4
Como Edge había sido el último en acostarse, cuando se despertó todos trabajaban a su alrededor. Florian, Roozeboom y Rouleau entraban en la tienda con los brazos llenos de tablones y otros trozos de madera de formas peculiares y los amontonaban junto a las curvadas paredes de lona. Obie Yount y el Hombre Salvaje estaban de cuatro patas en el suelo, trabajando bajo la oficiosa dirección de Tim Trimm; los tres arrancaban las malas hierbas y otras plantas para dejar limpio el terreno del centro de la carpa.
—¡Levántese de prisa, Zachary! —le gritó Florian cuando vio que se incorporaba—. Los chicos fueron al río al amanecer y han pescado unos peces muy decentes para el desayuno. Maggie conserva uno caliente para usted.
Edge se vistió con rapidez, enrolló su jergón y lo sacó afuera, donde no estorbase. Frente al carromato del león, Hannibal usaba una hoz de mango largo, que solía emplear para guiar al elefante y que ahora metía y sacaba enérgicamente por entre los barrotes de la jaula, para limpiar de excrementos el suelo del furgón. Maximus estaba despierto por una vez y caminaba arriba y abajo de la jaula, sorteando con habilidad la hoz de Hannibal.
Magpie Maggie Hag guardaba en efecto un pescado para Edge en un plato de hojalata, mientras limpiaba con un puñado de arena los platos que habían usado los demás. Edge se lo agradeció sinceramente y tomó el desayuno con un hambre de lobo, aunque sólo era una carpa pequeña e insípida y sin textura como todas las carpas de río. Por las espinas limpias pero identificables de los platos usados por los otros comensales, pudo ver que habían comido siluro y rémoras, pescados mucho más sabrosos, pero no podía quejarse porque el último siempre recibía los restos.
—Ahora, muchacho —le dijo Magpie Maggie Hag con su voz profunda— ve a ayudar al tabernáculo.
Edge la miró de soslayo.
—Por Dios Todopoderoso, Florian lo llama un pabellón y una gran carpa. Usted lo llama un tabernáculo. Y sólo es una tienda.
—Calla, muchacho. Cuando estos días oyes las palabras «tabernáculo sagrado», piensas en una gran iglesia, ¿no? O en una tumba de santo, ¿no? Pero cuando lees la palabra «tabernáculo» en la Biblia, todo lo que significaba entonces era una choza o tienda, fácil de llevar de un lado a otro. Yo lo sé. Mí gente, los romaníes Kalderash, siempre ha vivido en tabernáculos.
—Sí usted lo dice, señora. —Obediente, Edge se dirigió al tabernáculo y entró en él.
Allí, Florian daba instrucciones a Rouleau, Trimm y un voluntario, Obie Yount, respecto a la colocación de los asientos para los espectadores, que consistían sólo en largas tablas encajadas en las muescas escalonadas de largueros que llegaban hasta el suelo desde media altura de la tienda. Cada larguero estaba sujeto en la parte superior por la horqueta de una estaca y apoyado en su parte inferior en una espiga clavada en el suelo para impedir que resbalara. Cuando estuvieron colocadas las tablas para sentarse, formaron un semicírculo de cinco hileras desde los aleros de la tienda hasta casi el suelo, en torno a cada curva del pabellón, desde la puerta principal a la trasera. Edge calculó que si acudía mucha gente y se sentaba apiñada, con los pies colgando, la tienda podía tener cabida para quinientos espectadores. Sin embargo, señaló a Florian que toda la instalación parecía bastante precaria.
—Confiamos en las leyes naturales de la física —respondió serenamente Florian—. Ahora mismo, las leyes de fricción e inercia lo mantienen todo unido. Cuando la gente venga y se siente en las tablas, la ley de gravedad lo asegurará todavía más. Como es natural, si la multitud se excita y empieza a saltar, toda la estructura podría derrumbarse.
—Debe de ser una preocupación continua —dijo Edge.
—¿Preocupación? —repitió Florian, como si la idea no se le hubiera ocurrido nunca—. ¿Por qué, mi querido Zachary? ¡Esto significaría que habíamos ofrecido un espectáculo realmente emocionante!
Hacia el centro del terreno, ahora limpio, del interior de la tienda, Ignatz Roozeboom trabajaba en otra cosa, ayudado por el Hombre Salvaje. Roozeboom había atado al poste central una larga cuerda con un clavo en el extremo y había avanzado de rodillas hasta donde le permitía la cuerda y dado vueltas en torno al poste, arañando la tierra con el clavo para trazar un círculo de un radio algo superior a los seis metros a partir del poste central. Luego, con una pala corta, empezó a cavar alrededor de esta marca, tras lo cual dio la pala al idiota, que continuó cavando en círculo. Ahora Roozeboom estaba aplastando con las manos la tierra suelta, que formaba un pequeño parapeto de unos treinta centímetros de altura por treinta de anchura en torno al círculo.
—Una pista al estilo americano —dijo Florian con una mueca de crítica—. En Europa, cualquier circo ambulante que se respete lleva una barrera curvada y pintada en bonitos colores, dividida en segmentos transportables. Nosotros también tendremos una, maldita sea, en cuanto podamos pagarla.
—El señor Roozeboom —dijo Edge—, quiero decir, el capitán Hotspur, parece muy exigente sobre las dimensiones de su trabajo. Florian miró con asombro a Edge.
—Dios mío, pensaba que esto lo sabía cualquier ignorante. Las pistas de circo, Zachary, tienen exactamente el mismo tamaño en todo el mundo. Doce metros ochenta centímetros de diámetro desde que el inglés Astley empezó el primer circo moderno y decidió este tamaño. Tiene que ser estándar en todas partes, pues de lo contrario, ¿cómo podrían amaestrarse los caballos y demás animales para trabajar después en un circo detrás de otro? Reinaría una confusión enorme si las pistas no tuvieran todas el mismo tamaño.
—Ya —dijo Edge.
—No sólo por los animales, sino también por los artistas. El caballo de un jinete que monta a pelo da exactamente veintidós pasos en una vuelta a la pista. El caballo lo sabe y el artista también, y lo sabe asimismo la banda de música, si hay una banda. De este modo, el caballo y el jinete saben muy bien dónde está cada uno de ellos durante cada número (cada movimiento del caballo, cada movimiento del jinete) y la banda de música también puede mantener el ritmo perfecto.
—Supongo que soy un Rubén muy necio —dijo Edge—. Tendría que haber sospechado algo parecido. En la caballería de tiempos de paz hacíamos ejercicios de doma y otros tipos de equitación artística en la que es preciso llevar una cuenta exacta y todo eso. A veces, al son de una banda.
—Uno de estos días tendré una banda —dijo Florian, más para sus adentros que a Edge—. Algún día lo tendré todo. Asientos decentes y verdaderos gatos, en lugar de árboles jóvenes para los largueros. —Miró en torno a la tienda y luego hacia arriba—. Y, por Dios, un pabellón decente. Una verdadera gran carpa. Y se llamará gran carpa porque será la más grande, no sólo la única. Habrá otra para los animales y otra para el espectáculo complementario. Y tendremos caballos adiestrados por parejas todos los días. Y no sólo los de la pista, sino también los de tiro. Y vestiremos las ropas de lentejuelas más llamativas y armaduras de níquel y venderemos muchas fruslerías durante el intermedio…
Edge observó que había empezado el soliloquio diciendo «yo» y que ahora ya decía «nosotros».
—… Y no acamparemos sobre las malas hierbas, como en este pobre pueblo. Nos precederá un astuto guía que irá directamente hacia las chimeneas (las ciudades grandes y prósperas) y se encargará del solar, del alimento de los animales y de nuestras propias provisiones, y también hará publicidad de la mejor clase. Seremos un espectáculo de calidad… no actuaremos en cualquier lugar donde no corten el césped del juzgado para nuestra tienda. Y entraremos en cada ciudad con un desfile por la calle Mayor. ¡No sólo tocando la banda, sino con un calíope de vapor!
—¿Un calí-ope? —repitió Edge.
—Ah, lo olvidaba. Usted ha recibido una educación clásica. Sí, al órgano de vapor se le dio el nombre de la principal de las nueve Musas y debe pronunciarse calíope, pero la gente de circo americana lo pronuncia calíope. Y como lo inventó un americano, ¿quién soy yo para corregir el nombre? De todos modos, me propongo tener uno y tocarlo a todo volumen.
Como para burlarse de él, fuera empezó a sonar un tambor débil y solitario. Florian abandonó la tienda y Edge le siguió y vieron a Hannibal Tyree, con su turbante y ropajes hindúes, sentado sobre el cuello de Peggy y golpeando un gran bombo que descansaba sobre sus muslos e iba sujeto a su espalda con una correa. Peggy llevaba de nuevo el gran manto escarlata de terciopelo, pero Hannibal se lo había puesto del revés. En este lado se veían, a ambos lados del elefante, unas letras borrosas, que antes habían sido doradas y que ordenaban: «¡VENID AL CIRCO!»
El negro dejó de golpear el bombo y gritó alegremente:
—¡Estamos listos para ir adonde usté mande, mas Florian!
—Sahib Florian, maldita sea, Abdullah. —Florian se sacó de un bolsillo del chaleco un abollado reloj de hojalata—. Bueno, casi es mediodía y ya estamos preparados, así que puedes empezar. Recorre todas las calles que puedas, pero asegúrate de recordar el camino de regreso aquí.
Hannibal asintió y gritó:
—¡Arre, Peggy!
Y el elefante dio un hábil giro hacia la derecha y cruzó el solar a paso rápido. Allí Hannibal ordenó:
—¡Entra, Peggy!
Y el animal giró con agilidad hacia la izquierda para encaminarse al centro de la ciudad. Hannibal reanudó los golpes de bombo para acompañar sus gritos:
—¡Seguidme al circo! ¡Está en el patio del ferrocarril! ¡Seguidme a la gran carpa!
—Así subirá una calle y bajará por otra —explicó Florian.
—¿No provocará la estampida de todos los caballos de la ciudad?
—Los niños lo rodearán en cuanto lo vean. Y lo precederán corriendo y gritando: «¡Sujetad a los caballos!» Cuando Abdullah vuelva, vendrá como el Flautista de Hamelín, seguido de todos los niños que existen aquí. Espero que los mayores los sigan a ellos.
—Podrían no hacerlo —observó Edge—. Podrían pensar que está reclutando hombres para el ejército de la Unión. —El bombo tenía pintado en ambos lados: «BANDA DEL CUARTEL GENERAL DE LA 3.a DIV. USA»—. Sería irónico que su negro fuera linchado en Lynchburg.
—Hum, sí —dijo Florian—. Los yanquis, ejem, perdieron este bombo y los palillos en Carolina. Si alguna vez tengo pintura, pondré nuestro nombre en él.
Edge, sintiéndose culpable porque no había hecho nada para merecer el desayuno, volvió a la tienda para ayudar a Roozeboom en la curvatura de la pista. Yount, que había ganado su sustento ayudando a colocar los bancos, ya había digerido el desayuno y volvía a tener hambre. Sospechaba que todos estaban hambrientos, así que dijo a Sarah Coverley:
—Si vuelve a prestarme la caña y el anzuelo, volveré al río e intentaré pescar algo que comer antes de la hora del espectáculo.
—No se moleste, sargento —contestó ella, muy amable—. Nosotros podemos olvidar las quejas de nuestros estómagos, si usted puede hacerlo. Florian nos ha predicho un auditorio de paja, que nos traerá toneladas de cosas buenas para comer.
—¿Un auditorio de paja?
—Muy nutrido. Incluso más gente de la que cabe, por lo que habrán de sentarse sobre la paja. En el suelo. De todos modos, Obie, es probable que hayamos ahuyentado a todos los peces del río. Han ido todos, de uno en uno o de dos en dos, a bañarse con esponja antes de vestirse. Ahora me toca a mí, así que perdóneme.
Yount se sentó en una tina invertida —de madera, que las mujeres del circo hacían servir para lavar y que era un barril de harina o whisky cortado por la mitad— y contempló a los miembros de la compañía que no estaban en el río. Uno que sin duda se bañaba muy poco era el idiota de Tarheel, a quien Hannibal, antes de irse con el elefante, había puesto su ropa de Hombre Salvaje, consistente en varias pieles de animales que le cubrían lo suficiente para no provocar quejas del público, trozos de cadena muy gruesa en torno a sus tobillos y muñecas y manchas de carbón sobre su natural suciedad, como sí fuese una pintura de guerra. El Hombre Salvaje pasó un rato saltando, haciendo muecas y produciendo ruidos de cencerro, al parecer para ensayar su personaje, y después se metió bajo el furgón de Maximus y empezó a gruñir y rugir dentro de su cubo, imitando la furia sanguinaria del león, que paseaba tranquilo arriba y abajo de la jaula.
Cerca de Yount, Florian se acicalaba, lo cual sólo significaba cepillar el sombrero de copa negro y levita granate y rascar de sus botas y bajos de los pantalones algunas trazas de excremento animal. Magpie Maggie Hag tampoco tenía que vestirse para su papel, pues la capa con capucha y los múltiples faldones era lo que siempre llevaba, así que Florian le dijo:
—Mag, en la calle hay más patanes que se paran a mirarnos. Porsi acaso no son todos pulgas, ¿por qué no vas a ocupar tu lugar en el carromato rojo?
Ella obedeció y Yount se levantó de la tina para preguntar a Florian por qué llamaba «carromato rojo» a un furgón que no era más rojo que cualquier otro.
—Otra tradición circense, Obie. Supongo que alguna vez un circo pintó de rojo el carromato de la taquilla, por razones de visibilidad. Desde entonces, el carromato de la oficina y la taquilla de todos los circos se ha llamado rojo, tanto si lo es como si no.
—Ya. Y otra cosa. ¿No podría estar construido el furgón rojo de manera más conveniente? Mire allí. Apenas se puede ver a la vieja gitana detrás de esa taquilla tan alta. Cualquiera que desee comprarle una entrada tiene que estirarse. ¿No desanima esto a la clientela?
—Más tradición, Obie, y algo más que tradición. Se pone alta no para desanimar a la clientela, sino para animar a los apresurados.
—¿Los apresurados?
—Sí, la gente que se va sin recoger todo el cambio que les corresponde. Siempre hay aglomeración en torno a la taquilla y todos quieren apresurarse para ocupar un buen sitio, así que alargan un billete y cogen las entradas y el cambio a toda prisa. Con la taquilla a más altura que los ojos, le sorprendería la cantidad de veces que los apresurados dejan atrás algunas monedas.
Yount profirió una maldición y volvió a sentarse en la tina. Florian se dirigió hacia el carromato en cuestión y abrió y bajó los paneles laterales de delante de la taquilla, descubriendo otra especie de jaula, con paredes de alambre en lugar de barrotes. Yount recordó que al «furgón rojo» lo habían llamado también «furgón del museo», y se levantó para ver qué contenía.
No mucho.
La jaula tenía un suelo de tierra y una parte enramada de un árbol muerto, que llegaba hasta el techo y parecía crecer de aquella tierra. Varios animales estaban derechos o acostados en el suelo de la jaula, unos pocos —incluyendo a una serpiente— trepaban por el árbol y en las ramas había una serie de pájaros. Todos, no obstante, estaban muertos como el árbol, y habían sido embalsamados y disecados con tanta torpeza y estaban tan roídos por las polillas y la sarna, que aún parecían más muertos. El animal de mayor tamaño era, por lo menos, una rareza: un ternero con dos hocicos en la cabeza, de modo que tenía dos bocas, cuatro orificios nasales y tres ojos de cristal. Los otros animales y aves habían sido normales cuando estaban vivos y ninguno de ellos era poco corriente en aquella región: una marmota, un oposum, varias ardillas listadas, una mofeta, un sinsonte y varios cardenales y colibríes. Incluso la serpiente era una vulgar culebra norteamericana gris y marrón, de un metro de longitud.
—Perdone, señor Florian —dijo Yount—, pero aquí no hay gran cosa que no haya visto vivo y coleando cualquier virginiano, y probablemente maldecido como un estorbo. Ni siquiera un becerro como éste es algo fuera de lo corriente para un granjero, a quien tampoco le gusta ver culebras… y, a propósito, esas culebras de leche no trepan a los árboles.
—Gracias, Obie —respondió Florian, al parecer nada abatido por la información—. Es cierto que estas especies no son distinguidas, pero cada uno de estos especímenes está relacionado con una historia única. Y cuando relato estas historias edificantes, los aldeanos ven a estos animales con otros ojos. Además, le confiaré que estos ejemplares no son tanto para asombrar a auditorios americanos como a los europeos, cuando lleguemos allí. Los colibríes, por ejemplo.
—Señor Florian, ni siquiera los extranjeros se asombrarán al ver colibríes. Yo he visto más cantidad en México que aquí.
—Nunca verá uno en Europa, si no es en un museo. Allí no existen, simplemente. Ningún europeo vio u oyó hablar de un colibrí hasta bastante después de Colón, cuando los naturalistas empezaron a llevar especímenes. Lo mismo ocurre con el oposum y otros de estos ejemplares. De modo que mi pequeño museo interesará a nuestro público europeo, puede estar seguro.
Yount profirió otra maldición y volvió a su tina para reflexionar sobre la amplia educación que estaba recibiendo allí.
Dentro del tabernáculo, Edge y Roozeboom terminaron de apisonar la curva de tierra de la pista, y Roozeboom salió a toda prisa por la puerta trasera para bañarse en el río y luego ir al carromato de los decorados a cambiarse de ropa. Edge fue también a lavarse y afeitarse y volvió al solar justo cuando Tim Trimm salía del carromato vestido para el espectáculo. Su atuendo no habría sido nada extraordinario para un hombre corriente, pues consistía en un deshilachado sombrero de paja de granjero, falda de cuadros escoceses, un viejo mono y gastadas botas de goma, pero todo de un tamaño que habría sentado bien a Obie Yount. En Trimm, las prendas resultaban tan grandes que le hacían parecer mucho más enano de lo que era. Las dos piernas le habrían cabido fácilmente en una de las botas y el sombrero de paja le bajaba hasta la nariz. Lo poco visible de él entre el ala del sombrero y las botas estaba oculto bajo pliegues voluminosos de la camisa y del mono de dril, y los puños de la camisa le colgaban hasta el suelo. Era un vestuario que a Tim le debía de haber salido muy barato —quizá se lo había quitado al espantapájaros de un campo de maíz—, pero era efectivo. Aunque Edge detestaba al enano, no pudo por menos de reír al verlo.
—No debe usted reírse, coronel Zachary —dijo Clover Lee, que ya estaba vestida para la arena.
—¿Por qué no, mademoiselle? Es un payaso. ¿No se da por sentado que la gente debe reírse de él?
—Quiero decir que usted no debería reírse. Está más guapo cuando no lo hace.
Edge suspiró.
—Lo mismo me dijo tu madre. Eres como ella, no cabe duda. —No del todo. Diga lo que diga a un hombre, está coqueteando. Cuando yo hablo, hablo en serio.
De todos modos, en opinión de Edge, Clover Lee se parecía a su madre por lo menos en belleza y hacía lo posible para superarla en este aspecto. No podía negarse que en aquel momento —vestida de pies a cabeza con una malla de color carne, una torera escarlata descolorida sobre la malla y un tutú de tarlatán, como una repisa, en torno a las caderas— Clover Lee parecía una joven escalera de mano, toda ella piernas y ángulos. Pero si algún día llegaba a comer lo suficiente, su cuerpo maduraría y, con su bonita cara, sus brillantes ojos azules y la cabellera de satén dorado hasta la cintura, prometía ser una belleza deslumbrante.
«Lástima que no pueda ir mejor vestida», pensó Edge. La malla de color carne tenía bolsas permanentes en rodillas y codos, donde además estaba muy zurcida. En el resto se veían remiendos, aplicados con mucho esmero, de modo que sólo eran visibles a muy poca distancia, pero pese a todo eran remiendos. Y en algunos lugares, la prenda tenía malas formas y pequeños jirones aún no zurcidos. En aquel momento, por alguna razón, Clover Lee se aplicaba por todas partes una esponja húmeda. Edge preguntó por qué lo hacía.
—Oh, éste es el primer truco que aprende una artista —contestó ella—. Después de ponerse las mallas —se pasó la esponja por una pierna— y los leotardos —rotó con la esponja los pequeños bultos de sus pechos— hay que humedecerlo todo. Una vez seco, se adhiere más al cuerpo.
—Y supongo que esto te ayuda a ser más ágil durante tu actuación.
Ella le miró con fijeza un momento antes de sonreír como una mujer de mundo.
—Vaya, es usted muy inocente para ser un coronel. Da a la malla más aspecto de piel verdadera, de piel desnuda. ¿Cree que los patanes vienen alguna vez a ver los números de las mujeres de circo? Vienen a ver la desnudez de las desvergonzadas y escandalosas artistas circenses. Los hombres nos miran procurando ver de nosotras lo máximo que puedan. Y las mujeres sólo miran para saber cuánto nos atreveremos a enseñar para luego criticarnos. Diablos, si fuese tan buena amazona como mi madre, o incluso la Gran Zoyara, los patanes nunca se darían cuenta. Y si creen que han vislumbrado algo entre mis piernas, justo donde se juntan, los mirones se van a sus casas creyendo que no han malgastado el dinero de la entrada. Y ni siquiera tengo aún piernas bien formadas de mujer, para no hablar de lo realmente interesante que ellos buscan aquí arriba… Ya se lo he dicho, coronel Zachary, está más guapo cuando no sonríe.
—Lo siento, pero he vuelto a pensar lo mismo: no cabe duda de que eres hija de tu madre.
Su coloquio fue interrumpido por una repentina música de trompetas, no muy bien interpretada, pero reconocible como los primeros acordes de Dixie Land. Edge buscó el origen del sonido y lo encontró dentro de la tienda. Tim Trimm tocaba la corneta, asomándola a la puerta principal del pabellón mientras mantenía su cuerpo disfrazado detrás de la lona, invisible para los transeúntes.
Por la correa que pendía de ella, se veía que la corneta había sido en un tiempo propiedad de una banda militar.
Edge escuchó hasta que la corneta gimió la última frase: «Desvía la mira-a-da…» Entonces dio un respingo cuando cambió a «Escucha el sinsonte» con una estridente nota falsa que ningún sinsonte habría tratado de emular, y se dirigió de nuevo al patio trasero. Roozeboom, Rouleau y Sarah Coverley ya estaban vestidos y se habían convertido en capitán Hotspur, Monsieur Roulette y Madame Solitaire.
El capitán se había puesto un sombrero de alas anchas, una guerrera con charreteras enormes y anchos pantalones con galones laterales. Salvo por el hecho de que llevaba zapatos en vez de botas, su atuendo era un uniforme casi militar, confeccionado sin duda con piezas sobrantes de azul yanqui y gris rebelde, teñidas ahora de un color morado que no se parecía al uniforme de ningún ejército del mundo. Tanto monsieur como madame llevaban las mallas ceñidas que lucía Clover Lee. Encima, Roulette llevaba ropa interior —un conjunto ordinario de camiseta de manga corta y calzoncillos hasta la rodilla— a rayas anchas amarillas y verdes. Encima de sus mallas, Solitaire se había puesto un chaleco cubierto de unas cosas plateadas que parecían escamas de pescado, y ceñido su cintura con una falda traslúcida de tul rígido plateado que le llegaba hasta las rodillas. Edge pensó que el refulgente chaleco realzaba su hermoso busto, pero la falda podía privar a los patanes de su placer de mirones lascivos.
No se acercó a ella, porque estaba ocupada junto con los dos hombres en sacar cosas del furgón de los decorados. Monsieur Roulette arrastró hasta la gran carpa una escalera corta y algo que parecía el trampolín de un niño pequeño. El capitán Hotspur y Madame Solitaire entraron varios rollos de cuerda gruesa de color rosado y objetos como aros infantiles, adornados con volantes fruncidos de papel rizado de color rosa. Edge rodeó la parte exterior de la tienda de lona en dirección a la puerta principal. Pasó por delante de los dos caballos de pista, el blanco y el tordo —sin silla, sólo con una delgada cincha—, y vio que alguien había trenzado cintas de colores en sus crines y colas, cepillado sus lomos con polvo de resina y colocado bridas de riendas extralargas, engalladores de mandíbula a cincha y plumas que oscilaban sobre las orejas de los caballos.
Cuando Edge llegó a la parte delantera del solar, vio a un número considerable de lynchburgueses, blancos y negros, hombres y mujeres, adultos y niños, parados en la calle, con ojos y bocas muy abiertos mientras escuchaban al invisible Trimm, que ahora tocaba roncamente Cacahuetes, y al invisible idiota, que rugía y hacía entrechocar las cadenas del león bajo la jaula, y al muy visible Florian, que ya saludaba, ya daba unos pasos de baile, ya agitaba su sombrero, y todo esto sin dejar de brincar y exhortar en voz alta:
—¡Vengan, vengan todos! ¡Vengan al circo, donde todo el mundo vuelve a ser un niño, sólo por un día! Señoras y caballeros, pequeños y gentes de color, antes de que dé comienzo el espectáculo podrán admirar nuestro museo zoológico y ornitológico de animales exóticos capturados en la selva. Después, acérquense todo lo que se atrevan a la guarida del león africano devorador de hombres, rey de la jungla. Dentro de la gran carpa sentirán primero la emoción de la música y el espectáculo de la gran entrada y el gran desfile de toda la compañía del circo. A continuación…
Se interrumpió cuando los primeros ciudadanos perdieron la timidez —un hombre y una mujer pobremente vestidos— y se le acercaron con las manos extendidas para ofrecerle algo. Fuera lo que fuese, no era dinero. Florian lo examinó, le dio una vuelta y gritó al furgón rojo:
—¡Madame tesorera, dos entradas de preferencia para nuestros dos primeros clientes entendidos de la tarde! —Y entonces se volvió para continuar arengando a los mirones—. ¡Vengan, vengan todos! No darán crédito a sus oídos cuando el renombrado Monsieur Roulette, maestro del engastrimitismo, proyecte su voz hacia partes remotas de la arena y engastrimitice incluso objetos inanimados…
Yount se acercó a Edge y dijo con admiración:
—Vaya, no cabe duda de que sabe enroscar la lengua en torno a palabras de artillería pesada, ¿no crees?
Seguía acudiendo gente, algunos a solas pero en su mayoría por parejas y familias, que cruzaban la calle y se acercaban al carromato rojo, pagando en algún caso con dinero en efectivo. Sin embargo, la mayor parte tenía que detenerse a medio camino para que Florian examinase su mercancía. Por lo que pudieron ver Edge y Yount, no despreció nada de lo ofrecido y no negó la entrada a nadie, indicando a todos la taquilla. Sólo se quedaron a cierta distancia unos cuantos niños que no tenían nada que ofrecer por la entrada.
Maximus y el Hombre Salvaje conocían claramente el procedimiento del día circense. Cuando los primeros clientes recibieron sus entradas y se detuvieron a mirar el museo del carromato rojo, el idiota salió de debajo de la jaula y desapareció en el patio trasero, dejando para el león su imitación vocal, bastante más pobre, de un sanguinario devorador de hombres. Ahora, además de andar arriba y abajo, Maximus enseñaba de vez en cuando los dientes y emitía un rugido ronco y entrecortado. Sin embargo, esto pareció suficiente para impresionar a los visitantes. Cuando llegaron a su jaula, se quedaron a una distancia respetuosa, lo miraron con temor y se lo señalaron unos a otros, discutiendo en voz baja sus diversas características leoninas.
En un momento en que había un nutrido grupo de gente ante la taquilla y Florian pudo hacer un alto en su discurso, cruzó corriendo el solar y dijo a Edge, jadeando un poco:
—¿Me haría un favor, Zachary? Su uniforme se parece bastante al de un portero…
—Muchas gracias. Igual que el del ejército de los Estados Confederados.
—Sí. Me pregunto si tendría la amabilidad de recoger las entradas en la puerta principal. No las rompa, sólo recójalas, para que podamos volver a usarlas. Dirija a los negros hacia los bancos más altos de la izquierda. Los blancos pueden sentarse donde quieran. —Sin esperar a que Edge accediera, añadió—: ¡Ah! Veo que lleva la pistola al cinto.
—Lo lamento. No conocía un lugar seguro para dejarla, así que… Pero Florian se limitó a levantar la voz para dirigirse a los mirones que estaban ante el carromato de las jaulas:
—¡No tengan miedo, damas y caballeros! En el caso de que este fiero león escapara de la jaula —toda la plebe retrocedió un paso—, tenemos siempre alerta y armado al famoso explorador inglés de África, experto en caza mayor, coronel Zachary Plantagenet Tudor…
—¡Dios mío!
—… Pueden estar seguros de que a la primera señal de peligro, el coronel y su infalible revólver de seis tiros despacharía a la fiera antes de que pudiera devorar o mutilar a un número importante de espectadores. Gracias, damas y caballeros. Ahora, disfruten de las piezas exhibidas. El espectáculo comenzará muy pronto.
Y volvió a su puesto cerca de la calle, dejando a la gente en una contemplación todavía más respetuosa del viejo Maximus y casi tanto de Edge.
—Maldita sea —dijo Yount, todavía admirado—, ese hombre es capaz de sacar provecho de cualquier cosa que tenga a la vista.
Edge le miró de reojo y fue a colocarse junto a la puerta principal de la tienda, dando un respingo al oír la estridente versión de Trimm de Vete a casa, Cindy. Yount se fue por el otro lado para ayudar a Florian a recibir a más clientes portadores de mercancías. El gentío aumentó cuando Hannibal volvió al cabo de un rato sobre los lomos de Peggy, precediendo, como se esperaba, a un séquito de niños, todos gritando y vitoreando e intentando imitar el paso solemne del elefante. No lejos de ellos seguía una caravana de carromatos, carretas, calesas y tartanas que traían a personas mayores y familias enteras. Y a la zaga venía aún más gente, los que iban a pie.
—¡Por Dios que hoy será un día de paja! —exclamó Florian con entusiasmo—. ¿Sabe, Obie? ¡Además de los comestibles, objetos útiles e inútiles billetes secesionistas, he cobrado setenta y cinco centavos en buena y sana moneda de plata federal! —Llamó a Hannibal cuando el negro descendía del cuello del elefante por la trompa enroscada y después por la rodilla levantada hasta llegar al suelo—. ¡Abdullah, alégrate! Una señora me ha dado seis platos hondos de porcelana por unas entradas, así que tú y Trimm podéis permitiros el lujo de romper uno o dos, si queréis, cuando hagáis el número de malabarismo cómico.
Hannibal esbozó una sonrisa radiante y, ya de lleno en su personaje, contestó:
—¡Amén a Alá, sahib Florian!
El regateo, el intercambio y la venta de entradas prosiguió, mientras Yount llevaba corriendo al furgón de la carpa las mercancías recibidas y Hannibal se unió con su tambor a Trimm y su corneta para tocar música invitadora, como Nadie sabe lo malo que he visto, y Edge recogía estoicamente los mugrientos trozos de cartón que la gente le alargaba al entrar. Cuando una mujer observó al pasar: «Veo que hoy va vestido», Edge sonrió con timidez, reconociendo a la señora Grover.
En un momento dado, y casi a la hora prometida, las dos, el solar se quedó vacío —exceptuando a los numerosos vehículos aparcados junto a los tinglados del ferrocarril, a buena distancia de allí para que los caballos y mulas no se asustaran por el olor del león o el elefante— y todos los bancos de la gran carpa crujieron bajo el peso de ilusionados espectadores. Con tanta gente dentro, el pabellón era ahora caliente y húmedo. El sol, ya muy alto, enviaba brillantes rayos amarillos a través de la penumbra polvorienta del interior: un gran rayo, como un foco, por la abertura del aro de soporte en el extremo del poste central, y rayos más finos por la docena aproximada de agujeros en la lona.
Ante el carromato rojo, Florian relevó a Yount para que fuese a buscar un sitio desde donde contemplar el espectáculo —«para que lo vea todo desde el principio»—, y entonces miró a su alrededor, muy satisfecho. Por lo que podía ver de Lynchburg, no había a la vista ningún otro cliente en potencia, excepto los niños harapientos que aún esperaban tristes y con las manos vacías en la calle adoquinada. Les hizo una seña y ellos se acercaron temerosos, como temiendo una reprimenda, que fue lo que recibieron.
—¡No se puede decir que tengáis arrestos, chiquillos! —ladró Florian—. Cuando tenía vuestra edad y vuestro tamaño, yo me habría escabullido por debajo de la lona hace mucho rato. ¿Qué os pasa?
Una niña de cara sucia murmuró:
—No estaría bien, señor.
—¡Tonterías! ¿Crees que estás adulando a tu maestro de catecismo? Vamos, pequeña. ¿Qué preferirías ser? ¿Virtuosa y melancólica o pecadora y alegre?
—Bueno, yo…
—No me lo digas. Ahora venid y divertíos. Cuando hayáis crecido, tratad de ser pecadores. —Cuando se dirigía al patio trasero, gritó a Edge—: ¡Nada de entradas, coronel, son invitados de la dirección! ¡Déjelos pasar!
Los niños cruzaron en fila el umbral a paso de cortejo fúnebre, todavía con recelo, mirando de reojo la gran funda al cinto del portero y a Yount, alto y barbudo, junto a él. Una vez dentro, sin embargo, se dispersaron, riendo con alegría, se introdujeron como pudieron en los bancos atestados, y el espectáculo comenzó.