8
Un día de mediados de mayo, Vassily Marchan entró en el recinto del circo con un carromato lleno de muchachas lozanas de ojos muy abiertos, sus acomodadoras bailarinas. Todas llevaban el traje de pista envuelto en un gran pañuelo anudado. Se apearon del carromato y miraron a su alrededor con manifiesta satisfacción de encontrarse allí.
—Las traigo para que se familiaricen con su circo, Gospodín Florian —dijo Marchan—. Y quizá su director de orquesta deseará ensayar la música con ellas. Por otra parte, tak, no necesita preocuparse de ellas, ni siquiera alimentarlas o darles alojamiento. Comen y duermen en sus casas.
—Excelente. Pero antes de concluir este intercambio, Gospodín Marchan, dígame una cosa. ¿Les permitirán sus padres viajar hasta Peterhof?
—¡Vaya! ¡Le han solicitado una función especial para los zares! Da, las chicas pueden ir a Peterhof. Está sólo a unas treinta verstas de aquí. Pueden ir y volver todos por tren en un solo día. Ese tren fue el primero que se construyó en Rusia, por conveniencia del zar, naturalmente.
—Iremos por carretera y entraremos en Peterhof con un desfile. Y nos marcharemos unos días antes para actuar por el camino en algún pueblo.
—Sólo está Prival entre aquí y Peterhof y no creo que le gustase levantar allí la carpa. El viento perpetuo del golfo de Finlandia se la llevaría.
—Oh, mi intención es dejar aquí todas nuestras carpas, porque volveremos para terminar la temporada de verano. En Peterhof, y en Prival, actuaremos al aire libre. Mi maestro velero y mi ingeniero ya están haciendo postes, chanclos y retenes nuevos para sostener los aparatos aéreos.
—En tal caso explicaré a las chicas que estarán unos días fuera de Piter. Seguramente obtendrán el permiso de sus padres cuando sepan que es a petición del zar.
—Gracias, gospodín. Y aquí llegan sus hermanos Kim. Sea bueno con ellos; son unos muchachos excelentes.
Los coreanos, radiantes y haciendo cabriolas, amontonaron sus escasos efectos en el carromato de Marchan y luego estrecharon manos vigorosamente y se despidieron con reverencias de todos los miembros del Florilegio, incluyendo a los eslovacos, y diciendo una y otra vez: «Anyong-hi kesipsio». Todas las mujeres besaron a los Kim en la mejilla mientras les estrechaban la mano y dijeron: «Buena suerte, buen viaje y feliz llegada al hogar».
Cuando el carromato se puso en marcha, con los hermanos todavía agitando las manos en dirección al circo, Ioan Petrescu se hizo cargo de las chicas nuevas. Las alejó de las miradas admirativas y de los comentarios en voz baja de los hombres y las llevó al furgón vestidor para ver si sus trajes necesitaban ajustes o reformas.
Hasta el día siguiente Hannibal, que ahora tenía para él solo el remolque que antes compartía con otros, no fue a ver a Florian cargado con un saco medio lleno.
—Sahib, esos chinos dejaron algo. El saco de macarrones que siempre estaban friendo.
—Dios mío. Si lo tenían desde Italia, ya debe de estar lleno de mantillo y gorgojos, pero gracias, Abdullah. Más tarde iré al centro de la ciudad y lo dejaré en el Circo Cinizelli, si es que aún no se han ido.
Pero se habían ido, dejando sólo a un viejo dvornik de vigilante, que era calmuco y apenas hablaba ruso. Agitó las manos hacia el vacío interior del edificio y dijo:
—Podí k’Krimu.
—Conque podí, ¿eh? —dijo Florian—. Gospodín Marchan no pierde el tiempo. Espere… ¿qué ha dicho? ¿Que se han ido a Crimea? Usted quiere decir Corea, viejo.
—¿Koréya? ¿Usted loco, gospodín? Nadie va a Koréya. Marchan siempre va a Crimea en verano.
—Me gustaría pensar que ha sido un cambio justo —gruñó después Florian a Edge—. Es cierto que a Marchan le ha costado su hombre forzudo, pero está claro que ha mentido desde el momento en que sugirió el intercambio.
—Bueno, usted dijo que los chicos Kim darían la vuelta al mundo. Y la darán por el camino más largo. Por lo menos no volverán al oeste… con nosotros los espías.
Un poco exasperado, Florian corrigió:
—Llámalo explorar, no espiar. De verdad que no entiendo tu objeción a que acepte la proposición del zar. Por Dios, hombre, ya has servido en dos guerras como tropa de asalto.
—¿No cree que dos guerras son suficientes en la vida de cualquier hombre?
—¡Maldita sea! Podemos ayudar a evitar una.
—Y podemos arriesgar el pellejo. Pero escuche, director, la decisión es suya y pienso acatarla. Sólo quiero figurar en la crónica como la leal oposición.
Los días se fueron alargando cada vez más… de modo antinatural para la mayoría de la gente del circo. Cuando llegó el primero de junio (según el calendario ruso), el sol ya no se ponía tras el horizonte hasta casi la medianoche —lo que las bailarinas dijeron a Florian que se llamaba «el mediodía de la noche»— y entonces se ocultaba sólo lo suficiente para dejar que la ciudad descansara en un largo crepúsculo y una noche muy breve. La noche no era totalmente oscura hasta las doce y media y permanecía así durante unas tres horas antes de volver a iluminarse. Temprano o tarde en el día de veintiuna horas, la gente proyectaba al caminar sombras increíblemente largas, delgadas y negras, como si arrastrasen tras de sí agujas caídas. Cuando salía la luna, siempre dorada por el cercano sol, se teñía a veces de bermellón, escarlata o carmesí.
Los peterburgueses aprovechaban al máximo los días largos y cálidos y las templadas «noches blancas». Las calles y prospekti estaban a cualquier hora llenos de paseantes. Los miembros de la clase alta, que habían desfilado por la protegida Mórskaya durante el invierno, se apropiaban ahora del ancho y aireado Nevskiy Prospekt, donde exhibían, sin pieles, una variedad de vestidos femeninos, joyas y peinados, patillas, perillas, barbas excéntricas y algunas barbas tan largas que se llevaba atadas bajo la corbata.
Además, en el paseo ribereño había a casi cualquier hora hileras de pescadores inclinados sobre la balaustrada con cañas extremadamente largas y solían pescar de pie, con los pies hundidos en la «nieve de verano», la pelusa de los álamos blancos que bordeaban el paseo. Peterburgueses jóvenes nadaban en el Nevá, pero sin alejarse de la orilla para no estar a merced de la turbulenta corriente. Durante varias noches consecutivas en que los artistas circenses salieron de la carpa después de la función nocturna —que ahora era en realidad crepuscular— vieron arder hogueras a intervalos en la orilla del río. Muchos jóvenes de ambos sexos, vestidos con ropa vieja pero llevando guirnaldas de flores en la cabeza, saltaban al Nevá por encima de esas hogueras. Florian preguntó acerca de ello a las acomodadoras y tradujo la respuesta al resto de la compañía:
—Dicen que es una costumbre antigua. Todos son solteros y la guirnalda de cada uno es diferente para poder distinguirla. Cuando saltan al agua, se las quitan y las dejan flotar. Luego, al amanecer, al cabo de dos o tres horas, van río abajo en busca de sus guirnaldas. Todos saben, o así lo aseguran estas chicas, por la posición y estado de su guirnalda si se casarán dentro del mismo año.
—Quizá algunas de nosotras deberíamos probarlo —murmuró Clover Lee a Domingo. Pero si lo hicieron, no informaron a nadie del resultado.
El tiempo cálido llevó a la ciudad rodeada de pantanos y a menudo lluviosa una plaga casi intolerable: una superabundancia de mosquitos. A veces el público del circo parecía aplaudir continuamente, tal era el frenesí con que intentaban librarse de dichos insectos. Los artistas aéreos y los de pista que también tenían que concentrarse y guardar el equilibrio sólo podían trabajar después de rociarse con una mezcla repelente para los mosquitos que Ioan les había preparado con aceite de cedro y alcohol alcanforado… y entonces apestaban de tal manera que se repelían incluso mutuamente.
—No es extraño que el zar tenga palacios de verano en todas partes menos aquí —gruñó Yount después de propinarse palmadas tan frecuentes y violentas en la afeitada cabeza que estaba aturdido.
—Sí —asintió Katalin—. Me imagino que allí fuera, junto al golfo, la brisa marina arrastra a los mosquitos. Bueno, pronto lo sabremos, Obie. Mañana vamos a Peterhof.
Los peones trabajaron durante casi toda la noche, sin necesitar linternas más que en las dos horas de oscuridad, para desmontar la instalación aérea de la carpa y el bordillo de la pista y colocar en los carromatos todo lo que el circo se llevaba a Peterhof. Dejaron en su sitio la carpa y las graderías, así como las tiendas de la ménagerie, el espectáculo complementario y los vestidores. Se designó a tres eslovacos para que hicieran guardia las veinticuatro horas del día en turnos de ocho horas. Florian dejó también atrás todos los vehículos que no necesitaba para transporte o vivienda, incluyendo el furgón rojo.
—Pero ¿cómo venderé entradas en Prival? —preguntó con ansiedad Gavrila.
—Sería inútil intentarlo —contestó Florian—. Actuaremos al aire libre, visibles para todos los que quieran mirarnos. No me importa dar esta función gratis. Será la primera vez que nuestra gente trabaja sin carpa, con el cielo por techo. Lo consideraremos un ensayo que puede eliminar errores cuando actuemos en iguales circunstancias en el parque del palacio. Sólo espero que no llueva durante esas dos funciones.
Las lluvias no se presentaron, pero habían caído tantos diluvios previos que la carretera de Piter a Prival equivalía a quince verstas de barro. El circo no ofreció un desfile; sólo avanzar ya era bastante lucha. Unas veces el barro era cieno y los carromatos se hundían hasta los ejes de las ruedas y Peggy y Mitzi tenían que empujarlos; otras, era un lodo pegajoso y en esos tramos las ruedas de los carromatos lo iban acumulando, formando así una capa tan gruesa y pesada que era preciso detenerse para quitarla. Jörg Pfeifer, obligado a realizar esta tarea con todos los demás hombres fuertes de la caravana, dijo con mal humor:
—El zar tiene una vía férrea para viajar y por eso le importa un bledo que las carreteras usadas por sus súbditos sean una mierda.
Cuando se pusieron de nuevo en marcha, Edge observó a Domingo, que viajaba a su lado:
—Ahora que podemos ver sin nieve este país septentrional, resulta que tiene el color de la tierra, ¿verdad? Donde el barro no es marrón, es negro u ocre, y donde no hay barro, hay arenisca. Incluso la ropa de la gente tiene el color de la tierra. Los campesinos no se distinguen de los espantapájaros a menos que estén andando.
—¿Y has notado otra cosa, Zachary? —preguntó Domingo—. Ninguna granja tiene jardín o tiestos de flores en las ventanas. Incluso las flores silvestres son escasas, pequeñas y pálidas. Tienes razón; es un país de arenisca.
Por el reloj tenía que ser de noche cuando la caravana llegó a Prival, pero hacía rato que el sol había salido. El nombre de Prival significaba simplemente «parada» porque era el lugar donde las tropas que marchaban entre San Petersburgo y Peterhof solían detenerse a beber agua fresca o descansar toda la noche o quizá dar un revolcón en el heno si estaban lo bastante desesperados para utilizar a las campesinas obesas o flacas, con insulsas caras bovinas, tez opaca y barro en el resto de su cuerpo. Por suerte para el circo, los frecuentes movimientos de tropas habían endurecido un trozo de terreno rodeado de un mar de lodo, así que Florian se puso de pie en su carruaje y anunció a los impasibles habitantes del pueblo que su circo se detendría y ofrecería una función en aquel terreno después de oscurecer si alguno de ellos quería acostarse lo bastante tarde como para verlo. Mientras tanto, añadió, su compañía deseaba pagarse una cena.
Había un comedor para los soldados en tránsito, así que la compañía cenó allí, empezando por los artistas, mientras Goesle, Beck y Banat supervisaban el trabajo de los peones en su primer montaje de postes centrales sin lona que hiciera de techo. También montaron los trozos de bordillo para formar la pista y esparcieron paja dentro de ella e instalaron en el borde exterior los focos y candilejas de carburo.
Gusztáv Jászi frunció el ceño al ver el plato que le servían y dijo en húngaro:
—Casi preferiría estar trabajando ahí fuera que comer esta ürülek.
La cena que sirvieron a la compañía era la misma que los aldeanos solían dar a la tropa y que ellos comían a diario; en una palabra, los únicos alimentos de que disponían y que eran gachas de trigo sarraceno, col hervida, pan de centeno negro, pepinos salados, té y kvas.
—No lo consideres una mierda ni, desde luego, comida, sino simplemente sustento —dijo Ioan en la misma lengua—. Para sustentarte hasta Peterhof, donde nos ofrecerán otro banquete.
Toda la población de Prival se sentó en cuclillas alrededor de la pista para ver el espectáculo, aunque lo vieron con la misma apatía que les habrían inspirado unos ejercicios militares, sin aplaudir ni reír una sola vez. Esto no importó mucho a los artistas; de hecho, casi deseaban lograr la impasibilidad del público. Esperaron nerviosamente mientras las ex acomodadoras del Cinizelli bailaban la obertura. Entonces, desde que salieron de la oscuridad para entrar en la pista iluminada, formando la gran cabalgata inicial, los artistas se sintieron casi desnudos bajo la brisa del norte que soplaba sin cesar y rodeados de un espacio negro y vacío con sólo algunas estrellas parpadeando sobre sus cabezas. Incluso los elefantes, el camello, los caballos y los terriers miraban nerviosos hacia arriba. Mientras Bum-bum dirigía a sus músicos, tuvo que hacer repetidos movimientos ascendentes con las manos para instarlos a tocar con más fuerza a fin de que la música no sonara débil en todo aquel espacio. Sólo el órgano de vapor del «profesor» eslovaco no tenía que esforzarse; aquel instrumento estaba diseñado para los grandes espacios abiertos.
Sin embargo, una vez los artistas empezaron a actuar, el resplandor familiar de las candilejas y la concentración en el trabajo hizo olvidar a la mayoría la ausencia de un techo y casi todos se adaptaron con facilidad al nuevo ambiente. El coronel Ramrod, por primera vez en su número de tirador, tuvo que contar con el viento y supuso que lo mismo sucedería a Maurice y Domingo en los trapecios, a Lunes en el alambre, a Daphne y Yount en el alto velocípedo e incluso a la pequeña Grillo dentro de su globo rodante. Sólo Pavlo Smodlaka parecía agitado, incapaz de aceptar las nuevas circunstancias. La noche no era cálida a causa de la brisa del golfo, pero Pavlo brillaba de sudor a la luz de las candilejas y farfullaba sus órdenes a los perros, a los niños albinos y a su mujer sin dejar de mirar al cielo, que había empezado a aclarar con un tono rojizo en el este. En cambio, Terry, Terrier y Terriest ejecutaron sus rutinarias cabriolas con eficiencia y sin inmutarse, como habrían hecho probablemente sin recibir ninguna orden.
Como el público era tan apático y como los integrantes del espectáculo complementario ya habían trabajado otras veces al aire libre, Florian no interrumpió el programa con un intermedio. Los artistas de pista ejecutaron todos sus números sin interrupción hasta la cabalgata final, que marchó a los acordes del himno Boshie Tsara Jraní, cuyas palabras rusas Rouleau había aprendido de memoria, pero ningún aldeano se levantó para entonarlas, así que el propio Florian saltó en torno al perímetro, batiendo palmas, ante los espectadores en cuclillas. Incitados de este modo, los campesinos se animaron un poco y aplaudieron sin entusiasmo. Cuando Goesle disminuyó lentamente la intensidad de las luces y los artistas se dispersaron, los mujiks se levantaron y dirigieron a sus isbas con el aire de haber sido por fin dispensados de un deber penoso.
—Merde alors —murmuró Rouleau—. Espero que el aire libre no atonte del mismo modo al público del palacio.
—No temas —contestó Willi—. Los campesinos son un merdier, sin duda, pero en Peterhof no actuaremos para ellos. Ah, regardez… ha salido la luna. Luna llena esta noche, roja como la sangre.
—Y escucha —dijo Rouleau—. Un lobo aúlla en la distancia.
El triste y prolongado aullido se había extinguido apenas cuando fue contestado con más fuerza y desde muy cerca. Inmediatamente los elefantes empezaron a hacer ruido con sus trompas, los gatos maullaron, las hienas ladraron y los caballos relincharon. Rouleau exclamó:
—Putain! ¡Este debe de estar en el mismo recinto del circo… tal vez al acecho de los animales!
Corrió con Willi hacia donde estaban aparcados los carromatos, remolques y jaulas. Otros también corrían y algunos se asomaban a las puertas o ventanas de sus viviendas. En uno de los remolques, la luz de una lámpara que se derramaba por la puerta abierta mostraba a dos figuras luchando entre sí. Edge fue el primero en llegar y sintió un alivio momentáneo al ver que sólo se trataba de Gavrila, que sujetaba a su hija, decidida al parecer a salir disparada hacia la oscuridad.
—¿Adónde quieres ir, niña? —preguntó Edge—. ¿Qué sucede, Gavrila?
La mujer tenía el rostro contraído y lloroso.
—Sava quiere ir en busca de su padre.
—Jules, sujeta a la niña. Dime, Gavrila, ¿hacia dónde se ha ido su padre?
—La luna… —sollozó ella.
—¿Qué? Oh, vamos, Gavrila.
—Hay luna llena. Pavlo aúlla como un lobo y desaparece en la noche. No he podido detener a Velja, que ha corrido tras él. ¡Es terrible, Zachary! Cada vez que hay luna llena, incluso en la ciudad, Pavlo se vuelve neudoban… extraño.
—Es verdad —terció Florian—. Ya le he visto salir corriendo así en otra ocasión.
—Maldita sea —dijo Edge—. Ahora recuerdo que la vieja Mag me dijo que le vigilara. Ese bastardo estúpido cree que es un hombre lobo. ¿Qué hacemos, director?
—Desplegaos todos —ordenó Florian al grupo ahora considerable de gente del circo— y andad en dirección a la luna. Intentad no caer en un pantano. Dejad correr a Pavlo, si es lo que quiere, pero encontrad al niño y traedlo. Hay lobos de verdad por los alrededores.
Los hombres se dispersaron en la noche, todos menos Edge, que fue primero en busca de su arma. Los campesinos, alertados por la conmoción, salieron medio vestidos y se quedaron mirando en silencio. Florian les habló del hombre demente y preguntó si querían ayudar a buscarle, pero ellos continuaron mirando con expresión bovina, así que añadió:
—On sam voobrayet soboy oborotyen.
—Oborotyen! —repitieron los mujiks en una exclamación ahogada, demostrando la primera emoción que habían exteriorizado, una mezcla de pasmo, horror y, curiosamente, una ansiedad casi alegre.
Sin embargo, no corrieron con ímpetu hacia la luna sino que fueron a sus cabañas, se vistieron y cuando volvieron al lado de Florian llevaban estacas, hoces, horcas de madera y, sensatamente, linternas encendidas. El jefe del pueblo llevaba también una pequeña daga, que enseñó a Florian, diciendo para tranquilizarle:
—Syeryebró.
—¿Plata? ¡Dios mío, no lo mates! Sólo se figura que es un hombre lobo. Se lo imagina, nada más. Voobrayet… voobrayet!
Los campesinos le indicaron que dejara el asunto en sus manos y se alejaron con sus linternas y armas. Florian se quedó, intentando consolar y calmar a Gavrila y Sava, y mandó al resto de la compañía a sus remolques. El lobo auténtico, todavía a gran distancia, aullaba a la luna roja de vez en cuando, pero ahora no le contestaba ningún eco. Florian deseó que Pavlo volviese a aullar. Oírlo podría afligir a su mujer y su hija pero ayudaría a los hombres a localizarlo.
Transcurrió tal vez una hora y el sol también estaba a punto de salir y el día ya apuntaba cuando uno de los aldeanos volvió de la expedición, se acercó a Florian y dijo en voz baja:
—Yest sumashédshiy.
Gavrila preguntó en tono urgente:
—Florian, ¿significa esto que han encontrado a Pavlo? ¿O a Velja?
—Probablemente a Pavlo. Ha dicho «el hombre loco». Entrad las dos en el remolque, cerrad la puerta con llave y no abráis a nadie más que a mí.
Florian esperó para asegurarse de que obedecían y entonces siguió al mujik. Anduvieron hasta cierta distancia de Prival y el día aclaró lo bastante para que el guía apagara la linterna. Llegaron adonde estaban los otros aldeanos, apiñados en un grupo compacto, y se apartaron para que Florian pudiese ver a Pavlo. Yacía de espaldas sobre el terreno pantanoso con la daga de plata hundida en el pecho hasta el puño. Los ojos desvariados de Pavlo aún estaban abiertos y brillantes, y los labios fruncidos en una mueca lobuna dejaban los dientes al descubierto. Había muy poca sangre en torno a la limpia herida de la daga en el pecho, pero los dientes, labios y barba tenían coágulos y fragmentos rojos, como si al morir hubiese vomitado sangre y pedazos de sus entrañas.
El jefe del pueblo estaba explicando lo ocurrido a Florian cuando se oyó un rumor en un arbusto próximo y Edge apareció con un revólver en cada mano. Al darse cuenta de la situación, puso el seguro de las pistolas y las dejó colgar a sus costados mientras iba a mirar con rostro impasible al difunto Pavlo.
—Les he dicho que no lo mataran —explicó Florian—, pero insisten en que se abalanzó sobre ellos, desde ese arbusto por el que acabas de salir, haciendo rechinar los dientes y doblando los dedos como zarpas de lobo. Tenían que matarlo, han dicho. Uno lo aturdió con un garrote y el jefe lo despachó clavándole la daga en el pecho. No sé si reñirlos o…
—Diablos, debería dar una medalla de oro a cada uno —dijo Edge. Levantó una de sus pistolas y disparó tres veces al aire—. Esto hará venir a los otros hombres.
—¿Por qué llamarlos? El chico sigue todavía perdido en alguna parte.
—No, ya no. Está en ese matorral. —Florian hizo un movimiento, pero Edge le detuvo—. No vaya a mirarle, director. Ojalá no lo hubiera hecho yo. Oh, Dios, creí que le había atacado un verdadero lobo.
Florian miró fijamente a Edge, tragó varias veces y por último suspiró y consiguió decir:
—Bueno, antes de que le encuentren los demás, finjamos que fue eso lo que ocurrió.
Así, pues, limpiaron el rostro del difunto Pavlo y cambiaron el aspecto de su cuerpo. Cerraron sus ojos de loco y la boca contraída y limpiaron de sangre y otras sustancias sus labios y barba con un puñado de hojas. Luego Edge le arrancó la daga del pecho, respiró hondo y —ante la extrañeza de los aldeanos presentes— usó la daga para infligir más heridas, deliberadamente inexpertas, en el torso de Pavlo, empapando su ropa de sangre y disimulando la naturaleza de sus heridas. Los mujiks pensaron tal vez que todos aquellos extranjeros estaban locos, pero uno de ellos se despojó prontamente de su vieja capa de fieltro cuando Florian le ofreció por ella un imperial de oro. Edge se llevó la capa al interior del matorral y volvió al cabo de un minuto con un pequeño bulto envuelto en ella que no enseñó a nadie ni entonces ni después. Cuando los otros hombres del circo, solos o por parejas, encontraron a Florian y Edge, éstos sólo les enseñaron el cuerpo de Pavlo y les dijeron que el lobo al que todos habían oído aullar había matado al padre y al hijo. Los hombres menearon sombríamente las cabezas, Yount y uno de los Jászi cargaron con Pavlo, Edge siguió llevando a Velja y todos regresaron a Prival.
Cuando Florian se anunció en el remolque de los Smodlaka y le abrieron la puerta, pidió a Sava que esperase fuera unos momentos y dio la noticia a Gavrila con toda la suavidad posible y con la misma mentira piadosa. Ella palideció, se sentó de repente en una litera y echó mano de un frasco de sales que al parecer había usado con frecuencia últimamente. Florian se sacó del bolsillo un frasco de vodka que había llevado consigo y mientras Gavrila olía las sales y se atragantaba con el aguardiente, Florian continuó:
—Es imposible, querida, decir cuál de los dos infortunados ha sido atacado primero por el lobo, pero yo aseguraría que fue Velja, cuando corría en busca de su padre. Cuando Pavlo oyó los gritos, debió de recuperar un poco de lucidez y volver corriendo para arrancar al niño del animal, y al hacerlo resultó también él mortalmente herido.
Con un esfuerzo, dijo Gavrila:
—Así, al final de su vida, no ha sido un loco, sino un héroe.
—Así parece, querida. Exactamente así.
Ella le dirigió una mirada larga y carente de expresión y Florian intentó no rehuirla, desviando la suya. Por fin añadió ella:
—El lobo, entonces, ¿dónde está?
—¿Eh, el lobo? Pues el lobo se ha escapado. Huyó del mujik que descubrió los cuerpos. Ha dicho que no lo persiguió porque temía que el animal estuviera rabioso después de atacar a un niño y un hombre adulto.
—Y sin embargo ha huido del segundo adulto —murmuró Gavrila con voz átona.
Florian trató de añadir algún otro detalle verosímil, pero ella meneó la cabeza:
—No importa. Váyase ahora, por favor. Envíeme a Sava e intentaré decírselo.
Florian obedeció y tras un respetuoso intervalo envió también a Agnete y Meli a consolar a las dos Smodlaka. El Florilegio se quedó en Prival el tiempo suficiente para que aquellos que habían participado en el suceso pudieran dormir unas horas. Entonces los eslovacos reanudaron el interrumpido desmantelamiento de postes, instalación, luces y pista y volvieron a cargarlos en los carromatos. Agnete fue a decir a Florian:
—Gavrila llora por su hijo, naturalmente, y con desconsuelo, pero, quizá no debería decir esto, creo que considera que el lobo la ha recompensado al librarla a ella y a Sava de ese horrible Pavlo.
—No te dé vergüenza decirlo, Miss Eel. Me imagino que muchos miembros de la compañía compartirían esta opinión. ¿Hay algo que podamos hacer por la pobre Gavrila?
—Ha pedido que Velja no sea enterrado en este espantoso lugar, pero ha callado sobre los restos de Pavlo. Y espera que la tragedia no le hará desistir a usted de la cabalgata de gala cuando nos acerquemos a Peterhof.
—Valiente Gavrila. Una verdadera dama de circo. Por favor, ve a decirle que haremos la cabalgata, ya que ella lo permite. Ya he visto las otras salidas de este pueblo y una es un camino de rollizos bien cuidado. Dile también que cuando lleguemos a Peterhof pediré la autorización de Alejandro para enterrar a Velja en un lugar hermoso del recinto del propio palacio. Y otra cosa, Miss Eel. Disuádela, impídele si es necesario, cualquier intento de dar una última mirada a su hijo. Convéncela de que es mejor recordarle tal como era.
Al atardecer del ocho de junio, la cabalgata del Florilegio llegó a la entrada de Peterhof, con el órgano y la banda resonando, los caballos haciendo cabriolas, los terriers dando volteretas laterales, los payasos retozando y todos los artistas —excepto Gavrila y Sava— sobre los carromatos, luciendo sus trajes de pista más llamativos y Clover Lee incluso su etéreo manto de palomas blancas. Peterhof no estaba rodeado de muros ni verjas. Lo único que indicó a Florian que ya habían llegado fue el camino de rollizos, que allí se convirtió en una avenida ancha y bien adoquinada que atravesaba un pueblo diez veces mayor que Prival y compuesto de edificios mucho más bellos que las isbas de dicha aldea. En el extremo del pueblo había un bonito pabellón para el portero —también sin verja— y al fondo la avenida se bifurcaba en varios caminos de grava. Florian detuvo su carruaje ante el pabellón y el portero salió para saludar y gritar en ruso, muy alto para dominar el estruendo de la música:
—Bien venido, Gospodín Florian y todo su Tsbetúshchiy Bukyet. Los esperan.
—Gracias, buen hombre —gritó Florian—. ¿Por qué camino se va al palacio?
—¿Al palacio, gospodín? Hay cuarenta y dos por estos alrededores.
—¡Oh! Incluyendo éstos, supongo! —Florian indicó los edificios del pueblo.
—Pólno! Estos sólo son las casas, escuelas y tiendas de los miles de servidores de los diversos palacios.
—Bueno, no sé con exactitud en cuál nos esperan.
El portero empezó a contar con los dedos.
—Nu, está el Gran Palacio, el Monplaisir, la Granja, el Pabellón, el Hermitage, el Château de Marly…
—Me atrevería a decir que el zar nos espera en el Gran Palacio.
—Si quiere, los acompañaré para guiarlos.
Florian le indicó que se sentara al otro lado de Daphne y la cabalgata continuó, todavía con el estruendo de la música, por la avenida ahora desierta. Discurría por un parque inmenso y el portero guía iba señalando y nombrando las arboledas de arces, limas, castaños, árboles frutales y arbustos de flores. Entre ellas, en el césped o junto a límpidos estanques, se levantaban edificios magníficos, algunos de los cuales tenían un nombre modesto, aunque en su ejecución no lo fueran en absoluto. El Pabellón era un palacio de arcos abovedados de rejilla, ventanas con vidrieras, terrazas de mármol blanco, balcones y escalinatas. El Hermitage sólo debía su nombre de lugar de retiro a un foso y un puente levadizo. Monplaisir era una estructura enorme, pero exquisitamente delicada, consistente casi por entero en ventanales cuya multitud de vidrios reflejaban arcos iris en todos los colores pasteles del nácar. Coronaba casi todos los edificios una representación en hierro forjado del águila bicéfala con las alas extendidas, símbolo del imperio ruso.
—Pero si da toda la vuelta a uno de esos tejados, gospodín —explicó el guía—, contará tres cabezas. Se hizo de modo que, sea cual fuera el ángulo de visión, el águila exhiba la orgullosa cabeza doble.
Todos los palacios tenían por lo menos una fuente delante de ellos. La fuente del Sol, que giraba, proyectaba desde un disco dorado una deslumbrante rueda solar de agua en espiral; la fuente de la Gavilla despedía columnas que se alzaban para caer luego en forma de lluvia de granos; de la fuente de las Campanas descendían cascadas de agua que dibujaban las curvas de cuatro campanas enormes y transparentes.
—Los palacios principales —dijo el guía— están ocupados durante la temporada por la familia imperial y sus parientes más próximos. Los palacios menores y más alejados son para los tíos y primos más remotos. Cuando la zarina anuncia «Mañana desayunaremos todos en la Pagoda China» (o en la Dacha Ucraniana, o cualquier otro pabellón), nadie se atreve a rehusar, de modo que estos miembros menores de la realeza tienen que hacer muchas verstas al galope a primera hora de la mañana para acudir desde sus palacios distribuidos por todos los rincones de casi tres mil hectáreas.
Los participantes de la cabalgata ya estaban deslumbrados, pero entonces el guía los dirigió hacia la fachada norte del Gran Palacio, donde se detuvieron, y todos los músicos dejaron de tocar, como anonadados, y Florian exclamó, expresando los sentimientos de todos los miembros de su compañía:
—¡Dios mío! ¡Y creíamos haber visto palacios antes!
El edificio en sí ya era lo bastante impresionante: cuatrocientos metros de fachada de piedra entre rosada y roja con pilastras blancas intercaladas que se elevaban a lo largo de tres pisos de ventanas, arcos y frontones hasta el tejado en mansarda de hierro rojizo. El palacio daba a una terraza de mármol blanco de la misma longitud y anchura. Sin embargo, la vista que se dominaba desde el palacio era todavía más espectacular.
A partir de la terraza elevada el terreno descendía hacia el norte y debajo de la balaustrada había dos escalinatas que parecían construidas para titanes, sólo que no eran para que las personas bajaran o subieran por ellas. Cada una tenía doce metros de altura por doce de anchura, pero consistían solamente en seis amplios y empinados peldaños por los que bajaban resplandecientes cortinas de agua cuya cantidad era incrementada por chorros que brotaban de estatuas y bajorrelieves dorados de ninfas y náyades a ambos lados de las dos escalinatas. El agua caía más abajo en una serie de pilas de granito, cada una del tamaño de un estanque mediano, en torno a las cuales había más estatuas doradas —delfines, tritones, leones, gladiadores, Perseo, una Venus exuberante con las nalgas desnudas— que en su mayoría lanzaban asimismo al aire surtidores de agua. La pila mayor y más lejana tenía en el centro un Sansón dorado de tamaño doble del de un hombre que abría con las manos las mandíbulas de un león dorado proporcionalmente enorme, y de las mandíbulas del león, abiertas hacia arriba, brotaba el surtidor más impresionante, una pluma de dieciocho metros de altura.
—¡Una sinfonía acuática! —se maravilló Florian—. Pero ¿qué clase de maquinaria hidráulica requerirá todo esto?
—Ninguna en absoluto —respondió el guía—. Fue diseñado con inteligencia para que la gravedad lo haga todo: las cascadas, las fuentes, los chorros y los surtidores.
Más abajo del estanque de Sansón, el agua acopiada fluía más tranquilamente hacia un ancho canal de paredes de granito que discurría entre prados y arboledas, recto como una flecha a lo largo de ochocientos metros —cruzado por varios puentes de arco muy alto—, hasta que desembocaba en el golfo plateado en cuyo lejano horizonte podía verse una vaga línea azul que era la costa de Finlandia. Donde el canal se unía al golfo estaba anclado un guardacostas de vapor en el que ondeaba la enseña blanca con una cruz azul de la Marina Imperial.
—Siempre que el zar reside aquí —explicó el guía—, tiene el barco dispuesto para llevarle con prontitud a San Petersburgo si un hecho urgente requiriera su presencia. Y, ejem, hablando de su majestad imperial, gospodín, ya espera pacientemente a que usted le dedique su atención.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Florian, desviando la mirada del panorama para dirigirla hacia el palacio.
Alejandro, la emperatriz y un numeroso grupo de hombres y mujeres se hallaban en los escalones de la entrada central del Gran Palacio, sonriendo a la caravana de vehículos, admirándola a todas luces y haciendo comentarios entre sí. Florian saltó del pescante de su carruaje y se apresuró a quitarse el sombrero de copa con un ampuloso movimiento ante el zar y la zarina, saludándolos en nombre de todo el Florilegio.
Mientras hacía honor a las formalidades, los otros miembros de la compañía se colocaron en fila junto a los carromatos y desde allí hicieron una reverencia a los augustos personajes de la escalinata, reacios a aproximarse demasiado a aquellos elegantes caballeros y damas vestidos como estaban con sus trajes de pista, chillones, frívolos o demasiado exiguos.
Cuando Florian volvió a la caravana tras una larga conversación con el zar y la zarina, iba acompañado por dos caballerizos de palacio y habló primero a Dai Gosle:
—Maestro velero, actuaremos mañana en el parque superior, que está en el otro lado del palacio. Pero no hasta bien entrada la noche, cuando haya oscurecido, así que mañana no habrá prisa en montar la carpa. Estos servidores enseñarán a los conductores dónde están las cocheras y los ayudarán a alimentar y dar de beber a los animales, tras lo cual acompañarán a todos tus peones y a los músicos de Carl a las cocinas para que ellos también cenen. —Mientras hablaba, Florian se llevaba a Goesle aparte de los demás miembros de la compañía—. Deja todo esto para los subordinados, Stitches, y tú vístete para cenar con nosotros al estilo imperial. —Y ahora Florian añadió en un murmullo—: Sin embargo, después de cenar, ¿podrás procurarte madera buena y suficiente para hacer un pequeño ataúd para Velja antes de la mañana?
—Claro que sí. Pero… ¿sólo para el niño? ¿Y su padre?
—Silencio. Yo mismo me encargaré de él. —Entonces Florian volvió junto a los demás y les dijo—: No es necesario que deshagáis inmediatamente el equipaje; sacad sólo la ropa para la cena antes de que guarden los carromatos. Sus majestades han asignado a cada uno de vosotros una doncella o un ayuda de cámara que os conducirán a vuestras habitaciones del palacio y os ayudarán a cambiar de traje.
Por último Florian fue al remolque de los Smodlaka, donde Gavrila y Sava habían viajado solas hasta Prival, y les dijo lo mismo.
—Gracias, pero creo que no tengo apetito para cenar —respondió Gavrila— ni para un ambiente alegre. Si nos lo permite, esta noche nos quedaremos aquí.
—Como deseéis, queridas. No obstante, haré que una de las camareras os traiga algunos sakuskis por si necesitáis alimentaros. Y espero que os sintáis mejor por la mañana. Ya he pedido al zar una tumba para el pequeño Velja y Alejandro ha sido más que generoso. No sólo nos asigna una parcela, sino que nos presta al capellán de la corte y la capilla para los servicios fúnebres.
—Sí, allí estaremos —contestó Gavrila, llevándose un pañuelo a los ojos, que estaban casi tan rosados como los de su hija albina. Sin embargo, no preguntó nada sobre el entierro de su difunto marido y Florian tampoco habló del tema.