9
Si la mañana siguiente hubiera sido de esas que recuerdan a un hombre que el mundo real es un lugar dentellado y granuloso de intemperies, deberes pesados, esperanzas vanas y desengaños inevitables, es posible que Edge se hubiera despertado en el mismo estado anímico de perplejidad y hubiese abandonado el circo sin pensarlo dos veces, pero el día amaneció salpicado de una luz y una belleza tan irreales, que el mundo se antojaba un lugar agradable, henchido de promesas. La aurora tiñó el cielo de rosa, un cielo con nubecillas esponjosas, blancas como la inocencia, cuyas sombras pintaban manchas esmeraldas sobre los ordinarios campos verdes y manchas de zafiro sobre las ordinarias montañas azules. El aire tibio parecía de mayo y los árboles de hojas jóvenes centelleaban por doquier como lentejuelas. Incluso el cementerio contiguo al terreno ferial parecía festivo, con los jacintos, tulipanes y junquillos que la gente había amontonado dos días antes sobre las tumbas. Y Edge notó en la cara aquella brisa familiar que sopla siempre desde lugares lejanos y llama: «Ven a ver lo que yo he visto».
Se ponían en camino esta mañana temprano. La próxima ciudad un poco grande era Staunton, a unos cincuenta kilómetros de distancia, y Florian quería recorrerlos en un día. Por esto habían desmontado la gran carpa la noche anterior y guardado en los carromatos los enseres de mayor tamaño. En aquellos momentos la mayoría de hombres cargaban los últimos objetos y enjaezaban a los caballos, deteniéndose de vez en cuando para coger una torta caliente o una tira de tocino frito que las mujeres cocinaban y repartían por turnos.
—¿Te importaría conducir a Rayo en el furgón de la carpa, Zachary? —preguntó Florian—. Nuestro Hacedor de Terremotos está un poco tembloroso.
—Un poco… ¡qué diablos! —gimió Yount—. Creo que ayer me rompí de verdad el cuello. ¡Mi maldita jactancia!
Con muecas, respingos y movimientos lentos, se abrió la camisa para enseñarle las magulladuras.
Edge silbó y dijo:
—Obie, ¿recuerdas las puestas de sol en el desierto mexicano? No tendrás que actuar más. Podemos llamarte un panorama y cobrar a la gente por venir a contemplarte.
—No te preocupes, Obie —le consoló Florian—. Nuestro médico te dejará como nuevo. Docteur-Médecin Roulette.
—¿Qué es bueno para un cuello roto, doctor? —le preguntó Yount.
—Regardez —contestó Rouleau—. Éste es todo mi botiquín: vendas, linimento y láudano. Pondré linimento en la venda mientras tú bebes un poco de láudano.
—Puedes viajar conmigo en la tartana, Obie —decidió Florian—. Darás menos tumbos.
Media hora después, dijo:
—O eso creía. Lo lamento, Obie. —El carruaje se movía de un lado a otro, dando bandazos y tumbos por un camino lleno de baches, piedras y agujeros en el que incluso Bola de Nieve tenía que vigilar dónde ponía las patas—. ¿Cómo se llama este horrible camino? ¿Y por qué es tan horrible?
—Es el valle Pike, de Lexington hacia el norte —contestó Yount entre gruñidos de dolor—. Macadamizado, o solía estarlo. Una de las pocas carreteras buenas de toda Virginia. Supongo que deberíamos alegrarnos de que esté estropeada. Si siguiera en buen estado, tendríamos que detenernos a pagar peaje cada pocos kilómetros.
—¿Se llevaron los del peaje todo lo recaudado, desapareciendo después? Creía que el peaje se destinaba al mantenimiento de la carretera.
—No fue abandono lo que estropeó esta carretera, señor Florian.
Fue la guerra. Los ejércitos rebelde y yanqui han pasado por ella sobre ruedas o herraduras durante cuatro años, atacando o retirándose. —Gimió en un tumbo—. Es una razón por la que me alegré de estar en la caballería. No teníamos que seguir los caminos; podíamos ir por los campos. Cabalgar anchos y libres.
—Ah, sí. Tengo entendido que los de caballería han sido siempre los caballeros errantes de todos los ejércitos.
—Bueno, no cabe duda de que yo prefería servir en esa arma que en cualquier otra. Era mejor que cavar pozos o zanjas de tiradores como en la infantería, o esquivar las grandes calabazas de hierro que se lanzaban los artilleros unos a otros. En la caballería sólo teníamos que luchar limpiamente en campo abierto. Por esto el mejor tiempo para estar en la caballería fue durante la guerra mexicana. Espacios grandes y abiertos donde luchar, sin civiles ni pueblos que entorpeciesen el ataque. Y lo mejor de todo, estábamos lejos de todo el latón del cuartel general, de los oficiales petimetres y presumidos.
Más atrás en la caravana, sentada junto a Edge en el banco del furgón de la carpa, Sarah decía:
—No debes envanecerte ahora, Zachary, porque un público ha aplaudido tu actuación. Aún necesitas mucha práctica y estudio. Verás, cualquiera puede montar un número para la galería en un par de días, como tú has hecho, pero montar un número de artista puede requerir un par de años. Inventando, ensayando y perfeccionando.
—No te preguntaré por la diferencia —dijo Edge—. Me imagino que vas a decírmela.
—Es la diferencia entre lo vistoso y lo artístico. Un público corriente se entusiasma ante algo que parezca difícil o peligroso, pero sólo otros artistas y muy pocos espectadores entendidos apreciarán un número que sea difícil pero parezca fácil, porque se hace con habilidad, gracia y… ¡diantre! —El carromato dio un tumbo excepcionalmente pronunciado—. Ahora mismo estamos casi haciendo un número en la cuerda floja.
Alguien dio unos golpes dentro del carromato. Edge detuvo el caballo y la puerta trasera se abrió. Magpie Maggie Hag apareció en el umbral, explicando que intentaba coser los nuevos trajes pero no podía hacerlo en unas condiciones idóneas para guisar un huevo revuelto. Dicho esto, trepó al pescante, se sentó con ellos y Edge volvió a poner en movimiento a Rayo y dijo a Sarah:
—Supongo que un verdadero artista prefiere actuar ante los pocos entendidos que ante los vítores de toda una multitud.
—¿No lo preferirías también tú? —preguntó ella—. ¿No lo preferías ya en la caballería? ¿No era mejor tener la estima de tus compañeros que ser aplaudido por un montón de civiles ignorantes en un tonto desfile de guarnición?
—Supongo que sí. Pero no olvides que un soldado de caballería tiene que ser bueno en su profesión o pronto estará muerto. Sarah hizo una mueca de desdén y replicó:
—Mierda. ¿Quieres que empiece a enumerar los números de circo arriesgados y a los artistas que murieron durante su ejecución?
—Bueno, lo diré de otro modo. El trabajo de la caballería es necesario.
Magpie Maggie Hag terció:
—Escucha, muchacho, la gente necesita el circo tanto como a los soldados. Existimos hace tanto tiempo como ellos. Los juglares y payasos, que en nada se diferenciaban de Abdullah y Tiny Tim, acompañaron a los cruzados. Los sacerdotes de los templos del antiguo Egipto, que sólo eran ventrílocuos como Jules Rouleau, hacían hablar a las estatuas de los dioses. Y la gente del circo no fue siempre menospreciada; muchos alcanzaron una posición encumbrada en el mundo. Hubo en Roma una hija de domador, nacida en el circo, que fue bailarina circense y que en los libros de historia es conocida como la emperatriz Teodora.
—Y ahora mismo, en Filadelfia —dijo Sarah—, hay una cantante monstruosa llamada el Ruiseñor de Dos Cabezas. Sólo es, o son una chica mulata, pero tengo entendido que gana seiscientos dólares semanales. Dólares de Estados Unidos. Apuesto algo a que ningún general de caballería ha cobrado jamás tanto.
—No —admitió Edge, sin comentar la incongruencia de las dos mujeres al incluir en la discusión a una emperatriz romana y una mulata bicéfala.
—Bueno —continuó Sarah—, quizá nunca seré tan famosa como un soldado necesario como Jeb Stuart o una artista legítima como Jenny Lind, pero lo que hago yo es circo e intento hacerlo lo mejor que puedo.
Edge asintió con aprobación.
—Por la estima de tus colegas, no sólo por los civiles ignorantes.
—Sí. De todos modos, Florian dice que aquí en América es diferente de Europa. Afirma que allí el público más ordinario sabe distinguir la diferencia entre el arte verdadero y la mera exhibición.
Magpie Maggie Hag corroboró estas palabras.
—El circo americano y el europeo son tan diferentes como el teatro cómico de negros y el ballet. Una vez, en España, vi llorar a un saltimbanqui cuando terminó su actuación, de tan bien que le había salido.
—¿Vosotras creéis que el señor Florian nos llevará de verdad a Europa? —preguntó Edge.
—Lo hará o lo intentará hasta que reviente —respondió Sarah—. Y quizá tenga que reventar. Anoche, cuando sumó todas nuestras ganancias (incluyendo las de Mag y nuestra parte de las colectas durante los oficios en la tienda), obtuvo un total de cuarenta y tantos dólares federales y unos cinco mil confederados. Aunque encuentre el modo de cambiar éstos por unos cincuenta dólares verdaderos, el total no pasa de cien.
—Y no es probable que tropecemos con más predicadores que necesiten alquilar un tabernáculo —dijo Edge. Sarah prosiguió:
—Sacó un mapa y decidió que Baltimore es nuestra mejor esperanza para conseguir un barco. Y calculó que entre aquí y allí hay diez o doce ciudades dignas de que hagamos una parada. Si todas pagan lo mismo que Lynchburg, y si puede cambiar los billetes secesionistas que aceptamos, y si podemos subsistir por el camino sin tener que pagar, y si no nos sucede algún desastre que nos cueste dinero, podríamos llegar a Baltimore con un total de cuatrocientos o quinientos dólares.
—No sé mucho sobre travesías por mar —dijo Edge—, pero diría que cualquier compañía naviera pediría mucho más que eso para llevarnos a todos a través del Atlántico.
—No a todos nosotros —dijo Magpie Maggie Hag—, sino a más que todos nosotros. —Antes de que Edge o Sarah pudieran preguntar qué quería decir con esto, añadió—: Madame Solitaire, hace mucho tiempo que no me cuentas ningún sueño. ¿No has tenido ninguno que necesite ser interpretado?
—Sólo el de siempre —contestó Sarah en tono alegre—. Me caigo del caballo y hay una red que me sostiene, así que no me hago daño, pero luego no puedo desprenderme de la malla.
—Y ya te he dicho qué significa. Pero aún falta mucho tiempo. Edge preguntó cortésmente:
—¿Todos le cuentan sus sueños, madame Flag? No me refiero a las espectadoras, sino a la gente del espectáculo.
—Todos, sí.
—¿Ha tenido alguien un sueño significativo? —preguntó Sarah.
—Sí.
Al cabo de un momento, Sarah volvió a preguntar:
—¿Quién?
—No diré quién, ni qué sueños han sido, pero uno me sugiere una rueda que gira, y otro, problemas con una mujer negra.
—No tenemos ninguna negra en el espectáculo —dijo Edge.
—Y nadie trabaja con ninguna clase de rueda —observó Sarah, pensativa—. Maggie, ¿quieres decir que uno de nosotros va a hacer un disparate o Hannibal se casará con una chica negra, o qué?
—No importa —respondió Magpie Maggie Hag—, iremos a Europa, sí, y más de los que somos ahora.
—¿De modo que alguien más se unirá a nosotros? —insistió Sarah.
La vieja gitana asintió dentro de su capucha, pero no dijo nada más.
Tarde, aquella misma noche, Edge dijo a Sarah:
—Antes de dormirte, dime una cosa. Ese sueño que has mencionado, ¿lo tienes todas las noches?
—No. Sólo de vez en cuando. No lo he tenido ninguna de las noches que hemos pasado juntos, así que no espero soñarlo hoy. Pero cuando lo sueño, y esto es lo curioso, siempre es igual. Me caigo de un salto mortal, pero encima de una red.
Volvían a estar acostados lejos de los otros, esta vez en un campo de las afueras de Staunton. La caravana de carromatos había llegado después de anochecer, así que habían acampado sin levantar la gran carpa.
—¿Y cómo interpretó Maggie este sueño? —preguntó Edge.
—Oh, murmuró un galimatías incomprensible. La malla de la red, yo enredada en ella… voy a caer en malos hábitos y seré abandona da. Algo parecido.
—Espero que no creas en semejantes cosas.
Sarah se encogió de hombros dentro de su abrazo.
—Lo creeré si sucede y cuando suceda. Acertó lo de la muerte de Abe Lincoln.
No la mencionó para nada. Se fue a dormir temprano, quizá con dolor de estómago, y todos lo tomaron por un portento.
—Bueno, espero que tenga razón en lo de ir a Europa. Y no tardaremos mucho en saber si se incorpora alguien más al espectáculo. —Su voz empezó a extinguirse a medida que se adormilaba. Me pregunto qué ocurrirá primero…
—Me llano Abner Mullenax —dijo un hombre, agarrando y retorciendo la mano de Florian—. ¡Este espectáculo suyo, amigos, ha sido superior!
Era la tarde del día siguiente, el circo acababa de terminar la función y aquel hombre había salido de la gran carpa junto con el resto de espectadores. Llevaba prendas de granjero, pero Edge calculó que no pasaba de los cuarenta años, por lo que era bastante joven para llevar uniforme… y probablemente lo había llevado: un parche negro le cubría un ojo.
—El espectáculo ha sido tan estupendo, que quiero demostrarles mi gratitud —le dijo a Florian—. Voy a ofrecerles algo muy especial.
Florian murmuró algo vago. Antes de que el hombre apareciera, se había quejado a Edge y Rouleau de la escasa afluencia de stauntonianos y la mala calidad de los artículos que habían cambiado por entradas. No estaba de humor para más desengaños, pero pareció sorprendido y un poco menos serio cuando Abner Mullenax continuó:
—Tengo una enorme carpa multicolor que puedo poner a su disposición. Es grande como ésta y mucho más nueva. Y no me pregunten cuánto pido por ella. Sólo vengan a echarle un vistazo y si la quieren, se la regalo. Mi carreta está allí y mi casa a sólo cinco kilómetros de distancia. Si nos damos prisa, podemos salir antes de que esta gente bloquee el camino. Podrían estar aquí de vuelta con la tienda nueva antes de anochecer. ¿Qué les parece?
Los tres hombres del circo se miraron, más que perplejos, pero sus expresiones coincidieron: ¿por qué no? Fueron con Abner Mullenax hasta su destartalada carreta y subieron a ella; Florian se sentó a su lado en el pescante y Edge y Rouleau ocuparon la parte posterior, este último vestido todavía con sus chillonas ropas de circo. Mullenax agitó con fuerza las riendas para poner en movimiento al mulo del arado y consiguieron anticiparse al resto del público, que aún se dispersaba. Recorrieron una corta distancia por el Pike y después tomaron un camino de tierra y, exceptuando una digresión —«Hay una jarra ahí atrás, amigos, debajo de la paja. Beban lo que quieran y luego nos la pasan»—, Mullenax habló de su tienda durante todo el camino.
—… una cosa espléndida y flamante de verdad. La he guardado durante toda la guerra. Mi mujer y mis hijas querían cortarla para hacerse vestidos y otras cosas, pero no las dejé. Una cosa como ésa no se corta a pedazos. Ha de guardarse entera y, por Dios, que así lo he hecho.
Florian pudo por fin decir unas palabras:
—Perdone, señor Mullenax, pero…
—Llámeme Abner. Tenga, beba un trago.
Florian bebió un sorbo del whisky de maíz y volvió a intentarlo:
—Ejem, Abner, ¿en qué circo estaba?
—¿Yo? —Se echó a reír—. En ninguno, hasta ahora, a menos que usted cuente la batalla de First Manassas. —Bebió un buen trago de la jarra—. ¿Quiere decir de dónde he sacado la tienda? La encontré, después de ser licenciado del ejército por invalidez. Me alisté pronto, perdí el ojo con el que suelo apuntar, por culpa de una bala en Manassas, y dejé pronto el ejército. Volví a mi granja y allí estaba la carpa, en mi tierra.
—¿Encontró una carpa de circo?
Mullenax le miró con un ojo inyectado en sangre.
—¡No creerá que pude robar una cosa de ese tamaño!
—No, no, claro que no. Pero es casi tan difícil de creer que un circo levantara la carpa en su tierra y luego se fuera, dejándola abandonada.
—No estaba montada, sólo tirada en el suelo. Yo tampoco podía creerlo. Era como si hubiese llegado volando desde alguna parte.
—¡Vaya! —exclamó Florian, estupefacto—. Se la pudo llevar el viento. Nunca lo he visto, pero es posible. Aunque no puedo imaginar que la gente del circo no la persiguiera para cogerla.
Abner Mullenax alternó los sorbos de whisky con discursos sobre su breve servicio militar durante el resto de la hora que tardaron en llegar a la granja, un lugar tan destartalado como su carreta. Sólo los saludó el débil ladrido de un perro —ninguna de las mujeres mencionadas por Mullenax— y una familia de cerdos, que gruñeron y chillaron con el vigor del hambriento. Los hombres bajaron del carro y Mullenax, un poco vacilante, los condujo a la parte posterior del granero y a un almiar que procedió a revolver con energía.
—¿Ven como la he cuidado bien? Fuera de la intemperie y de la vista. Incluso las dos ocasiones en que me visitaron los yanquis, se tuvieron que contentar con un cerdo o dos que dejé a su alcance. No entraron a buscar aquí.
Cuando hubo apartado el heno suficiente, vieron que ocultaba otra carreta de aspecto vulgar, pero cubierta por gran cantidad de tela doblada y rollos de cuerda. Edge y Rouleau se acercaron para ayudar a Mullenax a apartar más heno, hasta que vieron que la tela era mitad granate y mitad blanca y llevaba cosidas unas enormes letras de tela negra. Curiosamente, las cuerdas eran más delgadas que las corrientes de circo, y de una fibra más fina, y parecían formar una especie de malla. Cuando hubieron descubierto todo el carro, vieron en seguida las tres grandes letras superiores, que eran «RAT».
—Ma foi! —exclamó Rouleau, anonadado—. No me extraña que sus mujeres quisieran cortarla. Este género es seda.
Florian le dio un fuerte codazo para hacerle callar, pero Edge estaba en el otro lado de la carreta y nadie pudo evitar que comentase:
—Sí, fina seda japonesa, y doble, además. Y estas cuerdas son de lino. —Entonces rió.
Confundiendo la expresión del rostro de Edge, Mullenax inquirió, preocupado:
—¿No sirve una tienda de seda?
—Oh, estoy seguro de que podemos hallarle alguna utilidad… —empezó Florian, pera Edge le interrumpió.
—Señor Mullenax, esto no es una carpa de circo.
—¿Qué? —exclamó el granjero, e hipó. ¡Pero si esta monstruosidad es dos veces más grande que mi casa!
—¿Encontró con ella una especie de cesta? ¿Una gran cesta de mimbre? —preguntó Edge.
—Pues, sí —contestó Mullenax, mirando a Edge como las mujeres del público miraban a Magpie Maggie Hag cuando recitaba oráculos—. Está debajo de la tela, y si fuera de zinc sería lo bastante grande para que se bañaran en ella dos o tres hombres. Y hay otras cosas… madera, latón, caucho. Pensaba que era utilería del circo.
Edge se volvió hacia Florian, cuyo aspecto era a la vez perplejo e irritado.
—¿Quiere que lo desdoblemos un poco, señor Florian? Estas letras rezarán «SARATOGA».
—No importa —dijo Florian, con cierto mal humor—. Me imagino que lo ha visto antes. ¿Qué es?
—Nunca había visto éste, pero he oído hablar de él. Es un globo de observación yanqui.
—¡Por todos los diablos! —farfulló Mullenax.
—Hace cuatro años —explicó Edge—, después de First Manassas, cuando los rebeldes estuvieron a punto de tomar Washington, los yanquis abrigaron serios temores sobre la seguridad de su ciudad y la rodearon de toda clase de sistemas defensivos, incluyendo el Cuerpo de Globos. Todos los globos tenían su nombre. Éste, Saratoga, estaba en Centreville, y un hombre subía a bordo todos los días para escudriñar posibles movimientos rebeldes en la estación de Manassas. Entonces se levantó un vendaval de noviembre, y los globos no pueden permanecer muy altos cuando hay viento. Los yanquis bajaron el Saratoga lo suficiente para que el observador pudiera abandonarlo de un salto, pero el globo se les escapó. El viento del norte se lo llevó como a una hoja de otoño. Nadie supo nunca qué había sido de él.
—Bueno —dijo Mullenax—, me alegro de haber sacado algo de Manassas. ¡Pero lo he guardado todo este tiempo como una maldita joya de familia y ahora, mierda! ¿De verdad que no les sirve?
—Mais, oui! —gritó Rouleau, con los ojos brillantes—. Un circo que pueda presentar la ascensión de un globo… ¡uy! —Le habían propinado otro fuerte codazo.
—No vale nada para nosotros, Abner —dijo en seguida Florian—, pero supongo que podremos usarlo para algo. El problema principal es el transporte.
—Oh, qué diablos —exclamó Mullenax—. Déjelo en la carreta tal como está. Iré a buscar la mula, la engancharé y se lo llevaré hasta el circo.
—Esto es muy generoso, pero nosotros no tenemos dónde ponerlo. Todos nuestros carromatos ya están llenos a rebosar.
—Maldita sea, hombre. Abner Mullenax nunca hace un regalo a medias. También les doy esta carreta y la mula para tirar de ella. Sólo tiene que decir si las quiere.
—Está bien, sí, las queremos —dijo Florian, aturdido y casi suspicaz—, pero no querríamos abusar de usted. Nos hace una espléndida oferta, señor, pero no puedo evitar preguntarme… —Se abstuvo de sugerir la posible influencia de la jarra de whisky en esta transacción sin precedentes—. Quiero decir… ¿no nos pide nada a cambio? Nos da un globo, algo que probablemente no usaría nunca, pero ¿y la mula y el carro? Ambos son necesarios para un granjero.
—Sólo si continúa siendo un granjero —contestó Mullenax, con un destello de astucia en su ojo inyectado en sangre—. ¿Puedo enseñarles otra cosa?
Los condujo a una pocilga maloliente donde un puerco, un par de cerdas y tres cerditos se revolcaban en el barro, haciendo más ruido del que Maximus el león había hecho en su vida.
—¿Han visto alguna vez un cerdo amaestrado?
—Pues… sí.
—Ahora verán a otro.
Una escalera corta y tosca, de factura doméstica, estaba apoyada contra la pared exterior de la pocilga. Mullenax la levantó por encima de la pared y la dejó apoyada en el interior. Al instante, uno de los cerditos se arrastró por el lodo hasta la escalera, agitó escrupulosamente las patitas para desprender la suciedad, subió por los peldaños con la agilidad de un gato, se detuvo, orgulloso, dio media vuelta y bajó otra vez. Otro cerdito se acercó para hacer lo mismo, y después el tercero. Mullenax sacó la escalera antes de que pudieran repetir la secuencia.
—¡Vaya, qué bonito! —exclamó Florian—. ¿Los ha amaestrado usted, Abner?
—No. No mentiré para jactarme de ello. El caso es que si se coloca una escalera delante de cualquier cerdo, que no sea demasiado pesado, trepará por ella tal como trepa por los peldaños de una valla en el campo. No sé por qué, les gusta hacerlo.
—No lo había oído decir nunca.
—Poca gente lo sabe. Yo tampoco lo sabía hasta que me enteré por casualidad. Un día puse la escalera aquí dentro y se lo vi hacer.
—Es gracioso —dijo Florian. Hubo un corto silencio durante el cual el único ojo de Mullenax le miró con expresión implorante. Florian añadió—: Supongo, Abner, que quiere vendernos los cerditos como condición para darnos el…
—¡No, señor! Todo lo que les pido es que se lleven a los cerditos junto con el globo, la carreta y la mula. Y conmigo.
Los hombres del circo le miraron con ojos desorbitados y por fin Rouleau preguntó:
—¿Quiere huir con el circo, mon vieux?
—Eso es. Quiero que me contraten, a mí y a estos cochinillos, como un número de circo. Ustedes fijan el salario, o trabajaremos sólo por la manutención.
—Hummm —murmuró Florian—. Veamos. Cerdos. Jabalíes. Jabalíes salvajes de Tasmania. Parche de ojo… pirata… capitán Kidd. No, ya tenemos un capitán…
—Amigos, no quiero atosigarlos —dijo Mullenax—, pero tengo razones para apresurarme.
—¡Hecho! —decidió Florian—. ¡Barnacle Bill y sus salvajes jabalíes de Tasmania!
—¡Yii-huu-ii!
Mullenax profirió el penetrante grito rebelde, sobresaltando a toda la granja. Incluso los cerdos enmudecieron.
—Ha mencionado a su esposa e hijas, Abner —recordó Florian—. ¿No debería hablar con ellas? Al fin y al cabo…
—No están aquí. Las llevé a ver su circo.
—¿Se ha marchado, dejándolas allí?
—Vendrán a pie cuando se cansen de buscarme. O algún vecino las traerá en su carro. Por eso tengo prisa. Podemos volver por otro camino, para no encontrarlas.
—¿Piensa desaparecer, simplemente? —preguntó Edge—. ¿Sin despedirse? ¿Sin decir nada?
—Usted no conoce a mi mujer y mis hijas, coronel. Si es afortunado, no las conocerá. Y si es aún más afortunado, no tendrá nunca esposa e hijas propias.
—Pero ¿no saldrán en su persecución? —preguntó Florian—. No dejamos la ciudad de modo inmediato. Hoy ha habido tan poco público, que nos quedamos para hacer otra función mañana. No nos marcharemos hasta pasado mañana, e incluso entonces no desapareceremos como una nube en el horizonte lejano. Un circo viaja a ritmo muy lento.
—Esta colmena de hembras ha deseado perderme de vista desde hace muchísimo tiempo. Si los animales y yo permanecemos ausentes mañana y los seguimos a ustedes cuando se marchen, no es probable que las mujeres nos vayan a la zaga. Pensarán que valía la pena perder una mula y unos cochinillos para deshacerse de mí. Vamos, muchachos, échenme una mano.
Con Mullenax en las riendas y Florian, Rouleau y Edge sentados en el pescante para no estropear la preciosa carga de seda y lino que llevaban en la carreta, cada uno apretando en sus brazos a sendos cerditos, inquietos y chillones, dieron un rodeo hasta el terreno del circo y no encontraron por el camino ni a la señora ni a las señoritas Mullenax. En el trayecto, Rouleau preguntó interesado a Edge qué más sabía sobre globos y las técnicas de su funcionamiento.
—No mucho —confesó Edge—; he visto varios flotando en el aire. Globos yanquis. Creo que los confederados intentaron elevar globos unas cuantas veces, pero yo sólo vi uno en una ocasión. Lo llenaron de gas en la fundición de Tredegar.
—Arrêtez. ¿Qué clase de gas?
—Lo ignoro, maldita sea. Pero el Cuerpo de Globos yanqui tenía máquinas tiradas por caballos que lo fabricaban sobre el terreno, dondequiera que se necesitara. Las vi por un catalejo, pero no sabría decirte nada sobre ellas. Sólo un par de grandes cajas de metal pintadas de azul claro, montadas en furgones corrientes, y muchas mangueras en todas direcciones.
—Hemos de aprender todas esas cosas —dijo Rouleau en tono concluyente—. Hemos de convertirnos en aeronautas. Poseer un globo y no elevarlo sería una vergüenza. Una atrocidad. C’est tout dire. Tiene que volar.
A la mañana siguiente, Hannibal montó a Peggy por todo Staunton, golpeando su bombo y gritando invitaciones, mientras Tim Trimm recorría la ciudad montado sobre Burbujas, pegando y clavando carteles. Obie Yount pasó la mañana practicando, dolorosa pero obstinadamente, con sus balas de cañón. Se había convencido a sí mismo de que la escasa afluencia de público de la víspera era culpa suya porque estaba demasiado dolorido para actuar como Hacedor de Terremotos, y no se convenció de lo contrario cuando toda la compañía le aseguró que Staunton no podía estar esperando a un Hacedor de Terremotos. Los demás artistas pasaron la mañana de modo más placentero, sacando el globo de su largo confinamiento y desdoblándolo sobre el terreno para admirarlo. Abner Mullenax permaneció en un lado, orgulloso, y desayunando el contenido de un tazón —parecía tener una cantidad ilimitada de ellos—, mientras sus nuevos colegas se paseaban de un extremo a otro de la gran extensión de tela y alrededor de las cuerdas y cesta de mimbre, haciendo comentarios encomiásticos, calculadores o entusiastas.
Sarah leyó el nombre del globo y dijo:
—Saratoga. Una vez ejecuté desnuda el número «Mazeppa» en la sala de convenciones de Saratoga Springs. Cuando esto esté hinchado, será dos veces más alto que aquella sala.
—Sí, la maldita bolsa es gigantesca —asintió Roozeboom. Florian tocó la tela y dijo:
—Está cubierta por una capa de barniz elástico que debe de servir para hacerla impermeable.
—Mis conocimientos geométricos se han oxidado un poco, pero supongo que estamos ante unos mil doscientos metros de seda pongis —observó Edge.
—¡Caray! —exclamó Magpie Maggie Hag, lamiendo sus labios delgados casi con voluptuosidad—. ¡Cuántos trajes nuevos podría hacer! Para todos los del espectáculo.
—Jamais de la vie! —dijo Rouleau con severidad—. Esto no es un armario de ropa blanca, madame; esto podría ser la base de nuestra fortuna.
—No a menos que encontremos una manera de hincharlo —observó Edge.
El objeto de su contemplación era, incluso desinflado, algo impresionante. La parte de seda medía, extendida, dieciséis metros en su punto más ancho.
—Hinchado, tendría unos diez metros de diámetro —calculó Edge, volviendo a su geometría— y el doble de longitud.
Un monstruo en forma de pera con franjas alternas de color granate y blanco, con nesgas meticulosamente superpuestas, engomadas y reforzadas. El extremo más estrecho de la pera se convertía en un tubo hueco terminado por una espita de latón de la que colgaban una cuerda azul brillante y una correa roja. La cuerda azul recorría todo el interior del globo, conectada a un complicado dispositivo de válvulas, hechas de caoba, latón y caucho y cosidas en la misma punta del bulbo superior del globo.
—La correa roja también parece subir por todo el interior —dijo Florian—, pero que me maten si sé para qué sirve.
—Creo que ya lo veo —dijo Magpie Maggie Hag, ante la sorpresa general—. Una nesga de arriba está superpuesta y cosida de modo muy superficial.
—Ah, bien entendu! —exclamó Rouleau—. Cuando uno ha usado con cautela la cuerda azul, a fin de abrir la válvula superior para que descienda y aterrice, ha de tirar de la correa roja para desprender ese panel. Así se deja salir el gas restante para deshinchar el globo, con objeto de no arrastrar la cesta por el suelo. Después tiene que volver a coserse antes de la siguiente ascensión.
La parte superior del cuerpo blanco y rojo del Saratoga estaba cubierta por una fina red de cuerda de lino, ahora suelta y lacia, pero que se ceñiría estrechamente al globo cuando estuviera hinchado. Los extremos inferiores de las cuerdas de lino estaban recogidos bajo el globo, firmemente sujetos a un robusto aro de suspensión, hecho de madera y de un metro y medio de diámetro. De este aro, y de cuerdas menos numerosas pero más gruesas, pendía la oblonga góndola de mimbre, cómoda para dos personas, pero un poco justa para tres. Edge llamó la atención general hacia el hecho de que en el fondo de la cesta se había colocado una lámina de hierro.
—Está blindada —dijo— para que el observador no resulte herido en los… ejem… entre las piernas por tiradores que le disparen desde tierra. Sin embargo, no corre mucho peligro, excepto cuando se eleva o desciende, porque en el aire está fuera del alcance de los disparos de rifle.
—La seda ha resistido intacta a los dobleces —observó Florian—, pero me he dado cuenta de que la malla de lino se ha deshilachado y abierto en algunos lugares. Como la malla es lo que aguanta al aeronauta, será mejor que la aseguremos. Capitán Hotspur, le agradeceré que haga los remiendos necesarios en sus ratos libres. Y, Mag, deja de poner esa cara de desengaño. Ya te encontraremos en otra ocasión una tela bonita con que trabajar. Entretanto, aún tienes que terminar los trajes para Obie y Zachary. Y necesitaremos un conjunto pirata para nuestro nuevo artista, Barnacle Bill.
Así, pues, Magpie Maggie Hag, aunque refunfuñando, apartó a Edge del balón y a Yount de sus ensayos de hombre forzudo para probarles los trajes que les había cosido, y también separó a Mullenax de su desayuno líquido. Florian, Roozeboom y el Hombre Salvaje procedieron a doblar de nuevo el Saratoga para volver a guardarlo en la carreta. Mientras el coronel Ramrod y el Hacedor de Terremotos se probaban sus nuevos trajes con mucho cuidado, a fin de no descoser las costuras hilvanadas, la anciana sometió a Barnacle Bill a un severo escrutinio y decretó que ya poseía el detalle más necesario del equipo de un pirata: el parche del ojo. Se limitó a darle un pañuelo gitano muy chillón para atarse en torno a la cabeza y un descolorido pullóver a rayas verdes y blancas para sustituir la camisa de algodón, y declaró que ya estaba disfrazado. También despidió a Edge y a Yount después de hacer algunos retoques en sus nuevas prendas, y Yount volvió muy serio a sus balas de cañón, mientras Edge se paseaba hasta la gran carpa, donde vio usar un aparato circense que aún no conocía.
De la mitad del poste central sobresalía, en ángulo recto, un poste más delgado, como la botavara de una vela cangreja, sujeto por un anillo de hierro que le permitía girar libremente en torno al poste central. Llegaba más o menos hasta la mitad de la pista y tenía un agujero en el extremo, por el que pasaba una cuerda que colgaba de la punta del poste central y que a su vez estaba sujeta al cinturón de cuero de Clover Lee, la cual daba vueltas a la pista, de pie sobre la grupa de Burbujas. Ignatz Roozeboom conducía al caballo, tocándolo de vez en cuando con la borla de su largo látigo, mientras con la otra mano agarraba el otro extremo de la cuerda que colgaba de la punta del poste central.
—Esto se llama cuerda de caída —explicó, cuando Edge se lo preguntó—. Yo la sujeto, ¿ves? Baja por la polea del poste central hasta el extremo de la botavara y luego al cinturón de seguridad de mam’selle. Si ella cae del caballo, yo tiro de este extremo y así evito que toque el suelo. La cuerda de caída es para los números nuevos o difíciles.
—Estoy intentando enseñar a Burbujas un giro a izquierda y derecha —gritó Clover Lee a Edge—. Ya sabe, una pequeña cabriola a la izquierda y a la derecha mientras salto las ligas y guirnaldas. Añade un nuevo atractivo al número.
Hizo la demostración. Roozeboom, sujetando con fuerza el extremo de la cuerda de caída, blandió el látigo. El caballo, sin aflojar el paso, cruzó las patas hacia la izquierda mientras Clover Lee daba una voltereta y aterrizaba ligera y limpiamente sobre la grupa de Burbujas. Entonces Roozeboom volvió a blandir el látigo y el caballo cruzó las patas hacia la derecha, pero esta vez vaciló torpemente mientras Clover Lee estaba en el aire, por lo que no se encontraba en su lugar cuando ella bajó. Sus pies resbalaron de la grupa del caballo, Roozeboom se apoyó en la cuerda y la muchacha quedó suspendida en el aire, riendo y sin dejar de dar vueltas a la pista a dos metros escasos del suelo. Roozeboom fue soltando la cuerda y bajando a Clover Lee hasta que ésta tocó la arena con los pies y se detuvo graciosamente.
—Al maldito rocín no le gusta el pastel de cerezas —dijo.
—No creo que le guste a ningún caballo —respondió Edge—, pero, ¿a qué viene esto?
Clover Lee le dirigió una mirada de paciente tolerancia.
—En jerga circense, pastel de cerezas significa trabajo extra, porque se debería cobrar dinero extra y no suele ser así. En cualquier caso, nadie pertenece de verdad al circo si tiene pereza de trabajar. Entonces es mejor pirarse, lo cual significa coger los trastos y dejarlo.
Edge salió de la tienda, reflexionando. Era consciente de que Clover Lee no le había acusado de perezoso, pero también sabía que la muchacha se esforzaba mucho para perfeccionar un matiz de su actuación que pasaría por alto a la mayoría de patanes que lo contemplaran y de que, mientras tanto, el Hacedor de Terremotos estaba en el patio trasero, poniéndose en forma para trabajar, y que él, el coronel Ramrod, ganduleaba, así que empezó a pensar maneras de mejorar su propio número. Y justo entonces se acercó por el camino un niño negro que llevaba una cesta de calabazas secas y multicolores.
—¿Me compra una calabaza, massa? ¿Para refrescarse?
Edge le dio dos entradas para la función de la tarde, un pago extravagante, sin duda, y recibió toda la cesta. Las calabazas se abrirían bajo el impacto, rompiéndose de modo tan impresionante como los platos, pero eran mucho más vistosas y, como tenían diferentes tamaños y formas, darían al público la sensación de ser un blanco más difícil. El coronel Ramrod se sintió muy satisfecho con esta idea.
Usó las calabazas en su número de la tarde. Los espectadores, aunque no llenaban la tienda, eran bastante más numerosos que los de la víspera y apreciaron debidamente los disparos del coronel Ramrod. Entre los que aplaudían con frenesí figuraban dos niños negros, uno de los cuales gritó al otro, rebosante de alegría y orgullo: «¡Ha usado mis calabazas como blanco!» Naturalmente, Florian no incluyó en la función a Barnacle Bill y sus jabalíes salvajes de Tasmania para evitar que fuesen reconocidos y su presencia revelada a las mujeres Mullenax. Abner presenció el espectáculo escondido bajo las gradas, contento de no actuar en aquel su primer día con el circo.
—Tengo planes para esos cerdos —confió a Edge—. Ahora que los he apartado de las distracciones de la vida en la granja, voy a enseñarles muchas más cosas que subir y bajar de una escalera.
A Edge le divirtió un poco que un neófito, que ni siquiera había pisado aún la arena, ya estuviera ansioso de ofrecer un número nuevo y asombroso para el mundo. Sin embargo, Edge descubriría que todo artista de circo, por muchos que fueran sus años y grande su experiencia, siempre considera su número susceptible de perfeccionamiento, y también que un director de circo no está nunca satisfecho con la secuencia y variedad de su programa y siempre intenta mejorarlas.
Ahora que Florian tenía en la nómina al Hacedor de Terremotos y al coronel Ramrod —y a Barnacle Bill esperando entre bastidores—, dijo a Monsieur Roulette aquella tarde en Staunton que omitiera su poco afortunado número de ventriloquia. Esta decisión no provocó ninguna protesta. Todos los miembros del circo, incluido el propio Roulette, consideraron que era un alivio, tanto para él como para el público. Nada resentido, Jules se dedicó asiduamente, a partir de entonces, a embellecer su número acrobático con contorsiones aún más espectaculares… lo que él llamaba brincos de simio, saltos de león, souplettes y «brandies». También se procuró una pequeña lámpara de queroseno y en las actuaciones siguientes entró sosteniendo la lámpara con una mano mientras daba volteretas sobre una sola mano.
—Impresiona a la gente —dijo a Yount— ver la llama encendida mientras hago esto.
—Diablos, me impresiona a mí —contestó Yount.
—Pourquoi? Si lo piensas bien, ami, ¿por qué no tendría que seguir encendida la llama?
—Supongo que tienes razón. Pero es muy vistoso. —Y añadió—: Tendré que idear nuevos trucos si no quiero ver eclipsado al Hacedor de Terremotos.
Como Edge y Yount habían dicho, el valle de Shenandoah, al norte de Staunton, estaba lastimosamente asolado por la guerra. Lo que antes habían sido granjas, graneros, establos, silos, vallas e incluso montones de leños, no eran ahora más que piedras desmoronadas y troncos y tocones quemados. Los únicos animales que podían verse eran en su mayoría viejos caballos lisiados o enfisematosos, abandonados por uno u otro ejército. En muchos lugares donde el camino del valle tendría que haber franqueado un río o un arroyo, ahora se interrumpía en el aire, pues el puente había sido destruido por Sheridan en su intento de hacer el valle impracticable para otros ejércitos. Algunos de estos ríos eran fáciles de vadear, pero en otros, los campesinos más emprendedores —en general negros— habían hecho balsas con aparejos de poleas que arrastraban ellos mismos, y así trasladaron al circo, de carromato en carromato. El precio era modesto y los dueños de las balsas aceptaban billetes confederados, pero nunca habían fijado un precio para la travesía de un elefante. No fue necesario. Peggy prefería nadar en cualquier oportunidad y lo hacía con mucho más aplomo que los barqueros improvisados.
Los pueblos y ciudades del valle seguían en pie, pero no intactos. Sheridan había tenido demasiada prisa durante su quema para detenerse a destruir totalmente las comunidades, contentándose con demoler principalmente fábricas, almacenes, arsenales, graneros e instalaciones por el estilo, de modo que las ciudades ofrecían un triste aspecto: calles donde faltaba un edificio aquí, una hilera de casas más allá, o plazas enteras convertidas en solares cubiertos de escombros. Los edificios que aún permanecían en pie estaban agujereados por disparos de rifle, muchos por cañonazos y algunos se hallaban inclinados sobre sus cimientos.
Los ocupantes de las casas quemadas se habían construido viviendas habitables con diversos tablones saqueados o tiendas abandonadas por el ejército. Aquí y allí en la distancia, fuera de la ruta de Sheridan en el mismo centro del valle —y por ello lo bastante remotas para que los yanquis se preocuparan de ellas—, podía verse alguna que otra sólida casa solariega e incluso algunas casas de plantación de estimable magnificencia que habían escapado a la quema. Dondequiera que viviese un hombre, mujer o niño capaz de trabajar, los campos de las granjas estaban plantados, por lo menos en parte, y los cultivos ya empezaban a verdear. Por doquier, la suave primavera de Virginia vestía con decencia los rastrojos, pastos, prados y laderas de las montañas, aunque sólo fuese con malas hierbas, arbustos y flores. Por todo el valle habían florecido los cerezos silvestres, que desperdigaban tan pródigamente sus grandes pétalos blancos que incluso la miserable superficie del camino estaba alfombrada como la ruta de una marcha triunfal, y las herraduras y ruedas de la caravana de carromatos enviaban al aire cascadas de pétalos en una nevada continua y cálida.
El valle revivía, aunque lenta y dolorosamente, y los habitantes podían esperar una resurrección más rápida cuando los hombres jóvenes empezasen a volver de la guerra. Por ello parecieron tomar la llegada del Floreciente Florilegio de Florian como un buen presagio, pero era patético lo poco que tenían que ofrecer a cambio de unas entradas. Esto indujo a Florian a decretar que el circo permanecería en cada una de estas ciudades de la parte norte del valle por lo menos dos días, y a veces tres, a fin de que todos los aldeanos tuvieran ocasión de acudir a la ciudad desde los pueblos vecinos. De este modo, aunque significaba el doble o triple de trabajo, el circo obtenía en cada ciudad —algunas monedas de plata, muchos billetes confederados, comestibles, prendas de vestir y utensilios— aproximadamente lo mismo que con una función en la ciudad relativamente intacta de Lynchburg.
Cuando el circo se instaló en Harrisonburg, Magpie Maggie Hag ya había terminado los trajes de pista para Edge y Yount. El Hacedor de Terremotos se puso y paseó orgullosamente, incluso en su tiempo libre, con la falsa piel de leopardo de hombre de las cavernas. El coronel Ramrod, por muy disfrazado que se sintiera con su uniforme negro y amarillo, ya no temía por lo menos denigrar el uniforme gris confederado. La gitana había encontrado incluso el suficiente género de lana para hacer una capa a juego con el uniforme. Era negra por fuera y amarilla por dentro, tenía un cuello rígido que le rodeaba la cabeza como un cubo para carbón y era larga hasta el suelo. La primera vez que salió con ella a la pista sólo la llevó hasta que cesaron los aplausos de bienvenida, y entonces se la entregó a Tiny Tim antes de empezar la ronda de disparos.
—¡No, no, no! —le reprendió después Florian.
—Diablos, esa prenda es un estorbo —respondió Edge—, me molesta para trabajar.
—Pues, quítatela —dijo Florian—, pero no así. Hazlo con un toque decorativo. Mírame.
Se puso la capa y dio la vuelta a la tienda vacía con unos aires de fanfarrón que hacían ondear vistosamente la capa a su alrededor mientras agitaba la mano, saludaba con una reverencia y levantaba los brazos en forma de V ante un público imaginario. Después, sin dejar de caminar, se desenganchó la capa del cuello y con una mano le imprimió un impulso que convirtió la prenda en un rueda negra y amarilla que giró hasta posarse lenta y espectacularmente en el suelo.
—Así es como debes hacerlo —dijo—. Y repítelo cuando te la pongas, para recibir el aplauso de despedida.
Obediente, Edge se alejó para aprender a pavonearse con la capa. Estos días todos los artistas ensayaban algo, o bien sus rutinas establecidas u otras nuevas que estaban probando. La incorporación al programa de tres hombres nuevos había despertado en los artistas antiguos un renovado espíritu competitivo, lo cual hacía aún más difícil el trabajo para los Primeros de Mayo. El hecho de que el circo permaneciese ahora dos o tres días en cada lugar, en vez de desmantelar la carpa y reanudar la marcha en días alternos, daba a la compañía tiempo sobrado por las mañanas y las noches para perfeccionar sus números y revisar sus trajes y accesorios.
Cuando Hannibal Tyree no estaba en la arena o desfilando como Abdullah el hindú, practicaba sin cesar sus juegos malabares y de equilibrio, y con accesorios cada vez más numerosos, diversos y exóticos. Ahora podía formar surtidores y cascadas de formas y pesos tan diversos como una herradura, un ramillete de flores, una lata de manteca vacía, un huevo de gallina, y —después de muchos ensayos— quitarse y añadir a los demás objetos uno y luego otro de sus gastados zapatos.
Hannibal y Tim Trimm también se dedicaban a incrementar el repertorio para banjo del Hombre Salvaje. Le hicieron escuchar todas las melodías que usaban en el programa, desde la obertura de Dixie Land a los acordes finales de Lorena. También le enseñaron la pieza que habían elegido para acompañar la exhibición de fuerza bruta del Hacedor de Terremotos, Si tienes el pie bonito, enséñalo y, naturalmente, Barnacle Bill el Marinero para el último número. Abner Mullenax nunca había oído esa canción ni conocía su existencia, pero se quedó atónito cuando la oyó tocar a los músicos, porque Tiny Tim cantaba al son de la música y cantaba la letra obscena de la canción original, Bollocky Bill.
—¿No son estas palabras un poco sucias para un público mixto? —preguntó con ansiedad a Florian—. Los cerdos y yo hacemos un número decente.
—Mientras actúes, sólo se tocará la música, Abner. Nadie cantará la letra.
—Bueno, si es así… muy bien. No quiero que tiren huevos podridos a mis cerdos.
No era probable. Los cerditos gustaron a todos los públicos, incluso durante las primeras actuaciones, cuando no hacían nada más que subir y bajar escaleras. Sin embargo, al llegar a Woodstock, Mullenax ya había enseñado al cerdito más pequeño e inteligente a hacer algo que encantó a los campesinos. Sólo por un par de mañanas, Mullenax pidió prestada a Roozeboom la cuerda de caída, ató a ella al cerdito, lo colocó fuera del borde de la pista y, con ayuda del látigo de Roozeboom, lo incitó a trotar. Sólo podía correr en círculo alrededor de la pista y Mullenax lo detenía lanzando la borla del látigo delante de su hocico. Además, en aquel mismo momento hacía un clic con la uña del pulgar. Después de unas cuantas vueltas, el cerdito aprendió a detenerse al oír el clic, sin necesidad del látigo. En la segunda sesión de trabajo, Mullenax ya adiestraba al animal sin atarlo a la cuerda de caída.
A partir de la primera función en Woodstock, el cerdito, al que Florian insistía en llamar Hamlet, aunque Mullenax encontraba el nombre «poco digno[12]», era la estrella del número de los cerdos y casi la atracción principal de todo el espectáculo. Barnacle Bill hacía trotar al cerdito en torno a la arena, entonces le gritaba: «Hamlet, elige a la chica a quien le gusta besar» y, en el inmediato tumulto de risas, nadie oía el leve clic de la uña que hacía parar al cerdito delante de una muchacha bonita de la primera fila de bancos, que se ruborizaba mientras todos reían a carcajadas. Barnacle Bill tocaba a Hamlet con el látigo para que reanudara su trote hasta que oía gritar: «Elige a la chica a quien le gusta besar en la oscuridad», y así sucesivamente. En muchas funciones posteriores, Florian tuvo dificultades en hacer salir de la pista al pirata y su cerdito, porque los espectadores nunca parecían cansarse de ellos.
Un día, cuando Mullenax se retiró por fin después de una larga serie de bises y saludos, dijo a Florian, respirando con fuerza:
—Quizá ya estoy listo para cosas más grandes. ¿Cree que el capitán Hotspur me enseñaría a amaestrar leones, como enseña a Obie Yount a ser un hombre forzudo?
—Eres muy presuntuoso —dijo Florian, pero en tono cordial—. ¿Aprender a amaestrar leones? Tienes un talento innato, no necesito decírtelo, pero se precisan muchas otras cualidades. ¿Qué te induce a pensar que aprenderías?
—El hecho de creerlo ya me induce a pensar que podría. Florian le miró con aprobación.
—Una buena respuesta. Hablaré de ti al capitán Hotspur, Abner.
Sin embargo, Roozeboom ya tenía muchas cosas en que ocuparse desde que el espíritu competitivo animaba a toda la compañía. Cuando no ensayaba con una o ambas Coverley nuevos números para las diversas actuaciones ecuestres y cuando no intentaba sacar a Maximus de su languidez habitual para enseñarle uno o dos trucos nuevos, Roozeboom seguía ayudando generosamente al Hacedor de Terremotos a realizar nuevas demostraciones de fuerza. En lo que fueran los extensos campos de batalla en torno a New Market, Yount había encontrado un cañón de artillería yanqui —medio sumergido en un charco de lodo ahora seco, pero en buen estado— que, con ayuda de Rayo, sacó del agujero y arrastró hasta el solar del circo. Al principio, Florian no se sintió dispuesto a añadir un accesorio tan pesado a los problemas de transporte del espectáculo, pero Roozeboom ayudó a Yount a buscar argumentos para hacerlo.
—No es tan pesado como parece, Baas —dijo.
—Y parecerá muy pesado cuando los patanes lo vean pasar por encima de mí —dijo Yount—. Ignatz dice que me puedo echar en la pista con dos tablas sobre el pecho y las piernas y…
—Como ya he explicado a Obie, en el pecho y los muslos están los huesos más fuertes. Así, pues, Obie tiene el pecho como un barril de roble y los muslos como tocones de roble.
—Haré pasar a Rayo por las tablas y…
—Santo Dios, Obie —exclamó Florian—, ese percherón debe de pesar tres cuartos de tonelada.
—Ya lo hemos probado. Siempre que Ignatz lo mantenga en movimiento, sólo noto todo su peso durante un segundo, cuando las tablas se inclinan para que baje por el otro lado. Ahora irá enganchado a este cañón, que también pasará por encima de mí y, como es natural, yo gemiré y me moveré mucho… para incrementar el efecto. Incluso será mejor que el número de la bala de cañón cayendo sobre mi cuello.
—Bien… —vaciló Florian, frunciendo el ceño—. Pero este maldito cañón es tan grande… No podremos llevarlo, necesitaremos otro animal para que lo arrastre.
El cañón de hierro sólo medía un metro y cuarto de longitud, pero iba montado sobre una enorme cureña de tablones, tornillos giratorios y cadenas colgantes, sujeta a la viga de hierro que era su trasera y barra de retroceso, todo ello flanqueado por dos ruedas más altas que el propio cañón.
—No importa, Peggy puede arrastrarlo —dijo Hannibal, muy confiado—. Escuche, mas’ Florian, levantará con gran delicadesa el armatoste sobre la’ do’ rueda’. No e’ ningún peso para Peggy. Y piense lo bonito que se verá por lo’ camino’.
—Bueno, está bien —dijo Florian, abriendo los brazos—. Eres responsable de Brutus. Mientras pueda hacer su trabajo normal y el de pista, no puedo quejarme. Nos quedaremos con el cañón.
Tantos artistas de la compañía agregaban refinamientos a sus actuaciones, que Edge se inspiró para añadir otro a la suya, un número que, según había oído, hacían ya otros tiradores. Entre las mercancías de intercambio del furgón rojo encontró un pequeño espejo de mano femenino y empezó a tirar hacia atrás, por encima del hombro, apuntando con ayuda del espejo. Habría sido difícil si no hubiese recurrido a un truco. Cargó cuatro cámaras del tambor de la Remington con balas de plomo normales, la quinta con perdigones y la sexta, como antes, con pólvora comprimida por harina de maíz.
En la pista, después de usar la carabina para disparar contra una calabaza lanzada al aire por Clover Lee, empleó el revólver para disparar contra las otras cinco calabazas colocadas sobre el borde de la arena, y desintegró cuatro de ellas con balas normales, disparadas desde diferentes posiciones. Luego, volviéndose de espaldas y usando el espejo para apuntar por encima del hombro, sólo tuvo que apuntar por aproximación a la quinta calabaza para destrozarla con el surtidor de perdigones. Por último, como de costumbre, disparó la sexta cámara, sin carga, directamente a Clover Lee para que pudiera «coger la bala» con los dientes.
A Florian le gustó tanto el toque decorativo de Edge que promovió al coronel Ramrod a la codiciada «conclusión» del espectáculo, la última actuación del programa antes de la cabalgata final. Esto relegó a la última actuación anterior, del capitán Hotspur y Madame Solitaire, al penúltimo lugar, pero Sarah estaba orgullosa de Edge, «su protégé», y Roozeboom era sencillamente incapaz de sentir celos, así que aceptaron sin protestas el estrellato de segunda clase.
—Tout éclatant! —exclamó Florian, encantado, dirigiéndose a Rouleau, mientras ambos contemplaban la conclusión de la última función en Strasburg—. Hemos conseguido un espectáculo más que decente. Ahora sólo nos haría falta algo más para el descanso… algo que nos reportase más dinero.
Rouleau se echó a reír.
—Si los patanes pudieran pagarlo. Merde alors, ya pagan bien poco por el espectáculo principal.
—Estoy pensando en el futuro, Jules. En más adelante, en el norte, donde pueden pagar. En las ciudades donde la gente no se acuesta al ponerse el sol y podremos montar funciones nocturnas además de matinées. Y en Europa, donde podremos superarnos de verdad. Dejar que los pobres nos crean ricos y que los ricos nos consideren unos risque-tout.
—Bien, la ascensión de un globo sería perfecta para el intermedio. Si puedo encontrar la manera de conseguirlo. Durante todo el camino he ido preguntando a todos los que tenían aspecto de ser soldados recién licenciados… si habían servido cerca del Cuerpo de Globos. Ya puedes imaginarte la clase de miradas que me dirigen. Mais, sous serment, en alguna parte, de algún modo, voy a aprender cómo se eleva al cielo azul ese aeróstato.
—Bueno, hasta que aprendas creo que para el intermedio necesitamos un número adecuado. El Hombre Salvaje y el museo no son suficientes. Necesitamos monstruos auténticos… un Esqueleto Humano, una Mujer Gorda, un Hermafrodita, cosas así. Mientras vas preguntando sobre globos, pregunta si alguien ha visto por aquí a alguna criatura de esta naturaleza.
Sin embargo, poco después del desmantelamiento de aquella noche, el circo descubrió que ya no tenía ningún monstruo residente. Tim Trimm fue el primero en darse cuenta. Todos cenaban alrededor del fuego cuando Tim inquirió:
—¿Se ha cansado finalmente el idiota de su violín de negros? No nos toca la serenata de costumbre.
Se miraron entre sí y luego lo hicieron a su alrededor. Sarah dijo:
—Estaba aquí hace unos minutos. Ha cenado, lo sé. Todo el mundo se entera cuando come el Hombre Salvaje.
—Pues ahora no se le ve por ninguna parte —contestó Yount después de que toda la compañía se hubiera dispersado en la oscuridad hasta los confines del solar y reunido de nuevo en torno a la hoguera.
Magpie Maggie Hag comentó con acento sombrío:
—Hoy una mujer me ha pedido que leyera en su palma si tendría alguna vez un bebé. Tenía ojos salvajes, como locos, así que le he asegurado que tendría niños, pero no le he dicho que era demasiado vieja para fundar una familia.
Florian parecía un poco asombrado.
—Mag, ¿sugieres acaso que una mujer, desesperada por tener hijos, ha secuestrado al Hombre Salvaje de los Bosques?
La gitana se limitó a encogerse de hombros.
—Mierda, podría haberme escogido a mí —dijo Tim, con una risita—. Lo tendrá bien merecido cuando descubra que ha adoptado a un memo.
—Pues también debe de haberse llevado su banjo —anunció Clover Lee, llegando a la hoguera—. Acabo de mirar en el carromato de la utilería y por todas partes y no aparece.
Hannibal habló, perplejo:
—¿Sabes qué? Ese mushasho ha huido del sirco porque piensa que Bal es el sirco. Yo y Tim no debimos enseñarle a tocó toda esa música.
—Podría ser cierto —dijo Florian—. Incluso los más privados de intelecto pueden poseer una astucia profunda y tortuosa. Tuve una esposa así una vez.
—Es inútil buscarle en la oscuridad —decidió Edge—, pero, Obie, ensillaremos al amanecer y haremos una batida.
Así lo hicieron y Roozeboom y Sarah fueron con ellos, montando a Bola de Nieve y Burbujas, a fin de buscar en todos los puntos cardinales. Pero ninguno de ellos encontró al Hombre Salvaje. Hacia mediodía todos volvieron al solar y Florian dijo, resignado:
—Espero que esa hembra sin hijos le haya dado un hogar y espero que le guste la música de banjo. Ahora tenemos treinta y cinco kilómetros hasta Winchester y salimos tarde. Si queréis enganchar esos caballos, nos pondremos en marcha. Y, Barnacle Bill, me temo que esto te convierte en nuestro Hombre Salvaje hasta que encontremos otro.
—¿Qué? —exclamó Mullenax.
—Es un viejo dicho circense: el último payaso tiene que echarse al agua. Ser el blanco de todas las bromas y de todos los proyectiles. En otras palabras, al último en llegar le tocan los trabajos más sucios. Antes de cada función, imitarás los rugidos y ruidos de cadenas de Maximus. Luego, durante los intermedios… ejem… creo que te convertiremos en el Hombre Cocodrilo.
—¿Qué?
—No es nada intolerable. Abdullah solía hacer de cocodrilo hasta que conseguimos al idiota. Tenemos que ir improvisando sobre la marcha. Seguirás haciendo tu número de Barnacle Bill en la primera mitad del programa. Después te pondrás un taparrabos, te rociaremos con cola y te revolcarás en el polvo. Cuando te hayas secado, tendrás una costra que formará unas escamas muy reales.
—Por Judas.
—No puedes hacerlo con tu parche de pirata, claro —continuó animadamente Florian—. Levántalo un momento, Abner, déjame ver el agujero. Oh, es horrible, sí. Bien, esto aumentará la truculencia. Tu Hombre Cocodrilo tendrá una acogida tan favorable como tu número de los cerditos.
—Dios mío.
Mientras la mayoría de los hombres seguían ocupados enganchando los caballos a los carromatos, Sarah dijo a Magpie Maggie Hag con cierto respeto en la voz:
—Predijiste que no todos nosotros iríamos a Europa. No cabe duda de que ahora hemos perdido a uno.
—Pero ganado a otro —replicó la gitana, señalando a Mullenax, que pisoteaba con mal humor el polvo en el que pronto se revolcaría—. Seguimos siendo el mismo número. Aún perderemos y ganaremos a otros.