SEIS Obligaciones

 

I

 

COMO ángel de la guarda, Pousa nos resulta muy deprimente a los alfareros. Pero es adecuado, porque pone en contacto muy íntimo y personal el dinero y el fracaso.
Estoy aquí en misión semioficial. Se les ha comunicado que soy comisario de una exposición y ellos han entendido que soy Comisario de un Museo Occidental para una Exposición de Porcelana de Jingdezhen. El caso es que me he convertido en una ocasión aprovechable para ellos.
Sabido esto, me ascienden. Me ponen un chófer con un Mao de oro en el salpicadero, y que no escupe. Esta mañana dispongo de un intérprete, una sombra de intérprete, un hombre grabando vídeo, el jefe de la Oficina Cultural, alguien de la universidad. Me sorprendo preguntándole a ese alguien si vive muy lejos, como un diplomático de pega. «La porcelana —brindo con Maotai, el muy fuerte y muy apestoso vodka chino, durante el almuerzo— es un aglutinante cultural.» No tengo la menor idea de por qué digo esto y no estoy nada seguro de cómo pueden estar traduciéndolo y la perplejidad se prolonga durante otra ronda de chocar copas hasta que nos ponemos de acuerdo en que si todo el mundo se pasara por aquí, por esa ciudad, y viera esto, acabaríamos entendiéndonos muy bien, porque la porcelana es el camino de la paz.
Nuestra pequeña caravana automovilística recorre lentamente el campus del Instituto Cerámico de Jingdezhen. Es el campus de porcelana más grande del mundo, me comunican. Está totalmente vacío, por las vacaciones estivales, y parece el decorado de una distopía cinematográfica. O de una película de terror. Ha sido un día muy largo.
Durante otro almuerzo, poco después del anterior, me enseñan el Regalo. Es el diseño del jarrón de porcelana de un metro de alto que le van a regalar a la reina de Inglaterra por su jubileo de diamante. Va a ser amarillo, en forma de batín ceñido, con seis rosas rojas repartidas por encima, sobre un friso de antiguos caracteres chinos en que se afirma algo simbólico de la longevidad.
No sé si por tacto o por cortesía empiezo a decir que admiro el talento, pero me quedo sin aire para terminar la frase. Y el preboste, un señor con una tarjeta de visita de varios pliegues, en que se recoge la singular abundancia de sus logros públicos, sabe que estoy mintiendo.
Estoy mintiendo porque el talento es importante cuando pertenece a alguien y este hombre de la chupa de cuero va a exprimir el talento de muchísima gente para conseguir que se haga su Regalo, para luego apuntarse el mérito en el resplandeciente forro morado de su resplandeciente prenda negra. Igual que hizo para que fabricaran el Regalo de Hong Kong. Fue en 1997, para celebrar la devolución de Hong Kong a China por parte de Gran Bretaña. Lo que tenían que fabricar era una placa de porcelana de 1.997 metros cuadrados, esmaltada y pintada «por mí». Era algo rayano en lo imposible. El encogimiento podía calcularse con exactitud y la arcilla podía enrollarse perfectamente —he visto cómo lo hacían tres hombres con un eje de andamiaje en un taller callejero de la ciudad—, pero si se cocía en una inmensa plancha de kiln se agrietaría sin remedio. De modo que se pusieron «a disposición» del proyecto incontables recursos y encontraron el modo de cocer la placa puesta de lado.
Así es como siempre se hace aquí. Así es como siempre se ha hecho.
En esta nueva China hay dinero, un acuífero de efectivo bajo la superficie de la ciudad. Metes la perforadora en un punto y sale seca, pero la metes un poco más allá y salen borbotones. Pueden ser piezas grandes. O puede ser una exposición en un museo extranjero o un cargo nuevo en una corporación en desarrollo. Puedes acabar de presidente de la cámara de fabricantes locales de porcelana, o superintendente de la prefectura, pero ello querrá decir que ahora alguien te debe algo y que puedes permitirte una casa con atrio, como un museo del Medio Oeste, y cubrirle la fachada con trozos de cerámica rota.
En algún momento de este largo día de encuentros y brindis y presentaciones he tenido la sensación de haber hecho o dicho algo que me pone en deuda con ellos, y que ahora me van a plegar cuidadosamente en la tarjeta de obligaciones.
El oro blanco
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