TREINTA Y DOS Tres escrúpulos hacen un adarme

 

I

 

EN la farmacia hay frascos azules y plateados en estanterías colocadas contra la pared negra, y la impresión es de eficacia, de organización. Es una botica moderna con un propietario joven —Silvanus Bevan tiene veintiocho años y acaba de obtener su título—, y dispone para estudio y comentario de la Pharmacopoeia Londinesis y del New London Dispensatory, con sus prestigiosas tabulaciones de remedios.
Hay trabajo para que un muchacho aprenda a moler las partes compuestas de un mundo y rehacerlas en una variedad de píldoras secas que alegren «los espíritus cordiales y vitales». Te metes en la cama y la mente se te pone a repasar las fórmulas. Tres granos hacen un escrúpulo / Tres escrúpulos hacen un adarme / Ocho adarmes hacen una onza. Y enseguida son las cinco y te levantas de tu camastro de la buhardilla —demasiado frío o demasiado caluroso— y te lavas en el sótano por donde entra la tubería.
Los moradores se juntan en silencio, porque estamos en una casa cuáquera. Y enseguida empieza tu jornada y te pasas el día entero con las manos metidas en agua fría. Tienes que fregar el suelo de baldosas y los almireces y morteros, los cuencos de cobre, las cucharas y las palas, las bateas de medir, las botellas y los botes con tapón, las ampollas. Alimentas el fogón en que están secándose la agrimonia y la centaurea. Subes corriendo la escalera y sales al patio a ayudar a los que están descargando cajas envueltas en paja, barriles que se bajan rodando al sótano.
¿Qué sabes tú de lo precioso que es todo en este lugar, donde un pellizco de este polvo azafranado vale más que la ladera de detrás de tu pueblo? Empiezas a aprender quién es quién en ese fluir de gente que entra en Plough Court y sube los tres peldaños del número 2. Los médicos, vendedores, comerciantes, viajeros, los desesperados y los enfermos, los importunos, los devotos y los curiosos, los pobres, el embajador veneciano, charlatanes, Newton, miembros de la Royal Society, Sarah, duquesa de Marlborough, presbíteros cuáqueros.
Tienes dieciséis, diecisiete, dieciocho años y estás en el umbral.
No solo personas cruzan el umbral. De Pensilvania llegan especímenes de plantas americanas como el ginseng, y mineral de cobre, bezoares de cabras montesas de Persia, perlas pulverizadas de Amberes. Estos materiales son una especie de cosmografía, un mapa del mundo.
Y también llegan objetos para la colección de Silvanus Bevan. Tiene un brazo de sirena y fósiles y cultiva hierbas y plantas raras, y quizá haya renunciado a alguno de los ingredientes esotéricos preferidos por los boticarios de las generaciones anteriores, como la saliva en polvo y las lágrimas humanas.

 

 

Acuarela del número 2 de Plough Court, Londres, c. 1860; Wellcome Library London; Plough Court: the story of a notable pharmacy, 1715-1927, Ernest Cripps, Allen & Hanbury, Londres, 1927.

 

Aquí el conocimiento sube y baja, como la marea.
Todo el tiempo están llegando libros, en griego, en francés, en latín. Bevan asiste con sus ayudantes a conferencias, asambleas, experimentos. Reunión. Esta casa no ha sido bendecida con hijos, pero en ella hay tanto ruido como pueden soportar los cuáqueros. «Póngase especial cuidado en no tomar una cosa por otra» es la rúbrica de la gran Pharmacopoeia. Poco a poco vas aprendiendo la «elección de los componentes simples», la identificación de las plantas, semillas, bayas y hojas, en qué se distingue la Polygala vulgaris de la saponaria, y todas las variedades de las plantas inglesas, empezando por la lengua de serpiente y terminando por la aquilea. El aspecto, el olor, el fantasma de su aroma cuando la pulverizas en el plato llano donde preparas las plantas para las decocciones. Aprendes los preparados.
Aprendes el modo de pensar.
El pensamiento pasa por las manos tanto como por la cabeza. Al cabo de un par de años eres capaz de invertir una ampolla de X o Y y saber si tiene la viscosidad adecuada por la velocidad a que se mueve. Cuando levigas —«convertir en polvo o pasta finos y suaves, pulverizando cuando está húmedo: método para separar las partículas finas de las gruesas»— modificas la dirección del mortero en el pesado almirez. Esto es aprender: el paso del aprendizaje de la cabeza a la mano y de la mano a la cabeza. Nada de atajos repite el reloj.
Nada de atajos, me dijo Geoffrey durante mi aprendizaje, hace treinta y cinco años, no confundir una cosa con otra.
Nada de atajos, le dije yo a mi aprendiz, unos veinte años después.
El oro blanco
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