DIECISIETE Color crema, provinciana y
opaca
I
Estoy en Versalles porque todos los demás
están aquí. Paso lista a mis jesuitas, primero, y luego a mis
filósofos. Y luego al resto. Para finalizar añado a los hijos más
jóvenes de las casas reales en su Wanderjahre, en su año sabático fuera de la
corte.
El príncipe Augusto de Sajonia, que tiene
diecisiete años y que ha sido apartado de Dresde por un lío con una
camarera, llega a París el 14 de junio de 1687. Viaja bajo el
nombre de Graf von Leisnig. Este viaje es para perfeccionar sus
virtudes principescas.
La estancia del príncipe Augusto dura tres
meses. Dos quintas partes de su asignación se gastan en vino y una
quinta parte en vestimenta. Dios sabe cuánto se gastaría en
mujeres. Visita Versalles y es recibido por el rey. Lo llevan a ver
el Trianón de Porcelana en pleno deterioro. A principios de julio
ya se había tomado la decisión de demolerlo y dejar sitio para un
nuevo Trianón de mármol rosa y piedra dorada. Para otra querida.
Augusto ha llegado a tiempo por los pelos.
II
Colbert anuncia su intención de que se
utilice porcelana fabricada en Francia. No le importa que sea
contrefaçon, falsa. Quiere porcelaine.
Colbert, que es muy brillante, ha analizado
el modo de obtener dinero invirtiendo en las mercaderías que vacían
los cofres reales. Además de las tres compañías de comercio que se
extenderán por el mundo, como la Compagnie des Indes Occidentales y
la Compagnie des Indes Orientales, ha creado otras compañías o ha
apoyado su fundación.
Los espejos, por ejemplo, son monopolio
veneciano, de ahí su elevadísimo precio, y lo que hace Colbert es
crear la Manufacture royale de glaces de miroirs, que no solo
suministra espejos a Versalles, sino que también obtiene clientes.
La embajada de Siam decide regresar a casa con 4.264 espejos,
además de telescopios, dos globos —uno terrestre y otro astral—,
arneses para elefantes y, muy amablemente, siete grandes tapices de
la real fábrica de alfombras de la Savonnerie. Los tributos se
truecan en inversión al cambiar de sentido.
Se ha otorgado privilegio real a la familia
Reverend, que se establece en Saint-Cloud —a distancia cómoda de
París y de Versalles—, para «producir mayólica e imitar la
porcelana al modo índico».
El hermano del rey, el duque de Orleans,
tiene su palacio en Saint-Cloud y empieza a llenar de porcelana
tanto el Palais Royal de París como el suyo de campo.
En Ruan están consiguiendo un tipo de
porcelana. Hay allí una fábrica a la que también se ha otorgado
privilegio real. También ellos han descubierto «el secreto para
fabricar auténtica porcelana china». Es azul y blanca —un buen
blanco, bastante claro—, pero los materiales que utilizan son
deficientes. Como nadie conoce los verdaderos ingredientes
constitutivos de la porcelana, hay que ir probando materiales
diversos. Ello implica añadir a la arcilla diversos tipos de vidrio
esmerilado, para obtener un simulacro.
La porcelana de Saint-Cloud es cálida y
lechosa, ligeramente marfileña, a veces blanca, dependiendo del
gasto en materia prima, o en molienda, o el carburante que
utilicen. Estas variantes de la porcelana se denominan «porcelanas
de pasta blanda». Sus esmaltes se arañan con facilidad.
Y no son translúcidas. Su opacidad es un
reproche.
Estas porcelanas contrefaçon, con sus grutescos y sus arabescos
pintados en azul cobalto —una urna rebosante de flores que se
desparraman sobre un tejado chino, una rama que se trueca en mujer
alada— son porcelanas a lo Edward Gorey. A primera vista todo
parece agradable, pero cuando las miramos de nuevo empiezan a
inquietarnos.
III
Me he quedado parado en la descripción que
hace Colbert de esta porcelana, llamándola contrefaçon. Sugiere la idea de hacer pasar una
cosa por otra.
Vuelvo a ello una y otra vez. Me trae un
desagradable recuerdo de hace veinticinco años, cuando en un
extremo de mi calle de Sheffield estoy probando mi nuevo blanco.
¿Qué voy a hacer ahora que he abandonado el campo para instalarme
en la vida urbana? Aquí nadie necesita cacharros. Lo que hace falta
es trabajo.
Voy a hacer porcelana de cocina, intentaré
hacer cosas corrientes con esta materia prima extraordinaria. Hago
cuencos y tazones y grandes tazas de café con sus correspondientes
platos, pocillos para expreso, frascos para jengibre. Ese es mi
plan. No me resulta fácil, porque la porcelana es demasiado
acomodaticia, se te escurre entre los dedos como el agua, y
profundamente intratable. Cuanto más trabajas en una pieza, menos
te responde.
Y como he leído lo que dice Edward Said
sobre el orientalismo, no estoy interesado en la autenticidad per
se, lo único que busco es una charla con Oriente, el mundo aparte
que yo amo. Así que no las decoro. He dejado de lado las niñerías
—la taquigrafía orientalista de sauces y ramas de algo— y empiezo a
estampar sellos en la arcilla húmeda.
En los talleres de cerámica existe la
tradición de poner tu sello personal en la base de la pieza, y a
veces una marca del taller con indicación de origen. Bernard Leach
utilizaba BL y St
Ives. Yo he utilizado EdeW y,
durante breve tiempo, Cwm, para señalar
mi domicilio en la húmeda colina galesa. Ahora pongo un sello
japonés, hecho en Occidente, producto de
segunda, en mis cacharros. Mi intento de L’Empire des signes.
Indica tu obra, decían las preguntas de
examen en el colegio, indica de dónde vienes, cómo has
llegado.
Es un blanco tardío y adolescente. Un blanco
solitario. Con ansias de grandeza y complejidad y trascendencia,
como blanco.
Al lector le bastaría tener en la mano mi
porcelana de Sheffield para llegar a esa conclusión. Un amigo de
cierta edad, un fotógrafo vienés emigrado que vivía en una
austeridad monocromática, bebiendo y comiendo solamente de las
porcelanas retocadas de Hans Coper y Lucie Rie, examinó mis
cuencos. Dime, muchacho, bajando la voz, vigorizándola, con todo su
acento, ¿cómo es que pesan tanto?
El peso, le contesto ahora, veinticinco años
más tarde, no entraba en mis intenciones. No eran ligeros, la
porcelana es ligera. Rara vez eran translúcidos, la porcelana es
translúcida. Y no eran especialmente blancos. Volví a construir mi
propio kiln por desesperados motivos económicos, y me empeñé en
alcanzar las elevadas temperaturas imprescindibles para dar a la
porcelana sus cualidades más sobresalientes, es decir, los 1.280
grados centígrados y algo más. Las horas se iban desenredando a muy
alto precio, entre rugidos de calor amarillo.
La porcelana es la promesa. Me pone en
marcha. Camino arriba, pasando por las escombreras de Attercliffe,
dejando atrás las obras donde anuncian el mayor centro comercial de
Inglaterra, para tomar la autopista en el nudo 31 y hacer otras
cuatro horas más en dirección a Londres en mi furgoneta, para ver a
mi chica y ofrecer mi porcelana en tiendas y galerías. Tengo
veinticuatro años y hago objetos de Sheffield.
Es porcelana color crema, provinciana y
opaca, falsa, contrefaçon.
IV
El gran Colbert, a pesar de su gélida
brillantez, no está ni mucho menos cerca de descubrir el Arcano, de
poner auténtica porcelana francesa a los pies de su rey. Puedes
invertir todo el dinero que quieras en el proyecto, pero no hay
modo de que levante el vuelo. No suena a verdad. En las fábricas de
Ruan y de Saint-Cloud está faltando algo fundamental.
Colbert, no obstante, ha encontrado un nuevo
tutor para su hijo, un matemático de una buena familia aristócrata
de Lusatia, en la frontera con Polonia.
Y es ahora cuando el relato se eleva en el
aire.
El muchacho responde al complicado nombre de
Ehrenfried Walther von Tschirnhaus y es mi siguiente testigo, mi
siguiente cartel indicador en el camino hacia la porcelana.
Viene altamente recomendado a Colbert por
Leibniz y por Baruch Spinoza, el filósofo holandés que también
pulía lentes. Colbert es muy exigente en todo, tanto en materia de
impuestos como horas que puede una persona trabajar al día. Pone
especial empeño en que los miembros de la Academia lleguen a su
hora y no se marchen mientras no concluya la sesión. A Colbert le
gusta la idea de este muchacho tan severo llamado Tschirnhaus, y le
gusta que su «ignorancia de la lengua francesa lo obligue a
hablarle a su hijo en latín».