VEINTICINCO «Duplicar, si no
triplicar»
I
Tschirnhaus observa.
Böttger se escapa, lo capturan, lo traen de
vuelta. Jura lealtad eterna al rey. Miente. Promete oro para dentro
de un mes, por Pentecostés, «para San Pedro y San Pablo, la suma de
300.000 táleros».
Se le facilitan oportunidades y alojamiento
cerca de la Goldhaus, con vista a los jardines Zwinger. Le
proporcionan ayudantes, libros, material, vino. Böttger recibe
4.000 ducados del rey, y otros 2.800 cuatro días después. Le
permiten jugar al billar y rezar en la capilla y comer con otras
personas. «Herr Von Tschirnhaus nos acompañará.» Vuelve a
escaparse. Le echa la culpa a unas «malas personas» que lo han
engañado, mintiéndole.
Tschirnhaus se encuentra con un chico que
carece de experiencia y que va saltando de idea en idea, que solo
sabe del método empírico lo que cabe esperar de un aprendiz de
botica a quien han enseñado a hacer píldoras para la gota y
ungüentos para las picaduras de las abejas. Percibe arrogancia.
Dios del cielo, que si es arrogante. Tengo suerte, les dice Böttger
a los demás trabajadores de la Goldhaus, soy huérfano, le dice a la
gente. No soy de por aquí. Tengo facultades. Conozco gente.
Reacciona con desparpajo. Fanfarronea. Necesita atención. Es un
solitario. La alquimia es donum Dei, un
don divino. Quiere decir que es un elegido.
Es molesto tener a un chico tan fantasioso
en el taller, oír la estela de comentarios y chistes que suscita a
su paso, pero Tschirnhaus es un hombre práctico. Se ha pasado
veinte años observando el trabajo en las fábricas de vidrio y de
mayólica, viendo pulir lentes, tender puentes, mezclar, refinar,
verificar. Es matemático y percibe el desarrollo de los conjuntos,
es consciente de que hace falta tiempo para seguir una idea a lo
largo de todas sus permutaciones posibles. Y percibe otro tipo de
rapidez de Böttger, ve los arroyos que trazan sus ideas fluyendo en
todas direcciones, separándose y volviéndose a juntar como mercurio
en un plato. El chico es intuitivo con los materiales. Corta bien
las curvas.
Tschirnhaus le explica su idea.
Tschirnhaus prosigue con sus propias
pruebas, verificando y mezclando en busca de la porcelana. Tiene
que ser difícil, volver un día tras otro a tus pruebas, abrir un
crisol para encontrarte un montón más de costosos minerales
sinterizados y coagulados, otra buena idea convertida en mescolanza
pétrea. Trabaja muy duramente. Es muy duro con quienes lo rodean.
«Kohler y yo teníamos que permanecer largo rato muy cerca de un
espejo ustorio muy grande, para verificar los minerales, todos los
días. Eso me echó a perder la vista, ahora apenas veo a distancia»,
escribe uno de sus ayudantes de aquellos años. Böttger trabaja en
otros experimentos —cómo obtener plata a partir de metales no
preciosos—, además de su fabricación de oro. Y Tschirnhaus lo va
poniendo en contacto con sus pruebas con la porcelana.
Hay juramentos por ambas partes. Y luego más
juramentos. «Yo, Ehrenfried Walther von Tschirnhaus, juro y prometo
por este documento que nada de lo que me comunique Herr Johann
Friedrich Böttger para transmitirlo a Su Majestad será revelado a
ningún otro y que guardaré silencio hasta la tumba sobre cualquier
información referente al Arcano que pueda recibir.» Se generan
otros documentos, se consideran, se copian y se firman y se sellan.
Hay una serie de directrices sobre cómo distribuir el oro del
Arcano. El dinero debe ir a los mineros y sus viudas y a una
Academia Sajona de las Ciencias.
Me doy cuenta de que los asusta el dinero.
Ambos se sienten pobres. Tienen todo el derecho a estar
preocupados, además, porque el dinero no es tan sencillo en la
corte. Yo pensaba que la corte funcionaría a base de que el rey
pagara salarios y estipendios, pero es más frágil que todo eso, es
una serie de acuerdos vinculantes y ad hoc, con rarezas y
observaciones descartables respaldadas por las amenazas. Augusto
invierte en unas empresas y es dueño de otras, pero no se sabe en
qué consideración tiene los protocolos o documentos. A veces se
amontonan las facturas, los comerciantes se quejan, a veces se deja
a los cortesanos sin cobrar sus salarios, los instrumentos, las
diversiones. Es posible hacer cosas con la esperanza de que Augusto
las pague, y luego pasarse años esperando el cobro. Augusto tarda
quince años en pagarle una suntuosa cafetera a Dinglinger el
joyero. Es caprichoso. Ello quiere decir que unas veces fluye el
dinero y otras veces no. Las sumas enormes generan expectativas
igualmente enormes.
Tschirnhaus lleva un decenio persiguiendo la
porcelana. Podría mandarlo todo a paseo y volverse a casa, pero
necesita rematar su idea, trazar las curvas hasta alcanzar la
tensión perfecta, llegar a una conclusión.
Augusto ha tenido que empeñar sus joyas para
financiar la guerra civil de Polonia.
Böttger seguirá endeudado mientras Zeus no
haga llover dinero y lo rapte como a Dánae.
II
El 5 de marzo de 1705, lleno de entusiasmo,
Böttger toma asiento y le escribe al rey: «Me alegra reconocer que
dentro de ocho días esperamos tener la suma de dos toneladas de
oro, si Dios nos concede esta fortuna». Es una suma colosal, dos
millones de táleros, suficiente para conquistar Suecia y para
construirles un palacio a la querida actual y a la que venga
luego.
El oro falla una y otra vez. Augusto ha
probado con el miedo y con la empatía entre colegas. Se le está
acabando la paciencia. Böttger «lleva invertido el triple del
tiempo que pidió al principio y ahora ha reconocido que, a pesar de
todos sus estudios, los procesos no han funcionado».
El rey va a regresar a Polonia. Böttger,
debidamente custodiado, va a ser trasladado a veinte kilómetros de
Dresde, a un «laboratorio secreto» del castillo de Albrechtsburg,
en Meissen, a cien metros por encima del Elba.
III
Meissen es el infierno.
El infierno significa fuego, claro está, es
decir, un fuego que te desmaya, que te golpea las corvas, que te
derrumba en mitad de una frase. Pero es el humo lo que define el
infierno. Antes de percibir el rugido de los hornos, los olores, la
luz y la oscuridad, te llega el humo. Una parte del «laboratorio
secreto» está bajo tierra, pero las ventanas están selladas por
completo, para evitar miradas indiscretas, y la ventilación es
espantosa. Hay veinticuatro kilns de diversos tamaños, «funcionando
noche y día», y el humo es abrumador. «En verano —escribe Böttger—,
un calor crudelísimo, de noche y de día.» Es terrible «comer,
dormir y trabajar en la misma estancia... con el humo insoportable
del carbón y otras sustancias desagradables». Algunas son nocivas y
te desorientan, se te nubla la vista, no te sientes las manos y
tienes náuseas. Si quemas carbón en un recinto así, el monóxido de
carbono se te cuela en los pulmones sin que te des cuenta.
Castillo de
Albrechtsburg, Meissen, 1891; SLUB Dresden / Deutsche Fotothek
/ Antonio Ermenegildo Donadini.
La luz es lívida.
Hay demasiada gente en estos espacios. De
Friburgo envían cinco Berg-und
Hüttenleuten, mineros y fundidores, para ayudar a Böttger en
la dura tarea de mezclar y moler los materiales y encender los
hornos, de cuya construcción y mantenimiento se ocupa un
especialista; y alguien que toma notas. En estos recintos
confinados, con guardias a la puerta y más guardias en el exterior
del castillo, han de trabajar en una «tarea secreta». Se lleva
registro de todas las visitas.
Que son pocas. Viene Tschirnhaus y también
Pabst von Ohain, pero, por lo demás, no hay nadie que alivie la
presión. Con incrementos semanales. Hay una orden del rey, con
fecha de 13 de abril de 1706, en que se establece que «todo lo que
se estudie ha de aplicarse a hacer más rápidos los trabajos [...]
hay que duplicar, si no triplicar la cantidad de esfuerzo». En
nombre del taller, Tschirnhaus replica que están poniendo en
peligro su salud. ¿Cómo pueden esforzarse más?
Están enterrados. Apenas pueden respirar. El
sueño ha desaparecido. Están amontonados como animales en un
corral. Están en un castillo situado en un promontorio muy alto
desde el que se domina el Elba, con colinas boscosas extendiéndose
en todas direcciones, y no hay
aire.
Y Böttger reincide en su comportamiento
maníaco.
Se sabe en la cúspide de algo. Está anotando
lo que ocurre cuando mezcla X con Y, Y con Z, y los escombros se
acumulan según va él dando orden de que desmonten un kiln tras otro
y los vayan reconstruyendo de otro tamaño y con cámaras adaptadas a
la quema de leña y carbón. Está buscando «la naturaleza interna del
fuego».
Le escribe al rey en frases dispersas, que
no concluyen en nada:
Con enorme alegría y ardiente deseo, me habría complacido informar a Su Majestad de la afortunada conclusión de mi trabajo [...] con mayor desesperación y consternación de mi mente, tengo ahora que reconocer [...] que todo este esfuerzo y todo este duro trabajo, relacionado con el objeto de la vida, ha sido inútil [...]. Veo desaparecer en mí todo deseo de seguir viviendo.
Böttger no lleva zapatos. Preocupa a quienes
lo rodean. Habla de Daniel y los leones, de san Pablo, de cómo
castigaba Dios a Job. Habla deprisa, despacio, desorientado.
IV
Entre el 27 y el 29 de mayo de 1706,
Tschirnhaus y Pabst están en el castillo para asistir a la apertura
de un kiln.
Levantan los ladrillos de la puerta, extraen
las pruebas e inmediatamente se observa que una de ellas es
diferente. Se había hecho con una mezcla de arcilla roja y cuarzo.
Es una vasija sencilla, un crisol para la obtención de oro, y es de
una dureza insólita. También está intacta, no se ha rajado en la
cocción, ni al sumergirla en el cubo de agua fría que hay junto a
la boca del horno. Es densa, de color marrón rojizo, su tacto es
más bien de guijarro que de terracota; las yemas de los dedos la
notan fría.
También es bella. Asombrosamente
bella.
Los materiales son interrogantes —podemos
hacer vidrio, pulverizar el alabastro y darle otra forma, crear
porcelana, fundir y fusionar piedras preciosas— y por consiguiente
requieren escrutinio. Tschirnhaus y Böttger intercambian miradas.
Esta prueba es un material que lo hace a uno pensar en la
cornalina, el alabastro, pero se parece más a las piezas chinas de
color rojo que el rey ha comprado a altísimo precio por mediación
de sus agentes en Ámsterdam. Son piezas que no tienen el tacto de
los objetos de arcilla, sino el de las tallas escultóricas; están
sin esmaltar y su superficie presenta decoraciones en relieve o
grabaciones de adamantina precisión. Un tigre tendido se aburre en
la tapa de una tetera. Una viña se arrastra lánguidamente en torno
a otra tetera, hasta convertirse en asa, con hojas y zarcillos y
uvas cubriendo el conjunto.
Si esta prueba es lo que parece ser, se
trata quizá de un nuevo tipo de material, una Barcelin roja, porcelana. Y si esta mezcla funciona
con arcilla roja, cabe suponer que también lo haga con arcilla
blanca.
Tschirnhaus y Böttger, no sin cierto toque
de ternura, le ponen a este material el nombre de porcelana de
jaspe, Jaspis-porzellan, «porque sin duda
alguna merece un nombre de piedra preciosa, manufacturada por el
arte».
No es oro, ni oro blanco, pero tras varios
años de vasijas grises y cenicientas que requieren explicación, es
algo extraordinario que enseñarle al rey. Y al rey le
encanta.
V
Y a mí también me encanta esta porcelana de
jaspe. Es conocida y se ha escrito sobre ella, pero hay que amarla.
Aún posee la rara cualidad de lo nuevo, trescientos años
después.
Esta arcilla de grano fino se utiliza para
objetos, cuencos, jarrones, de impecable austeridad, tan pulcros
como una vasija Bauhaus. Es perfecta tanto para grabar como para
moldear, perfecta para medallas. Y ¿hay algo que no necesite
conmemoración en este atareado reino? Un regreso de la guerra, una
victoria, alguna boda.
Estas vasijas parten del castillo de Meissen
con destino a los talleres de los lapidarios, los joyeros, los
decoradores y los doradores, para ser convertidas en objetos raros
y perfectos, ricos y extraños. Esta cafetera tiene bucles de
follaje pintado con un granate que lanza sus destellos en el centro
de cada flor. Jarras y cajitas hexagonales adoptan formas al estilo
oriental y las visten de un esmalte espeso y negro más lento que la
melaza. Algunas de estas piezas negras están decoradas de modo que
parezcan lacados, con cada plano de la tetera trazado
cuidadosamente a base de líneas doradas como trenzas, con el
pitorro terminado en un pico de grifo esmaltado en oro. Algunas son
copias de originales japoneses: las flores de ciruelo, las
muchachas con sombrillas, el sabio ante su escritorio, se hacen un
poco más sajones, un poco más pesados.
Y tienen errores, como los que puede haber
en el tatuaje de un futbolista con una cita del sánscrito o en un
versículo del Talmud enzarzado en rosas sobre un bíceps. Pero el
mensaje es Soy serio.
Estas porcelanas rojas son la mejor novedad
durante unos pocos años. Y luego pasan al almacén de Meissen, en
estantes cada vez más altos. Las cuentan todos los años, para hacer
inventario, y cada vez están más cubiertas de polvo. Diez años
después de que abrieran el kiln todavía quedan 2.000 piezas en
Meissen, 1.000 en Dresde, 36 en Leipzig, todas ellas a la espera de
algún margrave rural que no hubiera estado atento a la moda y que
ahora desee comprar alguna de estas maravillas entre rojas,
marrones y negras, nuevas y estupendas.
VI
En la muralla que da al Elba hay una placa
de porcelana en que se conmemoran los logros de Böttger; la
pusieron en los años cincuenta. Una mañana, a primera hora, me
acerco a Böttger, para hablar de hombre a hombre con él. El
monumento está oculto bajo vegetación municipal. Es un día ártico,
el viento fustiga el río, de modo que le hago una reverencia y sigo
andando. Las hojas caídas de un gingko ponen un remolino de oro en
torno a la base.
Me siento en el primer café que encuentro,
con mi cuaderno de notas, y pido un café.
Mi consumo de café vuelve a ir en aumento
otra vez. Mis chicos me controlan. Si me ven muy activo levantando
la mesa después de cenar, me preguntan que cuántos he tomado. Ya
estoy en muchos. Piden detalles. Y me percato de que no cuento las
tazas que me he subido al despacho del taller, solo los expresos.
Al emprender mi viaje no creía que existiese el flat white, el café solo con tapa de microespuma.
Los considero chupitos.
En este punto, ante el asedio de los
archiveros y mi necesidad de comprobar los números de los
inventarios para ver cuándo entró la porcelana en las colecciones
de Augusto el Fuerte, me doy cuenta de que no soy más que café. Mis
frases son cada día más cortas.
¿Quieren ustedes conocer al detalle quién
trabajaba en Meissen, un experimento de la Goldhaus? Los archivos
están aquí en Dresde: listas e inventarios, correspondencia,
cuentas, memorandos y edictos, trocitos de papel desgarrado junto a
documentos perfectamente escritos. Aquí están los «legajos
secretos» de Böttger, pero ¿quiere ello decir que también hay
legajos secretos más secretos a los que no tengo acceso?
¿Cómo puede haber tantísimos documentos de
esas semanas de hace trescientos años? Leyendo Stasiland, la exploración que hace Anna Funder de
la cultura de la información y su funcionamiento en la República
Democrática Alemana, me impresiona la compulsión de llevar registro
que crea el miedo. Si sabes que todos los que te rodean están
tomando nota de lo que dices, a quién se lo dices, tu única defensa
es que tus propios apuntes sean lo más completos posible, que tirar
de pluma sea en ti un acto tan reflejo como sacar un cigarrillo del
paquete, encenderlo, aspirar el humo.
Imagino que es así como funciona la corte de
Dresde, con la angustia dispersa del conde Y informando contra el
barón X a quien presta oídos el príncipe Z. Pero luego, poco a
poco, me voy dando cuenta de que todas estas anotaciones son porque
el Arcano es mítico, parte de la historia, una especie de
proximidad con los Hechos que nadie podría haber previsto. ¿Dónde
estabas tú cuando el cojo echó a andar, cuando se secó la higuera,
cuando el mercurio se convirtió en oro, cuando se creó la
porcelana?
Pido un americano
para empalmar con el espresso macchiato y
observo con cariño las bellas tonalidades negras y marrones del
café; alzo mi taza en dirección a Meissen y su densa y oscura
porcelana de jaspe. Me tiemblan las manos, pero solo un poco.