SESENTA Y SEIS Atemwende

 

 

I

 

Escribo esto en mi mesa del estudio. Está todo tan limpio. Todavía no hay nadie más, porque es muy temprano. He paseado al perro y ahora estoy quieto, con un vaso de agua y una hoja de papel en blanco. La luz se refracta en las paredes blancas.
Están los sitios a los que no tengo que ir. Y las cosas que no he leído.
Sé que tendría que ponerme de una vez con Goethe.
Wittgenstein escribió una respuesta a la respuesta de Goethe a Newton sobre el color. Debería pasarme por su casa de Viena. La diseñó lentamente. Tan lentamente, que casi todos los que trabajaban con él decidieron dejar el asunto y dedicarse a otra cosa. Era una casa en la que no se podía vivir, la casa de un filósofo que empezaba todas las frases con una pregunta.
¿Por qué han de bajar las persianas? ¿Por qué han de ser de esta altura las habitaciones?
Lo único que no parece haber puesto en duda es el color del edificio, las paredes interiores, las escaleras y los marcos de las ventanas. Son blancos. ¿Sería el blanco una búsqueda para Wittgenstein?
En mi cuarto de arriba del estudio todavía hay libros sin sacar de sus envoltorios, comprados de noche, necesarios para todos mis viajes. Tengo la partitura del 4’33” de John Cage en lo alto del montón. Paso las manos por este ridículo cúmulo de posibilidades, de semanas de desvíos y reorientaciones. Yo iba a ser el Emperador de lo Blanco. Iba a haber un viaje por entre páginas blancas. Iba a moverme de Tristram Shandy a Samuel Beckett.
¿Qué se me ha escapado?
He renunciado a mis listas. Mis tres tazas de porcelana blanca se han trocado en cinco objetos de porcelana. Mis tres colinas blancas se han convertido en cuatro. Me han llevado a otro sitio.
II

 

Voy a Cambridge y coloco las piezas blancas de Jingdezhen de hace ochocientos años sobre las nuevas baldosas de porcelana de hace tres años. El resultado es muy bello.
Coloco mis fragmentos y las copias Jingdezhen de los jarrones de Wedgwood, y porcelana de los primeros tiempos de Meissen. Y también escondo una instalación muy pequeña de mis propias piezas en el museo. Escribo sobre todas estas piezas favoritas e imprimimos un modesto catálogo con dibujos a línea en una especie de papel biblia. Lo experimento como un modo de cumplir obligaciones. Le pongo a la exposición el nombre de «Sobre el blanco».
III

 

La instalación de pipas de girasol de Ai Weiwei en la sala Turbine del Tate Modern de Londres cierra a los tres días de haberse abierto al público, porque ya no se puede caminar sobre la porcelana, por culpa del polvo.
Leo un trabajo titulado Estudio de la mortalidad por cohorte en tres fábricas de porcelana de Jingdezhen, China, Xiaokang Zhang y otros, 2003. Me informo sobre la pudrición del alfarero, la silicosis, sobre lo que ocurre cuando la arcilla se convierte en polvo. El alfarero «vive en su interior; le llena los pulmones y le blanquea las mejillas; lo mantiene vivo y lo mata. Sus dedos se cierran en torno a él, como en torno a la mano de un amigo», escribe Arnold Bennett en su panorama de los Alfares.
Abro el informe del médico sobre su paso por Staffordshire, tan bien acogido en los talleres de los alfareros, y oigo a Samuel Broster, de treinta y tres años: «Tengo dos hijos, y no les permitiría trabajar en esto, por mucho que llegara a pagarse alguna vez».
Y pienso en el hombre de la fábrica de piezas grandes de Jingdezhen y su silencio y su negativa a que los hijos se metan igual que él en el polvo. Y me recuerdo cruzando el umbral de la cercana fábrica de calcomanías, donde preparan las imágenes que transferir a la porcelana; y viendo a tres muchachos accionando una enorme máquina que escupía polvo en aire químico.
Esta porcelana blanca tiene un coste.
La obsesión tiene un coste. La porcelana es un éxito. La porcelana devora colinas, los bosques de las colinas, saliniza los ríos y obstruye los puertos, penetra en los deltas de tus pulmones.
Me recuerdo durante mis años de taller, barriendo. Y una cosa es que me cueste a mí y otra que les cueste a los demás, a todos esos niños de las fábricas del Staffordshire y de Jingdezhen, a los hombres que permanecían junto a los espejos ustorios en las bóvedas, con Tschirnhaus, al chico que recogía musgo en el páramo para secar la arcilla, al profesor quebrantado por la Revolución Cultural, y al modelista de las figuras muertas en la valla electrificada de Dachau.
Esto, creo, es lo que he estado tratando de rastrear, el vislumbre del blanco al alzarse y luego hundirse bajo las olas de nuevo, el viento trayendo y llevando el polvo blanco, asentándose y volviéndose a asentar.
IV

 

He estado leyendo al poeta Paul Celan. Su poesía lleva más de treinta años siendo una constante para mí, pero solo hace dos o tres años que me encontré con su conferencia de Darmstadt. Era en 1960 y Celan acababa de ganar un premio. Rara vez escribía prosa, rara vez daba conferencias. Solo hay dos entrevistas. La respuesta a una pregunta tiene cinco líneas.
Esta conferencia es dura y dubitativa. Está todo el tiempo volviendo a empezar. Su primera frase empieza con una palabra y una pausa: «El arte, como ustedes recordarán, es»...
Hay imprevistos, escribe, nueve líneas más adelante. Tiene razón. Hay imprevistos. Está tratando de descubrir cómo ocurre un poema, cómo alcanza el ser. A tal efecto, concentra su atención en los caminos que llevan al poema y trata de localizar con exactitud cuándo ocurre el momento crítico, «el terrorífico silencio en ciernes» que presagia la poesía.
Es lo que él llama el Atemwende, el extraño momento de pausa entre inspiración y espiración, cuando queda en suspenso tu noción del ser y permaneces abierto a todo.
A Celan no le resulta fácil encajar las palabras. El alemán es su lengua, pero él es judío y el alemán es también la lengua que mató a su familia. Así que Celan junta las palabras para hacer novedad, Lichtzwang, luz forzada, Atemwende, culmen del aliento. Compacta palabras y las rompe al abrirlas, las derrama de verso en verso.
Sus poemas se hacen más cortos. Se convierten en fragmentos, gritos, exhalaciones, intentos de comienzo, intentos de generar sonido. Los espacios en torno a los poemas se hacen mayores. Hay más página en blanco que palabra en sus últimos libros de poesía.
Y en esta conferencia, mientras escribe sobre los caminos que llevan al poema, explora el modo en que estos caminos también pueden ser desvíos y rodeos que te apartan de lo que eres. Dice que te lanzas hacia delante, en busca de ti mismo. La imaginería es de senderos, de partidas, de digresiones, en una «especie de vuelta a casa».
No hay camino recto que nos lleve a encontrarnos con nosotros mismos, a hacer algo.
Y luego nos da las gracias por haberlo escuchado: «Señoras y caballeros, el hecho de que estén ustedes aquí presentes me consuela un poco de haber transitado este camino, este camino de lo imposible». Y Celan se aleja por el camino imposible.
Celan me hace pensar en lo mucho que agradece uno la compañía estando de camino, en que es este consuelo, que alguien haga contigo una parte del camino, a tu lado, lo que aporta casi todo el significado. Todo.
Pienso que el padre D’Entrecolles tuvo a su amigo el mandarín, y que Tschirnhaus tuvo a Leibniz, y que William tuvo a Swedenborg y siempre a Sally, perdida en el presente, pero prometida para la blanca eternidad venidera. Ellos también me han acompañado en este viaje.
Y tengo a Sue y a los chicos. Este es mi camino blanco.
V

 

Me instalo ante el torno. Es bajo, y yo soy alto. Me encorvo. Tengo delante un zigurat de bolas de arcilla porcelánica a mi izquierda, una pila expectante de tableros para piezas a la derecha, un pequeño cubo de agua, una esponja, un cuchillo y una caña de bambú en forma de hacha de mano. Tengo un paño en el regazo para limpiarme las manos. Hay música, en alguna parte.
El perro está cerca. Y el café.
Hago pequeñas vasijas de porcelana, de ocho o diez centímetros. Las hago deprisa, dejando el borde superior irregular o elíptico. Tras un par de horas ya puedo ponerme a afinarlas con el cuchillo, tajos rápidos, y luego paso un dedo por la base, para suavizarla y limpiarla. Y luego le añado mi sello.
Son treinta años, y ya se le han desgastado el nombre y el lugar. Es solamente un rectángulo vacío.
Utilizo mi porcelana de Limoges, cerca de donde nació el padre D’Entrecolles. Uso mi arcilla china, excavada a cincuenta kilómetros de Tregonning Hill, el sitio en que William encontró la tierra blanca.
Hago 2.455 piezas y están esmaltadas en blanco.
Uso para mi viaje todos los blancos conseguidos, intentados, consolatorios, melancólicos, amenazadores, centelleantes. Todos los blancos de Jingdezhen, «blanco como grasa animal endurecida», y de Kakiemon y de Nanjing y del Tíbet y de Venecia y de Saint-Cloud y de Dresde, «blanco como la leche, como un narciso», y de Meissen y de Coxside en los muelles de Plymouth, «blanco como el humo», y de Bristol y de Etruria y de Carolina y de San Petersburgo y de la Bauhaus. Y de Allach. Y ahora aquí, en mi nuevo estudio de West Norwood, cerca de la estación de autobuses.
Y los coloco en estanterías de más de dos metros de alto por casi tres de ancho. A este cuarteto de instalaciones le he puesto breathturn, la traducción de Atemwende al inglés. Hay ritmos, secuencias repetidas de cacharros, y hay ritmos intentados, pausas y cesuras. Hay congestiones y descargas. Hay más espacio en blanco que palabras.

 

 

Detalle de breathturn, 1, 2013; Gagosian Gallery / Mike Bruce.

 

Fotografían las vitrinas y luego numeran mis cacharros y los envuelven y los meten en cajas y los envían al otro lado del mundo y allí los desenvuelven y yo los vuelvo a colocar en sus estantes.
Esta es mi exposición de Nueva York. La llamo «Atemwende».
Está aquí Sue, por supuesto, y los niños tienen un largo fin de semana sin colegio. Es su primera vez en Nueva York, de modo que comemos pizza en Chelsea y paseamos por Central Park y son encantadores con mi obra y están orgullosos de ella, y yo les ofrezco el recorrido, nuestra Gran Familia.
Y en la inauguración me preguntan: ¿Cómo es posible hacer cosas blancas? Es lo mismo que me preguntaron de niño. Sigue siendo una buena pregunta. Y me preguntan si no me aburro ahí sentado, junto al torno, si no serán mis ayudantes quienes hacen los cacharros. Y me preguntan si estoy escribiendo de nuevo.
A lo cual contesto que el blanco es un modo de volver a empezar. No es cuestión de buen gusto, hacer piezas blancas nunca fue cuestión de buen gusto, hacer porcelana es una forma de volver a empezar, de encontrar tu camino, ruta y rodeo hacia ti mismo. Y que no me aburro. Que los hago yo.
Y que no, que no estoy escribiendo. He escrito. Y que ahora estoy, otra vez, haciendo.
El oro blanco
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