CINCUENTA Y CUATRO Viaje por
carretera
I
Creo que he terminado con el unaker, pero me fastidia la blancura de esta
arcilla y su propiedad, su relato provocativamente refutado. Es
sobre todo porque no capto bien las distancias que entran en juego,
y también porque, no habiéndola tenido en las manos, esta arcilla
cheroqui me parece irreal.
Mi hijo mayor, Ben, ha terminado sus
exámenes y estamos en plena canícula y el hombre está que no hay
quien lo pare, y aunque no necesite explícitamente participar en
una expedición para localizar una veta de caolín, esto convierte un
viaje de investigación en viaje familiar, y lo legitima. Puede
leerme los mapas y podemos alojarnos en moteles y cumplir con la
liturgia del viaje padre/hijo por carretera. Llegamos a la
conclusión de que podemos alcanzar Carolina en cinco días y
encontrar a Champion.
Una semana antes de partir le mencioné este
viaje a un amigo de Nueva York —experto en impresionismo— mientras
nos tomábamos un café en el estudio. Conoce el cementerio cuáquero,
se encoge de hombros, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Ojo con la salida de la carretera principal, es muy fácil
saltársela. Si llegas al Holiday Inn es que te has pasado. Añadió
que si nos metíamos algo más de tres kilómetros al este
encontraríamos arcilla blanca.
Nos propone que su hijo, historiador del
arte, se encuentre con nosotros junto a la tumba, al final de un
sendero, a kilómetro y medio de Camden. Sus abuelos están
enterrados allí; su familia lleva doscientos años viviendo en la
puerta de al lado de Mulberry Plantation.
Es nuestra primera vez en el sur de Estados
Unidos. Bajamos de Charleston por carreteras secundarias. Dejamos
atrás carteles de la Santa Iglesia del Dios Viviente, de la Iglesia
Pentecostal Landmark, del Clero de la Restauración, de la Iglesia
Ebenezer Church, del Sion del Monte del Calvario, de la Hermandad
del Tabernáculo, de la Congregación de Damasco, de la Santa Iglesia
del Dios Viviente. Y baptistas de todo pelaje, a cada paso.
«Arrepiéntete» dice un cartel rojo, en el exterior de una chabola
en ruinas. Y luego ARREPIÉNTETE. Tiempo caluroso y húmedo, bueno
para arrepentirse.
Nos encontramos con el hijo de mi amigo en
las inmediaciones de un monumento a los soldados de la guerra
civil, con una bandera de la Confederación plantada en la tumba,
bajo un magnolio muy alto, que floreció hace un mes. Hay una fila
de tres lápidas de arco, cubiertas de polvo. La más pequeña es la
más antigua.
Consagrado / a la memoria de / Richard
Champion / y su esposa Julia / nacidos en Bristol,
Inglaterra.
Ben las limpia mientras yo busco por los
alrededores y arranco una flor de un matorral rojizo. Me he traído
una pequeña vasija de porcelana esmaltada de blanco que hice el mes
pasado. La lleno de agua, coloco la flor y permanezco un momento de
pie, pensando en aspiraciones y emigración y desencanto.
Mientras regresamos al coche se me ocurre
que nadie debería llevar a un hijo a visitar una tumba.
II
En Mulberry, una hermosa casa de ladrillo
de cuatro plantas, confiada en sí misma, rodeada de prados, nos
recibe la administradora de la finca. Se hace con un mapa geológico
y nos lleva en su camioneta hasta un risco desde el que se domina
el río Wateree, en el recodo donde se alzó uno de los mayores
túmulos funerarios de jefes del pueblo misisipiano, de más de seis
metros de alto, al que se añadía un estrato de tierra coloreada
cada vez que moría un jefe, pero que ahora está derrumbado y
reducido a una ligera elevación entre la hierba alta. Eran grandes
alfareros.
La administradora de la finca nos conduce a
toda velocidad por los baches del camino, con un dedo en el volante
y utilizando la otra mano para buscar entre las fotos de serpientes
de cascabel de metro y medio que hicieron el mes pasado en los
alrededores de la vivienda. Lo cual la lleva a hablarnos de la
plenitud de la serpiente Agkistrodon
piscivorus y luego de la creciente presencia de aligátores en
la zona, y luego de cómo enfrentarse a los cazadores furtivos. De
vez en cuanto hacemos un alto y agarramos la pala y cavamos la
tierra roja con esperanza.
Y luego en un terraplén de un lago, rodeado
de pinos, y hiedra venenosa, hay una arcilla más clara, más ocre
que blanca. El hijo de mi amigo va a echar un vistazo y vuelve a
los pocos segundos, porque se ha encontrado con una serpiente muy
grande, negra, con anillos blancos concéntricos. Es una serpiente
de las que le gustan a nuestra administradora, porque se come a las
de cascabel, lo cual, me parece a mí, es muestra de cierta sangre
fría. Me inclino a escarbar en la tierra y la desmenuzo entre los
dedos y la noto buena, plástica, posible.
Es caolín, arcilla china. Champion está
enterrado en una veta de caolín que recorre todo este territorio,
bella y desprotegida.
Esa noche brindamos por Champion. Y luego
nos fuimos cada cual por su lado; de vuelta a Mulberry, camino al
mundo artístico de Nueva York; hacia el Oeste, hacia los Apalaches,
Ben y yo.
III
Bajando por los Apalaches, serpenteando
según la caída de la tierra, hay cascadas. Nos paramos y nos
dispersamos y hay lirios cabeza de turco y una clemátide
desmesuradamente bella, y mariposas como salidas de un cuadro de
Henri Rousseau. O de un plato de porcelana hecho por un
francés.
En Franklin —«pequeño, aburrido y
minuciosamente carente de atractivo, pero sobre todo aburrido»,
dice Bill Bryson— hacemos una corta visita al museo. Indago sobre
la historia de la arcilla cheroqui y el señor mayor me contesta,
sin pausa, que ni idea, pero ¿sabe usted que los cheroquis no
fueron los primeros en vivir aquí, que le robaron la tierra a otro
pueblo?
Franklin es una calle circundada de Fatz y
Walmart. Desayunamos al mismo tiempo que una agrupación de
motoristas retirados camino del sur en sus Harley Davidson. Nos
sirven lo frito con tremenda cortesía. Pero, maldición, el café... Pregunto sobre minas y la
recepcionista me dice que aquí hay minas de gemas y que puedes ir a
buscarlas, a 20 dólares la batea.
Desplegamos los mapas y subimos por la Ruta
28 hacia un letrero del borde de la carretera en el que se
conmemora el hallazgo de la arcilla cheroqui. Lo inauguraron en
1950. Traigo conmigo una foto de Hensleigh Wedgwood, presidente de
Wedgwood Limited, plantado muy ufano al lado del cartel, cuando
acababan de descubrirlo. Nos hallamos por encima del río, pero no
cerca de ninguna elevación. En la casa de enfrente un hombre tira
de sus cortinas. Los camiones nos pasan cerca, como truenos.
Estamos en el sitio equivocado.
Terminamos en el Gran Campamento de Pescado
Ahumado de Jerry Anselmo, que está cruzando el patio al entrar
nosotros con el coche, un hombre con pinta de oso, en traje de
faena, con gorra de veterano de Vietnam. Amusga los ojos como un
marinero.
Esto lo he ensayado antes. Perdone, iba a
decirle, sabe usted / está usted al corriente / es una historia muy
larga / lamento mucho molestarle.
Wedgwood / Cheroqui / Inglaterra.
Venimos de lejos. ¿Podemos excavar su
terreno?
El campamento está magníficamente cuidado,
con kayaks orillados y tubos para cabalgar el río, y cañas de
pescar y cosas serias, cebo y cuchillos. Y cuando estoy tratando de
explicarle a qué venimos, Jerry introduce la mano en un cubo lleno
de trozos rotos y extrae dos de ellos, escarchados, ennegrecidos, y
me los da. Nos dice que nos pongamos cómodos fuera y mientras su
mujer nos prepara café él comienza su relato.
Hensleigh Wedgwood y
el letrero de la arcilla blanca, 11 de agosto de 1950; Museo
de Historia de Carolina del Norte.
Después de la guerra vio cómo iban las cosas
en este mundo y se hizo conservacionista, llegó de Nueva Orleans
hace veintiocho años, vio el territorio y le gustó. Y lo compró, y
cada día le gusta más. Según iba acercándose la ciudad, él compraba
terrenos y bosques para impedir el desarrollo, y ha puesto la
tierra en fideicomiso. Sabe nombres e historias. Habla de excavar
en busca de talco y mármol y caolín, de la industria maderera que
taló verdaderas montañas de árboles. Y nos cuenta lo del Sendero de
las Lágrimas, cuando en 1838 expulsaron de sus casas a los
cheroquis y los hicieron instalarse al otro lado de la frontera
estatal, en Oklahoma. Ni que decir tiene que conoce la historia de
la arcilla blanca.
No somos los primeros que lo visitamos —ha
habido investigadores y escritores, e historiadores locales—, pero
el hombre es muy efusivo y generoso con su tiempo. Hágame llegar lo
que escriba, o iré a buscarlo y me las pagará, y se ríe y lanza una
pala a la plataforma de la camioneta. En ella nos lleva al recodo
del Pequeño Tennessee donde antes se hallaba el pueblo de Cowee, el
túmulo en que las tribus cheroquis enterraban a sus muertos. Es en
este riachuelo donde encontró fanegas de trozos rotos. Es profundo
y está a la sombra de viejos árboles agrupados.
Me dice que el fragmento que tengo en las
manos procede de aquí. Es parte del borde de un frasco —bastante
grande— y hay una decoración de cuerda o cesta que le da textura. Y
el que lo hizo pasó un trapo húmedo por el borde para alisarlo y
luego utilizó la uña para muescar la parte inferior. Se percibe un
modo de hacer tranquilo y fluido. El interior está bruñido. Me
gustaría saber la fecha. Podría ser del siglo XVIII. Hay crónicas
de viajeros que anduvieron por estas montañas, antes de que llegara
Thomas Griffiths enviado por Wedgwood, en que se dice que los
cheroquis «hacen vasijas de barro... de muy variados tamaños, que
pueden contener entre dos y diez galones; grandes cántaros para
transportar agua; cuencos, platos, fuentes... jofainas, y un número
prodigioso de otras vasijas de tan anticuadas formas, que serían
tediosas de describir e imposibles de nombrar».
Eran conocidos por su alfarería. Y según nos
va conduciendo por su territorio, donde cada colina y cada recodo
del río, cada riachuelo, llevan inscritos los nombres y las
historias de los cheroquis, se me hace evidente que los
comerciantes y funcionarios y aventureros que anduvieron por aquí
se encontraron con gente que poseía un profundo conocimiento de las
diferentes arcillas. Y las utilizaban de modos complejos.
Utilizaban los caolines para las pipas de fumar, pero no solo
porque son arcillas finas que queman limpiamente, sino porque el
blanco es el color ritual más importante. Simboliza la paz. Un paño
blanco pintado de estrellas rojas ondeaba sobre el consejo
nacional, el suelo de cuya casa estaba cubierto de pieles de ciervo
blancas. Las calabazas blancas y una vasija única para ritos de
purificación se colocaban sobre una grada blanca.
Y el unaker se
utilizaba tanto para aislar las viviendas —«enzarzadas con ramas
como un cesto», en palabras de un viajero del siglo XVIII, «y luego
cubiertas de arcilla, muy suave, y a veces encaladas»— como para
hermosearlas. Imaginemos la luminiscencia de un espacio blanco, los
levísimos destellos de la mica. Un habitáculo de porcelana.
Los europeos no «descubrieron» esta ladera
de arcilla blanca. Las pipas blancas y las casas blancas los
atrajeron a esta veta cuyo saqueo querían evitar a toda costa los
cheroquis.
Jerry nos hace subir a la colina de detrás
de su casa, donde el panorama se ensancha y hay un risco alto,
flanqueado de pinos y pacanas, un arco de tierra ocre que se alza
unos trece metros. Tiene zarzas adheridas. Y una cicatriz blanca de
tres metros y pico. Es unaker, la arcilla
cheroqui, un imposible blanco de plata.
Al día siguiente nos traemos una escalera y
una pala y cavamos. Es blanda y se desmenuza y resplandece por la
mica, tan bella como nuestro cuáquero decía.
He traído una pieza de jasperware de Wedgwood hecha en 1780 con esta
arcilla.
Pertenece a la familia de mi madre, que
vivía en Cheshire en el siglo XVIII y que era acomodada y un poco
convencional, casa de campo en Cheshire, abogados y clérigos y
comerciantes. Y poseyeron una de las primeras jarras hechas por
Wedgwood en Portland. Cuenta la historia que le hicieron una mella
y la tiraron.
Entrada para ver la
copia Wedgwood de la jarra de Portland, 1790; © The Trustees
of the British Museum.
Esto es lo único que queda de su gran
colección de porcelana y venía con la intención de enterrarlo aquí,
o de romperlo, o de que se me ocurriera un acto de reparación,
cumpliendo la promesa de una ponchera fabricada hace doscientos
cincuenta años. Una devolución.
Pero ahora estoy aquí y esos actos se me
antojan bastante rebuscados, de modo que me limito a darle las
gracias a Jerry y él nos despide con gorras de béisbol para el
resto de la familia con Great Smokey Fish
Camp bordado en la visera, con mi bolsa de arcilla cheroqui y
con un abrazo de oso.
En el valle se acumula la neblina. He
conseguido mi Cuarta Colina Blanca. Las enumero: el monte Kao-ling,
luego Meissen, Tregonning Hill y ahora Ayoree. Es la primera colina
blanca de Ben.
Me alegra darme cuenta de que he dejado la
pieza blanca final en muy buenas manos.