CUARENTA Y OCHO Sobre la cualidad de ser
inglés
I
En esas estamos, pues. Ya tengo mi tercera
pieza blanca. Jingdezhen, Dresde y ahora Plymouth.
Hay cierta ternura en este cacharro de
William Cookworthy. Llega al ser caminando y observando y
recogiendo cosas y palpando la textura, escuchando atentamente, sin
reservas, a los hombres que trabajan al borde de la carretera. Es
una vasija de cuáquero. Lleva su seriedad puesta, sin avergonzarse.
Es una vasija de químico; la marca estañada en su base es bella y
se enorgullece de su origen. Soy de aquí, dice, y hay un
emborronamiento en el modo en que caen las palabras.
Y su blancura es blancura especial, también.
Esta jarra de porcelana, de tan borrosa ejecución, es una vasija
para ángeles.
Mi estantería está gratamente repleta de
piezas completas y fragmentos. Los puedo mover de un sitio a otro y
ahora ya debería ser capaz de hacer mis propias cosas con auténtica
atención. Tengo por organizar una exposición en Cambridge. Ello me
promete una gran dosis de placer, con días para pasar revista a la
porcelana china que hay en los almacenes de la colección. Y tengo
que marcarme el ritmo de producción para Nueva York, también. Acudo
al estudio muy temprano, cuando puedo, para pasarme un par de horas
al torno.
«Porcelana Inglesa 1750-1800» no forma parte
del plan. Pero la verdad pura y simple es que no sé qué ocurrió
luego, o solo las líneas básicas del relato: que se publicó la
LICENCIA REAL DE LA PATENTE DE COOKWORTHY, que las cosas se
enconaron luego y que Plymouth no llegó a ser la Dresde del West
Country. Tengo que descubrir cómo reacciona William cuando la cosa
sale mal.
Y como he perdido mis cuatro preciosas
páginas —95 libras de dinero auténtico—, tengo que ser humilde y
resignarme a leer la patente en la biblioteca. Es bella. Es la
primera patente que tengo en mis manos y posee una normalidad
perfectamente cadenciosa. Así es como tiene que ser.
William Cookworthy, de Plymouth, en nuestro
condado de Devon, Químico, humildemente personado ante nosotros a
petición propia, manifiesta que, tras una Serie de Experimentos, ha
descubierto Materias Primas de la misma Naturaleza que las
utilizadas para hacer cerámica Austriaca, y que estas materias
primas se encuentran en inmensa Cantidad en Nuestra Isla de Gran
Bretaña.
En este momento lo único que tiene que hacer
es gesticular un poco y poner mucho énfasis, lo cual hace con
gusto, esparciendo mayúsculas por toda la página.
Los Objetos que ha preparado a partir de
estas Materias Primas poseen todas las Cualidades de la verdadera
porcelana en lo tocante al Grano, la Transparencia, el Color y la
Infusibilidad, en un grado igual al de los mejores Objetos de China
o de Dresde, en tanto que los Fabricantes de porcelana de Gran
Bretaña, hasta ahora, solo han conseguido Imitaciones de lo
auténtico, deficientes en cuanto a la Belleza del Color, la
Suavidad y Lustre del Grano y la Gran Cualidad de la porcelana
auténtica, la resistencia a las más altas temperaturas sin
fundirse; otrosí manifiesta que este Descubrimiento, por lo que a
él le consta y cree, es nuevo en este Reino; que estas Materias
Primas en este momento actual solo están siendo utilizadas para
fines de Alfarería por él mismo y por quienes se hallan bajo su
Dirección, y que cree firmemente que esta Invención traerá gran
ventaja al público en general. En consecuencia, nos solicita con la
mayor humildad que le concedamos Nuestras Cartas Reales de Patente
para la exclusiva producción y venta de la nueva porcelana
inventada, compuesta de granito escocés o Growan y Arcilla de
Growan.
A continuación, William firma y sella el
documento el 11 de julio del octavo año del reinado de Jorge III. Y
luego, por último, en 1770, la Fábrica de Plymouth se convierte en
la Fábrica de Plymouth de Porcelana Nueva con Patente de
Invención.
II
He reservado tiempo para estas primeras
porcelanas. Y para William. Había calculado que este viaje inglés
me llevaría un verano, y ya va para el año. Trato de encontrarle
las vueltas, de encontrar el camino para habitar su aspiración. Le
pregunto que cómo se puede ser inglés y hacer porcelana, que cómo
puede la porcelana blanca acceder a la vida en este húmedo país; le
pregunto si el empeño sigue siendo exótico, quijotesco, o puede
hallar carta de naturaleza aquí.
Me pregunto lo mismo. ¿Cuál es el sitio de
la porcelana?
Colocas una pieza y cambia el espacio que la
rodea. Distribuyes grupos de piezas y estás jugando con ritmos
mucho más complejos. Cinco años después de mi regreso de Japón
empecé a colocar mis grupos en edificios y museos y galerías.
Mi primer intento fue en High Cross House,
una casa modernista construida en 1932, con enormes ventanales y
techo plano y una plataforma solar que pretende capturar el clima
de Devon, con vista al bosque de robles. Llevaba muebles tubulares
y aparadores de madera contrachapada y debería haber estado en
Saint-Tropez. Habían instalado en ella un archivo, y el archivero
andaba en busca de proyectos.
Hice un frasco con tapa, enorme, para la
losa grande de la chimenea, una línea de platos para recoger la
lluvia en el techo solar. Y escondí grupos en los aparadores no
utilizados. Abrías una puerta corredera y te encontrabas con botes
de porcelana esperándote. Una crítica se quejó de no haber podido
encontrar la exposición.
Este fue mi comienzo. Hice porcelana para
colocar en las repisas de la poesía y a lo largo de la mesa de
cocina del Kettle’s Yard de Cambridge, un bonito conjunto de
casitas bastecidas de pintura y escultura, libros y cacharros. Hice
enormes jarrones de los dragones para colocarlos a lo largo de un
pasillo grandioso y pétreo del suntuoso Chatsworth. Cada
instalación fue una búsqueda de mí mismo.
Daba la impresión de estar ocultando todo lo
que hacía, poniéndolo en la sombra, en los rincones, en los
aparadores.
III
La Fábrica de Plymouth está terminada y
funcionando. Todos los operarios trabajan con entusiasmo. Casi
todas las piezas salen limpias. Los platillos quedan más bien
planos, pero las guardas siguen agrietándose, lo cual resulta tan
desalentador que se les ha ocurrido la desesperada idea de hacerlo
con fragmentos pegados, como si eso pudiera funcionar. Y han hecho
un experimento para ver si contraer los orificios por los que las
llamas suben hasta lo alto del kiln podría resultar de alguna
ayuda. «No fue de ayuda, sino de perjuicio, aunque el producto de
este kiln junto con el de experimentos anteriores nuestros se haya
vendido por encima de las veintidós libras.»
Se me escapa un suspiro con lo de vender los
experimentos.
Este es el momento «vender tus segundos».
Tienes una venta en ciernes —quizá antes de Navidades, cuando todo
el mundo necesita una jarra de leche o un jarrón pequeño— y los
alfareros hacen caja. El kiln no se ha portado bien y ahora te
encuentras con tableros de piezas casi buenas. No tienen mellas.
Hay un bulto raro en uno de los frascos, y un poco de alabeo en uno
de los cuencos grandes, que resulta bastante atractivo, pero los
esmaltes están algo recocidos. ¿Qué haces?
Debes romperlos.
Según el gran Wedgwood, que tiene sus
propias ideas sobre las piezas que salen mal —los Inválidos y los Réprobos,
los llama—, si lijas las bases de unos jarrones deformados, puedes
atornillarles un pedestal nuevo y nadie se da cuenta.
Escribes SEGUNDOS en una de tus tarjetas y
luego la extraes y los ves desaparecer en el mundo.
IV
Conozco este momento, mientras observo el
esmaltado de las porcelanas. Esmaltar es ponerle una vestidura al
cuerpo de la arcilla. He roto un plato Meissen de 1768 —dos
pinzones en una rama, mariposas nocturnas en el borde fileteado,
filo dorado— y es uniforme, el esmalte se ha fusionado con la
porcelana. Pensemos en un esmalte que cubre el cuerpo. El ajuste es
alta costura, sin sensación de constreñimiento, ni de demasiada
latitud, solo facilidad de movimientos.
«Mientras mi Julia se viste de seda
—recuerdo el poema de Robert Herrick, mientras le doy vueltas al
plato en las manos—, entonces (pienso) qué suavemente fluye / la
licuefacción de sus ropas.»
Miro estas piezas. Las porcelanas del West
Country parecen manchadas, como las páginas de un libro antiguo,
con los bordes un poco grises. Hay un desarrollo de asimetría y
distorsión, grietas diminutas en la base, donde la arcilla se ha
abierto durante el enfriado del kiln, aperturas donde ha habido un
fallo de fabricación. Parece haber pequeñísimos fragmentos de
arcilla adherente. Identifico todas y cada una de las
imperfecciones del esmalte. Las llamo por su nombre, sé que son
mías. Está un poco corrida la decoración de cobalto de un zarcillo,
donde uno de los ayudantes ha apretado demasiado el pincel,
obteniendo un espesor incorrecto, o donde se ha detenido más de la
cuenta una llamarada. Hay agujeritos, puntos abiertos como las
esporas de los helechos, donde alguien del taller ha dejado polvo
antes de esmaltar la pieza, o donde no llegó calor suficiente para
fundir el esmalte. Y hay riachuelos de esmalte detenido. ¿Extraído
de un barril demasiado espeso? ¿Otra cocción que no alcanzó la
temperatura adecuada? Y aquí el esmalte se ha desportillado, por
demasiado fino.
Todo lo que ha salido mal es atribuible a
diversos factores, pero yo le echo la culpa al clima.
Ahora que lo examinas, el dorado tampoco es
gran cosa.
Me vuelvo a mirar a William, con preguntas.
¿En qué estabas pensando?
V
Los fallos se aceleran. O quizá, a cámara
lenta, muchas de las cosas que salen mal son ahora visibles.
La Fábrica de Plymouth tendrá que recurrir
de nuevo a los suscriptores, porque se ha terminado el dinero: han
gastado dos veces más de lo previsto. Para ingresar fondos
rápidamente, William producirá morteros de porcelana para los
boticarios.
Su traducción de Swedenborg no se ha
publicado aún. Se supone que está llevando una farmacia, pero en su
cuaderno de apuntes de los archivos de Plymouth, verde, encerado y
partido, descubro lo que de veras hace. Tras unas listas de
ingredientes para medicamentos hay una copia en limpio de una carta
al gobernador de Carolina del Norte, sobre la naturaleza y uso del
cobalto, el mineral negro que florece en azul sobre la porcelana,
hace sauces, enamorados en un puente, carpas saltando en un
estanque, una mariposa posada en un crisantemo.
William ha estado refinando azul cobalto a
partir del mineral:
Cristal azul oscuro... lo que demuestra sencillamente que, así como los demás colores de esmalte vienen de metales, el verde del cobre, el negro y el rojo del hierro, el púrpura del oro, el azul procede de este semimetal, y este descubrimiento facilita toda la gestión del cobalto, despejando la nube de misterio que la obcecación de los escritores alemanes le ha creado encima.
William disfruta desentrañando el Misterio,
venga de donde venga, de China, de Cornualles o de Alemania, y el
cobalto es una maraña de suposiciones y cuentos. Su etimología nos
revela que cobalto viene de Kobold, nombre que los alemanes dan a los espíritus
subterráneos. Viven, cuenta el cuento, no inmediatamente debajo de
la superficie, sino dentro de la propia roca. Te apagan la lámpara,
te echan abajo la viga de madera que sostiene la techumbre de la
galería, hunden la tierra bajo tus pies, te roban la comida, la
cantimplora, el pico. Si eres minero rezas pidiendo protección,
pero son recalcitrantes, no se apaciguan con nada. Te impulsan a
extraer los minerales equivocados, engañándote con una veta
plateada, el destello del oro, para que luego, cuando ya lo has
colado y molido, resulte que no tiene ningún valor. Hay algo en
esta asonancia de maldad, ocultamiento y profundidad que suena a
verdad.
Estoy leyendo esto aquí arriba, en mi
estudio, con el perro durmiendo a mis pies. Durante los dos o tres
últimos años he estado utilizando esmaltes negros. No es que ya no
me gusten mis blancos, pero necesitaba saber qué aspecto tendrían
las sombras en las piezas negras. Utilizo el cobalto en uno de mis
esmaltes nuevos preferidos, un negro lustroso, como de noche de San
Juan, con chispas de oro, más negro que el ala de un estornino.
Solo requiere el uno por ciento. Y un poco más, dos o tres por
ciento, en los esmaltes más densos, el esmalte color peltre mate
que llamamos basalto, y el nuevo que aún no está conseguido, un
negro abrasador con pozos y cráteres como un culebreo de
obsidiana.
El cobalto mancha. Me viene la tonta
urgencia de tocar el óxido de cobalto y corro al cuarto de
esmaltado, abro la caja de plástico y me vierto un poco de polvo
azul oscuro en la palma de la mano, lo froto entre el índice y el
pulgar, y cuando me restriego las manos sigo teniendo una huella
esquelética de mineral tóxico que tarda días en quitarse, mientras
rastreo a William y su pasión por el cobalto.
Me doy cuenta de que el mundo es muy grande
para este farmacéutico de Plymouth. Sostiene Catay y Carolina
cuando desmenuza el mineral entre los dedos. Y mientras su empresa
se viene abajo, esto es lo que hace William, desmenuzar minerales,
cada vez más concentrado en el azul y el blanco. Trata el taller
como si fuera un laboratorio, un banco de pruebas para sus ideas,
no como un negocio.
Me doy cuenta de que he estado toda la
semana pasada pensando en el puñetero cobalto.
William está felizmente extraviado.