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El medio millón de habitantes de Kíev llenó el Florilegio durante todo un mes, incluso cuando el invierno atacó con grandes nevadas, vientos furiosos y un frío que calaba hasta los huesos. El invierno no era una novedad para los ciudadanos de Kíev, y en cambio un circo «Americano Confederado» sí que lo era. La gente caminaba pesadamente por la nieve recién caída o resbalaba y se deslizaba por nieve helada o hielo liso y vidrioso o sustituía sus carruajes por trineos de troikas para ir a la Explanada y permanecía sentada en la fría carpa sin quejarse hasta que el calor de todos los cuerpos juntos hacían el ambiente tolerable y podían quitarse las pieles… y los artistas aparecer con sus finos leotardos y mallas.
Florian compró pieles de lobo —que eran las más baratas y abundantes— y Stitches Goesle, con sus grandes leznas y agujas para hacer velas, las juntó y confeccionó mantas para los elefantes, caballos y camello e inmensas envolturas para tapar las jaulas de los otros animales, que sólo se quitaban cuando los animales tenían que trabajar o ser exhibidos en la tienda de la ménagerie. Los eslovacos se turnaban todas las noches, listos para encender balas de paja en la carpa y el anexo si empezaba a nevar, lo cual sucedió dos de cada cinco noches durante el resto de octubre y todo noviembre. Exceptuando a aquel vigilante, todos los demás miembros de la compañía, incluidos los eslovacos, dormían en el hotel Frántziya de la ciudad.
El único competidor del Florilegio en Kíev era el circo local que actuaba todo el año en el Gippodvorets, o palacio Hippo, pero de hecho no podía llamarse competidor porque sólo se trataba de un espectáculo hípico y muy conocido por la población. No obstante, Florian, Edge, Clover Lee, Lunes y los hermanos Jászi fueron a verlo un día por si podía inspirarles alguna innovación en sus propios números. No fue así. Las équestriennes rusas no poseían ni mucho menos el talento de Lunes y Clover Lee y los djigit o jinetes de volteo eran sosos comparados con los Jászi. El número estrella del espectáculo era una carrera, no muy excitante, de cuadrigas en torno a la arena, dirigidas por hombres de aspecto muy romano con sus armaduras de cuero y acero y cascos emplumados, todo bastante ridículo en su conjunto, ya que todas y cada una de las cuadrigas eran tiradas por una troika de caballos extremadamente rusa, con el alto dugá o yugo sobre el caballo del centro.
Entretanto Carl Beck iba todos los días a su baño de hormigas en el balneario de Lavra e incluso persuadió a algunos para que lo probaran —Dai Goesle, Jörg Pfeifer, Ferdi Spenz—, pero una vez fue suficiente para ellos. El resto de la compañía visitó los lugares más dignos de verse en Kíev. Fueron al único puente de la ciudad para peatones y tráfico rodado con objeto de ver el río Dniéper bajo una gruesa capa de hielo y subieron a la colina más alta, donde según la tradición plantó el apóstol Andrés la primera cruz cristiana jamás vista en Rusia y predicó por primera vez el Evangelio a las paganas tribus rusas.
Acudieron al Opernyi Teátr para ver y oír Una vida por el zar de Glinka, que encontraron no sólo incomprensible sino también pesada, pues duró cinco interminables actos. El paisaje y los trajes del siglo XVII estaban muy bien reproducidos y la música era emocionante cuando no la dominaban las voces estentóreas de los cantantes. Pero la gente del circo quedó más impresionada por dos fenómenos que no tenían nada que ver con la ópera en sí. Tanto a la entrada del teatro como a la salida y en sus muchas salidas y entradas durante los entreactos —cuando iban a fumar cigarrillos al ornamentado salón—, los acomodadores abrían sólo una de las numerosas puertas del teatro y todo el auditorio tenía que pasar apiñado por ella, lo cual era causa de muchos codazos, empujones y gruñidos.
—Ocurre lo mismo en todos los edificios públicos de aquí —dijo Willi—. No sé si a los rusos les gusta la incomodidad o si lo hacen deliberadamente para fortalecer la moral rusa, pero si un teatro o una sala de conciertos o un cabaret tiene veinte puertas, sólo abrirán una de ellas para entrar y salir.
La otra cosa notable fue que la plaza del teatro de la ópera —donde a la llegada de la compañía sólo transitaban los asistentes a la ópera y sus trineos y carruajes particulares y los droshkis y coches de alquiler— se había transformado cuando el auditorio salió en el primer entreacto. Los trineos y carruajes particulares seguían allí y también una media docena de cocheros con la nariz roja, tiritando en su paciente espera, pero ahora la plaza estaba salpicada de pequeños quioscos transportables de madera, colocados allí por los empleados del teatro de la Opera y al parecer reservados para los cocheros de comerciantes, nobles ricos y otros personajes encumbrados. En su interior estos cocheros habían encendido los hornillos bajo el samovar y ahora servían, en todos los entreactos, té caliente a sus amos cuando salían envueltos en sus visones, martas y armiños.
Visones, martas y armiños estaban en la mente de las mujeres del circo, sobre todo después de que Clover Lee volviera al hotel una noche, tras haber cenado con un ricachón de las primeras filas, llevando un soberbio abrigo de martas. El ricachón, aunque demasiado viejo para que ella le considerase algo más que un acompañante ocasional, había resultado ser un adinerado magnate de la remolacha que —según relató muy divertida Clover Lee— no le había hecho molestas insinuaciones y sólo insistido en pagarle con extravagancia el mero placer de su compañía durante la cena.
—Ha dicho que necesitaba, y merecía, un abrigo de invierno mejor que este loden que me compré en Innsbruck o donde fuera —explicó Clover Lee, tirando el abrigo viejo sobre una silla del vestíbulo del hotel, mientras las otras mujeres la miraban con incredulidad—. Así que me ha llevado a esa calle de tiendas elegantes, ya sabéis, el bulevar de la Epifanía, donde todas hemos contemplado con envidia los escaparates. Y hemos entrado en la peletería de los Fréres Couvreux, y Gyorgy, así se llama, no ha preguntado el precio de nada y tampoco ha dejado que yo lo preguntara. Y los frères Couvreux, que tienen muchas mujeres bonitas de todos los tamaños y formas, han elegido a una como yo y la han hecho salir a un pequeño escenario con un abrigo tras otro, y ha dado vueltas, haciendo ondear las faldas, mientras uno de los hermanos nos servía champaña a Gyorgy y a mí… y ¡oh!, ha sido un dilema tener que escoger entre éste y un abrigo de visón igualmente bello. Pero creo que he elegido bien. ¿No creéis que es muy bello?
Las mujeres convinieron entre dientes que era muy bello. En lo sucesivo, todas las féminas sin pareja aceptaron la invitación de cualquier caballero de Kíev que tuviera un aspecto próspero, no fuera manifiestamente malo o perturbado y hablara un lenguaje inteligible para ella, a fin de poder aludir —durante la cena o en el teatro o dondequiera que fuesen juntos— al magnífico regalo que su colega artista había recibido en circunstancias similares. Sin embargo, sólo una de ellas consiguió duplicar el coup d’éclat de Clover Lee, y fue la enana Katalin Szábo, posiblemente porque su ricachón, otro comerciante adinerado, no tuvo que gastar una pequeña fortuna para comprar un abrigo de visón de su tamaño.
Como en otros países, los hombres más apuestos del Florilegio también recibieron billets-doux de las damas de las primeras filas. Si la dama también era de buen ver y él no estaba comprometido, solía aceptar y después no se mostraba arrepentido de haberlo hecho. Ninguno de los hombres volvió de estos rendez-vous con un abrigo de piel y guardaron un caballeroso silencio sobre algún que otro posible regalo.
De vez en cuando un aristócrata local o pomiechshnik acaudalado invitaba a toda la compañía a su mansión de la ciudad o finca campestre. Todas estas residencias estaban suntuosamente amuebladas, con un estilo considerado sin duda por los propietarios del gusto occidental más chic y moderno, pero había una tal profusión de chucherías y las paredes estaban tan atestadas de pálidas fotografías y pinturas mediocres y el mobiliario —incluso el más flamante— era tan pomposo que, como observó Daphne, la misma reina Victoria se hubiese ahogado entre semejante boato. Quizá la mejor indicación de lo que las clases altas rusas consideraban al parecer el dernier cri: en el vestíbulo de todas las mansiones visitadas por la gente del circo había un oso polar disecado, erguido sobre las patas traseras y sosteniendo con las delanteras una bandeja de plata para las tarjetas de visita.
No obstante, los anfitriones, por muy démodé o dudoso que fuera su gusto en la decoración, hacían gala de una hospitalidad impecable. Los visitantes eran regiamente obsequiados con los mejores vinos y manjares y también agasajados con danzas populares y tocadores ambulantes de balalaika o la propia señora de la casa tocaba el arpa, el dulcémele o el clavicordio, y cada invitado tenía por lo menos un servidor que le atendía personalmente, y con frecuencia, varios. Como todos los nobles rusos y la mayoría de comerciantes ricos hablaban francés, muchos miembros del circo podían hablar con ellos. Para los demás, Florian, traducía, comentaba o explicaba lo necesario.
Durante su visita a la finca de un tal barón Ignatiev, Yount comentó a Florian:
—Todos estos siervos que trabajan aquí deben de ser libertos, pero nadie lo diría. El barón y la baronesa e incluso los mocosos de sus hijos les dan órdenes en tono más autoritario del que ha usado jamás una ama de casa de Dixie para mandar a sus negros. Y acabo de ver a la baronesa propinando en la despensa una bofetada tan fuerte a una camarera que tiene toda la cara amoratada.
—Incluso cuando hablo con suavidad a un mozo de cuadra —terció Agnete—, se quita la gorra como si yo fuera su ama y le estuviese reprendiendo. Nunca levanta los ojos del suelo y se queda allí rascándose la cabeza como un atontado.
—Rascarse la cabeza es una muestra de respeto —dijo Florian—, como en otros lugares que hemos visto tirarse de un mechón de la frente. Pero tienes razón. El mujik todavía actúa como un esclavo temeroso, aunque ya no es propiedad de nadie. Bueno, tiene motivos para ello. Acabo de ver a uno de ellos encerrado en un retrete del fondo del jardín, helándose entre aquel hedor, por algún acto de desobediencia.
—¿No comprenden que ya son libres? —preguntó Yount—. ¿Por qué tolera el zar que sus súbditos ricos maltraten así a los campesinos?
—Probablemente no lo toleraría si lo supiera —respondió Florian—, pero los campesinos tienen un proverbio fatalista: «Dios está muy arriba y el zar está muy lejos». Por esto aguantan los abusos y perpetúan las desigualdades.
—El único signo de igualdad que he visto —dijo Agnete— es que tanto criados como señores se humillan cuando pasan por aquel horrible rincón empapelado de rojo del salón donde están todos los helechos y estampas. Todos, superiores e inferiores, hacen una pequeña genuflexión y se santiguan.
—Las estampas se llaman iconos —dijo Florian— y están en el krásnyi úgol, el rincón hermoso. La palabra krásnyi significa «rojo» y «hermoso». Todas las casas tienen un krásnyi úgol, todos los palacios, incluso muchos despachos y tiendas. Tus anfitriones te lo agradecerán si te inclinas con respeto ante la Sagrada Familia cuando pases por delante de estos iconos.
—Undskyld —declaró Agnete con firmeza—. Que me maten si lo hago. Estas personas son hipócritas; fingen piedad y se comportan de un modo muy poco cristiano con sus inferiores.
Fitzfarris, al descubrir que los rusos eran tan devotos —o por lo menos mojigatos—, hizo un regalo de pan y mantequilla a todos los anfitriones de la compañía: uno de los «milagrosos huevos del gluxár», como se llamaba aquí al urogallo, grabados con la cruz cristiana. Todos los anfitriones de cenas o fiestas estuvieron encantados al recibir tan insólita chuchería religiosa y la mayoría lo puso inmediatamente en un lugar de honor entre la multitud de sus otros adornos. Uno de ellos, un tal conde Bereshkov, muy aficionado a la caza y la vida al aire libre, cuya mansión estaba decorada entre otras muchas cosas con cabezas disecadas colgadas de la pared de toda clase de animales, desde un tigre siberiano hasta una cabra montesa del Pamir, se entusiasmó al recibir aquel recuerdo único del gluxár y contó emocionado algunas aleccionadoras anécdotas acerca del ave que Fitz incorporó a partir de aquel día a su presentación del animal en el espectáculo del anexo.
—Una ave curiosa, el gluxár —dijo Bereshkov—. A veces parece que, por pura travesura, se desliza por una pendiente de nieve con las alas extendidas. Ya pueden imaginarse qué huella tan extraña deja. Cualquier persona entendida la reconoce. Pero los supersticiosos mujiks inventan toda clase de historias terroríficas sobre malignos fyéyat y kóboldi con las que asustarse. Los campesinos se lo creen todo.
—Sí —murmuró Florian, mirando al conde acariciar el huevo.
—El nombre gluxár significa «gallo sordo» —prosiguió Bereshkov—, pero sólo está sordo cuando le han ensordecido sus propios gritos, y esto ocurre casi siempre en primavera, cuando llama a una pareja y desafía a todos los rivales. Así el cazador va al bosque al amanecer, espera a oír la llamada del gluxár y, cuando va a gritar de nuevo, apunta y dispara contra su pieza, y esa llamada es la última del gluxár.
El único miembro de la compañía del Florilegio que no asistió a ninguna de estas invitaciones a cenas o fiestas —que no abandonó el recinto del circo por ningún motivo— fue su miembro más reciente, Kostchei el Inmortal. Después de un mes de recuperación, lo exhibían en el anexo y, como había supuesto Fitzfarris, estaba agradecido de tener incluso ese humillante empleo, ya que también le proporcionaba cobijo, manutención y anonimato. La espalda se le había curado, quedando dura y cubierta de líneas cruzadas, de modo que parecía el caparazón de una tortuga, sólo que era cóncavo en vez de convexo. La piel y los músculos lacerados se habían encogido al unirse de nuevo, por lo que el torso superior, el cuello y la cabeza de Kostchei estaban permanentemente arqueados hacia atrás. Tenía el aspecto de un hombre que tratase de ver la copa de un árbol muy alto. En el estrado del anexo se presentaba completamente vestido; Fitzfarris no quería enseñar su espalda porque era demasiado obvio que había sido azotado.
Kostchei salía y los mirones sólo veían la parte inferior sin barba de su mentón levantado. Entretanto Fitz recitaba su historia sobre el hombre que había entrado en la jaula de dos feroces osos de Siria, creyendo que eran mansos, y había sido terriblemente mutilado por sus colmillos y zarpas, pudiendo luego escapar milagrosamente, pero quedando desfigurado para toda la vida. Kostchei seguía allí inmóvil mientras Florian traducía la historia al ruso. Entonces, cuando Hannibal tocaba un murmullo suave y lleno de tensión en su bombo, Kostchei, muy, muy despacio, se inclinaba hacia adelante desde la cintura, ofreciendo su horrible cara a la vista del público… y el público nunca dejaba de lanzar una exclamación de horror y retroceder ante aquel rostro sin nariz y lleno de cicatrices profundas, grises y relucientes.
A decir verdad, pasó algún tiempo antes de que el resto de la compañía circense se sintiera cómodo en la proximidad de aquel hombre. Para ser un delincuente y haber sufrido tanto, tenía bastante buen humor, era inteligente y al parecer educado; hablaba francés además de ruso y con el tiempo aprendió a hablar un inglés aceptable. Sin embargo, a causa del cuello torcido, su voz era sólo un susurro estrangulado. Nunca revelaba nada de su historia pasada, ni siquiera su verdadero nombre, y parecía satisfecho de ser conocido como Kostchei el Inmortal en público y Shadid Sarkioglu en privado. La mayor parte del tiempo sus colegas artistas sólo veían la parte inferior de su barbilla, pero cuando comía con ellos no tenía más remedio que inclinarse hacia adelante y la vista no inducía precisamente al apetito. Sin embargo, poco a poco se fueron acostumbrando a él como se habían acostumbrado a la estatura liliputiense de Tücsök o a las serpientes de Meli o a la cara medio azul de Fitzfarris. (Ahora esta última sólo podía verse a primera hora de la mañana, antes de que Fitz se aplicara la máscara cosmética de normalidad).
Una cosa que contribuyó a que Shadid fuese aceptado en la compañía —que, de hecho, casi le convirtió en el preferido de las mujeres— fue su cordial ofrecimiento de ayuda cuando Domingo le confió en francés cuánto anhelaban las artistas tener el dinero suficiente para comprar, ellas o sus hombres, un abrigo de piel. Shadid soltó lo que, de no ser por su garganta comprimida, habría sido una risotada y sólo fue una risa aflautada y casi inaudible.
—Mademoiselle Domingo —dijo con su ronco murmullo—, es cierto que el Estado fija el precio de las pieles y los pone por las nubes. El Estado reglamenta muchas cosas, pero siempre hay quien elude las reglas de una manera u otra. Además de los mercados estatales está lo que podríamos llamar el mercado cooperativo. ¿Ustedes las damas quieren abrigos de piel? Yo les conseguiré las pieles, y a precios de ganga. Pero antes han de pedir permiso a monsieur le gouverneur.
—Pobre de mí —exclamó Florian cuando Domingo corrió inmediatamente a hacerle la proposición—. Tendría que haberlo sabido. Contratamos a un primero de mayo que es un ex delincuente y en seguida nos tienta la ocasión de delinquir. Pero… bueno… si Shadid puede garantizarnos que no acabaremos en la estaca, como él…
Shadid dio, pues, a Fitzfarris unas señas y una nota escrita en ruso y Fitz fue a entregarla. Las señas resultaron ser las de una casa de empeños conspicuamente falta de artículos en venta. El viejo propietario leyó la nota, asintió y no dijo nada, pero levantó tres dedos y despidió a Fitz. Tres días después, al caer la noche, un furgón arqueado, cubierto por una lona, entró retumbando en el recinto del circo y el mismo viejo se apeó del pescante. Abrió la compuerta de cola del furgón e indicó en silencio que subieran quienes lo desearan a mirar las hileras de perchas que había a ambos lados del interior, de las que colgaban tal vez sesenta abrigos de todos los tamaños y variedades de piel.
Las pieles eran igualmente buenas y los abrigos tan exquisitamente bien hechos como los de cualquier peletería legal, pero los precios de las etiquetas eran sólo una cuarta o una quinta parte de lo que habrían sido en esas tiendas. Nadie podía resistirse a tanto lujo y a tantas gangas. Yount compró un abrigo de visón para Agnete, Pemjean uno de martas cibelinas para Lunes, LeVie uno de garduña para Nella, Fitz uno de visón para Meli y Florian uno de martas para Daphne. Después, para que las mujeres sin pareja no se sintieran despreciadas, Florian y Edge compraron entre los dos abrigos de marta común, casi tan elegantes, para Domingo y Ioan. Y cuando Pavlo Smodlaka se negó rotundamente a «derrochar el dinero en trapos» para sus mujeres, Dai y Carl le miraron con desprecio y compraron por lo menos un abrigo de piel de ardilla para Gavrila y la pequeña Sava.
Jules y Willi eligieron para sí abrigos iguales de zorro rojo, brillantes y casi luminosos. Cuando los otros hombres empezaron a reír con disimulo, Willi dijo en tono altanero:
—No hay nada afeminado en que los hombres lleven abrigos de piel. Habéis visto muchos entre nuestro público. Y cuando vayamos más hacia el norte, desearéis haberos comprado uno.
Esto tenía sentido, así que todos los hombres —menos Pavlo— se compraron abrigos, pero de piel de tejón, mucho menos espectacular. Como Kostchei el Inmortal había organizado esta ganga y aún le retenían el sueldo, Florian le adelantó el dinero para comprarse también él un abrigo de tejón.
Después de un mes en Kíev con llenos a rebosar, los asistentes al circo empezaron a ser perceptiblemente más escasos. Florian fue en seguida a la estación del ferrocarril e hizo gestiones para que volviese el tren a recoger al circo. Willi Lothar dejó su calesa con el resto de vehículos del Florilegio y él y Rouleau, llevando sus abrigos gemelos de zorro rojo, tomaron un tren a Moscú con objeto de reservar un terreno para el circo.
—¿No es un poco impetuoso, director? —preguntó Edge—. Kíev no nos hace el vacío, ni mucho menos. Aún tenemos unas ganancias más que decentes. ¿No deberíamos apurar esta plaza hasta que no dé más de sí?
—Lo haría si estuviéramos en verano —contestó Florian—, pero hay consideraciones más importantes que los ingresos del furgón rojo. Dependemos de una asistencia masiva para que la temperatura de la carpa sea sólo soportable, no solamente para el público sino también para nuestros artistas.
—Y aprovecha cualquier excusa para correr a San Petersburgo, ¿verdad?
—Bueno, siempre recuerdo que el zar voló aquel viejo y magnífico barco para inspirar a un solo artista. ¿Quién sabe qué generosidad podría mostrarnos a nosotros?
Así, pues, dos semanas más tarde, cuando hacía ocho que el Florilegio actuaba en Kíev, el tren alquilado llegó a la estación de la ciudad. El circo fue una vez más cargado laboriosamente a bordo y la monstruosa locomotora Sormovo lo llevó hacia el noroeste. También en esa ocasión partieron de noche y aquella vez el tren no sufrió ninguna avería durante el trayecto. Sin embargo, hubo paradas intermitentes por la linterna roja de algún guardabarreras, para cargar carbón, para hacer provisión de agua, para comer en pequeñas gostínitsas de estación, por lo que Florian calculó que la velocidad media de este viaje fue de unos veinticinco kilómetros por hora. El recorrido era mucho más largo —más de ochocientos kilómetros—, de modo que la gente del circo pasó a bordo del tren, excepto cuando se apeaban para comer y usar los lavabos de la estación, aquella noche, el día siguiente y otra noche. El tiempo era tan frío que apenas se notaba en los compartimientos la calefacción de los tubos de la caldera, y todos viajaban, tanto despiertos como dormidos, envueltos en los abrigos recién comprados, además de guantes, sombreros, bufandas y todas las mantas que el provodnik pudo procurarles. Los animales, en los vagones de mercancías, iban tapados con las mantas de piel de lobo y los cobertores de las jaulas.
Tampoco esta vez había mucho que ver en la oscuridad reinante fuera de los compartimientos iluminados por linternas. Sin embargo, al amanecer del día siguiente la compañía dejó atrás por fin las monótonas praderas que estaban atravesando desde que abandonaran el lago Balaton en Hungría. Ahora la campiña era ondulada y abundaban los pueblos, granjas, árboles e incluso bosques. El tren cruzó puentes sobre muchos ríos helados, aunque ninguno tan ancho como el Dniéper. Los pueblos, ahora cubiertos de nieve, ya no parecían tan míseros, aunque las dos únicas ciudades por las que pasó el tren durante el día —Bryansk y Kaluga— eran simples conjuntos de fábricas, tristes, herrumbrosas y humeantes.
Al día siguiente por la mañana el tren se fue acercando a Moscú a través de campos nevados que en verano serían las huertas de la ciudad. Cuando el tren llegó a la cima de las colinas de Gorriones, los pasajeros pudieron ver el valle del río Moskvá y todo el panorama de la urbe —sobre siete colinas, como Roma y Lynchburg—, con la ciudadela de murallas blancas y múltiples campanarios, el Kremlin, en el punto más alto. El tren pasó una zona de casuchas que eran los suburbios y entró en la estación de Bryansk, donde se detuvo en un apartadero ya reservado por Willi y Jules, quienes también se habían cuidado de todo el papeleo, el pago y futuros acuerdos de viaje por tren con el jefe de estación.
—Pero el mejor terreno que he podido encontrar —dijo Willi— está bastante lejos, en el parque Petrovskiy. Tendremos que recorrer una buena cuarta parte de la distancia rodeando la ciudad y luego ir en dirección nordeste por la carretera de Tvar.
—Bueno, como hemos llegado a una hora tan temprana de la mañana —dijo alegremente Florian—, los peones habrán terminado la descarga poco después de mediodía. Entonces desfilaremos e iremos por el lado, haciendo las tres cuartas partes de la distancia alrededor de la ciudad para conquistar a los moscovitas con nuestro esplendor.
Lothar y Rouleau parecieron dudar de la idea, pero no dijeron nada, y esto es lo que hizo el Florilegio, acompañado por la música de la banda a la vanguardia y la del órgano de vapor a la retaguardia. Casi todos los artistas desfilaban con los abrigos de piel puestos, que abrían de vez en cuando para enseñar sus trajes de lentejuelas, pocas veces y muy brevemente, porque Moscú era más frío que Kíev. Los animales de las jaulas eran invisibles bajo los cobertores de piel, pero los caballos, el camello y los dos elefantes, con sus mantas de piel de lobo, y los elefantes y el camello con sus inmensas botas, parecían aún más exóticos que cuando desfilaban desnudos. Sólo los hermanos Kim, que parecían insensibles a cualquier inclemencia o incomodidad, llevaban únicamente las mallas de la pista y hacían todos sus saltos mortales, volteretas y otras acrobacias sin guantes y descalzos sobre la nieve compacta de las calles.
La cabalgata avanzó desde la estación del ferrocarril hacia una ancha avenida que rodeaba casi todo el centro de la ciudad. Cuando el circo torció a la derecha para entrar en ella, se llamaba bulevar Smolensky, pero, según los letreros de las calles, cambiaba de nombre cada medio kilómetro. Y los participantes en el desfile no tardaron en comprender por qué Willi y Jules no se habían entusiasmado ante la idea de la cabalgata. El bulevar, para no mencionar las calles transversales, tenía un pavimento pésimo. De no ser por la capa de nieve que cubría el empedrado, los miembros del circo habrían dado tantos tumbos como en el tramo de troncos por el que habían entrado en Rusia. Y todas las calles estaban atestadas por un tráfico ininterrumpido de carruajes, carros, carromatos, droshkis, troikas y gente, gente, gente que, tanto si iba a pie como en coche, empujaba y maldecía groseramente para abrirse paso. Sólo el hecho de que muchos caballos se apartaban al oír el bullicio de la cabalgata —y los cocheros y viandantes se detenían para mirar con asombro— permitía al circo avanzar poco a poco. Sin embargo Florian, a la cabeza como siempre, perseveró y la cabalgata consiguió dar, en sentido contrario al de las manecillas del reloj, la vuelta completa al circuito de once kilómetros del bulevar dotado de varios nombres y tres kilómetros más por la Peterbúrgskoye Chaussée hasta el parque Petrovskiy.
Mientras aún se hallaba en el bulevar, la gente del circo pudo ver que Moscú estaba construido en círculos concéntricos, o lo habría estado de no intervenir un recodo del río Moskvá, de modo que el centro de la urbe podía compararse a una galleta gigantesca con un mordisco en un lado. Ocupando toda la colina más alta de Moscú se alzaba el Kremlin, que por sí solo constituía una ciudad de palacios, iglesias, un monasterio, un convento, el Tribunal de Justicia, un arsenal, cuarteles y otros edificios, casi todos coronados con cúpulas, torrecillas o agujas en forma de cebolla, y todo ello contenido en un triángulo de murallas encaladas y almenadas de veinte metros de altura que seguían la curva del río. El Kremlin era el centro de los semicírculos concéntricos de edificios menores, y los dominaba a todos.
—Como dice el proverbio local —dijo Willi a los demás—, no hay nada sobre Moscú excepto el Kremlin y nada sobre el Kremlin excepto el cielo.
El próximo semicírculo fuera del Kremlin era conocido por los nativos por el sencillo nombre de Górod, «Ciudad». Este distrito, también rodeado por una muralla encalada, era la parte comercial de Moscú, toda oficinas, tiendas, la universidad, bancos, etc. En el siguiente había la «Ciudad Blanca» de palacios imperiales, reales y nobles, mansiones de familias ricas, museos, teatros, magníficas iglesias y el hospital Imperial para Niños sin Hogar. La gente del circo desfiló en torno a la elegante Ciudad Blanca; mirando hacia dentro del bulevar, podían ver con claridad el Kremlin al fondo de las calles que convergían en él. Mirando hacia el otro lado, veían el siguiente círculo concéntrico, la «Ciudad de Tierra», llamada así por las ruinas que en un tiempo fueran los bastiones exteriores de Moscú. Y la Ciudad de Tierra consistía en residencias menos lujosas, hoteles, tabernas y plazas de mercado. Sin embargo, hacía tiempo que Moscú se había extendido más allá de estos bastiones, y el círculo concéntrico más alejado, que daba la vuelta a la Ciudad de Tierra y llegaba hasta la otra margen del río, constituyendo las tres cuartas partes del área urbana, era Okréstnosti o los suburbios. Este nombre era un eufemismo ruso típicamente suave para lo que constituía en la actualidad un cinturón industrial de fábricas, molinos, herrerías, fundiciones y los lastimosos cobertizos de sus trabajadores, todo tan pobre, sucio y sórdido como las otras ciudades industriales por las que había pasado la caravana del circo, y los suburbios proyectaban un manto de humo, hollín y olores malsanos hacia toda la ciudad interior, incluyendo el mismo Kremlin.
—Moscú fue en el pasado la capital de Rusia —explicó Willi cuando, más tarde, identificó para los miembros del circo los diversos lugares que habían visto en su circuito de la ciudad— y el Kremlin sigue siendo el lugar sagrado donde debe ser coronado el zar. Pero cuando Pedro el Grande construyó San Petersburgo y trasladó su corte allí, esta ciudad se estancó. Ahora tiene más o menos la misma población que Kíev. Sin embargo, últimamente Moscú aspira a convertirse en el centro industrial y de transporte de todas las Rusias. De ahí su fealdad y las calles terriblemente abarrotadas y el ruido, la suciedad y los malos olores.
Así, pues, la gente del circo se alegró de acampar más allá del cinturón de los suburbios, entre los árboles y el aire puro del parque Petrovskiy. A poca distancia del parque en trineo o carruaje estaba otra de las varias estaciones de ferrocarril moscovitas, la Savelovo, y a su lado había, naturalmente, un hotel para viajeros. Tenía habitaciones para toda la compañía y el hôtelier estuvo encantado de acoger a huéspedes que se quedaran más de una noche, así que tanto él como su cocina, camareras y mozos se esforzaron para que la estancia de la compañía fuese cómoda y agradable.
Después de la excepcional entrada americana del Florilegio en la ciudad, las dos primeras semanas registraron llenos totales. Pero entonces empezaron a verse asientos vacíos en la carpa y la tendencia fue acentuándose. Moscú tenía dos circos estables en la Ciudad de Tierra, uno puramente ruso, el Nikitin, y otro regentado y compuesto casi en su totalidad por una familia italiana de emigrados, los Truzzi, y ambos circos trabajaban en el interior de edificios grandes y provistos de una calefacción decente. Aunque sus programas poco variados debían de ser muy conocidos por toda la población de Moscú, era comprensible que la gente los prefiriese a un circo que los obligaba a desplazarse por lo menos tres kilómetros y no tenía más calefacción que la de sus propios cuerpos. Además, a juzgar por las abrigadas multitudes que abarrotaban las calles de la ciudad, los moscovitas sentían predilección por las aglomeraciones lo más cerca posible del centro urbano y no les gustaban los espacios abiertos.
Todos los artistas se esforzaron por realizar sus números con gracia y perfección e introducir novedades en ellos, con la esperanza de que todos los miembros del público salieran y elogiasen el espectáculo a todo Moscú. Rouleau convenció al reacio Carl Beck para que organizara una ascensión del globo y casi murió congelado cuando el Saratoga alcanzó alturas mucho más frías que el nivel del suelo. La Emeraldina y el Kesperle, aunque ya no tenían al viejo y cornudo Notkin como blanco de sus pullas, hacían un número más obsceno incluso que en Baviera. Nella aprendió de memoria y decía sus frases en ruso. Ferdi Spenz, no teniendo el intelecto para ello, hacía una pantomima. Ocultaba el «cacto» hinchable en sus anchos pantalones y, mientras cortejaba con lascivia a Emeraldina, lo inflaba hasta obtener un miembro prodigioso. A lo que Nella gritaba, con desesperación fingida: «Boshe moi! ¿Cómo puede una mujer mantener cerrado su cajón más secreto cuando todos los hombres —risitas— tienen semejante llave para abrirlo?» El público reía a carcajadas, pero los asistentes continuaban disminuyendo.
Por lo tanto, una vez más, Florian fue a ver al jefe de estación para alquilar un tren y Rouleau y Lothar tomaron un tren anterior a San Petersburgo. Entretanto, los demás miembros de la compañía encontraron tiempo —y valor— para ir varias veces a la bulliciosa y maloliente ciudad con objeto de admirar sus vistas más notables.
En el recinto del Kremlin visitaron los diversos museos palacio, los salones públicos del palacio del Gran Kremlin del propio zar, la Tesorería y Armería y la catedral de la Asunción, donde habían sido coronados todos los zares desde el primero en asumir dicho título: Iván IV, llamado el Terrible. Los visitantes terminaron el recorrido aturdidos por la cantidad y riqueza del contenido de los edificios: medallones, diademas, collares, vajillas, coronas antiguas y joyas de la corona de oro y plata con incrustaciones de pedrería, estandartes de antiguas batallas, armas y armaduras antiguas, lujosos carruajes y trineos, todos laminados en oro y tapizados con valiosas pieles. Sin embargo, fue en el exterior del Kremlin donde los visitantes encontraron sus dos cosas favoritas en Moscú. Una de ellas estaba frente al Kremlin, pero al otro lado del río: el parque curiosamente llamado «Jardín Ameno». Era el parque mejor cuidado y más bello de la ciudad, incluso en pleno invierno, con su impecable jardín ornamental, verdes sotos que ocultaban sendas para enamorados, un lago pequeño, ahora helado y lleno de patinadores, y delicados pabellones en cuyas escalinatas unas mujeres viejas vendían té caliente y zakuski.
Su otro lugar favorito estaba en el extremo sur de la imponente plaza Roja, fuera de las murallas del Kremlin, y era la catedral de San Basilio, otra reliquia de Iván el Terrible. El interior no tenía ningún interés, pero el exterior parecía el castillo de pan de jengibre y azúcar de un cuento de hadas. Consistía en una apretada docena de altas cúpulas y agujas, ninguna de las cuales era igual a las otras; algunas tenían forma de cebolla, otras de piña, algunas estaban serradas, otras esculpidas en facetas, otras salpicadas de bolas granuladas y algunas con escamas como las de los peces. Todas estaban laminadas en oro o doradas o cubiertas de azulejos de por lo menos dos colores —nunca del mismo tono— que formaban franjas, rayas o espirales. Las formas de los arcos y las ventanas eran de una variedad infinita: redondas, cuadradas, rectangulares, ovaladas y dos de ellas enmarcadas y pintadas para representar los ojos de una lechuza. Los observadores hicieron una serie de comentarios que expresaban desde la admiración hasta la incredulidad, pero quizá el de Yount fue el más acertado:
—El viejo Iván no podía ser tan terrible si construyó esto.
Cinco semanas después de entrar en Moscú, el Florilegio abandonó la ciudad por la cercana estación de Savelovo a media mañana de un día glacial. El tren arrancó casi inmediatamente y la ciudad quedó atrás para ceder el paso a bosques tan densos que el tren parecía atravesarlos por un túnel. Luego los árboles empezaron a escasear y aparecieron grandes praderas onduladas cubiertas de nieve. Tampoco esta vez se produjeron averías, pero al haber una vía única entre Moscú y San Petersburgo, las dos ciudades más pobladas de Rusia, y ser muy numerosos los trenes de pasajeros y de mercancías, el tren del circo tuvo que desviarse con frecuencia a algún apartadero para darles paso en una u otra dirección. Por esta razón y aunque el tren pudo alcanzar varias veces una velocidad decente, la media volvió a ser de unos veinticinco kilómetros por hora. Y seis horas después de abandonar Moscú, se detuvo sin ser conminado a ello en la estación de una ciudad bastante grande con objeto de que todos se apeasen para cenar. Florian se movió entre su gente para informarla sobre el punto geográfico al que habían llegado.
—Esta ciudad es Tver, un próspero centro comercial porque no sólo está situado junto a la vía férrea que une Moscú y San Petersburgo, sino que se asienta en ambas orillas de ese río, que es asimismo una importante ruta comercial. Quizá queráis ir a echarle un vistazo porque se trata del río Volga, famoso en el canto y en la historia.
De hecho, la canción popular publicada recientemente con el título de Canción de los remeros del Volga gozaba ya de una inmensa popularidad en toda Rusia. Todos los miembros de la compañía la habían oído tocar con balalaikas en los restaurantes y comedores de hotel y Bum-bum Beck estaba adaptando una versión para su banda, así que la mayor parte de la compañía circense fue al río a ver a los remeros de enormes músculos remolcar las embarcaciones por los caminos de sirga. Como el río estaba completamente helado, sus gruesos cabos no arrastraban barcazas sino trineos cargados de cereales hasta los topes. Sin embargo, los remeros entonaban dicha canción —aunque no tan musicalmente como una balalaika— y seguían el ritmo con sus lentos pasos.
El personal del tren cenó a toda prisa en Tver para dedicarse a la complicada maniobra de acoplar a la parte delantera de su gran locomotora un enorme quitanieves en forma de V horizontal, con el vértice hacia adelante. Cuando la gente del circo se despertó al amanecer del día siguiente, comprendió la razón. La nieve formaba ondulaciones sobre los campos cultivados, como dunas de arena del desierto, y ésta era una región de vientos fuertes y constantes que empujaban continuamente las dunas de nieve y las llevaban, como si fueran olas auténticas, hacia la vía férrea. En los escasos pueblos por los que pasaba el tren, la iglesia, con su campanario en forma de cebolla, que solía ser la estructura más alta de la ciudad, no sobrepasaba la altura de las achatadas isbas y chozas de los campesinos. Todas las iglesias de esta tierra septentrional tenían su campanario en forma de cebolla, pero construido en el suelo y a cierta distancia del edificio para protegerlo, y proteger a sus feligreses, del peligro de su derrumbamiento por los fuertes vendavales.
El viento traía además desde los campos cultivados un olor fétido, peor incluso que las emanaciones de las fábricas de Moscú: el olor del pescado podrido. Con las bufandas sobre la nariz, la gente del circo expresó la esperanza de no estar oliendo la ciudad supuestamente inmaculada de San Petersburgo. No era así, desde luego, pero hasta que llegaron a la ciudad no conocieron por Willi Lothar el motivo de aquel hedor.
—Los pescadores del golfo de Finlandia pescan grandes cantidades de arenques. Una parte se vende como alimento, pero otra se destina a la fabricación de aceite, y las sobras se venden baratas a los granjeros, que en otoño, después de la cosecha, usan el pescado triturado como abono para sus campos, y el hedor es tan fuerte que ni las nevadas más copiosas del invierno pueden neutralizarlo.
La fetidez quedó atrás cuando el tren dejó la llanura para subir a las colinas de Valdái, cubiertas de abedules. Los bosques frenaban el constante viento, y su suelo, sin nieve ni tierra marrón, sólo tenía la plateada «sombra de escarcha» de los árboles. Como los propios abedules eran plateados, no parecían proyectar sombras, sino más bien reflejos de sí mismos, como si la tierra fuese una agua tranquila.
Después el tren traqueteó a lo largo del ancho y helado río Nevá y atravesó suburbios de residencias destartaladas e inmensos almacenes, pero sin fábricas, humo, hollín, ruidos molestos u olores apestosos. Los pasajeros, ahora lo bastante excitados para olvidarse temporalmente del intenso frío, abrieron las ventanas de los compartimientos para asomarse y ver las agujas y cúpulas doradas, los anchos bulevares y los palacios polícromos de la moderna «Venecia del norte», la «ventana a Occidente» de Pedro el Grande, la ciudad poetizada por las guías turísticas como «música en piedra», la ciudad llamada amorosa y familiarmente Piter por sus habitantes, la capital de todas las Rusias, San Petersburgo.