7
Abajo seguía habiendo un clamor de habladurías, chismes y risas, pero un par de lamentaciones se hacían oír por encima de todas las demás voces.
La emperatriz Eugenia se quejaba, con una voz de imperial volumen:
—Su majestad y yo no podemos pasear hoy en día alrededor de la Orangerie, fuera de nuestros propios jardines. La terraza de las Tullerías se ha convertido últimamente en lugar de reunión de esos horribles tapettes, deben disculpar la palabra, que merodean en busca de otros hombres. No los encontraría tan repugnantes si fuesen alegres y decorativos, como las grog-chasseuses que acechan en los bulevares a los hombres auténticos. Pero los tapettes son todos tan aburrida y uniformemente melancólicos…
Sarah Berhardt se quejaba, con una voz entrenada para llegar a las galerías:
—Mi deseo es consagrarme como tragédienne, pero los directores insisten en comedias frívolas e insustanciales que gusten a la gente corriente. Yo les digo: ¿la gente corriente? Merde alors, ¡ponemos tantas cosas a su nivel que el desgraciado pignouf será siempre corriente!
Cuando los criados vieron bajar al emperador, un mayordomo tocó un gong y el clamor disminuyó mientras los invitados entraban en el comedor por parejas. Eugenia se apoyaba en el brazo de Edge, Hortense Schneider en el de Luis Napoleón, Clover Lee en el del príncipe Jérôme y la minúscula Katalin mantenía el brazo muy levantado para apoyar por lo menos los dedos en el brazo del joven príncipe heredero Eugenio.
Los emperadores se sentaron en los dos extremos de la mesa y Luis Napoleón ordenó inmediata y orgullosamente a los demás comensales que examinaran sus lugares de la mesa antes de que les sirvieran comida en los platos. Tanto éstos como los cubiertos e incluso las copas de agua y vino estaban hechos de un metal que brillaba como el peltre bruñido.
—Y es asombrosamente ligero —observó el anciano marquis de Gallifet, levantando un plato—. ¿Qué es, majestad?
—Un metal refinado hace muy poco tiempo, más raro que el oro, y yo soy la única persona que posee un servicio de mesa completo hecho con él. Se llama aluminio.
—Laissez donc —murmuró la jovencísima marquise de Gallifet, que rió e intentó un juego de palabras picante—: Pensaba que el aluminio era un astringente usado por las mujeres lâches para apretar sus partes lâches y simular virginidad.
Luis Napoleón le dirigió una mirada exasperada.
—Las sales de alumbre son medicinales, sí, pero el metal ha sido hasta ahora una curiosidad de laboratorio. Este servicio de mesa imperial es el primer uso práctico que se hace de él.
Los otros discutieron después su aspecto práctico y la mayoría estuvo de acuerdo en que era demasiado chillón y daba un sabor metálico a los alimentos y bebidas.
Todos los comensales de la mesa principal habrían disfrutado también mucho más de la cena si Adelina Patti no hubiera estado entre ellos. Ella y su marido, Henri, no habían sido separados como las otras parejas para que cada uno tuviera un desconocido con quien conversar. Era de suponer que la diva Patti habría preferido esto, ya que su marido le doblaba la edad, tenía la mitad de su tamaño y sólo se distinguía por su falta de distinción, pero la emperatriz conocía por lo visto las excentricidades de la pareja y, como anfitriona, había preferido sentar juntos a los marqueses de Caux.
La diva no era una inválida y parecía capaz de alimentarse sola; de hecho, su considerable poitrine sugería que era muy capaz de hacerlo. Sin embargo, en público, como observó la compañía, su marido se encargaba de cuidarla y alimentarla. Los otros comensales bebieron numerosos vinos diferentes durante la cena, todos ellos excelentes, o lo habrían sido de no haber sido servidos en copas de metal, pero Henri ahuyentó a todos los camareros que se acercaban con una garrafa y él sirvió a Adelina únicamente champaña, y champaña brut, y además sólo de la marca Dom Pérignon. El marqués probó antes todos los platos que llevaban los lacayos y, si merecían su aprobación, decía: «Toma, ma chère Adi, puedes comer un poco de esto», y él mismo se lo servía. Ningún miembro del circo pudo adivinar —ni entonces ni después— si Henri atendía con tanta diligencia a Adelina porque ella era su único medio de sustento o porque la diva exigía este servicio de él como otra condición del contrato de matrimonio.
Mientras tanto, Eugenia y Edge hablaban en español y la emperatriz era tal vez menos discreta en su lengua materna que en otra cualquiera. Empezó confiándole que el «deprimente asunto de estado» que había ocupado a su majestad durante tantos meses se debía en realidad a que el emperador había cedido débilmente demasiado poder a «esos malditos izquierdistas del Tercer Partido» del Corps Législatif.
—Nos estamos convirtiendo rápidamente en un imperio parlamentario —observó con amargura—. Me niego a ser derrocada, como lo fue mi prima Isabel de España. Y preferiría mil veces ser dependienta en una tienda de la rue de Rivoli que una emperatriz de pacotilla como Victoria. Desde que Luis empezó a tener piedras en la vejiga, cada día es más flojo, aburrido, tímido e indeciso.
Edge dijo, para aplacarla:
—Seguro, no totalmente, Vuestra Majestad[31]. —Era diplomático sólo en parte; también pensaba en la amenaza nada tímida proferida por el emperador en sus habitaciones.
—¡Sí, totalmente[32]! —insistió Eugenia—. Ya ni siquiera se acuesta con sus amantes. En cuanto a los despreciables miembros del Tercer Partido (Ollivier, Gramont, Gambetta) y las incultas masas que se agitan en favor del republicanismo y las vulgares caricaturas de su majestad, y de mí, que aparecen constantemente en periódicos como La Vie Parisienne, a estas alturas cualquier otro monarca ya estaría engrasando la guillotina. ¡Hay que enseñar el mundo cabeza abajo a esos despreciables subversores, digo yo! ¡Pero no él! —Se interrumpió para exclamar, perpleja—: ¿Qué pútrida purgación es ésta?
Los lacayos habían servido a todos —y el ubicuo Scander había servido a la emperatriz— el plato de pescado de la cena, turbot en una especie de salsa cremosa, y ella acababa de probarlo y hecho una mueca instantánea. Edge tomó un bocado; curiosamente, era dulce como el caramelo. La mayoría de comensales miraban también de reojo su turbot y luego a sus vecinos de mesa. Henri de Caux ya había rechazado el plato; por una vez los otros envidiaron a Adelina las atenciones de su marido. Sólo el emperador parecía no haber notado nada extraño y comía con buen apetito.
El mayordomo del comedor corrió a la mesa lleno de pánico, con la cara pálida y la frente sudorosa.
—¡Oh, majestades! —gimió, retorciéndose las manos, casi llorando—. El ayudante del sous-chef ha cometido un error espantoso. En vez de la salsa holandesa para el turbot, ha vertido las natillas para el bizcocho al jerez. ¡Imperdonable, imperdonable! Le chef-saucier está a punto de partirse la cabeza con una cuchilla. Perdonad el error, majestades, excelencias. —Chasqueó los dedos con frenesí—. Garçons! ¡Llevaos estos horribles platos!
—Tonterías —dijo plácidamente el emperador—. Yo lo encuentro muy bueno. —Imperturbable, continuó comiendo y despidió al mayordomo con un ademán—. Sirve después la holandesa con el bizcocho.
El mayordomo retrocedió, horrorizado, los comensales pusieron los ojos en blanco y siguieron comiendo el turbot y Eugenia profirió en voz baja una terrible obscenidad en español.
—¿Lo ha visto? —dijo a Edge—. El viejo estúpido se conforma con todo. Soy yo quien tendrá que encargarse de que ese torpe ayudante se cueza en sus próximas natillas. Y me maldecirán y llamarán «l’inquisiteur espagnol». Oh, lo oigo muy a menudo a mis espaldas. Le aseguro, señor coronel, que sólo hay un modo de que Luis recupere sus derechos y poderes imperiales y merezca de nuevo la admiración y el afecto de sus súbditos. Librando una guerra y ganándola. Fortuitamente[33], tenemos a mano la excusa perfecta para declarar la guerra a Prusia.
Edge sugirió con suavidad que nunca habría una excusa perfecta para una guerra.
—¡La hay! Desde que la reina Isabel huyó de España, el pueblo español ha estado consultando, discutiendo y celebrando plebiscitos para determinar qué clase de gobierno le conviene. Ahora, muy sabiamente, ha decidido reinstaurar la monarquía y está buscando un nuevo y aceptable ocupante del trono. Hay varios candidatos posibles, pero los prusianos, ¿puede imaginar una audacia más descarada?, ¡ofrecen a España uno de sus odiosos Hohenzollern!
—Lo leí el otro día en un periódico. Un tal príncipe Leopoldo, decía.
—¡Un primo hermano del rey Guillermo! ¡Ya ve lo que piensan hacer los prusianos! ¡Rodearnos! ¡Clavarnos un cuchillo en la espalda! Pero no lo lograrán. Si ni mi esposo imperial ni el Cuerpo Legislativo ni ningún otro francés tienen lo que los franceses llaman le cran, su rábano picante, es decir, los cojones[34], y perdone la expresión, ya me encargaré yo de que ningún Hohenzollern plante su gordo culazo[35] teutónico en el trono de mi España natal.
—¿Provocaríais deliberadamente una guerra por esta causa, majestad?
—¡Sí, lo haría! Recuerde que no sólo soy una emperatriz, señor coronel, sino también una madre. No sólo tengo que pensar en Francia o en España o en Luis Napoleón o incluso en mí misma, sino en la dinastía. —Bajó la voz, pero aun así habló con la ferocidad maternal de una osa—. Si no hay una guerra, mi hijo no será nunca emperador.
Cuando sirvieron el postre, el bizcocho con salsa holandesa, ni siquiera el emperador pudo comerlo, así que todos tuvieron que conformarse con los melocotones de invernadero de Montreuil, uvas de Fontainebleau y cerezas de Montmorency, con lo que bebieron —todos menos la Patti— el delicado y dulce vino blanco de Vouvray, que no podía saborearse fuera de Francia porque era demasiado frágil para viajar. La cena concluyó con café y licores y después no hubo separación de sexos —las mujeres a un salón y los hombres a sus cigarros y oporto— porque era casi medianoche. Todos se pusieron los abrigos y subieron a los carruajes para dirigirse a Versalles.
Incluso en la oscuridad, la larga fila de vehículos particulares y alquilados, con el carromato del circo en la retaguardia, hizo al trote los ocho kilómetros en sólo media hora y fue directamente a través del parque, no rodeando el château, a la terraza de los Trianons. Allí la noche no era oscura porque todos los grandes árboles tenían entre las ramas pequeñas linternas de muchos colores que convertían sus hojas en millones de refulgentes lentejuelas de diferentes tonos contra el profundo tono púrpura del cielo, y prestaban incluso a los murciélagos que aleteaban por allí el aspecto de enormes mariposas irisadas. Al fondo de los árboles, las altas ventanas del Grand Trianon brillaban con la luz dorada de los innumerables candelabros del interior, y de aquellas ventanas salía un chorro de música, porque la mayoría de invitados al baile habían llegado antes y hacía horas que estaban bailando.
Los carruajes depositaron a sus ocupantes en la terraza, donde esperaban los servidores para cargar con el equipaje de disfraces, y luego los vehículos se alejaron para esperar junto a otros mil en las avenidas de mármol del Gran Canal. Los recién llegados fueron recibidos por el titulado chambelán de la noche, conde Walsh, quien los informó de que los vestidores, ayudas de cámara y doncellas los aguardaban en el Petit Trianon. Todos se dirigieron allí y, naturalmente, fueron los hombres quienes se vistieron y salieron antes y cruzaron las terrazas en dirección a las columnas y galería de arcos del Grand Trianon, donde pajes con librea los acompañaron a la grande entrée. Aquella puerta, como el umbral de cada salón del interior, estaba flanqueada por centinelas del Escadron des Cent-Gardes à Cheval, cada uno de ellos de dos metros de estatura como mínimo, uniformados con guerrera azul celeste, calzones blancos y botas altas y negras. Sus cascos emplumados y petos eran de acero tan brillante que muchas damas se acercaron para usarlos como espejos ante los que retocarse el colorete o sujetarse un bucle.
En la grande entrée todos dijeron su nombre a un enorme mayordomo con librea que lo repetía a gritos para que los presentes lo oyeran por encima de la música. Por lo visto no se esperaba que los invitados, pese a sus disfraces, permanecieran en el anonimato, aunque algunos disfraces requirieron cierta especulación y algunas explicaciones.
—Yo sé quién se supone que soy —dijo Edge a Florian—, pero, ¿quién diablos es usted?
—No soy el diablo, desde luego —respondió Florian, que llevaba una especie de traje de payaso y portaba bajo el brazo un pequeño barril de brandy y en la otra mano un hueso gigantesco obtenido en la cocina de Saint-Cloud. De vez en cuando le arrancaba con los dientes un jirón de carne, por lo que tenía la boca y la perilla un poco grasientas—. Por tu túnica y cayado de pastor y esas temibles patillas, colijo que eres tu tocayo bíblico, el profeta Zacarías. Claro. ¿Y no resulto yo igualmente obvio? Soy el Gargantúa de Rabelais, el gigante de apetito insaciable.
—Diablos, en lugar del hueso tendrías que haber traído el turbot y el bizcocho.
—Y Goesle, que está allí con una arpa, es un bardo galés —continuó Florian—. Y Abdullah, con sus profusas pinturas de guerra, es alguien de quien no había oído hablar en su vida, el Chaka de los zulúes. Monsieur Roulette le ha dado la idea. A propósito, Jules y Willi están dentro de ese único disfraz tan singular que ahora llega con cuatro piernas. Figura que son los Gemelos Siameses.
Casi la mitad de los hombres representaban una figura cómica o grotesca. El príncipe Plon-Plon llevaba un alzacuello pintado todo alrededor con pequeñas ventanas grises y cosida a él una bata gris larga hasta el suelo, con rayas verticales que simulaban columnas blancas, y un pequeño campanario pegado a la calva; representaba el Panteón. El viejo marquis de Gallifet iba disfrazado de boticario medieval y la característica principal de su disfraz era que llevaba una lavativa lo bastante grande como para purgar al auténtico Gargantúa. En cambio las mujeres lucían casi todas disfraces míticos o históricos y encarnaban a mujeres famosas por su belleza. La duchesse d’Estrées era Helena de Troya, la princesse Rimsky-Korsakov era Anfitrite. La emperatriz Eugenia, cuando por fin apareció en el umbral, era fácil de reconocer como el retrato de Lebrun de María Antonieta, de terciopelo rojo orlado de marta cibelina y un enorme tocado blanco con reflejos plateados en cuya cima descansaban diminutos pájaros recubiertos de oro. El príncipe Lou-Lou vestía como su paje, con ceñidos calzones de seda blanca y una capa corta de terciopelo carmesí tirada sobre un hombro. El emperador había desdeñado cualquier disfraz y se había puesto uno de sus uniformes de gala con una máscara de dominó.
Cuando aparecieron disfrazadas las mujeres del circo, eclipsaron a la mayoría de damas aristocráticas en belleza u originalidad o ambas cosas. Clover Lee era de nuevo una visión en Clover Pink, en esta ocasión combinado con verde trébol. Recogía hacia atrás su cascada de rubios y sedosos cabellos con una banda rosa y llevaba un corpiño rosa muy escotado y escandalosamente ceñido, con una falda ancha llena de tréboles de cuatro hojas hechos con paño verde recortado, agrupados en manojos y cosidos tan juntos que la muchacha parecía una ninfa del bosque saliendo de una mata de tréboles verdaderos. El príncipe Jérôme se acercó a ella con ojos brillantes y boca ávida, pero oyó que Clover Lee le presentaba inmediatamente a «le comte de Lareinty, mon fiancé» y el campanario del tocado del príncipe pareció marchitarse y caer.
Agnete Knudsdatter llegó como una sirena de Andersen, con mallas muy ceñidas que le daban el aspecto de ir desnuda de cintura para arriba, mientras para abajo llevaba una maravillosa cola de lentejuelas plateadas y escamas transparentes. Tenía que ser transportada de un lugar a otro por Yount —vestido como su príncipe, con una corona de oro para disimular su poco principesca calva—, pero en cuanto la dejaba en un asiento, Agnete asombraba a los presentes con sus movimientos tan sinuosos como los de cualquier sirena que flotara en su propio elemento. Domingo y Lunes Simms se presentaron como los Géminis y, aunque no parecían en absoluto muchachos gemelos, llevaban los vestidos clásicos propios de ellos, es decir, túnicas cortas y diáfanas que dejaban al descubierto sus largas piernas y no ocultaban mucho el resto del cuerpo. Estrellas plateadas salpicaban sus negros y rizados cabellos, y las dos empuñaban una lanza con punta de hojalata. Eran tan idénticas que ni siquiera Edge supo quién era quién hasta que una exclamó:
—Cielos, ¿eres tú, Zachary?
—Diablos, hermanita —dijo la otra—, ya te advertí que estaba envejeciendo.
—¿Quién se supone que eres? ¿Moisés? ¿El Padre Tiempo? ¿Por qué un hombre apuesto tiene que esconderse bajo una barba larga y un camisón?
Edge contestó, a la defensiva:
—Así no tengo que invitar a bailar a nadie y parecer aún más ridículo.
—Ni siquiera desea bailar —dijo Lunes—. Ya te lo avisé, es un viejo.
Gavrila Smodlaka, su pareja, Jovan Maretic, y su hija Sava iban como una familia de ángeles y formaban un bello trío, cada uno con su túnica blanca, un halo dorado en torno a la cabeza, sostenido por un alambre casi invisible, e inmensas alas dobladas hechas laboriosamente por la propia Gavrila con plumas verdaderas. Por supuesto, Gavrila era el arcángel Gabriel, de modo que llevaba un cuerno, la gastada corneta que en otro tiempo fuera el único instrumento musical del Florilegio. Jovan era Miguel, por lo que empuñaba una gran espada, cortesía de la ausente Brunilda.
Sin embargo, la entrada de la fea y rechoncha Ioan Petrescu fue la que llamó más la atención. No había llevado a su fontanero Delattre, pero sí su obra, una armadura de hojalata, con yelmo y escarpes incluidos, Organizaba un gran estrépito al andar y no mejoraba mucho los suelos de parquet del Trianon, pero incluso la cuadrilla que se bailaba en aquel momento fue interrumpida para que todos pudieran aplaudirla.
—Bueno, como me llamo Ioan —explicó tímidamente a Florian, con la voz ahogada por la visera—, Pierre dice que puedo ser Juana de Arco.
—Una afortunada coincidencia —contestó Florian, alzando la copa de champaña—. Brindo por tu maître de plomberie.
—Sólo que no puedo bailar —añadió ella— y tampoco beber, porque no podría hacer pipí.
Monsieur Nadar, que era sólo una cabeza, unas manos y unos pies sobresaliendo de una esfera de seda rayada en bermellón y blanco, cuya forma circular era mantenida por unas ballenas interiores de bambú, oyó repetidas veces la pregunta de qué clase de huevo representaba y tuvo que explicar cada vez que era el globo Saratoga. Cuando no estaba ocupado contestando esto, identificaba a otros personajes para los miembros del circo o se limitaba a hacer maliciosos comentarios sobre ellos.
Cuando la última pareja, el eminente diplomático anglofrancés Waddington y su esposa americana, muy grande y muy vulgar, fue anunciada con voz estentórea por el mayordomo —«Monsieur et madame Waddington!»—, Nadar los miró, o mejor dicho, miró a la dama y murmuró:
—Beaucoup de wadding[36], mais peu de ton.
En otro momento observó:
—El caballero vestido de roble que baila con Giuseppina es el prestigioso químico Pasteur. —El aludido era un barril de cerveza: Giuseppina estaba etérea con las gasas de la Aurora—. Ha indepen dizado de Oriente a la industria siderúrgica francesa y ahora trabaja para echar del negocio a los bávaros con su cerveza francesa. Pero me sorprende que haya sido invitado aquí. La última vez que Pasteur vino a las Tullerías, llevó consigo un recipiente lleno de rana para demostrar un experimento que hacía por aquel entonces. La, ranas saltaron entre los invitados, los hombres maldecían y las mujeres se desmayaban; fue como una plaga de Egipto. Apostaría algo a que alguna todavía da brincos por el palacio.
Las otras conversaciones eran en su mayoría comentarios sobre… el delicioso tiempo primaveral y preveraniego que había reinado aquel año en toda Francia y sobre las espléndidas y abundantes cosechas de los viñedos en otoño. Pero se oían también muchos chismes, tan francos y malintencionados como los de Nadar.
—… una tonta encantadora e ingenua. Le pregunté: «Pero, querida, acabas de anunciar tus esponsales, ¿por qué llevas luto?» ¿Y sabéis qué respondió? «Eh bien! madame, mi madre siempre decía que con el matrimonio una muchacha pierde algo. Y yo he hecho la que he podido: he perdido a una prima lejana».
—… no, en absoluto, Eugenia nunca vacila en entrometerse en asuntos de estado. Cuando el rey Cristián nombró al barón Bronck embajador en Francia, el rey le hizo jurar que nunca revelaría sus, ejem, tendencias sexuales. Así, pues, inmediatamente después de su llegada, el barón adquirió a una cortesana que, por dinero, le acompañaba a todas partes en público y en privado le dejaba usar sus habitaciones para las citas con sus amantes tapettes. Un día en que paseaba con la mujer por el Bois, se quitó cortésmente el sombrero ante la emperatriz, que pasaba en su carruaje. Eugenia observó mas tarde: «Qué extraño que el barón Bronck nunca haya presentada formalmente a su esposa en la corte». Alguien le dijo que la mujar no era su esposa, sino su amante, y Eugenia dio rienda suelta a uno de sus arrebatos de cólera. «¿Osa saludarme en su presencia y me obliga a devolver el saludo?» Envió una nota venenosa al rey Cristián, el pobre barón fue expulsado y ahora languidece en el olvido sólo por obedecer las órdenes recibidas.
El amanecer empañaba las linternas de los árboles, frente a las ventanas, pero los bailarines, bebedores y murmuradores seguían divirtiéndose cuando Florian llevó aparte a Edge y le dijo confidencialmente:
—Creo, coronel Ramrod, que será mejor ir reuniendo a nuestra, gente para preparar la marcha. Me disculparé ante los emperadores alegando que hemos de descansar para las funciones de mañana.
—Sí, es verdad, debemos irnos. Pero, ¿por qué habla en un murmullo? ¿Existe otro motivo por el que debamos marcharnos ahora?
—Es mejor que lo sepas. La pequeña Sava ha desaparecido mientras su madre y Jovan bailaban un minué. Hace un momento que la han encontrado entre los arbustos, con la túnica angélica alrededor de la cintura para hacer sitio al marqués de Gallifet. El viejo libertino ni siquiera se empleaba él mismo, sino esa inmensa lavativa, para…
—Diablos, reúna usted a la gente, director, mientras yo voy a retorcer su escuálido cuello.
—No es necesario. La última vez que han visto al marqués era perseguido por un ángel vengador que empuñaba una enorme espada. Cuando Jovan lo atrape, las alas le quitan algo de velocidad, me gustaría estar lejos de aquí, sólo para que no nos relacionen con el consiguiente derramamiento de sangre. Busca a los otros y vayámonos de la manera más discreta posible.
Mientras la caravana de vehículos alquilados y el carromato del circo volvían a través del parque de Versalles, cuyos campos estaban salpicados de ovejas y vacas, casitas pintorescas y establos —reliquias recuperadas y conservadas del período de «lechera» de María Antonieta—, Yount bostezó con fuerza y observó a Agnete, acurrucada y medio dormida a su lado:
—Antes no me había fijado, al venir por aquí en la oscuridad, pero ahora, a la luz del día, tengo la impresión de haber estado aquí alguna vez. Es extraño; los árboles son diferentes y estamos en verano, no en primavera, y no se huele a humo de artillería, pero esta campiña podría ser la que rodea a Appomattox.