10

Mientras las grúas del Piotr-Velik depositaban uno tras otro en el muelle los vehículos del Florilegio, preguntó Florian:

—¿Dónde está la presunta artista que el zar nos ha endilgado?

—Dudo de que esté esperando en el muelle —contestó Edge—. Este no es lugar para una dama.

El puerto de Kiel era todo humo, vapor, actividad y ruido. Arribaban y zarpaban barcos y eran descargados o cargados, sonaban sirenas, rechinaban cadenas de ancla, chirriaban cabrias. Grúas de vapor funcionaban con frenético estruendo, martinetes de vapor hacían vibrar la zona del muelle con sus fuertes golpes. Los caballos con herraduras de hierro y las llantas de hierro de los pesados carros retumbaban sobre los adoquines. Capataces silbaban y lanzaban invectivas a los estibadores, que respondían con la misma vehemencia. Podía no ser lugar para una dama, pero a pesar de todo la dama hizo su aparición.

—Joder —murmuró Edge cuando la dama más extraordinaria bajó la pasarela del Piotr-Velik, andando con ayuda de un bastón.

Había esperado a que toda la gente, todos los animales y todo el equipamiento del circo estuviera en el muelle a fin de ser la última en desembarcar.

—Debe de haber permanecido dentro de su camarote desde que zarpamos de Piter —dijo Florian—. Dios sabe que habría sido difícil de esconder en cualquier otra parte.

La joven se acercó a ellos y se presentó en inglés.

—Soy Olga Somova y he venido para incorporarme a su circo.

—Y nosotros le damos la bienvenida, Gosposhyá Somova —contestó Florian con total sinceridad—. ¿Por qué no reveló su presencia a bordo para conocernos antes?

—No quería que los marineros me mirasen fijamente durante toda la travesía. El camarero que me llevaba las bandejas ya se reía bastante. Y no quería que el conde Gendrikov supiera que yo… bueno, reconocía por fin que soy un bicho raro. Le haría reír mi idea de incorporarme a un circo y difundiría rumores maliciosos.

—¿Puedo preguntarle, gosposhyá, qué altura tiene exactamente?

—Tres arshinas [26] y un vershók [27] —respondió ella, sin alardear del hecho.

Florian hizo un rápido cálculo y exclamó, admirado:

—Dos metros y casi quince centímetros. ¡Vaya, vaya! No tan gigantesca como la famosa Anna Swan, pero gigante, de todos modos.

Olga Somova dio un leve respingo al oír la palabra. Era una mujer joven y extremadamente bonita, de ojos grandes, azules y límpidos, pómulos altos y tez satinada. Llevaba los cabellos negros recogidos en modestos moños a ambos lados de la cabeza. No era gorda ni musculosa ni de huesos descomunales, sino una mujer bien proporcionada a una escala fantásticamente grande, del mismo modo que Katalin Szábo lo era en miniatura.

—Por esto debo usar bastón —explicó, ruborizándose—. Mis… mis extremidades inferiores son de tamaño y forma normales. Tendrían que ser horriblemente grandes para sostener sin ayuda mi gran altura y peso. Tenga en cuenta que peso casi siete puds[28].

—Ciento catorce kilos —dijo Florian—. Ideal para su altura, diría yo. Pero nos aseguraremos, gosposhyá, de que no tenga que estar de pie ni andar más de lo necesario.

—Pensaba que los espías debían ser invisibles —dijo Edge para hacerle saber que eran conscientes de su verdadera razón para unirse a ellos—. ¿No se ha equivocado de empleo, señorita Somova?

—En realidad no soy espía, sólo tengo que telegrafiar al zar desde cada parada entre aquí y París para que conozca su itinerario. Y en París, cuando usted se presente ante el emperador francés, debo informarle de ello. Esto es todo. Y, puesto que les digo con franqueza lo que voy a hacer, no soy realmente una espía. He tenido que aceptar este trabajo para procurarme el visado de salida de Rusia. No es fácil obtenerlo. Exceptuando a los judíos, a quienes prefiere perder de vista, el zar no permite a sus súbditos emigrar adonde se les antoja. —Se volvió a mirar con ansiedad el crucero, como temerosa de que el capitán del buque o el conde pudieran ordenarle que subiera de nuevo a bordo.

—Si es agente del zar contra su voluntad y si reconoce de mala gana su, ejem, individualidad y si hace ambas cosas sólo para emigrar, debe de tener un motivo muy poderoso para ello.

—El más poderoso para una mujer, Gospodín Florian. Busco un marido. Tal vez en países donde no soy conocida como un personaje de burla, una anacoreta siempre escondida… —Encogió sus hombros anchos, pero bien formados.

—Comprendo. ¿Y cómo es que habla inglés?

—También hablo francés y alemán. Cuando no se tiene vida social, y no la tengo desde la infancia, se dispone de mucho tiempo para estudiar.

—Es cierto. Bueno, Gosposhyá Somova, ¿quiere darme su pasaporte? Debo ir a enseñar la carta del zar a los funcionarios de inmigración y hacer sellar debidamente todos nuestros documentos. Entonces iremos a un hotel, nos han recomendado el Adler, y allí la presentaré a sus nuevos colegas.

Los funcionarios de inmigración de Kiel eran de una eficiencia prusiana, pero de una escrupulosidad también prusiana, así que pasó bastante rato antes de que Florian saliera de aquella oficina, lo cual hizo murmurando y con los brazos llenos.

Mire todos estos papeles, firmas, sellos y estampillados. Y sólo nos dan derecho a viajar dentro de esta provincia prusiana de Schleswig-Holstein. Sin duda tendremos que soportar toda esta maldita monserga en la frontera de cada maldita provincia. Estas formalidades tan prolijas no existían la última vez que estuve por estas tierras.

Aún tenían que pasar por la aduana, pero los funcionarios facilitaron ese proceso disponiendo que cada artista presentara únicamente para la inspección el equipaje de mano que deseaba llevar consigo al hotel, mientras Banat y los otros eslovacos se quedaban con los carromatos y remolques y los animales y el equipo, todo lo cual permanecería en un almacén del muelle hasta que el Florilegio estuviera listo para emprender la marcha. Permitieron que Willi Lothar pasara la aduana antes que nadie para que pudiera salir en seguida en su calesa a investigar la posibilidad de que el circo actuara en Kiel.

Por fin todos los artistas pasaron la aduana y recogieron muchos más documentos llenos de sellos y firmas. Entonces el carruaje, con Florian y Daphne en el pescante y la giganta en el interior, condujo al hotel Adler al resto de la compañía, que iba en una caravana de coches de alquiler. Ya en el hotel y después de ir a sus habitaciones para bañarse y refrescarse, la compañía se reunió en el comedor, donde fue presentada a Olga Somova, «un primero de mayo regalado por el zar Alejandro», como la presentó Florian.

Fitzfarris se alegró mucho de tener una nueva atracción tan magnífica para su espectáculo. Después de saludarla, se llevó aparte a Florian y preguntó:

—¿Cómo la llamaremos, director? ¿Qué le parece «Olga la Ogresa del Volga»?

—Por favor, sir John —dijo Florian, abochornado—. Respeta un poco su dignidad. Sugiero, al menos mientras estemos en estas regiones teutonas, que la llamemos Brunilda, como esa princesa sobrehumana de la leyenda.

—¡Bien, muy bien! —aprobó Fitz—. Y ahora, ¿dónde está Ioan? Quiero comunicarle una idea que he tenido para el traje de escenario de Brunilda.

Cuando se fue a toda prisa, Kostchei el Inmortal se acercó a Florian y le dijo en tono confidencial:

—Llame como quiera a la giganta, gospodín, porque Olga Somova tampoco es su nombre. Es la princesa Raisa Yusupova. —¡Santo cielo! ¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?

—La familia Yusupov es una de las más prominentes de Rusia. Y debe usted admitir que Raisa es un miembro prominente de ella, si me permite el juego de palabras.

—El zar ya dijo que era de buena familia.

—Una familia incluso más rica que la Romanov. La riqueza de los Yusupov es inconmensurable.

—Si es así, ¿por qué ir al extranjero a buscar marido? Cualquier aristócrata ruso vería en su dinero y linaje una compensación de su, ejem, abrumadora estatura.

—Sin duda —respondió secamente Kostchei—, pero quizá la princesa Yusupova desea ser cortejada por un hombre que ignore su riqueza y distinción. Incluso un plebeyo, si la amara por ella misma.

—Tienes razón. He sido vulgar. Es probable que una mujer grande tenga un corazón grande.

Willi Lothar regresó cuando aún estaban cenando y fue directamente a la mesa compartida por Florian, Edge, Daphne y Olga. Le presentaron formalmente a la giganta, pero él le besó distraído la mano e informó con cierta urgencia:

Herr gouverneur, traigo noticias decepcionantes. En Kiel actúa ya un circo, el Zirkus Renz de Berlín.

—Ah, bueno. No siempre podemos ganar. Y Kiel no es una ciudad muy cautivadora. No lamentaré abandonarla.

—Esta no es la única plaza que perderemos. Me he enterado de que toda esta provincia septentrional rebosa de circos que agotan la temporada de otoño antes de viajar hacia el sur para pasar el invierno. Además del Renz, está el Zirkus Strassburger, el Krone, el Carmo, el Sarrasani. No he podido averiguar las plazas y fechas exactas, pero estarnos rodeados de competidores.

—Huna —dijo Florian—. No me gustaría coincidir con ninguno de ellos, pero tampoco quiero adelantarme y quitarles injustamente la crema de las ciudades que figuran en su ruta. Déjame pensar. Si el Renz está actuando aquí, es lógico que su siguiente parada hacia el sur sea Hamburgo, de modo que quizá Bremen, un poco más al oeste, quede fuera de su itinerario. Mañana, Willi, dirígete a Bremen y averígualo. Si en Bremen no hay ningún circo ni esperan a ninguno, daremos representaciones allí. De lo contrario, iremos a otro lugar.

—Bremen está a unos cinco días de aquí en coche —dijo Willi—. ¿Me seguiréis de cerca?

—No demasiado. Me imagino que mañana perderemos la mayor parte del día en el muelle, pasando la inspección de la aduana. Ahora búscate una mesa, Willi, y pide una cena decente para olvidar el sabor de todo el pescado salado que hemos comido.

Cuando Willi se hubo ido, Edge dijo a Florian:

—Mañana iré con usted, director. Mientras esté ocupado en la aduana, yo husmearé por el puerto. Si se supone que he de buscar material sospechoso, podría ser interesante ver qué clase de mercancías se descargan aquí. —Entonces se volvió hacia Olga y dijo en tono un poco burlón—: Puede telegrafiar a su maestro de títeres desde el mostrador de recepción, miss Somova. Y asegúrele que nosotros cumplimos nuestra parte del trato.

La giganta se ruborizó, pero no dijo nada. Daphne, perpleja ante tan misteriosas observaciones, dirigió una mirada inquisitiva a Florian, pero éste no ofreció ninguna explicación, así que ella tampoco habló.

En cada parada nocturna durante el viaje a Bremen de la caravana del circo, tanto si era en una posada como junto a la carretera, Ioan trabajó en el disfraz de Brunilda. La parte más llamativa era el yelmo. Ioan se procuró en una posada una cacerola de latón que encajaría muy bien, puesta del revés, en la cabeza de Olga cuando ésta se soltara la cabellera, y Goesle quitó el mango de la cacerola y la frotó hasta dejarla muy brillante. Una o dos noches después, cuando la caravana estaba acampada cerca de una granja lechera, Fitzfarris pidió prestada al ingeniero Beck una resistente sierra para cortar metales y desapareció en la oscuridad. Cuando volvió, pareció especialmente nervioso hasta que la caravana reanudó la marcha a la mañana siguiente y estuvo a muchos kilómetros de distancia. Y aquella noche pegó con cemento un cuerno negro, curvado y puntiagudo, a cada lado de la cacerola yelmo.

A continuación Ioan confeccionó un vestido de pesado brocado de plata, parecido a la cota de mallas, y cosió en la parte delantera dos sostenes para los pechos, acolchados, tiesos, salpicados de lentejuelas, agresivamente walkirianos, que exageraban los ya impresionantes pechos de Olga. Meli Vasilakis contribuyó con la espada más larga de su difunto marido y Goesle hizo un escudo de madera, lo plateó y le puso un gran tachón en el centro. La única objeción de Olga acerca de su disfraz fue que la falda era demasiado larga, pero Fitzfarris le aseguró que existía una razón para ello.

Mientras tanto, Stitches hizo un nuevo estandarte para el espectáculo secundario que representaba a Brunilda la Giganta y a Grillo la Enana de lado, exagerando tanto la estatura de Olga como la pequeñez de Katalin. Las dos mujeres se quejaron, no por esto, sino porque estaban muy mal pintadas; los dibujos no se parecían en nada a ellas. Goesle se disculpó; el pintor coreano, bastante experto, se había ido y el único retratista disponible —nada experto— era un eslovaco aficionado.

—No os preocupéis por el estandarte, señoritas —dijo alegremente Fitzfarris—. El asombro y la satisfacción de los patanes será aún mayor cuando os vean en persona y descubran que las dos sois hermosas. Y, Olga, intenta no dirigirme miradas extrañas cuando te presente, porque voy a decir que sobrepasas de los dos metros cuarenta.

—Pero esto no es cierto. Cualquiera puede medirlo con los ojos.

—No cuando estás de pie sobre una tarima, más arriba que el público. Y me aseguraré de que parezcas de esta estatura diciendo a nuestro artista más alto, el Hacedor de Terremotos, que pase por debajo de tu brazo.

—Eh, escucha —dijo Yount—. No es tan alta. Tendré que agacharme un poco.

—Espera y verás, Obie, espera y verás.

La ciudad de Bremen se hallaba en el Gran Ducado de Oldenburg, por lo que, para contrariedad de todos, fue preciso cumplir una vez más con largas formalidades en dicha frontera. Los funcionarios inspeccionaron todos sus documentos, efectos y vehículos —aunque ninguno buscó entre la paja sobre la que el viejo Maximus paseaba arriba y abajo— y hubo otra copiosa entrega de papeles y la consiguiente e interminable estampación de firmas y sellos. Por fortuna, todas esas molestias no fueron en vano. Cuando llegaron a Bremen y encontraron a Willi, éste tuvo la satisfacción de informar a Florian de que no actuaba ningún otro circo en la ciudad y había alquilado un terreno para el Florilegio en el hermoso parque de Bürgerweide.

Así que fue allí donde Brunilda hizo su debut, con evidente miedo al público pero con bastante competencia gracias a todos los ensayos a que la había sometido Fitzfarris. Inmediatamente antes de su aparición, la pequeña Grillo hizo su número con Rumpelstilzchen. Mientras la enana saludaba, sir John levantó el caballito del estrado y, sin que el público lo advirtiera, colocó detrás de Grillo una resistente caja de madera y la salpicó con un poco de su licopodio. Cuando remitieron los aplausos, Grillo permaneció allí y sir John gritó en alemán:

—¡Ahora, damas y caballeros, desde su legendario castillo rodeado de llamas, la extraordinaria princesa Brun-HILDA! —Y aplicó un cigarrillo encendido a la pólvora.

Usando su espada como bastón, Olga se apresuró a subir al peldaño colocado para ella al fondo del estrado. Cuando el humo del licopodio se dispersó, estaba de pie junto a la enana. Grillo se quedó el tiempo suficiente para que el público admirase la disparidad de sus tamaños. Entonces se retiró y Fitz, debajo del estrado, continuó su discurso aprendido de memoria:

—¡… Tan admirablemente femeninas son las curvas y proporciones de la princesa Brunilda, damas y caballeros, que un observador puede no apreciar al principio que mide dos metros y medio de estatura! Así, pues, a fin de demostrarlo inapelablemente, pediré al hombre más alto del público que suba al estrado. ¡Usted, señor! —Y señaló a Yount, situado entre el gentío—. Todos verán que no tiene la menor dificultad en pasar completamente derecho por debajo del brazo extendido de la giganta.

Cuando Yount subió al estrado, Brunilda sonrió y retrocedió un paso como para hacerle sitio, pero en realidad fue para subirse a la caja que tenía detrás y que su falda larga en exceso ocultó por completo; de este modo el sonriente Yount pudo pasar por debajo del brazo extendido que sostenía la espada.

—¡Vaya, al final no ha sido difícil ni embarazoso! —gritó Olga, muy contenta, a Fitzfarris cuando se terminaron los rotundos aplausos y el espectáculo tocó a su fin y los patanes volvieron a la carpa—. Ha sido casi un placer fingir por primera vez en mi vida no ser más baja sino más alta de lo que soy en realidad. —Estaba tan llena de alivio o de otra emoción que se volvió, sonrió a Kostchei el Inmortal y le preguntó—: ¿No considera usted también, señor, que su… su diferencia es más fácil de soportar aquí, entre otras personas que son a su vez diferentes de la gente normal?

Kostchei se sobresaltó, puso los ojos en blanco, gesticuló en silencio y huyó con precipitación.

—Ejem… princesa Brunilda —dijo Fitz, recordando la advertencia de Florian de que el ex delincuente mutilado no debía hablar con desconocidos… y era evidente que Kostchei consideraba a Olga una desconocida—. Olvidas que ese pobre hombre es mudo. Enmudeció, como acabo de decir, de espanto tras su lucha con los osos.

—Oh —dijo Olga, pensativa—. Pensaba que era una historia inventada para los espectadores, como mi título de princesa. Es cierto, nunca le he oído hablar, pero me parecía haberle visto conversar con otros.

—Por medio de gestos, sin duda —respondió Fitz y fue a advertir al Inmortal que tuviera cuidado cuando la giganta estuviera cerca.

Después de sólo una semana en Bremen, Florian ordenó desmontar el circo y reanudar el viaje. Como en todas las funciones había llenos totales y a todos los artistas les gustaba la antigua ciudad de Bremen, varios de ellos se insubordinaron y quisieron conocer el motivo de que Florian tuviera tanta prisa por marcharse.

—Los motivos son dos —les contestó—. Quiero estar cuanto más al sur mejor cuando llegue el invierno y, más importante, París es nuestro destino final y deseo estar instalado allí antes de que el invierno sea realmente frío. Y lo que no quiero en modo alguno es oír más objeciones cuando decido algo.

Así, pues, la caravana continuó por una ruta algo zigzagueante hacia el sur, haciendo sólo breves paradas con largos intervalos entre ellas. Edge mantenía los ojos abiertos, como le habían pedido. Por la carretera se veían en efecto contingentes de tropas a pie o en vehículos militares. Edge contaba su número y retenía en la memoria sus diversas insignias en espera de que algún oficial de Luis Napoleón pudiera identificar los ejércitos, cuerpos, brigadas y regimientos a que pertenecían. A menudo la ruta del circo era paralela a una vía férrea y de vez en cuando pasaba un tren de mercancías cargado con equipamientos militares, reconocibles pese a ir cubiertos con lona encerada, y a veces Edge distinguía su naturaleza. En diversas ocasiones, tanto si dormía en una posada como en su propio remolque al borde del camino, sus ojos se abrieron en medio de la noche al oír el rumor de muchas herraduras o de ruedas excepcionalmente pesadas y se levantaba y acercaba lo más posible para determinar en qué consistía aquel tráfico.

Cada vez que el Florilegio se preparaba para abandonar una ciudad donde había actuado, Willi Lothar se marchaba antes para cerciorarse de que no se dirigían a una plaza reservada ya para otro circo. Así Florian pasó con frecuencia de largo una gran ciudad para actuar en una más pequeña: Hildesheim en lugar de Hannover, donde el Circo Krone ya había alquilado un terreno, Darmstadt en lugar de Frankfurt, adonde el Carmo no tardaría en llegar. Las estancias breves y los recorridos largos del viaje no eran tan molestos para los miembros del circo como las frecuentes y tediosas interrupciones causadas por las muchas fronteras que la caravana se vio obligada a atravesar.

Ir de Bremen a Hildesheim significó cruzar la frontera del Gran Ducado de Oldenburg con el que había sido hasta hacía muy poco el reino de Hannover, que entonces era una provincia más de Prusia, y nuevamente la compañía circense y toda su impedimenta tuvieron que someterse a la escrupulosa inspección prusiana, a una detallada documentación y a un consentimiento reacio. Ir de Hildesheim a Kassel sólo significaba entrar en otra provincia prusiana, Kurhesse, pero la compañía, como si se compusiera de refugiados de un país enemigo, tuvo que soportar también allí el mismo ritual prusiano. Después, cuando viajaron de Kassel a Darmstadt, situado en el Gran Ducado independiente de Hesse, llegaban de un país que Hesse tenía razones para detestar —la Prusia que ansiaba anexionarse a Hesse— y por ello en esta frontera el circo fue sometido a interrogatorios y escrutinios todavía más intensos y suspicaces. El siguiente trecho era de Karlsruhe a Baden, otro gran ducado independiente, y otra vez en una frontera…

—¡Ya está bien! —explotó Clover Lee—. ¡Cada uno de nosotros lleva documentos suficientes para que san Pedro nos abriera las puertas del cielo sin hacernos una sola pregunta!

—Calma, muchacha —dijo Florian con ecuanimidad—. Esta es la última frontera que cruzamos en tierras alemanas. Además, piensa en las molestias y demoras que habríamos sufrido si no tuviéramos la influyente carta del zar como nuestra credencial más importante. —Y con el floreo de un maestro de esgrima, la presentó al guardia de Baden que bloqueaba la carretera.

Karlsruhe tampoco pudo disfrutar del Florilegio más de una semana, pues una vez cumplida Florian dijo a Goesle y Banat:

—Desmontad, muchachos, nos vamos.

Esa vez Willi no recibió orden de adelantarse. La caravana continuó hacia el sur a través de la Selva Negra, realmente negra en aquella época del año, en que apenas podía llamarse de hoja perenne a sus abetos, pinos, cedros y enebros, tan oscuros eran bajo el cielo bajo y sombrío. En Friburgo caía la primera nieve del invierno. La compañía pasó una noche en una cómoda posada y al día siguiente ya no se movió en dirección sur; Florian torció hacia el oeste bajo la persistente nevada. A mediodía la caravana llegó a un río ancho con un puente en cuyo extremo más próximo había un puesto de guardia de Baden, del que no salió ningún funcionario a cerrarles el paso. El extremo opuesto del puente era invisible tras los copos de nieve, pero Florian se levantó en el pescante del carruaje para señalar y gritar a todos los viajeros que le seguían:

—Esto, amados míos, es el río Rin. Cuando veáis ondear una bandera, será la tricolor. Como alsaciano, doy a todos la bienvenida a Alsacia. ¡A Francia!