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Cuando Edge se apeó de la berlina en la avenida del Florilegio un día al atardecer, varios artistas, peones y mozos de cuadra que pasaban por allí le gritaron: «¡Bien venido!» o el equivalente en otras lenguas. Cuando bajaban la maleta de Edge del portaequipajes, Florian salió del furgón rojo y también se acercó para decir:

—Bien venido, muchacho. Te hemos echado de menos.

—Diablos, sólo he estado fuera cinco días. Pero es bueno saber que no queréis prescindir de mí. Veo que Stitches ha levantado las nuevas tiendas vestidores. Nuestro circo casi parece una ciudad.

—Y tú estás bronceado y en buena forma después de tu estancia entre los ricachones.

—Bueno, hemos pasado tres días al aire libre. Cazando ciervos un día, otro persiguiendo liebres y otro cazando jabalíes. La despensa de la condesa estará bien surtida de carne durante un tiempo.

—Ven al furgón rojo y quítate el polvo del camino. Banat, lleva la maleta de Zachary a su remolque. Y de paso, di a Tücsök que venga a verme, por favor.

En la oficina, Florian sirvió copas de vino de Csopaki y ambos encendieron cigarrillos. Edge preguntó:

—¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia que yo deba saber?

—Pues sí. Varias buenas noticias. Quizá sabías que Maggie Hag estaba tratando a Meli Vasilakis para curar su infortunada enfermedad con un régimen de alcanfor, bromuros y ungüento de calomelanos. Pues bien, por fin Maggie le ha dado de alta y ahora Meli y sir John han consumado su idilio. Al menos, lo supongo, porque él se ha trasladado al remolque de Meli.

—Me alegro de saberlo.

—Y Bum-bum ha contratado para su banda a un nuevo músico lleno de talento: Gombocz Elemér, tocador de címbalo. Tuvimos que reforzar el estrado para que aguante el instrumento, pero su música melodiosa merecía tomarse la molestia.

Edge asintió con aprobación.

—Y hemos añadido un artista nuevo. Durante tu ausencia me he encargado de la dirección de la pista y del número de caballos en libertad, pero no teníamos un tirador de repuesto ni un jinete de volteo, así que simplemente dimos más tiempo a los otros artistas para rellenar el programa. Pero al segundo o tercer día se presentó este artista único, en respuesta a mi anuncio en el Era. Ni siquiera te describiré el número; dejaré que te sorprendas al verlo, como los patanes. Pero el tal Tücsök no es un primero de mayo, sino un artista consumado y además fantástico.

—Le he oído decir el nombre a Banat y he pensado que sería uno de nuestros eslovacos.

—No, es un nom-de-théâtre. Una palabra húngara que quiere decir Grillo.

—¿Grillo? Si esto significa lo que me temo…

—Sí. Un enano.

—Joder, dijo que tenía buenas noticias. ¿Otro maldito enano? ¿Después de las molestias que nos ocasionaron los otros hijos de puta…?

—Esta vez es hembra y no será una hija de puta. La he instalado con Clover Lee y Domingo y están encantadas como si les hubiera regalado una hermanita, aunque Grillo tiene más años que ellas dos juntas. Es una criatura encantadora y… bueno, aquí está. Katalin Szábo kisaszony, ¿puedo presentarte a Edge Zachary úr? Nuestro director ecuestre, sobre quien has oído tantos elogios. Zachary, te presento a Katalin Szábo, conocida profesionalmente como Tücsök, Grillo.

Ella dijo, con una voz aguda pero no chillona, y en un inglés excelente:

—Encantada de conocerle, coronel Edge.

Miss Grillo —contestó él.

Se había levantado al entrar ella y ahora tuvo que inclinarse, más de lo que se había inclinado jamás ante cualquier persona regia o noble, para poder estrechar la diminuta mano de Grillo. Tuvo que admitir que era una versión nueva y mejorada de la raza enana. Excepto que estaba un poco rechoncha para su altura, que era sólo de unos setenta y cinco centímetros, tenía el cuerpo bien formado y proporcionado. Era sencillamente la miniatura perfecta de una joven muy bonita con cabellos castaños rizados y ojos muy azules —aunque no era tan joven como su cara de muchacha hacía suponer a primera vista— y fumaba un cigarrillo con una larga boquilla de jade.

Florian dijo a Edge:

—Katalin ejecuta su número en la primera mitad del programa y te garantizo que es magia pura. Luego, en el intermedio, se suma al espectáculo de sir John. Entra en el anexo a lomos de Rumpelstilzchen, de momento a pelo, pero Stitches le está haciendo una silla y bridas en miniatura. Lleva la ropa tosca de un csikos, el llanero húngaro, y canta algunas tonadillas obscenas. Después se quita las prendas masculinas para lucir el delicado y polícromo vestido de una joven campesina y baila unas csárdás seductoras.

—Estoy impaciente por ver su misterioso número de pista —dijo Edge a la enana—. Y estoy seguro de que sir John se sentirá encantado de tener en su espectáculo a una verdadera artista y no sólo figuras inertes.

—Espero complacer a todos, coronel —respondió ella—. Monsieur Pemjean y yo ya hemos empezado a enseñar algunas cosas al caballito (mover la cabeza, encabritarse, saludar) para que las haga conmigo. Un número para el estrado del espectáculo complementario.

—Parece atractivo —observó Edge— y le doy la bienvenida a la compañía.

Katalin le dedicó una sonrisa traviesa y exhaló un aro de humo liliputiense.

—En cuanto tenga un momento libre —dijo Florian—, Tücsök, te llevaré a un artista del daguerrotipo y te haré hacer cartes-de-visite para su venta. Se venderán mejor que los pretzels.

Katalin le dio las gracias y se despidió.

Supongo que merece mi bienvenida —dijo Edge—. Recuerdo al Mayor Gusano y a sus pequeños compañeros de juegos. Director, este Grillo es lo bastante atrayente para tentar a los libertinos adultos a probar una novedad semejante.

—Estoy completamente seguro de que rechazará cualquier requerimiento —afirmó Florian—. Te revelaré, sólo a ti, una confidencia que me ha hecho. Tücsök dio a luz un niño hace muy poco tiempo. No ha especificado la paternidad, pero esto no importa. Era un niño de tamaño normal, como suele suceder entre los enanos, asi que lo dio inmediatamente para que fuese adoptado y criado en una familia buena, normal y corriente. Y dice con franqueza que la experiencia del alumbramiento fue tan espantosa, ya te lo puedes imaginar, que jamás se expondrá a que se repita. No, creo que no debe preocuparnos nada parecido al problema de Reindorf.

Fuera sonó un rumor repentino y el sonido de la música.

—Aquí llega el órgano de vapor para anunciar la función nocturna —dijo Florian—. Debo irme. Pero antes, dime: ¿cómo encontraste a tu condesa? ¿Era tan exquisita como creías?

—Bueno, no soy una autoridad en lo que se refiere a damas de alto rango, pero una vez vi a la señora de Jeff Davis y desde luego no podía compararse a esta condesa Hohenembs.

—Conque éste es su título, ¿eh? —Y Florian repitió, intrigado—: Hohenembs… Hohenembs. Estuve allí una vez. Es un lugar dominado por una gran montaña rocosa. Muy cerca de la frontera de Liechtenstein. Y, si no recuerdo mal, Hohenembs es una baronía. En tal caso, el título de tu dama sería sólo baronesa. Me temo, Zachary, que te han engañado.

—No me ha costado nada. Muy al contrario.

—Oh, podría equivocarme. Hace mucho tiempo que estuve en Hohenembs. —Florian se puso la mejor levita y el mejor sombrero de copa—. ¿Estás demasiado cansado del viaje para participar esta noche en la función?

—No. Déjeme terminar el vino e iré a vestirme.

Florian salió, dejando a Edge solo en la oficina, que era lo que éste deseaba. Muchas observaciones de Amelie le habían dado la sensación de déjà-entendu y ahora quería verificar algo que recordaba vagamente. Murmurando «Ferenc, Franz… Franz, Ferenc», fue hacia la pared donde Florian había colgado la invitación enmarcada de Francisco José a Schönbrunn y buscó en la larga lista de títulos del emperador. Hacia la mitad, después de varios reinos y ducados, encontró: «Landgraf von Habsburg und Tirol, Grossvoivode von Serbien, Graf von Hohenembs…»

—Florian, te has equivocado acerca de Hohenembs —murmuró Edge.

Tiró el resto del vino y fue a su remolque. Abrió su baúl y rebuscó entre sus recuerdos —en su mayoría pequeñas cosas de Autumn que había conservado—, encontró la cartera que le habían dado en Schönbrunn y la sacó para mirar el escudo bordado del imperio austríaco. El emblema del águila bicéfala era el mismo que el de las columnas de la terraza del palacio de Amelie. Todavía hablando para sus adentros, dijo Edge:

—Pero tienes razón, Florian; no es una condesa. O no sólo una condesa. —Entonces rió—. Diablos, y yo pensé por un momento que podía ser una moza de cuadra.

Se levantó, descolgó de la percha el uniforme de coronel Ramrod y empezó a vestirse para el espectáculo.

Cuando llegó a la carpa, el órgano de vapor había enmudecido Y la banda de Bum-bum ya tocaba y los primeros espectadores ocupaban sus asientos. Edge subió al estrado para echar una ojeada al nuevo címbalo. Era una caja de madera grande y caprichosamente tallada, con patas también talladas, bastante parecido a un antiguo piano cuadrado pero sin teclas ni tapa, de modo que las innumerables cuerdas metálicas quedaban al descubierto y se tocaban directamente con pequeños y suaves mazos que el cimbalista Elemér sostenía entre los dedos de cada mano. Sin embargo, el címbalo no era un humilde y modesto dulcémele dominado por el resto de la banda. Aunque Elemér podía, en pasajes deliberadamente tranquilos, hacer que su música sólo tintinease, también podía hacerla sonar con estruendo e incluso lo bastante fuerte para que se oyera por encima de todos los tambores e instrumentos metálicos. Era evidente que disfrutaba con su trabajo; sonreía sin cesar mientras tocaba, hacía ondear orgullosamente su melena de cabellos negros y su sonrisa era aún más radiante cuando producía un efecto musical más complicado y placentero que los otros. Edge no interrumpió para presentarse, pero Elemér, sin dejar de tocar —y hacerlo bien— con la mano izquierda, alargó la derecha para estrechar la de Edge.

Dio comienzo el espectáculo y se desarrolló con suavidad a lo largo de la primera mitad del programa. Entonces, cuando Lunes y Trueno hubieron terminado su número de alta escuela y saludado al público, Edge vio por primera vez la nueva adición a la compañía. Florian saltó a la pista con su megáfono y proclamó, grandilocuente como de costumbre —en húngaro, en alemán y, quizá para que Edge lo comprendiera, en ingles— «A Büvös Gömb! Die Verzaubert Kugel! The Enchanted Globe!» Entretanto varios eslovacos llevaron al centro de la pista un aparato muy grande que Edge no había visto nunca. Era como una combinación de escalera circular y un tranvía de vía muy estrecha. Tenía dos raíles niquelados paralelos que se elevaban del suelo en un ángulo suave y luego subían en espiral formando curvas moderadas hasta terminar en una plataforma a unos cuatro metros y medio sobre el serrín de la pista.

El público enmudeció para contemplar el artilugio y en el silencio sólo un instrumento de la banda, el címbalo de Elemér, empezó a tocar muy quedamente los fantasmales primeros acordes de la Música de las esferas de Josef Strauss. Luego entró rodando hasta la pista por la puerta trasera de la carpa, entre las graderías, una bola de madera de un metro de diámetro, pintada en zigzag con vivos colores. Ningún peón la había empujado y ninguno la empujaba ahora. La bola rodaba lenta y pausadamente, pero por propia iniciativa. Y no fue perdiendo velocidad hasta detenerse, sino que continuó rodando y dio tres vueltas a la pista. El público la contemplaba en respetuoso silencio y el címbalo seguía repitiendo —por lo bajo, con un efecto casi fantasmagórico— variaciones sobre los etéreos acordes iniciales de la Música de las esferas.

El ambiente de la carpa se volvió aún más sobrenatural cuando, increíblemente, la bola de madera giró hacia las vías niqueladas, rodó entre los estrechos raíles y, todavía con lentitud pero sin vacilar, rodó cuesta arriba. A medida que subía, el volumen de la música del címbalo iba en aumento, Elemér tocaba los compases en crescendo de la Música de las esferas cada vez con más fuerza y vivacidad mientras la bola describía serenamente la espiral de los raíles ascendentes. Cuando la Bola Encantada llegó a la plataforma de arriba, toda la banda se unió al címbalo para tocar un estruendoso final, sacando de su estupefacción al público, que estalló en un clamoroso aplauso.

Allí arriba la bola multicolor realizó varios giros al ritmo de la música e incluso dio un par de perezosos brincos. Y entonces se abrió. Por supuesto Edge había comprendido pronto el secreto de su misteriosa locomoción, así que no le sorprendió ver abrirse la bola como una concha, descubriendo dos hemisferios huecos unidos por goznes y una abrazadera. El dibujo en zigzag servía para ocultar estos últimos y también, supuso Edge, algunas mirillas. No obstante, cuando se abrió y apareció la pequeña Tücsök, vestida con un brillante leotardo anaranjado, y saludó y levantó los brazos en forma de V, sudaba visiblemente. Incluso alguien bajo como ella tenía que estar estrecho dentro de aquella concha y habría tenido que andar o arrastrarse hábil y laboriosamente para mover la bola como lo había hecho. Cuando apareció Grillo, la música de la banda produjo un estallido tan fuerte como los vítores, aplausos y pateos de los espectadores.

Grillo se deslizó alegremente por la espiral como un niño por un tobogán para saludar desde la pista. Mientras los peones retiraban el atrezo, Edge le dijo en tono admirativo:

—Florian dijo la verdad. Ha sido pura magia. Y usted debe de ser mucho más fuerte de lo que parece por su tamaño.

—Bueno, soy capaz de hacer rodar la bola hasta allí arriba, pero siempre termino el número en la plataforma. Sólo rodé hacia abajo una vez. Perdí el control y bajé saltando y dando tumbos como una piedra en una avalancha y cuando salí parecía un huevo revuelto. No lo volveré a hacer.

—Así lo espero. Es demasiado bonita para convertirse en un revoltillo.

—Gracias, coronel. Y gracias por elogiar mi número.

Algunos miembros antiguos de la compañía habían añadido refinamientos a sus rutinas durante la breve ausencia de Edge. Domingo Simms, por ejemplo, se había procurado un balón de fútbol y lo usaba en su actuación de un modo espectacular. Maurice LeVie le había enseñado el truco sin ningún egoísmo, diciendo que él era demasiado pesado y anguloso para hacerlo con la misma gracia que ella. Mademoiselle Butterfly concluía su solo lanzándose sentada en el trapecio, llevando el balón. Entonces, describiendo arcos largos pero lentos, se levantaba, colocaba el balón sobre la barra y luego se ponía cabeza abajo sobre el balón oscilante, con los brazos y piernas extendidos en forma de estrella, sin agarrarse a nada mientras se columpiaba de un lado a otro. Algunas personas del público, incluso hombres adultos, tenían que desviar la mirada por temor a verla caer. Pero Domingo no sufrió nunca ningún percance e incluso dijo a Edge que encontraba el número —el hecho de tentar a los dioses— casi eufóricamente estimulante.

Quincy Simms había inventado una contorsión nueva. Después de que él y Miss Eel terminaran su dúo, adoptaba una posición final espeluznante. Como si no tuviera huesos, se doblaba lentamente hasta el suelo de modo que el cuerpo y los brazos daban la impresión de desaparecer, dejando visibles sólo las piernas cruzadas y entre ellas el mentón apoyado. Entonces esbozaba una sonrisa espantosa y los ojos se le salían de las órbitas. Con la mueca, la cara negra y las flacas piernas en ángulo, tenía todo el aspecto de la calavera y los dos huesos cruzados de las banderas piratas o las etiquetas de los frascos de veneno. Algunos espectadores también desviaban la mirada al verle, aunque la mayor parte reía y aplaudía con satisfacción.

—Bueno, no cabe duda de que pone los pelos de punta, Alí Babá —le dijo Edge—, pero es ingenioso y en general parece ser bien recibido.

—Quisá gusta a los patanes, mas’ Zack —replicó Quincy, malhumorado—, pero yo no les gusto. Oigo desir a los de las sillas: «Ése no es Alí Babá, es sólo un susio negrito que se deshonró con un hombre blanco».

—¡Vaya, Quincy! —exclamó Edge, perplejo y sorprendido—. Nunca he oído hacer semejante observación. Diablos, no podrían hacerla. Ninguno de esos patanes habla inglés. Es sólo imaginación tuya.

En la primera oportunidad Edge fue a ver la actuación de Grillo en el espectáculo complementario de Fitzfarris. Este estaba encantado de tenerla entre sus artistas y el público del anexo aplaudía su número casi tanto como el de la Bola Encantada. Cuando, vestida de pastor y simulando una ridícula voz de bajo, Tücsök entonaba las canciones vulgares e indecentes de los pastores, los hombres reían a mandíbula batiente y se daban palmadas en los muslos mientras las mujeres fingían escandalizarse o avergonzarse. Pero tanto mujeres como hombres sonreían al verla y aplaudían rítmicamente cuando, vestida con una blusa de cuentas polícromas y una falda de innumerables pliegues pequeños y acompañada por la música del acordeonista de Fitz, Tücsök bailaba las antiguas, briosas y coquetas danzas de las posadas llamadas csárdás.

—Es maravillosa, desde luego —dijo Edge a Florian— y, o bien es una excepción entre los enanos, o yo fui un ignorante y me equivoqué al condenar a toda la tribu en general. Pero, director, antes de irme de vacaciones, usted se quejó de la desproporción entre mujeres y hombres en la compañía y lo primero que hace es contratar a otra mujer.

—Bueno, no puedo dar batidas en busca de artistas de sexo masculino. Tendré que esperar que vengan a ofrecerse, aunque sean primeros de mayo, para corregir el desequilibrio.

Pero el desequilibrio tardó en subsanarse; una semana después incluso aumentó. Durante una función de tarde, el número de contorsionismo de Miss Eel y Alí Babá terminó, como siempre en los últimos días, con la postura de calavera y huesos cruzados del muchacho. Y aquel día parecía especialmente encantado con los suspiros, risas y aplausos del público, porque permaneció inmóvil durante tanto rato que el director ecuestre tuvo que silbarle para que se levantara, saludase y cediera la pista al número del trapecio. Alí Babá no hizo caso y continuó en la misma postura. El coronel Ramrod silbó con más fuerza y, como el muchacho no se movía, cruzó la pista para propinarle un airado empujón. Doblado como estaba, era difícil empujar a Alí Babá, pero tampoco habría servido de nada porque estaba muerto. El director ecuestre llamó a dos eslovacos para que se lo llevaran tal como estaba, fijo en su postura de calavera y huesos cruzados, ahora tristemente apropiada. El público reía y aplaudía, tomándolo por un final cómico del número.

Las autoridades de Budapest habrían tratado la muerte de Quincy con la misma indiferencia que habían demostrado hacia la de Spyros Vasilakis, pero Florian sentía la suficiente preocupación y curiosidad para llamar a un médico que certificara la causa del fallecimiento. Después de examinar el pequeño cadáver, el médico reveló sus conclusiones a Florian y éste las tradujo a Edge:

—Parece ser que, en cierto modo, le ha matado Cecil Wheeler, el ex amigo de Alí Babá.

¿Qué?

—¿Recuerdas que durante algún tiempo Quincy percibía olores que nadie notaba, oía ruidos extraños y encontraba sabores distintos en los alimentos más corrientes?

—¿Quiere decir que ha sido envenenado?

—No. También recordarás que en la última actuación de Cecil, Quincy se cayó de cabeza del velocípedo. Desde entonces ha vivido, y trabajado heroicamente, con el cráneo fracturado. Si lo hubiéramos sabido e inmovilizado al chico en la cama, podría haberse recuperado. Pero hoy su pobre cabeza sucumbió a la lesión.

Edge fue a decir unas palabras de pésame y dar un abrazo de consuelo a Domingo, que sonrió con tristeza y dijo:

—Nosotros los Simms nos estamos extinguiendo. Quizá Martes Y Quincy habrían hecho mejor en quedarse con los Furfew, descalzos, pobres e ignorantes. Quizá habríamos debido quedarnos.

—No digas tonterías. Sabes muy bien que los dos han visto más de la vida, incluso a sus pocos años, que si hubiesen envejecido en Virginia. Y tú eres Mademoiselle Butterfly. No existen límites para lo alto y lo lejos que puedes volar.

Cuando Edge expresó su condolencia a Lunes, ésta no parecía abrumada por el dolor. Dijo:

—Déjeme preguntarle algo, señor Zack, que no puedo preguntar a mi señor Demonio. No es del sur, así que no pue saberlo. Se trata de lo siguiente. Ahora que no tengo siempre a la vista a mi hermano Quincy, ¿cree que la gente cambiará su opinión de ?

—No sé, Lunes, dudo de que alguien te haya juzgado alguna vez comparándote a tu hermano. Tus cualidades o tus habilidades…

—Estoy hablando del color. Mientras Quincy estaba aquí, yo sólo podía ser familia de un chico negro. Mi señor Demonio me llama su… una palabra francesa que significa mulata. Pero si un hombre no supiera que tenía un hermano negro, ¿no podría tomarme por algo mejó que una media negra?

Edge contestó secamente:

—No te refieres a algo mejor, sino a algo más fácil. —La miró, estudiándola—. Supongo que podrías pasar por una chica mexicana inusualmente bonita. O una chica de una isla tropical.

—¡Vaya! —Sonrió—. Dígame los nombres de algunas.

—Diablos, podrías afirmar que eres la reina de Saba, pero no esperes que la gente crea en tu palabra. La reina de Saba era una mujer lista y tú tendrías que educarte, refinarte y pulirte. Como decir puede en vez de pue. —Lunes dejó de sonreír y pareció ofendida—. Tu hermana Domingo, en cambio…

—¡Claro, ella! —exclamó Lunes con resentimiento—. No le importa ser mulata mientras pueda hablar bien y exhibir sus buenos modales. ¡Maldita sea! Y cualquier hombre nuevo podría ver que soy su hermana, otra mulata, ¿verdad? ¡No puedo mejorar si ella no lo hace, coño!

Edge suspiró, renunció a convencerla y se fue a ayudar a Florian en la organización del funeral de Quincy-Alí Babá.