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—Yo diría que no veremos más al elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los soldados de uniforme azul.
—Supongo que no, Billy —respondió uno de los soldados de uniforme gris. Entonces pareció un poco sorprendido—: ¡Eh! ¿Vosotros, los yanquis, también decís lo mismo sobre el elefante?
—Siempre, o solíamos decirlo —respondió el soldado de la Unión—. Si un tipo decía que iba a ver al elefante, significaba que su tropa salía a luchar con vosotros, los rebeldes.
—Claro, y lo mismo pasaba con nosotros, los confederados. Siento haber perdido esta guerra, pero no siento haber dejado de ver para siempre a ese elefante en particular.
—Yo tampoco. ¿Te gustaría echar humo?
—¡Santo Dios, Billy Yank! ¿Tienes tabaco?
—Un poco. Y tú, ¿tienes una pipa?
—Es casi lo único que me queda. —El soldado confederado cambió de mano las riendas de varios caballos y con la mano libre rebuscó en un bolsillo—. Hemos fumado y masticado hojas de frambuesa, cuando no las hervíamos para hacernos «té». ¿Te lo imaginas? Y toda esta parte de Virginia solía ser tierra de excelente tabaco.
—Ahí tienes. Hoja ancha cultivada en la sombra de Connecticut. Llénate la pipa.
Otros reclutas abandonaron las rígidas posturas de patio de revista que habían mantenido junto a los caballos, y azules y grises se mezclaron, alargándose mutuamente las riendas que sujetaban, a fin de llenar sus pipas o cortar una porción de tabaco. Estaban en una loma cubierta de hierba al lado de un acre triangular de terreno baldío, un poco más abajo del juzgado del pueblo, y cuidaban las monturas de los numerosos oficiales unionistas y confederados que supervisaban la formación del último pabellón de armas.
Estos generales y coroneles, que vigilaban al borde del terreno ceremonial, aún no se habían relajado y permanecían erguidos y graves como si asistieran a un funeral militar. Y en cierto modo así era, con ayuda de la música melancólica tocada por la banda unionista —las canciones de campamento más tristes de todas las preferidas por uno u otro ejército—, Lorena de los confederados y Levantando esta noche las tiendas en el viejo campamento de los yanquis. En los campos que rodeaban la parda ciudad de tiendas yanqui surgida junto al pueblo, estaban formados los restos del ejército confederado de Virginia del Norte. Al oír una orden, los hombres marcharon por compañías hasta el borde del terreno baldío triangular y, tras otra orden, entraron en él por pelotones. Efectuaban los movimientos con solemnidad, pero de mala gana y, por consiguiente, sin orden y sin llevar el paso, en filas irregulares.
En el triángulo, no colocaron sus armas en la forma de trípode convencional, sino que se limitaron a tirar en un montón sus rifles, mosquetes y carabinas —y los sables y pistolas de los soldados de caballería— para que los armeros de la Unión se los llevaran. Cuando todos los pelotones se hubieron desarmado, abandonaron toda semblanza de orden y, sin esperar la voz de mando de «¡Rompan filas!», los hombres se dispersaron por separado, cada uno hacia donde quiso. Unos se quedaron a mirar un rato. Otros fueron a reunir los efectos que aún poseían y después se marcharon. Algunos se alejaron con amplias sonrisas; otros, con lágrimas. En la distancia, al otro lado del río Appomattox, las armas más pesadas de la artillería confederada eran arrastradas por troncos de caballos hasta una área de concentración.
En la escena había también varios espectadores civiles, la mayoría reporteros de periódicos del norte. Uno, sin embargo, era una anciana residente en la localidad. Permaneció toda la mañana, chupando una pipa apagada, en el destartalado porche de su cabaña de tablas, a un lado del terreno donde amontonaban las armas. Un gato pequeño y blanco, a todas luces suyo, se paseaba por allí cerca, frotándose a veces, ronroneando, contra los desnudos pies de la anciana, otras contra las viejas botas de cuero de los generales y coroneles y otras contra los espolones de los caballos de los oficiales. Mientras tanto, los ordenanzas de estos oficiales habían encendido su tabaco y chupaban con agradecimiento o masticaban y escupían con profusión, y ahora empezaron a charlar amistosamente de los caballos que cuidaban.
—Esta belleza negra —dijo un sargento de la Unión— es el caballo de batalla del general Sheridan, Winchester. Y aquel castrado, Johnny, es el famoso caballo tordo del general Lee, ¿verdad? ¿El llamado Viajero?
—El mismo. Se llama Viajero desde que es propiedad del tío Bobby. Antes se llamaba Jeff Davis. Y mi nombre no es Johnny Reb, a partir de hoy, se entiende. Es Obie Yount.
—Y yo tampoco volveré a ser Billy Yank, sargento Yount. Soy Raymond Matchett.
—Encantado de conocerle, sargento Matchett. Y gracias por el tabaco. Tiene un sabor excelente.
En torno a estos dos hombres se oían fragmentos de otras conversaciones sociables.
—… sí, señor, yo también serví en el ejército de los Estados Unidos. Y cuando me alisté en este ejército de Secesión, ¿sabes qué ocurrió? Visité a unos viejos amigos del ejército de los Estados Unidos y los muy groseros me volvieron la espalda. Sucedió en First Manassas y esos amigos volvieron de espaldas hasta Washington, D. C.
—Lo creo, Johnny, claro que lo creo. Durante toda la guerra nuestros oficiales nos han dicho: «¡Muchachos, los Rebs se retiran!» ¡Pero cada maldita vez resultó que los Rebs se retiraban hacia nosotros!
—… Qué diablos, Johnny, yo también estoy deseando volver a casa y ver a mi chica y, qué diablos, hacerlo. Pero nunca en mi vida lo oí llamar «tocar el Doodle[1] con una mujer».
—No me sorprende, Billy. Es una expresión un poco privada. Mi mujer es profesora de piano y solíamos llamarlo «hacer música». Pero cuando empezó la guerra, inventamos otro nombre y ahora lo llamamos «tocar el Doodle sin el yanqui».
—… Entre nosotros, sargento Yount, yo diría que es usted demasiado grande, feo y obstinado para prestar servicio como ordenanza.
—Tiene razón, sargento Matchett. Sólo estoy aquí porque está mi coronel y no es un oficial cualquiera. El coronel Zack y yo somos de caballería. Se trata de que el general Lee quería que nuestro bando hiciera un buen papel en la rendición, así que se trajo aquí a los pocos oficiales que no tenían los uniformes hechos harapos. Este caballo de color amarillento es la montura del coronel Zack, Trueno. Éste es mío y le puse el nombre de Relámpago, para que se avinieran. Trueno y Relámpago.
—¿Relámpago? —preguntó un cabo de la Unión que estaba cerca—. ¡Eso es un percherón de cervecería! —Soltó una carcajada—. No se ofenda, sargento, pero ¿no debería darle un nombre más apropiado? ¿Leviatán, por ejemplo?
—No te metas con él, muchacho —dijo Yount, afable—. Conseguí a este animal en tu bando. De un granjero yanqui cerca de Gettysburg, después de que el mío cayera muerto debajo de mí.
—Bueno, ahora que lo he visto bien —dijo el cabo—, el caballo no es mucho más corpulento que usted. Caballo grande para un hombre grande. Conque Trueno y Relámpago, ¿eh? Creo que admiro esa idea.
—Este caballo de Sheridan también solía tener otro nombre, Rienzi —continuó el sargento de la Unión—. El pequeño Phil lo cambió por el de Winchester porque fue en la ciudad de Winchester donde el general inició la última campaña del Valle y la ganó.
—Conque el pequeño Phil Sheridan lo llama una campaña, ¿eh? En el Valle de Shenandoah todos lo llamaron la «Quema» —gruñó Yount.
—¿Estuvo usted allí?
—Sí, con mi coronel. Entonces sólo era capitán, capitán Edge, y eso fue… Dios mío, sólo fue el otoño pasado. Estuvimos allí con el Treinta y Cinco de caballería. En aquella ocasión vimos al elefante en un lugar llamado Tom’s Brook.
—Yo no he estado nunca en el Valle —dijo el sargento Matchett—, pero recuerdo haber oído algo sobre el Treinta y Cinco de Virginia. —Se rascó la barba, pensativo—. ¿No era el batallón apodado los Comanches? ¿Y no fue…?
—Licenciado después de aquella misión —interrumpió bruscamente Yount. Entonces, como para suavizar su brusquedad, sonrió y añadió—. Siempre me he preguntado por qué lo decimos.
—¿Qué? ¿Comanches?
—No. Ver el elefante.
—Ahora que lo pienso —dijo el cabo yanqui—, yo tampoco lo entiendo muy bien. Solía ser un dicho de las gentes de la ciudad: «¡He visto al elefante!», en el sentido de «no puedes engañarme, he recorrido mucho mundo». Hoy en día significa: «He estado en el frente, no soy un recluta verde», pero ignoro el origen de este otro significado.
—Nunca lo oí decir a un soldado, ni en México ni en los Territorios —dijo Yount—. No lo oí emplear en este sentido hasta que empezó la guerra.
—¿Estuvo en México? —exclamó el sargento Matchett.
—Sí, con el coronel Zack, cuando sólo éramos soldados rasos, sin ninguna graduación. Cuando aún éramos… —Yount tosió y miró hacia abajo, hacia su poblada y negra barba y su raído uniforme gris de confederado—. Los dos vestíamos de azul entonces. Bueno, qué diablos, igual que Jeff Davis y Robert E. Lee.
—¡Yo también! Quiero decir que también estuve en México. Fui a Veracruz con el general Scott.
—Nosotros fuimos antes y más al norte, a Port Isabel.
El cabo, que sólo había conocido esta guerra, miró de sargento a sargento con un silencio respetuoso.
—Si fue a la campaña del norte, es probable que no estuviera en el frente de Cerro Gordo. Ni en el de Chapultepec, ¿verdad?
—No. Luchamos en Resaca, Monterrey, Buena Vista…
Los dos veteranos que acababan de conocerse y habían sido aliados aún seguían intercambiando nombres de campos de batalla lejos del juzgado de Appomattox —lejos de Virginia, lejos de la guerra— cuando esta guerra tocó a su fin. Alguien ladró: «¡Atención!», y todos los soldados, azules o grises, se cuadraron con la rigidez de una estatua.
Todas las armas confederadas estaban en el montón, el ejército confederado se había rendido y ahora los generales y coroneles de azul y gris fueron en busca de sus caballos. El coronel Edge, que no era el más joven de los oficiales, pero sí el único que no llevaba barba o bigote, se acercó y tomó las riendas de Trueno de la mano del sargento Yount.
Hubo un ruido considerable de arneses, cuero crujiente y herraduras inquietas cuando montaron los oficiales y los hombres. Yount se inclinó desde su robusto percherón y preguntó en tono confidencial:
—¿Está seguro, coronel Zack, de que no quiere seguir luchando? Si es así, cuente conmigo. Al sur hay más ejércitos confederados, y también al oeste de aquí, que todavía no se han rendido.
—He dado mi palabra de honor de que no lucharé más —contestó Edge en voz baja.
—Bueno, pues yo no la he dado. Muchos hombres no hacen caso y a los yanquis les importa un bledo. Saben igual que nosotros que los documentos son papel para limpiarse el culo.
Edge sacó y volvió a mirar la delgada hoja de papel que había recibido a cambio de su palabra de honor. Con manchada letra impresa y descuidada caligrafía, informaba a todos a quienes pudiera interesar que «el portador, teniente coronel Zachary Edge, CSA, prisionero en libertad bajo palabra», tenía autorización del ejército de los Estados Unidos «para irse a su casa y permanecer allí sin ser molestado».
—Siendo un oficial, aún tiene carabina, revólver y sable —dijo Yount—; pesan más que ese pedazo de papel higiénico. Y los dos tenemos caballos, como solía decir Devil Grant, para plantar en primavera. Sin embargo, muchos de los hombres que ahora ve marcharse de aquí no se dirigen a sus casas para cultivar la tierra. Se van al sur para ver si encuentran al general Johnston en Carolina del Norte y luchar a su lado.
—Pero no lo harán —dijo Edge con desaliento—. La noticia de que Lee se ha rendido llegará allí antes que ellos. El viejo Joe también se rendirá. Y también Taylor, Smith y los otros. Con Lee fuera de la guerra, no tienen elección. Todo ha terminado, Obie.
Yount alzó sus corpulentos hombros y luego los encogió.
—¿Adónde va, entonces? No pensará uncir a Trueno a un arado y empezar a plantar los cultivos de primavera en el condado de Appomattox, ¿verdad?
—No, supongo que, tal como dice aquí, iré a mi casa y permaneceré allí sin ser molestado.
Edge guardó el papel en un bolsillo de la guerrera y se volvió en la silla para cerciorarse de que llevaba bien sujetos tras el arzón el macuto y la mochila.
—Vamos, coronel Zack —dijo Yount en tono plañidero—, sabe muy bien que, como yo, no tiene más casa que un cuartel, un acantonamiento o un vivac. Desde que nos conocemos, no hemos hecho nada más que guerrear. Casi veinte años de milicia.
—No necesitarán nuestros servicios de soldado, Obie, por lo menos durante mucho tiempo. Será mejor que aprendamos nuevos oficios.
—¿Qué, entonces? ¿Dónde?
—No puedo decirle lo que debe hacer; ya no soy su comandante. En cuanto a mí, creo que volveré al lugar de donde vine, sea o no mi casa.
—¿Otra vez a Blue Ridge?
—Sí.
—¿Para ser de nuevo un montañés? ¿Y yo volveré a una ciudad textil de Tennessee? ¿Nos separaremos, después de todos estos años?
—No es necesario que nos separemos inmediatamente. Los dos lugares se encuentran al oeste de aquí.
Edge puso al paso a Trueno con las rodillas, en dirección al juzgado, donde ahora ondeaba la bandera de los Estados Unidos. Yount inspeccionó rápidamente sus propios pertrechos y animó con las espuelas a su robusto Relámpago a un trote recio y ponderado. El caballo tuvo que sortear a los numerosos grupos de otros caballos, soldados y vehículos de todas clases, de modo que Yount no alcanzó a Edge hasta que ambos estuvieron al otro del pueblo y en la tierra batida de Lynchburg Pike. Mientras cabalgaban juntos entre ruinosos graneros de tabaco y cercas en zigzag, la conmoción y la música de Appomattox —donde la banda yanqui tocaba ahora una versión fúnebre de The Bonnie Blue Flag— se extinguieron a sus espaldas.
Entonces Yount habló de nuevo, y en tono sombrío.
—¿Sabe lo que somos ahora, coronel Zack?
—Sé lo que no soy, un coronel de la caballería ligera, CSA. Y usted ya no es mi sargento, así que olvidemos las graduaciones y volvamos a lo que éramos cuando nos conocimos. Zack y Obie.
—Me parece bien. ¿Sabes qué somos ahora, Zack? En este preciso momento somos historia.
—Tal vez sí. Aunque es más probable que nuestra historia haya quedado atrás. Supongo que debemos estar agradecidos de haber podido vivirla.
—Lo malo es que hemos de continuar viviendo. ¿Cómo piensas ganarte la vida en las montañas Blue Ridge?
—Bueno, hace casi un año desde que Hunter y sus vándalos quemaron el IMV. Espero que a estas alturas alguien haya empezado a reconstruirlo, y es justo que eche una mano a mi antigua escuela. Necesitarán todas las manos que puedan conseguir. La tuya también, si no prefieres seguir hasta Tennessee. Y cuando esté reconstruido, volverá a necesitar profesores e instructores. Quizá me consideren apto para ello, y en ese caso te propondré como sargento instructor.
—¿Yo, enseñando a cadetes en el Instituto Militar de Virginia? —Yount pasó del desánimo a la extrañeza y en seguida a un radiante entusiasmo—. Vaya, eso sería, ¡fantástico!
—Podemos intentarlo.
Cuando dejaron atrás todo el bullicio de los dos ejércitos mezclados, cabalgaron en medio de un vacío y un silencio espectrales. No encontraron comunidades de importancia al oeste de Appomattox, y las escasas granjas que pasaron de largo tenían los postigos cerrados, de sus chimeneas no salía humo y en la carretera no había nadie más, exceptuando a algún que otro soldado gris, como ellos, que se dirigía a su casa a caballo o a pie. Había corrido el rumor, hacía menos de una semana —cuando el ejército de Lee se escabulló del largo sitio de Petersburg para intentar la desesperada hazaña de hacerse fuerte en Danville o Lynchburg—, que debería pasar por ahí y que los ejércitos de Grant no dudarían en perseguirlo. Por eso todos los habitantes de esas partes habían cogido todo cuanto podían llevar y abandonado lo que seguramente sería un campo de batalla. Sin embargo, resultó que la batalla no llegó hasta allí, pero no había nadie para oír la noticia.
Edge y Yount no se habían puesto en camino hasta bastante después del mediodía, de modo que el precoz crepúsculo de abril no tardó en sorprenderlos. Se refugiaron durante la noche en una aldea desierta, en un edificio de madera ruinoso y vacío, pero que aún conservaba medio tejado y que, según un borroso letrero colgado sobre el umbral sin puerta, había sido la «ESCUELA DEL MUNICIPIO DE CONCORD».
Cuando se despertaron a la mañana siguiente, lloviznaba y el día era frío y gris; la lluvia no era lo bastante intensa como para seguir resguardados, pero bastó para que el camino de polvo rojo se convirtiera pronto en una pegajosa arcilla que retrasaba a los caballos, por lo que en todo un día de cabalgar no adelantaron más que en la tarde anterior. Un poco antes de anochecer llegaron a otro edificio vacío, también con un letrero: «TIENDA DE GILES». No sólo no albergaba a los Giles, sino que, como Yount comprobó, no contenía ninguna clase de tienda. La decepción fue suficiente para que decidieran no pernoctar allí y seguir su camino. Esto fue un error porque, después de sólo seis o siete kilómetros, la lluvia arreció y al mismo tiempo Relámpago empezó a cojear.
—Maldito animal —gruñó Yount—. Con todo este barro, y tienes que pisar una piedra.
Un poco más adelante había un puente de madera, visible a través de la lluvia, así que continuaron la marcha hasta que estuvieron sobre los tablones y fuera del fango rojo. Yount desmontó, se arrodilló, colocó el peludo casco sobre su grueso muslo y empezó a hurgarlo con su cuchillo, mientras seguía gruñendo:
—La gente de aquí se luce colgando letreros. —Había uno sujeto a la barandilla del puente que identificaba al río de debajo como Beaver Creek—. Se ha de recordar continuamente quién es y dónde está.
—Tendríamos que habernos detenido en el último letrero —dijo Edge—. Esta lluvia no cesará durante un buen rato. Voto por acampar debajo del puente. Aún debe de quedar algo de leña seca por aquí abajo.
Así lo hicieron; había leña seca y pronto encendieron una pequeña hoguera. Se sentaron a ambos lados del fuego a la creciente penumbra del anochecer. Edge calentó sobre las llamas un cazo de sagamita, la alimenticia ración del soldado de caballería, consistente en harina de maíz y azúcar moreno.
—Recuerdo otro Beaver Creek en el mapa —dijo Yount—. Lo cruzamos al venir de Petersburg. No, ahora me acuerdo, aquél era Beaver Pond Creek.
—Oh, diablos, debe de haber más Beaver Creeks en Virginia que bautistas —observó Edge—. Aunque nunca he visto un castor[2] vivo en estado salvaje. —Rió entre dientes—. En cambio, he visto muchos bautistas salvajes. —Como Yount no hizo ningún comentario, Edge lo miró. Los ojos de Yount estaban muy abiertos y la boca parecía un agujero en la barba negra. Edge preguntó: ¿Por qué te sorprende tanto esta observación?
—Al diablo con los castores y los bautistas —dijo Yount en voz baja, llena de un asombro reverente. Continuó mirando con fijeza, pero no a Edge, sino por encima de su hombro, hacia la orilla del río—. Ayer mismo… algunos tipos y yo hablábamos de ver elefantes. Y ahora, de improviso, diantre, Zack, ¡estoy viendo uno!