oeste, perseguido de cerca por todo el Tercer Ejército de los boches, que tenía el camino libre para seguir avanzando hasta el río Mosela.
Los parisienses podrían haber reaccionado a esta noticia de muy diversas maneras, con orgullo y tristeza por aquellos que habían luchado bravamente y caído, con desprecio y vergüenza por los que habían huido, con aprensión por el destino de los otros ejércitos que defendían Metz y que ahora estaban a punto de ser flanqueados por el enemigo que avanzaba hacia el Mosela, al sur de sus líneas. Pero los parisienses optaron por reaccionar con ira por el engaño del gobierno al mantener en secreto la catástrofe todo cuanto pudo.
Una gran multitud se congregó y gritó ante el Hôtel de Ville y no se dispersó después de desahogar sus sentimientos, sino que creció en tamaño, clamor e indignación a medida que afluía más gente. Antes de que se terminara el domingo, se imprimieron y fijaron anuncios en todos los lugares públicos y los periódicos sacaron a la calle ediciones especiales. Emile Ollivier había dimitido como premier y ministro de la Guerra y su majestad la regente había nombrado sucesor suyo al comte de Palikao. Ollivier sólo era abogado y político. El anciano conde era un general de caballería retirado, muy condecorado y respetado. La multitud de la place de l’Hôtel de Ville se consultó mutuamente, decidió que el gobierno volvía a estar en manos fuertes y honestas y se dispersó en silencio en dirección a sus casas.