CINCO Cómo hacer piezas grandes
I
POR la mañana visito la
fábrica de piezas grandes.
El propietario de la fábrica de piezas
grandes, río arriba desde la ciudad, parece un capitalista
brechtiano, como pintado en Weimar. También él es grande, y se mece
sobre los pies en actitud imponente cuando te recibe, y tú sabes
que él sabe que lo sabes. Lleva pantalones rodilleros con bolsillos
de parche y fuma puritos.
El patio de esta fábrica está abarrotado de
jarrones de porcelana blanquiazul de dos a dos metros y medio de
altura. Son estrechos de boca y como el hombre me ha caído mal
percibo en ellos una opresión, una falta de aliento, una rigidez en
la decoración, ostentosidad en su perfección. Los veo a pares en
hoteles de Shanghái con espejos detrás y mármol debajo. O en
casinos. Quizá en burdeles.
Me paso el día aquí, evitándolo a él. Hay
tanta humedad que las moscas llegan patinando por el aire desde las
letrinas del fétido callejón.
A primera hora de la tarde se impone la
lasitud. Los perros dejan de pelear. El hombre del kiln está
dormido, acurrucado junto a la puerta, delante del kiln mientras
este se enfría, con el sombrero tapándole la cara, con un arco de
colillas a su alrededor. En el taller de decoración, los diez o
doce chicos que pintan, estarcen los diseños o graban llevan
retraso en sus tareas del día, pero no les importa. Entra alguien,
da un grito y se marcha. Reanudan la fortuita tarea. Sacan 900
yuanes al mes, explica una chica, que se lo entrega casi todo a su
madre, y se guarda un poco para tabaco. La cajetilla cuesta veinte
yuanes, pero comprándola en cartones, con las demás chicas, les
sale a quince. Lo que verdaderamente le resulta caro es el
móvil.
Está trasladando con tinta roja un paisaje
de montañas frescas con neblina enganchada en las cumbres y con
alguien recorriendo un sendero de buen augurio, muy despacio,
apoyándose en un cayado retorcido.
El hombre que junta las partes de las piezas
grandes trabaja a destajo, sin salario. Le pagan por vasija
terminada. Es culpa suya si alguna se resquebraja al secarse, y esa
pieza no se le paga. Si la grieta se produce en el horno o por
exceso de cocción, y la decoración se corre en gotas de cobalto,
reduciendo a mera abstracción muchas horas de labor, o si alguien
hace caer una pieza en el patio al intentar encajarla en bambú para
el transporte, el problema es de otro. Trabaja toda la tarde, de
modo que otros tres hombres han de permanecer atentos para levantar
la siguiente sección torneada. Hay un hombre flaco, sin camisa,
sentado cerca de la puerta. Su trabajo consiste en fumar y avisar a
gritos a los demás operarios para que dejen lo que están haciendo y
vengan a hacer el levantamiento.
Cada sección ha de humedecerse ligeramente,
una gruesa brocha empapada en agua y puesta contra el flanco de la
pieza, y luego se afina con una cuchilla curva de acero. El hombre
la mantiene en ángulo con el giro de la arcilla y una seca
polvareda se arremolina en torno a sus brazos. Está perfilado en
polvo.
Mi padre y mi abuelo hicieron esto, me dice,
pero no quiero que mi hijo siga mi ejemplo.
La sección siguiente se levanta en un
ventisquero de advertencias insultantes, no
vayas a soltarla, idiota. El hombre se esfuerza en hacer
desaparecer las juntas, en dejar impecable la curva desde la base
al cuello demasiado apretado. Lo hace muy bien. Alrededor de tu
rueda el suelo está amarillo de polvo porcelánico, hasta los
tobillos.
II
Hacer piezas grandes de porcelana no
debería ser posible. Es un material con tendencia a ceder, y juntar
secciones diversas complica el asunto, porque toda juntura es
frágil por definición. Si juntas mal dos partes, una de ellas
sobresaldrá ligeramente, como una barriga por encima del cinturón.
No queda nada bonito. Si hay alguna debilidad estructural más
abajo, el jarrón entero se inclinará dentro del kiln o se caerá del
todo, desplazando las vasijas de alrededor. O se romperá,
bloqueando la boca del horno y provocando un desastre, con las
llamas proyectándose en todas direcciones, intensificando el
calor.
No hay alfarero que no sepa esto, pero el
atractivo de hacer algo enorme con la porcelana parece inagotable.
Es arrogancia. El Tao Shu deja constancia
de que:
El padre del emperador reinante encargó unas cajas, de tres pies y medio de largo por dos y medio de ancho, y el grosor de la base tenía que ser de medio pie, y las paredes de un tercio de pie. Trabajaron tres años seguidos en estas piezas e hicieron cerca de 200 unidades, ninguna de las cuales salió bien [...]. Los ancianos de Jingdezhen dijeron que esas cosas no podían hacerse y presentaron una petición al emperador suplicándole que detuviera el trabajo.
El coste de empeñarse una y otra vez en
fabricar estas enormes vasijas aumenta en cascada.
Imagínate la cantidad de caolín y de
petunse, el esfuerzo de mezclar semejante montón de arcilla bruta,
de amasarla para los alfares. El torneado de unas vasijas tan
grandes requiere no solo una gran fuerza física, sino también una
gran pericia, porque un bamboleo al tornear una copa de vino se
puede cambiar sin pensarlo dos veces, pero en esta escala nada
puede alterarse hasta que la arcilla vuelve a los dedos del
alfarero. Algo que se te antoja una eternidad, viendo cómo adquiere
impulso la leve arruga de donde te moviste demasiado deprisa, con
el error volviendo en tu dirección, en aumento.
III
A los treinta y tantos me pasé unos cuantos
años obsesionado con la idea de conseguir platos de porcelana muy
grandes y jarras muy altas. Me salieron pocos. Me las apañé para
que se me cayera una pieza al sacarla del kiln. Lo que mejor
recuerdo es estar conteniendo el
aliento.
Mientras la arcilla se halla en estado
plástico se le puede alterar la forma, puede uno pensárselo. Y así,
a veces por broma, vives momentos en que interviene el pragmatismo.
«Durante el reinado de Shên Miao, se encargó a Jingdezhen la
fabricación de un guardabrisa. No salió bien y se trocó en una cama
de dos metros de largo y un palmo de alto. Y luego se trocó otra
vez, en un barco de un metro de largo, con todos sus aparejos.» Y
añade esta anotación del siglo XVI: «Los funcionarios del distrito
y la prefectura lo vieron con sus propios ojos, pero lo destruyeron
a martillazos, sin atreverse a enviarlo a palacio».
De guardabrisa a cama a pedacitos, y al
final historia.
Es lo que hacen los artistas. El cuadro de
J. M. W. Turner sobre la llegada del rey Luis Felipe al puerto de
Portsmouth se convirtió en su Balleneros
(cociendo grasa de ballena) atrapados en una falla del hielo,
tratando de liberarse. Encima del mártir, pintas a alguien a
quien amas y le cambias el título. La oda fúnebre se trueca en
canción primaveral. Se te cae la tapa del enorme frasco con tapa
que por fin habías conseguido y la cosa se convierte en «Frasco de
colgar». Y sigues adelante.
De manera que cuando ya tienes tu tazón, tu
jarra, has de dejarla que se seque muy despacito. Cualquier humedad
que impregne las paredes hará que se resquebraje la vasija entera
al cocerla. Hay constancia de piezas dejadas a secar durante un
año, lo cual en sí ya constituye un oficio en este valle de grandes
calores y grandes fríos. Luego viene la decoración y todo ello
antes de la cocción propiamente dicha, momento en el que todo el
trabajo, los cientos y cientos de horas, son como un vilano al
viento. Miras mientras meten la pieza en la cámara, sobre arena
fina, y se tapia la boca del kiln. Llenan con la mejor leña la caja
de combustión, la prenden, oyes ligeros chasquidos mientras los
encargados del fuego calientan el kiln con todo el cariño posible.
La cocción de estas piezas debe medirse, todo lo lenta que sea
posible, para permitir que las piezas grandes se atemperen al calor
creciente, al crescendo que dura dos
días, hasta que solo queda cocción.
Cuando extraemos el último anillo de prueba
y consideramos que el esmaltado ha alcanzado su punto, todas las
aberturas en la pared de ladrillo que cierra la boca del kiln se
cubren con arcilla húmeda, para evitar que entre aire frío por las
fisuras. El kiln puede tardar de una semana a diez días en
enfriarse.
Y luego retiras el ladrillo de la boca.
Vacías el kiln. Y vuelta a empezar.
Se cuentan muchas historias, muy gráficas,
sobre lo que verdaderamente cuesta hacer grandes cacharros. La más
conocida es la de un joven que, viendo que estas grandes vasijas de
porcelana se negaban a salirle bien, se arrojó al interior del
kiln, «lo que dio lugar a que quedaran terminados los cuencos». El
joven que se inmoló era Pousa. Su acción le granjeó una
considerable fama póstuma y «todo el mundo lo conoce en el pueblo
[...] hay efigies suyas en muchos talleres, mirando a la gente
desde las baldas».
Pousa es el «ídolo guardián de quienes
trabajan la porcelana». No le pasa inadvertida la ubicuidad al
padre D’Entrecolles, que la observa con condescendencia durante su
recorrido de esta ciudad de posibles conversos.
Mi fotocopia de sus cartas parece ya un
palimpsesto. Lo tengo casi todo subrayado, con notas al sesgo
encima de sus comentarios, en taxis y por la calle, apoyándome en
las rodillas y en los troncos de los árboles. Hay manchas. Quizá de
fideos. Espero que lo comprenda, pero no me fío mucho de los
jesuitas en lo tocante a la falta de pulcritud.