SIETE Fábrica n.º 72

 

I

 

LA ciudad se va complicando por días.
De hecho, por horas.
Acaban de hablarme de un hombre que hace porcelana blanquiazul porque quiere. Mi amigo me subraya esto. Tengo que conocer a ese hombre que escoge lo que hace en una ciudad llena de gente que no tiene elección, que nunca la tuvo. Sigo dándole vueltas a la brutalidad de un planteamiento económico en que el operario tiene que pagar lo que rompa descontándolo de su flaco salario, con lo frágil que es todo este trabajo.
Su fábrica está en el emplazamiento de la Fábrica n.º 72. Bajo unas enormes puertas herrumbrosas, junto a una vieja garita de guarda, a la izquierda según se entra. Avanzas sobre terreno desigual y doblas por una hilera de talleres abandonados, te paras junto a un pudridero, montones de basura pestilente junto a la puerta delantera.
Un muchacho con el portátil abierto delante, con los auriculares puestos y una telenovela pasando silenciosamente en la pantalla, está pintando un paisaje Tang en que tres sabios barbudos, hablando de amor o desamor, aparecen sentados entre las peñas. Me quedo media hora mirando. Su pincel puntea dos de las tres barbas.
Es domingo por la tarde y hay pocos sonidos en este espacio lleno de polvo. Una mujer soplando suavemente en cada cuenco esmaltado antes de colocarlo en su sitio del kiln. La suavidad del clic mientras el porteador empuja la porcelana por el callejón que conduce al kiln, en su carretilla con dos ruedas de bicicleta. Un anciano sajelando las bases de las vasijas terminadas para eliminar hasta la última traza de aspereza, tomando cada frasco de una tabla que tiene a su izquierda, frotándolo en giro contra una rueda abrasiva de carborundo, limpiándolo con un paño, colocándolo a su derecha.
II

 

Risas procedentes del despacho en que el propietario, un hombre pequeño, de sesenta y tantos años, está preparando el té en una complicada ceremonia de calentar, servir, desechar y volver a servir. A su espalda hay estanterías con libros sobre porcelana. Es un alfarero de primera generación, me dice, y por consiguiente ha aprendido como se debe aprender, hace lo que hace por elección personal. Está obsesionado con el cobalto y desprecia la mercancía que puede comprarse a los vendedores de mierda que hay en la ciudad. Le gusta lo «acopiado y amontonado», la decoración azul de la dinastía Yuan cuando el azul se intensifica hacia el negro cuando el pintor ha posado el pincel durante un segundo de más: una carpa se alza entre ramas retorcidas hacia el aire de la parte de arriba del cuenco abierto. La palabra «carpa», li, según me explica, es homófona de li, «lucro», y el dato súbitamente encaja con la ubicuidad de estos cuencos y sus estrenuos peces, irrefrenables en su necesidad de nadar más alto.
Parece totalmente encantado de que yo no lo supiera.
Saca un infolio de la librería y lo abre por la foto de un par de jarrones de templo, el típico jarrón de porcelana que siempre he odiado —inútil, con el cuello rígido, con dos asas muy arriba— y me dice que ese es su próximo proyecto.
Son los jarrones David y hace treinta y cinco años que los conozco. Los vi por vez primera en la colección David Percival, una casa adosada repleta de objetos, situada en una plaza de Bloomsbury, en la que se entra llamando al timbre y firmando el registro de entrada ante un ceño fruncido. Tuve la sensación de estar allí entre los tesoros por mis sufrimientos. Me encantaron las piezas Sung primitivas y alargué la visita, pero esos jarrones estaban en sus propios cajones, exudando significado por el mero tamaño y por las inscripciones y por la fecha de 1351 en que los expertos han puesto en juego su reputación, trémulos de recomendación y sometimiento.
Son jarrones para todo. ¿Quieres dragones persiguiendo una perla por las nubes? ¿Olas? ¿Peonías? ¿El ave fénix? ¿Llantenes? ¿Asas en trompa de elefante? ¿Te apetece quizá que graben tu nombre a setenta centímetros del suelo, en lo alto? La inscripción reza:

 

Chang Wen-chin del camino Te-hsiao de la localidad de Hsin-chou tiene el gusto de presentar un altar compuesto por un incensario y jarrones como plegaria por la protección de toda la familia y por la paz y prosperidad de sus descendientes. Anotado en un día de buena fortuna en el cuarto mes del undécimo año del Chih-chen.

 

Son difíciles de manejar, pesados. Dados por mí tan necesarios como los nombres de los donantes colgando de un cordel dorado a la puerta de un museo.
El dueño de la fábrica me explica que sus clientes eran los grandes almacenes japoneses de alto nivel, pero que ahora está aumentando rápidamente el interés de los ricos compradores chinos. El truco consiste en hacer réplicas de piezas emblemáticas, con nombre, cuencos y jarras de las grandes colecciones, y hacerlas verdaderamente bien, de ahí los jarrones David, que pronto estarán reproducidos por docenas, y quizá vendidos por tríos o cuartetos. Y ello significa acertar con el cobalto para cada tipo de vasija —en estas el color es brillante, pero hay partes en que se plantean dificultades—. Los elefantes son un color de cobertura, muy difícil de crear, porque el cobalto puede parecer una pared mal pintada. No hay ningún azul singular que pueda utilizarse en toda esta fábrica. Este hombre es un repertorio de azules.
Sus piezas proceden de más de 700 años de historia, desde el comienzo de la dinastía Yuan, a mediados del siglo XIII, hasta el final de la dinastía Qing en 1912. Me lleva a su sala de moler. Es muy pequeña, mal ventilada, con una mesa y tres sillas, parecida a lo que yo imagino que debe de ser la cámara acorazada de un banco suizo.
III

 

El cobalto es un material eminente.
La primera vez que se utilizó como pigmento fue a principios del siglo XIV, importado de unas minas de la zona de Kashan, Persia, pasando por el golfo Pérsico, cruzando el océano Índico, hasta el puerto de Aceh, Sumatra, y luego hasta el puerto de Quanzhu. Llegaba como óxido de cobalto puro —difícil de transportar— o como smalt, un compuesto de cobalto y cristal que puede amolarse, proceso por el que se reduce la posibilidad de que el color se corra bajo el esmalte.
Este cobalto es origen de historias en que se hacen y se deshacen fortunas:

 

Cuéntase que un mercader de porcelana, habiendo naufragado en una costa desértica, halló en ella más fortuna de la que había perdido. Merodeando por la costa, mientras sus criados trataban de construir una pequeña embarcación con los restos del barco, vio que la zona era abundante en piedras con las que podía obtenerse el más bello de los azules. Se llevó una gran cantidad de ellas, y dicen que nadie en Jingdezhen había visto nunca un azul tan bello. Más adelante, el mercader chino trató de localizar la costa a que lo había conducido la fortuna, pero no lo consiguió.

 

Esto es algo que parece ajustarse a la experiencia de trabajar con cobalto. Te sale bien una vez, un azul tan nítido y centelleante como el propio mediodía, y cuando vuelves a intentarlo lo que obtienes es algo más turbio que un anochecer con el cielo encapotado.
Cerca de Jingdezhen se pusieron a prueba vetas locales de cobalto, con resultados desalentadores. «Los recolectores van y lo recogen y le lavan la tierra adherida en los arroyos. Es de color amarillo oscuro.» Una vez purificado sigue siendo «ligero de color y no cuece bien, de manera que solo se utiliza para cacharros populares de baja calidad». El cobalto venía en todos los grados, todos los colores, traído a la ciudad por mercaderes que lo venden «por especulación», unos más altos en hierro, otros en manganeso, y requería de interminables cantidades de esfuerzo para hacerlo utilizable, lavándole las impurezas.
El cobalto fue origen de innumerables problemas.
En primer lugar, fue absurdamente valioso. Sigue siéndolo. Mi frasco hermético de óxido de cobalto ha permanecido constante durante toda mi vida laboral, un par de kilos que compré hace treinta años y que conservo celosamente. Lo he utilizado para intentar inscribir líneas azules en la porcelana, añadirle un borde azul a un cuenco, dar color a un esmalte. El nivel apenas ha bajado. En Jingdezhen sometieron a pruebas a los decoradores para ver hasta qué punto eran capaces de ahorrar. Un administrador intentó que sus decoradores trabajaran con las manos metidas en algo parecido a unas culatas de madera, para evitar los hurtos. El padre D’Entrecolles observó que ponían un papel «debajo de la peana sobre la que pintan el vaso [...] nada se pierde», al concluir la jornada recogían los granos caídos en el papel, como oro de la mesa de un orfebre.
En segundo lugar, es un material que ha de calcinarse, es decir, calentarse al rojo vivo, ya sea en un crisol dentro del horno o en un fogón, para luego molerlo cuidadosamente en un gran mortero de porcelana. Aquí, en este recinto, el procedimiento de preparación no es diferente del que se utilizaba hace trescientos años.
«Los que trabajan hasta medianoche cobran el doble. Los de más edad y los muy jóvenes, los cojos y los enfermos, se ganan la vida con este trabajo.» Está muy arraigado en la economía de la ciudad.
Y en tercer lugar, es tóxico. Si te expones al polvo de cobalto mientras lo mueles para convertirlo en una pasta, si lames la punta del pincel para devolverle la forma antes de volver a hundirlo en el líquido entre azul y negro para pintar otra rama de sauce, absorberás una pequeña cantidad. Puede que te entren náuseas. Puede que te quedes sin aliento. Es algo que crece, que ahonda en ti.
Esta tarde en la fábrica hablamos del cobalto, hablamos de todas sus complejidades, todos los problemas y los gastos que supone, excepto este.
IV

 

El cobalto permite que el mundo se convierta en historias.
Hay una lista de Nombres de diseños fechada en el año octavo del emperador Jiajing, 1529 —un emperador especialmente desagradable—, para uso de los decoradores de Jingdezhen. La lista incluye estos diseños:

 

Dragones persiguiendo perlas, balanzas para pesar oro, muchachos jugando, dragones jugando en subida o bajada, aves fénix volando entre las flores, rollos florales que cubren todo el paisaje, pájaros volando por el cielo, los ocho inmortales cruzando el mar, leones jugando con pelotas bordadas, los cuatro peces ch’ing, p’o, li y kuei con algas, cascadas de las montañas Pa Shan, leones voladores, olas y llamas sosteniendo los ocho diagramas místicos, cigüeñas volando por las nubes, niños jugando, aves fénix alzándose hasta nubes de buenos presagios.

 

La lista se va haciendo cada vez más florida, bosquejando todas y cada una de las posibilidades interiores y exteriores, hasta concluir en exasperación: «En un breve resumen como este es imposible dar la lista completa de los diferentes diseños».

 

 

Moliendo cobalto, Jingdezhen, 1938; Early Ming wares of Chingtechen, A. D. Brankston, Henri Vetch, Pekín, 1938.

 

Todo está en movimiento, el cobalto captura la actividad a lo ancho, lo redondo y lo bajo de la porcelana, con cintas y nubes y olas, caídas de agua o golpes de viento que propulsan las historias.
Y parece natural que el mundo quede refractado en azul y blanco. La blancura de los espacios sobre la porcelana puede convertirse en lo que tú quieras, agua o cielo, la mole de una montaña o el rostro de un niño.
Las historias pueden empezar en China, comenzar con las imágenes y los nombres que conforman lo que eres, pero cuando los pedidos llegan a Jingdezhen desde Ulán Bator, Isfahán, Constantinopla, Madrid, Ámsterdam, Bristol, empiezas a pintar caracteres y escenas que te llegan en forma de bocetos y descripciones.
Y por tanto pintas pagodas y carpas y aves fénix, pero también pintas casas de campo inglesas e iglesias y cotas de armas, la crucifixión, inscripciones en persa y en árabe, claveles y tulipanes, lemas en latín y caballeros con armadura, y Andrómeda.
V

 

Un decorador no chupa la punta de su pincel y luego se recuesta en su asiento a sopesar la vasija vacía, preguntándose en qué dirección debe fluir el río, dónde deben juntarse las nubes o nadar los peces. La porcelana blanquiazul es lo que siempre ha sido, un proceso de muchas manos. Ello requiere muchas manos expertas. Y ello a su vez implica administración, toma de decisiones, planificación.
Si eres capaz de repetir un objeto con alguna exactitud, entonces puedes enviar uno como muestra, aceptar pedidos. Si eres capaz de calcular cuánto cuesta producir cada cuenco en porcelana, cobalto, cocción y salarios, factorizar el desperdicio, entender cómo funciona el transporte desde la ciudad, entonces vas camino de la estandarización. La estandarización es buena para todo. Para el hombre del torno, para el que afina las piezas, para el que lleva las planchas a los estantes de secado, introduce las copas con tallo en el esmalte, pasa el dedo por la falla del esmalte. Es buena cuando metes las piezas en las gacetas refractarias, las gacetas en el kiln. Etcétera, etcétera. Todas las fases se simplifican. Todos los movimientos ganan en fluidez.
«Una pieza pasa por setenta manos —dice el padre D’Entrecolles, agudo observador—, no puede haber intermedios en la tarea.»
El Tao Shu es más rotundo:

 

Los diferentes tipos de piezas redondas que se pintan de azul se cuentan por cientos y miles, y si la decoración pintada no es exactamente igual [...] el servicio no será regular ni uniforme. Por tal razón, los hombres redondean el borde de las piezas y las franjas azules se confían a los operarios que bocetan las líneas, porque han aprendido a diseñar, no a pintar los colores, mientras que los que añaden los colores aprenden a colorear, no a diseñar, y de tal modo la mano adquiere habilidad en una tarea determinada y la mente no se distrae.

 

La repetición requiere que no pienses, que no te distraigas mientras añades esta línea y levantas el pincel en el momento preciso, ladeas el borde plano del pincel para pintar el borde duro del tallo de hierba, lo mojas de nuevo en el cobalto, repites.
Y obligando a que un solo hombre haga las hierbas, solamente las hierbas, el número de errores disminuye. También puedes localizar dónde salen mal las cosas y a quién sancionar.
Es difícil creer que es así como se hacen estas piezas. Miro un frasco blanquiazul de los que más gustan, de principios del siglo XV, un pájaro en una rama. Es un frasco pequeño y chato, y el pájaro está cantando, y hay tanto espacio para la rama y las hojas y la canción que no veo cómo todo ello puede no ser resultado de una mano singular, que ha juzgado las pausas, permitiendo que el pincel se levantara ligeramente al final de la rama, que se rebullera sobre las plumas de la cola para que quedaran ligeramente revueltos los granitos de cobalto.
El muchacho que se ocupa de las barbas está al otro lado del estudio. Tiene en los jarrones de la montaña a media docena de sabios sin cara. Algún otro ha hecho las franjas, ha puesto la estructura de líneas que crea los espacios, y algún otro las montañas. No hay prácticamente nadie aquí esta tarde, de modo que no puedo entrar en contacto con la señora de la fuente de loto, ni con el que pinta los dragones de cinco dedos. No veo el momento en que toda su minuciosa labor desaparece bajo una sábana de esmalte blanco, lista para el kiln.
VI

 

Tengo que irme. Esta noche he quedado a cenar con un archivero y no puedo llegar tarde, pero me cuesta marcharme. Dejo atrás las estanterías de piezas esmaltadas, listas para cargarse en los kilns el lunes por la mañana.
El proceso tiene algo de milagroso. En esto estoy de acuerdo con mi jesuita. Según él observa, las líneas de cobalto son de color negro pálido cuando se pinta por primera vez la pieza, luego desaparecen bajo el esmalte, «pero la cocción las hace aparecer en toda su hermosura, casi del mismo modo en que el calor natural del sol hace que las mariposas más bellas, con todas sus tonalidades, salgan de sus huevos».
Él ha visto la tarea requerida, cómo los cuencos van pasando de mano en mano, y la disminución que ello implica, pero quiere algo distinto: un relato de creación, de libertad, de individualización.
No es el único. Los modos en que la cocción transforma el material no son enteramente explicables. Hay una estela dedicada al dios de los kilns: «Cuando se mira el interior de los kilns, con sus poderosas llamas, suelen verse insectos, que deben de ser dioses disfrazados, moviéndose en agua pura y reluciente». Hay constancia de porcelana que «salía del kiln con manchas producidas en el interior sobre el esmalte, en forma de mariposas, pájaros o peces, unicornios o leopardos, o con el color del esmalte trocado en amarillo, rojo o marrón, y a veces estas nuevas formas y colores eran encantadoras creaciones del fuego».
El oro blanco
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